«Mi Entierro» de Clarín: un cuento raro
Pedro Pablo Viñuales
Universidad Complutense
No pretendo con el
presente artículo señalar, como hiciera Gramberg
respecto de los paliques, un olvido ni un menosprecio por
parte de la crítica hacia este relato. No cabe duda de que
Mi entierro, firmado en Zaragoza en 1882 y publicado en
La Ilustración Artística el 26 de marzo de
1893, es una nota disonante y atractiva dentro de la
sinfonía realista que suponemos al hablar de la
obra de Leopoldo Alas. No obstante, si lo asociáramos a
otros dos cuentos como son Avecilla y Amor' è furbo de ese
mismo año, reuniríamos una trilogía peculiar
en la que «parece dominar el acento
frívolo»
(Ramos-Gascón, 1984, pág. 77)1.
Se ha comentado, por supuesto, el contraste que supone esta
zona de su creación. Porque si el 16 de marzo de
1882 Clarín apuntaba en La Diana que el arte
debía dejar de ser vago soñar, tres meses
después escribe en el mismo diario cómo en el arte
intervienen «el sentimiento y otros modos
de conocimiento que el mero pensar racional»
(cit. Lissorgues, 1989a, I, pág.
46).
Disponemos además de antecedentes como El doctor Pértinax o como La mosca sabia, escritos poco antes, y en los que, tanto el estilo como el tema, se alejan bastante de ese positivismo literario preconizado por el Naturalismo. Así, rastreando este género de relatos, nos remontamos al primerizo Juan Ruiz, donde el joven Leopoldo confesaba el proyecto de dar salida a una serie de narraciones extraídas de un librito original titulado Cuentos raros que pronto estará a la venta. Siendo encabezada por El Caramelo la idea no tuvo continuación, e, independientemente de que estuviera concluida o no, cabe considerarla como síntoma de un impulso inquieto y renovador (vid. Alas, 1985, pág. 100).
Con la intención de asumir que Mi entierro es, al cabo, hijo de su tiempo, lo cual no es óbice para resaltar su modernidad, se le ha relacionado con los cuentos de Galdós, cargados de imaginería romántica, con las Narraciones Inverosímiles de Alarcón2, y hasta con Poe. Me ha llamado la atención, por otra parte, que se mencione cada vez más este relato, desde Gramberg (1958) hasta las últimas antologías, la de Richmond (1983) o de Lissorgues (1989b). Sin embargo, tal vez su calidad de experimento narrativo, ha desconcertado a todos los que han intentado clasificarlo.
«También en algún caso de la parte
narrativa de su obra vence la fuerza narrativa a la
preocupación por un contenido moral»
, comenta E.
Gramberg, para concluir: «El resultado es,
entonces, la farsa, de la cual hay bastante en Cuento futuro,
Mi entierro y en ciertos episodios de Apolo en
Pafos»
(1958, pág. 189). Laura de los
Ríos, por su parte, lo incluye en la categoría de los
grotescos, y lo relaciona con el expresionismo
alemán. Del diálogo con el sereno, concretamente,
opina que se trata de «una de las
páginas cómicas más originales de Alas [...],
de una modernidad muy cercana a nuestros días y al humor de
un Gómez de la Serna o de algunos cuentos de Isak
Dinesen»
(1965, pág. 288): y señala
cómo el final resulta «realmente
desconcertante, no exento de un vago simbolismo, enlaza los planos
de vida, sueño y muerte»
(ibid., pág. 290).
Otra
clasificación establecen para este cuento
Ramos-Gascón e Y. Lissorgues. El primero destaca «de esta fantástica historia [...] su
calidad de inverosímil»
(1984, pág. 79).
Las fuentes a las que acude seguidamente, sin llegar hasta
las Danzas de la Muerte o a Los sueños de
Quevedo, hacen bascular el tratamiento del tema ya hacia lo
extraño, ya hacia lo maravilloso,
empleando la terminología de Todorov (1970). Por otro lado,
el Muérete y verás de Bretón de los
Herreros, a que alude, se relaciona con la tradición, como
señala G. Sobejano, y es asociable a otros ejemplos de
paremiología popular. El dicho puesto en boca del sereno por
el autor: «Muerto el perro...»
(pág. 168), en su contexto bien pudiera ser complementado
con aquel otro: «El muerto al
hoyo...»
. Con todo, este tipo de fuentes poco
explican la forma en que Clarín trabajó este relato,
sirviendo sólo de referencias muy fragmentarias. Regresando
al hilo de mi exposición puedo resumir que tanto
Ramos-Gascón como Y. Lissorgues consideran éste un
relato fantástico, mientras que G. Sobejano se
refiere a él como maravilloso (1985, pág.
84).
