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Misógenos o Atrapados por la vida: El verdugo (2001)

Juan Antonio Ríos Carratalá


Universidad de Alicante



El tema elegido para el presente seminario ha puesto de relieve una circunstancia que me había pasado desapercibida como lector o espectador: la ausencia de un recuerdo diferenciado, nítido, de personajes femeninos relacionados con obras de los inicios del siglo XXI. Al recibir la convocatoria del Seliten@t, inicié un repaso de títulos y autores que resultó infructuoso en dicho sentido. Tal vez por mis propias carencias en una materia de la que no soy especialista o por la dificultad para acceder a determinadas obras recluidas en circuitos minoritarios. Son las posibles excepciones que siempre nos hacen dudar a la hora de las conclusiones. Trabajar sobre lo contemporáneo aumenta el riesgo de lo parcial o incompleto. El recurso a la crítica impresionista o la pura intuición suele ser una mala solución.

A la hora de justificar la ausencia del recuerdo de personajes femeninos, también cabe pensar en otra dificultad: la fijación en un escenario de una realidad tan cambiante como la del papel de la mujer en la actual sociedad española. El riesgo de caer en la anacronía, el tópico o la pura ilusión de haber captado lo fundamental puede llegar a paralizar la iniciativa de los autores teatrales. Tal vez se sientan en desventaja cuando la realidad femenina fluye a gran velocidad por los medios de comunicación, donde la fugacidad a veces se confunde con el cambio. Sería un error, aunque comprensible ante la carga semántica de algunas noticias. Poco antes de escribir estas líneas, he visto en los informativos las imágenes de una ministra de Defensa embarazada. Pasó revista a las tropas, mandó firmes y, por su rostro serio, la imaginé tan pendiente de las contracciones como de una ceremonia hasta hace poco estrictamente masculina. Estoy seguro de que esta noticia podría ser contrarrestada por otras muchas que nos hablan de marginación, violencia de género y machismo, pero su simple existencia resulta un aldabonazo más allá del oportunismo político. También una duda y una perplejidad cuando se pretende recrear ésta u otras imágenes similares como posible motivo en una obra, sea teatral o de cualquier otro género.

Nuestros dramaturgos se enfrentan a un reto bastante más difícil que el superado en su época por Henrik Ibsen, August Strindberg o Benito Pérez Galdós a la hora de concebir una heroína contemporánea que resulte significativa: una mujer con una dimensión simbólica y referencial. La imagen de la realidad, también la femenina, se ha fragmentado hasta formar un rompecabezas donde cuesta encontrar los elementos de semejanza, esa pista común que nos podría conducir a un personaje donde confluyeran distintas realidades particulares inscritas en un tiempo concreto. Tal vez la creación de esa heroína sea un empeño obsoleto, además de imposible en la actualidad. Lo acepto, pero nos queda el derecho a la melancolía por una pérdida que complica nuestro trabajo como historiadores del teatro.

Recuerdo haber visto durante estas últimas temporadas varios personajes femeninos concebidos por dramaturgos contemporáneos. Esas mujeres buscaban trabajo como ejecutivas en una dura competencia repleta de sorpresas para deleite del gran público (El método Grönholm, de Jordi Galcerán). Apenas se distinguían de sus colegas masculinos porque compartían un mismo objetivo. También eran policías capaces de usar el móvil, los paseos de un lado al otro del escenario y la gesticulación como armas eficaces para mantener la tensión de un thriller con aires televisivos (Carnaval, de Jordi Galcerán). Otras padecían el acoso y la violencia de género hasta convertirse en víctimas de escasa proyección dramática más allá de la solidaridad que despiertan (Defensa de dama, de Joaquín Hinojosa e Isabel Carmona)1. Alguna venía del frente ruso durante la II Guerra Mundial para consuelo de dos perdidos vigilantes de un museo deshabitado (El guía del Hermitage, de Herbert Morote). Dos mujeres del sur, madre e hija, nos hablaban desde el escenario de una soledad real, hasta palpable, que ya habíamos conocido en el cine de la mano de un Benito Zambrano en estado de gracia (Solas, adaptación de Antonio Onetti). Incluso las he visto convertidas en tortugas resabiadas para encarnar una metáfora de la capacidad de adaptarse y sobrevivir (La tortuga de Darwin, de Juan Mayorga). Son algunos ejemplos de una dispersión que para cualquier espectador asiduo al teatro puede resultar caótica, sobre todo si los combinamos con las protagonistas de nuestro teatro clásico y los mezclamos con las señoritas Julia, las Nora o las Hedda Gabler que permanecen en unos escenarios donde no estuvieron a su debido tiempo.

