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ArribaAbajo- XXXVI -

Sevillano y Argüelles, que al principio le habían oído con algo de respeto, en cuanto oyeran aquella salida, titubearon entre la compasión y la risa, prevaleciendo al fin la primera, que expresó Sevillano en esta forma:

«Hace bien usted en despreciar tales miserias. Nada más repugnante que hacer burla de un hombre digno y desgraciado. Aquí me trajeron también los muñecos esos; pero no los quise ver... Ahora, si ustedes quieren, tomaremos café».

Entró el mozo con el servicio; Villaamil rehusó cortésmente el obsequio, y los otros dos se sentaron para tomar a gusto, en vaso muy   -348-   colmadito, el brebaje aromático que es alegría y consuelo de las oficinas.

«Pues le he de decir a usted -manifestó el cesante con la serenidad de un hombre dueño de sus facultades-, que se vaya usted haciendo a la injusticia, que se familiarice con las bofetadas y se acostumbre a la idea de ver a ese piojo pasándole por delante. La lógica española no puede fallar. El pillo delante del honrado; el ignorante encima del entendido; el funcionario probo debajo, siempre debajo. Y agradezca usted que en premio de sus servicios no le limpian el comedero... que no sé, no sé si sacar también esa consecuencia lógica».

-Armo un tiberio, créalo usted, lo armo, pero gordo -dijo el padre de familia entre sorbo y sorbo-. Como le asciendan antes que a mí, crea usted que todo el Colegio de Sordo-Mudos me tendrá que oír.

-Le oirá y callará, y no habrá más remedio que conformarse. Véase mi raciocinio (acercando su silla a las de los bebedores de café). ¿Quién le apoya a usted? Nadie; y digo nadie, porque no le apoya ninguna mujer.

-Eso es verdad.

-Bueno. Cuando veo un nombramiento absurdo, pregunto: ¿quién es ella? Porque es probado; siempre que una nulidad se sobrepone a un empleado útil, ponga usted el oído y escuchará rumor de faldas. ¿Apostamos a que sé   -349-   quién ha pedido el ascenso del cojo? Pues su prima, la viuda del comandantón aquel que está en Filipinas, esa tal Enriqueta, frescachona, más suelta que las gallinas, de la cual se dice si tuvo que ver o no tuvo que ver con nuestro egregio Director. Ahora, sabiendo a qué aldabas se agarra ese morral de Guillén, ayúdenme ustedes a sentir. Nada, el amigo Argüelles, con toda su prole arrastras, se quedará ladrando de hambre, y el otro ascenderá, y ole morena.

Sevillano confirmaba con una sonrisa las acres observaciones del trastornado Villaamil, que no lo parecía al decir cosas tan a pelo; y el caballero de Felipe IV se atusaba sus engrasadas melenas y se retorcía el bigote, dándole a la perilla tales tirones, que a poco más se la arranca de cuajo.

«Lo vengo diciendo hace tiempo, cáscaras. Se necesita no tener vergüenza para servir a este cabrón del Estado. Y ya que el amigo Villaamil está hoy de buena pasta, le diremos una cosa que no sabe. ¿Quién recomendó a Víctor Cadalso para que echaran tierra al expediente y encimita le encajaran un ascenso?».

-Ello debe de ser cosa de hembras; alguna joven sensible que ande por ahí, porque Víctor las atrapa lindamente.

-Le apoyaron dos Diputados -dijo Sevillano-: hicieron fuerza de vela sin conseguir nada, hasta que vino presión por alto...

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-Pero si me ha dicho Ildefonso Cabrera -observó el viejo acalorándose-, que ese pelele está liado con marquesas, duquesas y cuanta señorona hay en la alta sociedad...

-No haga usted caso, D. Ramón -indicó Argüelles-. Si, después de todo, su yerno de usted es un cursi... así como suena, un cursilón. No se ve ya un mozo verdaderamente elegante, como los de mi tiempo. Ríase usted de todas esas conquistas de Víctor, que no tiene más amparo que el de mi vecina. En el principal de mi casa vive un marqués... no me acuerdo del título; es valenciano y algo así como Benengeli, algo que suena a morisco. Este marqués tiene una tía, dos veces viuda... una criatura, como quien dice... Mi mujer, que ya pasó de los cincuenta, asegura que estando ella de corto (mi mujer, se entiende), conoció a esa señora en Valencia, ya casada. En fin, que los sesenta y pico no hay quien se los quite, y aunque debió de ser buena moza, ya no hay pintura que la salve ni remedio que la enderece.

-Y cuando menos, mi yernecito ha seducido toda esa inocencia.

-Aguárdese usted. Es cosa pública en Valencia que el tiburón ese se enamoriscó de Cadalso, y él... también la quiso, por supuesto, con su cuenta y razón. Vinieron juntos a Madrid; enredito allá, enredito aquí. A mí nadie tiene que contármelo, pues le veo en la calle,   -351-   esperando a la abuela, porque los marqueses no le permiten entrar en la casa. Ella sale en su coche, muy emperejilada, toda fofa y hueca, con unas témporas así, todo postizo, se entiende, y la cara con más pintura que el Pasmo de Sicilia... Se para en la esquina de Relatores, y allí entra el terror de las doncellas y se van qué sé yo adónde... Y me ha contado el lacayo, que es vecino mío en el sotabanco de la izquierda, que casi todos los días recibe carta la tarasca, y en seguida le larga a su nene tres pliegos... El lacayo echa las cartas al correo, y me cuenta lo que dice el sobre y las señas... Quiñones, 13, segundo.

-Si yo me sorprendiera de esto -declaró Villaamil entre risueño y desdeñoso-, sería un niño de teta. ¡Y esa fantasma ha venido aquí, al templo de la Administración (indignándose), a arrojar sobre el Estado la ignominia de sus recomendaciones en favor de un perdis...!

-No, por aquí no ha aparecido, ni lo necesita -apuntó Sevillano-. Con el teclado de sus relaciones, mueven esas todo el Ministerio, sin poner los pies en él.

-Les basta decir una palabrita a cualquier pájaro gordo. Luego descarga aquí la nota...

-De esas que no piden, sino mandan.

-A raja tabla... Hágase... Y hecho está, y ole morena... No sería malo un buen pararrayos para esas chispas, un Ministro de carácter. ¿Pero   -352-   dónde está ese Mesías? (dándose fuerte puñetazo en la rodilla). La condenada Administración es una hi de mala hembra con la que no se puede tener trato sin deshonrarse... Pero los que tienen hijos, amigo Argüelles, ¿qué han de hacer sino prostituirse? A ver, búsquese usted por ahí un felpudito que le ampare. Usted tiene todavía buen ver. A poco que se emperifolle, le salen las conquistas así... y le pica en el anzuelo una lamprea con conchas... Animarse, pollo... ¡Pues si yo tuviera veinte años menos...!

Sevillano se reía, y Argüelles se pavoneaba henchido de fatuidad, enroscándose aquella birria de bigote pintado... No parecía echar en saco roto la exhortación, porque la edad no le había curado de su vanidad de Tenorio.

«Francamente, señores -manifestó con acento de hombre muy corrido-, nunca me ha gustado el amor como negocio... El amor por el amor. Ni con dinero encima cargo yo con una res como esa de Víctor, contemporánea del andar a pie, y todo lo tiene postizo, todo absolutamente, créanme ustedes».

-¡Fuera remilgos, y a ellas! -dijo Villaamil, a quien le había entrado hilaridad nerviosa-. No están los tiempos para hacer fu a nada... Este padre de familia es terrible. No le gustan más que las doncellitas tiernas.

-Pues de broma ha dicho usted la verdad. De quince a veinte. Lo demás para bobos.

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-Vamos, que si le cayera a usted un pimpollo como ese de Víctor... Porque la tal debe de ter guita, y a su vera no hay bolsillo vacío... Ahora me explico que mi yerno, cuando se le acabaron los dineros que afanó por el enjuague de Consumos, gastaba del capítulo de guerra de esa vejancona... Vamos (dándose otro palmetazo en la rodilla), que vivimos en una condenada época en que no podemos ni siquiera avergonzarnos, porque el estiércol, la condenada costra de estiércol que llevamos en la cara nos lo impide.

Levantose para salir. Argüelles suspiró y con un gesto despidiose de Sevillano, que se puso a trabajar antes de que salieran.

«Vamos a la oficina -dijo el caballero alguacilado, embozándose en el ferreruelo, cogiendo del brazo a su amigo e internándose por los pasillos-; que ese mal bicho de Pantoja me chillará si tardo. ¡Qué vida, D. Ramón, qué vida!... Y a propósito. ¿No observó usted que mientras hablábamos de la señora que protege a Víctor, Sevillano no chistaba? Es que también él se calza a una momia... sí... ¿no sabía usted?, la viuda de aquel Pez y Pizarro que fue Director de Loterías en la Habana, primo de nuestro amigo D. Manuel. Eso lo saben hasta los perros... y ella le protege, le regala cada dos años su ascensito».

-¿Qué me dice usted? (parándose y mirándole   -354-   cara a cara, en una actitud propiamente dantesca). Conque Sevillano... Sí; ya decía yo que ese chico iba demasiado aprisa. Era yo Jefe de negociado, cuando entró de aspirante con cinco mil...

Se persignó y siguieron hasta Contribuciones. Pantoja y los demás recibieron al sufrido cesante con sobresalto, temerosos de una escena como la del día anterior. Pero el anciano les tranquilizó con su apacible acento y la serenidad relativa de su rostro. Sin dignarse mirar a Guillén, fue a sentarse junto al Jefe, a quien dijo de manos a boca: «Hoy me encuentro muy bien, Ventura. He descansado anoche, me despejé, y estoy hasta contento, me lo puedes creer, echando chispas de contento».

-Más vale así, hombre, más vale así -repuso el otro observándole los ojos-. ¿Qué traes por acá?

-Nada... la querencia... hoy estoy alegre... ya ves cómo me río (riendo). Es posible que hoy venga por última vez, aunque... te lo aseguro... me divierte, me divierte esta casa. Se ven aquí cosas que le hacen a uno... morir de risa.

El trabajo concluyó aquel día más pronto que de ordinario, porque era día de paga, la fecha venturosa que pone feliz término a las angustias del fin de mes, abriendo nueva era de esperanzas. El día de paga hay en las salas de aquel falansterio más luz, aire más puro y   -355-   un no sé qué de diáfano y alegre que se mete en los corazones de los infelices jornaleros de la Hacienda pública.

«Hoy os dan la paga» dijo Villaamil a su amigote, suspendiendo aquel reír franco y bonachón de que afectado estaba.

Ya se conocía en el ruido de pisadas, en el sonar de timbres, en el movimiento y animación de las oficinas, que había empezado la operación. Cesaba el trabajo, se ataban los legajos, eran cerrados los pupitres, y las plumas yacían sobre las mesas entre el desorden de los papeles y las arenillas que se pegaban a las manos sudorosas. En algunos departamentos, los funcionarios acudían, conforme les iban llamando, al despacho de los habilitados, que les hacían firmar la nominilla y les daban el trigo. En otros los habilitados mandaban un ordenanza con los santos cuartos en una hortera, en plata y billetes chicos, y la nominilla. El Jefe de la sección se encargaba de distribuir las raciones de metálico y de hacer firmar a cada uno lo que recibía.




ArribaAbajo- XXXVII -

Es cosa averiguada que cuando Villaamil vio entrar al portero con la horterita aquella, se excitó mucho, acentuando su increíble alegría, y expresándola de campechana manera.   -356-   «¡Anda, anda, qué cara ponéis todos!... Aquí está ya el santo advenimiento... la alegría del mes... San Garbanzo bendito... Pues apenas vais a echar mal pelo con tantos dinerales...».

Pantoja empezó a repartir. Todos cobraron la paga entera, menos uno de los aspirantes, a quien entregó el Jefe el pagaré otorgado a un prestamista, diciendo: «Está usted cancelado» y Argüelles recibió un tercio no más, por tener retenido lo restante. Cogiolo torciendo el gesto, echando la firma en la nominilla con rasgos que declaraban su furia; y después, el gran Pantoja se guardó su parte pausada y ceremoniosamente, metiendo en su cartera los billetes, y los duros en el bolsillo del chaleco, bien estibaditos para que no se cayesen. Villaamil no le quitaba ojo mientras duró la operación, y hasta que no desapareció la última moneda no dejó de observarle. Le temblaba la mandíbula, le bailaban las manos. «¿Sabes? -dijo a su amigo, levantándose-. Nos iremos de paseo. Yo tengo hoy... muy buen humor... ¿no ves?... Estoy muy divertido...».

-Yo me quedo un rato más -respondió el honrado que deseaba quitarse de encima aquella calamidad-. Tengo que ir un rato a Secretaría.

-Pues quédate con Dios... Me largo de paseo... Estoy contentísimo... y de paso, compraré unas píldoras.

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-¿Píldoras?, te sentarán bien.

-Ya lo creo... Abur; hasta más ver. Señores, que sea por muchos años... Y que aproveche... Yo bueno, gracias...

En la escalera de anchos peldaños desembocaban, como afluentes que engrosan el río principal, las multitudes que a la misma hora chorreaban de todas las oficinas. Contribuciones y Propiedades descargaban su personal en el piso segundo; descendía la corriente uniéndose luego a la numerosa grey de Secretaría, Tesoro y Aduanas. El humano torrente, haciendo un ruido de mil demonios de peldaño en peldaño, apenas cabía en la escalera, y mezclábanse los pisotones con la charla gozosa y chispeante de un día de paga. En los oídos de Villaamil añadíase al murmullo inmenso el tintineo de los duros, recién guardados en tanta faltriquera. Pensó que el metal de los pesos debía de estar frío aún; pero se calentaría pronto al contacto del cuerpo, y aun se derretiría al de las necesidades. Al llegar al vasto ingreso que separa del pórtico la escalera, veíanse en los patios de derecha e izquierda afluir las muchedumbres de Impuestos, Tesorería y Giro Mutuo, y antes de llegar a la calle, las corrientes se confundían. Las capas deslucidas abundaban más que los raídos gabanes; pero también los había flamantes, y chisteras lustrosas, destacándose entre la muchedumbre de hongos chafados   -358-   y verdinegros. El taconeo ensordecía la casa, y Villaamil oía siempre, por cima del rumor de pisadas, aquel tintín de las piezas de cinco pesetas. «Hoy -se dijo, echando toda su alma en un suspiro-, han dado casi toda la paga en duros nuevecitos, y algo en pesetas dobles con el cuño de Alfonso».