Más
ecléctica, C. Richmond afirma que se trata de «uno de los cuentos más imaginativos de
Clarín. Con una ironía juguetona, se le ofrece al
lector -cuya participación es, en este caso, esencial- una
riqueza de posibilidades interpretativas, y encuentra sus
raíces, no tanto en la fantasía de la sinrazón
como en aquella locura de la razón que es la
borrachera»
(1983, pág. 337). Pienso que con esto
se está refiriendo al mecanismo de lo imaginario en el
proceso creativo, no a la realidad del narrador, el cual -como
advirtió la propia Richmond- ofrece una lectura
plurívoca.
Por último,
R. Eberenz, resaltando lo singular de cada obrita como experiencia
individual, describe este cuento como «una imbricación de lo real con lo
fantástico y del humor negro»
(1989, pág.
29), atribuyendo las vivencias progresivamente
fantásticas a la demencia del personaje-narrador, y
concluye tildándolo de fantasía macabra
(ibid.,
pág. 111 y 168).
Trataré de revisar en breve las diversas lecturas ofrecidas por el cuento, revisando las voces que configuran el discurso del narrador.
Desde el principio
nos instalamos en un discurso autodiegético, con todo lo que
ello implica de necesaria complicidad con el lector. Pero muy
pronto el plano de lo cognoscible se aleja y debemos dejarnos
conducir por la subjetividad que gobierna «aquella humedad en los pies podía
volverme loco, por ejemplo»
(pág. 617); la
relación causa-efecto se nos ha hecho extraña. De
aquí, no obstante, dimanará la lógica de las
progresivas alucinaciones, en coherencia con la previamente
manifiesta afición ajedrecística. La
identificación real de los personajes,
(policías, sereno, criado...) se superpone a las
imágenes de esta obsesión dando lugar a una doble
visión.
Tras la primera
clave ofrecida por el narrador, la de su propia locura, un
personaje plantea otra: «dicen si ha
muerto de una borrachera»
(pág. 168), y poco
después Perico apunta una tercera: «de un ataque cerebral»
. De seguido, el
fenómeno fantástico del desdoblamiento,
introducido ya con el error de identificar al personaje-narrador
con el que viene a amortajar, es tratado de modo
antifantástico, es decir, con la plena aquiescencia del
afectado. Ello aumenta el estupor de quien lee, su distanciamiento.
Y el episodio que sigue acentúa esta lógica
onírica retomando, como un leit motiv, la humedad en los pies.
Predispuestos por
esta perspectiva inverosímil, el narrador pasa a ofrecernos
las descripciones de los personajes que siguen, la mujer y el
amante, los del partido, ya sin distorsión irracional
alguna; incluso focaliza el discurso, como si de una
narración realista se tratara, en la figura de D. Mateo Gómez, reproduciendo fielmente, en
estilo directo, varias conversaciones en torno, y siendo capaz
incluso de corregir a este personaje como narrador delegado:
«D. Mateo dudaba si caracteres era
esdrújulo»
(pág. 174), o «nunca había sabido don Mateo si se dice
así alas o aras»
(pág. 175), mostrando una
omnisciencia completa.
Cuando ya parece
que la normalidad es estable, nuevamente interrumpe el
narrador: «... mártir de la idea
(de la humedad, señor mío, de la humedad»
,
(págs. 175-6). En este punto del relato, de tensión
apenas manifiesta, un nuevo cambio nos sorprende: «¡Mientes! -grité saltando de la
caja. Pero no había nadie»
(pág. 176),
conduciéndonos de improviso a la extrañeza primera
con un final que, ya sin resolución, recoge la repetida idea
de la humedad y las imágenes ajedrecísticas. El
cuento queda de este modo cerrado, sin posible
interpretación más allá de él mismo, y
el lector, que al entrar a una historia contada en pasado,
podía haber intuido que se estaba recuperando una
anécdota pasajera, queda absolutamente desconcertado. Por
eso su asentimiento es aquí fundamental, como si se tratara
de la lectura de un poema. Al coincidir la visión que
actúa con la que narra, no extraemos una verificación
epistemológica que pueda sustraernos del subjetivismo
motriz, Pero esto, que de ordinario no supone más que la
cesión de crédito, se trueca, en estas
circunstancias, con la irrupción del absurdo, en una
condición sine
qua non. La asociación ridícula de volverse
loco a causa de tener los pies mojados es, no obstante,
verosímil en el plano de los personajes; así, Perico
comenta las palabras de Clemente Cerrojos a la adúltera:
«Tu marido se quita de enmedio el mejor
día reventando de bestia y por mojarse los pies
después de calentarse los cuernos»
(pág.
