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Miguel Delibes: dos facetas de su narrativa

Giuseppe Bellini





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Hace ya varios años escribía yo sobre Miguel Delibes y su obra, al traducir algunos de sus cuentos y novelas breves, que reuma bajo el titulo de uno de sus libros Siesta con vento sud1, subrayando algunos motivos fundamentales de la narrativa del escritor vallisoletano. Bondadosamente escribía años más tarde Delibes que, junto con otro crítico, Maurice E. Coindreau, habíamos «visto claro» y le habíamos «enseñado» a verse a él, que, hasta el momento, «literariamente al menos», se desconocía.

Dentro de los contados éxitos editoriales que Miguel Delibes tuvo en Italia2 acaso este librito sea el que más contribuyó a darle a conocer, en un momento en que la atención de las editoriales italianas seguían rumbos más ligados a un realismo claramente protestatario, autores que, como Juan Goytisolo o Cela, Ferlosio o Aldecoa, la Matute o la Martín Gaite, Luis Goytisolo o Fernández Santos, García Hortelano o López Pacheco, representaban la «novedad», la improvisamente descubierta actualidad de la narrativa española, frente a un pasado ocupado casi por completo, en el imaginario de los lectores y los críticos italianos, por la figura de Unamuno, de Pío Baroja, de Pereda, Palacio Vales y Galdós.

Dentro del ámbito académico, naturalmente, todo era distinto, porque Delibes representaba la que se puede llamar la «novedad dentro de la continuidad». Cela, muerto Baroja, no dudaba en reconocer en él a su maestro3; Delibes sin declararlo, iba revelándose en su obra hijo directo del gran Don Pío, del cual seguía la independencia frente al medio literario, una originalidad sin artificios modernizantes aparatosos, en la expresión y en la estructura de sus novelas, una libertad de juicios que lo alejaba de ruidosas agresividades, una   —4→   reflexión profunda acerca de la sustancia misma del ser humano y su aventura vital, dentro de un medio que lo hacía naturalmente personaje dramático, como dramática es siempre la vida humana.

Como Pío Baroja sus personajes procedían de medios sencillos, frecuentemente eran seres marginados, como los niños, o gente del campo, o bien de la ciudad, pero incluidos ya, por su condición social o la edad, dentro de la marginación. Su realismo, si así podemos llamarlo, era un realismo humano, más de denuncia de la condición interna del hombre que de su situación material. Una condición en la que se demostraba por completo una injusticia más profunda, que no necesitaba razones económicas o políticas para ser tal, sino que dependía totalmente de la radical injusticia de la organización del mundo, entendiendo muy claramente por mundo el español, o mejor el castellano, dentro del cual se mueven los personajes de Delibes, generalmente insertados en un paisaje rural de natural sugestión, no de función simbólica como para la famosa «Generación del '98», sino vigorosamente fortalecedor, interpretado sin retórica.

No se proponía, el escritor, regeneración alguna en forma directa, sino que el lector era llamado visiblemente a participar del drama, a formarse su juicio personal, a fortalecer sus convicciones o ahondar en sus dudas, sus certezas o sus inseguridades, con plena libertad. Porque el hombre es lo que es, y nada más. Y acaso en esto consista el pesimismo que en más de una ocasión asoma en los libros de Delibes, la angustia que domina no solamente sus primeras pruebas narrativas, novelas como La sombra del ciprés es alargada, El camino o Mi idolatrado hijo Sisí, sino que se hace patente en toda su obra posterior.

Escribía el propio narrador que al equilibrio entre ternura y realismo, notas a las que se agrega el humor, a partir de El camino, individuadas por Coindreau, a la angustia existencial y la preocupación por la muerte, subrayadas por mí, él hubiera añadido «una nueva característica»: la «propensión a novelar los medios rurales y las gentes sencillas», propensión que algunos críticos le habían «afeado»4, pero que él estimaba que no tenía nada de censurable, y añadía:

«[...] Entiendo que la buena novela puede ser, indistintamente, rural o urbana, y, por otra parte, preocupación siempre viva en mí ha sido el hallazgo de valores estables, de valores materiales permanentes y, hasta el día, no encontré otro menos engañoso que la naturaleza. En lo que atañe a mi preferencia por las gentes primitivas, por los seres elementales, no obedece a capricho. Para mí la novela es el hombre y el hombre en sus reacciones auténticas, espontáneas, sin mixtificar, no se da, a estas alturas de civilización (?), sino en el pueblo [...]»5.



