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Miguel Ángel Asturias y el mito

Dante Liano

No indiferentes a la obstinación, algunos requieren, de los análisis académicos a las obras literarias, tres criterios insuperables: cientificidad, originalidad e innovación. Esa burocrática enumeración trimembre esconde, y a veces ignora, un homenaje intelectual a la escuela filosófica dominante a principios del siglo XX, cuyas costuras comenzaron a verse ya a mediados de ese siglo y que se derrumbó, con rumor de catástrofe, apenas iniciado el siglo XXI: el Positivismo.

La obsesión por convertir el análisis literario en «ciencia de la literatura» condujo, del formalismo ruso a la hiperbólica escuela de la estilística estadística, cuya idolatría del dato demostrable y repetible produjo, por ejemplo, excepcionales estudios en los que se contaba cuántos verbos y en qué modos y tiempos estaba compuesta una obra literaria. Esto no llevaba a ninguna interpretación, porque la interpretación, según tal escuela, ya es metafísica.

La modernidad, uno de esos becerros de oro que la humanidad tiende a erigir cíclicamente, impuso la obligación de la novedad. Debemos a Federico Hegel la idea de la dialéctica, y le debemos también la de la originalidad y la innovación como columnas de la historia. También, la contradictoria categoría de «lo sublime» y la idea de la genialidad artística. Marx superó a Hegel, podríamos decir, «dialécticamente», y Lunacharsky se encargó de embalsamar las ideas estéticas de Marx y Engels a favor del realismo socialista, que sabemos todos cómo y dónde terminó.

Hace ya mucho tiempo que los estudios positivistas de la obra literaria quedaron enmarcados en un justo e importante lugar: la filología, cuya función es de esencial importancia. Sin embargo, a esa esencial importancia se añaden otro tipo de estudios, desarrollados a partir de finales del siglo XX: la semiología, la deconstrucción, la escuela postmoderna, los estudios postcoloniales, los estudios de género, los estudios psicológicos y sociológicos, sin los cuales, la interpretación y análisis de la obra quedarían truncos. No puede haber mayor error que tratar de convertir en hegemónico uno solo de estos campos. Un hilen ejemplo de integración de todos ellos está en las ediciones Archivos de la literatura hispanoamericana, que a la edición crítica genética del texto acompañaba toda una serie de estudios complementarios.

Hace ya mucho tiempo que sabemos que no hay nada nuevo bajo el sol, ni en la literatura misma ni en su análisis: cíclicamente, las historias regresan y se repiten, las emociones básicas son únicas e inexpresables, los estudios literarios son una larga serie de préstamos, de estudioso a estudioso. A duras penas, avanzamos en el conocimiento de las obras, y sabemos perfectamente que cada lectura es única, porque está condicionada por la edad, la época, la cultura del crítico. No pretendo, entonces, sino escudriñar en el misterio de la obra de Miguel Ángel Asturias y exponer algunos pensamientos, que se alimentan, por supuesto, de las lecturas de grandes críticos fundadores de la exégesis del autor. No conlleva grandes pretensiones. Se trata, en resumidas cuentas, de un intento de desvelar el recóndito misterio de la magia literaria.

Puesto que los razonamientos sobre un objeto de estudio deberían comenzar por la definición de ese objeto, para saber con precisión de qué estamos hablando, no sería reprobable comenzar a consultar algunas definiciones de la categoría denominada «mito». El vocablo es de uso cotidiano, como lo es también el abstracto «mítico», aunque no sea tan cotidiano compartir el mismo significado cuando se usa. Una aproximación general al mito nos la ofrece Jörg Rüpke (Rüpke, 2014: 11-19). Coincide con la mayor parte de los críticos al señalar que mito equivale a narración. Mythos, en griego, significa «lo dicho, lo que se está diciendo» (Sena Chiesa e Pontrandolfo, 2015, pp. 36-37). Rüpke prosigue en su descripción de la historicidad de la categoría, y señala que, desde el principio, Tucídides y Heródoto restringen el campo de la definición. «Mito» e «historia» se vuelven conceptos opuestos. La diferencia no está en una presunta falsedad del mito, sino en su presunción de verdad. A diferencia de los estudios históricos, las narraciones míticas no pueden ser comprobadas. Más adelante, la filosofía presocrática realiza una distinción proverbial: aquella entre mythos y logos, en donde logos significa «argumentación racional». En fin, Rüpke llega al punto: el mito es una narración que sirve para responder a las naturales interrogaciones del hombre sobre su presencia en el mundo y sobre el mundo mismo. Esto lo pone en inmediata relación con la tradición oral, con la transmisión del conocimiento de una generación a otra, sobre todo en las sociedades que, por una razón u otra, no han tenido acceso a la llamada «cultura letrada». El pasaje del mito de lo oral a lo escrito sirve para fijar las historias y para proponer, también, viejos significados o atribuirle nuevos. A este punto, se interpone la cuestión de las fábulas. La diferencia es extremadamente sutil y el pasaje de la fábula al mito no es difícil. Sin embargo, la fábula está más relacionada con la pedagogía que con el conocimiento. Algunas consideraciones laterales cierran el razonamiento de Rüpke: el mundo mismo. Algunas consideraciones laterales cierran el razonamiento de Rüpke: que a los griegos interesaba más la creación de mitos sobre el surgimiento de sus ciudades, por el prestigio nacionalista que de ello derivaba; que a los romanos en cambio interesaba divinizar a sus emperadores desde la época imperial, que otras culturas (hebreos, egipcios, persas) también han frecuentado el mito.

Resulta casi imposible razonar sobre el mito sin acudir a las reflexiones de Mircea Eliade. Como veremos más adelante, Eliade prefiere hablar de «hierofanías», esto es, el momento en que lo sagrado se revela al ser humano. De todas formas, no renuncia a una definición bastante general del mito. Todo el capítulo XIII de su Tratado de historia de las religiones (Eliade, 1972: 366-389), intitulado «Morfología y función de los mitos», está dedicado al tema, aunque la multitud de ejemplos ahoguen, en cierto sentido, la parte teórica. Afirma Eliade: «La función principal del mito es fijar los modelos ejemplares de todos los ritos y de todas las acciones humanas significativas» (Eliade, 1972: 367). En su esencialidad, la definición es perfecta, aunque le falte un elemento esencial: la narratividad, que aparecerá más adelante: «... la cosmología proporciona el modelo cada vez que se trata de hacer algo» (Eliade, 1972: 367). La cuestión narrativa aparece en esta frase: «Como el mito propiamente dicho relata verbalmente un acontecimiento ejemplar (en este caso, la cosmología) así también el "signo" (en este caso la rama verde o el animal) evoca este acontecimiento por el simple hecho de su ostentación» (Eliade, 372). Por último, Eliade roza el tema del tiempo mítico: «El mito [...] es siempre un precedente y un ejemplo [...] toda una serie de mitos, al tiempo que relatan lo que hicieron in illo tempore los dioses o los seres míticos, revelan una estructura de lo real inaccesible a la aprehensión empírico racionalista» (Eliade, 1972, 372-73). Las aproximaciones (y los alejamientos) de Mircea Eliade al objeto «mito» no dejan de ser crípticas y, en cierto sentido, reclaman una interpretación.

Tal interpretación la ofrece, en modo afortunadamente didáctico, un exégeta del estudioso rumano, quien se preocupa inclusive de establecer el contexto en el que Eliade acuñó sus definiciones de la categoría que nos ocupa. En efecto, Natale Spinato señala que la categorización del objeto «mito» se da en la madurez de Eliade, desde el final de la II Guerra Mundial hasta su muerte (Spinato, 2016: 9). Se encuentra en sus dos obras principales: Le mytlie de l'eternel retour y el Traité d'histoire des religions. Spinato repite la definición de mito que hemos reportado más arriba: «La función fundamental del mito es la de establecer los modelos ejemplares de todos los ritos de todas las acciones significativas». Por tanto, interpreta Spinato, «el mito es un relato que narra el modo en que algo tuvo origen» (Spinato, 2016: 12). Ese «algo» tiene que ser un acontecimiento de peso, de gran valor para el sujeto emisor o receptor del mito: la vejez y la muerte, el origen del universo, el sentido de la existencia, o cuestiones elementales de la vida cotidiana: los alimentos, la relación con los animales, los ciclos del día y la noche. Característica del mito es que su lenguaje no es racional, sino simbólico y es por eso que Eliade prefiere hablar de hierofanía, es decir, el modo como lo sacro se manifiesta en lo real. Los objetos que nos rodean son tales objetos y son algo más, son otra cosa, y esa fundamental alteridad crea una hermenéutica infinita. Para adelantar un poco nuestras reflexiones, podemos tomar como ejemplo la mazorca del maíz. Que es un objeto de lo cotidiano pero que en la religión de los mayas reviste el símbolo del alimento divino, del regalo de los dioses a la humanidad para que está se alimente. Es el proceso por el cual un objeto se presenta a nuestros ojos como un simple objeto y, al mismo tiempo, a nuestra mente y sensibilidad como un símbolo de otra cosa. En este caso, la sagrada vida.