618). Además habíamos leído, como
anticipé:... volverme loco, por ejemplo, lo cual
acentúa el carácter familiar que el fenómeno,
como algo ya conocido, parece tener para el protagonista, cuyo
campo de lo verosímil es diferentes al nuestro. Esa
relatividad, ya que no asombro, al personaje le produce cierto
fastidio, expresado de continuo con un Por de pronto... De
este modo parece que el sujeto es testigo paciente de su propio
cambio en el ámbito de lo gnoseológico. La
confusión aumenta, porque vemos que el narrador juega con
los planos real e imaginario, contrastándolos y poniendo
sobre aviso de la progresiva distorsión, y siendo capaz de
interpretar la psicología de los otros personajes y no la
propia. Así, por ejemplo, reconoce por la voz que Perico, su
criado, acababa de despertarse, pero no se cuestiona, ni aclara al
lector, sobre su estado propio.
Desde que confunde a los policías con las torres negras, cualquier elemento actante puede ser enfocado bajo esta obsesión de ajedrecista. La dualidad que con ésta se abre nos puede hacer deducir que se trata, en todo caso, de una locura temporal, la cual es corregida desde un presente narrativo; es decir, que el narrador racionaliza la visión alucinada del personaje -él mismo en el pasado.
Acudiendo ahora a
las digresiones de otro personaje-narrador, el de El Horla
de Maupassant, acerca de su locura, leemos: «He conocido algunos que seguían siendo
inteligentes, lúcidos y sagaces en todas las cosas de la
vida menos en un punto. Hablaban de todo con claridad, facilidad y
profundidad, pero de pronto su pensamiento chocaba contra el
escollo de la locura y se hacía pedazos...»
(1976,
pág. 151). Cabe decir que el tratamiento que Clarín
hace del tema no tiene nada de trágico ni de angustiante
para el personaje, quien no duda, como es habitual en los asiduos a
lo fantástico, de su locura.
Al finalizar el
cuento en este mismo ambiguo estado mental, debemos replantear
nuestro prejuicio, el cual consideraba una vuelta a la
racionalidad. No hay más remedio que poner entre
interrogantes la validez de la locura, pues sabemos que el
psicótico «no sería capaz
de distinguir esos diferentes marcos entre sí y
confundiría lo percibido y lo imaginario»
(Todorov, 1970, pág. 138). La explicación de por
qué el autor ha insinuado esta interpretación es
bastante conocida de todos: lo mismo que los excesos sexuales
suelen ser relacionados con lo diabólico, los excesos de lo
irracional se toleran mejor si son puestos en boca de un loco.
Exactamente igual ocurre con las verdades que tocan lo tabú,
son desveladas por mentes que de algún modo están
desinhibidas, ya por su inocencia, ya por causas congénitas,
ya por efecto del alcohol o alucinógenos. En
Zurita, por citar otro cuento del asturiano, Aquiles
desnuda su pensamiento en una borrachera.
Continuando con
este aspecto, Todorov establece dos tipos de episodios en el relato
elemental: «los que describen un estado
de equilibrio o desequilibrio, y los que describen el paso del uno
al otro. Los primeros se oponen a los segundos como lo
estático a lo dinámico»
. Precisamente
observamos que este salto de lo verosímil a lo
inverosímil en el plano del lector se produce sin reposo ni
reflexión en el ámbito del narrador, desde que
éste tropezó con la humedad.
Este mismo recurso narrativo, el que un hecho aparentemente inicuo descabale una situación o a un personaje, lo encontramos en el divertidísimo José Ido, de Fortunata y Jacinta, quien tras la ingestión de carne cree ciegamente que su mujer es adúltera y sólo entonces lo cree. Pero aún mayor paralelismo veo que existe entre éste y el cuento de Leopoldo Lugones La última carambola, en el que un personaje obsesionado por la precisión de su entretenimiento favorito, el billar, se vuelve loco al desequilibrar el peso de su bolsillo dando una limosna. Inmediatamente imagina que el Sol y la Tierra son dos enormes bolas de un billar de dimensiones cósmicas y que se va a producir un choque interplanetario. Sucede que estalla una bomba a su lado, con lo que su imaginación, de modo profético, se ha enlazado a este referente. En Mi entierro, narrado en primera persona, no contamos siquiera, como vimos, con un último desarrollo objetivo, de modo que su ambigüedad queda irresuelta. No cabe la posibilidad de interpretar la doble consecuencia narrativa como un sincretismo de dos tiempos. El cuento se desliza en ese estado intermedio entre el absurdo aparente de la locura y la ironía del escepticismo.