Las damas ideadas por Lope, Calderón y otros autores de su época ahora, además de sabias en materias de amor, son también mujeres de ideas avanzadas con un sentido de la independencia que les confiere actualidad. Al menos, así se suele dejar escrito en los programas de mano para tranquilidad del espectador amante de lo políticamente correcto. Conviene consultarlos porque evidencian las supuestas expectativas del público. En estos textos a veces singulares, no se hace hincapié en el objetivo de la dama (el matrimonio convertido en culminación del papel social de la mujer), sino en las armas empleadas (la agudeza y el ingenio) como supuestos antecedentes de otras agudezas con fines más emancipadores. El ingenio lúdico y hasta juguetón de la dama se convierte en ideología de sorprendente actualidad. Una actitud singular de la protagonista para emparejarse pasa a ser una ética imbuida de responsabilidad con respecto a la condición femenina. «Las mujeres ya estaban muy espabiladas en aquella época»; podría ser, en términos coloquiales, el subtítulo de la justificación de alguna puesta en escena de nuestros clásicos. Poco importa que lo anunciado por los directores en los programas de mano no se corresponda con lo recreado en los escenarios. Menos todavía que lo visto, a veces, apenas guarde relación con lo escrito en una etapa cultural e histórica donde algunas cuestiones ni siquiera estaban en el horizonte intelectual de los más avanzados. Por ese camino hasta los dramas de honor pueden tener una lectura acorde con los planteamientos feministas. Algo similar ya se ha dado en una crítica académica más atenta a la actualidad que a la historia.

Los clásicos son moldeables sin necesidad de argumentar con solidez la opción elegida por el director y su equipo. Los autores contemporáneos no andan sobrados de derechos, pero sus antecesores ni siquiera pueden protestar ante unas adaptaciones incapaces de asumir todo lo que representaba el papel de la mujer en aquel teatro, incluido lo políticamente incorrecto. Sus valedores en los medios académicos también sufren la misma tentación actualizadora y revisionista para no quedar todavía más marginados. Y la alternativa, una fidelidad basada en el rigor, sólo ofrece el atractivo de lo bien hecho. Suele ser compatible con el aburrimiento del espectador apenas disimulado por la necesidad de aparentar una respuesta decorosa. Nos abochorna confesarnos a punto de bostezar ante determinadas obras que se supone rescatadas para nuestro disfrute intelectual. La disyuntiva asusta y siempre me recuerda a Fernando Fernán-Gómez cuando justificaba la desatención del público español ante su teatro clásico. El genial actor establecía dos grupos entre los espectadores: el de quienes lo desconocían y por eso lo rechazaban y el de quienes lo conocían y por eso mismo también lo rechazaban. Es una conclusión con su punto de demagogia, lista para ser esgrimida en cualquier tertulia sin pretender sentar cátedra, pero me parece difícil de rebatir a tenor de una experiencia desprejuiciada como espectador. En cualquier caso, siempre invita al debate y me vacuna ante ciertas tentaciones como la de convertir a las heroínas de los corrales de comedias en protofeministas.

En cuanto a las heroínas de aquel teatro nórdico de Ibsen o Strindberg, tan polémico en su momento, se convierten ahora en nuestros escenarios en un jalón que, por lo superado, resulta reconfortante y hasta tranquilizador para el espectador. Reconozco su valor teatral verdaderamente ejemplar. No dudo acerca del atractivo de unos personajes deseados por cualquier primera actriz con ganas de salir a los escenarios vestida de largo. Aportan prestigio y gustan mucho, así como sus frases solemnes dichas con desgarro ante unos interlocutores masculinos que apenas encuentran defensores entre el público culto, el único capaz de asistir a estas representaciones sin desentonar. He participado como espectador en varias de estas ceremonias. Como tales, exhalan el aire de lo previsible y hasta nos reconfortan porque el enemigo a batir sólo amenaza en la ficción, ya no se atreve a salir del escenario para sentarse junto a nosotros. Las acepto como unas lecciones de historia teatral (cada vez más presentes en nuestra cartelera) y una invitación a la reflexión sobre el pasado, pero cuando compro una entrada procuro ser sólo un espectador y apenas me interesan unos conflictos convertidos en materia histórica de improbable actualidad.

