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ArribaAbajoCanto II

Engolfada la flota entre Cuba y Yucatán, se levanta una asperísima tormenta que la desbarata y arroja a varias partes, en la cual milagrosamente es socorrida por el Angel S. Miguel. Toman tierra los españoles en la isla de Acuzamil [Cozumel], cuyos ánimos exhorta Cortés para la intentada conquista.



    Del corazón magnánimo, excelente,
es aspirar a soberanas cosas
con buena industria y medio conveniente,
partes que facilitan las dudosas:
que nunca abate, no, el varón prudente,
el suyo a las humildes y viciosas,
mas la hermosura de las grandes le alza
donde su nombre para siempre ensalza.


   Como la llama levantando el vuelo,
siempre a su esfera natural camina,
y la bajeza huyeijdo de este suelo,
la ave de Jove al cielo se averina,
así es el corazón de honroso celo,
que a cosas altas su deseo inclina:
a éste la victoria es tan süave,
cuanto fue el alcanzarla duro y grave.


   Si en vuestro abuelo se hace la experiencia
y se revuelve su loable historia,
veráse sin ninguna diferencia,
que es el que saca de esto mayor gloria:
pues del mar contrastando la violencia,
hizo eterna a los siglos su memoria,
poniendo en yugo la cerviz exenta
de la nación del mundo más sangrienta.


   Seguía la armada el próspero destino
engolfada con manso y fresco viento,
haciendo sesgo el áspero camino
la ignorada señal de movimiento;
mas cuando en el océano vecino
Febo alumbró el alado ayuntamiento,
cuya presencia su madeja alegra,
dejando envuelto el mundo en sombra negra,


   Arrebata Neptuno su tridente
y el mar humilde con la punta azota:
comienza a estremecerse bravo, hirviente,
y con vaivén furioso se alborota;
brama cual toro en lid celosa, ardiente;
de su centro la parte más remota,
espesas ovas y lodoso cieno
vomita aprisa su revuelto seno.


   Comienza el claro cielo a marañarse
y [a] turbarse la luz de las estrellas,
y el fulminoso norte a recatarse,
en dar la claridad de sus centellas.
Ven los astros lustrosos ofuscarse,
cubiertas de terror sus faces bellas,
y de un color horrible, ceniciento,
ocupado el celeste movimiento.


   Con gran pujanza horrísono bramando,
al mar se arroja el Aquilón furioso,
al favorable viento desterrando
con son desacordado y temeroso,
la lobreguez nocturna acrecentando,
el continuo ventar impetüoso;
cubre el rostro de Cintia un negro velo,
el ser turbando que la da el de Delo.


    Levántase el soberbio mar hinchado
con ímpetu furioso, embravecido,
en altos montes del rigor echado,
del Aquilón nevoso con rüido.
Ya el cielo, de lluvioso humor cargado,
bramando y por mil partes encendido,
mil injurias despide, recios truenos,
rebombando su horror en huecos senos.


   Sintió el pío Cortés que un frío hielo,
por sus turbados miembros se esparcía,
temió la ira del revuelto cielo,
y de su verde edad el postrer día.
Ocupóle un profundo desconsuelo,
los lugares capaces de alegría,
y con gemido oculto lastimoso,
mirando al cielo dice fervoroso:


   «¡Oh autor de toda cosa, omnipotente,
que desde tu sublime, eterno asiento,
ves el aprieto de esta aflicta gente,
y de mi pecho puro el sano intento!
Si ya mi celo fervoroso, ardiente,
puede a tu culto ser de algún aumento,
y si esta pequeñuela, humilde armada,
va a sembrar tu Evangelio encaminada.


   «Y si estos navichuelos temerosos,
de simulacros tuyos entrañados
y ocupados de humildes religiosos,
de divinos misterios inflamados,
van con pechos fervientes, fructüosos,
a plantarlos entre hombres, do ignorados
han sido hasta aquí, tu causa ampara
y del furor estigio la repara.


