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Misericordia: un milagro «realista»

Germán Gullón


University of Pensylvania



Aproximadamente treinta años después de La sombra, en 1897, Galdós publicó la novela que me parece la más misteriosa de cuantas escribió: Misericordia. Misteriosa, porque su meollo -la aparición de un personaje inventado por otro personaje- resiste toda explicación, obligándonos a la aceptación, pura y simple, del hecho. Galdós no juega aquí con los múltiples matices de lo «real» y lo «ficticio», componiendo un complicado cuadro de tipo unamuniano, como el presentado en Niebla1; nos está llevando más allá de nuestras creencias y opiniones sobre lo real y lo ficticio y su consiguiente relativismo, a una situación poco frecuentada por él: el milagro. Pues en Misericordia, a pesar de su realismo, irrumpe el milagro.

La palabra misma, «milagro», no deja de disonar en el contexto crítico, en el análisis de una novela realista. Pertenece más bien al vocabulario religioso, pero su presencia en la novela -no como palabra sino como hecho, y en ello está el quid de la cuestión- me obliga a tenerla en cuenta. ¿Cómo se introduce el milagro en la novela?, ¿de qué manera lo percibe el lector? Estas preguntas sobre el cómo me llevan a seguir con los interrogantes: ¿Quién es responsable de su aparición?, y ¿de qué manera lo experimentan los otros participantes de la experiencia literaria llamada «novela»: autor, narrador y personajes?

Puesto que el punto central de Misericordia es, a mi juicio, la producción del milagro (la aparición de don Romualdo) con las consecuencias que de él se desprenden, quisiera estudiar cómo el narrador (el quién) y las técnicas narrativas (el cómo) permiten que un fenómeno aparentemente foráneo, ocurra y se ajuste a la estructura novelística sin violentar en nada el ambiente «realista» creado por Galdós.


El narrador

Flexible sobre todo, el narrador de Misericordia es quien nos transmite el mundo novelesco y los personajes (salvo el caso chocante de don Romualdo). Al seguirle por los ambientes harto distintos de la novela, el lector aprecia bien esta cualidad típicamente galdosiana, la flexibilidad; gracias a ella advertimos que una fachada fea a primera vista puede tener cierta gracia (p. 1877)2; que el lenguaje vulgar y «ordinario» de los mendigos puede tener gran fuerza expresiva (p. 1880); que el habla deformada de Almudena no puede ser reducida, ni casi ser traducida al lenguaje corriente3. Estos ejemplos y otros que se podrían citar, muestran que el narrador es capaz de presentar con gran habilidad el objeto de su interés.

La presentación de Benina es quizás el mejor ejemplo de su aptitud para extraer de la materia su íntima belleza, transmutación estética que realiza sin desviarse de la descripción realista o literal. Aunque el pasaje sea extenso, citémoslo para ver cómo, mediante la utilización de recursos muy sencillos, el personaje empieza a vivir:

Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena educación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia interesante que, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenas perceptible. Más de la mitad de la dentadura conservaba. Sus ojos, grandes y oscuros, apenas tenían el ribete rojo que imponen la edad y los fríos matinales. Su nariz destilaba menos que las de sus compañeras de oficio, y sus dedos, rugosos y de abultadas coyunturas, no terminaban en uñas de cernícalo. Eran sus manos como de lavandera, y aún conservaban hábitos de aseo. Usaba una venda negra bien ceñida en la frente; sobre ella pañuelo negro, y negros el manto y vestido, algo mejor apañaditos que los de las otras ancianas. Con este pergeño y la expresión sentimental y dulce de su rostro, todavía bien compuesto de líneas, parecía una Santa Rita de Casia que andaba por el mundo en penitencia. Faltábanle sólo el crucifijo y la llaga en la frente, si bien podía creerse que hacía las veces de ésta el lobanillo del tamaño de un garbanzo, redondo, cárdeno, situado como a media pulgada más arriba del entrecejo.


(p. 1882)                


Si analizamos la serie de los rasgos atribuidos a Benina, encontramos que tal atribución está cuantitativamente graduada y expresada por palabras como «apenas», «más de la mitad», «menos», etc. En conjunto, estas gradaciones sugieren algo que hubiera sido difícil manifestar de otro modo: cuando se la compara con sus compañeras, Benina queda por encima de ellas y, en la lucha de la vida, ha conservado muchas buenas cualidades que por lo general se pierden en el arduo batallar de la pobreza. El narrador «le toma la medida» al personaje, y llega a una conclusión que, por decir menos de lo que realmente cree, convence más: «parece una Santa Rita de Casia». Es decir: la cree y hace que el lector la crea santa. Y no una santa cualquiera, sino, y éste es el indicio revelador, la abogada de los imposibles, la que puede hacer o favorecer la realización del milagro.