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Son afirmaciones importantes, que explican no solamente el mecanismo interior del novelista, sino también su equilibrio, como lo explica su reconocimiento de que la maldad, los vicios, se dan en cualquier parte, no solamente en la ciudad, sino también en el campo, aunque, según afirma, «el campesino no es responsable de ello; en cambio, el vicio urbano es un vicio más consciente; un vicio no fraguado, salvo en ciertos estamentos, por la sordidez y la incultura, sino por el tedio y el refinamiento»6. Según Delibes, extremando esta posición personal, «Los pecados campesinos son, pues, no sólo más primitivos que los urbanos sino también más disculpables. Y a "sensu contraria", la virtud campesina, no sólo es más fragante que la urbana, sino además más meritoria»7. O sea que todo es más primitivo, espontáneo, sin los refinamientos o las perversiones de la sociedad ciudadana.

Lo cual confirma la íntima adhesión del escritor al medio rural, su innegable «propensión hacia la naturaleza», declarada8 y documentada concretamente en los numerosos libros dedicados a la caza, desde Diario de un cazador, hasta El último coto, donde ya entra un sentido profundo de lo irrepetible, una nota más de angustia del hombre Delibes, quien ve pasar los años, desaparecer personas y animales -los perros que acompañan al cazador son también personas- y siente acabado el período de su actividad cinegética, la del vigor físico.

Porque la caza es, para el verdadero cazador, un ejercicio, es vivir metido en la naturaleza, es llegar a su casa satisfecho por un día feliz, aun sin haber cazado ninguna pieza. Se inauguran ahora «Tiempos de desolación»9, puesto la indiferencia del poder ante la destrucción de las especies.

Delibes, gran cazador, es un convencido defensor de la naturaleza. También en esto, desde siempre, es «actual», porque entiende la caza no como ejercicio irresponsable, sino conforme al orden de la naturaleza para su conservación. El largo elogio a la vida del campo, opuesta a la vida de la ciudad, nada tiene que ver con el antiguo «menosprecio de corte y alabanza de aldea», ni con la «vida retirada», formas retóricas que no corresponden al sentido vital de la pasión campesina de Delibes. A través de su obra la naturaleza recupera su dimensión dominante y su función regeneradora. La caza es la activación positiva de la vida y en ella se dan los tres «ingredientes» que Delibes considera «inexcusables para la novela: Un Hombre, un Paisaje, y una Pasión»10.

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Añadiría un ingrediente más: el idioma. Porque Delibes es un gran dominador del castellano, del cual conoce los más íntimos secretos. En este ámbito, me parece, el escritor desarrolla otra operación ecológica: la de conservar la expresión más característica de un idioma tan rico, resuscitando un vocabulario destinado si no a desaparecer a quedar ignorado, no a través de una operación arqueológica, sino proyectando en la página toda su vitalidad original. Si en Cien años de soledad el mundo de Macondo «era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo»11, el mundo de Delibes es tan viejo y rico que no se necesita inventar nada. No se trata de retórica, sino de contar las cosas llamándolas con sus nombres, dando a la frase toda su expresividad.

La posición de Miguel Delibes frente al supuesto «progreso» queda patentemente denunciada en su discurso al ingresar en la Real Academia12. El progreso no puede ser destrucción sino equilibrio; escribe: «En rigor, antes que menosprecio de corte y alabanza de aldea, en mis libros hay un rechazo de un progreso que envenena la corte e incita a abandonar la aldea»13. Lo cual, sustancialmente, significa que al hombre se le ha enfriado el corazón14. Por eso hace falta devolverle la esperanza a través de libros «transparentes», en los que se refleje «la única etapa que realmente merece la pena vivirse, la única edad en la que las debilidades son observadas sin acritud y el diario contacto con la mezquindad y la muerte, todavía no han formado en el alma una costra de escepticismo»15: la edad de la adolescencia. Una adolescencia que puede prolongarse hasta por toda la vida. En una tesis reciente su autora escribe:

«La felicità dell'uomo sulla terra è, in sostanza, la meta alla quale aspirano lo scrittore e le sue creature di finzione. A volte questo intenso anelito di vita si placa, per alcuni personaggi, nell'incontro con l'amore, ma si tratta sempre di una soluzione transitoria. La vera risposta al bisogno di amore e di un equilibrio interiore si rivela felicemente nell'incontro con Dio.»16



O más sencillamente, con palabras del cura de El camino: «La felicidad no está, en realidad, en lo más alto, en lo excelso; está en acomodar nuestros pasos al camino que el Señor nos ha señalado en la Tierra. Aunque sea humilde»17.   —7→   Lo cual no significa resignación pasiva, sino que cada uno tiene que llenar el papel que le corresponde. Por esto no existen en las novelas de Miguel Delibes seres excepcionales, héroes o superhombres, sino una normalidad de personajes que corresponde a una realidad creíble.