   «Y pues mi proceder flaco, culpable,
es de castigo riguroso digno,
más en tu ofensa que otros detestable,
con vano y malicioso desatino:
reserva aqueste pueblo miserable
de la pena a que el reo cuello inclino,
recibiendo el lloroso sentimiento
del haberte ofendido, por descuento.


   «¡Oh muchas veces bien afortunado
yo, si cuando rompí los hierros duros,
que en Cuba el ofendido Adelantado
me puso, y guarda de velados muros,
fuera en las aguas mísero anegado,
cuyos medios tomé por más seguros,
que aunque muerte sin gloria sé que fuera,
no el inocente pueblo padeciera!


   «Mas pues el justo Cielo pïadoso
me guardó para ver tan triste suerte,
esto conviene, no hay que estar quejoso,
pues esto es lo mejor si bien se advierte.
Y si en el alto coro fulminoso
está dispuesto que mi celo acierte
a echar al ángel vano de su asiento,
no hay que temer el líquido elemento.»


   Diciendo aquesto, con furor le embiste
de agua un empellón por la siniestra:
óyese un lastimoso clamor triste
y junto al cielo y a la nao se muestra;
pero Neptuno, que a su daño asiste,
la arroja al centro con airada diestra,
el monte convirtiendo de agua duro,
en hondo valle cavernoso, oscuro.


   «Conviene así perezcas», le decía,
«imprudente español», Neptuno airado,
y ufano su cabeza azul movía,
con que el mar esforzaba levantado;
sus caballos tras esto aprisa hería
(de rubia crin y pecho dilatado)
y a Egas parte, do su templo hermoso,
baña perpetuo olor de incienso humoso.


   Espárcense las naves una a una,
temerosas, confusas, desmandadas,
de la borrasca mísera, importuna,
y viento fiero, indómito arrojadas:
y al vario disponer de la fortuna,
corren aquí y allí desbaratadas,
que asaltadas del viento repentino,
echaron cada cual por su camino.


   El alarido, llanto, vocería,
el fácil prometer con voz rompida,
y el discorde lamento que se oía,
de la gente turbada y afligida,
con el bramar del viento, parecía
que la celeste esfera desasida
con la inferior terrestre se juntaba,
según la confusión manifestaba.


   Gritan los marineros alterados,
cada cual en su nave diligente,
y las cursadas armas los soldados
sueltan, por acudir al mal presente.
Atónitos, confusos y turbados
(que a nadie allí aprovecha el ser valiente),
corren donde el piloto ordena y manda
a la vela largar, la triza en banda.


   No del sangriento Marte la impaciencia,
ni su duro ejercicio se practica,
del enemigo campo la asistencia,
ni en medir al contrario bien la pica:
mas en hacer al viento resistencia,
que por momentos más se multiplica;
se muestra cada cual y se entremete
en lo que nunca vio ni le compete.


   Andaban por el ancho mar vagando
los ligeros navíos sin consuelo:
cuál sin vela o trinquete levantando,
en las hinchadas olas alto vuelo;
cuál con el fin postrero agonizando,
ve la hirviente arena y bajo suelo;
y cuál, viendo del viento la pujanza,
rinde al temor del todo la esperanza.


   La tablazón rechina, amenazando
con la vecina muerte; crece el viento,
y en las cóncavas rocas resonando
forma un desacordado y ronco acento
con la abundancia de olas, que azotando
los robustos peñascos va en aumento,
y en ellos quebrantada su frecuencia,
aún no perdona al cielo su inclemencia.


   Salió la capitana destrozada,
junto con otra nao que la seguía,
que del duro nordeste arrebatada,
por el hinchado golfo discurría:
sin reparo a las olas entregada,
una montaña de agua la embestía
en popa, y fue tan recio el movimiento,
que arrancó el gobernalle de su asiento.


   Cayó el timón al agua (el golpe, horrendo),
en la turbada gente acrecentando
su falta un nuevo y compasible estruendo,
su inevitable fin considerando:
la enmienda de la vida proponiendo,
de conseguirla ya desconfïando;
de reparo ninguno no se trata,
a quien el viento cruel no desbarata.