Al desaguar la corriente en la calle, iba cesando el ruido, y el edificio se quedaba como vacío, solitario, lleno de un polvo espeso levantado por las pisadas. Pero aún venían de arriba destacamentos rezagados de las multitudes oficinescas. Sumaban entre todos tres mil, tres mil pagas de diversa cuantía, que el Estado lanzaba al tráfico devolviendo por modo parabólico al contribuyente parte de lo que sin piedad le saca. La alegría del cobro, sentimiento característico de la humanidad, daba a la caterva aquella un aspecto simpático y tranquilizador. Era sin duda una honrada plebe anodina, curada del espanto de las revoluciones, sectaria del orden y la estabilidad, pueblo con gabán y sin otra idea política que asegurar y defender la pícara olla; proletariado burocrático, lastre de la famosa nave; masa resultante de la hibridación del pueblo con la mesocracia, formando el cemento que traba y solidifica la arquitectura de las instituciones.

Embozábase Villaamil en su pañosa para resguardarse del frío callejero, cuando le tocaron   -359-   en el hombro. Volviose y vio a Cadalso, quien le ayudó a asegurar el embozo liándoselo al cuello.

«¿Qué tiene usted... de qué se ríe usted?».

-Es que... estoy esta tarde muy contento... A bien que a ti no te importa. ¿No puede uno ponerse alegre cuando le da la real gana?

-Sí... pero... ¿Va usted a casa?

-Otra cosa que no es de tu incumbencia. ¿Tú a dónde vas?

-Arriba a recoger mi título... Yo también estoy hoy de enhorabuena.

-¿Te han dado otro ascenso? No me extrañaría. Tienes la sartén por el mango. Mira, que te hagan Ministro de una vez; acaba de ponerte el mundo por montera antes que se acaben las carcamales.

-No sea usted guasón. Digo que estoy de enhorabuena, porque me he reconciliado con mi hermana Quintina y el salvaje de su marido. Él se queda con aquella maldecida casa de Vélez Málaga que no valía dos higos, paga las costas, y yo...

-Suma y van tres... Otra cosa que a mí me tiene tan sin cuidado como el que haya o no pulgas en la luna. ¿Qué se me da a mí de tu hermana Quintina, de Ildefonso, ni de que hagáis o no cuantas recondenadas paces queráis?

-Es que...

-Anda, sube, sube pronto y déjame a mí.   -360-   Porque yo te pregunto: ¿en qué cochino bodegón hemos comido juntos? Tú por tu camino, lleno de flores; yo por el mío. Si te dijera que con toda tu buena suerte no te envidio ni esto... Más quiero honra sin barcos que barcos sin honra. Agur...

No le dio tiempo a más explicaciones y asegurándose otra vez el embozo, avanzó hacia la calle. Antes de traspasar la puerta, le tiraron de la capa, acompañando el tirón de estas palabras amigables: «Eh, simpático Villaamil, aunque usted no quiera...». Urbanito Cucúrbitas, pollancón rubio, ralo de pelo, estirado, zancudo y con mucha nuez; semejante a vástago precoz de la raza gallinácea que llaman Cochinchina; vestido con elegante traje a cuadros, cuello larguísimo, de cucurucho, hongo claro; manos y pies inconmensurables, muy limpio y la boca risueña, enseñando hasta los molares, que bien podrían llamarse del juicio si alguno tuviera.

«¡Hola, Urbanito!... ¿Has cobrado tu paga?».

-Sí, aquí la llevo (tocándose el bolsillo y haciendo sonar la plata); casi todo en pesetas. Me voy a dar una vuelta por la Castellana.

-¿En busca de alguna conquistilla?... Hombre feliz... Para ti es el mundo. ¡Qué risueño estás! Pues mira; yo también estoy de vena hoy... Dime, ¿y tus hermanitos, han cobrado también sus paguillas? Dichosos los nenes a   -361-   quienes el Estado les pone la teta en la boca, o el biberón. Tú harás carrera, Urbanito; yo sostengo que eres muy listo, contra la opinión general que te califica de tonto. Aquí el tonto soy yo. Merezco, ¿sabes qué?, pues que el Ministro me llame, me haga arrodillar en su despacho y me tenga allá tres horas con una coroza de orejas de burro... por imbécil, por haberme pasado la vida creyendo en la moral, en la justicia y en que se deben nivelar los presupuestos. Merezco que me den una carrera en pelo, que me pongan motes infamantes, que me llamen el señor de Miau, que me hagan aleluyas con versos chabacanos para hacer reír hasta a las paredes de la casa... No, si no lo digo en son de queja; si ya ves... estoy contento, y me río... me hace una gracia atroz mi propia imbecilidad.

-Mire usted, querido D. Ramón (poniéndole ambas manos en los hombros). Yo no he tenido arte ni parte en los monigotes. Confieso que me reí un poco cuando Guillén los llevó a mi oficina; no niego que me entró tentación de enseñárselos a mi papá, y se los enseñé...

-Pero si yo no te pido explicaciones, hijo de mi alma.

-Déjeme acabar... Y mi papá se puso furioso y a poco me pega. Total, que enterado Guillén de las cosas que mi papá dijo, salió a espeta perros de nuestra oficina, y no ha vuelto a parecer. Yo digo que ello puede pasar como broma   -362-   de un rato. Pero ya sabe usted que le respeto, que me parece una tontería juntar las iniciales de sus cuatro Memorias que nada significan, para sacar una palabra ridícula y sin sentido.

-Poco a poco, amiguito (mirándole a los ojos). A que la palabra Miau sea una sandez no tengo nada que objetar; pero no estoy conforme con que las cuatro iniciales no encierren una significación profunda...

-¡Ah!... ¿sí? (suspenso).

-Porque es preciso ser muy negado o no tener pizca de buena fe para no reconocer y confesar que la M, la I, la A y la U, significan lo siguiente: Mis... Ideas... Abarcan... Universo.

-¡Ah!... ya... bien decía yo... D. Ramón, usted debe cuidarse.

-Si bien no faltará quien sostenga... y yo no me atrevería a contradecirlo de plano... quien sostenga, quizás con algún fundamento, que las cuatro misteriosas letras rezan esto: Ministro... I... Administrador... Universal.

-Pues mire usted, esa interpretación me parece una cosa muy sabia y con muchísimo intríngulis.

-Lo que yo te digo: hay que examinar imparcialmente todas las versiones, pues este dice una cosa, aquel sostiene otra, y no es fácil decidir... Yo te aconsejo que lo mires despacio, que lo estudies, pues para eso te da el Gobierno un sueldo, sin ir a la oficina más que un ratito   -363-   por la tarde, y eso no todos los días... Y que tus hermanitos lo estudien también con el biberón de la nómina en los labios. Adiós; memorias a papá. Dile que crucificado yo, por imbécil, en el madero afrentoso de la tontería, a él le toca darme la lanzada, y a Montes la esponja con hiel y vinagre, en la hora y punto en que yo pronuncie mis Cuatro Palabras, diciendo: Muerte... Infamante... Al... Ungido... Esto de ungido quiere decir... para que te enteres... lleno de basura, o embadurnado todo de materias fétidas y asquerosas, que son el símbolo de la zanguanguería, o llámese principios.

-Don Ramón... ¿va usted a su casa?, ¿quiere que le acompañe? Tomaré un coche.

-No, hijo de mi alma; vete a tu paseíto. Yo me voy pian pianino. Antes tengo que comprar unas píldoras... aquí en la botica.

-Pues le acompañaré... y si quiere que veamos antes a un médico...

-¡Médico! (riendo desaforadamente). Si en mi vida me he sentido más sano, más terne... Déjame a mí de médico. Con estas pildoritas...

-De veras, ¿no quiere que le acompañe?

-No, y digo más: te suplico que no lo hagas. Tiene uno sus secretillos, y el acto, al parecer insignificante, de comprar tal o cual medicina, puede evocar el pudor. El pudor, chico, aparece donde menos se piensa. ¿Qué sabes tú si soy yo un joven, digo, un anciano disoluto? Conque   -364-   vete por tu camino, que yo tomo el de la farmacia. Adiós, niño salado, chiquitín del Ministerio, diviértete todo lo que puedas; no vayas a la oficina más que a cobrar; haz muchas conquistas; pica siempre muy alto; arrímate a las buenas mozas, y cuando te lleven a informar un expediente, pon la barbaridad más gorda que se te ocurra... Adiós, adiós... Sabes que se te quiere.

Fuese el pollancón por la calle de Alcalá abajo, y Villaamil, después de cerciorarse de que nadie le seguía, tomó en dirección de la Puerta del Sol, y antes de llegar a ella, entró en la que llamaba botica; es a saber, en la tienda de armas de fuego que hay en el número 3.




ArribaAbajo- XXXVIII -

Notaban aquellos días doña Pura y su hermana algo desusado en las maneras, en el lenguaje y en la conducta del buen Villaamil que, si en actos de relativa importancia se mostraba excesivamente perezoso y apático, en otros de ningún valor y significación desplegaba brutales energías. Tratose de la boda de Abelarda, de señalar fecha y de fijar ciertos puntos a tan gran suceso pertinentes, y el hombre no dijo esta boca es mía. Ni la bonita herencia de su futuro yerno (pues ya se había llevado Dios al tío notario), le arrancó una sola de aquellas hipérboles   -365-   de entusiasmo que de la boca de doña Pura salían a borbotones. En cambio, a cualquier tontería daba Villaamil la importancia de suceso trascendente, y por si su mujer cerró la puerta con algún ruido (resultado de lo tirantes que tenía los nervios), o por si le habían quitado, para ensortijarse la cabellera, un número de La Correspondencia, armó un cisco que hubo de durar media mañana.

También merece notarse que Abelarda acogió la formalización de su boda con suma indiferencia, la cual, a los ojos de la primera Miau, era modestia de hija modosa bien educada, sin más voluntad que la de sus padres. Los preparativos, en atención al ahogo de la familia, habían de ser muy pobres, casi nulos, limitándose a algunas prendas de ropa interior, cuya tela se adquirió con un donativo de Víctor, del cual no se dio cuenta a Villaamil para evitar susceptibilidades. Debo advertir que desde la escena aquella en las Comendadoras, Víctor apenas paraba en la casa. Rarísimas noches entraba a dormir, y comía y almorzaba fuera todos los días. Los tertulios de la casa eran los mismos, excepto Pantoja y familia, que escaseaban sus visitas, sin que doña Pura penetrase la causa de este desvío, y Guillén, que definitivamente se eclipsó, muy a gusto de las tres Miaus. Las repetidas ausencias de Virginia Pantoja motivaron gran atraso en los ensayos de la   -366-   pieza. A la señorita de la casa se le olvidó en absoluto su papel, y por estas razones y por la desgana de fiestas que Pura sentía mientras no se resolviera el problema de la colocación de su esposo, fue abandonado el proyecto de función teatral.

Federico Ruiz, consecuente siempre, iba algunos ratos por las tardes, pidiendo mil perdones a las Miaus por quitarles su tiempo9, pues no ignoraba que debían de estar sobre un pie con los preparativos... ¡Dichosos preparativos, y cuántos castillos y torres edificó sobre cimiento tan frágil la imaginación fecunda de la esposa de Villaamil!... Una mañana entró Ruiz muy sofocado, seguido de su mujer, ambos despidiendo alegría de sus ojos, ebrios de júbilo, deseando que los amigos participaran de su dicha. «Vengo -dijo él casi sin aliento-, a que nos den la enhorabuena. Sé que nos quieren y que se alegrarán de verme colocado».

Tanto Federico como Pepita fueron sucesivamente abrazados por las tres Miaus. En esto salió de su despacho olfateando alegría el buen Villaamil, y antes de que Ruiz tuviera tiempo de embocarle la venturosa nueva, le cogió en los brazos, diciéndole: «Sea mil y mil veces enhorabuena, queridísimo... Bien merecido lo tiene, y muy requetebién ganado».

-Gracias, muchísimas gracias -dijo Ruiz constreñido en los enormes brazos de Villaamil   -367-   que apretaba con nerviosa contracción-. Pero por la Virgen Santísima, no me apriete tanto, que me va a ahogar... D. Ramón... ¡ay, ay!, que me hace añicos...

-Pero, hombre -dijo Pura a su marido sorprendida y temerosa-, ¿qué manera de abrazar?

-Es que... -balbució el cesante-, quiero darle un parabién bien dado... una enhorabuena de padre y muy señor mío, para que le quede memoria de mí y de lo muy contento que estoy por su triunfo. ¿Y qué es ello?

-Una comisioncilla en Madrid mismo... esa es la ganga... para estudiar y proponer mejoras en el estudio de las ciencias naturales... a fin de que resulte práctico.

-¡Oh, cosa buena!... Ni sé cómo no se les había ocurrido antes. ¡Y este mísero País vive ignorando cómo se enseñan las ciencias naturales! Felizmente ahora, amigo Ruiz, vamos a salir de dudas... Nuestro sabio Gobierno tiene una mano para escoger el personal... Así está la Nación reventando de gusto. Pues digo, si tendrá su aquel la comisioncita. Golpes de esos bastan a salvar la patria oprimida... En fin, lo celebro mucho... Y digo más, Sr. de Ruiz; si usted está de enhorabuena, no lo está de menor el País, que debe ponerse a tocar las castañuelas al saber que tienen quien le estudie eso... ¿verdad? Con su permiso, me vuelvo a trabajar. Mil millones de plácemes.

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Sin esperar lo que Federico contestaba a estas expansiones calurosas, el buen hombre se metió de rondón en su despacho. Algo extrañó a los Ruices, lo mismo que a las Miaus, aquella manera desordenada y estrepitosa de dar enhorabuenas; pero disimularon su extrañeza. Fuéronse los felicitados para seguir sus visitas de dar parte, cosechando a granel las felicitaciones. Y no era la comisioncita el único motivo de contento que Ruiz aquella mañana tenía, pues el correo le trajo nueva satisfacción con que no contaba. Era nada menos que el diploma de una sociedad portuguesa, cuyo objeto es enaltecer a los que realizan actos heroicos en los incendios, y también a los que propagan por escrito las mejores teorías sobre este útil servicio. Todo individuo perteneciente a dicha asociación tenía derecho, según rezaba el diploma, a usar el título de Bombeiro, salvador da humanidade, y a ponerse un vistosísimo uniforme con relucientes bordados. El figurín de la deslumbradora casaca acompañaba al nombramiento. ¡Si estaría hueco el hombre con su comisión (de que dependía el porvenir científico de España), con los honores de bombeiro, y con la librea reluciente que pensaba lucir en la primera coyuntura pública y solemne que se le presentase!

