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Mis ratos perdidos o ligero bosquejo de Madrid en 1820 y 1821

Ramón de Mesonero Romanos



Obra escrita en español y traducida al castellano por su autor


   «Óyeme, si me ayudas
con tu malicia y tu risa
Verdades diré en camisa
Poco menos que denudas.»


Quevedo                





ArribaAbajoPreliminares

Prefacio, exordio, principio, o llámese como quiera, que esto al fin es cuestión de nombre.


Habéis de saber ante todas cosas, lectores, míos (si los hubiera que esto todavía está por discutir) que el Supremo, Hacedor al imponerme la dura ley de vivir en este triste mundo, tuvo a bien prestarme un genio maligno y socarrón, más inclinado a poner en ridículo todos los objetos chicos o grandes que hieren mis sentidos que a hacer obras de misericordia. Con tan felices disposiciones crecí en años y en malicia, y héteme aquí un chisgaravís avinagrado, con más de pícaro que de santo, aunque a primera vista sepa disimularlo tan bien que muy pocos logren penetrar mis ideas. Ya veis que la franqueza al menos no me es desconocida cuando os declaro así mis flacos, y aunque no sea más que por esta cualidad debo tener partidarios. Pero vamos a nuestro asunto; - Conociendo, pues, que mi carácter llevado al estremo de acritud a que naturalmente se inclinaba, podría, hacerme parecer cual otro Zoylo mordaz a los ojos de los que me trataran, me vi precisado a endulzarle lo mejor que pude (porque también se endulzan los genios cuando nos conviene, y con quien nos conviene) y he aquí la causa por la cual, con el favor de Dios, me he proporcionado ayudándome yo, un genio agridulce, así a manera de membrillo, que no me va muy mal pero mi natural tendencia a la, sátira no se ha extinguido, ni creo. que sea fácil que así suceda en lo que me resta de vida; por otra parte ¡hay tanto que criticar! y en Madrid, figúrese V. ¡en un Madrid!... pero no consiste la gracia, se me dirá, en criticarlo todo, sino en ver cómo se hace. Eso en verdad es muy cierta, mas a ello se puede responder que hay cosas que para ponerlas en ridículo hasta parar la atención en ellas.

Mi idea al escribir lo que se verá no ha sido otra que manifestar el efecto que en mí producen algunas de nuestras costumbres, en lo cual no creo ser solo. Porque ¡quién ha de mirar con indiferencia, el que en nuestros días sea tenida la grosería por elegancia, la pedantería por ciencia, la coquetería por gracia la poca urgencia por genio divertido, y en fin todos los vicios disfrazados con el nombre de las virtudes? Yo, al menos no lo he podido sufrir, y en un acceso de mi indignación he trazado estas imperfectas líneas únicamente para desfogar mi acrimonía., ya que no esté en mi mano poner remedio a tantos males que otros han criticado con toda la maestría que a mí me falta, sin que por esto hayan sacado más partido que el que yo espero sacar; protestando desde ahora que no me ha pasado por la imaginación, el querer retratar a nadie en particular, y sí sólo satirizar los vicios en general;


   «Y pues no vitupero,
señaladas personas,
quien haga aplicaciones,
pon su pan se lo coma.»

Por último; en cuanto a no manifestarme a las claras, respondo lo que aquella discreta confesada al curioso director de su conciencia « Padre mío, mi nombre no es pecado.» Basta de prólogo, y manos a la obra.






ArribaAbajoCapítulo primero

Octubre de 1820. Una Tertulia


Ya se acabó la estación ardorosa; ya tenemos delante el aterrido invierno con todos sus rigores; pero en Madrid no hay que temer el fastidio que aquel trae consigo, pues para dulcificarle se-van ya preparando las grandes reuniones en que se pasan sin sentir las largas noches de enero. Queriendo yo también disfrutar de los placeres de mis compañeros, porque no me tengo por menos que nadie, me dirijí a uno de ellos, de estos del gran tono que desde lo elevado de su elegancia se digna descender hasta el estremo de darme algunas lecciones de esta sublime ciencia, rogándole me presentara en una buena sociedad donde pasar dulcemente el tiempo: no fue menester más para que se constituyese mi introductor en una de las que él frecuentaba, señaló; la noche de aquel día para verificarla, y yo impaciente deseaba la hora que me había de guiar a tantas diversiones; acicalé lo mejor que pude mi triste figura, siempre guiado por los elegantes, consejos de mi elegantísimo amigo, y llegado el momento. de la partida, me puse en marcha acompañado de mi conductor.

Fue preciso antes de subir a la casa limpiarnos cuidadosamente, estirarnos el corbatín, atusarnos el pelo, y hacer en fin todas aquellas operaciones que mantienen la ilusión de que vamos rodeados, pero que hechas en público la destruyen. Llamamos a la puerta, y sin preceder más recado ni formalidad, entramos por enmedio de un gran salón coronado de gente de uno y otro sexo. Después que con nuestras repetidas cortesías a derecha, izquierda y frente, hubimos llamado la atención de la concurrencia, me agarró mi buen amigo de la mano, y llevándome delante de una joven belleza que desde luego conocí ser la diosa de aquel templo, me presentó a ella con las corrientes espresiones, de alabanzas de mis cualidades &c, la dama contestó a mi amigo con la mayor cortesanía, y yo correspondí como pude a tantas mercedes.

No bien nos hubimos sentado, cuando yo llamé la atención de mi compañero, a fin de que si era tiempo reparásemos la falta en que creía habíamos incurrido, por no haber cumplimentado al dueño de la Casa; -¡Cómo se echa de ver, me respondió, que no estás orientado en las máximas del gran mundo, pero pues me toca enseñartelas, has de saber, que en todo rigor de elegancia, toca a la dama el derecho de ofrecer su casa a aquellos que tenga a bien, y al marido seguir siempre el voto de su cara mitad. ¡Feliz invención! esclamé; ¿y cuál de los que vemos es el desventurado galán que hace aquí un papel tan secundario, Vuelve, vuelve los ojos, me respondió mi amigo, y mira al primero que tienes a tu derecha. Hícelo así y... ¡ Dios mío! esclamé, ¿es posible que ese espectro ambulante, sea dueño absoluto de aquella beldad habiendo logrado franquear la inmensa distancia que entre ellos debía existir por la edad y por la figura? -Nada de eso te debe admirar, me contestó mi amigo, si te haces cargo del poderoso influjo del busto de S. M. que es el que regularmente preside a estos casamientos, y que en la mayor parte de las mugeres, pesa más que las gracias de la juventud, y los encantos de la sabiduría; además de que esta clase de esposos no usan de un dominio tan absoluto como tú piensas respecto de sus súbditas, porque las caricias y los manejos de estas saben constitucionalizarlosde tal modo, que vienen a ejercer una monarquía sumamente moderada, sin otra facultad casi que la sanción de los caprichos de sus legisladores; y éstas en uso de sus atribuciones, se suelen ver en la dura precisión de declararlos desde luego ineptos para ejercer su soberanía, y darles un asociado, que los ayude en sus penosas tareas.

Aquí llegaba mi sabio Director cuando fue llamado por una de las ninfas que componían aquel coro, y dejándome pendiente del final de su discurso, voló hacia el lado donde su presencia era tan necesaria. Quedeme, pues solo, y considerando mi inacción en medio de aquel animado cuadro, maldije mil veces la cruel cortesía que parece creada para nuestro tormento. Por fortuna no duró largo rato esta escena para mi tan violenta, pues ya dispuestas las mesas se trató de echar una manita - hirió entonces mis cielos una dulce voz femenina que me llamó a secas por mi apellido, con la mayor franqueza: volvime, pues, hacia el lado de donde salía tan suave acento, creyendo encontrar alguna. persona conocida mía, y vi que, la que me llamaba era nada menos que la señora de la casa; no dejó por el pronto de sorprenderme su marcialidad, pero luego consideré que podría ser, elegancia, y bendije en lo interior de mi corazón un uso tan ahorrativo de palabras. Díjome, que había dispuesto que fuese de la partida, y yo sin murmurar me conformé con sus superiores disposiciones; marché, pues, a mi asiento donde ya esperaban mis maduros compañeros, y empezamos nuestra contienda, en tanto que los jóvenes, más entretenidos en sus duos de tenor, y tiple, que nosotros en el juego, se habían colocando en corro graciosamente interpolados, de modo que sin más que volverse a derecha o izquierda, podía cada uno ser amante de su dama, y cortés con la, de su vecino. ¡Dichosa situación! No dejaba de darme a mí su poquito de envidia, verlos tan complacientes y complacidos, y ya casi iba olvidándome del juego, cuando mi mala suerte me hizo reparar en él, llegando a tal estremo su osadía, que no faltaba más que un golpe para dar con todas mis municiones en los almacenes de mis compañeros. Viéndome tan mal parado, traté de hacer una honrosa retirada, para lo cual finjí un gran dolor de cabeza, levantándome apresurado de aquel banco de paciencia.

Dirijime, pues, al corro, y mi buena suerte me deparó un asiento que acababa de quedar vacante por salida as otro destino del que lo, ocupaba; tomé apresurado posesión de este incomparable asilo, y al reparar a mi derecha no pude menos de gloriarme con la idea de que el amor iba a indemnizarme de los rebeses que había sufrido en mi fortuna: estaba, pues, cerca de mí cierta jovencita, airosa, elegante, y linda. sobremanera, cuya edad rayaría en los diez y siete; fuime. acercando no sin temor a aquel el escollo de mi formalidad., y empecé a examinar el campo, mirando escrupulosamente el conjunto de gracias que hacían la fuerza de mi adversario; no tardé en fijar sus miradas, y este primer paso fue para mí un triunfo que no esperaba tan pronto: más animado, pronuncié algunas tiernas espresiones que no fueron tampoco mal recibidas, y ya empezaba a creerme el más feliz de los hombres, cuando presentándose en la escena otro menos reservado, comenzó desde un asiento inmediato a asestar sus tiros a la misma plaza que yo tenía sitiada, e hizo de modo que a poco rato nos hallábamos a una misma altura respecto de ella; desesperábame yo, mordía los labios, mirábala entre airado y amoroso, y ella inalterable, volvía los ojos al otro espectáculo que en lugar de reconvenciones la ofrecía rendimientos y agasajos.

