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Miguel Delibes: los caminos de un novelista

José Ramón González



«Las intrigas que inventamos [son] una forma privilegiada por medio de la cual reconfiguramos nuestra experiencia temporal confusa, informe y, en última instancia, muda».


(Paul Ricoeur, Temps et recit I, 13)                






Describir siquiera brevemente la trayectoria novelística de Miguel Delibes constituye un difícil ejercicio de síntesis y supone una arriesgada apuesta cuyo resultado puede desembocar, en el mejor de los casos, en una simplificación empobrecedora. Porque no se trata de despachar en unas pocas líneas -como en una labor de aliño- cincuenta años de esfuerzo creativo, apuntando posibles claves temáticas y estilísticas, sino de ofrecer también una valoración de conjunto, que facilite la lectura de la obra pero que eluda, al mismo tiempo, la mitificación del escritor (un riesgo, al que, como figura pública, todo creador de éxito está expuesto). Hace unos años, César Alonso de los Ríos apuntaba ya, al hilo de la publicación de la que era en ese momento la última novela de Miguel Delibes (Señora de rojo sobre fondo gris), este peligro:

Para un público extenso Delibes ha comenzado a convertirse en personaje él mismo, es decir, ha llegado a ser aquello que es privativo de unos pocos escritores y que es la meta de la mayoría. Estamos rozando la mitificación del creador. Ciertamente el escritor vallisoletano reunía ya algunas condiciones para esta construcción un tanto romántica: independiente, ajeno a las influencias y manejos de la corte, contrario incluso a ellas, ligado a la tierra y a la pureza del idioma, resistente al poder político, no encasillable en grupo alguno. Faltaba un elemento dramático -la muerte- y llegó intempestivo y prematuro.


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La mitificación de Delibes a la que alude Alonso de los Ríos se articula, de forma lógica, sobre un modelo literario (el autor es ya para sus lectores una «construcción un tanto romántica»), pero responde, sin duda, a una realidad contrastada. Miguel Delibes se ofrece ante los otros como un personaje honesto, íntegro, leal y fiel a sí mismo (estos son algunos de los rasgos más destacados de su personalidad, al decir de sus allegados), que ha logrado superar, sin traición a sus principios, las dificultades personales y profesionales -los retos- con los que la vida le ha ido poniendo a prueba1. Ajeno a las seducciones del poder político o de esas otras formas más sutiles -y mezquinas- de poder que representan las capillas o grupos literarios, Delibes ha mantenido desde el principio de su carrera una línea coherente y clara y ha cultivado con fruición y ecuanimidad su propia independencia, seguro de que sólo así podría alcanzar su plenitud como individuo y como artista (aspiración a la que también se pliegan algunos de sus personajes, obsesionados por el afán de autenticidad). El relativo aislamiento del autor -voluntariamente recluido en la provincia, en esa provincia desde la que se han escrito a lo largo de los últimos cien años un buen puñado de textos perdurables- elegido como opción de vida no ha impedido, sin embargo, la realización de una de las obras narrativas más ricas y sugerentes de la posguerra española. Anclada en unos sólidos principios ideológicos (el autor es un humanista, en el pleno sentido del término), la novela de Delibes se afirma como decidida defensa de la dignidad del hombre y rotundo alegato contra las fuerzas que, desde el principio de la historia, han venido atentando contra su realización personal.