Con su habitual transparencia, Galdós prepara el terreno para que el lector se predisponga a aceptar lo inusitado: en las primeras diez páginas de la novela, le pone en contacto con alguien que se parece a una santa. Luego, de manera indirecta, hará ver que de una santa se trata, y, al final, impondrá suavemente, enmascarada como por azar, la realidad del milagro. El narrador nos familiariza incluso con los pequeños pormenores del espacio mendicante: la iglesia de San Sebastián, «edificio bifronte» cuya «fealdad risueña» y abigarrada sugiere de algún modo la esencia de la protagonista, esa curiosa mujer que puede ser, a la vez, criada sisona y santa milagrera. Una vez presentados los pordioseros en un grupo sobre el que manda la oficiosa Bernarda, el narrador retrata a la casi inadvertida Benina, destacándola e individualizándola sobre los demás, precisamente por su humildad y sencillez. La simpatía del narrador hacia la protagonista salta a la vista, pero siendo como es, narrador realista, responsable de la fidelidad del relato, tiene que pintarla según se la ve. Esto le lleva a medir las palabras que le dedica. Y como mesura implica moderación y exactitud, Benina no puede sino salir ganando cuando se la compara con sus compañeras de pordioseo: «su nariz destilaba menos»; «sus dedos no terminaban en uñas de cernícalo», etc.

De este modo, el narrador nos persuade indirectamente de la superior humanidad del personaje. El dato es importante, pues cuando veamos a Benina en otro ambiente, la casa de su ama, recibiremos otra impresión de su carácter, aunque al narrador le interesa que predomine la suya. Lo inteligente de este medio expositivo es que el elogio se disimula en el retrato realista de la persona. No omite ni arrugas, ni lobanillo, ni la nariz destilando, y aun así la imagen creada puede servir de soporte a una santa, aunque en la descripción sólo se utilice una forma expresiva que pudiera llamarse típica de las imágenes de la religiosidad convencional: «la expresión sentimental y dulce de su rostro». En un texto hagiográfico esta referencia no sorprendería, pues las imágenes de santos dulzones son tópicas. Pero en el contexto de esta descripción, donde los lobanillos tienen tamaño de garbanzos, la frase tiene otro sentido. El narrador empieza utilizando el adjetivo «dulce» para calificar la voz, y después de describir una porción de detalles menos «poéticos», vuelve a emplearlo para referirse al rostro, enmarcando así con esta reiteración el resto de la figura.

La tendencia a idealizar está bien equilibrada con la de reflejar la realidad visible; gracias a este equilibrio, la imagen de Benina queda establecida como santa en el medio plenamente realista de que forma parte. Visión y vista cooperan, como conviene para que en este universo ficticio quepa el milagro y, si se prefiere, un hecho inexplicable: la aparición de un personaje ni conocido ni inventado por el autor.

Al narrador, encargado de informarnos de lo que ocurre en ese mundo, le incumbe la delicada tarea de presentar como verosímil lo que es y lo que no es. Primero, debe hacernos creer en su sinceridad; después deberá conseguir que creamos en la realidad de lo contado, incluso si se trata de un milagro -ficticio, para colmo- de cuya admisión depende la validez del relato. En justicia podíamos añadir que la «creencia» del lector bastará que también sea ficticia; no es una admisión ciega de los hechos, sino una aceptación de su plausibilidad dentro de la convención implícita en el hecho mismo de leer una novela. Recordemos que la ficción exige por naturaleza una «suspensión de la incredulidad». No es lo «real» y lo «ficticio» lo que Galdós quería poner a prueba, sino la actitud del lector ante lo uno y lo otro.

Veamos ahora a Benina en otros ambientes para observar cómo los describe el narrador y lo que opina sobre ellos -si es que algo opina- y sobre las palabras y los actos de los personajes. El narrador resultó ser buen conocedor de los actos de los personajes. El narrador resultó ser buen conocedor de los mendigos; persona discreta y pluma imparcial, salvo su marcada simpatía por la heroína. No es, desde luego, el «narrador testigo» de La Sombra, donde el contraste entre el punto de vista general sobre Anselmo y el privado podía hacerse perfectamente. En Misericordia, Galdós permite al narrador «poderes extraordinarios de acceso al estado mental de los otros [personajes]»4. Sin esos poderes de narrador, los hechos misteriosos de la novela quizás hubieran quedado en un estado demasiado caótico: ¿a quién creeríamos? Con la presencia de un narrador que tiene ese acceso, que es sincero y que está a la distancia necesaria del milagro, como para verlo «con perspectiva», el lector siente cierta seguridad que los personajes, cada vez más caldeados mentalmente por los hechos extraños, no podrían dar por sí mismos para ayudar a la interpretación.

