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Mirada a la metafísica

Antonio Rodríguez Huéscar






Preludio personal

Hablar hoy de metafísica, así, a palo seco, y en una revista no especializada, requiere, sin duda, alguna justificación. Es un hecho que la metafísica no está de moda, no tiene «buena prensa», en el mundo de hoy, ni, por supuesto, en España. Y digo «por supuesto» porque desde hace algún tiempo, con esto de las «aperturas», o por las razones que fueren, en España se han colado vientos de fronda antimetafísicos que penetran ya, ¡quién lo diría!, hasta en las esferas oficiales -barriendo de ellas muchas cosas putrefactas y, ciertamente, merecedoras de ser barridas, esto es otra cuestión, y no podemos sino felicitarnos de ello-. Tal hecho podría funcionar como justificación de que alguien se ocupe de él, pues no dejaría de tener interés formularse en torno al mismo las preguntas oportunas encaminadas a su comprensión. Pero, sin que este interés me sea ajeno, no es el que principalmente me mueve a escribir hoy sobre este tema. Mis motivos son personales, lo que no obsta para que los considere estrictamente «filosóficos» -si bien más en sentido mundano que en sentido escolar, para usar una vez más la famosa distinción kantiana-, aspectos perfectamente articulables, dada mi idea de la filosofía, que sigue siendo la misma que parcialmente expuse en las páginas de esta revista hace ya más de once años1. Sostenía allí, en efecto, que «la filosofía se identifica con la vida personal del filósofo», en su aspiración a identificarse con la realidad misma, en forma intelectual, siendo el hecho de esa identificación lo que más propiamente debe llamarse «verdad». Esta idea, a pesar de los cambios acaecidos desde entonces en el horizonte filosófico del mundo -y especialmente en el de habla española-, no sólo no se ha debilitado en mí, sino que, incluso, se ha fortalecido más y más, abonada por el significado de mis experiencias intelectuales a lo largo de estos años y, de modo muy destacado, precisamente por el giro que han ido tomando los acontecimientos mundiales, filosóficos y no filosóficos. En efecto, algún pronóstico, fundado en tal idea, que en aquel ensayo me permití aventurar sobre las posibilidades de la filosofía en el inmediato futuro, a mi juicio se está viendo confirmado por los hechos, bastante dramáticamente. Lo cual no quiere decir que los acontecimientos no me hayan sorprendido, e incluso asombrado, pues ni la realidad sería lo que es si no fuese perennemente «sorpresiva», ni el filósofo lo sería si perdiese en algún momento su capacidad de «asombro». Esto pienso yo al menos, con toda la gran tradición filosófica, y ello me compensa un poco del exceso de perplejidades, y correspondientes ignorancias, a que esta vida y este mundo nuestros me someten día a día. Y no es, por cierto, el menor de mis asombros el de comprobar lo poco que parece sorprenderse la gente de las muchas cosas pasmosas que a diario suceden a lo largo y a lo ancho del planeta. Parece como si, justamente por ser tantas y tan formidables, hubiese llegado el hombre de nuestro tiempo a estar inmunizado contra sorpresas o extrañezas y dispuesto a admitir cualquier cosa -lo que sea y por insólito que ello sea- como lo más natural del mundo. Diríase que este hombre, a fuerza de suceder cosas para él ininteligibles, se ha habituado a no entender, y en grado tal que, por una curiosísima inversión aberrante del orden normal de estas disposiciones humanas, esa permanente «privación de sentido» ha llegado a funcionar para él como lo único que tiene sentido, como una especie de «sentido» sustituto o como una «normalidad», de suerte que lo que para él resultaría verdaderamente pasmoso e insólito sería el encontrarse de pronto entendiendo algo (o bien, asombrándose de «no entender»), Pero eso, que le puede pasar, y que le pasa, a «la gente», es precisamente lo que no puede sucederle al filósofo, sin que, ipso facto, deje de serlo. Por el contrario, la tesitura o condición filosófica requiere el estar poseído por una agudísima conciencia de esa deficiente, o nula, intelección, siendo ya tal penetrante conciencia una peculiar forma de lucidez: la que la filosofía necesita para hacer su epifanía; en definitiva, aquella de que tan radicalmente estuvo ya poseído Sócrates -con confesada posesión «demoníaca»- y de la que tan ejemplarmente dio «testimonio» en los albores mismos de la filosofía -quiero decir, en su primera crisis matutina-. Desde entonces, esa conciencia o lucidez ha debido intensificarse y ahondarse hasta el máximo cada vez que la filosofía ha entrado históricamente en situación crítica. Y este es, en efecto, el sentido más fuerte en que puede decirse de una filosofía que es «crítica»: el de que haya logrado alcanzar ese punzante, exacerbado grado de lúcida conciencia de su ignorancia que corresponde a una verdadera «crisis». Etimológicamente, «crisis» significa capacidad de discernir -y, por ello, de elegir, decidir y «juzgar»- y aquello que el filósofo necesita discernir -siempre, por supuesto, pero más perentoria y exasperada y buidamente que ninguno el filósofo por antonomasia «crítico», es decir, aquel en quien la crisis personal coincide exactamente con la histórica -es lo que entiende o sabe de lo que no logra entender o ignora. Mas no es tarea fácil semejante discernimiento, por ser la ignorancia y la duda, cuando son filosóficas, «trascendentes», es decir, «totalizadoras» -«trascienden» de todo saber particular, hasta abarcarlo «todo»-. Lo que la lúcida conciencia de la ignorancia filosófica «ilumina» es, por tanto, un vacío, una tiniebla; lo que «dilucida» es una desorientación; lo que «manifiesta» o «patentiza» es un enigma; lo que «discierne», en fin, es la mísera, pero a la vez estimulante y autoposesoria, situación humana que la constituye, de toda situación de falso, engañoso, pretendido -o pretencioso- y vano -o envenecido- saber o entender (y me refiero ahora a posiciones de este jaez presuntamente -y presuntuosamente- «filosóficas»). Discierne también, por supuesto, entre esa misma situación personal y el aberrante no entender de la gente, ascendido, por obra de su propia estupefaciente amplitud y permanencia, a la función de «entender» sustituto o vicario -un «entender» que consiste en aceptar como «normales» las mayores enormidades, por el hecho de suceder; se trata de la contundente «fuerza de realidad» del hecho consumado elevada a categoría «intelectiva»; en verdad, trátase de la abdicación de toda «razón» y de toda «norma»: es «la razón de la sinrazón» y el reinado de la «enormidad»: piénsese en la naturalidad con que suele encajar el hombre de hoy, inmerso desde el cotidiano despertar en una red de comunicaciones planetarias -prensa, radio, televisión-, la sarta de extravagancias, insensateces, y hasta monstruosidades, que tejen gran parte de la trama de la vida mundial contemporánea, y dígase si no estamos dejados de la mano de Dios. Por mi parte, he de confesar que vivo en permanente estado de escándalo, intelectual y moralmente hablando. Sí, también intelectualmente, sobre todo por el hecho de que, al decir «el hombre de hoy», incluyo bajo esta denominación a muchos intelectuales y hasta a no pocos sedicentes «filósofos», y además porque, entre los acontecimientos merecedores del epíteto de «estupefacientes», cuento una buena porción de los pertenecientes a la actividad filosófica de las últimas décadas.