Así pues, vista en su conjunto y con la perspectiva temporal de una trayectoria cumplida, la extensa y prolongada singladura novelesca de Miguel Delibes -desde sus inicios con la publicación, en 1948, de La sombra del ciprés es alargada (ganadora del premio Nadal en su convocatoria de 1947) hasta el cierre provisional que supone El hereje, aparecido en 1998 (Premio Nacional de Narrativa en 1999)- se ofrece ante el lector como el resultado de un sostenido impulso creativo que ha sabido conciliar la fidelidad a unas preocupaciones temáticas presentes desde sus primeros pasos novelísticos -y reflejo ajustado de las permanentes inquietudes existenciales del escritor (muerte, infancia, naturaleza y prójimo son motivos que se repiten insistentemente en sus obras y así lo ha recordado el propio escritor en más de una ocasión)- con las innovaciones técnicas y estilísticas de quien no ha renunciado nunca a ensayar nuevas fórmulas narrativas para comunicar con mayor eficacia sus preocupaciones y su visión personal de la realidad y del mundo que le rodea (a través, eso sí, de fábulas semiautónomas en las que no siempre se puede percibir con nitidez la experiencia vital de las que, en última instancia, se nutren)2. Más allá del lenguaje y la técnica empleadas -variables a lo largo del tiempo-, las novelas de Delibes implican siempre una instancia ética y se ofrecen como opinión matizada sobre la realidad española de los últimos cincuenta años y las cambiantes circunstancias del presente. Este último rasgo desvela, además, el límite del experimentalismo de Delibes, que nunca se pretende juego gratuito -ejercicio esteticista y autocomplaciente- sino práctica subsidiaria al servicio de un contenido novelesco (del propio relato, se podría decir, en el que nunca falta esa narratividad a la que ha regresado sin alardes la novela española de los últimos años) y de la efectiva comunicación de su visión del mundo. En este sentido, puede afirmarse de la obra lo mismo que se ha predicado del hombre: Delibes es, sobre todo, un hombre fiel. «Soy -afirma él mismo- un hombre de fidelidades: a una mujer, a un periódico, a un editor (y la recientísima publicación de su correspondencia con José Vergés lo confirma), a una ciudad...» (Alonso de los Ríos, 25) Y esa fidelidad es también coherencia personal y ajuste natural entre vida y obra (fidelidad a sus concepciones novelísticas, a sus convicciones éticas). E insistir en ello no significa contribuir, con afán hagiográfico, a la mitificación del hombre público. Al fin y al cabo se trata de subrayar un hecho obvio para quien se acerque a la obra del escritor que, además, explica en parte la trayectoria seguida por el novelista. Quien se acerque a las conversaciones que Delibes sostuvo con Alonso de los Ríos (uno de los testimonios más citados) en 1969 y a su prolongación en 1991, podrá comprobar que el maduro escritor de 72 años se ofrece, en sus opiniones y en sus valores, como prolongación natural -esto es, sin violencia aparente- del artista de 49 años (y de hecho, uno de los aspectos más sorprendentes para el entrevistador -y se apresura a consignarlo en el prólogo- es la evidente continuidad entre ambos momentos).

Por eso no puede extrañar que en las primeras novelas de un joven autor que había descubierto el poder de la palabra y la seducción de la literatura no en la novela sino en un territorio tan aparentemente alejado de ésta como el Curso de Derecho Mercantil, de Joaquín Garrigues (y este es quizá uno de los mitos fundacionales -eco del interés de Stendhal por el Código Civil napoleónico- a los que el autor se ha referido en más de una ocasión -estrategia hasta cierto punto lógica para quien insiste en que se le considere como alguien alejado de la figura del intelectual-), están ya presentes algunas de las constantes temáticas sobre las que se organizan los universos de ficción recreados por la imaginación del escritor: la muerte, la soledad, el destino personal y el problema de la autenticidad. Técnicamente, La sombra del ciprés es alargada (1948) y Aún es de día (1959) son, sin duda, novelas lastradas todavía por la constante presencia de un narrador omnisciente que describe, opina y valora sin medir tal vez el alcance de su intervención -y el propio Delibes se muestra particularmente crítico en su juicio-, pero conviene precisar que, a pesar de un cierto consenso tácito en contra, no carecen de virtudes estéticas (sin ir más lejos, la construcción literaria de la ciudad, Ávila, en la primera de ellas, con la sutil red de connotaciones simbólicas que la acompañan, o la presentación del ambiente y el minucioso análisis psicológico del protagonista en la segunda). Además, y esto conviene subrayarlo, responden de forma casi natural a un tipo de relato realista de sesgo existencial de gran vigencia en la época (hay quien las ha puesto, como Leo Hickey, en relación con una supuesta «novela católica de tesis», una lectura quizá muy forzada, pero que revela aspectos significativos de ambos textos). Sea como fuere, el mismo Delibes, iluminado por nuevas lecturas, rectificará muy pronto sus planteamientos novelísticos y se decantará por un tipo de realismo limitado en el que la presencia intrusiva y casi asfixiante de la voz autorial, tan notoria en sus primeras obras, da paso a un tipo de relato en el que los personajes gozan cada vez de mayor autonomía y tienden a expresarse por sí mismos. No se puede hablar, claro está, de invisibilidad narrativa (seguirá siendo un narrador omnisciente, que todo lo sabe y que encarna la visión subjetiva del autor), pero sí de que la instancia narrativa será, a partir de este momento, una presencia textual mucho más sutil -desencarnada- porque el escritor ha aprendido a ceñirse, con cierta fidelidad, a la perspectiva, necesariamente limitada, de sus personajes (Ramón Buckley ha hablado a este respecto de «selectivismo» como forma de subjetivismo enmascarado que pasa por realismo e, incluso, en algunos casos, por objetivismo sensu estricto -en el que no existiría ningún rastro directo de la presencia autorial y nos encontraríamos muy cerca de la mirada impasible de una cámara cinematográfica).

