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Mi sombra

Mihai Eminescu

Traducción de Ricardo Alcantarilla

A menudo, cuando estoy ante la humeante luz amarilla de mi lámpara, cuando miro a su ojo rojo, cuando abro un libro viejo lleno de disparates antiguos, de las creencias de un mundo con cabezas, por otro lado, como las nuestras (cosa que muestra la relatividad de la verdad), frecuentemente, digo, converso con mi lámpara verde y vieja y miro bajo su zamarrica, cuando aletea fantástico, como si echara de menos el techo. Cuando la miro ante mí, en la pared mal encalada, veo a mi honorable sombra, con la nariz algo larga y el gorro hasta los ojos, y fijo mis ojos en ella y pienso... mi pensamiento es palabra para ella, porque ella me entiende y me responde también con pensamientos largos y desordenados sobre lo que la había preguntado, sin que me agraden aquellas respuestas, porque no hablo en pensamientos sino conmigo mismo. Yo conmigo. ¡Raro! Esta separación de mi individualidad se convierte en la fuente de unos pensamientos raros, que hacen que me fije áspera y largamente en mi sombra, de modo que ella, apenada de tanta búsqueda, prendía poco a poco, lentamente formas sobre la pared hasta que se quedan claras como un retrato pintado en óleo, después empieza a coger relieve y a sobresalir de la pared y salta de su marco y me saluda sonriendo, levantándose el gorro de la cabeza.

-Buenas tardes, mi señor -dije yo, y le tendí la mano, pero en vano lo hacía, porque la sombra, aunque vertida, aunque hermosa, no era más que sombra. Le ofrecí una silla y ella se sentó.

-Estás descontento con el mundo -dijo sonriendo.

-Sí, respondo yo -también sonriendo.

Parece que ahora lo que hice fue retorcer el hilo de los pensamientos y hablar con mi reflejo sobre los diferentes problemas de los hombres.

-Sabes algo -le dije yo-, te dejo en la tierra en mi lugar, en mis circunstancias, y yo me voy de aquí para pasar algún tiempo en la luna. Donde no haya hombres, no pueda haber odio, y por eso he decidido estar en algún lugar solo, feliz, sin preocupaciones, y tú permaneces en la tierra en mi lugar, con la simple misión de escribir en tu diario todo lo que te va a suceder, las memorias que voy a leer también yo.

La lámpara ardía entre él y yo, el libro estaba abierto, en el que un pedante había dado curso a sus pensamientos sobre el mundo, el reloj daba roncamente las doce, mi sombra se tumbó en la cama de tablas cubiertas con una colcha, y yo me puse el gabán sobre los hombros, miré, saliendo de casa, por el hueco de la puerta el rostro de la dueña de la casa que justo se desnudaba para acostarse también ella, después de puntillas pasé por la cocina, por el zaguán y, cuando salí afuera, cerré la puerta tras de mí y empecé a caminar despacio, despacio a la luz de la luna, por las largas calles de la ciudad con ventanas y puertas cerradas, con muros blancos y amarilleados por la luna, con las cortinas dejadas, con algún vigilante nocturno con el bigote metido en el cuello y la capucha del gabán y con una vara bajo el brazo, en fin, una tranquilidad somnolienta, un aire caliente de verano, una luna brillante, las estrellas de oro que cerraban sus párpados para abrirlos de nuevo, un cielo azul y sin nubes, casas altas cuyas cubiertas de ladrillos miraban a la luna -este es el cuadro-. Las chicas que dormían en sus habitaciones perfumadas, acariciadas por un enjambre de sueños de oro, estudiantes que dormían con la cabeza sobre los libros soñando ministerios, dandis soñando con presas y caballos, tontos sin soñar nada -¿qué me importa a mí este mundo que duerme, al que odio y abandonaría para no volver a él?-. Mis pesados pasos golpeaban en las piedras cuadradas de las calles, yo me envolví hundido en el gabán con el sombrero hasta los ojos y andaba de este modo por las iluminadas calles, sin que la luna me hiciera ninguna sombra en las paredes, porque la mía la había dejado en casa, de este modo yo mismo parecía no ser otra cosa que una sombra solitaria que corría entre los muros de las casas ordenadas sucesivamente. Hacia el final de la ciudad había una casa amarilla, con ventanas brillantes plateadas por la luna, con las cortinas blancas. Llamé despacio a ella.