Estas representaciones de Ibsen, Strindberg y autores en la misma órbita tampoco constituyen una excepción en una cartelera que, con las lógicas excepciones, revela un carácter reservón. Observo una tendencia a refugiarse en lo seguro y un temor ante la posibilidad de traspasar las fronteras de lo políticamente correcto. También en lo referente al papel de la mujer, siempre contradictorio en tanto que humano y con un protagonismo en el teatro donde el lugar común, aparte de falso, es un comodín empleado por quienes prefieren la proyección de sus deseos en los escenarios a la observación de la realidad. Una actitud lícita para un sector militante en el feminismo, pero aburrida para quienes soslayamos los debates o los conflictos protagonizados sólo por víctimas y verdugos, heroínas y machistas. Son personajes de una sola cara. Demasiado previsibles en sus actos como para provocar mi curiosidad desde un escenario que deseo permeable ante la realidad cotidiana, donde tantas sorpresas y paradojas encontramos todos los días.

El interés por esa realidad me ha llevado a disfrutar con la obra literaria y cinematográfica de Rafael Azcona (Logroño, 1926-Madrid, 2008). Siempre escéptico y nada pretencioso, nunca habló de poéticas ni de cualquier otro concepto con aires de solemnidad, pero sus creaciones son un ejemplo de coherencia basada en la reflexión, aunque sea la tertuliana en torno a una mesa bien surtida. Rafael Azcona disfrutaba con la charla y la amistad mientras argumentaba investido de la aparente ligereza de quien jamás pretende abrumar a su interlocutor. Tuve la oportunidad de escucharle en varias ocasiones y quedé sorprendido al enlazar las mil y una historias que me había contado con la libertad de quien divaga como acto lúdico. Tras esa asombrosa capacidad para captar la paradoja, el contraste y la síntesis de lo más heterogéneo había muchas horas de lectura y una claridad de ideas que sólo un escéptico, rotundo y consciente, puede afirmar. Durante décadas, Rafael Azcona se convirtió en un personaje enigmático, pero para los periodistas y los amantes del lugar común. Cuando ya había superado la barrera de los setenta consideró llegado el momento de recoger parte de lo sembrado. Sus últimos años fueron pródigos en entrevistas donde, entre anécdotas, desgranó las razones de una obra atenta a la realidad más concreta e inmediata. La encontramos como testimonio vivo en muchas de las películas basadas en sus guiones. También en unas excelentes novelas que reescribió durante sus últimos años. Nos hablan del tremendismo cotidiano de la España de finales de los cincuenta y principios de los sesenta, un país a punto de asomarse a la modernidad del desarrollismo sin haber prescindido del absurdo convencionalismo franquista.

Esa época genial de sus novelas y primeras películas culminó con El verdugo (1964), de Luis García Berlanga. Muchos años después, en 1996 y en una conversación entre amigos, surgió la idea de llevar a los escenarios el guión de una película considerada unánimemente como uno de nuestros títulos clásicos. La propuesta fue de José Luis García Sánchez y la materializó Bernardo Sánchez Salas con singular acierto (Sánchez, 2006:467-469). Cuatro años después tuvo lugar el estreno de una adaptación teatral que pronto se convirtió en el mayor éxito de la temporada. Cientos de representaciones durante casi dos años, críticas elogiosas, siete premios Max del 2001 y otros datos positivos justifican la atención que ha merecido este trabajo del Teatro de la Danza dirigido por Luis Olmos.

