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ArribaAbajo- IX -

La evasión


«Volví en mi acuerdo rociado con agua y vinagre, y me encontré en una cama no muy mullida, pero cama verdadera; un grupo de dos o tres personas la rodeaba.

El carcelero tuerto me presentaba una taza de caldo caliente, que me hizo beber; sus modales ya eran distintos: me trataba con consideración. Cerré los ojos y sentí que alguien alzaba la manta que me cubría y registraba mi cuerpo desnudo bajo los andrajos inmundos, contaminados, mi única vestidura. Después supe que buscaban la curiosa señal que llevo en el muslo... bien sabes, Teresa, aquella que en mi niñez se llamaba el signo del Espíritu Santo. Una voz, cuyo acento no olvidaré nunca, exclamó:

-¡Es él, es él! ¡Él mismo! ¡Bendito sea Dios!

Unos brazos me rodearon, unos labios cubrieron de besos mis manos esqueletadas, sentí la efusión de un cariño loco... ¡Oh Dios mío! ¡Lo permitíais al cabo! ¡Había terminado mi suplicio, mi soledad; había resucitado de entre los muertos!

Otra voz -la del gobernante de la fortaleza, según averigüé luego- dijo afablemente:

-Le dejo a usted con el prisionero. Descuide usted, desde hoy será atendido; nada le faltará. Que lo sepa la señora...

Creí escuchar pasos que se alejaban; mis párpados se abrieron lentamente; la luz los calcinaba aún, pero ya su benéfica acción se dejaba sentir en mí; en mis venas se deshelaba la sangre. Un hombre se encontraba de pie ante mi cama. Al notar que yo recobraba el conocimiento se arrodilló, y con acento trémulo murmuró a mi oído:

-¡Por fin! ¡Alabado sea el misericordioso Corazón de Jesús! ¡Monseñor... ánimo... ánimo...!

Como si un deslumbramiento repentino volviese a cegar mis débiles pupilas advertí que tenía a mis pies, casi en mis brazos, a mi leal, a mi amado Eugenio Montmorín. Entonces, dilatado por vez primera mi corazón después de tanto tiempo, prorrumpí en sollozos, me deshice en llanto, estreché a mi amigo, dije mil locuras.

Cuando pudimos explicarnos, pronunció Montmorín:

-Ante todo, monseñor...

-No me llames así -contesté afectuosamente-; ni es prudente, ni es racional. Yo soy un pobrecillo abandonado de todos, menos de ti; yo soy el último, el más infeliz de los hombres. Quiero arrancarme esta fatal personalidad de ilustre y de grande que me hace mártir; anhelo ser pueblo, ser cualquiera. Llámame Carlos no más, y háblame de . ¡Si es preciso, te lo mando!

-Pues bien, Carlos... -articuló trabajosamente Eugenio- hace cuatro años que te busco.

-¡Cuatro años! -exclamé espantado-. ¡Cuatro años he pasado en el agujero negro!

Y como si el conocimiento del tiempo transcurrido fuese nueva y más cruel desventura, se renovaron mis lágrimas: lloré los años de juventud; lloré la cólera del destino cebada en mí; lloré mi suerte, y pedí cuentas una vez más al Poder incomprensible que desde lo alto se complacía en anonadarme.

Así que mi convulsiva agitación se apaciguó algo, prosiguió Montmorín:

-No existía rastro de ti. Por ninguna parte se podía encontrar tu huella. Te creí muerto; había muerto María también... y comprendí que ni tenía objeto ni finalidad mi vida. Quise reunirme con vosotros y me alisté en el ejército del Corso. Le prefería a tu tío, el fratricida. Me he batido, anhelando sucumbir, y sin lograrlo. Poco después de la conspiración de Cadoudal -ya te la referiré- y de la trágica muerte del duque de Enghien, fusilado en este foso, resolví dejar el servicio; aunque no había conspirado, aborrecía al verdugo del joven príncipe, a su gloria manchada de sangre; pero cuando iba a realizar mi propósito, la criolla, tu constante protectora, me llamó a su palacio y me dijo que sospechaba que aún vivías, sepultado en una mazmorra de Vincennes, y que apelaba a mí para que te descubriese. La mano de la criolla ha apartado todos los obstáculos y me ha conducido hasta ti.

Antes de darme estas explicaciones, Eugenio se había cerciorado de que nadie nos escuchaba.

-Bendiga Dios a la criolla -murmuré.

