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Mis montajes de Buero Vallejo

Alberto González Vergel





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Mi relación profesional con Buero se inició en televisión, coincidiendo con la llamada «apertura de Fraga». Juan José Alonso -responsable entonces del área dramática de la Primera Cadena-, y yo, convencimos a Adolfo Suárez, que dirigía ésta, para que accediera a programar por vez primera un texto de Buero Vallejo, en el hoy desaparecido espacio dramático Estudio 1, programa estrella de Televisión Española en los años sesenta. Mis contactos con Buero se limitaron entonces a dos o tres charlas telefónicas en las que prevaleció siempre su buen criterio en torno a la posible dirección y realización de Hoy es fiesta, un drama singular con el que Antonio había conseguido años antes un extraordinario éxito, además de una esposa ejemplar arrebatada a la nómina de las grandes actrices del Teatro María Guerrero. Aquel doble éxito de Buero, en un momento crucial de su carrera de dramaturgo, le hizo, quizá, un hombre mucho más abierto y asequible del que fuera antes. Victoria y los hijos le dieron estabilidad y ternura, e hicieron de él un ser humano más comprensivo, generoso y sensible; virtudes estas que, desde entonces, vienen potenciando su teatro y su persona. Yo conocí personalmente a Buero Vallejo en el Café Gijón una tarde lluviosa de los años cincuenta. Antes, le había conocido como espectador de sus dramas: En la ardiente oscuridad, La tejedora de sueños, La señal que se espera y, por supuesto, de Historia de una escalera, coincidente en su gran éxito, con la acogida, para mí inolvidable, que obtuvo en aquellos mismos días el Teatro Español Universitario de Murcia, con el estreno en el Teatro Gran Vía de Madrid de la obra de O'Neill El Emperador Jones. Años más tarde, en el setenta y cinco, tuve un conocimiento mucho más profundo de Buero autor y persona, durante el trabajo previo a la «puesta en escena» de La doble historia del Doctor Valmy, que conseguimos estrenar en el 76 en España, en vida de Franco y tras doce años de prohibición.

En este punto permitidme que haga un inciso y señale, porque es de justicia, la decisiva intervención de otra mujer, la mía, en la autorización de la obra.   —62→   Cuando todo parecía perdido, ella logró tras muy largos e insistentes razonamientos, que el entonces Director General de Teatro, Mario Antolín, accediera a su estreno; estreno memorable par mí por muy diversas e importantes razones humanas y estéticas. Hacía poco tiempo que había presentado mi dimisión como director titular del Teatro Español de Madrid y necesitaba confirmar, en el teatro privado, lo obtenido en el público durante cuatro temporadas consecutivas: Mis experiencias dramatúrgicas de fusión de la emoción identificadora con la reflexión distanciada, de la psicología con la sociología; y las formales, de sustitución de la mutación escénica tradicional por el enlace y el encadenado fílmicos; puestas en práctica en espectáculos como La Estrella de Sevilla, Media y La Muerte de Dantón, necesitaban reafirmarse en la «puesta en escena» de un texto dramático actual y de carácter abierto, con la estrecha colaboración de su autor, un escritor de mi tiempo y casi de mi generación. Eso fue lo que me impulsó a luchar denodadamente por conseguir la autorización, primero, de Buero y, luego, de la Administración. He de confesar hoy, como lo hice ya en diversas ocasiones, que la relación profesional con Buero Vallejo fue siempre, en todo momento, comprensiva, respetuosa y cordial. Sus puntos de vista, incluso los no coincidentes con los míos, fueron siempre para mí clarificadores y enriquecedores. Aceptó siempre de buen grado cuantas sugerencias y propuestas le formulé: peinado o supresión de algún que otro fragmento no esencial del texto; empleo exclusivo, como fondo sonoro y musical, de acordes y temas del más abstracto compositor clásico: Juan Sebastián Bach, interpretado al órgano, en directo y frente al público, por un enigmático personaje vestido de frac e identificado simbólicamente con la Muerte, protagonista desde la sombra del relato trágico del doctor Valmy.

Otra pequeña y, quizá, adjetiva aportación mía al espectáculo, aceptada por Buero, fue la de extender al vestíbulo del teatro, durante el entreacto, las intervenciones del señor de esmoquin y de la señora en traje de noche -intervenciones ahora improvisadas y entre el público-, para ampliar, con provocadora y, luego, probada eficacia, su papel de negantes de uno de los pozos negros de la historia del hombre social: la práctica de la tortura moral o física como medio para consolidar situaciones personales, sociales o políticas injustas.