Cansado, en fin, de ver su imperturbabilidad, me levanté y fui a tornar asiento fuera del alcance de sus pérfidos tiros: hallábase junto a mí un jovencito muy agraciado, el que viendo mi turbación y conociendo la causa, me habló en estos términos; «no debe V. pasar. cuidado por tan inconsciente criatura, pues ya que tiene el sentimiento de no ser el preferido, puede contar con la seguridad de no tener rival, porque su natural carácter es estar tan dispuesta a recibir bien a todos, como a no dar preferencia a ninguno.»

Con estas y otras reflexiones que me hizo el buen hombre quedé tranquilo y sosegado, y pude con bastante serenidad mirar el entretenido cuadro que formaba en grande el conjunto de la sociedad, igual en un todo al que mi diosa y yo habíamos representado, de lo cual inferí que el proceder de aquella no había tenido nada de estraño, pues comparándole con el de las demás concurrentes, no hallaba desemejanza alguna; lo cual fue causa de que me afirmase en la idea de que la coquetería es parte intrínseca de la elegancia como después me aseguró mi amigo en las conversaciones que sobre ello tuvimos; en cuya inteligencia, y queriendo reparar mi falta, me llegué a mi bella, a quien hallé más que medianamente enojada, suplicándola tuviese a bien retirarme su indignación, perdonándome el esceso cometido, y Dios sabe lo que me costó lograrlo. Llamando a mi amigo aparte tratamos de desfilar por ser ya media noche, como en efecto lo hicimos con las mismas ceremonias que a la entrada, añadiéndose solo, el ofrecimiento de aquella casa que yo debería tener el placer de frecuentar todas las veces que me lo permitieran mis ocupaciones.

¿Cuándo haces ánimo a volver? me preguntó mi introductor, no bien nos vimos en la escalera -¿Yo volver a un sitio donde a un mismo tiempo se pierde la fortuna y la paciencia? ¿Y son estas vuestras diversiones? -Y si no lo son tuyas (me replicó mi amigo algo indignado) dígote que eres incorregible, y desde ahora me relevo del encargo de enseñarte a vivir en el gran mundo.

Volví en mí al oír esto y yo no sé si la indignación de mi amigo, el temor de quedarme sin maestro a los principios de mi aprendizage, o; el reconocimiento que hice de mi poca inteligencia para disputar con él, me obligaron a ca llar y a consentir en volver a la casa, como lo verá el curioso lector si algún día me diere gana de contarselo.




ArribaAbajoCapítulo segundo

Noviembre. Sociedades patrióticas


¡Cuánto no se ha escrito ya sobre este asunto! ¡cuántos grandes ingenios han manifestado su opinión, en pro y en contra! ¿y querré yo, pobre y desnudo de las cualidades que a aquellos sobran, meterme en un campo trillado ya por sus profundos conocimientos? pero supuesto que todos tenemos derecho a pensar (salvo el parecer de los ilustrados miembros de la difunta ) y que no sería la primera vez que muchos grandes hombres se han engallado en sus juicios de medio a medio, no me quiero quedar con nada en el cuerpo, y pese a quien quiera, he de decir algo sobre esta clase de reuniones, para lo cual contaré sencillamente lo que una noche de estas vi y oí en la sociedad de la Fontana de Oro; y es como sigue.

Las cinco de la tarde serían cuando pasando por la puerta de dicho Café, vi entrar más gente que lo regular, picome algún tanto la curiosidad, y teniendo en la mano el medio de satisfacerla, me metí en el tropel; entré o me entraron, de modo que sin hacer ningún esfuerzo por mi parte, me hallé enmedio del salón en que se celebran las sesiones. Acomodeme allí, lo mejor que pude, es decir, en la tercera parte del sitio que debía ocupar mi cuerpo estando como Dios manda, sin facultades, para rebullirme a un lado ni a otro. Largo rato hacía que nos hallábamos en esta situación, que para saber cuál es, es menester sufrirla, cuando por último, subió a la tribuna un orador, cuyo marcial despejo, me hizo interesar a su favor: comenzó su discurso con tranquilidad, continuole con fuego; y le acabó con entusiasmo, en medio de los aplausos de todos los que le oyeron. Sucedió a este, otro no tan vehemente pero algo más claro, quien con auxilio de sus chanzonetas y amargas verdades, hizo poner de su parte al auditorio, aunque proponía todo lo contrario que el anterior. Dividiose entonces la concurrencia; y aunque después subieron varios oradores, ya no fue posible oír más que los gritos, las patadas &c.

Todo lo observaba yo desde mi rincón, y cada vez me convencía más y más tanto de la utilidad de esta clase de reuniones para disipar los errores de la multitud, cuanto de la necesidad de que los encargados de ello conozcan lo fácil que es estraviar la opinión pública, y se guarden de hacerlo. ¿Es posible, decía yo, que los Padres Conscriptos temiendo más el engrandecimiento de estas sociedades que su desenfreno, hayan mirado con indiferencia, un mal cierto e inevitable por otro que no es ni lo uno ni lo otro? ¿Es posible que prohibiendo la elección de un presidente responsable que llamase al orden al que pareciera estraviarse se haya dejado la puerta franca para verter espresiones que tanto pueden perjudicar? ¿Es posible que quitándolas el carácter de sociedades haya abierto el camino a qualquier mal intencionado para constituirse en orador, con peligro de que pueda por medios falaces estraviar la opinión de los incautos que le oyen, y no conocen su malignidad? Por fortuna hasta ahora todo ha sido orden y armonía: ¡plegue a Dios que así suceda siempre! y que las Cortes desengañadas por la esperiencia, no tengan que revocar un decreto que es a mi entender la causa de cualquier desorden que pudieran cometer estos cuerpos sin cabeza!

Salime lo mejor que pude de aquella violenta mansión, y al verme en mitad de la calle bendije a la Providencia que me había, vuelto a mis anchuras aunque algo mahullado de las pasadas estrecheces.




ArribaAbajoCapítulo tercero

Diciembre. Navidades


Día veinte y cuatro de diciembre: las once de la mañana serian, cuando envolviéndome en mi capa salí a olfatear alguna cosa sobre el modo y la manera con que en este gran pueblo se celebra el nacimiento de su Redentor. Acerqueme (no sin trabajos y repetidos encontrones de los machos de dos patas que giraban por todos lados con las provisiones de boca y guerra para las sangrientas refriegas celebradas en tal día) a la Puerta del Sol, mansión de todos los curiosos y vagabundos. Pareme, pues, a ver venir y a considerar descansado aquel espectáculo, que a la verdad era divertido; por aquí renegaba un mozo a quien un par de pavos que traía en la mano le impedían sostener una banasta bien peltrechada que descansaba sobre sus costillas; por allá se descolgaba una aldeana, caballera, en su pollizo, soberviamente prevenidas las alforjas de tarros de leche, tortas, manteca y otras muchas cosas cucas; por aquí rabiaba un chiquillo a quien un mal intencionado pinchando su rabel había traspasado su corazón; por allí una gran tropa de muchachos venía atronando las cabezas con los dulces-sones de los tambores, zambombas, y, chicharras; a mi derecha un gran corro de gente oía los primores de la catarrosa voz de un ciego que al son de su guitarrillo cantaba el nacimiento del Hijo de Dios; a mi izquierda... ¿pero cómo pintar los diversos espectáculos que sin cesar se sucedían delante de mi? Baste decía, que aturdido, y casi sin conocimiento tuve que volver más que a prisa a encerrarme en mi cobacha para descansar de tanta agitación.

Llegó, pues, la tarde de aquel angustiado día, y aunque cansado de la mañana, no quise ignorar si había variado la escena, y al efecto, me dirigí otra vez al propio sitio. La misma gente me indicó que la plazuela de santa Cruz era, digámoslo así, el foco de la reunión, y antes de cinco minutos me hallaba con toda mi persona en medio de él. ¡Quién será bastante a pintar las angustias, las pisadas, los trabajos en fin de todas clases, que padecí el tiempo que estuve en aquel infierno con el nombre de la Cruz! ¿será cierto, decía yo entre mi, que en un pueblo culto y civilizado se tenga por diversión apiñarse en un círculo tan estrecho, pudiendo apenas rebullirse? ¿será cierto que otras mugeres que aquellas que hacen su negocio en las estrecheces, vengan a un sitio donde se desconoce el pudor, y donde la mezcla confusa de ambos sexos y la libertad que, en tal día se permite espone a la más recatada a oír y ver palabras y acciones las más groseras e indecentes? Estropeado y sin fuerzas, salí de aquel Babel, y metiendome en los portales de la plaza creí encontrar algún descanso, pero sí; el mismo desorden, la misma confusión, el mismo todo en fin, aumentado si cabe con la gritería de los vendedores de dulces. Volvime, pues, al café de Lorencini a descansar de una vez y a reflexionar sobre las necedades de los hombres, cuando héteme que atisvo a mi amigote (ya se acordarán los lectores que hablo de mi Director) que se hallaba con otros de sus mismas trazas. Llamele, vino a mi con alegría, y antes que le contara mis cuitas, ya me tenía cogida la palabra de acompañarle por la noche a hacer colación en una casa de su confianza. Descansamos un gran rato, hablamos algo más que lo regular, y a eso de las nueve nos pusimos en marcha para nuestro rendez-vous. Llegamos allá, y contra todas mis esperanzas, me hallé con una sociedad alegre, franca, y divertida, donde antes de media hora se me trataba con la misma familiaridad que a un amigo antiguo.

Llegada la hora de cenar y preparadas las mesas empezamos una colación tan reducida, que bien podría ayunar con ella toda la comunidad de nuestro P. san Basilio sin temor de que quedase con ganas. Hacia el fin de ella, empezaron los brindis, los versos, y en fin todas aquellas demostraciones que el patriarca Noé, nos dejó por otro sí de su legado.- Acabose por último al cabo de tres horas la dichosa operación de cenar, mi amigo y yo deseosos de completar el día nos dirigimos a la iglesia de san Sebastián, a oír la misa de Gallo, Entramos en ella al Sanctus, y a tiempo que la música se hallaba tocando rigodones y walses, lo cual unido a la sobervia disposición de los concurrentes hacía un cuadro tan edificante que sólo faltaba que uno rompiera el baile para que todos le siguieran. No fue de mi gusto esta escena, y así supliqué a mi amigo la abandonásemos, a lo cual accedió con la precisa condición de que correríamos más iglesias.