-¿Eres tú? -Respondió una voz dulce y tierna como la de una niña.

-Yo, abre la ventana, no hay nadie en la calle, no te puede ver nadie, y aunque te vieran...

La ventana se abrió despacio, la cortina se corrió y entre los bucles de la cortina apareció, hermosa y pálida, la cabeza rubia de un ángel. La luna reflejaba justo su cara, de tal modo que sus ojos azules brillaban más fuerte y pestañeaban como golpeados por los rayos del sol. Bajo su ropa blanca de noche, desde el cuello hacia abajo, le traicionaban los bultos de los pechos, y sus manos y sus brazos blancos y desnudos hasta los hombros me los tendió y yo los inundé con besos.

En un momento entré por la ventana, le cubrí con las manos su cuello desnudo, después la cogí la cara en mis manos y la besé con tanto ardor, la abrazaba con tanto fuego, que me parecía como si bebiera la vida entera de su boca.

-¡Onde! -Dije levemente, acariciando su pelo de oro-. Onde, sabes tú algo, ven conmigo a la luna, vamos a vivir tan felices allí, sin que nos moleste nadie, tú para mí, yo para ti, de nuestros sueños haremos castillos, de nuestros pensamientos -mares con millares de ondas, de nuestros días- siglos de felicidad y de amor. ¡Vámonos a la luna! Deja tu sombra en casa, acuéstala en la cama, y tú ven conmigo entre nieves de estrellas y entre lluvias de rayos, hasta que, lejos de esta tierra miserable y negra, la olvidemos, para que no tengamos en la cabeza nada más que a nosotros.

-Vamos entonces -dijo ella abrazando mi cuello con sus brazos blancos y poniendo su boca en la mía.

El beso me llenó de genio y de poder creador. Abrazado de este modo, arrojé mi negro y brillante gabán sobre sus hombros blancos, le rodeé la cintura con un brazo, apretándola fuertemente a mi pecho y mi boca, y con la otra mano agitando la otra parte del gabán nos levantamos lentamente, lentamente entre el aire luminoso y brillante por los rayos de la luna, entre las nubes verdosas del cielo, entre los enjambres de estrellas, entre la lluvia de rayos -hasta que llegamos a la luna-. Nuestro viaje no había sido más que un largo beso. La dejé allí, en el aire caliente de la orilla olorosa de un lago verde y brillante y me volví a la tierra y, encantándola, la metí en una nuez, y la nuez la convertí en una perla regada con oro y la perla la arrojé al fondo de un mar. Al ser las dimensiones solo relativas, de tal modo que lo que a nosotros nos parece grande a otros les parece pequeño, se entiende que los átomos microscópicos de aquella perla cuyo margen era el cielo, regado de estrellas, luna y sol, aquellos enanos tenían sus reyes, guerreaban, se odiaban siempre, imaginándose diferentes maravillas sobre su imaginada grandeza. Yo, mirando con un microscopio a través de la fina cáscara de la perla, fui introduciéndome en su oscuro bajo, para que, aunque su volumen menguara, su odio fuera el mismo, y de modo que la perla tendría que romperse por el odio. La arrojé al mar y me volví con mi amada a la luna, a la que conté todo lo que había hecho.