La obra literaria de Delibes se desarrolla entre la preocupación por la existencia -llamarla angustia existencial podría prestarse hoy a equivocaciones- y un mensaje de esperanza, que expresan directamente el paisaje o los mismos personajes. Algunas de sus novelas representan cabalmente estas dos facetas, a veces presentes en un mismo libro, a veces no. Bien lo vemos en La hoja roja, momento alto de comprensión por el drama de la vejez. Como de costumbre, los personajes son mínimos, sin características especialmente remarcables; personajes como hay muchos: aquí un anciano, como sabemos, que acaba de jubilarse, y una criada, campesina basta, analfabeta, sencilla y sin embargo expresión de una bondad natural que la induce a compasión hacia el pobre hombre, del cual instintivamente intuye el drama.

Con habilidad el narrador nos representa el tipo humano del anciano a través de repeticiones que indican su desgaste físico y mental. La memoria se debilita; la visión del mundo que tiene es el desastre: «Estamos sentados sobre un volcán», es el leit-motiv que nos acompaña a lo largo de toda la novela. Pero el viejo no ha abdicado de su orgullo; no se hace ilusiones y observa concientemente el progresar del abandono, el cansancio que su presencia produce en los demás, la mala soportación de sus discursos repetitivos, que por otra parte vierten sobre nimiedades, y se hace a un lado. Es cuando el terror a la soledad se apodera de él y le induce a buscar remedio en la compañía de la criada, a la cual, a la postre, quedará hondamente ligado, como a una hija.

Una serie de escenas animan la novela dándole una dimensión desgarradora sobre el tema del hombre agotado, inútil una vez llegado a viejo. La más acertada es la de la jubilación, que concluye con la entrega de una medalla de plata. La timidez la vence el viejo con el vino, y es cuando su discurso, que no se aleja de los temas de su quehacer ordinario, se hace prolijo, pesado y acaba por cansar al auditorio. El drama se acentúa con la representación del escaso respeto de los jóvenes hacia los viejos. El ridículo aumenta el sentido de la tragedia, establece distancias entre lo humano y lo inhumano.

Delibes escribe páginas de antología sobre la debilidad del hombre, su progresivo desmoronamiento, la maldad impiadosa del prójimo; penetra la situación desamparada del individuo que ha perdido la fuerza y el optimismo de la   —8→   juventud y está cercado por la soledad, agobiado por el sentido de la muerte próxima. La fiesta para el pobre don Eloy no es tal, se transforma en una farsa; sus compañeros de un tiempo son una chusma malvada; de repente el ritmo se acelera, envuelve todos en una prisa irracional:

«El señor Alcalde se colocó apresuradamente el gabán, el sombrero y los guantes y, al momento, todos le imitaron. En la puerta Martinito, el del coche-manga, le palmeó los hombros al viejo Eloy y le guiñó un ojo: "Que la duerma usted bien, don Eloy", dijo. Y todos rieron».18



A veces matan más las palabras que las armas. Comprendemos como improvisamente se apodera del pobre festejado un frío terrible, un frío interior. Delibes sabe penetrar en las profundidades más ocultas del ánimo humano. Ese frío que atormentará por todo el resto de su vida al viejo es el frío de las humillaciones y el abandono: «y volvió a descender sobre el viejo el frío, un frío extraño que le nacía dentro del cuerpo y se ramificaba luego por las venas y los músculos y los nervios para escapar a la noche a través de la piel [...]»19.