   La nao izó un farol desparramado,
porque más su peligro se entendiese
y porque (de las otras divisado),
siendo posible, alguna la acorriese:
conveniente remedio y acertado,
que la nao capitana, como viese
que era necesitada seña aquella,
como pudo intentó favorecella.


   Al mar el capitán Morla se arroja,
que de la rota nave tenía cargo,
y a una gúmena atado, gruesa y floja,
tras el timón andando se hizo al largo.
A la nao le volvió con gran congoja,
en él atravesado, sin embargo
del levantado mar que lo impedía,
y del áspero viento la porfía.


   Daba nueva materia de lamento
al afligido pueblo miserable
el implacable mar y recio viento,
creciendo su furor incontrastable,
cuando del celestial, supremo asiento,
el soberano Dios inexplicable
penetró con la vista, en un instante,
cuanto el suelo contiene vario, errante.


   Las líquidas campañas de Neptuno
mira, y las partes donde el sol inclina.
El trance del Ibero ve importuno,
cuyos contritos pechos examina:
sus ocultos afectos uno a uno,
en un punto percibe y determina;
al Antípoda mira, ciego, errado,
de las estigias leyes apremiado,


   Las estatuas del ángel comunero
de sus caras criaturas ve adorados
con oloroso incienso y celo fiero,
sobre ricos altares levantadas:
con sangre humana hirviente rocïadas;
el vicio ve en su punto, porque toma
la espada del rigor contra Sodoma.


   Ve que el mísero Antípoda insapiente,
de su sangre y pasión no se aprovecha,
y que el barquero estigio diligente,
millones de almas al Erebo echa.
Y condolido el alto Omnipotente,
de ver puesto en miseria tan estrecha
al hombre, hechura suya y semejante,
así dice a Miguel, que está delante:


   «Vete a Cortés y sácale del trance
en que el monstruo ambicioso ves le ha puesto,
que quiero que su pío celo alcance
el victorioso fin por mí dispuesto:
quiero del Indio los errores lance,
y que conozca ya por él fui puesto
en un madero, do morir convino
por remediar del hombre el desatino.»


   Dijo, y veloz el ángel al momento
de la trina presencia se desvía,
y con alegre, humilde acatamiento
parte, dorando la nocturna vía.
Del invisible y, áspero elemento,
su presencia suspende la porfía;
humíllase el soberbio mar insano
viendo el santo, celeste cortesano.


   Cálase en punta y vuelo infatigable
sobre la rota y, descompuesta armada,
vibrando la asta dura, incontrastable,
contra la escuadra mísera, dañada,
que en confuso tropel, fiero, espantable,
la esperanza afligía más fundada;
limpia de monstruos el nocturno manto,
y abátelos al reino del espanto.


   Aquí y allí invencible discurriendo
el refulgente joven se ofrecía,
los cascados bajeles socorriendo;
mil rutilantes rayos de sí envía,
en los ánimos tristes esparciendo
con devota humildad santa alegría;
sobre las sesgas alas se sustenta,
y el pecho aflicto de Cortés alienta.


   Dícele: «¡Oh gran varón, del Cielo eleto
para tan alta y singular empresa!
Sabe que al sumo Dios es muy aceto
celo en que tantas almas interesa.
No temas el furor del mar inquieto,
mas camina, Cortés, camina apriesa
al occidente, donde el ángel vano,
nombre y asiento usurpa al Soberano.


   «Que por tu mano la divina esencia
quiere que su soberbia sea abatida,
y del tumulto indiano la insapiencia,
al camino de luz restituida.
De parte de la Suma Providencia,
te revelo esperanza tan cumplida
y el próspero suceso victorioso,
de dignas alabanzas copïoso.»


   Calló, y ceñido del intacto viento,
no a las sublimes partes se levanta,
mas siguiendo el supremo mandamiento,
al templado occidente se adelanta:
do al príncipe del reino del lamento,
aguarda a que Cortés ponga la planta
para hacerle sangrienta resistencia,
con gente armada y la infernal potencia.


   El capitán de Cristo, que turbado
quedó del resplandor y voz divina,
en cubierta de popa arrodillado,
mil gracias rinde a la potencia trina.
En coraje humildísimo inflamado,
que tarda piensa (y contra sí se indina)
en abatir al príncipe maligno
del lugar de dtie sólo el alto es digno.