Esto nos lleva a la cuestión del tiempo mítico: la donación del maíz por parte de los dioses ocurrió en un tiempo que no nos es dado conocer, pero que ubicamos en los orígenes de la humanidad. «El concepto illud tempus está unido a la idea que hay una dimensión temporal del mito que es cualitativamente diferente a la del tiempo ordinario y esta diferente cualidad se la da el de ser un tiempo de fundación» (Spinato, 2016: 18). En los años en que Eliade elaboraba sus teorías sobre el mito, se trabajaba también con el concepto de arquetipo, fundamentalmente remitiéndose a las enseñanzas junghianas (Jung, Carl Gustav, 1977). El arquetipo, entonces, puede ser: 1) el modelo de las acciones significativas de una civilización arcaica, colocado en el tiempo del mito; 2) el método usado por el estudioso, quien, después de haber recogido sus materiales, los ordena en esquemas de base (arquetipos); 3) modelos de comportamiento. El mito tiene un valor arquetípico en el primero de los casos. Alguno podría, justamente, reaccionar en contra del adjetivo «arcaicas», atribuido a las civilizaciones que hacen uso del mito. Dos razones atenúan esa reacción: que todas las civilizaciones utilizan el mito, incluidas las llamadas «modernas»; que aun nuestras sociedades contemporáneas atribuyen un valor hierofánico a los objetos. Si el mito es una manifestación de lo sagrado, señala Spinato (Spinato, 2016: 21), lo sagrado es un agente y por tanto, las hierofanías no son construcciones culturales arbitrarias, sino una orientación privilegiada que encuentra su fundamento en una dimensión diferente a la humana. Tal la actualidad y la vigencia del mito. Con desprecio de la sutileza, Spinato remata su explicación de Mircea Eliade con un salto hacia la religión. Creo que su conclusión puede ser compartida también en términos no religiosos, sino bajo un aspecto psicológico: la necesidad de trascendencia de todo ser humano. Resulta evidente que reducir al mito a fenómeno religioso es una operación estéril, pues la dimensión mítica es una dimensión humana totalizante. También es importante el aspecto cultural del mito: nos revela las intimidades de una cultura determinada y nos ayuda a comprenderla y a entrar en ella.

Una búsqueda de la definición de mito y de las cuestiones que conlleva no puede sustraerse a las reflexiones de Northrop Frye. Coincide en la definición primaria y esencial: un mito es una historia, una narración o una trama con una función social específica (Frye, 1989: 15). Esta definición esencial del mito, por rudimentaria que pueda parecer, tiene el mérito de la claridad y la especificidad. Por otro lado, puede relacionarse con una afirmación de Paul Ricoeur, sobre la cual volveremos más adelante, según la cual, para resumirlo en modo algo simplista, toda configuración discursiva es ya ficción (Ricoeur, 1988: 286). Se podría proponer una cuestión retórica. Si la ecuación mito = relato es la definición básica, entonces, ¿podemos proponer también que todo relato es un mito? Evidentemente no. La aclaración a esa negativa serán las características que tipifican al mito. Para comenzar, Frye es muy claro al advertir que hay tres fases en el uso social del mito: la preliteraria, la literaria y la postliteraria. En la fase preliteraria, la mayor parte de las culturas está constituida por relatos. Los hay serios, que explican la religión, la historia, la ley o el sistema social y los hay menos serios, que son los cuentos folklóricos. Un ligero olvido de Frye, en este apartado de su razonamiento, es explicar cuál es el criterio que nos sirve para distinguir los mitos «serios» de los «menos serios». Sin embargo, una digresión sobre el argumento nos llevaría por otros caminos, por lo cual propongo aceptar la clasificación tal como nos viene presentada. Quizá, otra vez, en sede más teórica, podría resolverse fácilmente la cuestión. Por ahora, podemos advertir que la respuesta a la doble ecuación mito = relato y relato = mito está en la finalidad del mito: explicar fenómenos objetivos a través de una historia. Pero no toda historia ha sido escrita para explicar a la naturaleza. El panorama parecería, pues, bastante claro.

Hay un par de cuestiones propuestas por Frye que revisten una especial importancia cuando se razona sobre el mito. Una la toma de Platón, quien se refiere a las historias relatadas por Homero preguntando hasta qué punto transmiten la verdad. Frye responde acudiendo a las creencias populares: una afirmación es verdad solamente si se corresponde con la realidad. Por eso, razona Frye, la literatura no es criterio de veracidad, y toma como ejemplo las obras de Jane Austen, quien dice muchas verdades sobre su sociedad, sin embargo, su adscripción a la literatura hace englobar todo lo que narra en el territorio de la ficción.

No obstante todo, donde Frye se vuelve sugerente e importante es cuando habla de la Biblia en términos míticos. Me parece fundamental su distinción entre las dos lecturas míticas de ese texto. Hay una lectura yahvista, dice, y una sacerdotal. En la primera, la importancia fundamental la tiene la palabra: el versículo del Génesis: «Y Dios dijo: hágase la luz y la luz fue hecha»; y las palabras iniciales del Evangelio de San Juan: «Al principio era el Verbo». Las palabras preceden al acto. Diferentemente, la tradición sacerdotal se origina después del exilio en Egipto, invierte el orden: primero el acto, luego la palabra. Ese orden introducido por los sacerdotes, señala Frye, se corresponde con una estructura de autoridad y grado, que justifica los órdenes sociales. El cosmos de la autoridad duró hasta el siglo XVII pero ya en la época de Newton estaba en ruinas. Con la revolución norteamericana, la francesa y la industrial, la escalera como metáfora espacial para el axis mundi y como visión cósmica que garantizaba el nacimiento de la autoridad desapareció completamente.

Frye no ignora el desmoronamiento de las convicciones sacerdotales iniciado con la época de la modernidad y culminado con la postmodernidad. Si el mito era parte de los instrumentos de la clase dirigente para mantener el poder, las convicciones románticas del hombre como dominador de la naturaleza comenzaron a ponerse en duda con los daños causados a la ecología. Más importante es la fractura entre palabra y verdad. Frye distingue tres espacios en los cuales se desarrolla lo que tradicionalmente llamamos «verdad»: 1) el contexto de la integridad de una estructura verbal: un aforismo del Libro de los Proverbios o una obra narrativa pueden contener verdades esenciales del contexto cultural o de la situación humana en general; 2) el concepto de verdad también se halla en la lógica, pero se trata de un lenguaje altamente especializado, lejano de la experiencia ordinaria; 3) la verdad verbal de la correspondencia es esencial y no podríamos vivir sin ella; sin embargo, es la aproximación más ambigua a la verdad: nos damos cuenta que, al usarla, usamos un lenguaje figurativo lleno de metáforas y analogías. A este punto, Frye sentencia: «El sujeto no podrá jamás encontrar al objeto, al Otro como tal, pero solo puede encontrarlo en el reino intermedio del lenguaje al que sea el sujeto que el objeto son asimilados. Mi interés por el mito y por la metáfora está basado en el hecho de que el lenguaje del mito y de la metáfora es autónomo y no depende de referencias a nada más» (Frye, 1989: 33). Termina su razonamiento subrayando el esencial papel del mito: dar un orden a una experiencia desordenada de los fenómenos. Por último, señala cómo el mito se desarrolla siempre en un presente donde se juntan pasado y futuro, lo cual le confiere una existencia permanente en las culturas.