Y he aquí, en esta situación que describo, la fuente principal de los motivos, a la vez «personales» y «filosóficos», que me han traído a hablar hoy de metafísica. Pues, efectivamente, no hay coyuntura más propicia que la de una situación semejante para promover o corroborar la actitud filosófica. Quedaría por mostrar ahora, para completar mi justificación, la identificación, al menos parcial -pero ciertamente esencial-, entre filosofía y metafísica, quaestio, como es archisabido, desde ha tiempo vivamente, y hasta airadamente, disputata. (Para muchos, es verdad, se trata de un asunto juzgado ya «en última instancia» -con fallo denegatorio, claro- y definitivamente archivado. Deseemos píamente a estos joviales opinantes que Dios les conserve su cándida buena fe y su estupenda seguridad, prendas envidiabilísimas, sobre todo para quien, como uno, se encuentra, en medio de los avatares de este mundo actual, tan receloso y maliciado como un perro callejero, y tan inseguro de todo). Pero esta es precisamente la cuestión. Y mi opinión sobre ella, que adelanto desde ahora mismo -y que, como se verá, encuentra su fundamento más válido, paradójicamente, en la propia situación de inseguridad- es, al revés que la de los preopinantes del paréntesis, la siguiente: toda auténtica filosofía ha sido, es y será metafísica, si bien la forma de serlo puede variar ampliamente entre el modo recto y el oblicuo, el modo expreso y el implícito, el constructivo-conceptual y el meramente «creditual» y acrítico. No pretendo que esta posición sea original ni exclusiva; antes bien, es compartida por muchos, desde distintos miradores filosóficos; en todo caso, es la que considero justa, y, aunque es obviamente imposible abordar aquí en forma su fundamentación, diré no obstante en pro de ella unas cuantas cosas que espero estén al alcance del lector medio, más o menos interesado en cuestiones filosóficas, que es al que principalmente me dirijo.




Ojeada histórica. La «crisis» de la metafísica

Empezaré recordando el hecho elemental de que la suerte de la filosofía, desde sus orígenes hasta hoy, ha estado inseparablemente ligada -cuando no identificada- con la de la metafísica. A lo largo de los casi veinticinco siglos de existencia de la filosofía llamada «occidental», sólo hace escasamente dos que se empezó a poner de verdad en cuestión -y algo después ya a negar- que la filosofía pudiese o debiese seguir siendo metafísica. Y desde entonces, la filosofía que ha pretendido no serlo (junto a la cual, no se olvide, nunca ha dejado de coexistir otra que ha querido seguir siéndolo), ha vivido en gran parte de esa negación, lo cual es otra forma de seguir ligada a ella. Quizá se aduzca en contra que los períodos en que la filosofía ha sido fundamentalmente metafísica son intermitentes en la historia y no más extensos que los horros de metafísica o metafísicamente «débiles», y, sobre todo, que a partir del siglo XVIII la metafísica ha vivido en perpetuo estado de crisis. A lo que contrarreplicaría que los períodos metafísicamente «débiles» anteriores a la «crisis» moderna son precisamente los que se consideran, casi con unanimidad, filosóficamente débiles, lo que tornaría el argumento en mi favor y haría del hecho señalado algo indiscutible, por lo menos, hasta el siglo XVIII, y discutible acaso, si se quiere, sólo a partir de Hume. Pero me bastará con mencionar, sumarísimamente, a Wolff, al Kant metafísico -al que habré de referirme especialmente después-, el idealismo alemán, los precursores decimonónicos de la «restauración» metafísica del siglo XX, y esta misma «restauración» -como mínima contrapartida del propio Hume, del Kant «anti-metafísico», del positivismo y de las corrientes antimetafísicas del XX- para que mi hecho quede, según creo, suficientemente establecido. Si lo destaco ahora, es simplemente porque, a pesar de su contundencia y vigoroso relieve, muchos filósofos de hoy -siguiendo la pauta de otros de un próximo ayer- parecen decididos a ignorarlo, o, lo que es quizá peor, a interpretarlo en algún sentido deficitario o peyorativo para la filosofía, con lo que ésta vendría a quedar convertida, como hecho histórico total, o casi total, en un gigantesco quid pro quo -al menos-, en cuanto ha sido metafísica o ha dependido de ella. Pero no cederé ahora a la fuerte tentación de sacar las consecuencias que de tal ignorancia o de tales interpretaciones parecen desprenderse -algunas se caen de su peso-. Sólo diré que la persistencia en ellas constituye el motivo de una de mis más tenaces perplejidades «intraparroquiales».

Demos un paso más por este camino (y recuerde el lector que, para recorrerlo, hemos empezado por calzarnos las botas de siete leguas). Establecida la, al parecer, irrompible vinculación entre filosofía y metafísica, es fácil comprobar que ésta -se considere posible o no- ha sido concebida siempre como el cuerpo de doctrina filosófica primordial, es decir, «principal», «fundamental» o «radical» -hago gracia al lector de las fáciles citas comprobatorias, lugares comunes, por lo demás, que seguramente están en su mente-. Esta primacía de la problemática metafísica fue el supuesto mismo de la filosofía desde su nacimiento, y su convicción ya expresa y «razonada» desde que la prote philosophia se constituye por vez primera como corpus doctrinal en Aristóteles.

Pero es lo cierto -y he aquí nuestro tercer paso- que, de hecho, el hacer metafísico ha sufrido algunas quiebras, eclipses parciales o debilitamientos a lo largo de la historia de la filosofía, y que a partir del siglo XVIII se hace expresamente problemático, planteándose acerca de él la cuestión de iure. Lo primero lo pusimos ya a la cuenta de otras tantas quiebras, debilitamientos, etc., de la filosofía misma. Nos cumple, pues, ahora decir algo de lo segundo, esto es, de la llamada crisis moderna de la metafísica. (Debo insistir, aun a trueque de resultar pesado, en que estoy practicando aquí, obligado por la índole de este artículo, con toda deliberación, tremebundas simplificaciones. Un tratamiento «formal» del asunto, aun a escala mínima y limitándolo a su parte histórica, exigiría un esquema de trabajo que abarcase el estudio de aquellos momentos en la evolución de la metafísica que representaron para ella -para su propia existencia y consistencia- vicisitudes de primera magnitud. Y esos momentos, que podríamos llamar «privilegiados», no podrían ser menos de los comprendidos en las cuatro categorías siguientes: 1) el origen; 2) las sazones de plenitud; 3) los momentos de cambios de orientación; 4) las situaciones de crisis).

Aunque sea ya casi tópico el hacer comenzar con Kant la gran crisis «antimetafísica» moderna (viendo en Hume más bien el «despertador» escéptico de Kant -por más que los positivistas prefieran subrayar su aspecto de «teórico del conocimiento» y Gran Inquisidor, con auto de fe y todo, de la metafísica), la razón que, en mi opinión, justifica el hacer de él el preciso punto de partida de la tal «crisis» no es el que ésta tenga un signo antimetafísico, sino más bien lo contrario. Si lo verdaderamente importante de ella radicase en su «antimetafísicismo», estaría bien fundado preferir a Hume como punto de partida, o bien, mejor aún, arrancar ya de Comte. Los verdaderos precedentes de la crisis hay que buscarlos, ante todo, en la constitución de la moderna ciencia de la naturaleza, con su incidencia inmediata, pronto convertida en repercusión traumática, sobre la filosofía. Y, visto el asunto en esta perspectiva, no hay duda de que el verdadero y genial escrutador del problema, aquel en quien por vez primera se hace plenamente consciente, adquiriendo significado y consistencia filosóficos, no es Hume -muy ajeno, en su psicologismo, a las más hondas dimensiones, incluso epistemológicas, de la cuestión-, sino Kant. Es más: incluso después de Kant, no ha habido, según estimo, otro pensador que haya alcanzado el nivel de eficacia que él en la crítica de la metafísica, porque nadie después de él ha podido realizarla de verdad y a fondo, es decir, con todas las exigencias de rigor filosófico que la empresa requiere, y que, en mi entender, son las siguientes: 1) genialidad filosófica; 2) dedicación al problema de toda una vida de tensa meditación; 3) oportunidad histórica; y 4) interés radical por la metafísica. Creo, pues, que la conjunción de estos cuatro requisitos no se ha dado más que una vez en toda la historia de la filosofía: precisamente en Kant.