Como telón de fondo un panorama «conveniente». Delibes es un hábil pintor de ambientes. La melancolía que exhala la escena se aviene con la tristeza de la noche, donde la visibilidad se anula, las personas pierden dimensión concreta, se vuelven fantasmas, no son más que eco sordo de palabras. Envuelto en la soledad el viejo, como un personaje de Fellini, el de Amarcord, o el Fausto barojiano de Las tragedias grotescas, siente una desolación profunda, carraspea para afirmar su presencia, mientras el foco de la calle arranca «de la puntita de su nariz unos vivos destellos»20, eterna gota a punto de caer que caracteriza la vejez. Continuamente la Desi tendrá que avisarle al señorito que saque el pañuelo para secársela. Ahora «una fina neblina aun sin cuajar, ascendía del cauce del río y el fondo de la calleja era como un tabique brumoso. Oyó las pisadas de sus compañeros perderse en la distancia [...]».21

Escena de honda melancolía. Delibes denuncia eficazmente, con el drama de la vejez, el de la ingratitud filial. Los hijos, en la sociedad moderna, fundada sobre el egoísmo, se desentienden de sus padres, cuando ellos necesitarían más comprensión y compañía. Humanamente se explica el desesperado refugiarse del viejo Eloy en la cocina, su conversar con la criada, a la que, como un padre, aprende a leer y escribir. Dos infelicidades se juntan, porque también la Desi es una víctima: ha fracasado en su sueño de amor. Dos infelices se unen   —9→   para resistir el embate de la soledad. La mujer inculta, en su instintiva bondad, comprende el drama del viejo, cuando éste le ofrece su compañía, y la acepta:

«Ella vaciló y, finalmente, tomó un vaso y lo apuró hasta el fondo. Al terminar, sus manos temblaban y en sus ojos obtusos se había hecho repentinamente la luz. Puesta en pie, miró dócilmente al viejo, que también se había levantado, y sus ojos se llenaron de agua. Dijo apenas con un hilo de voz:

-Como usted mande, señorito».22



Una vez más del ámbito rural llega la salvación. La comprensión, si no el amor, rescata de la brutalidad. La tierra madre produce hijos comprensivos, en los cuales la ciudad no logra agotar los sentimientos primordiales. El mensaje de Delibes es, al final, positivo: la solidaridad vence el miedo a la muerte; la salvación viene de la gente del campo, gente que se ha criado en contacto sencillo con la naturaleza. Delibes penetra con ternura personajes y situaciones, presentándonos valores inéditos en los humillados y ofendidos.

Gran tema del escritor vallisoletano es la muerte, de tan honda raíz hispánica. Yo me atrevería a aventurar aquí una comparación con Quevedo, gran cantor del límite humano. No cabe duda de que Delibes ha leído y meditado al gran escritor del siglo XVII, como lo han leído y meditado en nuestro siglo gran parte de los escritores y poetas de España y de América. La visión de la muerte en Delibes es, sin embargo, radicalmente distinta, porque no incide en lo metafísico, sino que es pretexto para denunciar la negatividad de los vivientes, frente al drama que ella implica. Lo vemos en Cinco horas con Mario: aquí la muerte es motivo para que se nos revele en su gastada intimidad una mujer, y con ella toda una serie anónima de personajes.

Suele afirmarse que Cinco horas con Mario es la obra maestra de Delibes y ciertamente es una de las más relevantes de sus novelas, hábil entramado de medios expresivos, situaciones y sentimientos. Los personajes son, como siempre, corrientes, mínimos, a veces puras comparsas que se pierden, al estilo barojano, a lo largo del camino. Protagonista pasivo el muerto, presencia aterradora, y activo la viuda, que durante cinco horas de vela, releyendo los párrafos de la Biblia subrayados por el marido, va rememorando su propia vida conyugal, recriminando acerca de su «infelicidad» de mujer que el esposo ha descuidado por sus libros, sin darle siquiera el gusto de un coche.

La frustración del personaje, de horizontes cerrados, se concretiza en dudosas amistades y sobre todo en el recuento de oportunidades perdidas, de   —10→   deseos superficialmente vencidos, una casi claudicación episódica, una resistencia «beata» a tentaciones ocultas, que todavía asoman en la insistida obsesión por un seno que abulta dentro del jersey. No hay en esta mujer dimensión espiritual alguna, nada ha comprendido de las inquietudes de su marido y manifiesta sólo una «beatería» superficial que confunde con la honradez. Su vida matrimonial la ha vivido superficialmente: un matrimonio fracasado, con un hombre que ha muerto, según ella, en el momento menos oportuno, como si la muerte tuviera momento oportuno.

Las páginas maestras son muchas en la novela y sobre todo lo son las que introducen el largo monólogo interior de la viuda, que arranca siempre de un pasaje de la Biblia, como hará más tarde con el Discours de la métode Alejo Carpentier, en El recurso del método (1976), sobre el tema de la dictadura.