Nos interesa señalar otra reflexión de Frye, que creemos puede servirnos para una mejor comprensión de las obras de Miguel Ángel Asturias. En su obra más celebrada, Anatomía de la crítica, Frye alude al carácter abstracto del mito, un carácter que prescinde totalmente de los cánones de verosimilitud y plausibilidad (Frye, 1969: 177). Al extremo opuesto, se encuentra el realismo naturalista, en literatura, que tiende a dar cuenta de la realidad social que le es contemporánea en términos de veracidad. Como un medio de conciliación, entre mito y naturalismo está lo que Frye llama el «romance», la tendencia a trasponer el mito en una dirección humana. El principio base de la transposición consiste en que lo que en el mito puede ser identificado metafóricamente, en el romance puede ser solo relacionado con una forma de similitud. En un mito podemos tener un dios sol o un dios árbol, en un «romance» tendremos a una persona unida por una asociación significante al sol o a los árboles. Llegamos, aquí, a una afirmación de singular importancia para Hombres de Maíz, de Asturias. Dice Frye: «La utilización de un presagio o portento o el expediente de hacer de toda la historia el cumplimiento de una profecía enunciada al principio de la obra sirven perfectamente a tal fin. Un concepto de destino ineluctable o de una secreta voluntad omnipotente. En realidad, se trata de una pura y simple construcción literaria, en la cual se crea una relación simétrica entre el principio y el final y la única voluntad ineluctable es la del autor» (Frye, 1969: 181). En resumen, Frye distingue tres formas de presentación del mito: el «apocalíptico y demoníaco», cuando trata de dioses y demonios: el «romance», cuando se usa el mito para sugerir esquemas míticos relacionados con la experiencia humana; el realista o naturalista, que hace énfasis en el contenido más que en la forma de la narración.

Ahora, pido venia para hacer un resumen de los contenidos anteriores, de modo que podamos utilizarlos como instrumentos en un intento de aproximación a la vasta obra de Miguel Ángel Asturias.

  1. El mito es una narración fundacional;
  2. El mito es una revelación del carácter sagrado del cosmos;
  3. El mito se ubica en una dimensión temporal diferente a la del tiempo ordinario, un illud tempus, o un eterno presente cíclico;
  4. La narración mítica puede servir de recurso a la clase dirigente para reafirmarse en el poder o para justificar las estructuras del poder;
  5. El mito es un recurso para acercar la palabra a la verdad, para revelar, con el recurso verbal, ese «Otro» inalcanzable de otro modo;
  6. Por eso mismo, el lenguaje del mito es la metáfora, punto de unión con la literatura.

Quisiera limitar mis reflexiones sobre Miguel Ángel Asturias a una novela que es un universo: Hombres de Maíz. Tal atrevimiento proviene de las muchas lecturas de dicha obra, la cual, como casi todas las obras clásicas, va revelando nuevos aspectos a cada acercamiento. Quisiera utilizar para este trabajo la edición crítica de Archivos de la literatura latinoamericana, trabajo difícil de igualar que debemos a Gerald Martín, uno de los más agudos y sensibles críticos de nuestra literatura (Asturias, 1981 y 1992). A propósito de dicho volumen, hay que anotar que goza de una rara curiosidad: Martín elaboró una primera edición crítica en 1981 y esa edición dio lugar a la iniciativa de los Archivos, que publicaron una segunda edición crítica, con diferencias notables, en 1992. La primera de estas ediciones cuenta con dos prólogos: uno de Jean Cassou y otro de Mario Vargas Llosa, que, no obstante, su importancia, palidecen delante del monumental «Estudio general», de Gerald Martín (Asturias, 1981: xxv-ccxliv) más de doscientas páginas de vasta erudición que se completan con otras doscientas de notas críticas y variantes (Asturias, 1981: 277-441). Martín declara que, para esta edición, después de revisar las diecinueve publicaciones de la novela hasta esa fecha, ha seguido las de Losada de 1963 y 1966, que, en cierto sentido, «normalizaban» el texto original de 1949, extremadamente poblado de guatemaltequismos. La edición de 1981 cuenta, además, con un estudio lingüístico de Giovanni Meo Zilio, de corte estilístico lingüístico. La edición sucesiva, de 1992, contiene cambios radicales. Desaparecen los textos de Jean Cassou, Mario Vargas Llosa y Giovanni Meo Zilio, se recorta considerablemente el «Estudio General» de Martín, y se introducen algunos estudios («Lecturas del texto») con el aporte de algunos críticos guatemaltecos, así como algunos estudios considerados fundamentales. El «Liminar» contiene párrafos de Asturias, casi novela, de Luis Cardoza y Aragón (Cardoza y Aragón, 1994). El establecimiento del texto definitivo es el mismo del de la edición de 1981. Contiene una novedad: las notas de las variantes aparecen al lado derecho del texto, según se van verificando, lo que permite una lectura crítico-filológica mucho más ágil que en la edición anterior. A mi parecer, el sacrificio del «Estudio general» de Martín, a pesar de que podría ser balanceado por las inapreciables contribuciones de Dorfmann y Prieto, por ejemplo, hace de la edición del 81 un texto indispensable, pues Martín da una lección de lo que se podría llamar una «lectura total» de una obra. Pasa revista a toda la bibliografía existente sobre Hombres de Maíz y enfoca la novela desde una perspectiva multidisciplinaria, en donde convergen historia, sociología, antropología, biografía y semiótica.

Después de leerlo, uno se pregunta si Martín ha dejado algún resquicio para decir algo sobre la extraordinaria obra asturiana. Probemos pues, a leer juntos algunos pasajes de Hombres de Maíz, y recordemos algunas cuestiones básicas de esta obra fundacional de la literatura latinoamericana. Quizá no se haya dicho de manera suficiente que hay dos críticos que supieron entender la importancia del libro en su densidad y profundidad. En 1967, Ariel Dorfmann publicó un artículo seminal en la revista Atenea, cuyos conceptos todavía hoy son vigentes (Dorfmann, 1967 y 1970), desde su defensa inicial de la novela hasta la profundización de sus temas y motivos. Antes, en 1966, Giuseppe Bellini había notado la importancia de la obra (Bellini, 1966). Esto, delante de una crítica desconcertada por la novedosa sintaxis narrativa asturiana, que rompía, en 1949, los cánones tradicionales de la narrativa realista.

Retornemos a la cuestión del mito, pues me parece uno de los instrumentos más importantes para comprender a Asturias. Por mucho tiempo se encuadró al autor guatemalteco entre los exponentes del famigerado realismo mágico. Ya he tenido oportunidad de analizar esa forma de encasillar (y vender) a la literatura latinoamericana y creo que, en esa posición, me acompañan otros críticos y escritores (Liano, 2005). Más se le estudia, más se comprende que Hombres de Maíz pertenece a la esfera del mito.

Si el mito implica narración, pocas veces se encuentra un narrador natural tan espléndido e imaginativo como Miguel Ángel Asturias. A veces, para menospreciar a un escritor, se suele decir que tiene más estilo que imaginación. O al contrario, que posee más imaginación que estilo. En el caso de Asturias, estilo e imaginación son impresionantes, llenos de recursos, a veces casi inalcanzables para el lector. Cualquier obra de Asturias, incluso la vituperada Trilogía bananera, que todavía aguarda a quien le hará justicia, se destaca por el ingenioso y agudo despliegue de imaginación y estilo.

La estructuración narrativa de Hombres de Maíz corresponde a la estructura mítica descrita por Erye: al principio encontramos una profecía y toda la obra no es otra cosa que el cumplimiento de esa profecía (Erye, 1969: 181). El hecho histórico que da origen a la ficción sucedió a finales de 1800, cuando, después de la Revolución Liberal de 1871, una multitud de ladinos arrebató las tierras comunales a los indígenas con el procedimiento de la enfiteusis (Villamar Contreras y García Laguardia, 1985). Si bien la mayoría lo hizo para sembrar la novedad de ese momento, el café, en la novela de Asturias se trata de otro cultivo, el maíz. En todo caso, un grupo de ladinos intenta despojar de sus tierras a los indígenas de Ilom, una aldea del municipio de Chajul (Diccionario Geográfico de Guatemala, 1991). Los indígenas, capitaneados por el cacique Gaspar Ilom, se rebelan contra la invasión de sus tierras. La solución del conflicto la encuentra el Coronel Gonzalo Godoy, al mando de las tropas enviadas por el gobierno para calmar la situación. Con la ayuda de dos ladinos del pueblo, Tomás y Vaca Manuela Machojón, envenena a

Gaspar Ilom y a sus huestes. Ante la masacre de indígenas, los Brujos de las Luciérnagas emiten una maldición contra todos los participantes: serán estériles y morirán quemados, en una simbólica revancha (el fuego del veneno transformado en fuego de verdad).

René Prieto se ha encargado de subrayar la importancia del fuego en la novela. En el plano mítico, señala el estudioso, la novela es una lucha entre al Agua y el Fuego (el fuego que quema los maizales; el río que Ilom se bebe para contrastar el fuego del veneno). «Asturias ve el Popol Vuh como un modelo estructural y orquesta su novela como una serie de variaciones sobre el tema del agua y del fuego» (Prieto, 1993: 101). Todavía hoy, las ceremonias mayas más frecuentes en el campo de Guatemala giran alrededor del fuego, como señala un Aj'quij (guía espiritual maya) a Jean Molezky-Poz, etnóloga norteamericana, autora de un importante estudio sobre la cosmovisión maya contemporánea.