Y creo también que es muy difícil que pueda volver a darse. Por eso, en su pensamiento, si se sigue hasta sus últimas implicaciones, encontraremos ejemplarmente representados los supuestos y la aporética esencial de toda la crisis moderna de la metafísica: los condicionamientos profundos y la constelación de problemas que definen filosóficamente la crisis misma.

En cuanto a la «valoración» de esta crisis, de cuya decisiva importancia y trascendencia filosóficas nadie podría dudar, ya he dicho que para mí esa importancia no estriba en su significación antimetafísica, sino justo en lo contrario. «Crisis» no significa, en efecto, necesariamente cambio hacia peor, o hacia menos, o in extremis, hacia la extinción de algo. Hay, incluso, crisis de crecimiento. En Kant se trata, por lo menos, de una crisis salutífera, cuyo significado está en la superación de la metafísica racionalista o «dogmática», de la teoría deductiva y puramente analítica que la metafísica había llegado a ser en su último tramo de desarrollo, desde la iniciación cartesiana hasta la esclerosis «escolar» leibnizo-wolffiana. Lo que, en rigor, entra en crisis por obra de la reflexión kantiana es el supuesto o «principio implícito» de esta metafísica -cuyos orígenes habría que rastrear en sus mismísimas fuentes eleáticas-, a saber: que el orden lógico de los conceptos, de las «razones», tiene ya de por sí una validez ontológica -y apodíctica- capaz de originar un sistema concluso del saber, definitivo e inmutable.

Lo que hace Kant, en realidad, no es sino desbrozar el terreno y poner las bases para una nueva metafísica llamada a superar la tradicional, ya caduca en su tiempo. Y la clave principal de esa superación -y, por tanto, lo que confiere la máxima fecundidad potencial a su «revolución copernicana»- consiste en que, por vez primera, se abre la posibilidad de una «derivación» del concepto de ser, mediante el intento de pensarlo en función del hombre. La filosofía moderna, desde sus comienzos, tiene un claro sesgo «antropológico», pero, hasta Kant, lo que en verdad hizo fue intentar pensar al hombre en función del ser. Es decir, no logró corregir la vieja idea del ser en términos tales que le permitiese mirar al hombre mismo sin involucrarlo en su rígido esquema interpretativo. Los esfuerzos de Descartes, y de toda su progenie filosófica, por aportar un nuevo entendimiento del hombre, pese a su genialidad y al logro parcial del propósito al postular un régimen o estatuto metafísico autónomo para el mismo fundado en su esencia «pensante», no consiguieron, sin embargo, escapar a la fuerza impositiva del viejo modelo ontológico de la res o el ens substantiale. Sólo en Kant se produce ese giro, verdaderamente «copernicano», ese primer conato de evasión de la dictadura del ser, aunque su autor no sepa bien todavía lo que está haciendo, o, por mejor decir, posibilitando, y, como ya decía Ortega en 1924, al querer «huir de la ontología», cayese, «sin advertirlo, prisionero de ella» (Kant. Reflexiones de centenario). Sólo por esta hazaña, merecería ya Kant un puesto destacadísimo -en verdad, irreemplazable- en la historia de la metafísica, si no como «sistemático», sí como «problemático» de la misma -según señaló, tan clarividentemente, Heimsoeth-. La interpretación de Kant como un pensador fundamentalmente metafísico se ha abierto camino, como es sabido, por diversos cauces, con distintos supuestos y en direcciones y formas a veces muy dispares lo que probaría indirectamente su «necesidad» histórica a lo largo de nuestro siglo, como reacción contra la imagen tópica de un Kant gnoseólogo y debelador de la metafísica, bajo cuyo signo se produjo el movimiento finisecular de «la vuelta a Kant» -movimiento inmerso aún en la atmósfera del positivismo decimonónico, con su fuerte prejuicio antimetafísico y «cientifizante»-. Pero ya desde principios de siglo, y sobre todo a partir de los años veinte, se produce, juntamente con la reacción antipositivista y pro-metafísica -y, diríamos, como un efecto de ella-, la de las nuevas interpretaciones de Kant orientadas en esa dirección. Así, la temprana de Ortega, fundada en la decisión de tomar en serio el «primado de la razón práctica», proclamado por el propio Kant, alumbrando en él, desde el nuevo nivel filosófico en que el pensamiento orteguiano se mueve, potenciales significados metafísicos inéditos; así, la también aludida de Heimsoeth; así, la muy conocida de Heidegger en su libro Kant und das Problem der Metaphysik (1929), en el que se «descubre» un Kant metafísico, no ya en su filosofía práctica, sino en la teorética; así, en fin -y para no multiplicar más las referencias-, la de Roger Daval, quien en La Metaphysique de Kant (1950) busca, sobre todo, esta metafísica en el Opus Postumum. Creo que en todas ellas hay mucho de certero y, por tanto, de aprovechable para una interpretación completa y abarcadora de un Kant metafísico; pero el núcleo de esta interpretación, a mi juicio, habría de centrarse en las claras posibilidades de superación de la ontología que abre su reducción de los temas cardinales de la filosofía a la cuestión radical: «¿Qué es el hombre?». La respuesta de Kant a esta cuestión troncal se inscribe, por lo pronto, entre dos conceptos que definirían al hombre justamente como «animal metafísico»: en primer lugar, el de la metafísica entendida como aspiración o «disposición natural» humana, algo, pues, constitutivo del hombre y, como tal, irrenunciable -«no puede, en modo alguno, ser considerada como el producto de una elección arbitraria», dice de ella Kant en los Prolegómenos-, y, en segundo lugar, y como consecuencia de ello, si se interpreta adecuadamente, el del famoso «primado» de la voluntad o de la «razón práctica». Es a partir de estos conceptos, articulados con la «inversión copernicana» practicada en la Crítica de la razón pura, como quedó abierta la vía para una nueva metafísica superadora de la ontología. Pero esto sólo desde hoy, y aún sólo desde ciertas atalayas filosóficas, es posible verlo claramente. Ni lo pudo ver bien el mismo Kant, según hemos indicado, ni tampoco el tiempo que le siguió, pues ya el propio idealismo alemán -con la excepción, parcial, de Fichte-, primera secuela hipermetafísica del kantismo, pierde contacto con el punto de vista tan radicalmente «antropológico» de Kant -el que le permitirá orientar la metafísica hacia un «entender el ser en función del hombre», como señalamos más arriba-; y lo que viene después -el positivismo y sus secuencias y concomitancias- es pura y simplemente el olvido de Kant. Y fue por ese olvido por lo que el pensamiento vigente en ese período lleva el signo antimetafísico que lo caracteriza, y no al revés, como con frecuencia se piensa, es decir, por seguir o desarrollar su línea «crítica». Tampoco el neokantismo, por su doble condición «decimonónica» y «escolastizante», pudo superar tal situación. Sólo con la reacción antipositivista de entresiglos, y la consiguiente recuperación metafísica, «restauración», o como quiera llamársela, se nos descubre el nuevo Kant metafísico mencionado, recogiendo, es verdad, su honda intuición de la primacía del problema del hombre; pero ni siquiera estas interpretaciones -salvo una- aciertan a descubrir la otra raíz, más soterrada, de esa intuición kantiana -el definitivo desplazamiento del problema o los problemas del ser como tema obligado y fundamental de la metafísica- y caen de nuevo en un «ontologismo», a veces incluso más radicalizado que en cualquier momento del pasado; o bien, cuando intentan eludir esta recaída en los problemas del ser, como planteamientos primarios o absolutos, es para incidir en posiciones irracionalistas que hacen imposible la teoría metafísica misma (es el caso, por ejemplo, de las filosofías llamadas «de la vida» y de algunas de las «existenciales»). No nos demoraremos ni aun siquiera en la mención de las principales de estas filosofías, de múltiple y muy diferenciada orientación dentro de su común denominador. Digamos tan sólo que todas ellas padecen la obnubilación «ontologista», es decir, que en todas, aun en las que otorgan el máximo reconocimiento a la fundamentalidad del problema del hombre, parece como si este problema sólo recibiese su último sentido, en metafísica, de la medida en que puede ayudar a resolver -y aún, previamente, a plantear de manera adecuada- el problema del ser. Ahora bien, este concepto de «ser», que ha probado superabundantemente ser el más cimarrón de todos los filosóficos, oscuro e incontrolable desde sus mismos orígenes, lo es hoy más que nunca, por ser también más compleja que nunca la visión de la realidad, y por tener que incluir en ella, al menos como factores «dialécticos», las «visiones» anteriores y, por tanto, todos los intentos -fracasados- de «doma» filosófica del tal concepto. Esta situación exige a la metafísica contemporánea el no poder partir ya, sin más, de la «pregunta por el ser», o lo que es igual, le exige el plantear como cuestión previa el problema de la justificación de este preguntar -y no sólo el del «sentido» de la pregunta misma-. En la ignorancia de esta exigencia radica la básica «mala conciencia» de todos los «ontologismos» contemporáneos, lo que les induce a fingir que se «sigue» intentando la «doma» del ser, y aún -lo que es mucho peor- que se «avanza» en ella y que el hirsuto concepto se hace mansueto y dócil a la brida del pensamiento. Esta es la peor «ilusión» de la metafísica contemporánea, la que la mantiene en una grotesca situación de «gatos pardos», la que convierte, en fin, su lenguaje sobre el «ser» en un verdadero babelismo, ofreciendo de este modo un flanco propicio a todos los ataques de la «antimetafísica» de nuestro tiempo. Hay que agradecer a Heidegger el que se atreviese, al comienzo de Sein und Zeit, a algo así como una denuncia de tal situación, si bien él mismo contribuyera después del modo más munífico a hacer más concienzudamente «caliginosa» que nunca la situación que empezó por denunciar -y ello por haber incurrido, como los demás, en el error de colocar ya la «cuestión del ser» en el punto de partida-.