   A esta sazón, el golfo mejicano
la Aurora plateó y dejó tratable;
salúdala el clarín sonoro ufano,
y el pueblo en voz devota y agradable.
Dan las velas tras esto al viento insano,
cuanto ya riguroso, favorable;
oyen de la alta gavia un marinero
quc dice «¡Tierra, tierra!», placentero.


   «¡Tierra, tierra!», gritaba en voz subida,
dulce palabra a todos los oyentes,
al pronunciar alegre, suspendida.
La gente, con preguntas diferentes,
corre en tropel, sin orden esparcida,
buscando los lugares convenientes
más altos del navío, do pudiese
descubrir con la vista su interese.


   Unos miran la gavia, codiciando
el lugar mal seguro del grumete
y, por el árbol con fervor trepando,
la difícil subida se acomete.
Otros la corva proa van poblando,
la levantada popa y el trinquete:
cansando la dudosa vista en vano,
al marinero imputan de liviano.


   Mas cuando ya del todo se enteraron
en descubrir la tierra deseada,
y el Cabo de Mujeres divisaron
(que es una punta estrecha y prolongada),
los tiernos corazones levantaron
a la humilde oración, do celebrada
con dulces himnos fue la merced pía,
que del celeste coro descendía.


   Toman aquesta punta, do aportaron
dos rotos navichuelos de la armada,
que en el pasado trance se ampararon
de una fragosa peña levantada.
No paró allí Cortés, que luego alzaron
las velas y a la isleta deseada
de Acuzamil llegaron, menos una,
las naves arrojadas de fortuna.


   Los aflictos iberios mareados,
ganosos de pisar la grata arena,
dejan las naos ligeros, animados
con ver la dulce playa y selva amena.
Tienden los lasos miculbros fatigados
por ella, y del naufragio y grave pena
pasada (que aún los rostros denunciaban)
ya olvidados, gozosos se abrazaban.


   Hiere Gaytán el pedernal fogoso,
saltan centellas de su vena ardiente;
cébase en yesca el fuego codicioso,
y prende en seca leña diligente
Túrbase el sol con el vapor humoso,
divídese en cien partes ya la gente,
formando a su elección tejidos ranchos
de verdes troncos y de hojosos ganchos.


   La llama esfuerza Tracio y, con presteza,
sacan de los navíos bastimento,
rociado con la áspera fiereza,
de las olas alzadas por el viento.
Dan de seca y salada carne a pieza,
a todos por igual repartimiento;
pónenla en asadores mal formados,
de los vecinos árboles cortados.


   La cual por brevedad unos extienden
suelta, sin artificio, por las brasas
que con aliento presuroso encienden,
en su satisfacción lentas y escasas.
Otros, aflictos, débiles, no atienden
ni quieren de sazón prolijas tasas,
que sin ella en los dientes la deshacen,
con que a Naturaleza satisfacen.


   Sólo Cortés no come, que el cuidado
de la perdida nave le afligía
y (de mil pensamientos rodeado)
de su gente algún trecho se desvía.
Sobre un yerto peñasco levantado,
a quien de claro espejo el mar servía,
se sube, y la turbada vista arroja
por el agua, con íntima congoja.


   Con ojo alerto solicita, inquiere,
vuelve, resuelve con atento oído,
por ver si acaso la fortuna quiere
en alguna caleta esté metido.
Con levantada voz el aire hiere,
retumba en las cavernas el sonido,
sólo la miserable Filomena,
participa llorosa de su pena.


   Mas visto en esto que la suerte dura
en nada a sus intentos corresponde,
bajando del peñasco a la verdura,
con ánimo afligido vuelve adonde
ve, cuidosa, su gente se apresura
en buscar su caudillo; a quien responde
con faz serena, alegre, agradecida,
causando gran consuelo su venida.