En un anterior seminario organizado por Seliten@t ya se presentaron dos estudios sobre esta adaptación. M.ª Teresa García-Abad (2002) analizó la versión teatral desde la perspectiva de las relaciones entre el cine y el teatro, mientras que Francisco Ernesto Puertas Moya (2002) se centró en el tema de la pena de muerte recreado por Rafael Azcona y Luis García Berlanga. Yo mismo he estudiado el guión original como posible tragedia grotesca, una clasificación genérica utilizada por quienes han pretendido vincular la película con la tradición teatral española (Ríos Carratalá, 2007). Estos trabajos y los numerosos artículos publicados sobre la versión original y la teatral de El verdugo me eximen de una valoración global. Se trata de una obra conocida y apreciada por la mayoría de los especialistas. Extenderse en el elogio sería, pues, una redundancia.

No obstante, cuando recibí la convocatoria de este seminario recordé la existencia del personaje de Carmen, la hija del veterano verdugo y la esposa de quien debuta en el oficio (Berthier, 1998). Un personaje femenino concebido por unos autores a principios de los sesenta que casi cuarenta años después volvía a cobrar vida, en un escenario y de la mano de un adaptador de otra generación. Enma Penella fue la actriz que con su atractivo de película neorrealista la llevó a las pantallas. Sus formas rotundas y redondeadas seducen a José Luis, el empleado de una funeraria interpretado por Nino Manfredi. En el escenario fueron sustituidas por las más discretas de Luisa Martín, quien supo dar a su personaje otras armas menos explícitas para salvarse de la soltería, la soledad y la marginación.

Las miradas de los espectadores y los críticos se centraron en la interpretación de Juan Echanove, más atribulado y tragicómico, incluso más creíble, que un actor italiano dispuesto a sustituir a José Luis López Vázquez por imperativos del régimen de coproducción de la película. Luis García Berlanga y el propio Rafael Azcona lo lamentaron en más de una ocasión. Los elogios para Juan Echanove fueron unánimes en la prensa, pero también se extendieron a Alfred Lucchetti como Amadeo y Luisa Martín, «una actriz que sabe impregnar la naturalidad de una noble ternura, el dolor de una sutil poesía», según Joaquín Aranda (Heraldo de Aragón, 17-III-2000). La intérprete de Carmen fue considerada por algunos críticos como la sorpresa de aquellas representaciones, que siempre se daban con los teatros abarrotados para sorpresa de quienes dudaban de la oportunidad de adaptar una película de la España de blanco y negro, de un país donde los reos piden un bocadillo de sardinas como su última voluntad.

Apenas hemos podido localizar declaraciones de Luisa Martín sobre su interpretación en El verdugo. Siempre se mantuvo en un discreto segundo plano durante las ruedas de prensa, casi como en una prolongación de su papel en el escenario. Sólo en el ABC del 20 de enero de 2000, poco después del estreno, la actriz indica que su personaje «es una mujer muy frágil, joven, con ilusiones y muchos sueños: ha tenido que vivir su vida en soledad porque no tiene madre y con su padre mantiene una comunicación muy limitada. Eso ocurre hoy. Aunque no haya verdugos que apliquen el garrote vil, sí hay gente que sufre». Sus palabras no dejan de ser un lugar común de los tantos que se dan en las presentaciones ante la prensa. Sin embargo, resulta evidente la complejidad de su trabajo para sacar adelante un personaje sin ningún rasgo especial desde que aparece en escena planchando ropa. Una mujer «normal hasta la exasperación y la impotencia artística», como señalara Juan Carlos Olivares (ABC, 29-I-2000). Nada más difícil que transmitir el posible atractivo de la vulgaridad y arrancar, además, un sentido aplauso del espectador. Luisa Martín lo consiguió en cada representación y su Carmen se quedó en mi recuerdo de espectador como un modelo femenino de gran interés.