Indudablemente hay que hablar de la utilización por parte del escritor de un deslizamiento hacia el ensueño, hacia lo que Juan de Mairena llamaba desdeñosamente oniroscopia. La técnica no era habitual entonces, pero tampoco inconcebible. «Este método fue ya empleado en el siglo XVIII, época fértil en novedades extravagantes, donde fantasía y realidad se mezclan sin cesar. A este propósito Bretón cita una carta de Horace Walpole a William Colé que revela la génesis de una de sus obras, The castle of Otranto. Inspirado en un sueño redactó su obra en un estadio intermedio entre la vigilia y el sueño de un modo puramente espontáneo (cit. Duplessis, 1972, pág. 42). Narraciones de este tipo se encontraban, por supuesto, en Poe o Stevenson, pero también en la literatura peninsular, en Ros de Olano, o en Silverio Lanza poco después. Más adelante retomaré el tema.
Respecto a la
contradicción entre los componentes léxicos
señalada por Eberenz, pues «un
difunto no habla»
(1989, pág. 252), podemos
ampliar dicha contradicción afirmando que tampoco un demente
razona con dos lógicas, dos modos de ver el mundo,
simultáneamente. Como dice Jacques Finné: «Si le lecteur sait,
dès premières lignes, qu'il va lire une confession
d'un dement, le récit acquiert une dimension réaliste
qui exile le fantastique: la description du réel
donnée par un malade sera naturellement
malade»
(1980, pág. 73)3.
No es preciso ahondar más en la naturaleza del delirio como
imagen que fuerza la realidad destruyendo el objeto, y basta ver
cómo en Mi entierro presencia y simulación
subjetiva se complementan intercambiando sus sentidos. En cambio
«una secreta lógica gobierna las
ensoñaciones que parecen abandonarse a los caprichos de la
imaginación»
(Vax, 1981, pág. 96).
El propio Alas
opinaba, hablando del estilo de Ortega Munilla, con respecto a
«esa especie de enfermedad nerviosa de
muchos poetas, que les hace ver junto al objeto y a veces en
él mismo, las semejanzas que tiene en otros reinos de la
realidad; ese prurito de la alegría no como recurso
retórico, sino como efecto de la doble-vista estética
del escritor [...] Es bueno ver todo lo que hay, pero es malo ver
más de lo que hay»
(vid. Bonet Mojica, 1984). La técnica,
naturalmente más propia de la poesía, podía
pasar a la prosa a través de numerosas vías, una de
ellas lo fantástico (en el sentido amplio), otra por los
juegos del humor, rupturas del sistema en diferentes sentidos.
Gramberg es quien
atribuye a Clarín una imaginación febril
(1958, pág. 204), contrapunto del escritor realista, que
había dado a la novela un papel muy específico, pero
que se permitía, según mostró, cierto respiro
en el cuento. La profusa imaginación hasta agobiante en el
estilo, que es derrochada por Galdós en sus relatos, resulta
igualmente destacable. Si ahora leemos unas glosas que
Menéndez Pelayo hace de Richter: «La facultad artística por excelencia es
la imaginación; pero no la imaginación reproductora
[...] sino la imaginación productora, o fantasía, que
es el alma del mundo de nuestra alma»
(cit. Bonet Mojica, 1984, pág. 956n)
, y las
comparamos con los artículos de La Diana
mencionados, nos haremos una idea clara de lo poco claras que, en
este punto, andaban las ideas. Se hace necesario citar aquí
la frase de Renán que argumenta Clarín para
defenderse de un ataque de Alfredo Calderón: «Es empequeñecer el mundo del pensamiento
humano reducirlo a ideas claras»
(La justicia,
16 de marzo de 1889). No cabe duda de que asistimos a un cambio en
el planteamiento de qué deba ser lo literario, más
alejado cada vez de una simple mímesis, a pesar de
la cuestión palpitante, y que de la
consideración de la excesiva potencia imaginadora como
enfermedad, en los estudios de Jean Tissot, pasamos a su
integración en el arte como un modo distinto y genuino de
abordar la realidad. En este sentido el propio Clarín ofrece
casos representativos, como el protagonista de La
fantasía de un delegado de Hacienda, el cual llega a
imaginar que acaba de morir de una pulmonía.
Lo expuesto hasta
ahora me lleva a pensar que toda acción en el dominio del
pensamiento lleva implícita su reacción, a veces
igualmente legítima para el pensador mismo. Así
Flaubert comentaba a Maupassant en una carta: «¿Ha creído alguna vez en la
existencia de las cosas? No hay más verdad que la que hay en
las relaciones, es decir, en la forma en que percibimos los
objetos»
(cit. Company-Ramón, 1986). De
aquí al impresionismo no hay demasiados pasos.