«Hay cuatro elementos: aire, agua, tierra y fuego. El aire se contamina. También el agua, mientras limpia, a menudo está llena de impurezas debido a todos los lugares por donde viaja y a la forma en que la gente la usa. La tierra es importante para los mayas, pero el fuego, es el conducto de los seres humanos al Creador y del Creador a los seres humanos. Es el lugar para hablar con Dios. Las llamas purifican. Las llamas y el humo llevan a Dios nuestra oración, nuestras intercesiones, nuestro lenguaje. El fuego es también el lenguaje a través del cual Dios nos habla».

(Molezky-Poz, Jean, 2006: 168-169)



Resulta asombroso comprobar la potente intuición de Miguel Ángel Asturias, al poner como centro mítico de su narrativa el mismo elemento que, para los mayas, está en el centro de sus ceremonias y de su religión. Hay que pensar que, para 1949, los estudios antropológicos sobre las comunidades mayas estaban iniciando, bajo la dirección del importante Seminario de Integración Social Guatemalteca, institución a quien debemos las más importantes monografías sobre los pueblos indígenas del país. Para entender, pues, la importancia del fuego como elemento mítico en la sociedad maya, Asturias no contaba más que con su imaginación y su clarividencia: la lectura y traducción del Popul Vuh habrán sido, seguramente, un estímulo, y su estancia en las Verapaces también, pero no eran suficientes como para llegar a las mismas conclusiones de los etnólogos contemporáneos. Se requería la magia de la ficción.

La técnica de Asturias lo hace contar, como si fueran relatos separados, las historias de las víctimas de la maldición de los Brujos de las Luciérnagas. Quizá esa técnica desorientó a los primeros críticos, porque rompía con la estructuración clásica del relato. Quizá ayudaba a esa desorientación el tiempo del relato, que se inscribe claramente en el illud tempus eladiano (Eliade, Mircea, 1972: 373). Quizá no se dieron cuenta de que se trataba de un relato fundacional, en doble sentido: de la fundación del mito de la nación guatemalteca y de la refundación de la literatura latinoamericana.

La primera fundación de Asturias es la del lenguaje. Sabemos, por los estudios culturales, que uno de los signos de identidad del mito de la nación es el idioma. Pues bien, Asturias trabaja en ese sentido solamente a partir de Hombres de Maíz. Sus Leyendas de Guatemala todavía resienten de la mezcla entre modernismo, surrealismo y Popol Vuh. En el ambiente alucinatorio de esa breve y sustancial obra, no se da todavía una mímesis de la lengua española hablada en Guatemala. Un paso adelante, en ese aspecto, lo encontramos en El Señor Presidente, pero aquí la lengua del narrador se distingue perfectamente de la lengua de los personajes, quienes abundan en guatemaltequismos, mientras la lengua del narrador se mantiene dentro de la esfera culta. Solo en Hombres de Maíz Asturias asume, como lengua del narrador, el español de Guatemala, con sus peculiaridades, disonancias y provincialismos. Lo dice muy bien Gerald Martín en su «Nota» a cada una de las dos ediciones del libro (Asturias, 1981 y 1992): «En general, repetimos, hemos respetado la revisión de 1953 con su puntuación regularizada y su afán de aclaración, aun cuando sospechamos que dicha "corrección" se oponía a los instintos de Asturias, quien se había esforzado obviamente por comunicar el habla y la espiritualidad de sus compatriotas analfabetos». Hay un clarísimo subtexto en esta frase de Martín, en donde corre un ligero disgusto por la «corrección» al texto original asturiano, la «regularización» de la puntuación y el claramente innecesario, en literatura, afán de aclaración. Factores que podemos imaginar se debieron a un deseo de llegar a un público de lectores bastante amplio, no desligado del deseo legítimo del editor de «normalizar» la obra dentro de un contexto castellano estándar. La venganza de Martín llegará con las variantes de 1992, cuando podrá evidenciar cuál era la palabra original respecto del texto final. Solo para dar un ejemplo, veamos dos de estas variantes. En la frase: «La cargadora se le quedó mirando agradecida», el editor ha corregido el original: «La cargadora se le quedó viendo agradecida»; pues presenta la típica confusión del español de Guatemala entre «ver» y «mirar». En general, en Guatemala se prefiere decir «ver», sin hacer la distinción normativa del léxico general castellano (Asturias, 1992: 124). En la página sucesiva, la frase: «El café le sentó el estómago» sustituye a la original: «El café le asentó el estómago», que es como se expresaría normalmente un guatemalteco (Asturias, 1992: 125).

¿Cuál es la importancia que tiene narrar «en guatemalteco» sea que lo haga el narrador o que los hagan los personajes? Despejemos, de inmediato, una natural objeción. Todos estamos de acuerdo en que «lo guatemalteco» no existe sino como una abstracción creada por la cultura dominante para encuadrar a los habitantes que encierra una división geográfica determinada. En el caso de Guatemala, la cuestión es más evidente, pues los diferentes pueblos que contiene el país justifican la descripción de una región multilingüe y multicultural.

Una vía para salir de la trampa de esa discusión es conceder que los «guatemaltequismos» existen y son formas sintácticas y morfológicas (pocas), fonéticas (algunas) y léxicas (las más) que me atrevería a afirmar que son interclasistas e interétnicas. Así, los feos eufemismos «puchis, puches, púchica» distinguen al hablante del español de Guatemala. Incluso los estratos más cultos suelen usarlo. Cuando se trata de hacer hablar al pueblo, los literatos cultos han recurrido a un extraño lenguaje, que, en otra ocasión, he tratado de demostrar que viene directamente de la península ibérica, y que por el notable fenómeno de la ficción literaria, ha sido presentado como habla «indígena» (Liano, 2009).

Volvamos, pues, a la cuestión de que el narrador no se distingue de sus personajes y usa una prosa llena de guatemaltequismos. Aunque muy citados, los primeros párrafos de la novela se ajustan a la cuestión que estamos tratando. Como se ha dicho, los ladinos maiceros quieren apropiarse de las tierras de Ilom y enfrentan la guerrilla del cacique Gaspar Ilom. El gobierno manda un pelotón de soldados al mando del Coronel Gonzalo Godoy, para reducir a los indígenas. Una comisión de ladinos visita al coronel:

«Los principales del pueblo estuvieron después del bando a visitar al coronel Godoy. Pasadito el bando llegaron en comisión. Don Chalo, sin quitarse la tranca de la boca, sentado en una hamaca que colgaba de las vigas del corredor del Cabildo, fijó sus redondos ojos zarcos en todas las cosas, menos en la comisión, hasta que uno de ellos, tras tantearse mucho, dio un paso al frente y empezó como a querer hablar. [...] Venían a ofrecerle una serenata con marimba y guitarras [...].

-Y ya que lo brusqueamos, mi coronel -dijo el que hablaba-, juiceye el programa: "Mucha mostaza", primera pieza de la primera parte; "Cerveza negra", segunda pieza de la primera parte; "Murió criatura", tercera pieza...

-¿Y la segunda parte? -cortó el Coronel Godoy en seco.

-La segunda parte nu hay -intervino el más viejo. [...]».

(Asturias, 1992: 12-13)



Como se puede notar, los guatemaltequismos se encuentran sea en la voz del narrador que en la de los personajes: el diminutivo del adverbio en «pasadito», «tranca» por «puro»; «ojos zarcos» por «ojos claros», «tantearse» por «titubear», «brusqueamos» por «molestar con brusquedad», «juiceye» por «juzgue», «Asegunda» por segunda; «nu hay», por no hay. Si los ejemplos anteriores pueden asimilarse, muchos de ellos, a los americanismos en general, véase más adelante la fiesta ofrecida por las huestes de Ilom, en donde el narrador toma la palabra para describir las viandas servidas:

«Adolescentes con cara de bucul sin pintar jugaban entre los ancianos, entre las mujeres, entre los hombres, entre las fogatas, entre los brujos de las luciérnagas, entre los guerreros, entre las cocineras que hundían los cucharones de jícara en las ollas de los puliques, de los sancochos, del caldo de gallina, de los pepianes, para colmar las escudillas de loza vidriada que les iban pasando y pasando y pasando y pasando los invitados, sin confundir los pedidos que les hacían, si pepián, si caldo, si pulique. Las encargadas del chile colorado rociaban con sangre de chile huaque las escudillas de caldo leonado, en el que nadaban medios güisquiles espinudos, con cáscara, carne gorda, pacayas, papas deshaciéndose y güicoyes en forma de conchas, y manojitos de ejotes, y trozaduras de ichintal, todo con su gracia de culantro, sal, ajo y tomate».