Con efecto; así lo hicimos, y en todas ellas veíamos repetido el escándalo de la primera; salíamos a la calle y siempre nos hallábamos con quimeras, borrachos descarados, o mozas sin pudor, ofreciéndonos aquellos algún palo por desperdicio; los segundos compromisos continuos, y las terceras otra cosa algo más duradera. Y después de todo lo dicho ¿habrá alguno que no quiera gozar de los placeres de la Noche-buena.




ArribaAbajoCapítulo cuarto

Enero de 1821. Un bayle


¡Yo te saludo, o feliz día primero de enero! ¡yo te saludo, y conmigo todos los españoles que conserven en su pecho el sagrado fuego de libertad! ¡Sea eternamente ensalzada tu memoria por un pueblo a quien tú libraste para siempre del ominoso yugo que le agoviaba! Aquí legaba yo en mi gratulatoria al ver la luz de tan bello día, cuando hube de interrumpirla, viendo entrar a mi inseparable amigo por la puerta de mi habitación dándome albricias y parabienes; preguntele con estrañeza la causa, y él gozándose en mi turbación me respondió con la siguiente prosopopeya -«Ya sabes, querido amigo, que día es hoy» -Sí, y en esta contemplación estaba cuando tú me has interrumpido- «Bien; no ignorarás tampoco lo que en la calle de los Jardines de esta corte existe una sociedad tan patriótica como divertida.» «Varias veces he oído hablar de ella» -Sabrás también la. costumbre que tiene de celebrar con grandes bailes los aniversarios de los días clásicos de, nuestra última revolución» -Y que hoy por consecuencia le tiene, y que me vienes a convidar, ¿no es esto lo que vas a decirme con tantos preámbulos?-Más frío que una nieve se quedó mi buen hombre al ver que su noticia había causado un efecto tan contrario al que él se imaginaba, visto lo cual me determiné a consolarle, diciéndole; «no es esto manifestar que yo no tenga una complacencia en asistir, si es posible, a esa función, pero no he podido menos de estranar la importancia que la das. -No mereces tú, me respondió con enojo, que yo haya dado tantos pasos por poderte proporcionar una completa diversión» -¿Pues qué te ha costado mucho?-«Y tanto que si tú lo supieras, me lo habías de agradecer eternamente»

Conociendo yo entonces que las cosas se deben apreciar, no por lo que son en si, sino por lo que cuestan, empezé a interesarme tanto por el dichoso baile, que ya se me hacían siglos las horas que faltaban hasta hallarme en él; hize, pues, las paces, con mi buen amigo, y comenzamos juntos a tratar de los medios de presentarnos Com il faut tan brillante sociedad. Por lo que hace a mi compañero pronto se halló vestido en todo rigor de elegancia; pero yo ¡triste de mí! que nunca había salido, de mi levitón, mi pantalón gris, con sus botitas por debajo, con lo cual y otras pocas frioleras se concluía todo mi equipage ¿cómo proveerme tan pronto como era necesario, de otro todo elegante, todo en solfa, y todo en fin, digno del grandioso objeto a que se dedicaba? En tan crítica situación sólo el provisto almacén de mi condesciente amigo, pudo sacarme a puerto seguro, y ¡oh precioso cofre! nunca me olvidaré de lo bien que me servistes en aquella ocasión.

Dispuesto todo del modo que llevo dicho, comenzó la grande obra de adornar con tan buenos atavíos mi desaliñada persona, y aquí pido la paciencia de mis lectores, considerando la que tuvimos mi maestro y yo. Abrió éste su elegante depósito cuando yo me hallaba en el traje del glorioso san Sebastián, y sacome unas medias negras: íbamelas a poner, cuando queriendo asegurarme de que algún punto final no me saliese al encuentro, me hallé con que todas ellas, eran, digámoslo así, una verdadera celosía. Reconvine riendo a mi amigo sobre el buen recado que me iba dando, pero ¡cuál fue mi estrañeza al reparar que él se estaba poniendo otras iguales, y que según me dijo, no podía yo prescindir de hacer lo mismo si quería ir de gran tono, pues lo que yo llamaba bujeros, no eran sino calados..... A tan fuertes razones, ¿quién había de replicar? Yo al menos no lo hice, pues me planté mis medias y resolviendo en mi interior aprovechar a la sombra de tan buena moda, unos cuantos pares que mis pies han calado con primor. Púseme en seguida un pantalón también negro, que yo al principio creí deber reusar por ser propio sólo para saltar arroyos; pero a la voz que me dio mi amigo, de «es de última moda», bajé mi cabeza, estiré mis piernas, y me lo metí; nueva dificultad al abrocharme; que o este pantalón no tiene pretina, o la tiene tan grande que yo no sé por donde se empieza a abotonar; tuvo mi buen hombre que hacerlo él mismo rara enseñarme, y llamó otra vez la atención de mis oyentes sobre el cuadro que haríamos mi Maestro y yo el tiempo que duró la larga operación de echar once candados a mis necesidades: de igual ayuda necesité para ponerme un corbatín tan prolongado, que merecía por lo respetable el tratamiento de excelencia; del chaleco no digo nada, pues tampoco lo dije entonces aunque bien me chocó su figura; y por último me hallé vestido encajándome un gran frack que haciendo parecer lo que no había me daba todo el aire de una ama de cría de las que vienen de mi tierra, (soy de la provincia de Burgos para servir a sus mercedes). Calceme guantes y sombrero, y ya elegantizados de este modo, rompimos la marcha con toda solemnidad.

Llegados que fuimos a aquel sitio encantador, mi primer cuidado fue reparar si mis dichosas medias habían variado de calado; no creí engañarme del todo, pero pensando que sería defecto de mi vista más bien que de ellas, no me detuve más, y entré a la sala con mi amigo. Asombrome verdaderamente aquel magnífico cuadro, regocijándome en mi interior de ser una parte de él; y llegó a su colmo mi satisfacción cuando mi compañero me espresó la suya diciéndome entusiasmado

«Yci on trouve le plaisir, et ici on, fait l'amour aux belles dammes on fait ici la cour.»

ues aunque yo no entiendo, ni una jota de esto de lenguas de extrangia, como oí algo de dammes, plaisir amour, lo traduje acá a mi modo, y desde luego me aseguré de que mi amigo había dicho una gran cosa.

Eché mis ojeadas a la redonda, y hallé que entre los concurrentes de ambos sexos, se hallaba íntegra y completa la tertulia a que yo había asistido (véase el cap.1.); busqué, pues, a mi volátil diosa con ánimo de reparar por entero el desaire que mi inexperiencia la hizo; pero vi con dolor, que otro menos escrupuloso ocupaba mi puesto; dirijí entonces el rumbo hacia otra parte; mas ¡oh pesar! todo estaba tomado, y este hombre infeliz se veía a pesar de sus medias, su pantalón, su chaleco, su frack, y su escelentísima corbata, espuesto como quien nada dice, a quedarse de non en medio de tantas parejas; por último, después de repetidas solicitudes logré que viniese a mis manos un billete para poder bailar; en uso de las facultades que por él se me concedían intenté sacar a cierta jovencita que no me desagradaba; pero un «estoy comprometida» fue todo el fruto que en aquel campo pude recoger. La misma solicitud hecha hasta diez veces obtuvo otras tantas el mismo despacho, hasta que la undécima halló por fin acogida favorable teniendo la satisfacción de ver salir a correr parejas conmigo a una de las más preciosas, y más elegantes de la sociedad.

Tal era mi entusiasmo que apenas daba lugar a las palabras, y enagenado con mi feliz suerte pasé contemplándola el largo rato que medió hasta romper a bailar, pudiendo decir, que


Cada vez que la miraba
Más bella me parecía.

Por último, fue preciso salir de aquel éxtasis, y agarrando tan dulce carga empecé a valsar con un espíritu que me parecía interminable; pero a muy breve rato mi natural pesadez me imposibilitó de continuar aquel violento ejercicio, y hube de recurrir a una silla para no dar conmigo en el santo suelo. Acabose aquel vals, y al llevar a mi compañera a su asiento, la rogué con toda la expresión del amor tuviese a bien ahorrarme el disgusto de verla bailar con otro, a lo que ella accedió con un gusto que me hizo formar de mi un concepto aventajado: senteme, pues, al lado de mi bella, y resuelto a ser el satélite de aquel planeta, no me separé de él ni mientras el bayle, ni mientras el ambigú servido después. Varias veces salimos a lucir nuestra habilidad, y siempre confesándome vencido tenía que implorar de mi enemiga la. suspensión de las hostilidades.

Con estas y las otras iba creciendo en mi pecho una, pasión tan fogosa que ya no hallaba medios de sujetarla, cuando uno de los concurrentes, queriendo sin duda hacernos ver que ya eran pasadas las horas de la ilusión, abrió de pronto los balcones, inundando de luz a un mismo tiempo la sala, y nuestras ofuscadas imaginaciones. Miró entonces a mi bella, y.. ¿cómo es posible pintar el trastorno que la mudanza de escena había ocasionado en su figura? facciones, color, todo, todo, me parecía nuevo; aquellos ojos que tan brillantes había visto, los encontré apagados y sin gracia; reconocí en su tez, que yo creía tan fina, las crueles trazas de las viruelas ; y en fin, ¿para que cansar más esplicando por menor la transformación total de mi ilusionante pareja? Baste decir, que fue tal mi turbación que apenas pude continuar dirijiéndola la palabra, y todo corrido dejé aquella morada de las ilusiones, donde todo se ve no como es, sino como debía ser.

¡Hé aquí (esclamaba yo bajando la escalera), de donde proviene regularmente la vanidad femenil! Ofuscadas por los elogios que de su belleza se hacen en tales reuniones, no se dan lugar a pensar que la causa de esto procede de que no aparecen en ellas con sus verdaderos colores, y a la manera del asno de la fábula, toman a su cargo las adoraciones rendidas sólo a sus atavíos. ¡Dichosa la muger que no se haya hallado en un baile!... ¿pero qué digo? entonces no será más que una linda sin maneras y sin elegancia, destinada a hacer un papel muy secundario en unos tiempos en que los únicos adornos de su sexo son el baile, la música, &c. &c.; pues es cosa cierta que desde que los hombres se han vuelto mugeres, las mugeres han dejado de querer parecerse a los hombres. ¡Tal es tu degradación, oh sexo destinado a ser fuerte, que aun el débil se desdeña de imitarte! ¡Oh tempora, oh mores!