Con todos los
distingos planteables, aún el texto es lo bastante flexible
como para destacar su conexión con el onirismo, en el
sentido de un impulso creador, no de una resolución
interpretativa o psicoanalítica. De este modo creo que lo ve
también Laura de los Ríos, frente a las reservas
manifiestas por Ramos-Gascón. Intentaré basar mis
juicios en alguna reflexión. En Bergson leemos: «En el ensueño solemos ser indiferentes a
la lógica, pero no incapaces de lógica. Diría,
casi a riesgo de abordar la paradoja, que el efecto del que
sueña es que razona demasiado. Evitaría el absurdo si
asistiese como simple espectador al desfile de sus visiones. Pero
cuando quiere a todo trance dar una explicación de ellas, su
lógica, destinada a relacionar entre sí
imágenes incoherentes, no hace sino parodiar la
lógica de la razón y tocar en el absurdo»
(1982, págs. 108-9). En
el cuento hay una escena en la que el personaje-narrador, ya
fundido a su cuerpo de difunto, dice soñar: «Soñé que uno de ellos -de los
pies- era el Mississippí y el otro un río muy grande
que hay en el norte de Asia y que yo no recordaba cómo se
llamaba. ¡Qué tormento padecí por no recordar
el nombre de aquel pie mío!»
(pág. 170).
Este soñar, sin embargo, no tiene despertar explícito
alguno, aunque en el contexto es lo cierto que hubiera sido lo
mismo utilizar otro verbo, del tipo pensé, o
imaginé, o me pareció... Dado el
grado de extrañeza alcanzado previamente no hay
escalón alguno que nos señale el paso al
sueño; la fluidez de las sensaciones visuales
característica para Bergson de la literatura del
ensueño, no cede hasta que el difunto es conducido al
cementerio, y entonces se remansa sólo para crear mayor
contraste con las imágenes finales. Este contraste se
agranda aún más porque cuando Ronzuelos, el
protagonista, salta de la caja tras ser acusado por Roque Tuyo de
tramposo y no ve a nadie, pensaríamos que todo lo anterior
no fue más que una pesadilla y que es el momento de hacerse
preguntas. Pero la «falta de tiempo
disponible para detenerse, extrañarse, interrogarse,
pensar»
(Zambrano, 1986, pág. 27) vuelve a
remitirnos a la atemporalidad de la psique mostrada en los
sueños. Levantarse y no ver a nadie es como un despertarse
sin salir del sueño, un acentuar la incertidumbre de si es o
no real lo percibido.
La pasividad del
personaje durante la mayor parte del cuento me hace pensar en una
frase de Le Clézio a propósito de Les chants de
Maldoror. «Celui qui dort subit l'anéantissement
intermittent des facultés humaines»
(1989, pág. 74)4,
sólo que esta falta de conciencia que Maldoror vive como
angustia es aprovechada como despiste por el autor para
favorecer lo cómico.
Entramos en este punto a otro problema. ¿Cabe considerar Mi entierro como un cuento fantástico? Vaya por delante mi coincidencia con Harry Belevan en el no admitir lo fantástico como género, al menos no como género histórico. También estoy de acuerdo en considerar, como Barrenechea, que las nociones de Todorov extraño / fantástico / maravilloso, articuladas en torno a la resolución o no de la duda, son inservibles en muchos casos modernos, en los cuales el relato rechaza desde el principio que exista una verdad única y, por tanto no busca hallarla, crece espontáneamente sobre el eje de su ambigüedad o de su verdad ficticia. Elementos fantásticos como el desdoblamiento inicial, resuelto luego en una fusión repentina e inesperada, o la lectura de los pensamientos ajenos, no se insertan como contradicción de su contexto y lo fantástico así no llega a cuajar.
Está claro,
en cualquier caso, que interpretaciones unívocas, ya desde
la locura, ya desde lo fantástico, se excluyen mutuamente.
Rechazada aquélla como una falsa pista dada por el autor,
como primer lector que es, sobre su propio cuento, debo desestimar
ésta basándome en el hecho de que los personajes no
experimentan sorpresa ante la ruptura de lo verosímil,
precisamente como quien, soñando, no se sorprende de poder
volar. Aquí la literatura, como obra de la
imaginación, «representa un
universo del que se excluye la creencia (creencia en el sentido de
certeza...)»
(González, 1980, pág. 33).
Alguien ha hablado, con mayor o menor fortuna, de lo
neofantástico, que igual pudiera llamarse
neomaravilloso, o también se ha propuesto el
término insólito, si bien considero que en
estos conceptos no se ha insistido bastante. El basculamiento que
se produce en este tipo de relatos provoca que «evolucione como una nebulosa»
(ibid.,
pág. 85), sin pretender hacerse con una objetividad
inalterable.