Luisito salió a paseo aquella tarde con Paca, y al volver se puso a estudiar en la mesa   -369-   del comedor. Pasado el extrañísimo, increíble arrechucho de Abelarda en la famosa noche de que antes hablé, el cerebro de la insignificante quedó aparentemente restablecido, hasta el punto de que un olvido benéfico y reparador arrancó de su mente los vestigios del acto. Apenas lo recordaba la joven con la inseguridad de sueño borroso, como pesadilla estúpida cuya imagen se desvanece con la luz y las realidades del día. Ocupábase en coser su ajuar, y Luis, cansado del estudio, se entretenía en quitarle y esconderle los carretes de algodón. «Chiquillo -le dijo su tía sin incomodarse-, no enredes. Mira que te pego». En vez de pegarle, le daba un beso, y el sobrinillo se envalentonaba más, ideando otras travesuras, como suyas, poco maliciosas. Pura ayudaba a su hija en los cortes, y Milagros funcionaba en la cocina, toda tiznada, el mandilón hasta los pies. Villaamil siempre encerrado en su leonera. Tal era la situación de los individuos de la familia, cuando sonó la campanilla y cátate a Víctor. Sorprendiéronse todos, pues no solía ir a semejante hora. Sin decir nada pasó a su cuartucho, y se le sintió allí lavándose y sacando ropa del baúl. Sin duda estaba convidado a una comida de etiqueta. Esto pensó Abelarda, poniendo especial estudio en no mirarle ni dirigir siquiera los ojos a la puerta del menguado aposento.

Pero lo más singular fue que a poco de la   -370-   entrada del monstruo, sintió la sosa en su alma, de improviso, con aterradora fuerza, la misma perturbación de la noche de marras. Estalló el trastorno cerebral como una bomba, y en el mismo instante toda la sangre se le removía, amargor de odio hacíale contraer los labios, sus nervios vibraban, y en los tendones de brazos y manos se iniciaba el brutal prurito de agarrar, de estrujar, de hacer pedazos algo, precisamente lo más tierno, lo más querido y por añadidura lo más indefenso. Tuvo Cadalsito, en tan crítica ocasión, la mala idea de tirarle del hilo de unos hilvanes y la tela se arrugó... «Chiquillo, si no te estás quieto, verás» gritó Abelarda, con eléctrica conmoción en todo el cuerpo, los ojos como ascuas. Quizás no habría pasado a mayores; pero el tontín, queriendo echárselas de muy pillo, volvió a tirar del hilo, y... aquí fue Troya. Sin darse cuenta de lo que hacía, obrando cual inconsciente mecanismo que recibe impulso de origen recóndito, Abelarda tendió un brazo, que parecía de hierro, y de la primera manotada le cogió de lleno a Luis toda la cara. El restallido debió de oírse en la calle. Al hacerse para atrás, vaciló la silla en que el chico estaba, y ¡pataplum!, al suelo.

Doña Pura dio un chillido... «¡Ay, hijo de mi alma!... ¡mujer!» y Abelarda, ciega y salvaje, de un salto cayó sobre la víctima, clavándole los dedos furibundos en el pecho y en la garganta.   -371-   Como las fieras enjauladas y entumecidas recobran, al primer rasguño que hacen al domador, toda su ferocidad, y con la vista y el olor de la primera sangre pierden la apatía perezosa del cautiverio, así Abelarda, en cuanto derribó y clavó las uñas a Luisito, ya no fue mujer, sino el ser monstruoso creado en un tris por la insana perversión de la naturaleza femenina. «¡Perro, condenado... te ahogo!, ¡embustero, farsante... te mato!» gruñía rechinando los dientes; y luego buscó con ciego tanteo las tijeras para clavárselas. Por dicha, no las encontró a mano.

Tal terror produjo el acto en el ánimo de doña Pura, que se quedó paralizada sin poder acudir a evitar el desastre, y lo que hizo fue dar chillidos de angustia y desesperación. Acudió Milagros, y también Víctor en mangas de camisa. Lo primero que hicieron fue sacar al pobre Cadalsito de entre las uñas de su tía, operación no difícil, porque pasado el ímpetu inicial, la fuerza de Abelarda cedió bruscamente. Su madre tiraba de ella, ayudándola a levantarse, y de rodillas aún, convulsa, toda descompuesta, su voz temblorosa y cortada, balbucía: «Ese infame... ese trasto... quiere acabar conmigo... y con toda la familia...».

-Pero, hija, ¿qué tienes?... -gritaba la mamá sin darse cuenta del brutal hecho, mientras Víctor y Milagros examinaban a Luisito, por si   -372-   tenía algún hueso roto. El chico rompió a llorar, el rostro encendido, la respiración fatigosa.

-¡Dios mío, qué atrocidad! -murmuró Víctor ceñudamente.

Y en el mismo instante, se determinaba en Abelarda una nueva fase de la crisis. Lanzó tremendo rugido, apretó los dientes, rechinándolos, puso en blanco los ojos, y cayó como cuerpo muerto, contrayendo brazos y piernas y dando resoplidos. Aparece entonces Villaamil pasmado de aquel espectáculo: su hija con pataleta, Luisito llorando, la cara rasguñada, doña Pura sin saber a quién atender primero, los demás turulatos y aturdidos.

«No es nada» dijo al fin Milagros, corriendo a traer un vaso de agua fría para rociarle la cara a su sobrina.

-¿No hay por ahí éter? -preguntó Víctor.

-Hija, hija mía -exclamó el padre-, ¿qué te pasa? Vuelve en ti.

Había que sujetarla para que no se hiciese daño con el pataleo incesante y el bracear violentísimo. Por fin, la sedación se inició tan enérgica como había sido el ataque. La joven empezó a exhalar sollozos, a respirar con esfuerzo como si se ahogara, y un llanto copiosísimo determinó la última etapa del tremendo acceso. Por más que intentaban consolarla, no tenía término aquel río de lágrimas. Lleváronla a su lecho, y en él siguió llorando, oprimiéndose   -373-   con las manos el corazón. No parecía recordar lo que había hecho. Entre Villaamil y Cadalso habían conseguido acallar a Luisito, convenciéndole de que todo había sido una broma un poco pesada.

De repente, el jefe de la familia se cuadró ante su yerno, y con temblor de mandíbula, intensa amarillez de rostro y mirada furibunda, gritó: «De todo esto tienes tú la culpa, danzante. Vete pronto de mi casa, y ojalá no hubieras entrado nunca en ella».

-¡Que tengo yo la culpa!... ¡Pues no dice que yo...! -respondió el otro descaradamente-. Ya me parecía a mí que no estaba usted bueno de la jícara...

-La verdad es -observó Pura, saliendo del cuarto próximo-, que antes de que tú vinieras, no pasaban en mi casa estas cosas que nadie entiende.

-¡Ah!, también usted... No parece sino que me hacen un favor con tenerme aquí. ¡Y yo creí que les ayudaba a pasar la travesía del ayuno! Si me marcho, ¿dónde encontrarán un huésped mejor?

Villaamil, ante tanta insolencia, no encontraba palabras para expresar su indignación. Acarició el respaldo de una silla, con prurito de blandirla en alto y estampársela en la cabeza a su hijo político. Pudo dominar las ganas que de esto tenía, y reprimiendo su ira con fortísima   -374-   rienda, le dijo con voz hueca de sochantre:

«Se acabaron las contemplaciones. Desde este momento estás de más aquí. Recoge tus bártulos y toma el portante, sin ningún género de excusas ni aplazamiento».

-No se apure usted... No parece sino que estoy en Jauja.

-Jauja o no Jauja (a punto de estallar), ahora mismo fuera. Vete a vivir con los esperpentos que te protegen. ¿De qué te sirve esta familia pobre y desgraciada? Aquí no hay credenciales, ni destinos, ni recomendaciones, ni nada, como dijo el otro. Y en esta pobreza honrada somos felices. ¿No ves lo contento que yo estoy? (Castañeteando los dientes). En cambio tú no tendrás paz en el pináculo de tus glorias, alcanzadas por el deshonor... Pronto, a la calle... El señor de Miau quiere perderte de vista.

Víctor lívido, doña Pura asustada, Luisito con ganas de romper a llorar nuevamente, Milagros haciendo pucheros...

-Bien -dijo Cadalso con aquella gallardía que sabía poner en sus resoluciones, siempre que eran mortificantes-. Me voy. También yo lo deseaba, y no lo había hecho por caridad, porque soy aquí un sostén, no una carga. Pero la separación será absoluta. Me llevo a mi hijo.

Las dos Miaus le miraron aterradas. Villaamil apretó con ferocidad los dientes.

«¿Pues qué...? Después de lo que ha pasado   -375-   hoy -añadió Víctor-, ¿todavía pretenden que yo deje aquí a este pedazo de mi vida?».

La lógica de este argumento desconcertó a todos los Miaus de ambos sexos.

-Pero qué tonto -insinuó doña Pura con ganas de capitular-, ¿crees tú que esto volverá a pasar? ¿Y a dónde vas con tu hijo, a dónde? Si el pobrecito no quiere separarse de nosotros.

Poco le faltaba para llorar. Milagros dijo: «No, lo que es el niño no sale de aquí».

-Vaya si sale -sostuvo Cadalso, con brutal resolución-. A ver: saque usted toda la ropita de mi hijo para juntarla con la mía.

-Pero, ¿a dónde le llevas?, bobo, simple... ¡Qué cosas se te ocurren tan disparatadas!

-Por sabido se calla. Su tía Quintina le criará y le educará mejor que ustedes.

Doña Pura se sentó, atacada de gran congoja, sudor frío y latidos dolorosos del corazón. Vaya, que después de la hija, la madre iba a caer con la pataleta. Villaamil dio una vuelta sobre sí mismo, como si le hiciera girar el vértice de un ciclón interior, y después de parar en firme, abriose de piernas, alzó los brazos enormes, simulando la figura de San Andrés clavado en las aspas, y rugió con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Que se lo lleve... que se lo lleve con mil demonios! Mujeres locas, mujeres cobardes, ¿no sabéis que Morimos... Inmolados... Al... Ultraje?».

  -376-  

Y tropezando en las paredes corrió hacia el gabinete. Su mujer fue detrás, creyendo que iba disparado a arrojarse por el balcón a la calle.




ArribaAbajo- XXXIX -

-No cedo, no cedo -dijo Víctor a Milagros, al quedarse solo con ella-. Me llevo a mi hijo. ¿Pero no comprende usted que no podré vivir con tranquilidad dejándole aquí después de lo que ha pasado hoy?

-Por Dios, hijo -le respondió con dulzura la pudorosa Ofelia, queriendo someterle por buenas-. Todo ello es una tontería... No volverá a suceder. ¿No ves que es nuestro único consuelo este mocoso?... y si nos le quitas...

La emoción le cortaba la palabra. Calló la artista, tratando de disimular su pena, pues harto sabía que como la familia mostrase vivo interés en la posesión de Luisito, esto solo era motivo suficiente para que el monstruo se obstinase en llevársele. Creyó oportuno dejar el delicado pleito en las manos diplomáticas de doña Pura, que sabía tratar a su yerno combinando la energía con la suavidad. Al ir la Miau mayor al gabinete en seguimiento de su marido, le encontró arrojado en un sillón, la cabeza entre las manos. «¿Qué te parece que debemos hacer?» le dijo ella confusa, pues no había tenido tiempo aún de tomar una resolución.   -377-   Grande, inmensa fue la sorpresa de doña Pura, cuando su marido, irguiendo la frente, respondió estas inverosímiles palabras: «Que se lo lleve cuando quiera. Será un trance doloroso verle salir de aquí; pero qué remedio... Por lo demás, no hay que remontarse, y digo más... digo que, en efecto, mejor estará el chiquillo con Quintina que con... vosotras».

Al oír esto, la figura de Fra Angélico examinó en silencio, atónita, el turbado rostro del cesante. La sospecha de que empezaba a perder la razón, confirmose entonces, oyéndole decir aquel gran desatino. «¡Que estará mejor con Quintina que con nosotras! Tú no estás en tu juicio, Ramón».

-Y dejando a un lado lo que al niño convenga (atenuando su crueldad), Víctor es su padre, y tiene sobre él más autoridad que nosotros. Si él quiere llevársele...

-Es que no querrá... ¡Pues no faltaba otra! Verás cómo arreglo yo a ese truhán...

-Yo no le diría una palabra, ni me rebajaría a tratar con él (cayendo en gran aplanamiento, sedación enérgica de su furia pasada). Yo le dejaría hacer su gusto. Tiene la autoridad, ¿sí o no? Pues si la tiene, a nosotros nos corresponde callar y sufrir.

-¿Pues no dice que callemos y suframos (espantada y briosa), cuando ese vil nos quiere quitar nuestra única alegría?... Tú no estás   -378-   bueno. Te aseguro que Víctor se llevará al niño, pero ha de ser a la fuerza, atropellándonos, y no sin que yo le arranque las orejas a ese perro.

-Pues mi opinión es no cuestionar con semejante tipo... Se me figura que si le veo otra vez delante de mí, le muerdo... Siento algo como una ansiedad física de clavar los dientes en alguien. Créelo, mujer, la Administración está deshonrada; ya no podrá decirse el probo y sufrido personal de Hacienda, como se decía antes. Y lo que es en cuanto a nivelación del presupuesto, que se limpien. Con esta chusma que va invadiendo la casa, es imposible.

-¿Pero a qué me sacas ahora la Administración (exaltada), ni qué tiene que ver el burro con las témporas? Ay, Ramón, tú no estás bueno. Déjame a mí de probos... Que les parta un rayo. Mírate en tu espejo, y abre esos ojos, ábrelos...

-¡Abiertos, muy abiertos los tengo! (Intencionadamente). ¡Y qué horizontes ante mí!

Viendo que no podía ponerse de acuerdo con su marido, volvió a emprenderla con Víctor, que no había salido aún. Contra la creencia de Pura, el otro continuaba inflexible, sosteniendo su acuerdo con tenacidad digna de mejor causa. A entrambas Miaus se les habría podido ahogar con un cabello, y Abelarda, confesándose autora del conflicto, lloraba en su lecho como una Magdalena. Entre atender a su   -379-   hija y discutir con Víctor, doña Pura tenía que duplicarse, corriendo de aquí para allí, mas sin poder dominar la aflicción de la una ni la implacable contumacia del otro. Nunca había visto al guapo mozo tan encastillado en una resolución, ni encontraba el busilis de tanta crueldad y firmeza. Para ello habría sido preciso estar al tanto de lo ocurrido el día anterior en casa de los de Cabrera. Este ganó en segunda instancia el famoso pleito de la casucha de Vélez Málaga, siendo Víctor condenado a reintegrar el valor de la finca y al pago de costas. El irreconciliable Ildefonso le había echado ya el dogal al cuello y disponíase a apretar, reteniéndole la paga, persiguiéndole y acosándole sin piedad ni consideración. Pero del fallo judicial tomó pie la muy lagarta de Quintina para satisfacer sus aspiraciones maternales, y engatusando a Cabrera con estudiadas zalamerías y carantoñas, obtuvo de él que aprobara las bases del siguiente convenio: «Se echaría tierra al asunto; Ildefonso pagaría las costas (quedándose con la casa, se entiende). Y Víctor les entregaría a su hijo». Vio el cielo abierto Cadalso, y aunque le hacía mala boca arrancar al chiquillo del poder y amparo de sus abuelos, hubo de aceptar a ojos cerrados. Todo se reducía a pasar un mal rato en casa de las Miaus, a recibir algún arañazo de Pura y otro de Milagros y una dentellada quizás de Villaamil. He aquí muy   -380-   claro el móvil de la determinación por la cual hubo de cambiar de casa y de familia el célebre Cadalsito.