-No, Carlos -pronunció Montmorín-, no malgastes el agradecimiento. La criolla hoy mira a su interés. Siente pesar sobre sí la amenaza del destino. No sería imposible que su señor, que es al mismo tiempo el amo del mundo, la relegase a un rincón, repudiada y desdeñada, en pena de no haberle dado su cesión directa para este fastuoso y babilónico imperio, que un día se desmoronará de golpe -todos lo presienten-. La criolla ve en ti un arma terrible que, en el momento oportuno, puede servirla para defensa y ofensa. Es una trama perfectamente concertada. El Corso se ha olvidado de tu existencia; jamás conoció entera tu historia; no tiene tiempo, en medio de sus vertiginosas conquistas, de pensar en ti. Tu nombre, si es que lo supieron al encarcelarte, ha sido borrado: aquí no fuiste sino el número 86. La criolla pudo sin temor valerse de la policía para encontrarte y justificar su interés por ti, diciendo que eres sobrino de un antiguo amigo suyo de la Martinica. No ha obtenido tu libertad, porque desea tenerte a mano para servirse de ti, pero yo prepararé tu evasión así que recobres fuerzas; en tu estado actual, nada puede intentarse.

Aquel mismo día, entre Montmorín y Armanda, la hija del carcelero tuerto, piadosa criatura a quien tanto debí, procedieron a restaurarme, a borrar las huellas de mi suplicio. Aseado y vestido de limpio, con comida abundante y sana, que me otorgaban por disposición de la criolla, deseosa de que nada me saltase, empecé a recobrarme rápidamente; a mi edad es increíble la fuerza y vigor que guarda el organismo para resistir los destrozos de las influencias más nocivas. Me cortó Montmorín el cabello y la barba, y al mirarme por primera vez a un espejo vi que de la atroz operación realizada para desfigurarme no quedaban más huellas que unas señales o picaduras semejantes a las de la viruela, y que según desaparecía mi extremado enflaquecimiento y recobraba carnes apenas se notaban. Supe después que la misma barbarie de mis enemigos en esto había frustrado sus propósitos: al privarme de la luz, me habían evitado el agente que podría convertir mis pústulas en indelebles cicatrices.

Yo renacía: Armanda, encargada de servirme, me cuidaba tiernamente; se complacía en verme volver a la vida, como planta pisoteada que se rocía y riega. Y no tardé mucho en sentirme lozanear, con todas las energías naturales en mis años. La sangre pura de la casa de Austria y Lorena, que corre por mis venas, me ha permitido luchar siempre contra circunstancias mortíferas para cualquiera, y Montmorín -que por cautela no había venido a verme sino dos veces-, al hallarme sólido, animoso, con la cabeza firme y las piernas robustas, me inspiró lo que debía hacer para evadirme de la fortaleza sin riesgo de la vida. Mi nueva prisión era un aposento del segundo piso de una de las cuatro torres que guarnecen y defienden el histórico castillo. Las ventanas, que caían al baluarte, muy cerca del puente, no se encontraban a gran altura; una vez limada la reja, no era obra de romanos descolgarse y llegar sano y salvo al puentecillo de tablas arrojado sobre el foso y del cual se servían los soldados (por una corruptela que el gobernador toleraba), a fin de salir fuera sin necesidad de bajar el rastrillo ni el puente. No existiendo este frágil camino de madera, sería incomprensible mi evasión; pero con él presentábase fácil y segura, teniendo cuidado de elegir la hora de la noche en que nadie aprovechaba la pasarela. Así que me descolgase a él y lo cruzase, me encontraría en el baluarte y en la linde de la inmensa selva, donde Montmorín me esperaría con dos caballos ensillados.

En mi poder se encontraba ya la lima inglesa para atacar los hierros de la reja, garfios, cuerdas, un puñal. Lo ocultaba todo en mi cama de noche y sobre mi cuerpo de día. Contaba ansiosamente los que habían de transcurrir hasta el señalado para la fuga, y poco a poco, a la vez que ensayaba mis fuerzas ejercitándome dentro de la prisión en hacer movimientos gimnásticos, limaba cada noche un hierro de la ventana. Mi temor -un temor que adquiría las proporciones de vértigo- era que Armanda, mi actual guardiana, tan dulce y solícita como era duro y brutalmente indiferente su padre, se diese cuenta de la clase de labor que yo estaba realizando, viese las cuerdas, viese algo que infundiese alarma y me delatase. A fin de ganar su voluntad, traté de insinuarme con dulzura; la hablé galantemente, la manifesté lo que más lisonjea a la mujer -la impresión causada por su presencia, por su belleza-. Al hacerlo, noté que realmente Armanda era graciosa y ejercía seducción. Sus cabellos, rojos como los de su padre, parecían seda con reflejos de cobre; su tez, blanca y fina, era raso brillante; sus labios las mitades de una guinda, que ocultaban los trozos de hielo de la dentadura. La savia de la juventud fermentaba en mí; el fingimiento era casi verdad, y cuando advertí que Armanda correspondía, turbada y conmovida, a mis halagos, me contagié y llegué a sentir tener que dejar allí por siempre a un corazón que para mí se había ablandado, un espíritu que al mío respondía. Sé, Teresa, que tu austera virtud, rígida y puritana, no comprende los desfallecimientos del corazón. Pero tus sufrimientos no pueden equipararse a los míos; yo he tenido que sentir más que tú, infinitamente; el precio del cariño, el valor de la gota de agua que refresca los labios y apaga la calentura. Mi sensibilidad es enfermiza: necesito querer y ser querido. Me hace falta un seno donde reposar la frente. ¡Aquella pobre hija del carcelero me amó por la piedad femenina, sentimiento sublime, créelo, Teresa: me amó desde que me vio escuálido, moribundo, con el pelo hasta los hombros, arrancado del agujero negro donde me pudría! Y al observar en mis caricias tristeza, díjome en tono divinamente compasivo: ‘Sé que tratas de evadirte. Yo te ayudaré; confía en mí. Antes me matarían que revelar tu secreto’.