Ciertas características del «narrador-testigo» corresponden, sin embargo, a las del narrador de Misericordia. Éste, como aquél, «puede extraer conclusiones de cómo otros sienten y piensan»5 (cuando en vez de penetrar a un personaje, nos ofrece su parecer, formado de la pura observación); también, «nos informa de sus límites»6, en cuanto traductor del idioma de Almudena. Como tipo, el narrador es mezclado, si aplicamos las categorías de Norman Friedman, pues unas veces aparece como testigo y otras se nos presenta como omnisciente.

Apuntador de una historia que él mismo se apresura a calificar de «verídica» (p. 1886) y «puntual» (p. 1890), quiere ante todo convencer al lector. Su preocupación por la verdad de su versión, reiterada deliberadamente a lo largo de la novela, sirve de contrapunto a las llamadas «mentiras» de Benina, a las que no concede ninguna importancia. Su razonamiento es éste: mi narración es válida y coherente; si en ella irrumpe algo inexplicable, la irrupción se deberá a circunstancias imprevisibles, pero no a un fallo o debilidad mía. Hasta en un detalle mínimo, al hablar de la velocidad con que corría Benina hacia casa, el narrador cuida su imagen de persona fidedigna: «Casi no es hipérbole decir que la señá Benina [iba] como una flecha» (p. 1890). Por si el símil parece exagerado, se previene cautelosamente que algo tiene de hiperbólico, atenuando así el alcance del símil, pero conservándolo, a pesar de todo.

Ante la puerta de la casa de doña Paca, el narrador acude a otro tipo de imágenes, porque otras son las percepciones que el lugar suscita en él: «El ruido de la campanilla o más bien afónico cencerroneo» (p. 1891) da la nota; en vez de «fealdad risueña» o «cierta gracia» (o algo semejante que sugiera calor humano), el narrador oye el ruido de la campanilla como el sonido de un cencerro afónico. La idea de pérdida asociada al adjetivo «afónico» es adecuada para sugerir cómo resuenan los sonidos exteriores en el hogar de doña Paca, que ha perdido todo -marido, hijos, amor, dinero, sociedad...- menos la lealtad y el cariño de Benina.

En este ambiente harto distinto de los presentados con anterioridad, se ofrece al lector otra versión del carácter de Benina. Sin preámbulo, y sin prevenirnos directa o indirectamente de nada, por boca de doña Paca se deja caer la primera referencia al personaje imaginario, el cura inventado por Benina para hacer admisible su piadosa mentira. Doña Paca cree que su sirvienta trabaja también para un sacerdote y que de él procede el dinero de que ambas se sostienen.

Analicemos la presentación de don Romualdo. Cuando por vez primera se le nombra, es un personaje real y figura inventada; real para doña Paca, quien lo conoce de oídas, y falso para Benina, que lo imaginó. Es importante que de entrada advirtamos la sólida creencia de la señora. La «mentira» es cosa pasada, aceptada como parte de la rutina de cada día, instalada en la verdad e integrada en ella; lo único a que el lector asiste es a la emisión y recepción de unas cuantas mentirillas derivadas del hecho ya inconcluso de la existencia del buen sacerdote. La técnica es sutil; nos adentra en un proceso complicado como si fuera algo sencillo y natural, que no merece deliberación alguna. Y rematando esta «naturalidad» galdosiana, el dato siguiente: «hoy es San Romualdo» (p. 1891). ¡Hasta el calendario lo registra!

Contra lo que pudiéramos esperar, el narrador no acredita en absoluto la invención de Benina; la descarta como figurilla que, vaya si sirve para sacarla de apuros con doña Paca, vale -pero no en serio. Acredita en cambio, su «maestría para el embuste» (p. 1891) y, casi a continuación, nos lleva a un terreno nuevo: el pasado, el cual se inserta en la narración no como flashback sino como cuento intercalado, con leyes propias.