El primer hito de esta nueva fórmula lo constituye El camino (1950), uno de los relatos más conocidos del autor, que ha gozado, casi desde la fecha misma de su publicación, de una extraordinaria acogida crítica. La novela supone, frente a los textos anteriores, una drástica reducción espacio temporal (todo sucede a lo largo de unas pocas horas y el texto no es otra cosa que un amplio mosaico de anécdotas, evocadas por un niño -Daniel el Mochuelo- en el trance de abandonar el pequeño valle que ha sido el escenario de su infancia) y el autor limita su perspectiva a la del protagonista principal. Delibes mismo, en sus conversaciones con Alonso de los Ríos -tantas veces convocadas como instrumento de apoyo crítico- ha señalado la transformación que ha tenido lugar en el tránsito que va de las dos primeras novelas a esta tercera:

Cuando escribí La sombra del ciprés... lo hice en tal estado de virginidad literaria que entendía que la literatura debía ser engolada, grandilocuente [...] Y, que si no era engolada y grandilocuente, dejaba automáticamente de ser literatura. A raíz del Nadal empiezo a leer un poco obras de ficción y entonces llego al convencimiento de que, abandonando la retórica y escribiendo como hablo, tal vez pueda mejorar la cosa. Así fue como entré en ese cambio de lenguaje, o de técnica, o de las dos cosas [...] En El camino me despojé por primera vez de lo postizo y salí a cuerpo limpio.


(96-97)3                


Pero la novela de 1950 no supone un giro radical sólo por su técnica novelística, sino también por la importancia que en ella se le concede a un escenario rural al que el autor habrá de regresar en algunas de sus más celebradas novelas. Y esto con tan asidua fidelidad que resulta imprescindible insistir, como contrapeso que bloquee una interpretación reduccionista, en que Miguel Delibes no es sólo el novelista del campo castellano. El éxito de El camino (un umbral en su trayectoria) y la sucesiva aparición de un conjunto de relatos en los que Castilla y su problemática ocupan lugar destacado -Las ratas, Viejas historias de Castilla la Vieja, La guerra de nuestros antepasados, El disputado voto del señor Cayo o Los santos inocentes (ambientada en Extremadura, pero que es, en el fondo, un caso asimilable)-, junto con la constante devoción por la naturaleza -tan visible en los libros dedicados a la caza-, parecen sugerir que a Miguel Delibes le ha interesado, por encima de todo, el mundo rural y su entorno natural. Surge así la imagen de alguien empeñado en describir (con tono elegiaco -se trata, al fin y al cabo, de la muerte de una cultura tradicional sacrificada en aras de un dudoso progreso- aunque no idealizador) las realidades más genuinas de un ámbito regional en el que sobreviven a duras penas costumbres y modos de vida en trance de desaparición4. Y es cierto que Delibes es escritor de territorio y que ese territorio (desde el que aspira, y eso tampoco debe olvidarse, a la universalidad) es, sin duda, la Castilla que tan bien conoce -al igual que Galicia lo fue para Torrente Ballester o para Álvaro Cunqueiro, por poner dos ejemplos coetáneos- pero su visión de lo regional no se limita a una cultura rural amenazada o a la problemática social y económica de los pequeños pueblos, e incluye el microcosmos urbano (la ciudad de provincias) y el universo humano que la habita. De ahí que la observación de Francisco Umbral cuando caracteriza a Delibes como un autor que se desplaza con soltura entre el drama rural y la crónica ciudadana (novelas campesinas / novelas urbanas) resulte ajustada, precisa y, sobre todo, necesaria: «Delibes ha hecho, y por extenso, la crónica de la pequeña provincia, de esa pequeña provincia que puede ser Valladolid, pero que él nunca evoca de manera expresa» (Umbral, 1994, 66). Y más adelante, tras señalar con perspicacia que el autor nunca hace paisaje urbano, sino interior burgués, apunta:

Delibes, desde la pequeña ciudad provinciana, encuentra siempre un punto de mira idóneo para narrar sus conflictos pequeñoburgueses con maestría y convicción. Y además, potenciados por el sentido moral y la humanidad de los personajes. Esto hace que lo que en principio pudiera parecer una crónica urbana sin más, adquiera un giro moral profundo y eleve la historia narrada a auténtica categoría.


(66)                


De hecho, eso es precisamente lo que hará el autor en su siguiente novela, Mi idolatrado hijo Sisí, publicada en 1953. El texto, de aliento galdosiano -aunque su realismo esté muy lejos del decimonónico-, es un retorno a la novela extensa y compleja. La historia trágica de Cecilio Rubes y de su matrimonio y paternidad es, sobre todo, drama individual (la novela no es otra cosa que un dilatado análisis psicológico), aunque indirectamente refleje -y denuncie- los valores y las preocupaciones de cierta burguesía provinciana a la que el autor no dejará de fustigar en novelas posteriores. La supuesta tesis sobre la que se organiza la novela (el antimalthusianismo) es un elemento accesorio (una mera disculpa generadora) y carece de importancia frente al espectáculo que ofrece la tragedia personal del protagonista. Muy lejos de un posible debate sobre la conveniencia o no de la paternidad única, el lector actual se enfrenta a un interesante personaje, mezquino sin duda en su egoísmo, pero cuyo sufrimiento y trágico destino (es víctima de sus propios errores y de su ceguera intelectual) le eleva a su pesar sobre la mediocridad ambiente.

En su siguiente novela, Diario de un cazador (1955) (considerada por Umbral como novela intermedia, que aúna lo rural y lo urbano), Delibes cede la palabra directamente a su personaje. El protagonista, Lorenzo, bedel habitante de ciudad pero cuyas raíces campesinas están aún vivas (de ahí su continua vinculación con la naturaleza a través de la caza) expresa en un lenguaje coloquial desenfadado y con muy diferentes registros las preocupaciones anodinas de una existencia anónima (el desafío estilístico y su lograda resolución han sido considerados los aspectos más valiosos del libro). Es, por lo tanto, una novela de personaje en donde no importa tanto lo que pasa (no hay, y era de esperar, grandes acontecimientos, sólo una secuencia de sucesos menudos) como la perspectiva empleada y la reconstrucción lingüística de un universo mental (ese es el verdadero protagonista). Diario de un cazador confirma así el interés del autor por profundizar en lo que uno de los más sagaces críticos de Delibes ha definido como la «novelización del punto de vista» (y que estaba ya presente en El camino)5. El éxito del libro propició una continuación y en 1958 apareció en las librerías el Diario de un emigrante en el que se describe la particular aventura americana de Lorenzo (el libro aprovecha muy directamente las experiencias del autor que había realizado un viaje a Chile en 1956). Repleto de ironía y humor, el diario retrata el desencuentro cultural y las dificultades de adaptación de un protagonista que, en sentido estricto y a pesar de la traslación física, nunca abandona su Castilla natal (y así, por ejemplo, en una estrategia que recuerda la empleada por los propios cronistas de Indias, reduce conceptualmente las realidades nuevas a las conocidas, que funcionan como elemento permanente de comparación y contraste).