Señalo esta
posibilidad de hacer una lectura desde una forma narrativa
contemporánea sin tratar por ello de definir Mi
entierro como un cuento insólito, al estilo de
La Metamorfosis kafkiana. Ahora bien, aplicado a este
relato el criterio de no-discusión, de asimilación
con-natural de lo extraño en lo conocido, podemos caer en la
apreciación errónea de que nos hemos trasladado al
terreno de lo maravilloso. El problema suele ser casi
siempre puramente terminológico. Probablemente, cuando G.
Sobejano utilizó aquel concepto, daba a la palabra un
sentido amplio, el que emplea Vax en su Arte y literatura
fantástica, diferenciando luego lo
feérico de lo fantástico. Lo
maravilloso-feérico, sin embargo, responde a unas
leyes, aunque ajenas a la realidad, específicas y que dan
coherencia interna a todo el cuento. Frente a estas leyes
para-reales, «lo
insólito, más sutil y perverso, nos insinúa
que la vida es una ficción»
(ibid., pág. 105); ya no
es fruto del miedo a lo desconocido, como lo fantástico,
sino de la progresiva alienación del hombre moderno. Poco
importan algunas contradicciones cuando están siendo
cuestionados aspectos que afectan tanto a lo espacio-temporal, como
a lo teológico o a la propia identidad. Y si en el relato
fantástico el personaje tenía una función
activa, se rebelaba o trataba de defender su cosmovisión, en
el neofantástico pasa a ser como un centro
inmóvil cuya idea de la causalidad ha sido sustituida por un
vacío lógico (ibid., pág. 63). Estas condiciones
sobre las que se construye lo insólito favorecen,
además, la visión cómica, la cual era
improcedente en el relato fantástico tradicional. Esto es lo
que sucede en Mi entierro, donde el
extrañamiento viene a superponerse a las leyes del
disentimiento y de la tolerancia del chiste.
La locura del
personaje no es en sí sino una licencia para dejar libre la
fantasía cómica, «razonable
a su modo, hasta en los mayores extravíos»
(Bergson, 1983, pág. 12). De aquel José Ido comentaba
Clarín: «¿Dónde
habrá cosa más graciosa que su borrachera
carnal?»
(Una carta y muchas digresiones, 1987,
pág. 112), él que tanta facilidad demostró
para el humor. Y Mi entierro es un buen ejemplo de esa
«innata tendencia a establecer las
asociaciones más incongruentes»
de que habla
Gramberg (1958, pág. 197). Este crítico define,
asimismo, una de las características del humor como «la capacidad de ver y sentir yuxtapuestas y al
mismo tiempo cosas del orden ideal y real que aisladamente no
provocarían humorismo alguno»
(ibid., pág. 78),
yuxtaposición que este cuento refleja bien en el lenguaje:
«exclamé enroco y
seguí adelante»
(pág. 167); o luego:
«-Chico, le dije cuando le tuve a salto
de peón, ¡Ni que fuera un caballo; vaya modo de comer
que tienes!»
(pág. 168). Del mismo modo podemos
encontrar todos los criterios tradicionales que delimitan lo
cómico: contradicción, desacralización,
sorpresa, complicidad, juego, lógica y absurdo.
Pero este cuento
entra de lleno en el tema de la muerte. ¿Cabría
calificarlo de macabro? Martin Grotjahn, en su
Psicología del humorismo aborda justamente la
relación entre el humor y la muerte. La irreverencia, la
trasgresión del tabú, son básicas en muchos
momentos cómicos. Todo depende, sin embargo, de nuestro
grado de tolerancia, es decir, de que seamos capaces de separar esa
trasgresión y nuestras creencias. Así, Wenceslao
Fernández Flórez contaba que «hay una circunstancia ante la cual el humorismo
no puede: ante la muerte»
. Por su parte, comenta Antonio
Espina: «Las ceremonias fúnebres
suelen producir en el espectador desinteresado, o sea, ajeno en su
intimidad al hecho luctuoso, reacciones de humorismo a
propósito de cualquier detalle, de cualquier
situación que desentone con el negativismo fundamental de lo
fúnebre, de lo macabro»
(1965, págs. 82-3). Estas reflexiones nos
hacen pensar, sin duda, en la santa cachaza de don
Ángel Cuervo en su trato con los moribundos.
En Mi entierro la omnisciencia crea el desengaño, que a su vez acentúa el escepticismo necesario para levantar sobre él el humor. De esta manera, la narración en primera persona se convierte en exponente del vivir relativizado. El humorista se saldrá de sí mismo para ser en todo, para ver el derecho y el revés al mismo tiempo, y enfrentar la realidad admitida con otra realidad supuesta, superponiendo lo que nadie ve en lo que todos ven.