ArribaAbajoCapítulo quinto

Febrero. Teatro


Triste y cabiloso pasaba yo una noche de estas por la calle del Príncipe a tiempo que la gente entraba a la comedia; el no saber que hacer de mi persona y el deseo de distraerme de mis lóbregas contemplaciones, me resolvió a gozar de aquel espectáculo; llegué con esta idea a tomar mi billete, pero se habían acabado, y ya me consideraba fuera de aquel combate, cuando sin más ni más, me hallé rodeado de una porción de encapotados, que trataban por decirlo así, de envolverme en billetes, ponderándome las ventajas del que me ofrecían, de la cuales no podía yo disfrutar sino con la precisa condición de pagarles el doble de su valor. Causome no poca estrañeza que a la vista misma del despacho se permitiese semejante escándalo, pero deseoso ya de divertirme a toda costa, eché mano a mi bolsillo, y di cuatro pesetas por un billete de dos, y las gracias encima pues según el que me lo vendió, debió haber llegado a un duro.

Entré, pues, en el teatro, y me acordé lo mejor que pude en el estrecho círculo que me permitía, por un, lado lo bien aprovechado del terreno, y por otro, el par de tomos que me tocaban a derecha e izquierda: pasé por fin el rato que medió hasta empezarse la representación, mirando con ayuda de mi lente, (que es lo único que tengo, de elegante, con harto dolor de mi alma) una por una todas las bellezas y no bellezas que coronaban aquel agradable recinto; parando más la consideración, como es natural, en las primeras, a pesar de los molestos ruegos de mi vecino que me importunaba para que notase los defectos de las segundas; hallábame embelesado al notar tanta mirada tierna, tantos anteojos enarbolados, tanta dulzura en fin, cuando un tremendo silvido que hirió mis oídos algo más de lo regular, anunció el principio de la comedia; subiose el telón, cayeron los sombreros, cesaron las mudas conversaciones, tomaron otro rumbo los anteojos, y empezamos a gozar algún descanso.

Representábase aquella noche por mi desdicha, una de aquellas comedias famosas en que una dama sin pudor, una criada habladora, un galán espadanchín, un criado chocarrero, y sobre todo, un infame traidor (¡y cómo me gustan a mí las comedias en que hay traidor!) armaban un enredo tan imposible de desatar, como de retener en la memoria: fatigada la mía al ver tantos dislates, y estimándola más que a ellos, traté de entretenerla con otro asunto; pero ¿cómo era posible que ella se contuviese al ver


«La desvergüenza pública y notoria
De la escuela (que llaman) de costumbres
En el siglo (que llaman) ilustrado
Y en una capital de un grande estado?»

¿Ni cómo tapar tampoco la boca a mi oficioso vecino que me contaba con todos sus pelos y señales los lances que iban a suceder dentro de media hora, y la vida, virtudes y milagros de todos los personajes encubiertos que se presentaban en la escena? -«Repare V. me decía, los bellos ojos de la S...; quiero contar a Vind. un lance que la sucedió con el Marqués de»... -Ruego a V. no se incomode pues no me intereso en esa clase de lances. «Al menos, me permitirá V. que le cuente el origen de aquel medallón que saca al cuello» -Tampoco deseo saberlo.-A pesar de tan secas respuestas tuve que sufrir el cuento del Marqués y el apéndice del medallón. Resuelto por fin a no contestarle, le dejé charlar todo lo que quiso, hasta que por fin, habiéndola armado con el de su derecha, me dejó descansar algún rato, que bien lo necesitaba.

Acabose a este tiempo la comedia, y el público en lo general, ocupado sin duda en las mismas consideraciones que yo, esplicó tan bien su disgusto que ya creí era llegada la hora de aquellos pobres bancos y sillones, en tanto que los promovedores de aquel desorden se estarían riendo de él, detrás del telón que nos les ocultaba. «¡Almas grandes para quienes los silvidos son arrullos y las maldiciones alabanzas»? Sosegose algún tanto el tumulto, cuando una desgarrada manola, y un chulo algo más comedido, salieron a bailar un baile que el arte reprueba, y que las buenas costumbres abominan, el cual fue victoreado a su modo por, la chusma que se hallaba acampada a mis espaldas. Empezaba a gozar alguna diversión en la graciosa pieza que siguió después; pero ¡oh imperfectibilidad de las cosas humanas! mi piadoso vecino cuidó de ahogarme todo el placer con los violentos estrernos con que manifestaba el suyo, que fueron tantos y tan repetidos, que faltó poco para que la gloria de Guzmán no me hubiese costado un par de costillas. Acabose por fin la representación, y en fuerza de mis esfuerzos, tuve la satisfacción de encontrarme de patitas en la calle.

No bien me vi a mis anchuras, y al abrigo de la sempiterna charla de mi vecino, cuando este maldito genio reparón con que Dios me ha regalado, me inclinó a parar la imaginación en el espectáculo que acababa de dejar, ofreciéndome, como hace siempre, no las buenas circunstancias de él, sino los defectos de que se halla rodeado. Trataba yo con todas mis fuerzas de dirijirla hacia las primeras, pero ella, sea que no las encontrase, sea que la abultasen más los segundos, sólo me ofrecía una reunión fría y escandalosa de disparates con el nombre de comedia moral.


«Y llamamos rabones a los mulos,
cuando no tienen rabos en los cu...»

Una ejecución sin vehemencia ni verdad, una impropiedad absoluta en los trajes y decoraciones, un teatro a obscuras, y malísimamente servido por dentro y fuera, y en fin, me ofreció tanto tanto!... que ya ni me acuerdo, ni aunque me acordara lo diría por quedarme con algo en el cuerpo para probar a ver si lo puedo, digerir, aunque Dios mediante y espero que no.


Que hay comidas tan toscas
que solo las digiere un papa-moscas.




ArribaAbajoCapítulo sesto

Marzo. Puerta del Sol


Mucho y muy bueno había yo oído hablar de este curioso sitio al cura y al escribano de mi lugar, que son los únicos que desde que se fundó se han alejado de él la inmensa distancia de 42 leguas que hay hasta llegar a esta gran corte, y eso, no por gana de ver mundo, sino por precisión; porque el primero vino a hacer la rueda del pavo a un gran señorón, que en premio de sus buenos servicios, le recompensó con aquel curato; y por lo que hace al escribano, también vino obligado a Madrid a lucirlo delante de los señores del nunca bien ponderado Consejo de Castilla (q. e. p. d. ) que ya se sabe que eran los únicos que podían y debían entender de examinar a estos pájaros; pero... ¡y que bien que lo hacían! hasta el sombrero que llevaba le examinaron a mi pobre hombre ¡tal era su universal sabiduría que a la legua conoció uno de ellos la fábrica en que se había hecho! ¡Esto si que se llama examinar! Pero ¿voy a hablar de la vida del escribano y de la muerte del Consejo de Castilla, o de la puerta del Sol? Prosigamos pues mis reflexiones sobre esta última, y no nos apartemos del camino sin qué ni para qué.

Varias veces acordándome de aquellas conversaciones, me había yo parado a considerar aquel cuadro, y cada vez me asombraba más de no encontrar en él el busilis que los demás. Un día que entre otros me hallaba contemplándole, me ocurrió, por fin la idea de que tal vez los negocios que en él se hacen, podrían ser por lo bajo, como cosas que no todos conviene que sepan, en cuya inteligencia, con la libertad que me daba el no ser conocido, determiné irme colando en todos los corrillos que me rodeaban para enterarme de los asuntos en cuestión. Empecé, pues, mi obra acercándome a uno que se hallaba a mi derecha (póngase el discreto lector mirando a la calle de Carretas, gire a la derecha, y adivinará el que digo), púseme a oír la conversación, y desde luego conocí que los miembros de aquel respetable congreso, eran de una casta de pájaros que aunque algunos llamarán con un título propio de hombres diligentes, yo digo que hacen su negocio a pie quieto. Disertaban a la sazón sobre las causas de la baja del papel-moneda, diciendo con este motivo tantas necedades, que yo no pude menos de asombrarme de que unos hombres nacidos y educados en esta ciencia tuviesen tan poca sutileza para discurrir sobre ella; llegó a este tiempo un pobre pagano preguntando el precio del papel, y mi escuadrón se formó en la batalla para recibirle con las formalidades de estilo; hecha su demanda, obtuvo otra pregunta por respuesta, a saber: ¿si trataba de comprar o vender? No caí yo por el pronto en las causales de esta enigmática conversación, pero reflexionando sobre ella, conocí la diferencia que debe haber en el precio según las circunstancias, y admiré la previsión de aquellos honradísimos especuladores-A penas hubo contestado mi buen hombre que su intención era la de vender un crédito que tenía, todos aquellos semblantes sufrieron la más rápida alteración, pasando desde el aire contemplativo e interesado al más despreciador y desdeñoso, con que contestaron al infeliz suplicante con las tristes espresiones de «no se encuentra dinero» pero ¿cómo pintar la aflicción que se manifestó en aquel desdichado al oír semejantes palabras? Rogó, suplicó, e hizo tanto, que al final uno de ellos, se resolvió como por vía de conmiseración, a tomarle su crédito, aunque con la miserable diferencia de un cinco por ciento sobre el cambio corriente. No pudo menos de escandalizarme semejante usura, y por no precipitarme a dar muestras de mi descontento, tomé el partido de variar de posición; a cuyo efecto me dirijí a otro grupo que formaba en la esquina de la calle de Carretas; componíase de hombres de todos colores, los cuales, quien con más, quien con menos razón, discurrían políticamente sobre los asuntos del día. Defendía uno de ellos apostando ciento contra uno, que los napolitanos no sucumbirían al yugo austríaco (¡no estaba en Nápoles a aquella hora!)y otro por el contrario sostenía que los austríacos vencerían (¡soberbias narices!) Dividida entre estos dos partidos la concurrencia, empezaron a lucirse tan valientes pulmones, que ya iba creciendo el corro tanto que ya tomé el partido de retirarme por si acaso la autoridad creyéndola asonada la dispersaba con su natural mansedumbre.