Una nueva vía

En suma, y para cortar por lo sano esta ya excesivamente larga -aunque en sí «brevísima»- incursión histórica: la metafísica se encontraría hoy en la situación dilemática de «u ontologismo o irracionalismo» (y perdóneseme una vez más la descomedida, aunque obligada, simplificación), si alguien no hubiese advertido, ya tempranamente en nuestra centuria, que esta su inveterada posición «ontologizante» descansó siempre, y seguía descansando todavía, en un gran supuesto o «creencia», como tal no fundamentado; en algo, pues, de lo que la metafísica no se había hecho en absoluto cuestión, a saber: que aquello por lo que hay que preguntar cuando se quiere aprehender intelectualmente, racionalmente, la realidad, es el ser. Más aún: a esa falta de justificación nada menos que del problema teorético fundamental de la metafísica, había que agregar otra más radical todavía: la metafísica no se ha planteado nunca, como problema interno a su propia esfera o dominio, a su propio corpus teorético, por qué, en definitiva, hay que preguntar por la realidad misma, sea ésta interpretada como ser o en otra forma cualquiera -es decir, cuál es el sentido último del preguntar metafísico-. Dicho de otro modo: le ha faltado a la metafísica, como parte esencial de su cuerpo doctrinal, su propia justificación en cuanto hecho humano absoluto -aunque se hayan ensayado «explicaciones» o «justificaciones» suyas desde fuera de ella-. Ahora bien, la necesidad de esa justificación última e interna a la metafísica, y su insospechado alcance -incluso teorético- sólo se harían claramente visibles a la luz de una exposición suficiente del nuevo nivel de radicalidad en que la metafísica se sitúa por obra del pensador a quien pertenecen estas ideas, es decir, cuando la metafísica ha llegado a entenderse como teoría de la vida humana, y ésta como la «realidad radical». Ello implica, a su vez, el alumbramiento de una nueva idea de la razón y, por tanto, de la teoría filosófica misma. En suma: dentro de una filosofía de la «razón viviente».

El lector sabe ya que me estoy refiriendo a la filosofía de Ortega y, a pocas lecturas que posea de nuestro filósofo, o de sus expositores, intérpretes o seguidores, sabe también que llegó a esa idea capital como resultado de la superación de algunas actitudes o posiciones, tradicionales o modernas, pero todas ya insuficientes («realismo» e «idealismo», «sustancialismo», «naturalismo», «ontologismo», o bien -en el orden de la concepción del pensamiento y de la teoría filosófica misma-, «racionalismo» e «irracionalismo», «relativismo», «pragmatismo», y también «logismo», «psicologismo», «gnoseologismo»...), entre las que la filosofía venía debatiéndose todavía a lo largo de nuestra centuria, sin arribar a puerto -aunque parezca mentira, aun sigue debatiéndose, en diversas y notorias corrientes del pensamiento actual, entre los mismos «escollos», y aún rezagándose incomprensiblemente en otros hace mucho tiempo dejados atrás por la navegación filosófica-. De entre esas posiciones -y me refiero ahora a las más estrictamente metafísicas- la que fue objeto de más insistente y directo tratamiento crítico por Ortega es el idealismo, sin duda por pensar que al hilo de esa crítica era como más eficaz y certeramente podía ir demoliendo, a la vez, los cimientos de las otras actitudes, más o menos identificadas con aquella. A algunos quizá les parezca que el tema de la superación del idealismo -que Ortega llamó alguna vez el «de nuestro tiempo»- es ya agua pasada, a lo mejor porque creen que lo que ahora tiene actualidad son... ¡otras formas de «realismo»! La verdad es que la superación del idealismo implica la del realismo, y no la vuelta a éste, en ninguna de sus formas, y que la metafísica, hasta hoy, no ha logrado «avanzar» un solo paso más allá de dicha «superación». Agregaré mi convicción de que, de todos los intentos realizados en esta dirección, ninguno tan penetrante y suficiente como el representado por el pensamiento de Ortega, por construir su crítica sobre una nueva idea de la realidad y una nueva forma o modo de pensar razonante capaces de sustituir a los criticados, abriendo a la filosofía un camino de largo tránsito potencial. A causa de impedimentos y acaecimientos, filosóficos y extrafilosóficos, a mi juicio muy circunstanciales, y también muy anómalos, por ese camino apenas se ha empezado a andar todavía.