   Estaba la comida ya aprestada,
y el capitán de Cristo en un momento
come con muestra afable, sosegada,
aunque con duro, oculto sentimiento.
Apenas fue la mesa levantada
cuando, con grave voz y vivo aliento
(en medio puesto de la iberia gente)
dijo, para animarla, lo siguiente:


   «Guerreros, cuyos pechos valerosos,
siempre negaron al temor la entrada,
del Cielo electos por los más famosos,
para el glorioso fin de esta jornada,
condignos de los triunfos más honrosos
que ha alcanzado jamás heroica espada:
tened en mucho la ocasión que os llama,
bastante a hacer perpetua vuestra fama.


   «No menos intentáis que para el Cielo
millones de almas conquistar, que asidas
tiene el ángel estigio a eterno duelo,
por su torpe ignorancia reducidas.
Pues si éstas con piadoso y santo celo
son a su Redentor restituidas
(que para esto nos hace su instrumento),
¿qué premio aguarda tan loable intento?


   «¿Pensáis que haberos de la furia insana
del mar instable y vientos reservado
la Suma Providencia soberana,
y la visible muerte ahuyentando,
que es sin grande misterio? Será vana
la mente que otra idea haya formado,
que el Supremo Hacedor ordena y manda
sigamos en su nombre esta demanda.


   «No os digo yo que está tan aparente,
el fin de esta victoria prometida
que podáis conseguirla fácilmente,
sin riesgo alguno de la cara vida;
no, que el varón magnánimo excelente,
no adquiere de esa suerte la debida
gloria, ni al vencedor el lauro honroso
puede ceñir la frente, estando ocioso.


   «Muchos premios promete esta jornada,
yendo intentada con tan justo celo,
bien que envuelta en fatigas y mezclada
con trabajos, cansancio, hambre y düelo:
ocupemos la tierra, que ocupada
el Idólatra tiene, y fértil suelo;
seamos para dar a nuestros Reyes
más tierra, y a los de ella justas leyes.


   «Que por este escabroso y mal camino
(al parecer) y vías que abriremos,
nos lleva nuestro próspero destino
donde el árbol de Cristo plantaremos:
y adonde del rebelde ángel malino,
la ciega confusión abatiremos,
y vanos simulacros levantados,
de estigios documentos entrañados.


   «Bien veo que sois pocos, pero tales
en ánimo y valor, que no os excede
humana fuerza, ni ásperas señales
harán vuestra virtud sin nombre quede.
Rompamos por los débiles raudales
del ya benigno mar, pues nos concede
señal tan clara y de bonanza llena
la aura benigna, próspera y serena.»


   Estas y otras razones les decía,
copiosas de esperanzas y consuelo,
y aunque de alegre rostro se fingía,
llena está el alma tic ansia y desconsuelo.
Tras esto por la isleta adentro envía
a Castañeda, Núñez y a Ciruelo,
a Nájara y Cifuentes, que trajeron
nuevas de un lugar que descubrieron.


   Todos con voz concorde confirmando
lo que propuesto vuestro abuelo había,
las vigorosas diestras levantando,
cada cual fervoroso le ofrecía.
El bélico furor manifestando
que la causa en sus pechos infundía,
le dicen: «General de Cristo, vamos
donde a tan justa guerra fin pongamos.


   «Intenta abrir el suelo hasta su centro,
y tomar del infierno cruel venganza;
rompe la belicosa tierra adentro,
sin temor de la antípoda pujanza:
que cuanto más difícil el encuentro,
más te le facilita nuestra lanza;
en ninguna ocasión te faltaremos,
y en las que nos pusieres moriremos.»


   Tras esto un rumor sordo discurriendo
se esfuerza en el ejército animoso,
cual el ruido que osa va esparciendo
en el pinar cerrado y monte hojoso,
cuando las altas cimas abatiendo
de los pinos el Tracio impetüoso,
al suelo las humilla y las quebranta
y de él con silvo recio las levanta.


   Cuando por los soldados vio la guerra
Cortés con tantas veras aceptada,
de conquistar ganoso aquella tierra
que los hados cometen a su espada,
su visible fortuna dulce afierra,
de dilación temiendo sea turbada.
Pone en ejecución su grave intento,
como declararé con nuevo aliento.


 
 
FIN DEL CANTO SEGUNDO