En lo más recio del trajín que Milagros y Pura traían, corriendo de Abelarda inconsolable a Víctor inflexible, con escala en Luisito, que también había vuelto a gimotear, entró Ponce. No podía venir en peor ocasión, y su presunta suegra, contrariada con la visita, le enchiqueró en la sala para decirle: «Ese trasto de Víctor nos ha hecho una pillada. Hemos tenido aquí hoy una verdadera tragedia. Figúrese usted que ha dado en llevarse al chiquitín, arrancándolo de este hogar, donde se ha criado. Estamos consternadísimas. Abelarda, al ver que ese verdugo se llevaba al niño a viva fuerza, cayó con un síncope atroz, pero atroz. En la cama la tenemos, hecha un mar de llanto. ¡Ay, hijo, qué rato hemos pasado!».

Por fin, como Abelarda estaba vestida sobre el lecho, se permitió a Ponce pasar a verla. La insignificante no lloraba ya, tenía los ojos encendidos, los miembros desmadejados. El ínclito mancebo se sentó a la cabecera, apretándole la mano y permitiéndose el inefable exceso de besársela cuando no estaba presente la mamá, quien repitió delante de su hija la versión dada al novio sobre el suceso del día. «Pero qué malo es ese hombre -dijo el crítico a su amada-. Es una bestia apocalíptica».

  -381-  

-No lo sabes tú bien -respondió la chica, mirando fijamente a su novio mientras este se acariciaba con el pañuelo sus siempre húmedos lagrimales-. Alma más negra no echó Dios al mundo... ¡Mira tú que es maldad; querer quitarnos a Luisito, nuestro encanto, nuestra dicha! Desde que nació está con nosotras. Nos debe la vida, porque le hemos cuidado como a las niñas de nuestros ojos; le sacamos adelante del sarampión y la tos ferina, con mil sacrificios. ¡Qué ingratitud, y qué infamia! Ya ves lo pacífica que soy. Más que pacífica soy cobarde, inofensiva, pues hasta cuando mato una pulga, me da lástima del pobre animalito. Pues bien, a ese hombre, si a mano le tuviera, creo que le atravesaría de parte a parte con un cuchillo... Para que veas.

-Sosiégate, minina -dijo Ponce con voz meliflua-. Estás excitada. No hagas caso tú. ¿Me quieres mucho?

-Vaya que si te quiero -replicó Abelarda, plenamente decidida a tirarse por el Viaducto, es decir, a casarse con Ponce.

-Tu mamá te habrá dicho que hemos fijado el 3 de Mayo, día de la Cruz. ¡Qué largo me está pareciendo el tiempo y con qué lentitud corren noches y días!

-Pero todo llega... Detrás de un día viene otro -dijo Abelarda mirando al techo-. Todos los días son enteramente iguales.

  -382-  

Las conferencias entre las dos Miaus y Víctor duraron hasta que este salió vestido de etiqueta, y toda la diplomacia de la una y los ruegos quejumbrosos de la otra no ablandaron el duro corazón de Cadalso. Lo más que obtuvieron fue aplazar la traslación de Luis hasta el día siguiente. Enterado Villaamil de esto, salió y dijo a su yerno con sequedad: «Yo te prometo, te doy mi palabra de que lo llevaré yo mismo a casa de Quintina. No hay más que hablar... No necesitas tú volver más acá». A esto respondió el monstruo que por la noche volvería a mudarse de ropa, añadiendo benévolamente que el acto de llevarse al hijo no significaba prohibición de que le vieran sus abuelos, pues podían ir a casa de Quintina cuando gustaran, y que así lo advertiría él a su hermana. «Gracias, señor elegante» dijo Pura con desdén. Y Milagros: «Lo que es yo... ¿allá?... Estás tú fresco».

Faltaba todavía un dato importante para apreciar la gravedad del asunto; faltaba conocer la actitud del interesado, si se prestaría de buen grado a cambiar de familia, o si, por el contrario se resistiría con la irreductible firmeza propia de la edad inocente. Su abuela, en cuanto el monstruo se fue, empezó a disponer el ánimo del chico para la resistencia, asegurándole que la tía Quintina era muy mala, que le encerraría en un cuarto oscuro, que la casa estaba   -383-   llena de unas culebronas muy grandes y de bichos venenosos. Oía Cadalsito estas cosas con incredulidad, porque realmente eran papas demasiado gordas para que las tragase un niño ya crecidito y que empezaba a conocer el mundo.

Aquella noche nadie tuvo apetito, y Milagros se llevaba para la cocina las fuentes lo mismo que habían ido al comedor. Villaamil no desplegó los labios sino para desmentir las terroríficas pinturas que su mujer hacía del domicilio de Cabrera. «No hagas caso, hijo mío; la tía Quintina es muy buena, y te cuidará y te mimará mucho. No hay allí sapos ni culebras, sino las cosas más bonitas que puedes imaginarte, santos que parece que están hablando, estampas lindísimas y altares soberbios, y... la mar de cosas. Vas a estar muy a gusto».

Oyendo esto, Pura y Milagros se miraban atónitas, sin poder explicarse que el abuelo se pasase descarada y cobardemente al enemigo. ¿Qué vena le daba de apoyar la inicua idea de Víctor, llegando hasta defender a Quintina y pintando su casa como un paraíso infantil? ¡Lástima que la familia no estuviera en fondos, pues de lo contrario, lo primero sería llamar a un buen especialista en enfermedades de la cabeza para que estudiara la de Villaamil y dijere lo que dentro de ella ocurría!



  -384-  

ArribaAbajo- XL -

Cadalsito tampoco tuvo ganas de comer y menos de estudiar. Mientras le acostaban, la tiita, completamente repuesta de aquel salvaje desvarío y sin tener de él más que vaga reminiscencia, le besó y le hizo extremadas caricias, no sin cierta escama del pequeño y aun de doña Pura. Milagros se quedó allí a dormir aquella noche, por lo que pudiera tronar.

Luis cogió pronto el sueño; pero a media noche despertó con los síntomas anunciadores de la visión. Su tía Milagros cuidó de arroparle y hacerle mimos, acostándose al fin con él para que se tranquilizase y no tuviera miedo. Lo primero que vio el chiquillo al adormilarse, fue una extensión vacía, un lugar indeterminado, cuyos horizontes se confundían con el cielo, sin accidente alguno, casi sin términos, pues todo era igual, lo próximo y lo lejano. Discurrió si aquello era suelo o nubes, y luego sospechó si sería el mar, que nunca había visto más que en pintura. Mar no debía de ser, porque el mar tiene olas que suben y bajan, y la superficie aquella era como la de un cristal. Allá lejos, muy lejos, distinguió a su amigo el de la barba blanca, que se aproximaba lentamente recogiendo el manto con la mano izquierda y apoyándose con la otra en un bastón grande o báculo como   -385-   el que usan los obispos. Aunque venía de muy lejos y andaba despacio, pronto llegó delante de Cadalsito, sonriendo al verle. Acto continuo se sentó. ¿Dónde, si allí no había piedra ni silla? Todo ello era maravilloso en grado sumo, pues por encima de los hombros del Padre vio Luis el respaldo de uno de los sillones de la sala de su casa. Pero lo más estupendo de todo fue que el buen abuelo, inclinándose hacia él, le acarició la cara con su preciosa mano. Al sentir el contacto de los dedos que habían hecho el mundo y cuanto en él existe, sintió Cadalso que por su cuerpo corría un temblor gustosísimo.

«Vamos a ver -le dijo el amigo-, he venido desde la otra parte del mundo sólo por echar un párrafo contigo. Ya sé que te pasan cosas muy raras. Tu tía... ¡Parece mentira que queriéndote tanto...! ¿Tú entiendes esto?, pues yo tampoco. Te aseguro que cuando lo vi, me quedé como quien ve visiones. Luego tu papá, empeñado en llevarte con la tía Quintina... ¿Sabes tú el por qué de estas cosas?».

-Pues yo -opinó Luis con timidez, asombrándose de tener ideas propias ante la sabiduría eterna-, creo que de todo lo que está pasando tiene la culpa el Ministro.

-¡El Ministro! (asombrado y sonriente).

-Sí, señor, porque si ese tío hubiera colocado a mi abuelo, todos estarían contentos y no pasaría nada.

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-¿Sabes que me estás pareciendo un sabio de tomo y lomo?

-Mi abuelo furioso porque no le colocan y mi abuela lo mismo, y mi tía Abelarda también. Y mí tía Abelarda no puede ver a mi papá, porque mi papá le dijo al Ministro que no colocara a mi abuelo. Y como no se atreve con mi papá, porque puede más que ella, la emprendió conmigo. Después se puso a llorar... Dígame, ¿mi tía es buena o es mala?

-Yo estoy en que es buena. Hazte cuenta que el achuchón de hoy fue de tanto como te quiere.

-¡Vaya un querer! Todavía me duele aquí, donde me clavó las uñas... Me tiene mucha tirria desde un día que le dije que se casara con mi papá. ¿Usted no sabe? Mi papá la quiere; pero ella no le puede ver.

-Eso sí que es raro.

-Como usted lo oye. Mi papa le dijo una noche que estaba enamoradísimo de ella, por lo fatal... ¿sabe?, y que él era un condenado, y qué sé yo qué...

-¿Pero a ti quién te mete a escuchar lo que dicen las personas mayores?

-Yo... estaba allí... (alzando los hombros).

-Vaya, vaya. ¡Qué cosas ocurren en tu casa! Se me figura que estás en lo cierto: el pícaro del Ministro tiene la culpa de todo. Si hubiera hecho lo que yo le dije, nada de esto pasaría.   -387-   ¿Qué le costaba, en aquella casona tan llena de oficinas, hacer un hueco para ese pobre señor? Pero nada, no hacen caso de mí, y así anda todo. Verdad que tienen que atender a este y al otro, y cuanto yo les digo, por un oído les entra y por otro les sale.

-Pues que le coloquen ahora... vaya. Si usted va allá y lo manda pegando un bastonazo fuerte con ese palo en la mesa del Ministro...

-¡Quia!, no hacen caso. Pues si consistiera en bastonazos, por eso no había de quedar. Los doy tremendos, y como si no.

-Entonces, ¡contro! (envalentonado por tanta benevolencia) ¿cuándo le van a colocar?

-Nunca -declaró el Padre con serenidad, como si aquel nunca en vez de ser desesperante fuera consolador.

-¡Nunca! (no entendiendo que esto se dijera con tanta calma). Pues estamos aviados.

-Nunca, sí, y te añadiré que lo he determinado yo. Porque verás: ¿para qué sirven los bienes de ese mundo? Para nada absolutamente. Esto, que tú habrás oído muchas veces en los sermones, te lo digo yo ahora con mi boca que sabe cuanto hay que saber. Tu abuelito no encontrará en la tierra la felicidad.

-¿Pues dónde?

-Parece que eres bobo. Aquí, a mi lado. ¿Crees que no tengo yo ganas de traérmele para acá?

  -388-  

-¡Ah!... (abriendo la boca todo lo que abrirse podía). Entonces... eso quiere decir que mi abuelo se muere.

-Y verdaderamente, chico, ¿a cuento de qué está tu abuelo en ese mundo feo y malo? El pobre no sirve ya para nada. ¿Te parece bien que viva para que se rían de él, y para que un Ministrillo le esté desairando todos los días?

-Pero yo no quiero que se muera mi abuelo...

-Justo es que no lo quieras... pero ya ves... él está viejo, y, créelo, mejor le irá conmigo que con vosotros. ¿No lo comprendes?

-Sí (diciendo que sí por cortesía; pero sin estar muy convencido...). Entonces... ¿el abuelo se va a morir pronto?

-Es lo mejor que puede hacer. Adviérteselo tú; dile que has hablado conmigo, que no se apure por la credencial, que mande al Ministro a freír espárragos, y que no tendrá tranquilidad sino cuando esté conmigo. ¿Pero qué es eso? ¿Por qué arrugas las cejas? ¿No comprendes eso, tontín? ¿Pues no dices que vas a ser cura y a consagrarte a mí? Si así lo piensas, vete acostumbrando a estas ideas. ¿No te acuerdas ya de lo que dice el Catecismo? Apréndetelo bien. El mundo ese es un valle de lágrimas, y mientras más pronto salís de él, mejor. Todas estas cosas, y otras que irás aprendiendo, las has de predicar tú en mi púlpito cuando seas grande, para convertir a los malos. Verás cómo   -389-   haces llorar a las mujeres, y dirán todas que el padrito Miau es un pico de oro. Dime, ¿no estás en ser clérigo y en ir aprendiendo ya unas miajas de misa, un poco de latín y todo lo demás?

-Sí, señor... Murillo me ha enseñado ya muchas cosas: lo que significa aleluya y gloria patri, y sé cantar lo que se canta cuando alzan, y cómo se ponen las manos al leer los santísimos Evangelios.

-Pues ya sabes mucho. Pero es menester que te apliques. En casa de tu tía Quintina verás todas las cosas que se usan en mi culto.

-Me quieren llevar con la tía Quintina. ¿Qué le parece?... ¿voy?

Al llegar aquí, Cadalsito, alentado por la amabilidad de su amigo que le acariciaba con sus dedos las mejillas, se tomó la confianza de corresponder con igual demostración, y primero tímidamente, después con desembarazo, le tiraba de las barbas al Padre, quien nada hacía para impedirlo ni se incomodaba diciendo como Villaamil: ¿en qué cochino bodegón hemos comido juntos?

«Sobre eso de vivir o no con los Cabreras, yo nada te digo. Tú lo deseas por la novelería de los juguetes eclesiásticos, y al mismo tiempo temes separarte de tus abuelitos. ¿Sabes lo que te aconsejo? Que llegado el momento, hagas lo que te salga de dentro».

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-¿Y si me lleva mi papá a la fuerza sin dejarme pensarlo?

-No sé... me parece que a la fuerza no te llevará. En último caso, haces lo que mande tu abuelo. Si él te dice: «a casa de Quintina», te callas y andando.

-¿Y si me dice que no?