Con La hoja roja (1959) Delibes regresa, tras el salto trasatlántico, al escenario ya conocido de una pequeña capital de provincias. El libro es un demorado estudio de la soledad, el abandono, la incomunicación y la posibilidad -siempre problemática- de establecer un contacto humano, todo ello con el implacable y amenazador telón de fondo de la muerte (la hoja roja del título, que fija, como en los paquetes de papel de fumar, un límite inexorable). No hay casi argumento ni acción y el escritor se concentra en el estudio de los personajes y en la descripción de sus circunstancias. Eloy -el viejo jubilado encarnación de un múltiple fracaso- y la Desi -condenada a la frustración amorosa- son dos soledades enfrentadas y su aproximación -que supera las diferencias de clase y cultura- supone una posibilidad -incompleta y parcial pero efectiva- de comunicación (y no es casualidad, en este sentido, que la criada provenga de un entorno rural, con lo que ello supone de proximidad a la naturaleza). Este final, insuficiente pero posibilista, atenúa levemente el tono de un texto sombrío que cuestiona los principios sobre los que se organiza una sociedad en la que el hombre es, en el fondo, material desechable.

Las ratas (1962), cuya gestación se debe, al decir del propio autor, a la imposibilidad de exponer abiertamente en la prensa del momento la precaria situación en la que se encontraban algunos pueblos castellanos, inmersos aún, a pesar del triunfalismo de la versión oficial, en un doloroso subdesarrollo, se articula, por lo tanto, como la crítica de unas muy concretas circunstancias sociales. La denuncia se traslada desde las páginas del periódico a las de la novela. Y lo que pierde, tal vez, en inmediatez, lo gana, para beneficio de los lectores, en profundidad, convirtiéndose en una fábula que trasciende el específico momento histórico en el que se escribe. En el texto se refleja la distancia entre los hombres y la naturaleza y se exponen las duras condiciones de vida de los pueblos castellanos. En este sentido es una novela de protagonista colectivo (el pueblo), que carece de argumento definido y en la que el narrador se adecúa, alternativamente, a la perspectiva de los diferentes personajes, tomados individualmente o en grupo, y ensaya un complejo perspectivismo que traiciona la aparente sencillez del texto6. Todos los personajes contribuyen al conjunto y el protagonismo del Niní -figura de indudable encanto que se sitúa a la par de otras construcciones inolvidables, como Daniel el Mochuelo- se debe más a su función narrativa -sirve de enlace entre los restantes personajes de la obra- que a un intento de construir la novela sobre el análisis de un personaje sobresaliente. Las ratas es, pues, una novela social, pero es, cabe añadir, mucho más que eso. La sabiduría sobrenatural o mágica del Niní (ha sido comparado a la figura de Jesucristo) y la descripción del paisaje (parca e intensa, con ímpetu desmitificador; la «desnoventayochización» del paisaje de la que habla Umbral, que se plasma en una Castilla seca, árida, terrible, dura) insuflan en el relato aliento poético y le ayudan a remontarse y universalizarse más allá de las concretas circunstancias de la realidad española del momento.

En 1966 aparece en las librerías Cinco horas con Mario, uno de los textos más populares de Delibes (en parte por sus propios méritos, y, en parte, por el enorme éxito del que gozó su posterior adaptación teatral). Es un largo monólogo enmarcado (con una breve introducción y un epílogo) en el que Carmen, la voz protagonista, en vela ante el cadáver de su marido, va repasando su vida en común, mientras desgrana reproches y pone de manifiesto las insalvables distancias interiores en un matrimonio convencional de clase media. Su largo discurso revela su particular visión de la realidad y refleja los prejuicios y las limitaciones de la pequeña burguesía provinciana en la España franquista7. Mario, el interlocutor ausente, tiene, por su parte, algo -y aun mucho- de Delibes (es un idealista liberal que encarna un humanismo de raíz cristiana), y es la contrafigura de Carmen. Pero conviene subrayar que la novela elude un maniqueísmo tajante y aunque gran parte de la crítica ha destacado, sobre todo, lo que tiene de denuncia de una determinada capa social, la valoración moral de ambos personajes es, en el fondo, mucho más ambigua de lo que podría sugerir una lectura superficial. Al fin y al cabo, el Mario que emerge en los recuerdos de Carmen no carece de defectos -rigidez, intransigencia, cierto egoísmo que le lleva a desatender las necesidades de su familia, descuidando por añadidura las necesidades afectivas de su mujer- y aunque Carmen destaca, en efecto, por su estrechez de miras, su convencionalismo, artificiosidad y sus prejuicios de clase (opiniones políticas y sociales), puede considerarse víctima, hasta cierto punto, de una educación limitadora que la condena a la infelicidad (de hecho, el monólogo es una prolongada autojustificación por un adulterio, tal vez no consumado, pero sí deseado). Se trata, por eso, de una novela compleja y rica en matices en la que no todo cabe en un rígido esquema de blanco o negro (nunca lo es en Delibes). Por otra parte, la visión negativa de la realidad de la época y el pesimismo con el que se retrata el desencuentro entre dos Españas, viene atenuado por la presencia, en las últimas líneas del texto, de Mario, el hijo, quien representa una superación de los conflictos y la posibilidad de construir una nueva realidad social.

