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Mis siete del alma

Sergio Ramírez





El poeta José Coronel Urtecho me dijo hace años, al cabo de una larga tertulia en su casa del río San Juan, mientras caía la tarde sobre la sabana anegada, hablando de Matahama Gandhi, que el siglo veinte había podido presenciar la maravilla de un santo capaz de derrotar a un imperio con sólo su voluntad y una sábana en la que se envolvía, y era su traje, y su cobija, y fue su mortaja. Es el estado de gracia político, el encuentro con el milagro que sólo depara la convicción, que no es sino la manifestación más honda de la verdad, como fue el caso de Martin Luther King, capaz de convertir, además, la convicción en sentimiento, un sentimiento que movilizó a millones por los derechos civiles de los negros y movió el sur profundo de los descendientes de los esclavos hacia todos los Estados Unidos. Tengo un sueño. La verdad, que cuando toca fondo, no se separa tampoco de la humildad, que es otra forma de la entereza, y aquí me acuerdo de mi héroe preferido del siglo veinte, en esta lista de siete donde la competencia es tan cerrada, Nelson Mandela, que tras más veinte años en la cárcel borró de su mente y de su corazón el odio y la venganza contra los blancos del apartheid y por eso fue un estadista de semejante calibre, capaz de basar la política en la moral, sin permitir nunca que aquello que decían las palabras no lo repitieran al pie de la letra los hechos, como fue así mismo el caso de Ho Chi Min, un sabio calzado con sandalias hechas de pedazos de llantas usadas, no como un alarde de humildad sino porque era su manera de vida y su manera de ser, alguien capaz de comprometer su vida en la defensa de un país pequeño como lo fue también Augusto César Sandino, en lucha desigual contra la intervención extranjera, quien escribió una de las frases más conmovedoras, por verdaderas, de la historia de América Latina: aquel que de su patria no exige sino un pedazo de tierra para su sepultura, merece ser oído, y más que oído, creído. Y Willy Brandt, el canciller federal de Alemania que se arrodilló frente al monumento a los caídos del gueto judío de Varsovia para pedir perdón, una manera de tocar fondo en la historia con las rodillas mismas que es como caer desde uno mismo sin el vahído de la soberbia, y por fin, Salvador Allende, que creyó en que era posible el cambio dentro de la democracia, lo que le costó la vida, porque los compromisos con uno mismo terminan costando no pocas veces la vida, Gandhi, Luther King, Sandino, Allende, lo que es poca cosa si uno cree que un día se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, y uno no deja nunca de creerlo, ni vende nunca sus sueños al mejor postor. Con siete de estos que volvieran a nacer, el siglo veintiuno bien sería un siglo de las luces, comprometido en la aventura ética, para que no olvidemos que sin ética el trono pertenece a la mentira.

Managua, junio de 2009.





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