«No hay mayor enemigo de la risa que la
emoción»
, dirá Bergson. No obstante, otra
era la idea de lo cómico en autores anteriores. Para Taine o
Tackeray, el humorista debía, en último
término, despertar nuestra compasión por lo mismo que
censura. De esta misma opinión era Palacio Valdés
cuando afirmaba que «no fue Alas un
humorista en el sentido verdadero de la palabra. Para ello le
faltaba la piedad»
(1941, pág. 96).
También Cejador y Frauca expondrá su opinión al respecto, más próxima a la expresada por Gómez de la Serna en Automoribundia, lo mismo que Manuel de la Revilla. Esta nueva concepción del humorismo nace más de la pura subjetividad, de una ironía filosófica, y tiene como finalidad en sí el hecho catártico del instante cómico. De una a otra encuentro el paso que va de lo social a lo individual: la risa como vía de lo didáctico, un bien para la comunidad, frente a la risa como un guiño particular entre sujetos que asisten a un mismo espectáculo, a una misma realidad castrante.
Ciñéndonos al relato podemos comprobar que participa
de las visiones que acabo de exponer sobre lo cómico, si
bien, al tratarse de un relato en primera persona, donde el objeto
de burla es muchas veces el propio narrador ficcionalizado,
pensamos más en el escéptico que se ríe de
sí mismo. No sucede esto cuando la focalización es
centralizada por un personaje, como ocurre en el discurso de D.
Mateo, o antes, en el monólogo interior de la mala esposa
(cuya técnica de entrecruzamiento de discursos distintos
vemos también en Un niño maligno, cuento de
A. Chéjov). De estas situaciones fácilmente
podríamos extraer el juicio de Tackerey en lo referente al
«desprecio por la mentira y la
hipocresía»
(vid. Martínez-Collado, 1988, pág.
222). Con todo, vence en el texto la imagen simbólica del
ajedrez y el leit
motiv absurdo de la humedad, que nos hablan
más acerca de la vida como juego pasivo.
Volviendo
nuevamente al tema de la locura desde esta perspectiva, pienso que,
como dice A. Espina, «la locura pone una
barrera infranqueable al humor, en cuanto obnubila la conciencia.
Pero es y fue una de sus fuentes, para el cuerdo [...] la
incoherencia, las extravagancias del loco»
(1965,
pág. 85). Pero es que, además, la del humorista
«viene a ser una posición
arriesgada, próxima a la locura»
(Vilas, 1968,
pág. 60). En el texto se unifican las voces del personaje,
que es el doble loco del narrador, éste, que en virtud de
una licencia se autoconcede la omnisciencia, y el autor-humorista,
que es quien dispone el tono y el ritmo. A estos dos elementos
narrativos dedica Jean Sareil un espacio en L'écriture comique,
resumiendo cómo el ritmo es el elemento más
importante de la narración cómica, en cuanto que da
al cuento calidad de tal, mientras que en el drama o la novela
seria este papel corresponde, por lo general, a la historia
(vid. Sareil,
1984, pág. 151). En cuanto al tono juzga que su papel es
precisamente el de crear un ambiente en el que la desmesura
parecerá la forma más habitual de hacer o de pensar
(ibid.,
pág. 175).
En el cuento de
Clarín la primera ruptura con el plano de lo sensato crea ya
un tono que justifica las restantes, hasta el cierre final,
desconcertante y cargado de todas las significaciones anteriores,
multiexpresivo. Conocemos la lógica del personaje, por eso
nos hace gracia que compadeciendo al difunto, al cual aún no
conoce, exclame: «Alguna víctima
de la humedad!»
(pág. 168), exclamación que
inmediatamente aprovecha el artista para intercalar la voz del
sereno: «dicen si ha muerto de una
borrachera»
, sirviéndose de la mínima
ambigüedad precedente. Luego, la alienación del
personaje, su indiferencia ante lo que resulta ser su propio
cadáver -lo cual, tratado de este modo, nunca he visto en
autores anteriores-, ridiculizado incluso por el narrador, la
vacilación hacia lo trágico subjetivo cuando lo
más terrible parece ser no recordar el nombre de su
pie-río, todo ello contribuye a que los registros tonales,
realista y fantástico, satírico y grotesco, se
armonicen, tras la desconcertante imagen última.
Paralelamente el ritmo, rápido cuando el narrador es
protagonista, más demorado cuando se practica la
omnisciencia selectiva, contribuye a destacar sobre el conjunto la
tensión final.
Réstame
entrar en lo que de grotesco han señalado
Ramos-Gascón y, sobre todo, Laura de los Ríos. En la
revisión del concepto nos encontramos por un lado con la
idea romántica, que subrayaba «la
yuxtaposición de lo feo y hermoso, combinando lo
cómico y lo trágico en orden a despertar la
compasión del lector»
(Ziomek, 1983, pág.
