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Miguel Hernández y la Escuela de Vallecas

María Marco Such

«Después del amor, la tierra.

Después de la tierra, todo»1.



Alberto Sánchez escribe en el verano de 1961 un texto titulado «Sobre la Escuela de Vallecas»2, en el que expone un nuevo concepto del paisaje, vinculado a la vanguardia, que nace tras los paseos por tierras vallecanas con Benjamín Palencia, realizados durante los últimos años de la década de los veinte y los primeros de los treinta. En pleno auge del surrealismo, siendo París el centro universal del arte, Alberto y Palencia en un intento de crear un arte nacional, vinculado a la naturaleza, hacen frente al liderazgo francés con una nueva poética del paisaje más acorde con los postulados de la modernidad.

Palencia y yo nos citábamos casi a diario en la Puerta de Atocha, hacia las tres de la tarde, fuera cual fuese el tiempo. Recorríamos a pie diferentes itinerarios: uno de ellos era por la vía del tren, hasta las cercanías de Villaverde Bajo; y sin cruzar el río Manzanares, torcíamos hacia el Cerro Negro y nos dirigíamos hacia Vallecas. Terminábamos en el cerro llamado de Almodóvar, al que bautizábamos con el nombre de «cerro testigo» porque de ahí había de partir la nueva visión del arte español3.


La fascinación por la sobriedad de la tierra castellana desencadena una búsqueda de materiales naturales aplicables a la plástica. En algunas obras de Palencia, el óleo se mezcla con la arena provocando piezas cuya textura evoca la aridez de la tierra manchega. La Escuela de Vallecas debe mucho en lo formal al surrealismo -al fin y al cabo pertenecen a un mismo tiempo-, pero también al cubismo en la aplicación del collage y en el gusto por lo objetual. Alberto escribe cómo recogían todo tipo de materiales -piedras, palos, arenas, etc.- con verdadero afán coleccionista, intuyendo la singularidad de los mismos y su posibilidad de incorporación a la obra como auténticos collages. Naturaleza al servicio del artificio, en una actitud poética que más adelante harían suya los informalistas.

Junto a Alberto y Palencia se reunían también otros artistas, escritores y arquitectos. Alberto nombra a Rafael Alberti, Maruja Mallo, Manuel Díaz Caneja y a los estudiantes de arquitectura Segarra, Moreno, Vivanco y Ribaud. Si bien en el texto no se menciona al escritor alicantino, en las «Cuartillas leídas por Alberto en un homenaje a Miguel Hernández», en el año 1961, Alberto describe su primer encuentro con el poeta:

Nos pusimos los dos a dialogar: él de campos y montes de Orihuela, y yo de las tierras y montes de Toledo. Consecuencia de este diálogo fue una invitación que le hice para pasar una tarde por los campos de Vallecas. A los dos días de este encuentro nos vimos andando por los magníficos campos plásticos y nutritivos de Vallecas, a medida que íbamos cogiendo espigas de cebada y trigo, de las que llevábamos los bolsillos llenos4.


Los dos compartían su pasión por la naturaleza y el paisaje. De familia humilde, ambos estaban fuertemente enraizados con la tierra: «El panadero Alberto, que apacentó tanta espiga en el suelo como yo tanta cabra en la hierba»5. No es de extrañar que el escritor se sintiera ligado a la poética de Vallecas. Como Palencia y Alberto, toda la obra de Miguel Hernández tiende a los sentidos: al olor del olivo, de la tierra, a la textura del esparto. Pero también comparte, sobre todo, con el escultor toledano una mirada crítica, una actitud de denuncia social y política.