Desde aquel instante tuve un auxiliar y un cómplice y di por segura la fuga. La misma Armanda acabó de limar algunos barrotes; me trajo más cuerda, ganchos fuertes; me provistó de cuanto necesitase. El último día, el concertado con Montmorín, no acertaba a separarse de mí la carcelerita. Una y otra vez me abrazaba, y cuando la pregunté: ‘¿Serás perseguida a causa de mi evasión?’, contestó echando atrás la cabeza con desprecio y arrojo: ‘Así me maten. Cuando el cañón anuncie que escapaste, metería un cuerpo a través de la puerta para retrasar un instante a tus perseguidores’.

No pude convencerla de que se fuese antes de la hora de descolgarme por la ventana. Quería presenciar y ayudarme, si cabía. Oyose a media noche la señal de Montmorín, el grito del mochuelo, y ella fijó el gancho, ella se encargó de darme cuerda. Mojado el rostro por sus lágrimas empecé a descender por el muro, que me rozaba con sus asperezas las manos, y llegué felizmente al pie de la poterna, descansando en el camino de tablones. Desde allí hice una señal de despedida a Armanda y creí escuchar que murmuraba un adiós muy hondo y bajo. Fuera ya del baluarte, eché a correr como un loco. ¡La libertad! ¡Palabra que es trasunto del cielo! Y al encontrarme en la linde del bosque, al oír la voz de Montmorín, al saltar sobre el caballo que me aguardaba, loco de veras creí volverme. Salieron a galope nuestras monturas; el viento azotó mi rostro; en mi corazón se desbordó el reconocimiento».




ArribaAbajo- X -

El pasaporte


Aquí llegaba de su lectura Renato, cuando tosió reiteradamente: sentía un cosquilleo ligero en la garganta y en las fosas nasales y picor en los ojos. Miró por instinto hacia la chimenea: ardía perfectamente; a las ventanas: estaban cerradas; no se advertía nada anormal. Creyó que aquella impresión singular era la emoción producida por la lectura, que ya dos o tres veces le había hecho detenerse sofocado y presa de un vértigo de horror y compasión. A pesar de la profunda simpatía que el autor del manuscrito le inspiraba, sus dudas no se habían disipado del todo; el manuscrito le parecía a veces patética novela, obra de un hombre que soñando y sugestionándose a sí propio había llegado a creerse de buena fe héroe real y efectivo de cuanto refería. ¡Era aquel caso tan extraordinario!

Al ocurrírsele estas incertidumbres, volviose hacia la maleta donde había encerrado el cofrecillo de los papeles.

-Ahí -pensó- está la solución del enigma. Los documentos son lo único que puede demostrar si este hombre es un orate, un visionario, un falsario o un mártir como no han existido dos en el mundo. No tengo aún derecho para registrar el cofrecillo: depósito sagrado, mi misión se reduce a custodiarlo. Pero cuando el caso llegue, en mi mano está la prueba...

Y tranquilizado por esta reflexión continuó leyendo, no sin haber entreabierto la ventana para que el aire disipase la sofocación. La página donde reanudó la lectura decía así:

«Cuando he podido calcular el tiempo que he estado preso en mi vida, he visto que fueron diez y siete años de cautiverio más o menos riguroso, pues aun después de mi primer evasión en el féretro encontrábame recluso sin poder mostrarme entre las gentes. Así es que, tan pronto como refrenamos el galope de nuestros caballos para buscar el sendero que debía conducirnos a una choza de leñador desierta, preparada a fin de que en ella pasáramos la noche, dije a Montmorín:

-Amigo mío, hermano... voy a pedirte el favor supremo. Llévame a un país donde sea yo como los demás hombres que no han cometido delito alguno y viven libres. Llévame adonde pueda salir, entrar, ver el sol, saborear la existencia. Es lo único a que aspiro. Llévame adonde pierda mi nombre fatal y me convierta en otro; otro completamente diverso, en quien nadie pueda reconocer al último retoño del árbol secular y magnífico. ¿Lo harás, Montmorín? Olvida las quimeras de la esperanza política; no sueñes luchas ni reivindicaciones imposibles. No te pido sino un poco de vida; unas horas que sean mías y en que la pesadilla del calabozo no oprima mi pecho. Prométeme que saldremos de Francia.