(Asturias, 1992: 19)



El párrafo continúa con este lenguaje, que un guatemalteco interpreta con facilidad, pues pertenece a su gastronomía más conocida. Imagino que un estudioso no guatemalteco tiene que acudir a un glosario para identificar puliques, pepianes, güisquiles, chiles huaques, güicoyes e ichintales. Vayamos, para terminar con los ejemplos, a algunas páginas más adelante, cuando los arrieros se cruzan con el señor Nicho Aquino, protagonista de la sección «Correo Coyote». Oigamos hablar a uno de ellos:

«-¡Muchá, ayuden! -dijo, sudando, al dejarlo caer de sopapo-. ¡Solo la tela de que cargan hacen ustedes! ¡Desvinsado voy a parar a causa suya...! [...]

-¡Meté la mano, vos, Pitoso! -dijo otro de los arrieros-; me le quedé mirando por lástima que me da; la gran puerca con las mujeres; y Dios quiera, dicí vos, Policarpo, que no vaya a disponer irse trastumbando tras ella, porque esa babosa "tecuna" lo embarranca».

(Asturias, 1992: 151)



Han pasado muchos años desde que Asturias escribiera Hombres de Maíz- Sin embargo, su mimesis del español de Guatemala aún está vigente. El vocativo «muchá», apócope de «muchachos», todavía sigue siendo usual para dirigirse a un grupo de personas. «Desvinsado» no creo que sea tan usual, y está por «desguinsado», que significa «descoyuntado». El uso del «ustedes» es general en América Latina y está documentado en la Andalucía occidental (Lara Bermejo, 2009/2010: 15 y ss.). De igual manera, el tratamiento personal de «vos» no solo sigue vigente, sino se ha incrementado entre las clases medias y altas de una cierta cultura, que antes se sentían obligadas al uso del «tú». Tratar a las personas por su apodo también es característico de los guatemaltecos, con resabios del nahualismo maya. «Dicí» por «decí» es claro arcaísmo de origen peninsular, mientras adjetivar como «babosa» (un mote genérico polisémico) a una persona sigue siendo característico de la lengua española hablada en Guatemala.

Propongo, entonces, una primera señalación de la importancia del uso de los guatemaltequismos en Hombres de Maíz- Cuando una obra alcanza la categoría de lo clásico, y creo que todos estaremos de acuerdo en colocar la obra de Asturias como un clásico moderno, importa mucho su estilo lingüístico. No solo la armazón de las piezas de la novela (como se ha dicho, de singular importancia en esta obra) sino el modo con que se usa el lenguaje. Cuando Miguel Ángel Asturias asume la lengua española hablada en Guatemala como uno de sus principales recursos estilísticos, eleva esa lengua a lengua literaria. Le da una dignidad que antes no tenía. No porque otros autores no la hubieran usado antes, sino porque ha sido usada en una obra cuya incidencia en la tradición literaria hispanoamericana y española es significativa. Es el mismo movimiento que opera en la Comedia de Dante Alighieri para el italiano; y el mismo de Garcilaso y Boscán para la lengua española.

Si el español hablado en Guatemala asume, gracias a Asturias, la calidad de una lengua literaria, el fenómeno no está aislado de los propósitos cívicos del autor, sino forma parte de un proyecto que ya en sus primeros años como escritor había sido programado. Me permito disentir de una de las interpretaciones de René Prieto, por demás brillante lector y uno de los mejores intérpretes de Asturias. Según Prieto, una de las finalidades de Hombres de Maíz es contribuir, en el plano simbólico, a reforzar el proyecto de Juan José Arévalo de fundar, en Guatemala, una social-democracia con rasgos capitalistas (Prieto, 1993: 90). Propongo retroceder a una serie de conferencias que Miguel Ángel Asturias dictó en 1928, en Guatemala, y que recogió en un pequeño volumen, su única obra ensayística, intitulada La arquitectura de la Vida Nueva (Asturias, 1999). Influido fuertemente por varios autores, pero principalmente por Vasconcelos e Ingenieros, Asturias plantea la reconstrucción de la nación guatemalteca en diversos aspectos de la existencia: se requiere mucho esfuerzo en el estudio y la educación, en la implantación del amor (aquí subyace su formación católica) bajo la forma de la solidaridad entre los seres humanos contra el afán de acumular dinero, en la propuesta de la belleza como ideal supremo, en la atención a la salud pública como requisito indispensable para erigir una nación sana y fuerte. Todo ello conduce a una propuesta de unión entre las diferentes etnias del país: las de origen maya y las de origen europeo. Asturias trata claramente la cuestión cuando se refiere al ideal de belleza: «Acaso no habíamos nunca reflexionado que el tipo de belleza que define nuestro concepto de lo bello, es el tipo maya, o bien, por razones étnicas de origen más próximo, el tipo español» (Asturias, 1999: 33-34). Se podría pensar que Asturias está proponiendo, en 1928, la tesis indigenista del mestizaje. Sin embargo, propongo por leer, en la aspiración asturiana, una anticipación de lo que posteriormente sería llamado la «multiculturalidad», esto es, el diálogo entre la cultura maya y la cultura hispánica, sin que una prevarique sobre la otra. El punto más alto de la nación imaginada en la «vida nueva» sería esta convivencia de culturas.

Sin embargo, a Asturias no le era suficiente escribir un ensayo, por clarividente que fuese, para plasmar esa idea de nación. Necesita construir el mito de esa nación y que ese mito comience por el lenguaje. La primera opción en la construcción del mito es elevar ese lenguaje a lenguaje literario. Los guatemaltequismos, a los cuales están tan apegados Asturias y Gerald Martín, no son un recurso folklórico y pintoresco, sino una sabia operación en la construcción de una nación. Previo a la construcción de la idea de nación, está la construcción del mito de esa nación. La Guatemala de Hombres de Maíz es el mito de una Guatemala soñada por Asturias y no es una casualidad que sus personajes recorran casi toda la geografía del país, hasta terminar en el Castillo de San Felipe (en la novela, el Castillo del Puerto), rebajado a prisión, desde donde los presos suben hasta lo más alto para divisar a la isla de Europa. A este punto, la Guatemala mítica de Asturias tiene su héroe épico, el Gaspar Ilom.

¿Cuál es el motivo por el que Asturias siente la necesidad de refundar el mito de la nación guatemalteca? La respuesta se encuentra, de nuevo, en una serie de artículos intitulados «La realidad social guatemalteca», fechados en París en mayo de 1925, en donde Asturias hace una severísima crítica de la nación creada por la Reforma de los liberales. En forma bastante esquemática, Asturias divide a la realidad guatemalteca en dos grandes grupos: la «masa negra», que son los indígenas y ladinos que sufren la miseria y la explotación, y los «semicivilizados» que componen la clase dirigente. Su descripción de esta última resulta un ejercicio de demolición devastador: abogados semianalfabetos, militares violentos, curas atrasados, señoritas ignorantes, estudiantes no superiores a la carabina de Ambrosio... (Asturias, 1988: 29). En otras palabras, el mito elaborada por los liberales (con su himno, su bandera, su monolingüismo y otros símbolos nacionales) corresponden a una estructura colonial de rasgos semifeudales, donde campean la explotación, el hambre y el atraso en todos los campos.

Como sucede con los mitos, el de la refundación de Guatemala construido por Asturias en Hombres de Maíz sucede en un tiempo imposible de localizar. Si, en la realidad histórica, sabemos la fecha exacta de la masacre de los indígenas de Ilom por un artículo aparecido en El Imparcial en enero de 1927, ubicado por René Prieto (Prieto, 1993); en la realidad literaria carecemos de referencias temporales sobre Gaspar Ilom, sobre Goyo Yic, sobre Miguelita de Acatán, sobre María Tecún, sobre las historias de los personajes que literalmente recorren la novela. Animales y objetos pertenecen al ámbito rural y todos se mueven en medio de una naturaleza fantástica, ríos, árboles y milpas que parecen animarse en conversación con los seres humanos. Uno de los pocos objetos modernos es la alucinada máquina de coser de Miguelita, que se oye misteriosamente en la noche del trópico. ¿En qué tiempo el curandero Chigüichón Culebro opera de cataratas a Goyo Yic, con filosas hojas de esmeralda? ¿En qué tiempo los presos parecen flotar en el agua del río Dulce, encerrados en el Castillo de San Felipe? No lo sabremos nunca, porque es el tiempo del mito. El tiempo que hace eternos a los personajes del libro.