La abundante bibliografía sobre Luis García Berlanga y Rafael Azcona siempre incluye algún comentario acerca de la misoginia de unos cineastas que colaboraron durante un período fructífero. Cuando se ha planteado esta cuestión al director, sus respuestas han resultado tan subjetivas como caprichosas, aunque nunca exentas de ingenio. Conviene ser precavido y mantener una cierta distancia crítica para dudar de su literalidad. Las respuestas del guionista solían ser más parcas y rotundas a la hora de negar un rasgo convertido en sinónimo de lo rechazable: «En cuanto a la misoginia, debe estar fundada en algunos de los tipos de mujer que aparecen en los films que he escrito, tipos que en mi opinión estaban ahí y así los había creado la sociedad», declaró a Casimiro Torreiro y Esteve Riambau (2000:20). Rafael Azcona siempre nos recordaba que su fuente de inspiración era una realidad concreta e inmediata. También en el tema de los personajes femeninos, que veía desde una óptica masculina asumida casi como una obviedad. «Ni he ejercido de misógino, ni me siento misógino. Yo lo que digo es que de las mujeres sé muy pocas cosas y las que sé me las han enseñado los hombres, empezando por el que queráis, Tolstoi, por ejemplo, y acabando por el que os apetezca, Galdós, si os va bien» (Harguindey, 1998:121).

Rafael Azcona nunca pretendió aparecer como un autor políticamente correcto en sus declaraciones. Era sincero, incluso cuando aducía el testimonio de unos clásicos que conocía como pocos. Y para redondear su contestación con la lógica a ras de suelo que le caracterizaba, afirma lo siguiente: «A mí lo que me pasa es que no entiendo a las mujeres y ya está. Yo no entiendo el chino: ¿se va a colegir de eso que yo creo que los chinos son inferiores o que los odio?» (ibid.). Evidentemente, no. Por la misma razón, debemos ser prudentes a la hora de hablar de la misoginia de un autor que confiesa ver la mujer desde la perspectiva de sus protagonistas masculinos, desde una condición que sabe limitada o parcial, pero también honesta porque es aquella que conoce de primera mano. Este requisito resulta fundamental en la obra de un autor con una clara vocación realista, deudor de una observación atenta como fuente de todas sus creaciones.

El personaje de Carmen podría ser considerado como un ejemplo de la supuesta misoginia de sus creadores. Sus rasgos apenas varían en la adaptación teatral: parece algo más joven2 y menos desengañada de la vida, pero en lo fundamental se mantiene. Por lo tanto, Bernardo Sánchez Salas también es responsable de un perfil que imagino del desagrado de algunas feministas dispuestas a confundir el deseo con la realidad. La hija del verdugo es una mujer casadera, pero amenazada por una soledad derivada de la marginación que sufre a causa del oficio paterno: «Los hombres siempre acaban preguntándome por mi padre. Y, en cuanto se enteran de que soy hija del verdugo, me dejan» (esc. IV), confiesa en un momento de desánimo. La casual irrupción en su casa de José Luis, otro solitario marginado, se convierte en la única oportunidad de dar esquinazo a un futuro dramático como solterona.

La confluencia de intereses personales, y también de egoísmos, va a facilitar una salida matrimonial para Carmen. Amadeo, el verdugo a punto de jubilarse, teme que su hija se marche como hiciera su esposa3 y quiere colocarla con «un hombre de provecho» (esc. IV) para pasar tranquilo la vejez en una vivienda de protección oficial. Su objetivo queda patente desde el principio. Nada más conocer al empleado de la funeraria, le informa de que Carmen «es muy limpia» y cose (esc. IV). La presenta como una mujer honesta y hacendosa lista para ser colocada. «Una joya, José Luis, se lo digo yo», afirma el verdugo en la misma escena como conocedor de un producto que necesita exponer en el mercado matrimonial.

Carmen responde a estas expectativas y también sabe exhibirse en el escaparate porque le interesa. Ella pretende irse a Francia para trabajar como costurera o portera. Incluso practica el francés en la versión teatral a semejanza de lo hecho, con insistencia machacona, por la hija que interpretara Chus Lampeavre en El cochecito (1961), de Luis García Berlanga. Son deseos propios de la época y de su condición de mujer que aspira a vivir en una casa con teléfono, sinónimo de un progreso acorde con la España de entonces. No obstante, su verdadero objetivo es el casamiento y ve en José Luis una oportunidad ideal para el matrimonio. Carmen se deja admirar con calculada coquetería, se convierte voluntariamente en un objeto del deseo que pronto lleva al empleado de la funeraria a un compromiso ineludible. La pareja ha sido sorprendida en la cama, Amadeo recurre al cinismo para lamentar esta falta de respeto a su autoridad y, ante el posible escándalo, Carmen le responde de manera rotunda: «A mí qué me importa lo que piensen los vecinos. ¡Se han pasado toda la vida criticándonos! Además, padre, en cuanto me descuide me muero soltera» (esc. VI). Su sinceridad despeja cualquier duda acerca de sus intenciones.