El venir a hablar de Ortega, tratándose de metafísica, y escribiendo en español, no me parece sino de la más obligada elementalidad. No digamos, si quien escribe se ha formado en su pensamiento... Ese es mi caso. Pertenezco a la última generación discipular «directa» de Ortega, es decir, a la que recibió sus últimas enseñanzas universitarias, ex cathedra y extra cathedram, en edad escolar. En alguna ocasión he relatado -y no sólo yo, sino también otros condiscípulos- lo que representó para nosotros su magisterio. Pero mi intención presente al mencionar este dato biográfico, no es otra, como habrá adivinado ya el discreto lector, que la de enlazar con mi tema inicial, que era -si no se ha olvidado tras nuestro «brevilargo» rodeo histórico-, el justificarme por hablar de metafísica y el declarar que lo hacía por «motivos personales», y no obstante -o quizá por ello-, «filosóficos», dada mi idea de la filosofía. No necesito decir que a esa idea contribuyó Ortega poderosamente. Más aún: es la idea del propio Ortega repensada por mí a lo largo de toda mi vida. Mas como el repensar una idea, apropiándosela, alberga el riesgo -junto a otras posibilidades más felices- de deformarla o desvirtuarla de alguna manera, y como, por otra parte, no puedo dejar de admitir, junto a la primordial de Ortega, otras influencias en mi pensamiento, debo dejar bien claro que la responsabilidad por los conceptos aquí vertidos es exclusivamente mía. Y dicho esto, puedo ya declarar sin temor que si Ortega ejerció sobre mí tan profundo y decisivo influjo fue porque encontré que su pensamiento interpretaba con pasmosa precisión las más hondas motivaciones que me llevaban a la filosofía y se situaba como ningún otro en abierta actitud de encarar las para mí más decisivas e irrenunciables interrogantes. Cuando le conocí, escuché y estudié, tuve la sensación de que yo ya era «orteguiano» desde antes de tener noticia de él. Y a medida que le fui tratando más de cerca y avanzando en mi estudio de la filosofía, esta sensación se consolidó cada vez más. Es, me figuro, la impresión que debe haber tenido todo discípulo de un verdadero gran maestro, pues sin ella, es decir, sin una profunda afinidad o predisposición intelectual, no se puede dar el genuino fenómeno del discipulado -y no será menester que diga, espero, que esta afinidad no tiene nada que ver con el mérito, capacidad, etc., de las personas entre las que se da, y que para que un discipulado sea auténtico no hace falta que sea necesariamente «egregio»-. Ahora bien, estoy seguro de que el pensamiento, y, en general, la acción intelectual, y aun personal, de Ortega -aspectos en él inseparables- no hubieran ejercido sobre mí -ni seguramente sobre ninguno de sus discípulos filosóficos más próximos (hay abundante testimonio de ello)- los poderosos efectos captadores que produjeron, si su significado y valor esenciales no hubieran sido precisamente metafísicos. El serlo, y justamente en la forma innovadora e inédita que caracteriza a su filosofía y a su estilo intelectual entero, es lo que nos producía aquel fuerte impacto, aquella contundente impresión de hallarnos ante un pensamiento al par profundo, agudo y enteramente vivo, o, lo que es igual, ante la verdad misma ejecutándose. Aclararé que la verdad se ejecuta sólo y en tanto que de verdad se busca, y sólo se busca de verdad cuando y en tanto que esa búsqueda responde a una auténtica -ineludible- necesidad vital y personal. Y cuando tal necesidad trasciende de cualquier objetivo particular, porque afecta al sentido total de nuestra vida, que se nos ha hecho oscuro, arcano y problemático -y con él, por supuesto, al sentido del universo, del todo, en función de su esencial complicación con nuestra vida misma-, entonces, digo, la verdad, el saber que se busca (según la genial denominación aristotélica) no son otra cosa que una verdad y un saber metafísicos.

Así, pues, en Ortega encontramos algunos españoles vocados a la filosofía, en los comienzos mismos de nuestra vida intelectual, el intérprete más cualificado y certero, el diáfano «traductor» a conceptos estrictamente filosóficos, de aquello que, más o menos oscuramente, determinaba nuestra vocación. Y ese mensaje que nos comunicaba resultaba ser, en su última y más rigurosa consistencia, metafísico. Resultó ser, en verdad, una nueva manera de entender la metafísica, que implicaba esencialmente el entender lo que a ella nos lleva y, por tanto, el sentido último que pueda tener o no tener el hacerla o dejar de hacerla. Pero -insisto, porque ahí está todo el quid de la cuestión- ese determinar el sentido de la metafísica sólo se puede hacer, con todas las exigencias de rigor y adecuación que el caso requiere, desde dentro de ella, como pieza o parte esencial de la doctrina, de la teoría metafísica misma; y no puede ser de otro modo cuando la metafísica ha alcanzado aquel nivel de radicalidad desde el que se hace plenamente consciente e inteligible su radicación en la vida, es decir, en mi vida. Trataré de resumir en las menos palabras posibles, y sólo en los aspectos que más directamente interesan a los fines de este artículo, algo de lo que con esto se quiere decir:

  1. Que la metafísica -entendida como actividad filosófica fundamental- es vida, modo de vida, algo a lo que algunos dedican su vida -y recordemos que toda dedicación de la vida, si de verdad lo es, es como mínimo respetable y valiosa, y, como máximo, creadora o descubridora de cosas importantes para el hombre.
  2. Que ese modo de vida consiste en el fondo -sean cualesquiera sus formas circunstanciales y el grado de conciencia de esta su finalidad genérica- en el empeño de hacer inteligible la vida misma, de aprehender su sentido. Encontraríamos, así, el sentido de la propia metafísica dentro de esa conexión de sentido más amplia y radical que es el sentido de la vida.
  3. Que esa búsqueda o indagación se lleva a cabo por medios estrictamente intelectuales, «razonantes»; la metafísica como teoría es, pues, el resultado de esa actividad pensante. (Hay otros medios no intelectuales, o al menos no teoréticos, de alcanzar el mismo fin).
  4. Que esa búsqueda del sentido supone su pérdida: que la vida se haya hecho ininteligible u opaca.
  5. Que el entregarse a tal indagación funciona para el filósofo como una necesidad insoslayable. No bastaría, en efecto, con que la vida se nos tornara oscura, opaca o absurda para ponernos sin más a hacer metafísica, si de alguna manera pudiéramos arreglárnoslas para seguir viviendo sin hacerla. Por ejemplo, aceptando ideas o creencias más o menos ad hoc, sin tomarnos la molestia de fundamentarlas o «contrastarlas con la realidad». En suma: para hacer de verdad metafísica hace falta, como primera condición... no poder pasarse sin hacerla -como para encender una vela no basta, como dice el acertijo popular, que esté apagada, sino que hace falta, además, que no nos sea posible seguir a oscuras.
  6. Que este saber que se busca complica los dos términos cuya dinámica interfunción constituye la vida: yo y el mundo o universo que me rodea («circunstancia», en su acepción más amplia, según la terminología orteguiana), con lo que la metafísica sigue siendo lo que siempre ha sido, lo que respecta al alcance o área intencional de su «visión», a saber: «pan-orama», en el estricto sentido etimológico de la palabra, o sea, «visión de totalidad».
  7. Que esta «visión panorámica», indefectible para el hombre por la estructura misma de su vivir, puede, sin embargo, en ocasiones, oscurecerse, zozobrar, hacerse inconsistente, dislocarse. (Ortega ha ilustrado ampliamente esta situación con la imagen del «naufragio»).
  8. Que tal situación es literalmente insostenible porque la «privación» o pérdida que la constituye -privación de «orientación» o de «seguridad»- afecta a la vida en su más pura, inmediata y genuina consistencia, es decir, en cuanto hacer. Todo hacer strido sensu «humano» es, en efecto, un hacer orientado -entendiendo la expresión genéricamente, lo que incluye también la «privación de orientación»-, y lo es por ser quehacer, esto es, actividad proyectada, ya que ésta requiere de modo ineludible un cierto «saber», que Ortega ha llamado de atenimiento («saber a qué atenerse») y que se puede llamar también «orientación». De ahí que, en la situación definible como «privación de orientación», el «hacer» a ella correspondiente (suponemos sabido que todo hacer es «situacional», y otra porción de cosas que el lector suplirá con su buena información) no puede consistir en otra cosa que en buscar la orientación que falta, o hace falta... justamente para poder hacer, y por tanto proyectar, algo, es decir, para poder vivir.
  9. Ese saber buscado es, pues, en su última raíz, pragmático, mas no de cualquier modo, sino en cuanto responde al asunto (pragma) primordial -por cuanto esencialmente posibilitante de todos los demás- expresable en la pregunta: «¿Qué hacer?» (en su formulación clásica: «¿Qué debo hacer?»), la cual no se podrá contestar si previamente no se ha dado respuesta a estas otras dos: 1) «¿Qué puedo hacer?» (cuya respuesta implica un saber a qué atenerse sobre el mundo o circunstancia); y 2) «¿Qué quiero hacer?» (cuya respuesta implica un saber a qué atenerse sobre uno mismo, sobre mí mismo, es decir, sobre lo que yo última e irreductible e «insobornablemente» soy, que no es sino lo que verdaderamente querría ser). Ambos saberes funcionan en estrechísima -«estrictísima»- mutualidad de relaciones, y éstas lo son a la vez de complementariedad y de plenificación2: lo que yo quiero hacer es, en definitiva, lo que quiero hacer de mi vida, y no podré saberlo sin un saber de ésta que implique el de mi circunstancia o mundo; pero, a la vez, mi visión del mundo vendrá condicionada, también esencialmente, por el radical esquema proyectivo -vocacional, en el sentido más «fuerte» de la palabra- que me constituye, digamos, «metafísicamente», confiriendo a esa «visión» mía, en uno de sus aspectos más decisivos, su peculiar «perspectiva». Esta «perspectiva panorámica», emanada de una ineludible necesidad pragmática, situacional, constitutiva de mi propio vivir, trasumida en los conceptos precisos de una teoría de la realidad radical, puede valer como una descripción provisional de lo que llamamos metafísica.
  10. Una segunda descripción debería establecer los requisitos precisos de esa teoría como tal, los rasgos peculiares, pues, del saber o conocimiento metafísico, cosa no hacedera aquí, ni aún en extrema abreviatura -ni en rigor necesaria para los fines de este artículo-. Por eso, me limitaré a destacar que a dicha teoría le es esencial el aspirar a estar constituida por proposiciones o «verdades» fundamentales, entendiendo por ello las referidas a la realidad radical y poseedoras de una certidumbre máxima, o también radical, y siendo además el único tipo de conocimiento o «visión intelectual» que es a la vez «conexivo y totalizador». Digo que le es esencial a la metafísica aspirar a ser todo eso -y muchas cosas más en ello implicadas, por ejemplo: el ser estrictamente «racional», si bien en un sentido nuevo de esta palabra que incorpora a la razón las estructuras dinámicas reales de la vida; el ser sistemática, también en una acepción peculiar de «sistema» congruente con el concepto anterior (sistema «abierto»); el albergar dentro de sí el principio de su propia «justificación», y también el de su «corrección» y reforma, etc.-, pero esto no quiere decir que pueda lograrlo completamente; antes al contrario, le pertenece también a esta metafísica, en modo igualmente esencial, la conciencia nítida de la distinción entre lo que es, y no puede dejar de ser, como pretensión, o aspiración y lo que puede y no puede llegar a ser como realización o cumplimiento de las mismas, y en esa conciencia, intensa y metódicamente «cultivada» y desarrollada, radica su índole rigurosamente crítica y dialéctica -y no hace falta decir que también estos términos hay que entenderlos con significados especiales correspondientes al «punto de vista», «modo de pensar» y «nivel de radicalidad» propios de esta filosofía.



Consideraciones finales

Por todo lo dicho se verá -y con esto «rizo el rizo» de éste un tanto deshilvanado escrito- que me mueve en este pleito, ante todo y sobre todo, esa profunda necesidad de claridad de que todo auténtico hacer metafísico brota; necesidad que, si es, como digo, personal, no por ello deja de implicar o complicar las cuestiones básicas en torno al destino del hombre. Que esta cuestión sea de primordial importancia, aun hablando genéricamente, no creo que nadie pueda ponerlo en duda. Pero menos aún podemos desentendemos de ella en nuestra concreta situación actual, por ser hoy el destino del hombre acaso más problemático que en ningún otro momento. Ahora bien, es mi convicción que si queremos recibir alguna luz sobre tan inquietante asunto, nos veremos consignados, querámoslo o no, a los temas metafísicos de mayor calado. Ni siquiera el refugio en una religión positiva, o en cualquier otro dogma sustitutivo -por ejemplo, político o social- pueden hoy dispensarnos (se entiende, en cuanto hombres desorientados de dedicación intelectual, esto es, en cuanto filósofos) de entrar en tan sustanciales cuestiones. Y sin embargo, son muchos los que siguen negándole posibilidad filosófica a la metafísica. En torno a este aparente contrasentido quisiera hacer girar mis últimas consideraciones.

En primer lugar, creo que muchas de las discrepancias entre metafísicos y antimetafísicos pueden tener su origen en la ambigüedad o polisemia, acentuada hoy, de la palabra «metafísica». A la vista de las acepciones tan diversas con que este término viene usándose en diferentes contextos filosóficos contemporáneos, le asalta a uno la vehemente sospecha de que dicha ambigüedad haya virado ya hasta la franca equivocidad. Entiendo, sin embargo, que aún no se ha alcanzado este punto, a pesar de los pesares, y que, por consiguiente -sí las apreciaciones que siguen son acertadas-, está justificado seguir usándolo (contra lo que otros piensan), al menos para designar el acotamiento teórico de un núcleo de problemas identificable a través de todas las variaciones históricas de esta «disciplina» o cuerpo doctrinal. Tal constancia -relativa- del núcleo problemático fundamentaría, a la vez, la unidad semántica y la postulada vigencia «pragmática» del término en cuestión, siempre, por supuesto, que se hagan las oportunas distinciones y se establezcan los pertinentes acuerdos acerca de lo uno y de lo otro -es decir, de las variantes significativas, dentro de esa unidad, y de los «usos» del término- en cada caso. Mucho menos justificado encuentro, en cambio, el empleo del término «ontología», cuando con él se quiere sustituir el de «metafísica». Tras esta pretensión, tan extendida, está la idea -tácita o expresa- de que lo único que de la vieja metafísica puede perdurar, por ser susceptible de algún tratamiento «moderno» -por ejemplo, «lógico»- es el tema de la «metafísica general», la cuestión del «ser». En cambio, se suele estar de acuerdo en que lo que no puede retornar al ámbito de la filosofía en forma alguna son los «temas» de la «metafísica especial» -el mundo, el alma, Dios-. Contra esta opinión, estimo, a riesgo de incurrir en todas las «heterodoxias» habidas y por haber, que también estos «temas» siguen y seguirán vivos mientras haya metafísica, si bien sometidos a profundas reelaboraciones, a «tratamientos» metódicos muy diferentes de los tradicionales y a «desplazamientos», a veces drásticos, dentro de la perspectiva completa de problemas que aquélla sigue siendo. (Ejemplo perentorio y brevísimo de lo que quiero decir: el «problema del mundo» nos remitiría al del encontrarse en él -o, como otros prefieren decir, al del ser-en-el-mundo-, o bien al de las estructuras de la mundanidad de la vida humana; el «problema del alma», al del sentido de la muerte, y, por tanto, al de la posibilidad de hablar con sentido de una supervivencia, en fin, el «problema de Dios», al de las ultimidades de la vida humana -tema exigido a su vez por el de su estructura metafísica-). No son «formalmente» hablando los mismos temas, pero sí son nuevos planteamientos de los viejos problemas, o, si se prefiere, desarrollos «dialécticos» -históricos- de estrictas posibilidades albergadas en dichos viejos problemas y actualizadas en vista y en función de las concretas experiencias intelectuales que han representado los anteriores planteamientos y sus intentos de solución, y, en general, de la experiencia histórica íntegra dentro de la cual han evolucionado.