Subí pues hasta frente de la puerta del café de Lorencini, y viendo allí otra gran reunión, me entré sin decir oste ni moste a olfatear el asunto de que se trataba, no creyéndole menos grandioso que el que acababa de dejar según el interés que manifestaban los circunstantes pero ¿cuál fue mi asombro, cuál mi rubor, al enterarme de que todo ello se reducía a disertar sobre... los pliegues de las levitas? Quise al pronto abandonar con desprecio aquella irrisoria escena, pero conociendo que podría serme instructiva para el sistema tonical que me he propuesto, me puse a escuchar con todos mis cinco sentidos a aquellos doctores de esta ley..Desengáñese V., decía uno de ellos, no hay traje más agraciado que una levita hecha por Hortet, según el último figurín de París. -Pues yo, contestaba otro, hallo más elegancia en un frack alto de talle, como el que yo me he mandado hacer en Francia; pero a propósito de esta ¿han visto VV. el chaleco que me han enviado de allá? ¡oh amigos! ¡qué novedad, que perfección nada de cuellos largos, nada de dobleces, sino un cullecito redondo, de dos dedos a lo más; ¡oh! esta es la última moda, y debe el mundo tan graciosa invención al famoso Pantalonier que vive dans la rire Royale de París. ¿Con qué según eso, replicaba el primero, vamos furiosamente indecentes con nuestros chalecos de gran cuello? - Ciertamente; pero tened, que ya me parece haber visto yo en Madrid algún corte como el mío, y sí no me engaño los ha de tener Hortet- Pues entonces, parto corriendo a tomar uno, y a disponer que me lo haga si es posible para presentarme esta noche en el baile de la Marquesa de..., con que señores au revoir. Edificado quedé yo al oír tan sabias disertaciones; y desde, luego resolví en mi interior alistarme bajo las banderas del brillante artífice que oía nombrar con tanto aplauso.

Púseme en seguida a reflexionar sobre lo que había visto y oído en el discurso de aquella mañana, y desde luego dí la razón al cura y al escribano de mi lugar diciendo con ellos que quien no ha visto la Puerta del Sol, no ha visto una cosa buena.




ArribaAbajoCapítulo setmio

Tribunales. Sus incidencias y dependencias; anexidades, y conexidades


Sepan cuantos esta obra leyeren u oyeren leer, que mi venida a la corte desde mi aldea, ha te nido por objeto principal el seguimiento de un pleito que me puso quien quería más mi dinero, que mi sosiego. Cuatro meses hacía que con las trapisondas de este pueblo se me había hasta borrado de la memoria mi primer cuadro, cuando el mal dimoño, que no duerme para dar con mi paciencia en tierra, me lo acordó una mañana de estas, y me resolví a saber su estado. Pasé con esta idea a casa de mi agente de negocios, a quien encontré dando audiencia in sede pro tribunale con todas las trazas de un hombre de pro; despedía a aquel, alhagaba a éste, recibía de ambos; y en fin, él se manejaba de modo que todos quedaban contentos. Tocome a mi el turno, yo habiéndole preguntado por mi asunto, creyendo que por lo menos estaría ya para verse en estrados, me respondió que hacía tiempo se hallaban los autos en la escribanía, esperando que usásemos del traslado que se nos confería de lo alegado por la contraría, y que él no los había activado, porque las difíciles circunstancias no le permitían suplir dinero, por lo cual me suplicabale hiciese de fondos para verificarlo. No dejó de chocarme la especie cuando ya iban dados tres ataques a mi pobre bolsillo; pero considerando que no me convenía nada indisponerme con un hombre de su valía, tomé, el partido de suministrarle un cuarto refuerzo, con el que me prometió seguir el negocio con la eficacia que acostumbraba.

Poco satisfecho de tales ofrecimientos, bajé con toda mi formalidad aquella mansión de la discordia a aquel infierno abreviado que se halla frente de santa María; entré en el tortuoso callejón de los procuradores, y a virtud de infinitos empujones y pisadas, llegué por fin a la mesa que el mío regentaba. Después que hube hecho mi correspondiente reverencia, le supliqué tuviese la bondad de tomar mis autos para llevarlos al abogado, a lo que él, con una prontitud que no me dio buena espina, me respondió que iba al instante a verificarlo, pidiéndome le acompañase. Hícelo así inocentemente y salimos de aquel recinto, y subimos a otro no tan bullicioso, pero no menos lucrativo, donde además de los autos y en cambio de media onza de oro, me entregaron una papeleta de derechos de tiras, juntas &c. &c. cuyos nombres, aunque yo no entendía, hube de contemplar válidos al verlos aprobados por mi práctico procurador.

Salí de allí algo más ligero que había entrado, pero bien se ha dicho que en empezando una vez la desdicha, tarde o nunca acaba, lo cual conocí por esperiencia triste al ver que mi buen procurador, supo procurarse otra media onza por otra media papeleta de términos que yo no había pedido, y rebeldías que yo no había acusado. Cargado de papeles, y aliviado de dinero, llegué por fin a casa de mi letrado, quien me recibió con su natural afabilidad y agasajo, y tomando los autos me aseguró de su pronto despacho, Queriendo yo examinar su juicio sobre mi negocio, le rogué me lo dijese francamente, a lo cual con aire grave y mesurado me contestó «No debe V. tener miedo ninguno, pues es tal su justicia, que el tribunal no dudará en administrársela, desechando lo espuesto por el contrario, y aun condenándole en las costas.»

No quedé muy satisfecho con tan afirmativa respuesta; por que aquí para inter nos, es menester que estemos, en que yo aunque litigaba, era más por presunción que por convencimiento de mi derecho, y no me podía figurar que tan de plano se pudiese afirmarle. Resuelto, pues a desengañarme redondamente, eché mano al bolsillo, y sacando otra, no media, sino entera, y más amarilla que un oro, se la introduje en la mano a mi director a cuenta de cuentas, suplicándole me hablase claramente si debía o no seguir el litigio. «Me parece, me respondió, que yo en igual caso no dudaría en seguirle, porque en medio de algunas fuertes razones alegadas por el contrario, entreveo yo otras que nos pueden favorecer mucho.» -¡Cómo! ¿y es esta la seguridad que hace nada me daba V.? «Yo lo que he querido decir es que debe V. seguirlo porque no creo se pueda graduar de temeridad» -Acordeme entonces de aquel sabio francés, que habiéndole preguntado ¿por qué gastaba en médicos si nunca hacía nada de lo que le decían respondió; «para saber lo que me conviene, que es lo contrario de lo que me ordenan» y resolví abandonar el negocio, temiendo quedarme en camisa si lo ganaba, y en cueros si lo perdía.




ArribaAbajoCapítulo octavo

Mayo. San Ysidro


Rayaba el alba del día quince de este mes, cuando los descompasados gritos de mi compadre y amigote me hicieron acordar de la palabra que la noche antes le había dado de visitar con él la ermita del santo patrono de este gran pueblo como es uso y devota costumbre en él. Apesar de su resistencia, en virtud de mis esfuerzos, logré al cabo de un rato una completa victoria sobre mi desmesurada pereza, y ayudado por mi amigo, pude ponerme en pie; vestime, calceme tout a la negligè como lo pedía la hora y circunstancias de tal función, y entre bostezos y suspiros bajé tristemente la escalera, creyendo en mi interior no hallar diversión capaz de indemnizarme de las horas de sueño que había perdido; pero muy luego varié de opinión al ver el gran turbión de gente de uno y otro sexo que se descolgaba por la calle Mayor y demás del camino de las dos puertas de Segovia y la Vega; más y más me afirmé en mi idea, cuando habiendo salido de esta última, vimos una gran cadena no interrumpida que guiaba hasta la misma ermita; internados en ella, comenzamos a distraernos con las diversas escenas que en tales fiestas se suelen oír y ver; quien venía cantando al son de un guitarrillo, quien con una gran campana de barro atronaba las cabezas; quien algo más espiritualizado que lo que Dios manda y venía dando encontrones, y haciendo eses que no había más que ver; por aquí un gran grupo de manolas se acercaba bailando al son de sus panderos; por allá otro de mozos se abría paso con las eficaces razones de unos cuantos garrotes; y en fin por todas partes se veía una continua agitación, un continuo clamoreo, capaz de destornillar la cabeza más bien templada.

Acordábame yo de las descripciones que había leído de las fiestas con que los romanos celebraban sus bacanales, y comparábalas a estas sin temor de que se me achacase de exagerado. Con efecto si en aquéllas faltaba el pudor, en ésta no sobra; si en aquéllas había bailoteos, en ésta los hay de todos géneros; si en aquéllas se daban latigazos, en ésta se dan palos; y en fin, si en aquéllas todo era desorden y confusión, todo es en ésta confusión y desorden. Crecía pues a medida que nos acercábamos al término de nuestro viaje, de modo que cada vez nos veíamos precisados a acortar más el paso, impedidos por la multitud que nos salía al encuentro. Subimos por fin a la hermosa pradera que se hallaba dispuesta a manera de un campamento con las suficientes tiendas de campaña, bien pertrechadas de provisiones. Recorrimos aquel donoso sitio, admirándome yo cada vez más del poco recato del bello sexo en asistir a una tal función. En estas y las otras entramos en una de las fondas a reforzar nuestro desfallecido estómago: esperamos con paciencia a que se desocupasen dos sillas; luego que lo hubimos logrado, y en tanto que nos traían algo que almorzar, eché una ojeada por todo aquel recinto: entre otras aventurillas que distinguí me llamó la atención por lo misteriosa, una que desde luego califiqué de tal.

Hallábase frente de mi una joven muy pulida al lado de su anciana madre; sentado en la mesa inmediata se encontraba un agraciado mozalvete, que con sus miradas tiernas y su espresión airosa logró; al cabo de un rato fijar las de la joven. Animado con tan feliz suceso, se hallaba embelesado mi buen mancebo, cuando la bendita señora madre de aquel pimpollo, dispuso la marcha a dar su vueltecita; entonces crecieron las miradas, los suspiros se manifestaron, y hasta que salieron madre e hija de la fonda, no cesó aquella patética escena. Quedose el pobre mozo petrificado y sin valor por el pronto para seguir tan dichosa estrella, hasta que después de un rato determinó hacerlo; y levantándose precipitado, salió de la fonda con toda la espresión del amor. Peri pues de vista aquel interesante entretenimiento, y mientras acabábamos de almorzar, me distraje con las varias situaciones que representaban los cuadros que tenía delante. Miraba en uno al amor tímido manifestarse como entre sombras; contemplaba en otro al amor correspondido con toda la altivez y fiereza que guarda para tales casos; compadecía en otro al amor desdeñado viéndole tan abatido que a cualquiera movería a compasión y en fin examinaba en todos el mismo afecto a las diversas alturas a que suele llegar.