Complejidad de la estructura narrativa

Las descripciones de doña Paca, de la familia y de la criada ocupan quince páginas. Se distinguen dentro del discurso narrativo por estar escritas a grades trazos; la distancia es otra y otra la perspectiva. El narrador habla más como mero historiador que como conocedor del corazón humano; un ejemplo de este cambio aparece en seguida, cuando se nos dice que Francisca Juárez «soñaba que se caía a la profundísima hondura...» (p. 1893). El dato no procede del narrador, sino del autor implícito, a quien, en esta obra, se le dio lo que Booth llama «an overt, speaking role»7. El narrador, ni ha conocido a doña Paca en «las alturas» de su vida anterior, ni tiene noticias de primera mano sobre esa época. La caída de la familia, cuyas desgracias se lamentan, está contada con retórica un tanto histriónica, poco característica del narrador que hemos escuchado hasta ahora. Dice

La situación era, pues, desesperada, de naufragio irremediable, flotando los cuerpos entre las bravas olas, sin tabla o madero a qué poder agarrarse.


(p. 1899)                


Preguntándonos, ¿a qué se deben tales excesos verbales? -y hay muchos en estas páginas-, se nos ocurre que la perspectiva del narrador fue aquí sustituida por la de los personajes empobrecidos, cuya angustia aumenta según va alejándose del bienestar anterior. Al narrador, capaz de detectar grados de aseo y de salud entre aquellos que don Carlos sólo logra ver como un grupo mugriento, no le espanta la pobreza en que cae doña Paca, pero a ella sí, y es precisamente su espanto lo que nos comunican las hipérboles.

El cambio de perspectiva: de la del narrador a la de los personajes afectados por la ruina es, pues, tácito. Otro propósito de las páginas a que me estoy refiriendo (además de su evidente función informativa), es el justificar en parte la opinión de doña Paca sobre su sirviente. Hasta ahora, nos parecía injusto que el ama acusara de «sisona» a la persona que lejos de robarle, la mantiene. En una casa vacía, nada puede robarse, como bien aprendió Lázaro de Tormes al entrar al servicio del Escudero; pero la iluminación de lo pasado nos deja ver que aun cuando Benina tenía todo lo necesario, sisaba. Este «defecto grave de la sisa» (p. 1843) promovió «cuestiones agrias entre ama y sirvienta» (p. 1893), que influyeron en sus relaciones, y en la opinión que aquélla formó de Benina. Por su larga convivencia con la criada, doña Paca registra en su opinión el pasado tanto como el presente, sin advertir que el cambio de situación hace que Benina no pueda sacar de donde no hay, por muy sisona que sea. El narrador queda a la distancia discreta de quien observa la contradicción sin afanarse en corregirla. Considera los hechos en conjunto, pero a modo de moralista impersonal, achacando la desgracia a debilidades de temperamento o definiendo la caridad de Benina como astucias, embustes o lo que fuere.

Cuando el discurso vuelve al presente, aparece de nuevo el narrador y el tono es otra vez el sencillo y familiar de antes: «Pues señor, atando ahora al cabo de esta narración [la historia del pasado], sigo diciendo que aquel día comió la señora con buen apetito» (p. 1900). De la «novela» volvemos a la realidad y a los detalles cotidianos que la constituyen; en seguida se mezclarán éstos con otros igualmente «realistas», pero irreales, pues sólo existen como verdad para doña Paca, quien se ha tragado la mentira sobre el cura. Al entremezclar detalles de la vida diaria y de la invención beninesca, el narrador da la sensación de que parece tangible y verdadero lo que no lo es. Cuando reafirma la «presteza imaginativa» (p. 1900) de Benina, asegura que su invención está a salvo de ser descubierta o, mejor dicho, terminada. Mientras la mentira viva, existirá y funcionará como verdad.

Falsedad y veracidad entran en un juego curioso, manejado magistralmente por el autor. El narrador dice la verdad; la narradora del cuento del cura dice mentiras; el contrapunto es neto, y hasta que se realice el milagro, aparentemente obvio. Lo tajante de la contraposición sirve para ganar la confianza del lector, que, no lo olvidemos, pertenece al mundo real, cuyas leyes arrastra consigo en la lectura de una novela, en donde espera encontrar otra realidad hecha también de leyes bien definidas y conocidas: el autor crea a los personajes, pero éstos no suelen crear a otros. Si el autor cambia la ley, tiene que hacerlo de forma que el lector admita el cambio. Galdós logra imponer al lector un hecho insólito porque construye un mundo novelesco en donde la realidad y la verdad son valores firmes, nunca puestos en entredicho; en este contexto se produce un fenómeno inexplicable y entonces, como haríamos si se produjera en el mundo real, le damos un nombre que será más o menos adecuado, pero que servirá para mostrar que reconocemos su existencia.