-No vas. Pásate sin los altaritos, y entretanto, ¿sabes lo que haces?, le dices al amigo Murillo que te dé otra pasada de latín, de ese que él sabe, que te explique bien la misa y el vestido del cura, cómo se pone el cíngulo, la estola, cómo se preparan el cáliz y la hostia para la consagración... en fin, Murillito está muy bien enterado, y también puede enseñarte a llevar el Viático a los enfermos, y lo que se reza por el camino.

-Bueno... Murillo sabe mucho; pero su padre quiere que sea abogado. ¡Qué estúpido! Dice él que llegará a Ministro, y que se casará con una moza muy guapa. ¡Qué asco!

-Sí que es un asco.

-También Posturas tenía malas ideas. Una tarde nos dijo que se iba a echar una querida y a jugar a la timba. ¿Qué cree usted?, fumaba colillas y era muy mal hablado.

-Todas esas mañas se le quitan aquí.

-¿Dónde está que no le veo con usted?

-Todos castigados. ¿Sabes lo que me han hecho esta mañana? Pues entre Posturitas y   -391-   otros pillos que siempre están enredando, me cogieron el mundo, ¿sabes?, aquel mundo azul que yo uso para llevarlo en la mano, y lo echaron a rodar, y cuando quise enterarme, se había caído al mar. Costó Dios y ayuda sacarlo. La suerte que es un mundo figurado, ¿sabes?, que no tiene gente, y no hubo que lamentar desgracias. Les di una mano de cachetes como para ellos solos. Hoy no me salen del encierro...

-Me alegro. Que la paguen. Y dígame, ¿dónde les encierra?

La celestial persona, dejándose tirar de las barbas, miraba sonriendo a su amigo, como si no supiera qué decir.

«¿Dónde les encierra?... a ver... diga...».

La curiosidad de un niño es implacable, y ¡ay de aquel que la provoca y no la satisface al momento! Los tirones de barba debieron de ser demasiado fuertes, porque el bondadoso viejo amigo de Luis hubo de poner coto a tanta familiaridad.

«¿Que dónde les encierro?... Todo lo quieres saber. Pues les encierro... donde me da la gana. ¿A ti qué te importa?».

Pronunciada la última palabra, la visión desapareció súbitamente, y quedose el buen Cadalso hasta la mañana, durante el sueño, atormentado por la curiosidad de saber dónde les encerraba... ¿Pero dónde diablos les encerraría?



  -392-  

ArribaAbajo- XLI -

No apareció Víctor en toda la noche; pero a la mañana, temprano, fue a reiterar la temida sentencia respecto a Luis, no cediendo ni ante las conminaciones de doña Pura, ni ante las lágrimas de Abelarda y Milagros. El chiquillo, afectado por aquel aparato luctuoso, se mostró rebelde a la separación; no quería dejarse vestir ni calzar; rompió en llanto, y Dios sabe la que se habría armado sin la intervención discreta de Villaamil, que salió de su alcoba diciendo: «Pues es forzoso separarnos de él, no atosigarle, no afligir a la pobre criatura». Asombrábase Víctor de ver a su suegro tan razonable, y le agradecía mucho aquel criterio consolador, que le permitiría realizar su propósito sin apelar a la violencia, evitando escenas desagradables. Milagros y Abelarda, viendo el pleito perdido, retiráronse a llorar al gabinete. Pura se metió en la cocina echando de su boca maldiciones contra los Cabreras, los Cadalsos y demás razas enemigas de su tranquilidad, y en tanto Víctor le ponía las botas a su hijo, tratando de llevársele pronto, antes que surgieran nuevas complicaciones.

«Verás, verás -le decía-, qué cosas tan monas te tiene allí la tía Quintina: santos magníficos, grandes como los que hay en las iglesias,   -393-   y otros chiquitos para que tú enredes con ellos; vírgenes con mantos bordados de oro, luna de plata a los pies, estrellas alrededor de la cabeza, ¡tan majas...!, verás... Y otras cosas muy divertidas... candeleros, cristos, misales, custodias, incensarios...».

-¿Y les puedo poner fuego y menearlos para que den olor?

-Sí, vida mía. Todo es para que tú te entretengas y vayas aprendiendo. Y a los santos puedes quitarles la ropa para ver cómo son por dentro, y luego volvérsela a poner.

Villaamil se paseaba en el comedor oyendo todo esto. Como observara que Luis, después de aquel entusiasmo por el uso del incensario, volvió a caer en su morriña, gimoteando: «Yo quiero que la abuela me lleve y se esté allí conmigo», hubo de meter su cuarto a espadas en la catequización, y acariciándole, le dijo:

«Tienes allá también altares chicos con velitas y arañas de este tamaño, custodias así, casullitas bordadas, un sagrario que es una monada, una manga cruz que la puedes cargar cuando quieras, y otras preciosidades... como por ejemplo...».

No sabía por dónde seguir, y Víctor suplió su falta de inventiva, añadiendo:

«Y un hisopo de plata que echa agua bendita por todos lados, y en fin, un cordero pascual...».

  -394-  

-¿De carne?

-No, hombre... Digo, sí, vivo...

Para abreviar la penosa situación y acelerar el momento crítico de la salida, Villaamil ayudó a ponerle la chaqueta; pero aún no le habían abrochado todos los botones, cuando ¡Madre de Dios!, sale doña Pura hecha una pantera y arremete contra Víctor, badila en mano, diciendo: «¡Asesino, vete de mi casa! ¡No me robarás esta joya!... ¡Vete, o te abro la cabeza!».

Y lo mismo fue oír las otras Miaus aquella voz airada, salieron también chillando en la propia cuerda. En suma, que aquello se iba poniendo feo.

«Puesto que ustedes no quieren que sea por buenas, será por malas -dijo Víctor poniéndose a salvo de las uñas de las tres furias-. Pediré auxilio a la justicia. Él aquí no se ha de quedar. Conque ustedes verán...».

Villaamil intervino, diciendo con voz conciliadora, sacada trabajosamente del fondo de su oprimido pecho: «Calma, calma. Ya lo teníamos arreglado, cuando estas mujeres nos lo echan a perder. Váyanse para adentro».

-Eres un estafermo -le dijo la esposa, ciega de ira-. Tú tienes la culpa, porque si te pusieras de nuestra parte, entre todos habríamos ganado la partida.

-Cállate tú, loca, que harto sé yo lo que tengo que hacer. Fuera de aquí todo el mundo.

  -395-  

Pero Luisito, viendo a sus tías y abuela tan interesadas por él, volvió a mostrar resistencia. Pura no se contentaba con menos que con sacarle los ojos a su yerno, y aquello iba a acabar malamente. La suerte que aquel día estaba Villaamil tan razonable y con tal dominio de sí mismo y de la situación, que parecía otro hombre. Sin saber cómo, su respetabilidad se impuso. «Mientras tú estés aquí -dijo a Víctor, sacándole con hábil movimiento de la cuna del toro, o sea de entre las manos tiesas de doña Pura-, no adelantaremos nada. Vete, y yo te doy mi palabra de que llevaré a mi nieto a casa de Quintina. Déjame a mí, déjame... ¿No te fías de mi palabra?».

-De su palabra sí; pero no de su capacidad para reducir a estos energúmenos.

-Yo los reduciré con razones. Descuida. Vete, y espérame allá.

Habiendo logrado tranquilizar a su yerno, entró en gran parola con la familia, agotando su ingenio en hacerles ver la imposibilidad de impedir la separación del chiquillo. «¿No veis que si nos resistimos vendrá el propio juez a quitárnosle?». Media hora duró el alegato, y por fin las Miaus parecieron resignadas; convencidas, nunca. «Lo primero que tenéis que hacer -les dijo, deseando alejarlas en el momento crítico de la salida-, es iros a la sala cantando bajito. Yo me entiendo con Luis. ¡Si él no va a   -396-   dejar de querernos porque se vaya con Quintina!... y además, su padre me ha prometido que le traerá todos los días a vernos, y los domingos a pasar el día en casa...».

Abelarda se retiró la primera, llorando, como quien se aparta de la persona agonizante para no verla morir. Después se fue Milagros, y finalmente Pura, quien no se hubiera resignado, a no domarla su esposo con este último argumento: «Si porfiamos, vendrá el juez esta tarde. ¡Figúrate qué escena! Apuremos el cáliz, y Dios castigará al infame que nos lo ofrece».

Solo con Luis, el abuelo estuvo a punto de perder su estudiada, dificilísima compostura, y echarse a llorar. Se tragó toda aquella hiel, invocando mentalmente al cielo con esta frase: «Terrible es la separación, Señor, pero es indudable que estará mejor allá, mucho mejor... Vamos, Ramón, ánimo, y no te amilanes». Pero no contaba con su nieto, que oyendo el gimoteo de las tías, volvió a las andadas, y cuando se acercaba el instante fiero de la partida, se afligió diciendo: «yo no quiero irme».

«No seas tonto, Luis -le amonestó el anciano-. ¿Crees tú que si no fuera por tu bien te sacaríamos de casa? Los niños bonitos y dóciles hacen lo que se les manda. Y que no puedes tú figurarte, por mucho que yo te las pondere, las preciosidades que Quintina tiene allí para tu uso particular».

  -397-  

-¿Y puedo yo cogerlo todo para mí, y hacer con ello lo que me dé la gana? -preguntó el chiquillo, con ansiedad avariciosa que en la edad primera revela el egoísmo sin freno.

-¿Pues quién lo duda? Hasta puedes romperlo si te acomoda.

-No, romper no. Las cosas de la iglesia no se rompen -declaró el niño con cierta unción.

-Bueno... vamos ya... Saldremos calladitos para que no nos sientan esas... y no se alboroten... Pues verás; entre otras cosas hay una pilita bautismal, que es una monería; yo la he visto.

-Una pila... ¿con mucha agua bendita?

-Cabe tanta agua como en la tinaja de la cocina... Vamos (cargándoselo a cuestas). Mejor será que yo te lleve en brazos...

-¿Y esa pila es para bautizar personas?

-Claro... Con ella puedes tú jugar todo lo que quieras, y de paso vas aprendiendo, para cuando seas cura, la manera de cristianar a un pelón.

Atravesó Villaamil con paso recatado el corredor y recibimiento, llevando a su nieto en brazos, y como durante la peligrosa travesía el chico prosigue con su flujo de preguntas, sin bajar la voz, el abuelo le puso una mano por tapaboca, susurrándole al oído: «Sí, puedes bautizar niños, todos los niños que quieras. Y también hay mitras a la medida de tu cabeza y   -398-   capitas doradas y un báculo para que te vistas de obispín y nos eches bendiciones...».

Con esto franquearon la puerta, que Villaamil no cerró a fin de evitar el ruido. La escalera la bajó a trancos, como ladrón que huye cargando el objeto robado, y una vez en el portal respiró y dejó su carga en el suelo: ya no podía más. No estaba él muy fuerte que digamos, ni soportaba pesos, aun tan livianos como el de su nietecillo. Temeroso de que Paca y Mendizábal cometiesen alguna indiscreción, esquivó los saludos. La mujerona quiso decir algo a Luis, condoliéndose de su marcha; pero Villaamil anduvo más listo; dijo volvemos, y salió a la calle más pronto que la vista.

El temor de que Luis cerdease otra vez, le estimuló a reforzar en la calle sus mentirosas artimañas de catequista: «Tienes allí tan gran cantidad de flores de trapo para altares, que sólo para verlas todas necesitas un año... y velas de todos colores... y la mar de cirios... Pues hay un San Fernando vestido de guerrero, con armadura, que te dejará pasmado, y un San Isidro con su yunta de bueyes, que parecen naturales. El altar chico para que tú digas tus misas es más bonito que el de Monserrat...».

-Dime, abuelito, y confesionario, ¿no tengo?

-Ya lo creo... y muy majo... con rejas, para que las mujeres te cuenten sus pecados, que son muchísimos... Te digo que vas a estar   -399-   muy bien, y cuando crezcas un poquito, te encontrarás hecho cura sin sentirlo, sabiendo tanto como el padre Bohigas, de Monserrat, o el propio capellán de las Salesas Nuevas, que ahora sale a canónigo.

-Y yo, ¿seré canónigo, abuelito?

-¿Pues qué duda tiene?... y obispo, y hasta puede que llegues a Papa.

-¿El Papa es el que manda en todos los curas?...

-Justamente... ¡Ah!, también verás allí un monumento de Semana Santa, que lo menos tiene mil piezas, qué sé yo cuántas estatuas, todo blanco y como de alfeñique. Parece que acaba de salir de la confitería.

-¿Y se come, abuelo, se come? -preguntó Cadalsito, tan vivamente interesado en todo aquello, que su casa, su abuela y sus tías se le borraron de la mente.

-¿Quién lo duda? Cuando te canses de jugar le pegas una dentellada -respondió Villaamil, ya vuelto tarumba, pues su imaginación se agotaba, y no sabía de qué echar mano.

Andaba el abuelo rápidamente por la acera de la calle Ancha, y a cada paso suyo daba Cadalsito tres, cogido de la mano paterna, o más bien colgado. D. Ramón se detuvo bruscamente, y giró sobre sí mismo, dirigiéndose hacia la parte alta de la calle, donde está el Hospital de la Princesa. Fijose Luis en la incongruencia   -400-   de esta dirección, y observó, impacientándose: «Pero abuelo, ¿no vamos a casa de la tía Quintina, en la calle de los Reyes?».

-Sí, hijo mío; pero antes daremos una vuelta por aquí para que tomes el sol.

En el cerebro del afligido anciano se determinó un retroceso súbito, semejante al rechazo de la enérgica idea que informaba todos los actos referentes a la cesión y traslado de su nieto. Este seguía charla que te charla, preguntando sin cesar, tirándole a su abuelo del brazo cuando las respuestas no empalmaban inmediatamente con las interrogaciones. El abuelo contestaba por monosílabos, evasivamente, pues todo su espíritu se reconcentraba en la vida interior del pensar. Cabizbajo, fijos los ojos en el suelo como si contara las rayas de las baldosas, apechugaba con la cuesta, tirando de Luisito, el cual no advertía la congoja de su abuelo, ni el temblor de sus labios, articulando en baja voz la expresión de las ideas. «¿No es un verdadero crimen lo que voy a hacer, o mejor dicho, dos crímenes?... Entregar a mi nieto, y después... Anoche, tras larga meditación, me parecieron ambas cosas muy acertadas, y consecuencia la una de la otra. Porque si yo voy a... cesar de vivir muy pronto, mejor quedará Luis con los Cabreras que con mi familia... Y pensé que mi familia le criaría mal, con descuido, consintiéndole mil resabios... eso   -401-   sin contar el peligro de que esté al lado de Abelarda, que volverá a las andadas cualquier día. Los Cabreras me son antipáticos; pero les tengo por gente ordenada y formal. ¡Qué diferencia de Pura y Milagros! Estas, con su música y sus tonterías, no sirven para nada. Así pensé anoche, y me pareció lo más cuerdo que a humana cabeza pudiera ocurrirse... ¿Por qué me arrepiento ahora y me entran ganas de volver a casa con el chico? ¿Es que estará mejor con las Miaus que con Quintina? No, eso no... ¿Es que desmaya en mí la resolución salvadora que ha de darme libertad y paz? ¿Es que te da ahora el antojillo de seguir viviendo, cobarde? ¿Es que te halagan el cuerpo los melindres de la vida?».