La treintena o poco más de páginas que constituyen el comienzo de la novela reflejan de manera novedosa y maestra la superficialidad del clima, la inconsistencia de los sentimientos, denuncian la falsedad de las relaciones humanas, en un momento crítico como es el de la muerte. Porque para la mayoría de la gente la muerte es un accidente enojoso, y acaso Delibes no haya llegado nunca, en su obra, a representar con tanta habilidad el inquietante contraste, sobre el tema, con la superficialidad de la sociedad urbana.

Las expresiones más banales se suceden para destacar la irrealidad del clima. Asturias definía la muerte un «estar sin estar» que siempre produce inquietud23. En la novela de Delibes no hay tal; besos, abrazos y apretones no expresan afecto, sino «circunstancia»: «Los bultos llegaban y salían. El desagüe era permanente; una renovación higiénica»24. La viuda «Se inclinaba primero del lado izquierdo y luego, del lado derecho y besaba al aire, al vacío, al buen tuntún. "Gracias, querida, no sabes cuantísimo te lo agradezco"»25.

Hasta el idioma se vuelve superficial, las personas pierden sus facciones, son meros bultos. Y de repente, superado el marco que encierra la escena fúnebre, comienza la que podríamos definir autodestrucción de la mujer, a través de un largo monólogo interior, que nos revela una nulidad vulgar, víctima de repetidas frustraciones, expresión de una sociedad que funda su decoro más en la exterioridad que en cualidades morales auténticas y considera, como la viuda Carmen, el libro y el estudio una pérdida de tiempo que no renta, ni sabe distinguir el significado moral de términos como «Cruzada» y «Guerra civil».

Domina la novela un protagonista silencioso: el muerto. El insistido «No parece un muerto», las frases recurrentes «Se mueren los buenos y quedamos los   —11→   malos»26, «No somos nadie»27, con pocas variantes, las ponderaciones de la bondad del difunto, cosas rituales en ocasiones de este tipo, y el aparente asombro que se expresa en el «ayer le vi», denuncian, con la inconsistencia de las relaciones humanas, el instintivo rechazo de la muerte, sin advertir su significado profundo.

Delibes vuelve, al final de la novela, al clima inicial, cuando ya vienen por el difunto «los chicos de Carón» -como los llama, con involuntario humor negro la viuda-, y concluye hábilmente su representación de la superficialidad y la incomprensión. Una vez más el ambiente ciudadano muestra su carencia de sentimientos auténticos. Muy distinta es la muerte en el ámbito rural. El lector va instintivamente a las páginas de El camino, donde, protagonistas los adolescentes, todo es comienzo, descubrimiento, abertura, hasta en el misterio de la muerte, adhesión al ámbito sano en el que uno ha nacido, como Daniel, el Mochuelo, que, al momento de dejar el valle, «comprendía que dos cosas no deben separarse nunca cuando han logrado hacerse la una al modo y medida de la otra».28

Delibes ha declarado que su «obsesión por la naturaleza» es «una de las constantes» de su obra29. Y en efecto la naturaleza penetra profundamente en todos sus libros: novelas, diarios, textos dedicados a la caza. Una antología sería imposible, tantos son y tan preciosos e irrenunciables los puntos en que la naturaleza interviene. Por ello los libros de este escritor «respiran», huelen a campo, capturan al lector, lo sostienen hasta en las situaciones más complicadas. A veces no hacen falta descripciones, es suficiente un diálogo sencillo, seco, como en ese texto extraordinario que es La caza de la perdiz roja, en cuyo comienzo el paisaje es sólo evocado por la alusión a la perdiz:

«¿Roja, jefe? ¿A qué ton le dice usted roja a la perdiz?

-Se dice roja, ¿no?

En el rostro de Juan Gualberto, el Barbas, se dibuja un gesto socarrón, displicente. Alza los hombros:

-¡Hombre, por decir!

-La perdiz tiene pico rojo, ¿no?

-A ver.

-Y las patas rojas, ¿no?