La infiltración de «lo fingido»

Veamos ahora qué técnicas se emplean para introducir en la realidad novelística al personaje fingido. Ya se han dado detalles triviales de su mundo para fijarlo en la mente de doña Paca, los cuales, convertidos en «muletillas» por Benina para caracterizar a los personajes relacionados con don Romualdo (sus sobrinas, por ejemplo); técnica adecuada para describir brevemente a personas que doña Paca nunca verá de cerca, lo que permite prescindir de una presentación más minuciosa y detallada. El contraste entre las matizadas observaciones del narrador y las muletillas de que echa mano Benina responde a las necesidades del relato y, al mismo tiempo, da más relieve a las técnicas descriptivas en la obra.

Una parte de cualquier técnica descriptiva es la selección de los detalles; otra -a menudo inseparable- es la presentación del conjunto. El narrador proporciona abundancia de detalles cuando pinta algo o a alguien; a veces hace que un personaje entre de repente (hasta donde esto es posible en el arte temporal de escribir). Don Romualdo no entra así como invención de Benina; su ingreso en la novela es más bien una infiltración gradual. Estudiémosla por etapas, recordando que éstas, a la vez que acumulan datos sobre el cura «inexistente», cumplen otra función quizá más importante: la de confundir, poco a poco, elementos de la realidad, elementos de la ficción y elementos de la ficción de la ficción. Hay siete etapas

1. El personaje fingido lo menciona doña Paca, precisamente el día de San Romualdo. La primera presencia será en la palabra y en el calendario, y tendrá por esto un aire religioso.

2. Benina dice que es «amigote» de un personaje real, don Carlos (p. 1904); en la red de la mentira, caben seres reales, lo cual no la hace menos tupida. Además, la familiaridad de la palabra «amigote» asocia al personaje fingido con el real de modo íntimo y campechano, con naturalidad.

3. Frasquito Ponte, el dandy decadente, habla de «los grandes hombres» (Lamartine, Hugo) como si hubiesen existido en la ficción. Con esto, el autor borra un poco más la línea divisoria entre realidad y ficción.

4. La inventora del personaje llega a creer en la realidad de éste: «Invento yo al tal don Romualdo, y ahora se me antoja que es persona efectiva y que, puede socorrerme» (p. 1929). Claro está que se apresura a rectificar su error con este pensamiento: «No hay más don Romualdo que el pordiosero bendito, y a esto voy, y veremos si cae algo» (p. 1929). Pero su voluntad de creer es tal que le aproxima a la fe. Con esto se introduce el matiz crucial: creencia-fe. A partir de aquí, la pobreza extrema, que por necesidad de acogerse a alguna instancia sobrenatural es productora de fe (y de remotísima esperanza), va a ser la que determine las creencias de las tristes criaturas de Misericordia. La misma Benina pierde perspectiva en relación con su «mentira»; su miseria hasta puede convertir la mentira en recurso de verdad. Si no se tiene nada, se lucha por sacar algo de la nada, y hasta la sustancia quebradiza de la mentira es más que nada.

5. Don Romualdo figura en un sueño de doña Paca, según ella le conoce en la realidad: es un benefactor ausente. Al día siguiente, la fuerza gráfica del sueño causa un olvido momentáneo de doña Paca se refiere a los muertos del sueño como si estuvieran vivos. Las líneas de la realidad ficticia y de la pura ficción se borran; personajes existentes (los grandes hombres) y personajes muertos caben en la realidad de la novela. Cuando doña Paca acoge en su casa a Ponte, la desagradable realidad de su pobreza casi se esfuma; el espacio se llena de recuerdos del pasado. El extravío culmina en la alucinación acústica compartida una noche con Benina, al oír un «rintintín metálico, que no podía provenir más que de las enormes cantidades de plata y oro» (p. 1947).

6. La segunda visita de don Romualdo es simple y mágicamente real. Tampoco se le ve esta vez, pero la descripción dada por una vecina coincide con la imagen creada por Benina. La presencia súbita del cura compensa la ausencia, igualmente súbita e inesperada, de Benina y Almudena.