Dejamos por último aquel sitio, y nos trasladamos a la pradera, donde a muy breve rato divisé a mi consabido dúo con su allegado; que a la sombra de aquellas estrecheces, dirijía a su objeto, no ya miradas, sino espresiones, que según lo que uno y otro las saboreaban debían ser más dulces que caramelos. ¡A Dios dije yo para entre mi, ya se rompió la primera barrera, quiera Dios que las demás no sucumban! En estas consideraciones me hallaba cuando vi que dos hombres que en el acceso de su furor repartían sendos garrotazos a todos lados, se iban acercando a mi pareja femenil y por con-secuencia a su apéndice masculino; por cuanto y no, hizo el demonio que uno de ellos tropezando en mi doña fulanita, me la llevase por delante, y Dios sabe donde hubiera parado, sino hubiera sido por el valor del fuerte brazo del don Quijote, que arrebatado de furor al ver por tierra a su Dulcinea, arremetió hacia aquellos malandrines, disparando sobre la cabeza de uno de ellos, tan buena bendición, que no hubo más que ver; el pobre hombre que se vio obligado por tales modos, determinó contestar en los mismos términos, y heme aquí a mi valeroso caballero, combatiendo en bruto con uno que para serlo no le faltaba nada. Lloraba su desconsolada señora, chillaba su madre, y él inflamado cada vez más, descargaba sobre su contrario con una firmeza que era para alabar a Dios. Por último, viéndolos heridos, y que podría haber funestas resultas, se tuvo por conveniente ponerlos en paz y ya separados, siguieron cada uno su camino.

Asendereado y mal trecho, fue mi pobre caballero, a recibir el premio de sus esfuerzos, que fue el honor de acompañar a su diosa, y hacer a vista, ciencia y paciencia de mi señora su madre lo mismo que hasta aquí había hecho sin su noticia. ¡Cuál no sería el gozo que su pecho probase al hallarse introducido en toda forma, a costa de algunos garrotazos con la que había causado su arrojo! Yo también le tuve creyendo que todo ello había sido una casualidad del cielo, dispuesta para unir dos corazones amantes por supuesto para buen fin, pero todo se cambió en sentimiento cuando supe que el tal sugetito, era uno de estos tunos solapados que con aspecto, de modestia, tienen por oficio pervertir los inocentes corazones de las jóvenes, abandonándolas después para hacerlas el objeto de las conversaciones de sus pérfidos camaradas. Compadecí a la triste joven que tan sin reserva se había dejado engañar de aquel vil seductor, y vituperé a la madre cuya esperiencia no había sabido alejar de ocasión tan peligrosa la inocencia de su hija.

¡Oh fiestas corruptoras de las costumbres! ¡oh fiestas que sois otros tantos lazos contra el pudor y la sinceridad! ¿ pero, qué es lo que digo? ¡oh fiestas alegres, divertidas! ¡oh fiestas donde se juega, se baila, se canta! Seguid, seguid siendo como hasta aquí, que en habiendo diversión, sea de la clase que quiera, todo lo demás es menos.




ArribaAbajoCapítulo noveno

Junio. Oficinas y Secretarias


¿Quid est suavius quam bene rem gerere bono publico?

Repetía yo en mi interior cierto día, reflexionando sobre la buena proporción en que se ve cualquier empleado, de satisfacer completamente a la sociedad que le mantiene. En estas consideraciones, vine acordarme de que también yo tenía que hacer con ellos, y determine averiguar por mí mismo, si cumplen con el cargo que la patria les ha confiado. Pasé al efecto a la mayor oficina del reino, que como todas las cosas grandes, se halla al fin de la calle Mayor. Interneme pues en aquel mare magnum, y desde luego al ver tanta gente allí empleada, formé la idea más ventajosa del curso de aquel soberbio establecimiento; hallábanse todos a cual más ocupados en su negocio, que a primera vista creí, como era natural, ser el de la patria; pero ¡cuál fue mi desengaño cuando acercándome a uno de los más embebidos le hallé leyendo la gazeta, (que es el único papel, que ya sea por costumbre, ya por afición, o ya en fin en virtud de su antiguo privilegio, se deja ver en semejantes parajes. (Lo que puede ser privilegiados); pregunté por mi solicitud con los mejores modos posibles, pero un «no tengo tal cosa» fue la única respuesta que obtuvieron mis suplicantes palabras. Llegueme a otra de las mesas, cuyo regente se hallaba ocupadísimo haciendo rasgos, rúbricas y otras preciosidades de esta especie y después de hecha mi demanda, sólo pude conseguir que me echara a la mesa inmediata. No estaba en ella su gefe, porque había tenido precisión de asistir a una disputa que se había movido sobre los asuntos del día; esperé a que se acabara y habiéndome por fin hecho oír me dio la misma respuesta que los anteriores, en cuyo ejercicio continué, hallándome, siempre tan entretenidos a mis Luenos señores en trabajos como los que llevo dichos, y otros que no, cuales eran los de escribir alguna carta, componer algunos versos o refrigerar el estómago debilitado con tantas penalidades Por último, di con una buena alma que me quitó de la cabeza la intención de ir recorriendo mesas hasta dar con mi solicitud, asegurándome que no podía menos de hallarse en la primera en que había preguntado. Volví pues a ella, aunque no sin recelo de llevar el mismo despacho que la otra vez, pero habiendo ya acabado la lectura de su gazeta, vi con dolor que a ella sola debía yo todos mis sofiones, pues a las primeras de cambio, me contestó que efectivamente se hallaba en su poder mi desdichada pretensión. Irritome aquel descuido de sus deberes, pero cuidando de cerrar bien el pico para no deslizarme delante de tantos y tantos que se hallaban en igual caso me planté en la calle sin hablar más palabra.

Resuelto a echar como comúnmente se dice, el día a perros, me trasplanté a una de las secretarías de Palacio, donde también tenía mis quehaceres: esperé largo rato luego que me vi en la primera antesala a que pareciera por allí alguno de los cerveros de aquel sitio, hasta que por último vi salir a uno que por el soberbio uniforme, por su tren, y más que todo por su coram vobis pareció pintiparado el mismo Ministro; pero hube de disimular mi sorpresa cuando por su pregunta conocí que era ni más ni menos que lo que yo andaba buscando; es decir un... Portero «¿A quien busca?» me dijo mi don Farolón con aire no de lo que era sino de lo que a mi se me había parecido. Busco al señor de.. «Hoy no da audiencia por que está muy ocupado.» Dicho esto me volvió la espalda.

Quedeme pues tan solo como al principio y ya empezaba a reflexionar sobre lo difícil que es purgar de el aire déspota a un sitio infestado de él cuando salió otro compañero del primero, que aunque no tan orondo ni pavoneado, me pareció mejor criado que aquél, y compadecido sin duda de mi rendimiento, entró a buscar al oficial que yo deseaba hablar. Al cabo de un gran rato, se me anunció dicho señor en persona, y acordándome de aquel refrán de, que el criado dice lo que es el señor, hube de revestirme de todo el aire rendido y suplicante que el día 9 de marzo de 1820 creía deber desechar para siempre, y me presenté de este modo a su señoría. Empezaba a hacer mi corta relación, cuando a pocas palabras de ella me vi interrumpido por estas dos «Al despacho» y todavía estaba yo aplicando el oído para saber de donde venían, cuando ya me hallaba entregado otra vez a mi triste soledad.

Agaché mis orejas, y resuelto a no visitarlos jamás salí de aquellos muros, dentro de los que todo es encanto, todo rutina; y todo en fin según el feliz año diez y nueve.




ArribaAbajoCapítulo décimo

Julio. Toros


Cansado de emplear el tiempo en antesalas, y resuelto a no gastar un cuarto en pleitos ni en pretensiones me propuse dar a uno y otro mejor destino, esto es; el de procurarme todas las diversiones que pudiera; ¿Y podría olvidaros ¡oh nobles fiestas! vosotras a quien un sabio escritor llamaba con toda intención «eslabones de nuestra sociedad, pábulo, de nuestro amor patrio y talleres de nuestras costumbres políticas? ¡Ah no dejaría de ser español si tal hiciera, y no dedicara mi dinero y mi tiempo a rendiros el homenage que entre todas las naciones sólo os rinde la mía Y por si algún hijo indigno de esta Patria, fuese tan obcecado que negase las ventajas de estas fiestas, quiero contarle lo que presencié en una de ellas cierto lunes que vino después de cierto domingo por que es menester que se sepa ante todas cosas, que la razón de celebrar en lunes estas funciones es porque ellas solas merecen santificar un día, que de lo contrario pasaría el artesano en el improbo trabajo de su taller. Y empiezo mi relación.

Media hora larga de camino llevaríamos mi inseparable y yo, cuando al salir de la hermosa Puerta de Alcalá, nos encontramos Vis a vi de la gran Plaza destinada a perpetuar nuestra ilustración, y cerca de otra media había ya pasado antes que hubiéramos podido colocarnos, pero no me estrañaba tanta concurrencia considerando que no hacía nada menos que el larguísimo espacio de ocho días que no se disfrutaba semejante diversión, que es como si digéramos el Pan de los Españoles. Sentados ya y dispuestos a ver venir, hubimos de echar mano de toda nuestra cachaza para esperar las dos mortales horas que tardó en empezarse la función, aunque yo por mi parte, no la eché menos, distraído con las animadas narraciones de mi amigo que me asombraba cada instante contandome las circunstancias de algunos de los concurrentes. ¿Ves, me decía, aquella madama de tanto tren que se halla rodeada de importunos a qual más solícitos por servirla? sin duda. creerás (y así era) que deberá ser alguna duquesa o cosa que lo valga; pues no hijo, y cuando quieras desengañarte, pásate por la calle de.... donde la verás regentando un tabernáculo, que para serlo no le falta más que las dos últimas sílabas (y no se crea que lo digo por mal.) -Iba a contestar a mi amigo con la estrañeza que me había causado su noticia cuando llamó mi atención una joven que se hallaba frente de mí, tan engolfada en su conversación con dos caballeros que la daban pie, que no pude menos de preguntar a mi hombre si sabía a que casta pertenecía aquello- Esa que ves aí me respondió es muger de un empleado que para evitar sin duda el fastidio que la debe causar la ausencia de su esposo que se halla en su oficina, habrá venido a distraerse a este sitio como muy propio para el caso -Muy bien hecho, repliqué yo, y mira como lo logra, merced a aquellos caballeros a quien sin duda estará contando la hombría de bien de su querido esposo, pero ¿no es aquel que está allí N....? sin duda -¿pues cómo es posible que tenga para venir a los toros, cuando no ha dos horas que reconvenido por mi sobre lo que me está debiendo me aseguró que no tenía hoy para comer -¡qué quieres, no será él solo el que ayune en obsequio de esta función, ni tu asiento será lo único que pagues tú en ella.