En ese tiempo mítico, junto con el héroe, aparecen los personajes de la novela, que representarán a algunos tipos humanos, y que por habitar el territorio de ese eterno presente, son también tipos míticos. Se desgranan a lo largo de sus relatos, en una especie de concatenación narrativa cuyos hilos se van a juntar en el último capítulo, la historia del mendigo ciego y su mujer fugada; la historia del cartero que se convierte en coyote, merced al nahualismo maya; la historia del cura ambicioso; la historia del extranjero que toca conciertos para piano en medio del bosque húmedo tropical; la historia del militar castigado por su propia violencia; la historia de los arrieros y sus amores melancólicos.

En modo particular, la historia de Goyo Yic y María Tecún se presenta como una hierofanía (Eliade, 1972: 367). Recordemos un momento sus datos esenciales: Goyo Yic es un limosnero ciego casado con María Tecún. Un día, la mujer lo abandona para dejar de estar pariendo hijos repetidamente.

Desesperado por el abandono, Yic inicia una larga búsqueda, que pasa por la recuperación absurda de la vista hasta su conversión en comerciante y su caída en prisión debido a la impericia en el comercio. La historia se cierra con una anagnórisis: en el último capítulo, ya ancianos, Goyo y María se reencuentran y deciden comenzar de nuevo, en la reconstrucción de sus vidas y de su pequeña hacienda, con la ayuda de sus hijos. Esta invención asturiana explica la existencia de una roca con forma de mujer, que existe en el Occidente de Guatemala, roca llamada «María Tecún» y a la que se atribuye el poder mágico de que los hombres engañados suben hasta su altura, creyendo ver en ella a la mujer huida, y desde esa altura precipitan y mueren. Es la unión entre un objeto sagrado, la roca (recuérdese que en la religión de los mayas montes, cerros y rocas son sagrados) (Molezky-Poz, 2006: 113) y la palabra que lo explica.

Naturalmente, este mito necesita de una explicación más larga y más detenida, como lo necesitan los otros relatos contenidos en la novela. Permítaseme una anotación sobre el lenguaje asturiano como instrumento para la creación del mito. En este, hemos dicho al principio, la palabra funciona como un desesperado intento de conocer al Otro, ese Otro que constituye el Ser, cuya naturaleza se define como inalcanzable (Frye, 1989: 15-31; Lacan, 1972, 95-97; Heidegger, 1988: 138). Una de las obsesiones asturianas de toda la vida, obsesión típica de su generación, es la de alcanzar la esencia de ese otro que es «lo guatemalteco» y que la realidad nos presenta lejano y fugitivo, como María Tecún, y que no se puede hallar ni siquiera recuperando milagrosamente la vista (porque los ojos son inútiles para ver lo que no se conoce, como en la novela). Solo aplicándose en el escudriñamiento de la palabra (Goyo Yic sigue frecuentando grupos de mujeres para reconocer a María por su modo de hablar) podremos, quizá, reconocer al Otro que buscamos. En el caso de la novela de Asturias, ese Otro es el hombre de maíz, el indígena maya, la sustancia de todo guatemalteco. Pues no hay guatemalteco que no se nutra de esa sustancia. Quién sabe si en el origen de esa búsqueda no esté la anécdota, también con sabor a leyenda, que quiere al orgulloso ladino Asturias, de familia de alta alcurnia blanca de Guatemala, entrar al aula en donde Georges Raynaud dictaba clases. Según esa fábula, Raynaud detuvo la exposición y señalando a Asturias, dijo: «He aquí a un verdadero maya», merced al prodigioso perfil maya del escritor. En ese momento, podemos imaginar que Asturias descubrió al Otro que habitaba en sí mismo: ese maya que no sabía que era, ese hombre de maíz que germinó en su fabulosa novela.

Por tanto, el mito mayor que abarca todo Hombres de Maíz podríamos ubicarlo en el mito de Gaspar Ilom. Una cierta duda podría plantearse cuando se piensa que Ilom muere al inicio de la novela. Sin embargo, la respuesta resulta banal: muere el hombre y nace el mito. Al final de la sección «Correo Coyote», Nicho Aquino, convertido definitivamente en coyote, y acompañado por el Venado de las Siete Rozas, tiene, en el inframundo, la visión de un Gaspar Ilom convertido, junto con los Brujos de las Luciérnagas, en un ser inmortal e invencible,

«El Curandero señala con su pata de venado, entre los invencibles, al Gaspar Ilom. Se le conoce porque come mucho chile picante, por sus ojos sigilosos y por el pajal cano de su cabeza.

El Coyote-Correo, Nicho Aquino, ve al Cacique de Ilom entre los invencibles, mientras el Curandero-Venado de las Siete-rozas le explica»

(Asturias, 1992; 260)



Otra objeción es que Ilom muere luchando contra los maiceros, y esto podría generar una contradicción con el título de la novela. Sin embargo, podemos conjeturar que hay una diferencia entre la siembra de maíz de los ladinos arrasadores de la tierra de Ilom y el concepto sagrado del maíz entre los mayas. Mientras el objetivo de los ladinos, que siguen los preceptos de la economía liberal, es convertir en dinero el sagrado producto de la tierra, el objetivo de Gaspar Ilom es proteger la tierra de ese proyecto, precisamente porque la tierra es sagrada, o dicho en los términos usados generalmente por los mayas, está defendiendo a la Madre Tierra. De aquí que el asesinato de Gaspar Ilom haga nacer el mito en una de las formas descritas por Frye: la maldición de los Brujos de las Luciérnagas se convierte en profecía, el devastante augurio de que los participantes en la masacre, y los hijos de ellos, serán estériles y morirán por el fuego evocador del fuego del veneno en las entrañas del héroe (Frye, 1989: 181). Dicho de otro modo, el mito de Gaspar cubre todo el resto de la novela y sirve, además, de unión entre episodios solo aparentemente desconectados unos de otros. El punto de unión entre Machojón, que cabalga entre las estrellas, entre Goyo Yic y María Tecún, entre Chalo Godoy, jefe de la montada, entre Nicho Aquino y otros personajes secundarios de la novela es que están realizando, sin saberlo, el destino del héroe de la novela. Es Lotman quien define al héroe como aquel que cruza todos los espacios simbólicos de un relato (Lotman, 1975: 154) En el caso de Hombres de Maíz, la definición se cumple en cuanto Gaspar Ilom cose un relato con otro, realiza una costura simbólica de toda la historia de los personajes. Tal dimensión mítica, fue la que no advirtieron los primeros críticos de la novela.

Los relatos, entonces, se presentan como subunidades del mito principal, conformando, a su vez, relatos míticos, esto es, explicaciones narrativas de hechos de otra manera inexplicables. Veamos algunos casos.

1) La historia de Miguelita de Acatán

El hecho que el mito trata de explicar es que, por las noches, en el pueblo de San Miguel Acatán, después del toque de medianoche del Cabildo, se oye, en el silencio, una ubicua máquina de coser. La explicación es mágica: se trata de Miguelita, o del alma de Miguelita de Acatán, quien por los siglos cose en su máquina Singer, regalada por un enamorado que ella rechazó. Dentro de la novela, la historia de Miguelita tiene dos partes: una real (en la realidad de la ficción) y otra inventada (una ficción de segundo grado). La parte que, por pura convención vamos a llamar «real» la cuentan Aleja Cuevas, la fondera del pueblo, e Hilario Sacayón, su ocasional enamorado. Hace muchos años, en el illud tempus de Eliade, llegó a Acatán un gringo de apellido O'Neil. La cuestión de que se trata de un tiempo inubicable está señalada en la propia narración, pues el gringo escribió su nombre en un árbol, para testimoniar su paso por el pueblo, y una fecha: 191..., cuyo último número, significativamente, ha sido borrado por el tiempo mismo. El gringo, que el padre de Hilario llama, para simplificar, «Nelo», se hace gran amigo del arriero y juega con el niño que, en esa época de su infancia mítica, fue Hilario. El trabajo del gringo era vender máquinas de coser Singer, y luego de un cierto período, se va. Sobre este recuerdo, vago como los recuerdos de la infancia, Hilario Sacayón inventa la historia de Miguelita: según el arriero-narrador, el gringo se enamoró perdidamente de Miguelita y le regaló una máquina de coser para lograr su gracia, pero ella lo rechazó. Se quedó soltera, y, para siempre, después de medianoche, su alma en pena hace funcionar la máquina regalada por el infeliz enamorado.