Parábola del náufrago (1969), por su parte, resultó un experimento levemente desconcertante con el que Delibes parecía iniciar -tal vez por presiones externas- un giro radical en su carrera, actualizando sus técnicas narrativas y dejándose arrastrar por un prurito de novedad (muy relativa, a fin de cuentas). La novela trata principalmente de la alienación en la sociedad contemporánea y de su efectos sobre el individuo. La organización que esclaviza al protagonista, Jacinto San José, es la representación emblemática de los modernos sistemas sociopolíticos que anulan al hombre y, en su construcción, Delibes se deja llevar, sin duda, por el pesimismo de quien a esas alturas creía imposible desarrollar un socialismo o un capitalismo de rostro humano (en la génesis del texto pesó con fuerza su experiencia como testigo de lo sucedido en Praga en la primavera de 1968). Uno de los aspectos más interesantes de la novela reside en que la alienación es tan profunda e intensa que alcanza al lenguaje mismo y lo que es, en principio, instrumento de comunicación se convierte en obstáculo casi insalvable (y no sólo por la creación de una lengua artificial, sino porque, además, hasta el propio narrador parece distanciarse de su relato -así se explican rasgos tan desconcertantes como la proliferación de paréntesis innecesarios- información redundante que dificulta la comunicación -o la escritura de los signos de puntuación, que sugieren la existencia de un discurso dictado más allá de la voluntad narrativa).

Cuatro años más tarde, en 1973, aparece en las librerías un nuevo texto que el autor había completado años atrás -1963- y que, por razones estrictamente editoriales, había dormido el sueño de los justos en un cajón a la espera de una mejor oportunidad. En El príncipe destronado. Delibes realiza la difícil tarea de retratar el microcosmos de una familia de clase media a través de la mirada inocente e ingenua de un niño de tres años. La reducción espacial y temporal es máxima -en ese sentido va aun más lejos que en El camino ya que el protagonista de El príncipe destronado, Quico, carece de la capacidad de proyección (hacia el pasado y hacia el futuro) de Daniel, el Mochuelo- y la novela relata las distintas peripecias, de escasa importancia, de un día cualquiera en la vida del protagonista (desde las 10 de la mañana hasta las 9 de la noche, ciclo completo desde el amanecer hasta el oscurecer que ha permitido, por otra parte, una lectura simbólica). Y a pesar de las dificultades que el asunto entrañaba, el autor supo sacar partido de la situación y ofrecer una mirada nueva, que desautomatiza la realidad cotidiana (pasa a poseer las variables dimensiones que le confiere la mirada infantil) y que permite, además, atisbar las tensiones que gobiernan el mundo de los adultos (el protagonista ve más de lo que entiende, pero el lector sabe percibir, más allá de las palabras, los matices de una relación mucho más compleja y profunda).

Con Las guerras de nuestros antepasados (1975), Delibes retoma el tema de la incomunicación y la violencia. La novela -esta vez un largo diálogo entre Pacífico Pérez, su protagonista, y un psiquiatra con el que conversa por razones profesionales- puede leerse como una prolongada y un tanto enigmática reflexión sobre la naturaleza gratuita de la violencia y su ubicuidad. El comportamiento, aparentemente inexplicable, del protagonista subraya precisamente la base irracional de toda violencia y sugiere la existencia de condicionamientos sociales que -como atavismos programados- irrumpen inesperadamente trastocando, en un juego absurdo, la existencia humana8.