7. La identidad de Benina se pone en duda. Le toman por «la señora disfrazada», por otro nombre, doña Guillermina Pacheco, que según el narrador era (pues murió hace años) «demasiado buena para el mundo». Gemela de Benina en bondad, la santa burguesa tiene su paralelo en la santa pobre, Benina. Y será por el «lenguaje ordinario» (p. 1956) por lo que los mendigos distingan a una de otra. La confusión da lugar a la broma sobre el apellido de Benina: Benigna de Casia. «Por este apellido, algunos guasones de su pueblo se burlaban de ella diciendo que venía de Santa Rita» (p. 1956). La semejanza, ya apuntada en la presentación inicial, de la protagonista, se recuerda aquí; pero esta vez con intención irónica, para de-santificarla. El momento es apropiado para destacar la ambigüedad del personaje: justamente aparece entonces don Romualdo y se está viendo si se trata del inventado por Benina, o de otra persona. Su consistencia está en duda, como la de la protagonista, acusada de falsa; parece como si tanto don Romualdo como Benina hubieran sido puestos simultáneamente en una balanza de verdad-mentira.

La séptima etapa -cuando la cuestión de la identidad de Benina, coincide con su «misteriosa desaparición» (p. 1964)-, es la final. Cuando más falta hace, cuando puede probarle a la señora quién es don Romualdo, desaparece, y hasta se duda de su propia identidad. El autor evita la confrontación de los mundos que ha ido entrecruzando y que parecían destinados a confluir; más aún, los separa en su punto de unión: Benina. La intención me parece clara: quiere mantenerse el misterio; mostrarse que jamás se podrá «explicar» lo inexplicable. Si Benina hubiese estado presente cuando llegó don Romualdo a casa de doña Paca, ¿qué habría ocurrido? Al lado de lo increíble, de la aparición del sacerdote, los detalles discrepantes con la versión de Benina, tales como el nombre de su sobrina o el hecho de si Benina trabajaba o no para él, habrían parecido ínfimos, y se hubieran achacado a confusiones, mentirillas, o a que don Romualdo estaba haciendo «misterio de sus grandes virtudes» (p. 1967). El cotejo de los pormenores imaginados con los reales pierde importancia en el torbellino emocional del momento, intensificado además por la condición física que pone a doña Paca y a Ponte en precario estado mental: es el hambre, tema central de la novela, la que causa su debilidad y su credulidad.




Del sueño realizado a la pesadilla

En contraste con la levedad vital y hasta corporal de los personajes «reales» (doña Paca y Ponte), el aspecto físico del personaje «fingido» es muy saludable: «grandón, fornido [...] comía y bebía todo lo que demandaba el sostenimiento de tan fuerte osamenta y de musculatura tan recia. Enormes pies y manos correspondían a su corpulencia» (página 1966). Por si alguien dudase, el autor se complace en mostrar la solidez del personaje «irreal»; en lugar de la escualidez de los demás personajes, éste exhibe carne y huesos nutridos. Contraste evidente y aún más que contraste, compensación: testimonio de la buena comida que ya no faltará; del dinero que la dama empobrecida tendrá; promesa de la salud que traen consigo los buenos alimentos, y de la hermosura espiritual que apuntó en ella desde que amparó a Ponce, el pariente destituido, y que ahora se verá mejor. El cura personifica en la novela fuerzas muy reales y doña Paca parece sentirlo cuando exclama: «¡Bendito sea una y mil veces el que da y quita los males, el justiciero, el Misericordioso, el Santo de los Santos!...» (p. 1965). Su gratitud efusiva recoge los plañidos por la justicia y la misericordia expresados al comienzo de la novela.

Veamos ahora qué otras compensaciones se registran en la novela, y si sirven también para fines estructurales. Una se relaciona con lo dicho en el párrafo anterior sobre la justicia. Don Carlos, el pseudo-señor, está contrastado y compensado con Frasquito Ponte, verdadero señor, que conserva su señorío aunque haya perdido sus bienes materiales. Con la palabra y el pensamiento -sus únicas posesiones- reconoce en los demás la estima que merecen, y al hacerlo les enriquece la vida ilusionándoles. Don Carlos, en cambio, perfilado por el rígido orden de sus costumbres y su poca comprensión de los otros, no da ni un duro (salvo para marcar sus ocasiones, como el aniversario de la muerte de su mujer) y, mucho menos, palabras caritativas. Para él Benina es una molestia más, otra mendiga cualquiera; para Ponte, es «un ángel». Mientras de su pariente don Carlos doña Paca espera caridad, no recibe de él sino decepciones y amarguras. Quizá sea coincidencia -como tantas otras en la novela-, pero tan pronto como acoge a Ponte, las cosas mejoran. Don Carlos y Ponte contrastan personalmente y se contraponen estructuralmente.