No será la única vez que los norteamericanos aparecerán en la obra de Asturias. En general, los «gringos» aparecen bajo una veste de simpatía. Así, Mr. Gengis, en El Señor Presidente, le sirve a Asturias para definir una característica de los guatemaltecos según el personaje: «¡Oh no, a mí me gustó más aquí con ustedes: decir lo que no se siente con tal que sea muy bunito!» (Asturias, 2000: 301). El personaje es gustoso, dicharachero y simpático, aunque su presencia sea fugaz. Otro norteamericano de notable importancia es Lester Mead en Viento fuerte, quien casi heroicamente lucha contra la gran multinacional bananera, en solidaridad con los guatemaltecos, y también él será barrido por el huracán, el «viento fuerte» que cierra ese relato. En cambio, en el lado opuesto de la balanza, está el protagonista de El Papa Verde, una clara alusión a Minor C. Keith, cuya epopeya podemos encontrar en El imperio del banano.

El O'Neill de Hombres de Maíz pertenece a la categoría de los personajes positivos. La parte final en que se habla de él puede darnos una pista muy interesante. Unas investigadoras norteamericanas llegan a San Miguel Acatán para recoger datos sobre la estancia de O'Neill en el pueblo, pero quien se los puede dar, Hilario Sacayón, está sobrio y no en vena de inventar historias:

«Las gringas, sin embargo, algo sabían de la historia de la Miguelita, morena como la Virgen del Cepo, alfeñique con anís de gracia, los pies como cabezas de alfiler, las manos gordezuelas, pero Sacayón se contentó con oírlas, vanidosamente, sin pronunciar una sola palabra. Las gringas, antes de marcharse, le dejaron un retrato del señor O'Neill, un hombre célebre».

(Asturias, 1992: 172)



Martín señala la clara alusión a Eugene O'Neill, fundador del teatro norteamericano contemporáneo (Asturias, 1992: 372, n. 63), y, quien antes de dedicarse a la literatura, tuvo una vida aventurosa, en la que se cuenta una estancia en Honduras como buscador de oro. Hay testimonio de que Asturias lo había leído antes que el autor norteamericano recibiera el Nobel y Martín señala una curiosidad: una antropóloga norteamericana, de apellido O'Neal, estuvo en el área donde transcurre la leyenda, investigando sobre tejidos indígenas.

Una categoría bajtiniana podría ayudarnos a interpretar el mito de Miguelita de Acatán, mujer huidiza, inalcanzable. Si, como afirma Bajtín, la «carnavalización» es propia de la tradición popular (y, en este caso, el tono de lo popular se lo da el hecho de que el inventor del mito es un arriero ingenioso y buen narrador), podríamos pensar este texto en el ámbito del carnaval, del «mundo al revés» (Bachtin, 1968: 159-170). En efecto, en el plano de «lo real», el norteamericano Neil o Nelo ocupa una posición social superior a la de Miguelita. Sin embargo, ésta, con sus negativas y su desprecio, realiza una «descoronación» del gringo, y, contemporáneamente, se «corona» ella, asume el rango de reina (o como dice el término contemporáneo: se «empodera») y lo hunde en el desconcierto y la desesperación. De esa forma, la historia de Miguelita de Acatán se promueve al rango de mito popular, al punto que numerosas canciones sobre su historia se cantan en los caminos del país.

2) La historia de Nicho Aquino

Dionisio Aquino es el cartero de San Miguel Acatán. Del pequeño pueblo situado en un lugar impreciso del altiplano (existe un San Miguel Acatán real, pero, como Ilom, merced a la mitificación operada por Asturias, no corresponde al San Miguel Acatán mítico (Arriola, Jorge Luis, 1973: 514). Dionisio, llamado Nicho por todos, viaja a la capital, transportando cartas y paquetes postales de los del pueblo y sus alrededores. Una vez consignado todo en la ciudad, regresa al pueblo, con la correspondencia,

«... en tanto muchas madres leerán con sorbo de lágrimas sin motivo, pero lágrimas al fin, largas, saltonas, saladas, las cartas de sus hijos que estudian en la capital, y el juez de paz y el mayor de plaza, las cartas de sus esposas, y los oficiales de la guarnición, las letras de alguna amiga que les manda a decir que está bien, aunque esté enferma, que está contenta y feliz, aunque esté triste, que está sola y le es fiel, aunque esté acompañada...».

(Asturias, 1992: 145)



Más adelante se aludirá a los extranjeros que esperan paquetes con contenidos valiosos y que confían enteramente en la honradez de Nicho. El relato inicia con el regreso de Nicho, quien cree que en casa lo espera amorosamente su esposa Isaura Terrón. Al entrar en casa, Nicho se da cuenta de que su mujer lo ha abandonado, que se ha vuelto una «tecuna» y luego de buscarla infructuosamente, va a emborracharse a una taberna, en donde, por robarle un chal que había comprado para su mujer, la tendera Aleja Cuevas lo intoxica con alcohol y el buen hombre termina en el hospital. Más adelante, Nicho descenderá al inframundo, a través de un siguán, al lado del Venado de las Siete-Rozas y verá a los Brujos de las Luciérnagas junto con Gaspar Ilom, ya convertidos en seres inmortales. Al final de la novela, Nicho se reúne con Goyo Yic y María Tecún en el Castillo del Puerto.

Este relato sirve para ilustrar dos mitos: el del nahual y el de la roca de María Tecún, que da nombre a las mujeres que abandonan a sus maridos, por esto llamadas «tecunas». El mito del nahual es ampliamente conocido y existe una vasta literatura acerca de esta categoría fundamental de la religión de los mayas. En realidad, el hecho de que Nicho Aquino, al atravesar las montañas entre San Miguel Acatán y la ciudad, se convierta en coyote, demuestra el profundo conocimiento de Asturias acerca del nahualismo. No solamente la existencia de un animal-gemelo, un animal símbolo, un animal-metáfora para cada uno de nosotros, desde nuestro nacimiento, sino también la capacidad de que algunos puedan convertirse en ese animal, o puedan ser convertidos en ese animal. Al principio, tal capacidad es de utilidad práctica para don Nicho, pues le permite desplazarse en el camino con mayor velocidad; al final, ya definitivamente convertido en coyote, le permite descender al inframundo de los mayas, y visitar la Casa Pintada, experimentar la belleza de esa ciudad y finalmente entrar en contacto con los Brujos de las Luciérnagas y Gaspar Ilom. Me interesa subrayar la experiencia de Nicho Aquino en la Casa Pintada, pues ilustra una de las ideas centrales en la «Vida Nueva» preconizada por Asturias en su ensayo. Veamos la descripción de la casa:

«La Casa Pintada daba a la orilla de un lago subterráneo. En el agua oscura pequeñas islas de millones de algas verdes, manchas que se iban juntando y separando bajo el pulso tenue de la corriente. Allí, por mucho que el señor Nicho tocara el agua, la realidad era más sueño que el sueño. Por una graciosa abertura, medias naranjas de bóvedas cubiertas de estalactitas y estalagmitas se reflejaban en el lago. El líquido de un profundo azul de pluma brillante, mostraba en su interior, como en un estuche de joyas las zoguillas del deslumbramiento, los fantásticos calchinitles atesorados por la más india de las indias, la Tierra. Fúlgidas granazones de mazorcas de maíz incandescente [...] ser agua, agua, agua, pero agua estática, agua congelada en diamantes, en éxtasis de diamantes. Pero no sólo de arriba, de abajo salía también una extraña verdura de cristales. Tuvo la sensación de estar dentro de una perla. [...] Debía vivir alguien en aquel lugar. Se estaba desperdiciando tanta belleza».

(Asturias, 1992, 248-249)



Como se recordará, Asturias había propuesto, en su idea de reconstrucción de la nación, varios valores fundamentales, entre los que se encontraba la belleza, cuya fuente puede ubicarse en la propuesta de Vasconcelos en La raza cósmica (Vasconcelos, 1948: 27 y 39). La construcción del mito de la ciudad de los hombres de maíz, presidida por Gaspar Ilom, posee dicha belleza. Asturias no describe el mito del nahual, lo da por hecho, pero lo vuelve teoría al transcribir un documento escrito por uno de esos párrocos españoles perdidos en las montañas de Guatemala (también aquí, la alusión a Fr. Francisco Ximénez resulta bastante clara). Naturalmente, el párroco describe el nahualismo como cosa del demonio:

«[...] y otro tanto ocurre con los ardimientos de los "nahuales" o animales protectores que por mentira y ficción del demonio creen estas gentes ignorantes que son, además de sus protectores, su otro yo, a tal punto que pueden cambiar su forma humana por la del animal que es su "nahual", historia esta tan antigua como su gentilidad».