11). Así Justus Moser, Campbell, Lee Byron Jenning,
Víctor Hugo..., unos destacando más los elementos
repugnantes, otros los cómicos. Por otro lado, la idea de lo
grotesco en el siglo XX: «No solamente se
designa así a lo que es deforme o fantástico, sino
también a todos aquellos actos o expresiones que ponen de
manifiesto los aspectos sórdidos y repulsivos de la
vida»
(ibid., págs. 11-12). Ziomek concreta que lo
grotesco tiene un triple efecto: provocar el horror, la risa y el
asombro: «Para llegar a lo grotesco
-continúa- hay que añadir al humor, la sátira
y la exageración que constituyen la caricatura, un elemento
nuevo: la extrañeza»
(1983, pág. 14). Este
factor coincide con lo que Wolfang Kayser denomina
distanciamiento, el cual puede ser más o menos
cómico o siniestro, considerado también su juego
con lo absurdo (vid. Martínez, 1984, pág. 33). La
extrañeza, por lo general, en la literatura anterior al
siglo XX, era expresada por medio de personajes y espacios,
ridículos o deformes, muchas veces simbólicos, los
cuales eran tratados de modo que el lector sintiera rechazo,
destruyendo así toda posibilidad de
identificación.
Visto esto,
personalmente no sabría decir si Mi entierro es
más satírico que fantástico o viceversa. En
este relato no encontramos exactamente personajes grotescos, aunque
sí situaciones grotescas, las cuales son presentadas por el
autor ya de modo cómico -sin intencionalidad
crítica-, ya de modo satírico. La escena que
más claramente podemos considerar grotesca comienza con la
visión del cadáver: «Estaba
en camisa, sin calzoncillos, pero con calcetines»
(pág. 169). Y más adelante, a propósito de
provocar el contraste con la solemnidad con la sacralidad de lo
funerario, se nos cuenta: «Una de las
hachas de cera se torció y empezaron a caer gotas de
ardiente líquido en mis narices»
(pág.
170), aumentando este contraste la descripción del gato,
familiarmente enroscado junto al difunto, y un moscón sobre
las narices de éste, cubiertas de cera. Posteriormente la
impresión de lo grotesco desaparece bajo el humor o la
sátira, reapareciendo en alguna pincelada como ese
defenderse del personaje, ya en el cementerio, fémur en
ristre. Por el contrario, la ironía va en aumento, apoyada
en la inautenticidad que late bajo las relaciones y la conducta de
los hombres. Por eso el personaje llega a decir: «Mi mujer, Perico, Clemente, el partido, don
Mateo... y sobre todo Roque Tuyo, me dan asco»
(pág. 176). Digamos que la situación, es decir, el
comportamiento de la sociedad aquí representada, es
demasiado reconocible como para ser grotesca y, de acuerdo con H.
Martínez, creo que «la presencia
de elementos grotescos no necesariamente justifica clasificar una
obra como grotesca»
(1984, pág. 31)5.
Otra cuestión sería considerar lo grotesco como un modo de explorar preocupaciones metafísicas o existenciales. Como una forma de dar salida al desengaño barroco era un juego de paradojas que envolvía al hombre en desacuerdo con su entorno, pero con la esperanza clara en una idea superior. En el siglo diecinueve la crisis filosófico-religiosa se reflejará en la literatura haciendo que ésta se centre, progresivamente, en todo tipo de alienaciones. En este sentido, el humor, creo, sirve de alivio a la conciencia de dicha alienación.
Teniendo en
consideración el momento en que pudo ser redactado Mi
entierro, posiblemente tras la frustración de no ver
publicados los artículos sobre el problema agrario andaluz
que tantos ires y venires le debieron costar a él y a su
mujer, recién casados, o tal vez por el alejamiento en que
se hallaban a causa de tener nombrada la cátedra en
Zaragoza, ello es que la capacidad irónica y crítica
del escritor pudo haberse agudizado. No cabe objetar que tras
determinados personajes el autor está tipificando, y
censurando, ciertos caracteres humanos. La huella de lo moral
está impresa desde la mujer adúltera hasta el inepto
orador, pasando por el falso amigo y el desengaño
político. La ética en la estética, como
profundamente muestra Lissorgues (vid., 1980 y pról. 1989). Mi intención, no
obstante, ha sido la de evidenciar la riqueza de voces que
configuran este relato del genial Clarín, así como la
de complicar la visión que hasta poco ha se tenía del
artista, el cual, como decía Baudelaire, «no es artista más que a condición
de ser dual y de no ignorar ningún fenómeno de su
doble naturaleza»
(1988, pág. 51). Juzgue el
lector sobre la necesidad de establecer criterios para una posible
clasificación de Mi entierro sin que se anule
alguno de los componentes significativos que posee.
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