-A ver

-Entonces...»30



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Otras veces la descripción es morosa, insiste en los detalles, como en El disputado voto del señor Cayo, cuando Víctor, el diputado, comprende que su obra es inútil, pues ha ido «a redimir al redentor»31, y se deja ganar por el ambiente:

«Víctor se asomó cautelosamente al borde del abismo. De pronto, el sol, que desde hacía rato pugnaba con las nubes, asomó entre ellas y el paisaje, adormecido hasta entonces, adquirió relieve, animado por una insólita riqueza de matices. La mirada ensoñadora de Víctor ascendió desde el cauce del río hasta la flor amarilla, estridente, de las escobas, a las hojas coriáceas, espejeantes ahora, del bosque de robles y, finalmente, se detuvo en lo alto, en los dentados tolmos, agrupados en volúmenes arbitrarios pero con una cierta armonía de conjunto. De lo más profundo del valle llegaba el retumbo solemne, constantemente renovado, de las torrenteras del río. Permaneció un rato en silencio. Al cabo, repitió en voz baja, como un murmullo:

- Es increíble.

[...] La mirada de Víctor siguió ahora el curso del río y se detuvo en un pozo verde, transparente, a la vera de un frondoso nogal. Dijo:

- Pues a mí no me importaría instalarme aquí para los restos con la mujer que me quisiera».32



Es el descubrimiento del paraíso perdido, el encuentro con la felicidad posible. Contrasta la visión negativa del paisaje urbano, que concluye la novela como un fracaso:

«La Avenida, como el resto de la ciudad, salvo espaciados grupos que entraban y salían de las discotecas y cafeterías, estaba desierta. El pavimento negro, mate de humedad, hacía más mezquina la luz, lo que contrastaba con el aire festivo de los pasquines en las fachadas y los millares de octavillas multicolores desparramadas por el suelo».33



En el campo, se entiende, no todo es puro. También el señor Cayo odia, como en la ciudad. El odio y la violencia están en todas partes, pero en el campo son instintivos, no elaborados, y por ello comprensibles humanamente. El llamado «cainismo»34 no ha sido rescatado por el progreso material de la urbe.

El narrador nos depara, en El disputado voto del señor Cayo, una vía de salvación, con el regreso a la naturaleza, a los sentimientos primordiales, a la autogestión de sí mismos, a la moderación. Ha afirmado Delibes que para él «la   —13→   novela es el hombre y el hombre en sus reacciones auténticas, espontáneas, sin mixtificar»35. Así el señor Cayo: tiene defectos y virtudes, como cada hombre, pero más virtudes que defectos, como el que vive en contacto constante con la naturaleza, naturaliter sana.

Delibes le queda fiel constantemente, la levanta por encima de todo lo positivo. Para él constituye el consuelo en la desgracia. Si en Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso el amor es un sentimiento discutible, un juego que acaba en el desengaño y la soledad -«Mis personajes no son asociales, [...] insociables ni solidarios, sino solitarios a su pesar», escribe36-, en Señora de rojo sobre fondo gris el amor es permanencia, lucha contra la muerte, plenitud vital que, a pesar del dolor, vive y fortalece en el recuerdo.

Ligado a la experiencia personal más dolorosa del escritor, este libro, elegía y celebración, es uno de los más significativos y tiernos de Miguel Delibes. Amado Nervo celebró su esposa en La amada inmóvil, Neruda cantó con acentos desesperados la posible ausencia de Matilde en los Cien sonetos de amor, Delibes evoca con ternura y emoción, en Señora de rojo sobre fondo gris, las perfecciones morales de su esposa: un libro dedicado a una presencia viva, exaltación de la mujer perfecta, correspondiendo a un deseo íntimo de homenaje, superado el trauma. Para hacerlo Delibes ha dejado pasar el tiempo que «era necesario no para olvidar, sino para recrearlo sin venirme abajo»37.

Escribiendo este libro Delibes nos proporciona una vez más un mensaje de esperanza que, fundado en la autenticidad del sentimiento, va más allá de la muerte y conserva intacta la presencia de un ser que determinó el curso de toda una vida, de toda una familia. Mujeres como éstas «no tienen derecho a envejecer»: sólo la muerte las rescata38.

Arte transparente el de Miguel Delibes, que intenta rescatar la narrativa española de toda tendencia brumosa, críptica, según él mismo declara: «aún creo en los destinos individuales y no acepto, por tanto, aquello de que a una época confusa deba servírsela un arte confuso [...]»39. Tampoco acepta, lo demuestran sus libros, que se le impida al hombre la salvación, pues está al alcance de la mano, sólo que deje de creer ciegamente en el absurdo concepto de un progreso que no es sino limitación y destrucción. Por ello su denuncia, por ello su indicación de la única vía posible hacia la salvación: la vuelta a la naturaleza.





 
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