La cuestión del señorío y el dinero está presente a lo largo de la novela, y se refleja en la historia de doña Paca en el modo como el narrador vuelve a llamarla «la dama rondeña» ( p. 1976); su huésped ya no será el pobre Ponte, sino «el galán manido». El cambio de nombres va acompañado de una renovación de las hipérboles que aparecieron al hablar del pasado de la señora, y sirven la misma función: indicar el cambio de perspectiva. Así, de los cuidados que Ponte vuelve a prestar a su persona, se dirá que estaba «inaugurando allí [en una perfumería] la campaña de restauración de su existencia, que debía comenzar por la restauración de su averiado rostro» (p. 1971).

Pero por inesperada y como Galdós dice (en otra novela y de otro personaje), por ser resultado de «hambre larga», la nueva vida será terriblemente artificial y hasta grotesca. El narrador subraya a menudo lo ominoso de los nuevos excesos: «Como tenía la cabeza tan mareada [doña Paca], efecto de los inauditos acontecimientos de aquellos días, de la ausencia de Benina, y ¿por qué no decirlo?, del olor de las flores que embalsamaban la casa...» (p. 1979). Las sobras ya no serán las normales de una casa normal, sino una gallina, cuatro chuletas, fruta en cantidad: el derroche ha sustituido a la pobreza.

La imagen más fuerte de la catástrofe inminente es la que nos la comunica indirectamente. El narrador interpreta la caída de Ponte de su jamelgo de la siguiente manera: «quiso [el jaco] emanciparse de un jinete ridículo y fastidioso [...] hasta que logró despedir hacia las nubes a su elegante caballero. Cayó el pobre Ponte como un saco medio vacío» (p. 1980).

Los indicios estilísticos son abrumadores: el empeño es absurdo («ridículo»); la naturaleza no tolera violaciones («quiso emanciparse»); las aspiraciones patéticas fracasan (el caballero es tirado «hacia las nubes»); el triste espectáculo («pobre Ponte») le recuerda al narrador algo que se está desinflando («un saco medio vacío»). Se levanta Ponte, salvador esta vez, pero nada más volver a montar, el caballo se desboca y escapa. Tal será la primera imagen que tenga Benina de la riqueza; verá pasar a Ponte «veloz como el viento» (p. 1980), y lo que ocurre «ya se lo temía ella» (p. 1980). Las «consecuencias funestísimas» (p. 1895) no tardarán en aparecer; Ponte muere en seguida.

Los epítetos aplicados a Ponte revelan el pensamiento del narrador; los dedicados a Juliana manifiestan sus reacciones -y las de toda la familia- frente al cambio de fortuna. Obdulia verá a su cuñada como «intrusa chulita» (p. 1978) el narrador llamará a ésta «la mandona»8, aunque apunta escrupulosamente (y parece como si lo hiciera venciendo la antipatía que siente por ella) que «no carecía de amor al prójimo» (p. 1984). En la nueva organización doméstica, en que el narrador habla de «general y subalternos» (p. 1990) y de «pastor» con «triste ganado» (p. 1988), los papeles se invierten. El dinero ha aniquilado casi por completo la compasión, que en la pobreza se daba espontáneamente. El patético Ponte es echado de la casa; la voluntad de doña Paca se desmorona; los caprichos de los hijos corren a rienda suelta; la limpieza maniática y el amor a lo propio, sobre todo, reinan. El narrador comenta: «A los caracteres anémicos de la madre y los hijos no les venía mal este sistema, ensayado ya con feliz éxito en Antonio» (p. 1990). La casa marcha.

Pero el mal oculto en esta prosperidad, la ingratitud, acaba por roer a todos. Lo que dijo Benina cuando doña Paca se negó, temerosa, a ampararla y a proteger al mísero Almudena, lo dice Ponte al morirse «Ingrata, ingrrr...» (p. 1990), refiriéndose a Juliana. Y la misma Juliana que confirma la muerte de Ponte y quiere mandar a Benina al asilo llamado -¡con qué ironía!- «Misericordia», será quien se dé cuenta de lo que falta para poder gozar de la riqueza: el perdón de Benina, con el cual concluye la novela.

La imagen final: Benina viviendo en una choza, con «buenas apariencias de salud y además alegre» (p. 1991) lavando la ropa al sol, es una idealización hermosa, y sugiere una verdad que todos reconocemos en el fondo: el amor puede existir en cualquier forma, y cuando existe, crea una armonía interior que se refleja en lo exterior, incluso en la mayor pobreza. Esta imagen final, plenamente real, tiene algo de mágico que hace pensar si el lograrla no será hazaña mayor que el inventar un personaje. El milagro realizado apenas significa nada sin el ser humano, o personaje, capaz de crearlo por creer en lo que simboliza: el bien. El último milagro de Benina es la alegría que resplandece en su última y voluntaria pobreza.