Otros y otros muchos cuadros semejantes capaces de interesar a cualquiera se presentaban a nuestra vista tales como un. alegre artesano que deja sus trabajos por venir a darse este inocente desahogo; un empleado a quien su mala salud no ha permitido marchar a su oficina aunque ha tenido la consideración de dejarle ir a los toros; un hijo de familia que se empeña por tener la satisfacción de convidar a madama y compañía; un tuno que anda husmeando donde se sentará que se encuentre con una compañía paciente y sufridora; y en fin, una alegría general, manifestada por todos los medios imaginables.

Llenose del todo la plaza y quedamos tan apiñaditos y tan acomodaditos, que no habría sido fácil que a una voz hubiéramos podido todos presentar las manos, en cuya situación permanecimos hasta que entre voces y gritería salió a lucirlo el primer galán de aquella tragedia. Y no crean mis lectores que voy a hacerles una descripción de estos cornados personajes; pues poco inteligente para poder juzgar de su mérito, me limitaré a decir los efectos para que por ellos se conozcan las causas. Ello es que a poco rato de presentarse en la arena aquel heroico Gixones, tuvo el sentimiento de quedarse solo en ella; tanta fue la prisa que se dio a deslucir a sus compañeros los otros animales de dos y de cuatro patas. Causábame al principio algún espanto aquella catástrofe, pero me animé desde luego viendo la alegría que derramaba en todos los concurrentes, y principalmente en una muchachita delicadita y compuestita que se hallaba a mi lado llegando a ponerme en un estado tal, que hubiera deseado que no contento mi héroe con vencer los estorvos que se le oponían al paso, hubiera saltado la barrera y hecho conocer quien era Calleja a los que desde seguro le insultaban con los modos más desusados; pero ¡oh inconstancia de las cosas humanas! ¿quién hubiera dicho que aquel fiero animal para quien nada era bastante, había de venir a sucumbir bajo del hierro diestramente dirijido de quien no era tan fiero ni tan animal como él aunque con sobrada dosis de lo uno y de lo otro. Con efecto así sucedió, y su muerte fue aplaudida y celebrada por toda la concurrencia verificándose aquello de que


   Quien por su mala estrella es infelize,
aun muerto lo será; Fedro lo dice.

Seis veces se vio repetida tan sangrienta escena, y otras tantas llenó de júbilo nuestros corazones, cada uno de los cuales podría muy bien decir

Je ne puis vivre heureux qu' a force de trepas.

Salimos por último de aquella mansión de la barba... de la alegría; y al paso encontramos un par de camillas en que iban los heridos en tan cruel refriega a proporcionar al establecimiento en cuyo beneficio había sido la función, los medios de emplear su producto.

Y después de todo lo dicho ¿habrá alguno que niegue la sabiduría de tan filantrópica institución? ¿Habrá alguno que diga que la tabernera debería estar dirijiendo su taberna y alejando de sí el lujo y la ostentación, la casada guardando su casa y cerrando sus oídos a las conversaciones seductoras, el deudor buscando medios de pagar a sus acreedores, sin ir a gastar los pocos que tiene en estas diversiones, el artesano en su taller, el empleado en su oficina, el hijo de familia cumpliendo con sus obligaciones, y el tuno guardándose de seducir la inocencia? ¿Habrá alguno que se obstine en demostrarnos la barbarie que estos espectáculos difunden en el carácter nacional, los atrasos que por ellos esperimenta la agricultura, las fortunas que en ellos se malgastan, y otras mil lindezas que no parece sino son gavachos los que las dicen? Enhorabuena se diviertan aquellos con sus teatros, con sus globos, con sus experimentos físicos, y con otras niñerías de esta especie. Los españoles, dotados de más energía y grandeza de alma, sólo nos distraemos, con escenas en que vemos comprometida la vida de un hombre, imitando en esto la ilustración de los antiguos tiempos por aquella sabia regla de que todo lo antiguo es bueno.

Y si a pesar de esto continuase alguno criticando tan loables costumbres, castiguémosle con el desprecio que hasta aquí, y sigamos impertérritos la senda en que caminamos solos desde que las demás naciones, desconociendo sus ventajas se apartaron de ella dejándonosla espedita.




ArribaAbajoCapítulo undécimo

Agosto. El Prado


Bajaba yo una hermosa tarde de este verano, por la ancha calle que guía desde el centro bullicioso de las especulaciones y de la usura, al hermoso sitio donde la juventud y no juventud madrileña, se reúne periódicamente con el doble objeto de proporcionarse un ejercicio saludable, unido a una diversión. Distraído en mis reflexiones, había largo rato que me hallaba en aquel delicioso sitio, sin reparar en nada de lo que hería mis sentidos, cuando vino a sacarme de este éxtasis mi compadre y amigo que se hallaba allí, ni más ni menos que en su centro. ¡Cuánto celebro haberte encontrado! le dije yo al instante; pues de este modo me recrearás e instruirás al mismo tiempo sobre algunas cosillas que me andan revoloteando en el magín, y para cuya solución me confieso poco capaz. -Esplica, pues tus dudas y veremos si yo puedo satisfacerlas, pero ante todas cosas es menester que sepas que te hallas en la mansión del placer de los madrileños, en el punto de reunión de todo lo que este insigne Emporio de la gran moda encierra de más brillante; en este celebérrimo sitio, y con achaque de paseo, se hace la corte al papelón, se buscan recomendaciones, y se hacen en fin visibles muchos que fuera de él son si cabe, algo menos que nada; aquí es donde se traman los enredos amorosos, donde se ponen en uso todas las armas que la hermosura y la coquetería tienen más poderosas con el loable fin de agradar al prójimo; por último está difinido diciendo que es un gran bosque donde se sale como quien dice al ojeo, con la particularidad de que en él suele ser más frecuente ver liebres buscando galgos, que galgos buscando liebres, cosa que a no verla nadie la creería.

Asombrado me quedé yo con la relación de mi amigo, y animado, con la carta blanca que se me daba para satisfacer mi curiosidad, empezé mis preguntas de este modo, -Ahora bien, ¿dime si alcanzas, por que toda esta gente entre la cual hay alguna, tan formal y de toda prosopopeya, prefiere irse dando encontrones y casi ahogando por no, salir un punto del carril inalterable que se ha marcado? -¿pues no conoces, pobre hombre, (me contextó mi amigo con cierta aire de superioridad que me dejaba tamañito) no conoces, no sabes que en la unión consiste la fuerza? sin ella, ¿dónde se esconderían tantas aventuras que la estrechez. autoriza, ni como sería posible, que estas se originasen, mirando de lleno los objetos, y no a demi como sucede yendo tan encajonaditos? -No prosigas, que va te he entendido, y me. confieso un porro por no haber adivinado; pero ¿no me dirás la causa por que esa pequeña, parte de gran todo, se pasea a nuestra izquierda en el camino que hay entre bancos y coches? -Eso, me contextó mi director, es porque su sublime elegancia no le permite mezclarse entre la plebe, razón por la cual han puesto los bancos por línea divisoria, creando, digámoslo, así, otra clase, que es la de aspirantes a la de los otros que más allá se pasean sentados.

Felice me pareció la invención, y, en esta conversación íbamos, cuando hubimos de pararnos mientras que un Monsieur que paseaba delante, hizo un elegantísimo saludo a unas Mademoisellesque divisó a lo lejos, lo cual me sugirió a mí la idea que comuniqué a mi compañero de que estos señores del gran tono deberían llevar en obsequio de la comodidad del prógimo, uno o más lacayos que fuesen abriendo marcha, y aun no estaría demás que otros por detrás les tirasen de algunos cordeles, a la manera que a un globo hinchado se le sujeta, sino se quiere que vaya a contarlo a las nubes: ¿no es verdad que sería muy conveniente mi invención? ¡vaya; si el demonio soy yo para discurrir!

Pero dejemos el género masculino que mejor merece ya el dictado de neutro, y echemos una ojeada sobre el que se creó para su delicia. ¡A que depravación te ves reducido, sexo hermoso, sexo encantador, y cuan mal sabes usar de las armas que la naturaleza puso en tus manos! Deja, deja de embotarlas con los vanos atavíos de la ostentación y de la coquetería, deja a tu hermosura, deja a tus hechizos, seguir su curso regular, y no destruyas su poder queriendo aumentarle.


    «Que vos graces soient naturelles,
Ne les contre faitesjamais
Des que l'on veut courir aupres
On comence a S'eloigner d' elles»

¿Pero qué es lo que hago? ¿cómo me aparto de mi objeto metiéndome a predicador debiendo de ser panegirista?, no hermosa parte del género humano, no creas que vitupero tus loables costumbres, sino que pensando en tus atractivos naturales te he hecho el agravio de tener por superfluos los que a fuerza de tantos cuidados te tratas de adquirir; pero consuélate con que no todos piensan como yo, y que al contrario, hacen honor a tus ingeniosas invenciones, estimándolas aun más que las de la naturaleza.

Con estas y las otras anocheció como era de esperar a la hora regular, y mi director me subió a ver el nuevo Tívoli con que algunos extrangeros, cuyas cuentas me parecen un poco galanas, han querido hermosear el prado, y llenar sus bolsillos, aunque a mi entender, no lograrán tan bien el segundo como el primer objeto. Admiré aquella ostentación y aquel fausto, precursor de mucha miseria, y ya se ve, como a los provincianos todo nos choca, no hacía más que preguntar a mi amigo sobre todas aquellas lindezas, llegándole a cansar de modo, que para distraerme, me hizo fijar la atención en dos figurines que delante de mí estaban sentados hablando de sus asuntos. Y quiero trasladar aquí su conversación con los mismos términos en que pasó, pues de todo me acuerdo.