La publicación de El disputado voto del señor Cayo, en 1978 -en oportuna coincidencia con la nueva efervescencia democrática- enfrenta de nuevo, con la disculpa de una campaña política, el mundo ciudadano y el mundo rural. El señor Cayo, al que visitan los políticos de ciudad, es exponente de una sabiduría tradicional y de una sensatez a ras de tierra (tiene siempre los pies muy bien puestos en el suelo), difícil de comprender para quien se ha formado en un medio diferente. De hecho, uno de los elementos principales del texto reside en las dificultades de comunicación entre mundos irreductibles y el protagonista es, una vez más, el lenguaje. La forma de expresarse del joven político -con un vocabulario que, según el autor en conversación con Alonso de los Ríos, no supera las quinientas palabras- y la del hombre de pueblo -precisa y ajustada en su sencillez, pero, al mismo tiempo, rica porque refleja una realidad plagada de matices que el hombre de ciudad ha olvidado- dibujan universos mentales distintos y distantes que se aproxima tímidamente al final de la novela.

En 1981, Delibes parece regresar a la novela social de ambientación rural con la publicación de Los santos inocentes (y no resulta impertinente señalar que el texto había comenzado a escribirse muchos años atrás, bajo unas coordenadas sociales y políticas muy distintas de las del momento de su publicación). Pero la denuncia de la actitud prepotente y egoísta de cierta aristocracia rural es sólo el telón de fondo sobre el que se proyectan unos personajes inolvidables, construidos con rigor e indudable sabiduría narrativa. La novela no es sólo el análisis de una injusta situación social o de un enfrentamiento de clases, y elude, mediante una acertada manipulación artística, las limitaciones en las que había incurrido una determinada vertiente de la novela social. Así, por ejemplo, Delibes acierta plenamente al convertir a Azarías en brazo ejecutor de una justicia posible (una justicia poética) que resuelve el enfrentamiento planteado, al tiempo que eleva la novela a la altura de la tragedia clásica (en realidad, la muerte del señorito Julián, que el lector acaba considerando un acto necesario no es el resultado de un enfrentamiento abierto, ni la consecuencia de una toma de conciencia por parte de los oprimidos, sino el desenlace lógico e ineludible de unos hechos en apariencia nimios -Azarías mata a Julián sólo porque él había disparado previamente contra la milana). La consecuencia de todo ello es que la muerte de un personaje que se había mostrado ante el lector en su radical mezquindad se convierte en un acontecimiento inevitable en el que parece insinuarse (en el que puede leerse) un designio superior.

Con las Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1983), Delibes ensaya, en una inversión paródica, la vieja fórmula de la novela epistolar y teje un relato repleto de ironía y humor. La trayectoria biográfica del viejo periodista, personaje que bordea siempre lo grotesco, refleja en parte las propias experiencias del autor en su larga carrera periodística. Uno de los aspectos más interesantes -y más logrados- de la novela reside en el hecho de que el discurso del protagonista desborda sus propias intenciones comunicativas y acaba revelando ante el lector los aspectos menos favorables de su personalidad (el lenguaje dice más de lo que el protagonista quiere decir).

El tesoro, aparecido en 1985, es tal vez una novela menor (de hecho, es uno de los textos menos estudiados), pero que sirve para dibujar, una vez más, el abismo irremediable que separa el campo de la ciudad9. El enfrentamiento violento generado por un descubrimiento arqueológico pone de manifiesto las diferencias irreductibles entre el mundo rural y el mundo ciudadano.