Almudena

El personaje Almudena desempeña una función en cierto modo complementaria de la que he observado en Benina. No puedo exponer con detalle la complejidad de esta figura, pero me parece preciso, cuando menos, decir algo que se relacione con el problema de que estoy tratando. Que Almudena sea un personaje misterioso y que su presencia plantee problemas difíciles de resolver es evidente por cómo los mejores críticos se han afanado estudiándolo9. El mendigo hebreo es el primer gran creyente en el milagro y desde el comienzo le vemos tratando de persuadir a Benina de que, si quiere, «todos los dinerales de don Carlos podrán ser de ella» (p. 1908). Es en ese punto cuando el narrador revela la naturaleza «algo supersticiosa» y crédula de la protagonista y su esperanza de que algún día verá realizarse un milagro que reputa posible, y, dada la situación de pobreza, necesario.

El diálogo que sigue es seguramente uno de los más sugestivos que Galdós escribió. En él expone Almudena su creencia en Samdai, «el rey de baixo terra», que no por ello es el diablo sino un «rey bunito», que ha de ser invocado a medianoche, en un ritual de clara estirpe mágica, utilizando un caudal, una olla de barro con siete agujeros y un palo de laurel. Las operaciones que Almudena indica, unidas a cierta fórmula encantatoria, han de dar como resultado la aparición del rey Samdai, de quien puede obtenerse la riqueza, sin más que pedírsela.

Es, pues, Almudena quien sugiere a su amiga la posibilidad del milagro, la de que el milagro se produzca: «la pobre Benina se embelesaba oyéndole, y si a pies juntillas no lo creía, se dejaba ganar y seducir de la ingenua poesía del relato, pensando que si aquello no era verdad, debía serlo» (p. 1910). Este creer y no creer es, en definitiva, un dulce consuelo para la pobre mujer, pues le permite abrir las puertas a la esperanza, a una esperanza que se cumplirá de modos casi extraños, aunque menos exóticos, que los propuestos por el imaginativo mendigo.

Las historias de Almudena son de una poesía profunda, de una poesía visionaria que contrasta con el realismo de Benina, pero que parte acaba contagiándola. La relación entre ellos tiene alguna semejanza con la de don Quijote y Sancho. Almudena es uno de esos ciegos galdosianos que pueden ver lo que no ven los videntes normales: «en lo de los mundos misteriosos que se extienden encima y debajo, delante y detrás, fuera y dentro del nuestro, sus ojos veían claro» (p. 1912), y su elocuencia es tal que puede medio persuadir a quienes le escuchan contar cómo Samdai se le apareció (cuando, por cierto, según señala el narrador, se encontraba Almudena bajo los efectos de la droga: el cáñamo índico) y cómo le dio a escoger entre las riquezas y la mujer. Benina es escéptica, como Sancho, pero no tanto que no pueda ir dejándose persuadir de que los delirios del soñador tengan algo de verdad.

Y es lo cierto que Samdai ha cumplido su promesa, pues Almudena encontró a la mujer en quien se resume la perfección de la caridad, y es él, precisamente por ser a la vez ciego y visionario, quien alcanza a ver la belleza de un alma que los demás no aciertan a descubrir, o la descubren tarde, como Juliana, que en la última página de la novela intuye la santidad de Benina y la cree capaz de hacer otro gran milagro devolver la salud a sus hijos, en caso de que la pierdan.

Esta escena es trascendente por varios conceptos, pero sobre todo porque relaciona el «tesoro» espiritual de Almudena: la mujer que puede hacer milagros y vivir en maravillosa paz interior con el tesoro material, la herencia recibida por doña Paca, que no ha traído ni podía traer la felicidad para ella ni para los suyos. Y hay un momento, en el capítulo antepenúltimo, cuando el también delirante Frasquito Ponte, poco antes de morir, revela, como iluminado por la proximidad de la muerte, la suprema verdad sobre Benina. Ella, la caridad encarnada, es el milagro. No lo que hace, sino su existencia misma es el gran milagro que todos debieran ver y que, como acabamos de decir, la misma Juliana acaba por reconocer: «la Nina [-dice el moribundo-] no es de este mundo..., la Nina pertenece al cielo... Vestida de pobre ha pedido limosna para mantenerlas a ustedes y a mí...» (p. 1989). Los dos ancianos, el mendigo ciego y el señorito arruinado, supieron reconocer el verdadero tesoro y el milagro. En su ceguera y en su demencia vieron, respectivamente, la verdad iluminadora y comprendieron la grandeza de un alma cuya hermosura es, en sí, el portento de los portentos.







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