En segundo lugar, la vieja distinción kantiana entre metafísica como «ciencia» y como «aspiración natural» del hombre debe ser mantenida, aunque variando su formulación. Hoy sería más apropiado decir, por ejemplo, que hay una «metafísica implícita» -función y estructura básicas de la vida humana, de toda vida humana- y, por tanto, irrenunciable, que se «expresa» o se «traduce» en diversos trasuntos o formas históricas determinadas (por ejemplo, magia, mito, «sapiencia», arte, religión, y otras Weltanschauungen) y, entre ellas, la filosofía sensu stricto, que, a estos efectos concretos, podemos considerar como metafísica explícita (cuando la hay, claro, pues en muchas filosofías sigue siendo implícita o criptometafísica).

En tercer lugar, habría que distinguir también -y esta distinción se entrecruza con la anterior- entre metafísica como «solución» y metafísica como «problema». Si la metafísica-solución a que nos referimos es la teorética, estamos otra vez ante la filosofía. En cuanto a la metafísica-problema, tiene dos niveles: el «situacional» o vital (muchos dicen «existencial»), es decir, la situación humana problemática que provoca o «dispara» la puesta en marcha de la faena teorética, y el nivel, ya teorético, en que se formula el problema mismo, como iniciación de dicha faena -esta fase inicial del hacer metafísico es ya un primer trasunto, y, ciertamente, el más laborioso y difícil, al que podemos llamar «trasunto teorético interrogativo» o «teorético-aporético» (valgan las pedantescas expresiones)-. De estos dos niveles es con mucho el primero el más importante, el verdaderamente radical y el único «perenne». Los trasuntos teoréticos, lógicos, las construcciones conceptuales, incluso las formulas interrogativas que constituyen la apertura misma de la teoría metafísica, han variado a lo largo de la historia de la filosofía -y un estudio riguroso y exigente centrado en el compromiso metódico de precisar y, quizá, de tipificar cuidadosamente esas variaciones, arrojaría mucha, y hoy muy necesaria, luz sobre la verdadera esencia de la filosofía-; pero el problema básico, vital, la necesidad originaria de que emergieron, perdura a lo largo de todo ese proceso histórico, y perdurará mientras haya vida humana, por pertenecer, como ya hemos apuntado, a su estructura metafísica fundamental. Expresaríamos este hecho en la siguiente proposición -que no es un trabalenguas, aunque lo parezca, sino un importante hallazgo de la filosofía actual-: la raíz de la metafísica no es otra cosa que la estructura metafísica de la realidad radical. Y esto que acabo de enunciar es, desde luego, una tesis metafísica, cuya fundamentación pertenece a aquella parte de la teoría metafísica dedicada a su autojustificación.

En cuarto lugar, quisiera llamar la atención sobre un hecho que casi nunca es tenido en cuenta cuando se habla genéricamente de «la crítica actual de la metafísica», y es que esta crítica pocas veces lo es de la verdadera metafísica actual, sino, en la mayoría de los casos, de formas de metafísica pertenecientes al pasado -a menudo incluso arcaicas-, y aún estas no demasiado bien conocidas. Son, por eso, críticas externas, que yerran su blanco, sencillamente, porque lo ignoran. Uno renueva siempre, en efecto, su sorpresa -a pesar de tratarse de una experiencia monótonamente repetida- cuando, leyendo algunas de esas críticas (¡e incluso algunos alegatos prometafísicos!), encuentra de pronto, ante los ejemplos de tesis metafísicas propuestos por el autor, o de problemas metafísicos destacados por él, que éste rara vez ha sobrepasado el nivel prekantiano. Es verdad que en alguna ocasión se llega hasta el intento de ridiculizar, por ejemplo, una proposición de Heidegger, pero ello no implica necesariamente que se haya sobrepasado aquel nivel, pues se suele hacer sin haber entendido «de qué va la cosa» y por procedimientos tan desacreditados como es el sacar una frase de su contexto o quicio y exponerla así, desnuda y tiritando, a la vergüenza pública. Y lo peor del caso es que todo esto se lleva a cabo, sépanlo o no sus perpetradores -y no por repetida deja de ser certera esta observación-, desde posiciones metafísicas o «criptometafísicas» de una tosquedad, de una estrechez de miras y de un anacronismo realmente estremecedores (con la consecuencia, además, de poder conducir, cuando alguna vez se ensaya salir de ellas, al descubrimiento de toda clase de mediterráneos).

En quinto lugar, quisiera referirme brevemente (y bien merecería el asunto, latente como trasfondo de todo este escrito, cuando no aflorante a él, más demorada atención) al vicio de planteamiento de que suele adolecer toda esta cuestión, al ser presentada la metafísica por muchos de sus críticos actuales como si se tratase de algo que se pudiese hacer o no hacer, a elección, lo mismo que elegimos entre comer carne o pescado, sin caer en la cuenta de que el hacer o no metafísica transcurre en un plano «electivo» mucho más soterraño y decisivo: algo así, digamos, como el elegir entre comer o no comer. (Y aquí vendría al pelo, para hacer un poco de humor, la frecuentada cita del soneto cervantino prequijotesco en que dialogan Babieca y Rocinante: «-Metafísico estáis-. Es que no como». La metafísica, siguiendo el símil manducatorio, sería, pues, un expediente al que se recurre, cuando se está hambriento y no se dispone de otro alimento más sólido. Se puede entonces elegir, ciertamente, pero entre hacer metafísica... o morir de hambre. Y ese hambriento para quien no hay otra «mantenencia» posible es, específicamente, el filósofo. Una de las últimas denominaciones que nos dejó Ortega de la filosofía, y que bien puede valer por una definición, fue esta: «hambre de saber a raíces». Y ese saber o sabor a raíces -ese saber «radical»- no es otro que la metafísica). La metafísica, en una palabra, como todo lo que tiene definitivamente sentido en esta vida (es de F. Waismann, un simpático «analítico», por cierto, la conocida frase: «Decir que la metafísica carece de sentido, carece de sentido»), es algo que se hace, cuando de verdad se hace, por pura y verdadera necesidad -según vengo apuntando en diversos lugares de este artículo-. Es obvio, entonces, que no se puede partir ya de antemano de aceptar la imposibilidad o ilegitimidad teorética de la metafísica, si entendemos por ella la respuesta racional a tal necesidad. Habrá que esforzarse primero por responder positivamente, y sólo como resultado de ese esfuerzo se podrá llegar, acaso -o acaso no-, a una posición negativa. Ahora bien, tal esfuerzo no es cosa que se pueda llevar a término en unos años de primeriza y juvenil «profesión» filosófica. De ahí la impresión, entre divertida y «pitoyable», que producen ciertos jóvenes, aún casi pollos filosóficos, «galleando» ya en posiciones antimetafísicas convencionales. Quien ha sido llevado a la vida intelectual por filosófica ignorancia, con su consiguiente duda radical, no puede renunciar a la metafísica en su juventud: esa renuncia sólo puede llegar como resultado del esfuerzo intelectual de toda una vida -si llega-. Y cuando no sucede así, una de tres: o se trata de intelectuales que no han sentido el «hambre» metafísica -y entonces, más que filósofos, son, con toda probabilidad, hombres de vocación científica más o menos clara, o más o menos frustrada-; o bien hacen metafísica -metafísica vergonzante-, aunque no lo parezca; o, en fin -y este caso no puede interesarnos-, son simples «pseudos», repetidores rutinarios de fórmulas «aprendidas», pero no asimiladas.