A mi amada le hice la ropa de un gas azul, aunque transparente como el aire, a través de la que se levantaba ella en la blancura brillante de sus redondos miembros; en su pelo rubio se asentaba una ciudadela de diamantes, el pecho salía virgen, redondo y pequeño de su ropa escotada -así paseábamos, yo con mi mano alrededor de su cuello, por los sombríos y balsámicos bosques de la luna, junto a lagos adormecidos, junto a fuentes lacrimosas, y solo ruiseñores con voz de plata volaban cantando de rama en rama y llenaban el aire de notas divinas-. Cuando nos sentamos en la barca, las olas obedientes marchaban libremente, según nuestros pensamientos, la barca dorada, en la que mi amor yacía en grandes almohadas de seda, y yo coloqué mi cabeza en su regazo y soñé lo que tenía. Este amor pacífico y dulce como la idea de eternidad, sin ningún pensamiento o deseo impuro, este amor era el aire de nuestra vida, el beso infantil, dulce, perfumado de nuestras bocas, la trenza angelical de nuestros brazos -¡un amor santo!-. Mi mundo no era más que su icono brillante, su mundo -mi cara pálida rodeada de pelo negro-. Esta vida era un cuento brillante y estelar. Allí había, también entre bosques verdes y entre peñas grises, también un lago con agua de oro. Cuando nos bañábamos allí riendo y bajo la mirada enamorada de las lunas, nos salpicábamos el uno al otro con largas oleadas y las gotas de estrellas que, permaneciendo en sus pechos, brillaban sobre su blanco cuerpo hasta que secándose en una sábana tejida de plata, su cuerpo blanco era más suave, más dulce y más brillante.

A menudo hacía como si se enfadase y se escondía entre los arbustos del laberíntico jardín. Aunque la llamaba, ella no respondía hasta que imitaba la voz de ruiseñor, de tal modo que, llorando amargamente entre las ramas, la veía como venía compungida y con los ojos húmedos, hasta que la cogía en brazos y la acariciaba junto a mi pecho a la niña ¡locuela!

Para distraernos hicimos un juego de cartas. Los reyes, las reinas y las sotas de las cartas eran todas figuras copiadas de los cuentos que nos contábamos, para entretenernos, por las tardes, y aunque no teníamos dinero, ella se fue a un lago. Allí cada flor de la orilla reflejaba una estrella... Ella entró espacio en el agua del lago y la cogió despacio, despacio con la mano de cada punta de las estrellas, como si hubiera cogido abejas de oro, después poniéndola en su regazo las trajo a casa y las dejó en la mesa. De este modo jugábamos a las cartas en una hermosa mesa de mármol y nuestro juego era un cuento largo y complicado, que no terminábamos hasta que no parábamos, muertos de sueño.

¡Y nuestro sueño! Brazo con brazo, tendidos en almohadas de seda amarilla de oro, mi boca apretada a la suya, soñábamos los dos siempre el mismo sueño, que no era otro que una repetición mágica de nuestra vida sin deseos. Soñábamos en cielos con espejos de plata y con salas inmensas que llenaban ángeles volando con ropas de oro y con alas de colores del arco iris y ceñidos con cintos de arco iris, y sus rubias cabezas estaban cubiertas de largas melenas de oro y con ojos azules se agachaban tímidos y grandes bajo sus párpados y sus pestañas largas. Portones con columnas altas de oro, pasillos de mármol blanco, estrellas azules sobre el techo de oro de las salas grandes, todas llenas de un aire fresco y oloroso, solo una puerta cerrada no la podemos pasar nunca. Sobre ella, en triángulo, había un ojo de fuego, y sobre el ojo -un proverbio en las letras torcidas de los oscuros árabes-. Era la casa de Dios -el proverbio: un enigma incluso para los ángeles-. Esta era la vida de nuestros sueños.

Cuando nos despertábamos del sueño, la aurora de los dos soles, en ropa rosada, recogía las perlas de plata de nuestros jardines y, riendo con su voz de alondra, nos las arrojaba su regazo a la cara y a nuestra cama.

El frío rocío caía al seno virginal de mi amada y ella se despertaba con frío y, manteniendo los ojos cerrados, cubría alrededor de sus hombros desnudos la colcha tejida de plata y de los colores del arco iris. Apenas abría los ojos, los soles salían cálidos y hermosos, y nos levantábamos alegres y somnolientos, apoyándonos el uno en el otro, después, nos lavábamos la cara en recipientes de mármol y salíamos afuera en el aire cálido y brillante de nuestro feliz mundo. Y la vida comenzaba de nuevo, feliz y tranquila, una eterna repetición de la felicidad de ayer.

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