Mujer soltera con amante... No va a ocurrir semejante desgracia porque todos los intereses particulares confluyen en la futura boda. El verdugo está más interesado en colocar a su hija que en un honor algo grotesco en su caso, ella hace todo lo posible para manifestar una voluntad casadera porque no habrá otra oportunidad y José Luis, aunque todavía piense en un futuro en Alemania como mecánico, también se deja seducir. El empleado de la funeraria dice sí a una boda que arrastra múltiples consecuencias. Como señala Juan Echanove al hablar de su personaje, «Nuestra vida empieza a complicarse en el mismo momento en que nos vemos obligados a pactar con nuestro entorno, cuando decimos que sí a algo que, en el fondo, no queremos» (El Correo Español, 21-I-2001)4. José Luis ha iniciado, sin saberlo, el camino que le llevará a ser verdugo. Se cree enamorado de una solícita Carmen, pero en realidad empieza a estar atrapado por la vida como tantos otros personajes creados por Rafael Azcona (Frugone, 1987). La compañía, el consuelo y el confort tienen su precio.

Carmen ha alcanzado su objetivo y es una mujer satisfecha porque, además, pronto tendrá un hijo. Asume como un mal menor una boda de pobres, cuya grotesca ceremonia es recreada con singular tino tanto en la película como en la versión teatral. No parecen importarle estas y otras penurias porque ha dejado atrás la amenaza de la soltería. La esposa pronto se comporta con los ánimos habituales en cualquier propietaria de un piso, aunque esté en construcción y su adjudicación pase por un trámite imprevisto: José Luis tiene que convertirse en verdugo para acceder a la vivienda de protección oficial. Carmen actúa entonces con habilidad. Sin imponer sus condiciones aparentemente, juega sus bazas (el sexo, el confort, la estabilidad...) para terminar de convencer a un marido que todavía cree estar a tiempo de arrepentirse. Amadeo le recuerda que «Nadie regala nada, pero a cambio serás un funcionario considerado, con tu piso propio, tu familia. Ya te harás al puesto» (esc. X). Su compañero Álvarez, un solterón algo cínico, también le empuja en la misma dirección: «Si te haces funcionario, tendrás mutualidades, seguros sociales, montepíos y hasta te darán puntos por el niño» (esc. X). Una bicoca a la que se añade el «nidito de protección oficial» para terminar de vencer la resistencia de José Luis. Siempre le queda la teórica posibilidad de decir no y presentar la dimisión, pero todo le empuja a permanecer atrapado por la vida sin necesidad de ser una víctima, como tampoco es un verdugo su esposa. No hay una relación maniquea en la pareja. Hablemos de intereses mutuos y no de responsabilidades éticas, nos vienen a decir los autores de una obra donde no se abordan sentimientos como el amor o éste aparece reflejado con la imagen de lo grotesco (Larraz, 1999). El propio Rafael Azcona también fue escéptico y lúcido en este sentido. Afirmó en repetidas ocasiones que desconfiaba del amor como sentimiento, porque le parecía que era «una cosa muy pasajera, efímera, que alcanza cotas elevadísimas en determinados momentos y luego se acaba y no queda nada. No produce más que amargura y rencor cuando se pretende consagrar, perpetuar, o hacer de él un sistema de vida» (Harguindey, 1998:93). La relación entre José Luis y Carmen no está basada en el amor, sino en el acomodamiento. Tal vez por esa misma razón sea más sólida. Podemos imaginar que el verdugo permanecerá atrapado por la vida, aunque reniegue de su condición cuando debuta en tan trágico menester.