377 A, madera de héroe (1987) es, junto con Señora de rojo sobre fondo gris (1991), uno de los textos más abiertamente autobiográficos del escritor (de hecho el número que se le asigna al protagonista en la novela al ingresar en la Armada -el 377A- es precisamente el mismo que Delibes recibió cuando en 1938 decide, junto con algunos amigos vallisoletanos, alistarse en la marina nacionalista). El texto, de gran extensión y complejidad, posee múltiples dimensiones y, si por una parte ofrece un magnífico panorama de la vida vallisoletana en las vísperas de la guerra civil y en sus inicios, por otra, y es lo más interesante, se centra en un personaje que, proveniente de un medio social en el que coexisten diferentes ideologías, se ve obligado a participar -de forma muy poco heroica y traicionando lo que parecía un destino manifiesto refrendado por la repetición, inexplicable, de un curioso fenómeno capilar- en unos acontecimientos que no acaba de entender en su verdadera dimensión. A través de la experiencia de un protagonista que tiene mucho de Delibes, el autor trata de explicarse y explicar a sus lectores unas circunstancias históricas en las que -como él mismo ha señalado siempre que se ha referido a la guerra civil- las fronteras que separaban a los dos bandos enfrentados no eran divisiones nítidas, tajantes, hechas a la medida de las ideologías, sino territorios borrosos por los que la mayoría de los españoles (ajenos al fanatismo de unos pocos) caminaban sin saber muy bien hacia dónde se dirigían. En sintonía con lo afirmado en más de una ocasión, la guerra civil es presentada entonces como una catástrofe en la que el lugar que acaban ocupando muchos de sus protagonistas viene determinado, en un juego que trasciende su voluntad, más por el azar que por una genuina voluntad combativa.

La aparición de Señora de rojo sobre fondo gris (que se convirtió en un éxito inmediato de ventas) supuso un homenaje apenas levemente velado a la esposa del escritor, fallecida en 1974. La evocación de una figura en la que confluyen numerosas virtudes -el texto es un largo monólogo o soliloquio de un viejo pintor ante el retrato (simbolismo de los colores) de su mujer- no convenció del todo a los críticos, pero, indudablemente, Delibes supo conectar con un público fiel que entendió la novela como lo que realmente era: una sentida evocación y un desahogo personal, nacidos de la necesidad íntima de exponer ante los otros una parcela de su dolorosa experiencia personal. En ese sentido, la trama es muy leve y el narrador se limita a enhebrar anécdotas significativas que ponen de manifiesto el carácter y la personalidad de la esposa ausente.

Con la publicación de Diario de un jubilado (1995), Delibes retoma, casi cincuenta años después, el personaje de Lorenzo (posibilidad que ya había sido mencionada en más de una ocasión por el novelista). Es un Lorenzo envejecido -hay un paralelismo evidente con el autor- que, aunque fiel a sus orígenes, se muestra ahora -la presión de los tiempos- influido por el consumismo y la constante preocupación económica (se ha aburguesado y ha interiorizado los valores de un progreso superficial mal entendido). Por otra parte, la novela posee episodios humorísticos que enriquecen el texto, dotándolo de cierta vitalidad optimista.

Finalmente, con la publicación en 1998 de El hereje (Premio Nacional de Narrativa en 1999), Delibes da un nuevo y sorprendente giro y aborda la realización de una novela histórica de amplio aliento, demostrando que su potencia creativa seguía (a pesar de su insistencia en una pronta y definitiva retirada) a pleno rendimiento. El texto supone una lograda reconstrucción de época (aunque tal vez sobren algunas páginas en la primera parte), pero lo importante, una vez más -y en esto el autor sigue fiel a su trayectoria- es el retrato de un personaje inolvidable, Cipriano Salcedo, que en un medio hostil busca con afán de independencia su propio camino. La última parte de la novela, a la que cabría caracterizar como un gran cuadro en movimiento (de admirable precisión y minuciosidad), alcanza una notable tensión emocional y el desenlace trágico del protagonista al que el lector ha conocido en su intimidad -con todas sus angustias, sus inseguridades, sus contradicciones y sus grandezas- se ofrece también como un efectivo comentario sobre la intolerancia y el fanatismo en el que la ambientación histórica apenas oculta que se está hablando, al fin y al cabo, de una realidad que por intemporal es siempre actualidad y presente.

Y, en este sentido, El hereje supone un coherente cierre -provisional, conviene insistir- en la trayectoria de un novelista que ha querido que su obra sea, más allá de un entretenimiento o una diversión, una articulada reflexión sobre un mundo con el que casi nunca quiso estar de acuerdo. Él ha trazado lentamente, obra a obra, su propio itinerario. Ahora sólo espera que seamos nosotros, sus lectores, los que hagamos nuestros, dándoles vida, los frutos de su esfuerzo.






Bibliografía

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