(Asturias, 1992: 154)



Podría ampliarse, aquí, una descripción de la categoría bajtiniana de la «polifonía», bastante evidente en todo el texto. Asturias hace hablar, con una habilidad mimética extraordinaria, a ladinos, indígenas, alemanes, chinos, españoles y norteamericanos; a la gente del pueblo, a los militares, a los solemnes brujos de las luciérnagas, al mismo Gaspar Ilom, cambiando registro con cada personaje, aunque respete siempre los dichos y los giros propios de la región.

3) La historia de Don Casualidón

Como ya se ha citado, Asturias señala, en la Arquitectura de la vida nueva (Asturias, 1999, 95) que el ideal de nación imaginado es el de una convivencia armoniosa entre lo que es propiamente guatemalteco, esto es, lo maya, en conjunción con su otra raíz, lo hispánico. De este modo, así como planta como eje central del mito en Hombres de Maíz a su héroe Gaspar Ilom, del mismo modo traza la figura del carácter español con la figura de Don Casualidón. Se trata de un cura párroco de un pueblo del altiplano, poblado de ladinos pobres

«una hermosa población de ladinos pobres, como hay tantos en tierra fría y pretenciosos como pocos debido a sus letras, no muy bastantes, per sí las necesarias para llamarse letrados, gente de peso, triste e importante. La dulce pobreza aldeana que se disimula con buenos modales, agua, jabón y regalitos rodeó al párroco...».

(Asturias, 1992, 238)



Sabe Don Casualidón que un párroco de tierras perdidas en lo profundo del altiplano está muy enfermo. Sabe también que la parroquia es paupérrima, pero que preside a cincuenta mil indígenas que trabajan recogiendo oro de los ríos. Imagina que, por miserables que sean, de vez en cuando darán de limosna una pepita de oro. Se le despierta una feroz ambición: una pepita una semana, otra la siguiente y se llenará de riqueza. Finge altruismo con el párroco enfermo y le propone una permuta. El otro acepta y Don Casualidón se encuentra perdido en las montañas, en una parroquia sin parroquianos, pues los indígenas viven en tal estado de miseria y abandono que ni siquiera frecuentan la iglesia. En toda la primer parte de ese relato, al nombre de Don Casualidón se añade la aposición: «el español», aposición que subraya la ambición desmedida que guía los pasos del cura. Su llegada al pueblo prometido se ilustra con un gustoso diálogo:

«Dio voces. Todo parecía abandonado. El arriero que lo acompañó con el avío, se volvió en seguida. Por fin, de tanto clamar en el desierto, asomó un indio, le dio las buenas tardes, ya entrada la noche y le preguntó qué se le ofrecía.

-Alguien que venga a servir de algo... -contestó el español.

-Nuay -le dijo el indio.

-Pero yo soy el nuevo párroco, avísale a la gente; aquí, cuando estaba el otro padre, ¿quién servía?

-Ninguno es que servía -contestó el indio.

-Y en la iglesia, el sacristán...

-Nuay.

Don Casualidón, el español, fue acomodando sus cosas, ayudado por el indio. Aquello no podía ser. Se le subió el más duro conquistador a la cabeza y trepó al campanario por una escalera crujiente. Un repique violento, igual que alarma de incendio, anunció su llegada».

(Asturias, 1992, 240)



Al fin, don Casualidón, el español, se rinde ante la realidad. Ha hecho un pésimo negocio. Se ha condenado a sí mismo, por ambicioso, a una prisión perpetua de hambre, estrecheces y miseria. Y entonces sube con prepotencia la sangre irlandesa que también lleva en sus venas, y esa sangre católica es la sangre de la culpa, que don Casualidón experimenta con tanta pasión como antes era ambicioso. «La bestia española se resistía a doblar las rodillas, igual que un toro herido, y bufaba mirando de un lado a otro, con los ojos enrojecidos, brasosos [...] La penitencia fue larga: hambre, silencio, abandono, pero le aprovechó espiritualmente: todo el orgullo del católico español acurrucado bajo la cristiana sangre del irlandés» (Asturias, 1992, 241). La larga historia de Don Casualidón se cierra cuando recibe un regalo en una bolsa, se despierta de nuevo la ambición, pues cree, por el peso de la bolsa, que al fin recibirá oro, y más tarde, al abrirla, descubre que es un freno de caballo. Viaja a la capital y pide al Obispo que le ponga el freno en la boca, por caballo (lo cual recuerda aquel «caballísimo de mí» de resonancias vallejianas). Abandona los hábitos y se vuelve una especie de bandolero, que circula por los caminos, junto con los arrieros.

Estamos, de nuevo, delante de la figura bajtiniana de la descoronación. En el caso de la cultura dominante en Guatemala, de singular importancia. Se sabe que, en la escala social y en la clasificación del estatus, los descendientes de europeos, y los ladinos propiamente dichos, están arriba, en todos los aspectos de la existencia, mientras que los indígenas, que son la mayoría de la población, están abajo. Asturias realiza el derrocamiento de esta posición simbólica (que evoca, en cierto sentido, la teoría de la simbolización del espacio de Lotman), pues los que están arriba, los ladinos y el español Don Casualidón, son derribados moral y simbólicamente en el texto. No es una casualidad la descripción de los ladinos pobres: pura ostentación y fingimiento, y no lo es la insistencia en la ambición culpable de Don Casualidón. Frente a ellos, Asturias dibuja, quizá en forma idealizada, la figura de los indígenas que recogen el oro: «La felicidad de aquella gente buena, pegada a la tierra, a la cabra, al maíz, al silencio, al agua, a la piedra, y despreciadores de las pepitas de oro, porque conocían su verdadero valor» (Asturias, 1992, 242). No estamos aquí para juzgar si el cuadro que pinta Asturias es justo o no lo es. Nos interesa observar que en la construcción simbólica del mito, cuya base teórica podrían ser las ideas de la «Vida Nueva», Asturias hace encarnar una de los aspectos negativos que critica en su propuesta de refundación nacional, a un aspecto innegable de la vieja nación fundada por los liberales: la ambición por la riqueza y el dinero, en clara oposición a una vida simple y cristiana, regida por el Amor. Quizá sea ese el aspecto con el que cierra la novela, cuando, al final de tanto trabajo, angustias, abandonos y prisiones, descubrimos que María Tecún no es más que la encarnación que María la Lluvia, la Piojosa Grande, la esposa de Gaspar Ilom. El epílogo no es ocioso: María Tecún y Goyo Yic se reencuentran, ya viejos, y con sus numerosos hijos y nietos regresan al altiplano, en un claro proceso de refundación de un modo de vida, a sembrar la tierra, a hacerlo todo nuevo:

«Volvieron pues, a Pisigüilito. Horconear de nuevo para construir un rancho más grande, porque sus hijos casados tenían muchos hijos y rodos se fueron a vivir con ellos. Lujo de hombres y lujo de mujeres, tener muchos hijos Viejos, niños, hombres y mujeres, se volvían hormigas después de la cosecha, para acarrear el maíz: hormigas, hormigas, hormigas, hormigas...».

(Asturias, 1992, 281)



Se ha dicho que Prieto interpreta este cierre como una propuesta arevaliana de socialdemocracia (Prieto, 1993: 90) Por mi parte, quisiera proponer una lectura ligeramente diversa, como he tratado he desarrollar en las reflexiones anteriores. Quizá el propósito de Asturias era más ambicioso: en 1945, fecha con la que firma el final de la composición de la novela, una nueva Guatemala se estaba construyendo. Quizá Asturias quiso dotar a esa nueva Guatemala no solamente de un sistema socioeconómico ligado a la contingencia; quizá deseó darle una nueva mitología para reconstruir la idea de nación, según él la había previsto años antes; quizá soñó con un país nuevo, regido por valores nuevos y diferentes a los que hasta entonces habían dominado la cultura nacional. Con Asturias, miles de guatemaltecos soñaban que estaba por surgir un nuevo amanecer, un Saker Ti, como llamaron a su grupo los literatos de la revolución del 44, nuevo amanecer por el que lucharon en los famosos «diez años de primavera en el país de la eterna dictadura» (Galich, 1994).

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