Las mejores creaciones literarias y cinematográficas de Rafael Azcona nos presentan personajes que no avanzan por la vida, sino que se desgastan, se dejan vencer, se pierden en la amargura; en definitiva, se pliegan a sus intereses porque necesitan sobrevivir, aunque sea con la mediocridad de lo cotidiano. En ese contexto resulta inadecuado hablar de víctimas y verdugos, también en las relaciones entre el hombre y la mujer o en la supuesta guerra de sexos. Carmen ha sido calificada como «castradora» (Frugone, 1987:78). Me parece excesivo, pero en la misma línea habría razones para considerarla castrada cuando la conocemos como soltera. Vive sola junto con un padre al que debe cuidar, no ha recibido una educación más allá de sus obligaciones domésticas, permanece enclaustrada en una pobre vivienda, carece de cualquier otra alternativa que no sea la vía de escape del matrimonio y, lógicamente, se agarra a ella como si fuera un clavo ardiendo. Carmen es egoísta, tentadora y manipuladora porque intenta sobrevivir con un mínimo de confort, pero José Luis no le va a la zaga en un empeño que le conduce a un enfrentamiento con sus tambaleantes convicciones. Tanto en la película como en la versión teatral no hay una guerra de sexos, sino una muestra de la fragilidad humana y de las servidumbres que nos impone el duro ejercicio de vivir.

Carmen ha existido y, por desgracia, todavía está entre nosotros. Al igual que José Luis, aunque su conversión en verdugo ya sólo sea metafórica. Esta mujer tentadora y manipuladora no conduce a la perdición a una víctima masculina para ejemplificar una misoginia capaz de provocar el rechazo del espectador. Rafael Azcona, Luis García Berlanga y Bernardo Sánchez Salas ven a Carmen desde una óptica masculina compartida con el protagonista, pero la comprenden porque no parten de conceptos abstractos o apriorísticos, no intentan demostrar nada con las diferentes versiones de una obra porosa ante la realidad. Pablo Ley, en su reseña de El verdugo, señalaba que «hay en nuestro país poca literatura dramática que haya sondeado la realidad española de una manera más lúcida» (El País, 28-I-2000). Comparto esta opinión y, desde luego, la considero incompatible con el prejuicio que supondría una supuesta misoginia de los autores. Todavía más absurdo es hablar de la misma cuando conocemos películas de Luis García Berlanga y Rafael Azcona que reflejan el machismo de aquella España del franquismo. Si tenemos dudas al respecto, también conviene leer Los europeos (1960), una novela feroz de Rafael Azcona donde esa actitud se solapa con la insoportable mediocridad de una época retratada con la lucidez de quien observa sin las anteojeras de los prejuicios o las ideologías, de quien intenta comprender sin demostrar nada.

Por lo tanto, me parece absurdo hablar de misoginia cuando nos enfrentamos a unos personajes femeninos atrapados por la vida al igual que los masculinos. Carmen no es un modelo abstracto. Tampoco una caricatura, aunque sus rasgos básicos se reiteren en otras creaciones de Rafael Azcona. El comportamiento de su protagonista es comprensible e identificable para quienes hemos vivido en aquella España, tan alejada de los parámetros actuales en lo referente al papel social de la mujer. Reencontrarnos con ella gracias a la adaptación teatral de Bernardo Sánchez Salas es una oportunidad de comprender el punto de partida de una evolución de la que Rafael Azcona no sólo fue testigo, sino también admirador. En una tertulia de sobremesa junto a Manuel Vicent y Ángel S. Harguindey, el guionista explicaba que «durante años y años, hasta algo tan personal e intransferible como la sexualidad femenina nos la han explicado los hombres. ¿Y qué sabían ellos de eso?» (1998:110). La respuesta es negativa. El propio Rafael Azcona nunca escribió acerca de lo que ignoraba, aun a riesgo de perder ventajosos contratos. Conocía sus limitaciones y era honesto con ellas como pocos en una actividad donde casi nadie reconoce lo reducido de sus parcelas de sabiduría. El guionista se alegraba, además, de que la situación fuera cambiando «porque la mujer de hoy se está haciendo su propio lenguaje». Incluso leyó algún libro sobre el tema cuando intentaba comprender la deriva feminista de Marco Ferreri. Termina Rafael Azcona su reflexión con una divertida observación de su amigo José Luis García Sánchez, quien afirmaba «que hay más diferencia entre la mentalidad de nuestras abuelas y nuestras nietas que la que pueda haber entre las ideas de Newton y las de Einstein» (Harguindey, 1998:110). Rafael Azcona compartía los principios de la teoría de la relatividad en materia feminista, pero las mujeres de su época ni siquiera habrían desafiado a la autoridad inquisidora poniendo en duda la centralidad de nuestro planeta con respecto al sol. Así las reflejó porque así las observó, sin los afeites que a tantos bienintencionados autores de la etapa franquista llevaron por los caminos donde se confunde la realidad con el deseo.