Alguien ha dicho con lucidez que toda tragedia tiene algo de circunferencia en la que un punto se desliza siempre sobre ella. En la tragedia que nos ocupa, ese punto deslizante, en que coincide limitación e infinito, fue para mí en aquella «puesta en escena», el individuo Daniel Barnes; un hombre corriente, vulgar, del montón, casi anónimo; un personaje alejado de esa literatura romántica o maniquea en la que se establece diferencias extremas entre lo malo y lo bueno, torturador y torturado. Aquí, Buero, cambió los papeles y el torturador asumió el rol de torturado, dada la imposibilidad de coexistencia real de la tortura y la conciencia de ésta.

Al solicitar del pintor Vicente Vela su colaboración para el diseño del espacio escénico de la obra, tuve muy en cuenta las propuestas de su autor y el estilo pictórico del artista que, en definitiva, fue lo que me impulsó a pedirle su participación en el espectáculo, condicionada ésta a las limitaciones que nos imponía un pequeño escenario y, sobre todo, la esencialidad de una «puesta en   —63→   escena», que ya había sido asumida por Buero. Me preocupaba ante todo, la necesaria permeabilidad del texto escenificado, en sus distintos niveles dramáticos y formales. Era imprescindible no seccionar ni interrumpir la fluidez narrativa entre el drama psicológico del protagonista y su familia, y el relato objetivo, ejemplar, -por desapasionado-, que de esa historia y de la otra hace Valmy a la sociedad de la que forma parte, y a la que convierte en único acusado del proceso. También debía lograrse fundamentalmente un perfecto equilibrio de las escenas del presente con las retrospectivas, así como entre la vertiente onírico-simbólica y la real, que unificadas, habría de potenciar, como así ocurrió, esa «estética de la amargura» que condiciona la doble historia: la de un hombre incapaz de elegir, atrapado en las redes de su propia impotencia vital y cuya única escapatoria es la muerte, y la de esa mayoría silenciosa, que se niega a ver la realidad opresiva fingiendo sordera o ignorancia.

Y para poner punto final a este bosquejo sobre mis trabajos en Valmy, quiero señalar uno de los postulados buerianos que más me interesó destacar y potenciar en la dramaturgia de aquel montaje, al que acompañó un gran éxito, y en los que le siguieron con menor fortuna: uno, Jueces en la noche, del que ahora hablaré muy brevemente, estrenado sin éxito y, otro, una versión musical de Irene o el tesoro, no llegaría a estrenarse. Ese postulado al que me refería, según el cual, el hombre no es una víctima fatal de oscuros destinos, sino responsable de cuantas miserias nos rodean y, por tanto, capaz de lograr un mundo más humano y mejor, hunde sus raíces, entre otros, en Cervantes, Unamuno, Marx, Brecht..., y otorga a la tragedia un halo de esperanza, haciéndola, en muy hondo sentido, optimista.

Mis relaciones con Antonio Buero durante las tareas previas al montaje de Jueces en la noche, fueron rigurosamente idílicas. Estuvimos de acuerdo en todo desde el principio hasta el final, pese a que éste -y me refiero al resultado-, no fue todo lo halagüeño que esperábamos. Este drama suyo me parecía entonces, y me sigue pareciendo hoy, tan importante y logrado como esos otros cuya importancia es reconocida por todos. Pero Buero no tuvo suerte en aquella ocasión. No tuvo suerte con la empresa, ni con el escenógrafo, ni con algunos actores y, creo sinceramente, que no la tuvo tampoco con el director; es decir, conmigo. Desde entonces he reflexionado mucho sobre aquella «puesta en escena», y pienso honestamente que no fui todo lo lúcido y penetrante que el texto demandaba. Creo que a Buero y a mí nos perjudicó entonces el gran éxito obtenido anteriormente con Valmy. Él aceptó en esta ocasión, sin razonamiento ni discusión, todas las sugerencias e indicaciones que le formulé; incluso me mostró tal grado de confianza, que no asistió a los ensayos hasta quince días antes del estreno. Actitudes que le agradezco, pero que, en definitiva, fueron, quizá, perniciosas para un espectáculo tan abierto, complejo y difícil como el que promueve este drama, donde la relación entre la vida de la vigilia y la vida onírica se amalgaman hasta provocar un seísmo trágico, del que no está ausente la esperanza, que puede llegar al espectador encubierta y con apariencia de mensaje desesperado. Al igual que la acción dramática, que por acumulación de incidentes, economía de lenguaje y cierta abstracción premeditada   —64→   de sus personajes, puede precipitar el empeño escénico hacia las fronteras del melodrama.

Y, por último, quiero citar aquí un fragmento de la crítica a aquella escenificación, publicada en el semanario El Socialista y firmada por un escritor murciano: Fernando Martín Iniesta. Dice así: «Que nos echen la basura a la boca es algo que a nadie nos gusta. Es lógica la reacción que ante Jueces en la noche han tenido determinados sectores de la clase intelectual, que nos circunda y, cuando puede, nos asfixia». Me parece un juicio elocuente y certero, que alude, sin duda, a la «inoportunidad» de aquel estreno, en aquel momento determinado de nuestra transición política.





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