«¿Con que, decía el uno al otro, te di placer en presentarte anoche en casa de...? -Oh ciertamente, fue tan grande, que no espero tener un otro igual. -Mafoi Ella es una reunión deleitable; y no puede menos de agradar a un home d'esprit. -Hace lástima que no se hallase en ella la encantadora Elisa, por quien yo soy furiosamente amoroso. -Pero al menos no me negarás la sensibilidad de Constanza, a quien yo dedico mis cuidados.-¡Oh no! sería yo el más imbécil de los hombres si negase sus perfecciones- ¡Ah mi amigo! ¡quel bonheur la de serle grato! mas a propósito de ella, ¿no te hallaste en el baile de la marquesa de..? -No a mi pesar, pues según me han detallado, fue digno de un hombre de buen gusto. -¡Oh mi Dios, y combien de veces acordándome de lo que sentí en aquel sitio han pasado por mí las horas del reposo! No te puedo más decir, que desde aquel día me encuentro diablamente enamorado de los charmantes encantos de mi diosa. No me hace sorpresa, pues ella es, a fe mía, bastantemente bella, para espiritualizar a un sensible hombre. -Eh, bien, no me dirás si reciben esta noche chez la marquesa de...? -Tened, que me parece que sí... ¿no es hoy Jeudi? soy contento de que me lo hayas acordado, y me persuado a que querrás acompañarme voluntario. -¡Oh sí; y ya me tardan los momentos de ver a mi bella, Alon donc...


   «¡Júpiter! ¿para cuándo son tus rayos?
Si esto es ser cultos, vale más ser payos.»

En tal esclamación prorrumpí yo arrebatado de, mis rancias ideas cuando hube salido de la suspensión en que me dejaron aquellos señores con su diabólico dialecto; pero conociendo mi amigo el efecto que en mí había causado, tuvo a bien cortar el vuelo a mis reflexiones advirtiéndome que tal era el uso entre las gentes del gran tono, y yo cabizbajo con tan fuerte argumento, tuve que volver al cuerpo lo que intentaba decir, guardándole allí hasta mejor ocasión.




ArribaAbajoCapítulo duodécimo y último

Setiembre. Academia y Ferias


Pero nadie me quitará decir dos palabritas sobre estas dos contemporáneas diversiones con que el pueblo de Madrid entretiene las hermosas mañanas de otoño. Salía yo una de ellas entre modorro y avinagrado (resultas de ciertas consideraciones que acababa de dejar ) y sin saber cómo ni cómo no, me dirigí a la espaciosa calle depósito general de muebles de todas clases, que ha usurpado de poco acá tan precioso destino a la gran plazuela, temida de malhechores. Acordeme al pasar por la puerta de la franquicia que se goza en tal mes para ver las salas de la academia de san Fernando, y guiado por la curiosidad entré en aquel templo de las artes; admiré desde luego la gran concurrencia de ambos sexos estrañándome el ver tanta afición a la pintura y escritura, adelanteme como pude hacia el patio, y después que hube visto a mi satisfacción todos los cuadros nítidos, pasé a considerar los animados, que como poco inteligente en aquellos, me agradaban más: al instante conocí la causa de aquel gentío luego que reparé los tiernos grupos que se formaban de trecho en trecho, más interesantes y más patéticos que los de la batalla de san Marcial, y sin duda que lo eran, pues distraído con ellos, o en ellos, ninguno se puede decir que hacía caso de los otros.

Mi natural inconstancia me inclinó a variar de escena, y con esta idea subí a las salas principales, a ver si lograba; pero no había pasado de la primera cuando advertí que nada había adelantado, y que las bellezas naturales alcanzaban aquí también el premio sobre las artísticas: era en verdad muy chistoso ver reunidos una porción de mozalvetes mirando cualquier cuadro, por mediano que fuese, para tener ocasión de reparar a una Dulcinea, que tan inteligente como ellos se había parado a considerarle; pero sobre todo ¿quién había de contener la risa al ver a otro deseoso de atraerse la benevolencia de sus oyentes, disertar ¡pero que bien! sobre cualquier pintura, achacándosela tan pronto a Mengs o a Murillo como a Madrazo y Aparicio, y contando las vidas de todos estos artífices con tal exactitud, que desde luego, nos dijo el lugar de España en que nació el primero, y los años que hacía que Aparicio había dejado a Italia su patria? Por último, fueron tantas y tan graciosas las escenas que vi en aquel sitio, que cansado ya de reír hube de dejarle a toda prisa.

Viéndome desocupado tan de mañana, determiné dar un paseo con el objeto de ver la feria; a este fin, seguí a lo largo de la calle de Alcalá, mirando con la mayor escrupulosidad todos los enseres que se hallaban de venta, y juro al Dios Apolo que llevé un rato mejor que otro cualquiera. Llamome la atención un gran corro de gentes que se hallaban mirando detenidamente una porción de libros, cuyo valor uno con otro no pasaba de dos reales, y acercándome a ver que era lo que tan varato se vendía, me hallé con un surtido completo de Espejos, Belarminos, Soledades de la vida, Devotos peregrinos &c. &c. al ver lo cual no pude menos de suspirar, considerando el descrédito a que en estos malditos tiempos han llegado tantas preciosidades; pero fue mayor mi desconsuelo cuando llegándome a un estante que tenía en frente, cuyos libros por lo acomodaditos y de diversos colores, me dieron a entender desde luego su patria, y sacando uno de ellos que según el nombre que tenía al frente (Voltaire para servir VV) gradué al instante de impío, y digno de la santa mano del mismo Torquemada me pidieron veinte reales por él. Puede ser que si le hubiera leído de cabo a rabo no le hubiera soltado con la velocidad con que lo hice con solo saber su precio, desde cuyo día, así que veo alguno de los que se le semejan, me aparto cien leguas, diciendo para entre mí «No más libros colorados.»

Seguí pues mi camino, y ya iba a dejarle cansado de ver tantos trastos viejos y nuevos, tantos hombres con tantos servicios, tantos platos, tantos miriñaques, tantos curiosos, y tan pocos compradores, tantas curiosas, y tantísimos allegados, cuando pasó por delante de mí una de aquellas, pero no así como quiera, sino una muchacha como una perla, con una cara como un rostro. Pasmado me hallaba yo contemplando su belleza, cuando de aquella linda boquita salieron unos acentos tan dulces como los mismos caramelos que pedían; es pues el cuento, que a la buena señora mía se la había antojado alguna cosa suave, y su señora tía no tenía ánimo de comprarsela, cuya conversación pasó por casualidad delante de mí; no fue menester más para mi genio caballeresco; corrí, volé a una de aquellas provistas tiendas, que como todo lo demás adolecía de mal francés, y llenando mi pañuelo de bombones y bomboneras, llegué con todo el acatamiento posible a ofrecer tan pequeño don a aquella deidad, solicitando en cambio el permiso de acompañarla: concedióseme como pedía, y lleno de mi fortuna proseguí regalándola a la vez los dos sentidos del gusto y del oído; pero, yo no sé si el haberla visto a mi satisfacción, o sus palabras fáciles y seductoras, o más que todo, el aviso que un amigo mío me dio a la oreja sobre su profesión, me empezó a resfriar de manera que sólo pensaba ya en los medios de perderlas de vista.

Conviene a saber que en el tiempo que hacía que yo tenía el honor de ofrecerlas mis obsequios, se habían ellas dignado a admitirme una porción de ellos, que yo, ¡tonto de mí! las había hecho hasta que asaltado por mis dudas y recelos, las entré en un café, y pidiéndolas permiso para ir a hablar a un amigo que supuse estar a la puerta, me dí por despedido y desaparecí; dando por bien empleado el dinero que había gastado con tal de haber salido libre de las garras de aquellas lechuzas, pues he oído contar buenas cosas de Galicia, y no determino ir a visitarla por ahora.

Pero, señor, se me dirá, de todo ha hablado V. menos de Ferias- Señor mío, responderé yo; pues a eso se reducen las de Madrid, libros, muebles, y... busconas; con el bien entendido, de que no es menester fiarse ni del forro de los primeros, ni del brillo de los segundos, ni del vestido de las terceras, pues allá dentro sabe Dios lo que se halla encubierto; y ¡ay de aquel que se meta a investigarlo!




ArribaMi profesión de fe

Yo don fulano de tal, caballero de a pie, señor de mi persona &c. &c. &c. habiendo venido de mi lugar que se halla tantas leguas más allá de otro a esta gran corte, centro de la cultura y de la buena educación, con el objeto de desvastarme, y desechar las rancias ideas que ocupaban mi desdichado cerebro, sustituyéndole otras nuevecitas, flamantes y de última moda, para lo cual he tardado un año de continuos vencimientos, por la repugnancia que no podía menos de costarme dejar las bárbaras maneras a que estaba acostumbrado, y habiendo por la misericordia divina podido soportar este noviciado con todo el rigor que se me ha prescrito; declaro hoy día 1 de octubre de 1821 en que la concluyo que estoy resuelto a profesar y defender de aquí en adelante, los cultos principios, desafiando desde ahora, a todo el que los menosprecie; prometo y ofrezcos seguirlos, y sucesivamente se vayan no así como quiera, sino con toda la escrupulosidad que prescriban las reglas que estén en vigor dictando en la gran ciudad (flectamus genua... Levate) para lo cual me obligo desde hoy a hablar un lenguaje Galo-Hispano, que es el que conviene a muestra patria, a fin de librarla de su bárbara lengua, protesto no acompañarme sino con personas que me puedan instruir en las diversas aplicaciones de la elegancia, declarando desde ahora por mi maestro perpetuo a mi amigote, ya que tan bien me ha sabido iniciar en estos sublimes misterios, a lo cual le viviré eternamente reconocido; y por último hago promesa solemne, de hacer todo lo que hacen los maestros del tono que yo tengo acá en la imaginación.

«Así me llamarán jovial, sociable, útil, hábil, político y amable.»

P. D. Hoy escribo a mi lugar para que vendan lo poquito que allí tengo, cuyo producto íntegro pienso depositarlo en poder de mis corresponsales de París, quienes en revancheme llenarán de trages a la derniere -Agur señores; dije mal; A Dieu Monsieur, au revoir .





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