Atormentado por cruelísima duda, Villaamil echó un gran suspiro, y sentándose en el zócalo de la verja del hospital que cae al paseo de Areneros, cogió las manos del niño y le miró fijamente, cual si en sus inocentes ojos quisiera leer la solución del terrible conflicto. El chico ardía de impaciencia; pero no se atrevió a dar prisa a su abuelo, en cuyo semblante notaba pena y cansancio.

«Dime, Luis -propuso Villaamil, abrazándole con cariño-. ¿Quieres tú de veras irte con la tía Quintina? ¿Crees que estarás bien con ella, y que te educarán e instruirán los Cabreras mejor que en casa? Háblame con franqueza».

Puesta la cuestión en el terreno pedagógico,   -402-   y descartado el aliciente de la juguetería eclesiástica, Luis no supo qué contestar. Buscó una salida, y al fin la halló: «Yo quiero ser cura...».

-Corriente; tú quieres ser cura, y yo lo apruebo... Pero suponiendo que yo falte, que Pura y Milagros se vayan a vivir con Abelarda, señora de Ponce, ¿con quién te parece a ti que estarías mejor?

-Con la abuela y la tía Quintina juntas.

-Eso no puede ser.

Cadalsito alzó los hombros.

«¿Y no temerías tú, si siguieras donde estabas, que mi hija se alborotase otra vez y te quisiera matar?».

-No se alborotará -dijo Cadalsito con admirable sabiduría-. Ahora se casa, y no volverá a pegarme.

-¿De modo que tú... no tienes miedo? Y entre la tía Quintina y nosotros, ¿qué prefieres?

-Prefiero... que vosotros viváis con la tía.

Ya tenía Villaamil abierta la boca para decirle: «Mira, hijo, todo eso que te he contado de los altaritos es música. Te hemos engañado para que no te resistieses a salir de casa»; pero se contuvo, esperando que el propio Luis esclareciese con alguna idea primitiva, sugerida por su inocencia, el problema tremendo. Cadalsito montó una pierna sobre la rodilla de su abuelo, y echándole una mano al hombro para sostenerse bien, se dejó decir:

  -403-  

«Lo que yo quiero es que la abuela y la tía Milagros se vengan a vivir con Quintina».

-¿Y yo? -preguntó el anciano, atónito de la preterición.

-¿Tú...?, te diré. Ya no te colocan... ¿entiendes?, ya no te colocan, ni ahora ni nunca.

-¿Por dónde lo sabes? (con el alma atravesada en la garganta).

-Yo lo sé. Ni ahora ni nunca... Pero maldita la falta que te hace.

-¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?

-Pues... yo... Te lo contaré; pero no lo digas a nadie... Veo a Dios... Me da así como un sueño, y entonces se me pone delante y me habla.

Tan asombrado estaba Villaamil, que no pudo hacer ninguna observación. El chico prosiguió: «Tiene la barba blanca, es tan alto como tú, con un manto muy bonito... Me dice todo lo que pasa... y todo lo sabe, hasta lo que hacemos los chicos en la escuela...».

-¿Y cuándo le has visto?

-Muchas veces: la primera en las Alarconas, después aquí cerca, y en el Congreso y en casa... Me da primero como un desmayo, me entra frío, y luego viene él y nos ponemos a charlar... ¿Qué, no lo crees?

-Sí, hijo, sí lo creo (con emoción vivísima) ¿pues no lo he de creer?

-Y anoche me dijo que no te colocarán, y que este mundo es muy malo, y que tú no tienes   -404-   nada que hacer en él, y que cuanto más pronto te vayas al cielo, mejor.

-Mira tú lo que son las cosas: a mí me ha dicho lo mismo.

-¿Pero tú le ves también?

-No, tanto como verlo... no soy bastante puro para merecer esa gracia... pero me habla alguna vez que otra.

-Pues eso me dijo... Que morirte pronto es lo que te conviene, para que descanses y seas feliz.

El estupor de Villaamil fue inmenso. Eran las palabras de su nieto como revelación divina, de irrefragable autenticidad.

«¿Y a ti qué te cuenta el Señor?».

-Que tengo que ser cura... ¿ves?, lo mismo, lo mismito que yo deseaba... y que estudie mucho latín y aprenda pronto todas las cosas...

La mente del anciano se inundó, por decirlo así, de un sentido afirmativo, categórico, que excluía hasta la sombra de la duda, estableciendo el orden de ideas firmísimas a que debía responder en el acto la voluntad con decisión inquebrantable. «Vamos, hijo, vamos a casa de la tía Quintina», dijo al nieto, levantándose y cogiéndole de la mano.

Le llevó aprisa, sin tomarse el trabajo de catequizarle con descripciones hiperbólicas de juguetes y chirimbolos sacro-recreativos. Al llamar a la puerta de Cabrera, Quintina en persona   -405-   salió a abrir. Sentado en el último escalón, Villaamil cubrió de besos a su nieto, entregole a su tía paterna, y bajó a escape sin siquiera dar a esta los buenos días. Como al bajar creyese oír la voz del chiquillo que gimoteaba, avivó el paso y se puso en la calle con toda la celeridad que sus flojas piernas le permitían.




ArribaAbajo- XLII -

Era ya cerca de medio día, y Villaamil, que no se había desayunado, sintió hambre. Tiró hacia la plaza de San Marcial, y al llegar a los vertederos de la antigua huerta del Príncipe Pío, se detuvo a contemplar la hondonada del Campo del Moro y los términos distantes de la Casa de Campo. El día era espléndido, raso y bruñido el cielo de azul, con un sol picón y alegre; de estos días precozmente veraniegos en que el calor importuna más por hallarse aún los árboles despojados de hoja. Empezaban a echarla los castaños de indias y los chopos; apenas verdegueaban los plátanos; y las sóforas, gleditchas y demás leguminosas estaban completamente desnudas. En algunos ejemplares del árbol del amor se veían las rosadas florecillas, y los setos de aligustre ostentaban ya sus lozanos renuevos, rivalizando con los evonymus de perenne hoja. Observó Villaamil la diferencia de tiempo con que las especies arbóreas despiertan   -406-   de la somnolencia invernal, y respiró con gusto el aire tibio que del valle del Manzanares subía. Dejose ir, olvidado de su buen apetito, camino de la Montaña, atravesando el jardinillo recién plantado en el relleno, y dio la vuelta al cuartel, hasta divisar la sierra, de nítido azul con claros de nieve, como mancha de acuarela extendida sobre el papel por la difusión natural de la gota, obra de la casualidad más que de los pinceles del artista.

«¡Qué hermoso es esto! -se dijo soltando el embozo de la capa, que le daba mucho calor-. Paréceme que lo veo por primera vez en mi vida, o que en este momento se acaban de crear esta sierra, estos árboles y este cielo. Verdad que en mi perra existencia llena de trabajos y preocupaciones, no he tenido tiempo de mirar para arriba ni para enfrente... Siempre con los ojos hacia abajo, hacia esta puerca tierra que no vale dos cominos, hacia la muy marrana Administración a quien parta un rayo, y mirándoles las cochinas caras a Ministros, Directores y Jefes del Personal, que maldita gracia tienen. Lo que yo digo: ¡cuánto más interesante es un cacho de cielo, por pequeño que sea, que la cara de Pantoja, la de Cucúrbitas y la del propio Ministro!... Gracias a Dios que saboreo este gusto de contemplar la Naturaleza, porque ya se acabaron mis penas y mis ahogos, y no cavilo más en si me darán o no me darán el   -407-   destino; ya soy otro hombre, ya sé lo que es independencia; ya sé lo que es vida, y ahora me les paso a todos por las narices, y de nadie tengo envidia, y soy... soy el más feliz de los hombres. A comer se ha dicho, y ole morena mía».

Dio un par de castañetazos con los dedos de ambas manos, y volviendo a liarse la capa, se dirigió hacia la cuesta de San Vicente, que recorrió casi toda, mirando las muestras de las tiendas. Por fin, ante una taberna de buen aspecto se detuvo murmurando: «Aquí deben de guisar muy bien. Entra Ramón, y date la gran vida». Dicho y hecho. Un rato después hallábase el buen Villaamil sentado ante una mesa redonda, de cuatro patas, y tenía delante un plato de guisado de falda olorosísimo, un cubierto cachicuerno, jarro de vino y pan. «Da gusto -pensaba, emprendiéndola resueltamente con el guisote-, encontrarse así, tan libre, sin compromisos, sin cuidarse de la familia... porque en buena hora lo diga, ya no tengo familia; estoy solo en el mundo, solo y dueño de mis acciones... ¡Qué gusto, qué placer tan grande! El esclavo ha roto sus cadenas, y hoy se pone el mundo por montera, y ve pasar a su lado a los que antes le oprimían, como si viera pasar a Perico el de los Palotes... ¡Pero qué rico está este guisado de falda! En su vida compuso nada tan bueno la simple de Milagros, que sólo sabe hacerse los ricitos, y cantarse y mayarse por   -408-   todo lo alto aquello de morríamo, morríamo... Parece un perrillo cuando le pellizcan el rabo... De veras está rica la falda... ¡Qué gracia tienen para sazonar en esta taberna! ¡Y qué persona tan simpática es el tabernero, y qué bien le sientan los manguitos verdes, los zapatos de alfombra y la gorra de piel! ¡Cuánto más guapo es que Cucúrbitas y que el propio Pantoja!... Pues señor, el vinillo es fresco y picón... Me gusta mucho. Efectos de la libertad de que gozo, de no importárseme un bledo de nadie, y de ver mi cabeza limpia de cavilaciones y pesadumbres. Porque todo lo dejo bien arregladito: mi hija se casa con Ponce, que es buen muchacho y tiene de qué vivir; mi nieto en poder de Quintina, que le educará mejor que su abuela... y en cuanto a esas dos pécoras, que carguen con ellas Abelarda y su marido... En resolución, ya no tengo que mantener el pico a nadie, ya soy libre, feliz, independiente, y me abro al cartaginés incautamente. ¡Qué dicha! Ya no tengo que discurrir a qué cristiano espetarle mañana la cartita pidiendo un anticipo. ¡Qué descanso tan grande haber puesto punto a tanta ignominia! El alma se me ensancha... respiro mejor, me ha vuelto el apetito de mi mocedad, y a cuantas personas veo me dan ganas de apretarles la mano y comunicarles mi felicidad».

Aquí llegaba del soliloquio, cuando entraron en la taberna tres muchachos, sin duda recién   -409-   salidos del tren, con sendos morrales al hombro, vara en cinto, vestidos a usanza campesina, iguales en el calzado que era de alpargata, y distintos en el sombrero, pues el uno lo traía de aparejo redondo, el otro boina y el tercero pañuelo de seda liado a la cabeza.

«¡Qué chicos tan gallardos! -dijo Villaamil contemplándoles embebido, mientras ellos, bulliciosos y maleantes, pedían al tabernero algo con qué matar la feroz gazuza que traían-. ¿Serán jóvenes labradores que han dejado la oscura pobreza de sus aldeas por venir a esta Babel a pretender un destino que les dé barniz de señorío y aire de personas decentes?... ¡Infelices! ¡Y qué gran favor les haría yo en desengañarles!».

Sin más deliberación, se fue derecho a ellos, diciéndoles: «Jóvenes, pensad lo que hacéis. Aún estáis a tiempo. Volveos a vuestras cabañas y dehesas, y huid de este engañoso abismo de Madrid, que os tragará y os hará infelices para toda la vida. Seguid el consejo de quien os quiere bien, y volveos al campo».

-¿Qué dice este tío? -contestó el más despabilado de ellos, poniéndose al hombro la chaqueta, que se le había caído-. ¡Otra que Dios con el abuelo! Somos quintos de este reemplazo, y como no nos presentemos nos afusilan...

-¡Ah!, bueno, bueno... Si sois militares, la cosa muda de aspecto... A defender la patria.   -410-   Yo la defendí también, saliendo en una compañía de voluntarios cuando aquel pillo de Gómez se corrió hacia Madrid... Pero también os digo que no hagáis caso de lo que os prediquen vuestros jefes, y que os sublevéis a las primeras de cambio, hijos. Despreciad al gran pindongo del Estado... ¿No sabéis quién es el Estado?

Los tres chicos se reían, mostrando sus dentaduras sanas y frescas: sin duda les hacía mucha gracia la estantigua que tenían delante. Ninguno de ellos supo quién era el Estado, y tuvo Villaamil que explicárselo en esta forma:

«Pues el Estado es el mayor enemigo del género humano, y a todo el que coge por banda lo divide... Mucho ojo... sed siempre libres... independientes, y no tengáis cuenta con nadie».

Uno de los mozos sacó la vara del cinto y dio con ella tan fuerte golpe sobre la mesa, que por poco la parte en dos, gritando: «Patrona, que tenemos mucha hambre. Por vida del condenado Solimán... Vengan esas magras».

A Villaamil le cayó en gracia esta viveza de genio, y admiró la juventud, la sangre hirviente de los tres muchachos. El tabernero les rogó que esperasen unos minutos, y les puso delante pan y vino para que fueran matando el gusanillo. Pagó entonces Villaamil, y el tabernero, ya muy sorprendido de sus maneras originales, y teniéndole por tocado, se corrió a ofrecerle una   -411-   copita de Cariñena. Aceptó el cesante, reconocido a tanta bondad, y tomando la copa y levantándola en alto, brindó «por la prosperidad del establecimiento». Los quintos berrearon: «¡Madrid, cinco minutos de parada y fonda...! ¡Vivan la Nastasia, la Bruna, la Ruperta y toas las mozas de Daganzo de Arriba!».

Y como Villaamil elogiase, al despedirse del tabernero con mucha finura, el buen servicio y lo bien condimentado del guiso, el dueño le contestó: «No hay otra casa como esta. Fíjese en el rétulo: La Viña del Señor».

-No, si yo no he de volver. Mañana estaré muy lejos, amigo mío. Señores (volviéndose a los chicos y saludándoles sombrero en mano), conservarse. Gracias; que les aproveche... Y no olviden lo que les he dicho... ser libres, ser independientes... como el aire. Véanme a mí. Me pongo al Estado por montera... Hasta ahora...