Pájaros sobre fondo de arena es una pintura de Benjamín Palencia fechada en el año 1932. Se trata de una obra vallecana, antiacadémica, surcada en el fondo, sin perspectiva, donde los pájaros de la tierra castellana abarcan la mayor parte del espacio bidimensional. No es tanto el motivo como la materia empleada lo que le proporciona una singularidad especial. La arena de los paseos cercanos al «cerro testigo» se incorpora al lienzo, de las manos pasa al pincel, a la espátula. La naturaleza se traslada al plano pictórico. Lo popular, cercano y primitivo es elevado a categoría artística. «Hago pintura de sentidos y nunca de ojos; las realidades de los ojos se repiten mucho; el espíritu jamás ve igual dos veces»6. En diciembre de 1934, Miguel Hernández escribe a Benjamín Palencia desde Orihuela pidiéndole su colaboración para un libro de poemas: «Necesito de pura necesidad tu colaboración. [...]. Como tú, estoy lleno de la emoción y la vida inmensa de todas esas cosas de Dios: pájaro, cardo, piedra... por mi trato diario con ellas de toda la vida»7. Como en un cuadro de Palencia, también las imágenes del poeta están inundadas de pájaros, de aires, de arenas. Una vuelta a lo sencillo, a lo rural, que cultiva en sus escritos.

Una de las personalidades más atractivas vinculadas a los paseos por los cerros de Vallecas es Maruja Mallo. Una mujer transgresora, una artista ejemplar. En 1935, Miguel Hernández entra en contacto con ella tras un encuentro en la casa de Neruda en Madrid. Comienza una relación sentimental entre los dos, y una colaboración que influirá en los trabajos de ambos: «Yo hice una evolución hacia la vida, hacia el campo, y fue entonces cuando brotó el trigo como un todo, el trigo por los caminos de Castilla. Miguel Hernández era el que tenía más conocimientos de la astrología de la tierra, porque, a fin de cuentas, la tierra está dentro de los astros»8. Esta cita parece relacionarse con Sorpresa de trigo, de 1936, obra que expone una naturaleza enérgica, viva, que brota de las manos de la mujer, precedente, además, de la etapa de tinte muralista americana. Maruja y Miguel, junto a los fundadores de la Escuela de Vallecas, hallaban en la sobriedad de la tierra castellana la pureza del paisaje, mezclándose con él, incorporándolo a la creación plástica y literaria. «Hay constancia de que emprendieron juntos más de un viaje y que pasaron hermosas noches al amparo de la naturaleza, en una pequeña tienda de campaña, estimulados incluso por la presencia cercana de labradores y jornaleros»9.

Temática y cronológicamente, las obras pertenecientes al periodo vallecano, con Sorpresa de trigo, son las series Cloacas y campanarios y Arquitecturas minerales y vegetales. Esta última está más cercana a la poética de Alberto y Benjamín Palencia. Lejos de la estética surrealista de Cloacas y campanarios, cuya visión de las afueras de Madrid es negativa, mostrando un territorio teñido de putrefacción, miseria y basura, Arquitecturas minerales y vegetales forma parte de una etapa más geométrica, deudora del cubismo, en la que los tonos terrosos empleados y la serenidad de las imágenes reflejan la armonía con la naturaleza.

Arquitecturas minerales y vegetales son doce óleos que representan piedras y frutas, anatomías líricas sobre tierras aradas recolectadas o agrestes; son el comienzo de la obra empezada a fines de 1932. Siguen a estos, dieciséis dibujos:

Construcciones rurales o hallazgos de mis exploraciones a los campos de Castilla, donde encuentro materiales y formas eternas, nuevas realidades, nuevas fisonomías humanas; bases y signos centrales o principios fundamentales para ir construyendo nuestro fin; una nueva realidad que irá creando un orden plástico inédito. La integración del fondo y la forma, la Unidad10.


Con la guerra civil española, la alegría republicana desaparece y con ella los paseos artísticos por los alrededores de la capital. Maruja Mallo dirige sus pasos a Buenos Aires. En el continente americano, realiza una obra colorista y vital, mezcla de razas y vegetación exuberante, en la que la geometría y la simetría son piezas claves en su composición. Alberto se exilia a Moscú, donde permanecerá hasta su muerte. Tras la guerra, Benjamín Palencia funda la Segunda Escuela de Vallecas reuniendo a un grupo de artistas en torno a él, pero la ideología de esta última está alejada de los postulados anteriores. De Miguel Hernández todos conocemos su trágico destino.

La Escuela de Vallecas fue la voluntad de rescatar la identidad nacional e incorporarla a la vanguardia artística, de dejar constancia de unos encuentros vividos con intensidad. El descubrimiento de la materia natural y sus posibilidades plásticas. El respeto al paisaje, a una naturaleza agreste, sobria y bella.