Carmen, a principios del siglo XXI, todavía interesa porque concreta un modelo femenino en regresión, pero con capacidad para adaptarse a una modernidad cuya capa más externa a menudo se revela frágil. También José Luis sigue entre nosotros, aunque para conseguir sacar adelante una hipoteca trabaje en otros menesteres menos tremendistas. Ambos son unos atrapados por la vida que nos hablan de la claudicación en lo cotidiano. Coincido con Juan Carlos Olivares cuando señala que El verdugo es «un relato descarnado de la realidad más triste, la que casi nunca merece ni una línea de arte porque habla de hipotecas, pequeñas deudas de fin de mes y de achaques corrientes. Tragedias cotidianas, la mediocridad en estado puro» (ABC, 29-I-2000). En ese contexto, debatir sobre la misoginia de los autores me parece una frivolidad. El concepto ni siquiera es pertinente ante la abrumadora presencia de las circunstancias que determinan la realidad.

Algunos sectores de una crítica feminista poco informada o tendenciosa suelen subrayar hasta la caricatura algún detalle de las obras comentadas. Otras veces descontextualizan determinadas actitudes o comportamientos de los personajes, atribuyendo supuestas intenciones a los autores o deduciendo conclusiones sólo ajustadas a los presupuestos de quienes las sustentan. El mejor antídoto contra esta crítica es el conocimiento a fondo de la obra y su contexto, sobre todo cuando hay una vocación realista tan evidente como es en el caso de El verdugo. Rafael Azcona me explicó en más de una ocasión hasta qué punto se basó en referentes concretos para sus personajes y sus tramas. Luis García Berlanga, más dado a lo fantasioso, se plegó a esta exigencia en las películas donde colaboraron. Y Bernardo Sánchez Salas, aunque introduce algunos cambios en su adaptación teatral, lo hace desde la fidelidad a un principio básico para comprender una obra como El verdugo. De ahí lo absurdo de un comentario como el de la periodista Rosana Torres cuando afirma que «en un gesto de auténtico progresismo esta compañía asume la cuota femenina y la persona condenada a muerte es una mujer» (El País, 16-I-2000). Baste recordar el caso real que estuvo en el origen de la película: el ajusticiamiento de la cocinera Pilar Pradas en la Valencia de 1959. Luis García Berlanga supo de él gracias al relato de un amigo que lo presenció. El final de aquella mujer y el desmoronamiento de su verdugo quedaron grabados en su memoria hasta plasmarlos en la patética última escena de su película (Cañeque y Grau, 1993:52). Por lo tanto, si Bernardo Sánchez Salas en su versión hace que la persona ajusticiada sea una mujer no es por un «gesto de auténtico progresismo» o por una supuesta cuota. La razón resulta tan simple como propia de una realidad histórica que conviene conocer y documentar para evitar errores de apreciación sólo comprensibles en quienes escriben deprisa. También para desechar el comodín de una imaginaria misoginia de los autores. Carmen no es el fruto de una aversión u odio a las mujeres, sino de la observación de una realidad social donde convivía con otros atrapados por la vida. La hija y esposa de verdugos pertenece a nuestra historia inmediata, la de aquellas abuelas que de jóvenes nunca pudieron imaginar una evolución como la actual en el papel de la mujer. Y si a Newton no le pedimos que anuncie las teorías de Einstein de acuerdo con el citado símil de José Luis García Sánchez, en este caso tampoco podemos plantear el debate en torno a un concepto como el de la misoginia. Hablemos de una realidad española sondeada con lucidez por Rafael Azcona y Luis García Berlanga. El clamoroso éxito de la versión teatral, muy superior en espectadores al obtenido en su época por la masacrada película, demuestra que todavía nos puede interesar.






ArribaReferencias bibliográficas

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