Salió arrastrando la capa, y uno de los mozos se asomó a la puerta gritando: «¡Eh... abuelo, agárrese, que se cae!... Abuelo, que se le han quedado las narices. Vuelva acá».

Pero Villaamil no oía nada, y siguió hacia arriba, buscando camino o vereda por donde escalar la montaña por segunda vez. Encontrola al fin, atravesando un solar vacío y otro ya cercado para la edificación, y por último, después de dar mil vueltas y de salvar hondonadas y de trepar por la movediza tierra de los vertederos,   -412-   llegó a la explanada del cuartel y lo rodeó, no parando hasta las vertientes áridas que desde el barrio de Argüelles descienden a San Antonio de la Florida. Sentose en el suelo y soltó la capa, pues el vino por dentro y el sol por fuera le sofocaban más de lo justo.

«¡Qué tranquilo he almorzado hoy! Desde mis tiempos de muchacho, cuando salimos en persecución de Gómez, no he sido tan dichoso como ahora. Entonces no era libre de cuerpo; pero de espíritu sí, como en el momento presente; y no me ocupaba de si había o no había para mandar mañana a la plaza. Esto de que todos los días se ha de ir a la compra es lo que hace insoportable la vida... A ver, esos pajarillos tan graciosos que andan por ahí picoteando, ¿se ocupan de lo que comerán mañana? No; por eso son felices; y ahora me encuentro yo como ellos, tan contento que me pondría a piar si supiera, y volaría de aquí a la Casa de Campo, si pudiese. ¿Por qué razón Dios, vamos a ver, no le haría a uno pájaro, en vez de hacerle persona?... Al menos que nos dieran a elegir. Seguramente nadie escogería ser hombre, para estar descriminándose luego por los empleos y obligado a gastar chistera, corbata, y todo este matalotaje que, sobre molestar, le cuesta a uno un ojo de la cara... Ser pájaro sí que es cómodo y barato. Mírenlos, mírenlos tan campantes, pillando lo que encuentran, y   -413-   zampándoselo tan ricamente... Ninguno de estos estará casado con una pájara que se llame Pura, que no sabe ni ha sabido nunca gobernar la casa, ni conoce el ahorro...».

Como viera los gorriones delante de sí, a distancia de unas cuatro varas, acercándose a brincos, cautelosos y audaces, para rebuscar en la tierra, sacó el buen hombre de su bolsillo el pan sobrante del almuerzo que había guardado en la taberna, y desmigajándolo, lo arrojó a las menudas aves. Aunque el movimiento de sus manos espantó a los animalitos, pronto volvieron, y descubierto el pan, ya se colige que cayeron sobre él como fieras. Villaamil sonreía y se esponjaba observando su voracidad, sus graciosos meneos y aquellos saltitos tan cucos. Al menor ruido, a la menor proyección de sombra o indicio de peligro, levantaban el vuelo; pero su loco apetito les traía pronto al mismo lugar.

«Coman, coman tranquilos... -les decía mentalmente el viejo, embelesado, inmóvil, para no asustarlos-. Si Pura hubiera seguido vuestro sistema, otro gallo nos cantara. Pero ella no entiende de acomodarse a la realidad. ¿Cabe algo más natural que encerrarse en los límites de lo posible? Que no hay más que patatas... pues patatas... Que mejora la situación y se puede ascender hasta la perdiz... pues perdiz. Pero no señor, ella no está contenta sin perdiz   -414-   a diario. De esta manera llevamos treinta años de ahogos, siempre temblando; cuando lo había, comiéndonoslo a trangullones como si nos urgiese mucho acabarlo; cuando no, viviendo de trampas y anticipos. Por eso, al llegar la colocación ya debíamos el sueldo de todo un año. De modo que perpetuamente estábamos lo mismo, a ti suspiramos, y mirando para las estrellas... ¡Treinta años así, Dios mío! Y a esto llaman vivir. 'Ramón, ¿qué haces que no te diriges a tal o cual amigo?... Ramón, ¿en qué piensas?, ¿crees que somos camaleones?... Ramón, determínate a empeñar tu reloj, que la niña necesita botas... Ramón, que yo estoy descalza, y aunque me puedo aguantar así unos días, no puedo pasarme sin guantes, pues tenemos que ir al beneficio de la Furranguini... Ramón, dile al habilitado que te anticipe quinientos reales; son tus días, y es preciso convidar a las de tal o cual... Ramón...'. Y que yo no haya sido hombre para trincar a mi mujer y ponerle una mordaza en aquella boca, que debió de hacérsela un fraile, según es de pedigüeña. ¡Cuidado que soportar estos treinta años!... Pero ya, gracias a Dios, he tenido valor para soltar mi cadena y recobrar mi personalidad. Ahora yo soy yo, y nadie me tose, y por fin he aprendido lo que no sabía, a renegar de Pura y de toda su casta, y a mandarlos a todos a donde fue el padre Padilla». No pudiendo reprimir   -415-   su entusiasmo y alegría, dio tales manotadas, que los pájaros huyeron.




ArribaAbajo- XLIII -

«No seáis tontos... con vosotros nadie se mete. ¿Por quién me tomáis? ¿Por algún Ministro sin entrañas, que quita el pan a los padres de familia para darlo a cualquier gandul? Porque vosotros también sois padres de familia y tenéis hijitos que mantener. No os asustéis, y tomad más miguitas... Creed que si mi mujer hubiera sido otra, la de Ventura, por ejemplo, yo no habría llegado a esta situación... La esposa de Ventura, de quien la mía se burla tanto porque dice bacalao de Escuecia, vale más que ella cien veces... Con Pura no hay dinero que alcance: ni la paga de un Director. El maldito suponer, el trapito, las visitas, el teatro, los perendengues y el morro siempre estirado para fingir dignidad de personas encumbradas, nos perdieron... No temáis, tontos, podéis acercaros, aún tengo más migas... En cuanto a Milagros, vosotros convendréis conmigo en que, si es buena y sencilla, no por eso deja de ser una inutilidad como su hermana. ¡Qué bien hizo aquel que se tiró al agua! Pues si no se tira y carga con ella, a estas horas se habría ahogado cien mil veces quedándose vivo, que es lo peor que le puede pasar a un cristiano...   -416-   Entre las dos hermanitas me han tenido a mí lo mejor de mi vida con un dogal al cuello, aprieta que te apretarás... No dirán que me he portado mal con ellas, pues desde que me casé... Ahora me ocurre que, cuando fui a pedir al señor Escobios la mano de su hija, el apreciable médico del Cuarto Montado debió arrearme un bofetón que me volviera la cara del revés... ¡Ay, cuánto se lo hubiera agradecido más adelante!... Coman, coman tranquilos, que aquí no estamos para quitarle el pan a la gente... Pues decía que desde que me casé hasta la fecha, he sido víctima de la insustancialidad y el desgobierno de esas dos tarascas, y no podrán quejarse de que no he sido sumiso y paciente, ni tampoco de que las abandono y las dejo en la miseria, pues no me he determinado a recobrar mi libertad sino al saber que quedan al amparo de Ponce, que es un bendito y les mantendrá el pico, pues para eso le dejó todas sus migas el tío notario. ¡Ay, ínclito Ponce, y qué mochuelo te toca! Ya verás lo que es canela fina. Si no tienes cuidado, pronto te liquidan... te evaporan, te volatilizan, te sorben. Allá se las haya. Yo he cumplido... he cargado mi cruz treinta años; ahora, que la lleve otro... Se necesitan espaldas jóvenes... y el peso es mayúsculo, amigo Ponce. Ya lo verás... Si he de ser franco, te diré que mi hija, sin ser un talento, vale más que su mamá y su tía; tiene algunas ideas   -417-   de orden y previsión; no es tan amiga de echar plantas... Pero cuidadito con ella, Ponce amigo, porque o yo no entiendo nada de afectos y afecciones de mujeres, o a mi Abelarda le gustas tú lo mismo que un dolor de muelas. Nadie me quita de la cabeza que ese peine de Víctor le había sorbido los sesos... Pero cásese en buena hora, y si son felices las señoras Miaus, y aprenden ahora lo que ignoraban en mi tiempo, yo me alegraré mucho y hasta las aplaudiré desde allá: vaya si las aplaudiré».

Con estas meditaciones, harto más largas y difusas de lo que en la narración aparecen, se le fue pasando la tarde a Villaamil. Dos o tres veces mudó de sitio, destrozando impíamente al pasar alguno de los arbolillos que el Ayuntamiento en aquel erial tiene plantados. «El Municipio -decía-, es hijo de la Diputación Provincial y nieto del muy gorrino del Estado, y bien se puede, sin escrúpulo de conciencia, hacer daño a toda la parentela maldita. Tales padres, tales hijos. Si estuviera en mi mano, no dejaría un árbol, ni un farol... El que la hace que la pague... y luego la emprendería con los edificios, empezando por el Ministerio del cochino ramo, hasta dejarlo arrasadito, arrasado... como la palma de la mano. Luego, no me quedaría vivo un ferrocarril, ni un puente, ni un barco de guerra, y hasta los cañones de las fortalezas los haría pedacitos así».

  -418-  

Vagaba por aquellos andurriales, sombrero en mano, recibiendo en el cráneo los rayos del sol, que a la caída de la tarde calentaba desaforadamente el suelo y cuanto en él había. La capa la llevaba suelta, y tuvo intenciones de tirarla, no haciéndolo porque consideró que podía venirle bien a la noche, aunque fuese por breve tiempo. Parose al borde de un gran talud que hay hacia la Cuesta de Areneros, sobre las nuevas alfarerías de la Moncloa, y mirando al rápido declive, se dijo con la mayor serenidad: «Este sitio me parece bueno, porque iré por aquí abajo, dando vueltas de carnero; y luego, que me busquen... Como no me encuentre algún pastor de cabras... Bonito sitio, y sobre todo, cómodo, digan lo que quieran».

Pero luego no debió parecerle el lugar tan adecuado a su temerario intento, porque siguió adelante, bajó y volvió a subir, inspeccionando el terreno, como si fuera a construir en él una casa. Ni alma viviente había por allí. Los gorriones iban ya en retirada hacia los tejares de abajo o hacia los árboles de San Bernardino y de la Florida. De repente, le dio al santo varón la vena de sacar un revólver que en el bolsillo llevaba, montarlo y apuntar a los inocentes pájaros, diciéndoles: «Pillos, granujas, que después de haberos comido mi pan pasáis sin darme tan siquiera las buenas tardes, ¿qué diríais si ahora yo os metiera una   -419-   bala en el cuerpo?... Porque de fijo no se me escapaba uno. ¡Tengo yo tal puntería...! Agradeced que no quiero quedarme sin tiros; pues si tuviera más cápsulas, aquí me las pagabais todas juntas... De veras que siento ganas de acabar con todo lo que vive, en castigo de lo mal que se han portado conmigo la Humanidad, y la Naturaleza y Dios (con exaltación furiosa)... sí, sí: lo que es portarse, se han portado cochinamente... Todos me han abandonado, y por eso adopto el lema que anoche inventé y que dice literalmente: Muerte... Infamante... Al... Universo...».

Con esta cantata siguió buen trecho alejándose, hasta que, ya cerrada la noche, encontrose en los altos de San Bernardino que miran a Vallehermoso, y desde allí vio la masa informe del caserío de Madrid, con su crestería de torres y cúpulas, y el hormigueo de luces entre la negrura de los edificios... Calmada entonces la exaltación homicida y destructora, volvió el pobre hombre a sus estudios topográficos: «Este sitio sí que es de primera... Pero no, me verían los guardas de consumos que están en esos cajones, y quizás... son tan brutos... me estorbarían lo que quiero y debo hacer... Sigamos hacia el cementerio de la Patriarcal, que por allí no habrá ningún importuno que se meta en lo que no le va ni le viene. Porque yo quiero que vea el mundo una cosa, y es que ya me   -420-   importa un pepino que se nivelen o no los presupuestos, y que me río del income tax y de toda la indecente Administración. Esto lo comprenderá la gente cuando recoja mis... restos, que lo mismo me da vayan a parar a un muladar que al propio panteón de los Reyes. Lo que vale es el alma, la cual se remonta volando a eso que llaman... el empíreo, que es por ahí arriba detrás de aquellos astros que relumbran y parecen hacerle a uno guiños llamándole... Pero aún no es hora. Quiero llegarme a ese puerco Madrid y decirles las del barquero a esas indinas Miaus que me han hecho tan infeliz».

El odio a su familia, ya en los últimos días iniciado en su alma, y que en aquel tomaba a ratos los vuelos de frenesí demente o rabia feroz, estalló formidable, haciéndole crispar los dedos, apretar reciamente la mandíbula, acelerar el paso con el sombrero echado atrás, la capa caída, en la actitud más estrafalaria y siniestra. Era ya noche oscura. Resueltamente se dirigió al Conde Duque, pasó por delante del cuartel, y al aproximarse a la plaza de las Comendadoras, andaba con paso cauteloso, evitando el ser visto, buscando la sombra y mudando de dirección a cada instante. Después de meterse por la solitaria calle de San Hermenegildo, volvió hacia la plazuela del Limón, rondó la manzana de las Comendadoras, aventurándose por fin a atravesar la calle de Quiñones y a   -421-   observar los balcones de su casa, no sin cerciorarse antes de que no estaban en el portal Mendizábal y su mujer. Agazapado en la esquina de la plazuela oscura, solitaria y silenciosa, miró repetidas veces hacia su casa, queriendo espiar si alguien entraba o salía... ¿Irían las Miaus al teatro aquella noche? ¿Vendrían a la tertulia Ponce y los demás amigos? En medio de su trastorno, supo colocarse en la realidad, considerando al fin como seguro e inevitable que, alarmada por la ausencia de su marido, Pura ponía en movimiento a todos los íntimos de la familia para buscarle.