Yo creo -y con esto término- que podría contribuir a un mejor entendimiento entre metafísicos y anti-metafísicos, de acuerdo con los puntos de vista expresados, el que los representantes de ambas posiciones se decidiesen a declarar sin ambages qué es lo que le piden a la filosofía, qué les lleva a ella y qué esperan de ella. En suma, se trataría de aplicar aquí otro de los conceptos «evaluativos» orteguianos, según el cual nada de lo que el hombre hace puede ser bien entendido si no se pregunta por qué y para qué lo hace. Sólo la respuesta a estas interrogantes confiere al hacer del hombre su último sentido, su verdadera inteligibilidad. La referencia a esas coordenadas de originación constituye, a la vez, una segura pauta valorativa. Pienso, pues, que sería muy conveniente y esclarecedor aplicar estos índices normativos al hacer filosófico de meta-físicos y antimetafísicos. Veríamos entonces que las nociones de «validez» o «no validez», «sentido» o «sin-sentido», aplicadas a este o aquel tipo de filosofía o teoría, modo de pensar o método, dependen esencialmente de la pretensión humana, y aún personal, a que aquellos responden. Dependen de ella, bien entendido, en última instancia. Pero estoy convencido de que en filosofía son las instancias últimas las que verdaderamente cuentan. Abstraer, por tanto, de la situación problemática, y aún del «propósito», que obran en el origen de cada tipo de doctrina o teoría, de cada método o modo de pensar, es lo que definitivamente carece de sentido, y muy especialmente cuando tal abstracción se practica, no sólo para establecer la «validez» interna de una teoría -por ejemplo, su corrección formal, fundada en criterios de estricta consistencia lógica-, sino también para «excomulgar» toda otra forma de teoría que no responda a los mismos criterios de «validez» -por ejemplo, el tipo de pensamiento, discurso o «lenguaje» llamado especulativo o metafísico, es decir, el «no empírico» ni «puramente lógico»-. Esta actitud de intransigencia o de miopía es muy común, ¡todavía!, en las filosofías antimetafísicas actuales -o, al menos, en ciertos dogmáticos representantes suyos-. De ahí la impresión que fácilmente pueden producir -impresión quizá no enteramente fundada en la realidad de los hechos- de querer alzarse, muy poco filosóficamente, con el santo y la limosna. No hace mucho, pude leer, por ejemplo, en las páginas de esta misma revista que «la filosofía analítica y el materialismo dialéctico son, en el mundo actual, las dos tendencias filosóficas con mayor "vocación de imperio"», reafirmándose la idea en otros lugares del mismo artículo, al denominar a dichas tendencias «imperios filosóficos». Aun descontando todo lo que en estas expresiones pueda haber de figuración de sentido, y aun de ironía -y no dudo que en el ánimo del distinguido autor del artículo estuviesen ambas cosas ampliamente presentes-, las expresiones mismas no hubieran tenido sentido, de no denunciar un efectivo «rasgo fisonómico» de dichas filosofías3. Por eso, cuando se nos invita a sumergirnos en ellas hasta el cuello, so pretexto de que son «las de nuestro tiempo» -lo que implica tildarle a uno de retrógrado si no lo hace-, uno no puede evitar el preguntarse si con esa «actualidad» que se les atribuye se alude a algo más sólido que su boga circunstancial, ya que esta boga podría explicarse, ciertamente, por razones bastante ajenas a su intrínseco valor filosófico -no afirmo, conste, que carezcan en absoluto de ese valor- y, en cambio, muy congruentes con sus presuntos pujos «imperiales». Por ejemplo, uno difícilmente puede impedirse la espontánea asociación entre los susodichos «pujos» y el hecho de que estas corrientes de pensamiento se hallen efectivamente «respaldadas» por los dos grandes poderes temporales de la época: el mundo anglosajón y el soviético -sin contar ese otro gran poder, que no sé si llamar «espiritual»: el de la ciencia, cuya «fe» profesan, en una u otra forma, cuyo «culto» practican y cuya manera intelectual imitan o contrahacen, con mayor o menor «fidelidad» y «fortuna»-. El éxito, el triunfo, han tenido siempre muy buena prensa. Pero precisamente la filosofía no se ha caracterizado nunca por su diligencia en uncirse al carro del vencedor, ni por vivir de instancia alguna externa a su propio menester originario, a sus indeclinables exigencias intrínsecas. Y cuando se ha olvidado de esto, y en la medida en que lo ha hecho, ha sido menos filosofía, adquiriendo una significación «ancilar». Creo que se podrían reducir a cuatro los principales tipos de servidumbre que la filosofía ha padecido a lo largo de su historia: la servidumbre «ética» (modelo o tipo: las filosofías del período helenístico); la servidumbre «teológica» (modelo: la escolástica medieval -o sus supervivencias y «neo-formaciones» modernas-); la servidumbre «ideológica» o «política» (modelos: las «filosofías» de la Ilustración y el marxismo); en fin, la servidumbre «científica» (modelos: los «positivismos», «logicismos», «epistemologismos», «analitismos», «estructuralismos», que, desde la segunda mitad del siglo xix, y a lo largo del xx, nos inundan). Ahora bien, no hay más que un «servicio» -no servidumbre- que la filosofía tolere, confiriéndole su último sentido y razón de ser: el servicio a la vida, a través de la verdad. Si la filosofía no es regina scientiarum -entre otras razones, porque empieza por no ser, ni poder ser, ni tener por qué ser, «ciencia»-, tampoco es, ni puede, ni tiene por qué ser ancilla scientiae, que es lo que a toda costa se nos quiere hacer admitir que es (a veces con malos modales; a veces, también, con refinada «cortesía») por la mayor parte de las filosofías antimetafísicas. Por fortuna, hay claros síntomas de que, incluso dentro de estos predios filosóficos, se está gestando un cambio de actitud, que no puede sino ser favorable a la metafísica. Mi impresión es que, si ha de seguir habiendo filosofía -es decir, si el tiempo, en forma de tormenta bélica o de progresiva «socialización» del hombre, no impide que siga habiéndola-, lo que se avecina no puede ser sino otra época de «recuperación» metafísica. Y todo parece indicar que esa recuperación se orientará hacia un conocimiento cada vez más preciso y profundo de la vida humana, entendida como la realidad misma (es decir, sin confundirla con ninguna de sus interpretaciones), sui generis (esto es, no «física» o «natural», no «material», pero tampoco «psíquica» o «espiritual», por tanto, no aprehensible por ningún tipo de conceptuación «racional» ni «empírica», científicas o no, de las usadas para el conocimiento de aquellos tipos de realidades), y clave para el entendimiento de todas las demás. Y cuando eso suceda (si es que llega a suceder; si no, habrá que ir pensando en el posible fin de la filosofía), cuando hayamos salido de la caótica situación actual a la clara conciencia de las cuestiones verdaderamente importantes, inexcusables para la «salvación» común, para una nueva orientación del hombre en su encrucijada histórica actual, entonces se verá, retrospectivamente, la significación precursora que al pensamiento español le correspondió en ese movimiento intelectual, y quizá algunos, en ese momento, tengan ocasión de avergonzarse por la escasa o nula atención prestada a lo que tenían en casa, por haber preferido entregarse, siguiendo una corriente de gregarismo intelectual, hoy no sólo española, a «modas» exteriores, ya incipientemente caducas, por lo demás, en sus propios hogares de origen.





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