Al amparo de la esquina, como ladrón o asesino que acecha el descuidado paso del caminante, Villaamil alargaba el pescuezo para vigilar sin que le vieran. Propiamente, su cuerpo estaba en la plazuela de las Comendadoras y su cabeza en la calle de Quiñones; su flácido cuello, dotado de prodigiosa elasticidad, se doblaba sobre el ángulo mismo. «Allá sale el ínclito Ponce, de estampía. De seguro han ido a casa de Pantoja, al café, a todos los sitios que acostumbro frecuentar... Ese que llega echando los bofes me parece que es Federico Ruiz. De fijo viene de la prevención o del juzgado de guardia... Habrá salido a averiguar... ¡Pobrecitos, qué trabajo se toman! Y cuánto gozo yo viéndoles tan afanados, y considerando a las Miaus tan aturdiditas... Fastidiarse; y usted,   -422-   doña Pura de los infiernos, trague ahora la cicuta; que durante treinta años la he estado tragando yo sin quejarme... ¡Ah!, alguien sale y viene hacia acá... Me parece que es Ponce otra vez. Agazapémonos en este portal... Sí, él es... (viendo al crítico atravesar la plazuela de las Comendadoras). ¿A dónde irá? Quizá a casa de Cabrera. Trabajo te mando... ¿Habrá bobo igual? No, no me encontraréis; no me atraparéis, no me privaréis de esta santa libertad que ahora gozo, ¡bendito sea!, ni aunque revolváis al mundo entero me daréis caza, estúpidos. ¿Qué se pretende? (amenazando con el puño a un ser invisible) ¿que vuelva yo al poder de Pura y Milagros, para que me amarguen la vida con aquel continuo pedir de dinero, con su desgobierno y su majadería y su presunción? No; ya estoy hasta aquí; se colmó el vaso... Si sigo con ellas me entra un día la locura, y con este revólver... con este revólver (cogiendo el mango del arma dentro del bolsillo y empuñándolo con fuerza) las despacho a todas... Más vale que me despache yo, emancipándome y yéndome con Dios... ¡Ah! Pura, Purita, se acabó el suplicio. Hinca tus garras en otra víctima. Ahí tienes a Ponce con dinero fresco; cébate en él... ahí me las den todas... ¡Cuánto me voy a reír...! Porque esta doña Pura es atroz, querido Ponce, y como se encuentre con barro a mano, se armó la fiesta, y mesa y   -423-   ropa y todo ha de ser de lo más fino, sin considerar que mañana faltará la condenada libreta... ¡Ay, Dios mío!, el último de los artesanos, el triste mendigo de las calles me han causado envidia en esta temporada; así como ahora, desahogado y libre, no me cambio por el Rey, no, no me cambio; lo digo con toda el alma».




Arriba- XLIV -

Fuera del portal, y vuelta a los atisbos. «Sale ahora el chico de Cuevas, afanadillo y presuroso. ¿A dónde irá?... Busca, hijo, busca, que ya te lo pagará doña Pura con una copita de moscatel... Pues la bobalicona de Milagros estará con el alma en un hilo, porque la infeliz me quiere... Es natural; ha vivido conmigo tantos años y ha comido mi pan... Y si vamos a poner cada cosa en su punto, también Pura me quiere... a su modo, sí. Yo también las quise mucho; pero lo que es ahora, las aborrezco a las dos, ¿qué digo a las dos?, a las tres, porque también mi hija me carga... Son tres apuntes, que se me han sentado aquí, en la boca del estómago, y cuando pienso en ellas, la sangre parece que se me pone como metal derretido, y la tapa de los sesos se me quiere saltar... Vaya con las tres Miaus... ¡Bien haya quien os puso tal nombre!   -424-   No más vivir con locas. ¡Vaya por dónde le dio a mi dichosa hijita! ¡Por enamoriscarse de Víctor!... porque, o yo no lo entiendo, o aquello era amor de lo fino... ¡Qué mujeres, Dios santo! Prendarse de un zascandil porque tiene la cara bonita, sin reparar... Y que él la desprecia, no hay duda... Me alegro... Bien empleado le está. Chúpate las calabazas, imbécil, y vuelve por más, y cásate con Ponce... Francamente, si uno no se suprimiese por salvarse de la miseria, debiera hacerlo por no ver estas cosas».

Como observara luz en el gabinete, se encalabrinó más: «Esta noche, Purita de mis entretelas, no hay teatrito, ¿verdad? Gracias a Dios que está usted con la pierna quebrada. ¡Jorobarse!... Ya la veo a usted arbitrando de dónde sacar el dinero para el luto. Lo mismo me da. Sáquelo usted... de donde quiera. Venda mi piel para un tambor o mis huesos para botones... ¡Magnífico, admirable, deliciooooso!...».

Al decir esto, vio a Mendizábal en la puerta, y este, por desgracia, le vio también a él. Grandes fueron la alarma y turbación del anciano al notar que el memorialista le observaba con ademán sospechoso. «Ese animal me ha conocido, y viene tras de mí» pensó Villaamil deslizándose pegado al muro de las Comendadoras. Antes de volver la esquina, miró, y en efecto, Mendizábal le seguía paso a paso, como cazador que anda quedito tras la res   -425-   procurando no espantarla. En cuanto traspuso el ángulo, Villaamil, recogiéndose la capa, apretó a correr despavorido con cuanta rapidez pudo, creyendo escuchar los pasos del otro y que un enorme brazo se alargaba y le cogía por el cogote. Mal rato pasó el infeliz. La suerte que no había nadie por aquellos barrios, pues si pasa gente, y a Mendizábal se le ocurre gritar ¡a ese!, en aquel mismo punto hubiera acabado la preciosa libertad del buen cesante. Huyó con increíble ligereza, atravesando la plazuela del Limón, pasó por delante del cuartel, temeroso de que la guardia le detuviese, y siguiendo la calle del Conde Duque, miró hacia atrás, y vio que Mendizábal, aunque le seguía, quedaba bastante lejos. Sin tomar aliento, encaminose hacia la desierta explanada, y antes que su perseguidor pudiera verle, se ocultó tras un montón de baldosas. Sacando la cabeza con gran precaución y sin sombrero por un hueco de su escondite, vio al hombre-mono desorientado, mirando a derecha e izquierda, y con preferencia a la parte del paseo de Areneros, por donde creyó se había escabullido la caza. «¡Ah!, sectario del oscurantismo, ¿querías cogerme? No te mirarás en ese espejo. Sé yo más que tú, monstruo, feo, más feo que el hambre, y más neo que Judas. Ya sabes que siempre he sido liberal, y que antes moriré que soportar el despotismo. Vete al cuerno, grandísimo reaccionario,   -426-   que lo que es a mí no me encadenas tú... Me futro en tu absolutismo y en tu inquisición. Jeríngate, animal, carca y liberticida, que yo soy libre y liberal y demócrata, y anarquista y petrolero, y hago mi santísima voluntad...».

Aunque perdiera de vista al feo gorila, no las tenía todas consigo. Conocedor de la fuerza hercúlea de su portero, sabía que si este le echaba la zarpa, no le soltaría a dos tirones; y para evitar su encuentro, se agachó buscando la sombra y amparo de los sillares o rimeros de adoquines que de trecho en trecho había. Protegido por la densa oscuridad, volvió a ver al memorialista, que al parecer se retiraba desesperanzado de encontrarle. «Abur, lechuzo, sicario del fanatismo y opresor de los pueblos... ¡Miren qué facha, qué brazos y qué cuerpo! No andas a cuatro pies por milagro de Dios. Joróbate y búscame, y date tono con doña Pura, diciéndole que me viste... Zángano, neo, salvaje, los demonios carguen contigo».

Cuando se creyó seguro, volvió a internarse en las calles, siempre con el recelo de que Mendizábal le iba a los alcances, y no daba un paso sin revolver la vista a un lado y otro. Creía verle salir de todos los portales o agazapado en todos los rincones oscuros, acechándole para caer encima con salto de mono y coraje de león. Al doblar la esquina del callejón del Cristo para entrar en la calle de Amaniel, ¡pataplum!,   -427-   cátate a Mendizábal hablando con unas mujeres. Afortunadamente el memorialista le volvía la espalda y no pudo verle. Pero Villaamil, viéndose cogido, tuvo una inspiración súbita, que fue meterse por la primera puerta que halló a mano. Encontrose dentro de una taberna. Para justificar su brusco ingreso, pasado el primer instante de sobresalto, fuese al mostrador y pidió Cariñena. Mientras le servían observó la concurrencia: dos sargentos, tres paisanos de chaqueta corta y cuatro mozas de malísimo pelaje. «¡Vaya unas chicas guapas y elegantes! -dijo mirándolas, al beber, por encima del vaso-. Véase por dónde me entran ahora ganas de echarles alguna flor... ¡yo que desde que llevé a Pura al altar no he dicho a ninguna mujer por ahí te pudras!... Pero con la libertad parece que me remozo, y que me resucita la juventud... vaya... y me bailan por el cuerpo unas alegrías... ¡Cuidado que pasarse un hombre seis lustros sin acordarse de más mujer que la suya!... ¡Qué cosas!... Vamos, que también me da por beberme otra copa... Treinta años de virtud disculpan que uno eche ahora media docena de canas al aire... (Al tabernero). Deme usted otra copita... Pues lo que es las mozas me están gustando; y si no fuera por esos gandules que las cortejan, les diría yo algo por donde comprendiesen lo que va de tratar con caballeros a andar entre gusanos y soldaduchos... Debiera   -428-   trabar conversación, al menos para dar tiempo a que desfile Mendizábal... ¡Dios mío!, líbrame de esa fiera ultramontana y facciosa... Nada, que me gustan las niñas; sobre todo aquella que tiene el moño alto y el mantón colorado... También ella me mira, y... Ojo, Ramón, que estas aventuras son peligrosas. Modérate, y para hacer más tiempo, toma una copita más. Paisano, otra...».

La partida salió, y Villaamil, calculando con rápida inspiración, se dijo: «Me meto entre ellos, y si aún está el esperpento ahí, me escabullo mezclado con estos galanes y estas señoras». Así lo hizo, y salió confundido con las mozas, que a él le parecían de ley, y con los militares. Mendizábal no estaba en la calle ya; pero D. Ramón no las tenía todas consigo y siguió tras la patulea, pegado a ella lo más posible, reflexionando: «En último caso, si el orangután ese me ataca, es fácil que estos bravos militares salgan a defenderme... Vas bien, Ramón, no temas... La sacrosanta libertad, hija del Cielo, no te la quita ya nadie».

Al llegar cerca de las Capuchinas, vio que la alegre banda desaparecía por la calle de Juan de Dios. Oyó carcajadas de las desenvueltas muchachas, y juramentos y voquibles de los hombres. Mirando con tristeza y envidia el grupo: «¡Oh dichosa edad de la despreocupación y del qué se me da a mí! Dios os la prolongue. Haced   -429-   todos los disparates que se os ocurran, jóvenes, y pecad todo lo que podáis, y reíos del mundo y sus incumbencias, antes que os llegue la negra y caigáis en la horrible esclavitud del pan de cada día y de la posición social».

Al decir esto, todas sus ideas accesorias e incidentales se desvanecieron, dejando campar sola y dominante la idea constitutiva de su lamentable estado psicológico. «Debe de ser tarde, Ramón. Apresúrate a ponerte punto final. Dios lo dispone». De aquí pasó al recuerdo de Luis, de quien tan cerca estaba, pues el anciano había entrado en la calle de los Reyes. Parose frente a la casa de Cabrera, y mirando hacia el segundo, soltó en el embozo de su capa estas expresiones: «Luisín, niño mío, tú, lo más puro y lo más noble de la familia, digno hijo de tu madre, a quien voy a ver pronto, ¿qué tal te encuentras con esos señores? ¿Extrañas la casa? Tranquilízate, que ya te irás acostumbrando a ellos; son buenas personas, tienen mucho arreglo, gastan poco, te criarán bien, harán de ti un hombre. No te pese haber venido. Haz caso de mí que te quiero tanto, y hasta me dan ganas de rezarte, porque tú eres un santo en flor, y te han de canonizar... como si lo viera. Por tu boca inocente se me confirmó lo que ya se me había revelado... y yo que aún dudaba, desde que te oí, ya no dudé más. Adiós, chiquillo celestial; tu abuelito te bendice... mejor sería decirte que te   -430-   pide la bendición, porque eres un santito, y el día que cantes misa, verás, verás qué alegría hay en el Cielo... y en la tierra... Adiós, tengo prisa... Duérmete, y si eres desgraciado y alguien te quita tu libertad, ¿sabes lo que haces?, pues te largas de aquí... hay mil maneras... y ya sabes dónde me tienes... Siempre tuyo...».

Esto último lo dijo andando hacia la Plaza de San Marcial con reposado continente, como hombre que vuelve a su casa sin prisa, cumplidos los deberes de la jornada. Encontrose de nuevo en los vertederos de la Montaña, en lugares a donde no llega el alumbrado público, y los altibajos del terreno poníanle en peligro de dar con su cuerpo en tierra antes de sazón. Por fin se detuvo en el corte de un terraplén reciente, en cuyo movedizo talud no se podía aventurar nadie sin hundirse hasta la rodilla, amén del peligro de rodar al fondo invisible. Al detenerse, asaltole una idea desconsoladora, fruto de aquella costumbre de ponerse en lo peor y hacer cálculos pesimistas. «Ahora que veo cercano el término de mi esclavitud y mi entrada en la Gloria Eterna, la maldita suerte me va a jugar otra mala pasada. Va a resultar (sacando el arma), que este condenado instrumento falla... y me quedo vivo a medio morir, que es lo peor que puede pasarme, porque me recogerán y me llevarán otra vez con las condenadas Miaus... ¡Qué desgraciado soy! Y   -431-   sucederá lo que temo... como si lo viera... Basta que yo desee una cosa, para que suceda la contraria... ¿Quiero suprimirme? Pues la perra suerte lo arreglará de modo que siga viviendo».

Pero el procedimiento lógico que tan buenos resultados le diera en su vida, el sistema aquel de imaginar el reverso del deseo para que el deseo se realizase, le inspiró estos pensamientos: «Me figuraré que voy a errar el jeringado tiro, y como me lo imagine bien, con obstinación sostenida de la mente, el tirito saldrá... ¡Siempre la contraria! Con que a ello... Me imagino que no voy a quedar muerto, y que me llevarán a mi casa... ¡Jesús! Otra vez Pura y Milagros, y mi hija, con sus salidas de pie de banco, y aquella miseria, aquel pordioseo constante... y vuelta al pretender, a importunar a los amigos... Como si lo viera: este cochino revólver no sirve para nada. ¿Me engañó aquel armero indecente de la calle de Alcalá?... Probémoslo, a ver... pero de hecho me quedo vivo... sólo que... por lo que pueda suceder, me encomiendo a Dios y a San Luisito Cadalso, mi adorado santín... y... Nada, nada, este chisme no vale... ¿Apostamos a que falla el tiro? ¡Ay! Antipáticas Miaus, ¡cómo os vais a reír de mí!... Ahora, ahora... ¿a que no sale?».

Retumbó el disparo en la soledad de aquel abandonado y tenebroso lugar; Villaamil, dando   -432-   terrible salto, hincó la cabeza en la movediza tierra, y rodó seco hacia el abismo, sin que el conocimiento le durase más que el tiempo necesario para poder decir: «Pues... sí...».




 
 
FIN DE LA NOVELA
 
 


Madrid, Abril de 1888.



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