-Lo prometo -respondió el leal Eugenio estrechándome entre sus brazos.

Dormimos en la cabaña a pierna suelta, y al otro día, emprendimos el camino de la frontera sin ser perseguidos y viajamos a pie humildemente. Montmorín se había provisto de pasaportes, y sin dificultad la atravesamos encontrándonos en Prusia. Mis pulmones se dilataban. ¡Por fin! ¡Ilusiones nuevas! Ya verás en qué pararon.

En la primer aldeíta prusiana donde hicimos noche nos detuvimos en un mesón, rendidos, pues habíamos forzado las jornadas. Principiábamos a conciliar el sueño cuando nos despertó el golpe de las culatas y las voces y juramentos de la tropa. Un oficial penetró en nuestro camaranchón y nos dijo que tenía orden de arrestarnos como a espías. Indignados, pero no pudiendo resistir, le seguimos, e incorporados al cuerpo de ejército que en la frontera combatía a las órdenes del duque de Brunswick, corrimos la suerte de aquella pequeña masa de hombres, mandada por el mayor Schill. Poco tardó en verse envuelta por tropas francesas tres veces superiores en número. Considera, Teresa, la ironía de mi suerte. El primer combate que me fue dado presenciar, la vez primera que se desarrolló ante mí el cuadro de la guerra, con todo lo que en él puede excitar el entusiasmo de un alma joven y estremecer sus más íntimas y generosas fibras... yo formaba en las filas de los enemigos de mi patria, y las tropas de mi patria eran las tropas de nuestro enemigo, del que fundó su poder y nuestra ruina sobre el sangriento montón de cabezas de la revolución. ¿Qué hacer? Me avine a mi extraña suerte, o mejor dicho lo rápido de los acontecimientos no me dio tiempo a reflexionar; fui compelido, atacado de golpe y con ímpetu por fuerzas tan superiores en número, que se alzó el instinto natural de la defensa y peleamos. Nos habían cortado la retirada y nos gritaban: ‘No hay cuartel’. Llevaba Montmorín un buen caballo, mientras que a mí me habían dado uno viejo y matalón, que apenas podía conmigo. ‘Cambiemos’, gritó Eugenio, pero no hubo tiempo de realizar el trueque: el enemigo nos cerraba ya con cerco de hierro y fue preciso revolverse, no para salvar la vida, sino para morir matando. Entonces vi a Montmorín, olvidándose por completo de sí mismo, acudir a parar los golpes que a mí se dirigían, colocarse a manera de escudo delante de mí. Con agilidad sorprendente, revolviendo el caballo, metíase entre la tropa y ofrecía su pecho por blanco a las balas, su torso al corte de los sables, para impedir o mejor dicho retrasar mi fin. Las balas me perdonaban todavía; pero una dio en el vientre de mi jaco, atravesándole los intestinos, y el pobre animal, arrojando un caño de sangre, hincó en tierra el cuarto trasero, mientras sus patas delanteras herían el aire agitándose en el vacío. Arrastrome en su caída: mi pie izquierdo quedó sujeto por el estribo, y en vano quise desenredarme; mi montura, en las convulsiones de su agonía, me clavaba contra el suelo. Aprovecháronse los enemigos de esta circunstancia y se precipitaron sobre mí; entonces Montmorín, apeándose para mejor socorrerme, se abrió paso a sablazos y con el arma probó a cortar la correa del estribo que sujetaba mi pie. Al bajarse para realizarlo, un soldado, por detrás, a traición, aprovechándose de que había perdido su chacó y tenía descubierta la noble frente, le descargó un sablazo terrible. Partida la cabeza hasta la masa encefálica, mi amigo, mi hermano, cayó como el buey bajo la maza del carnicero; al tambalearse creí que sus ojos aún me miraban, que sus labios murmuraban el nombre de María. No tuve tiempo de inclinarme sobre él: sentí como si me echasen encima la cúpula de una catedral inmensa; chispas de colores danzaron ante mis ojos; me pareció que la tierra giraba a mi alrededor, y me desplomé sin sentido. Acababa de recibir, en la cabeza también, hacia la nuca, un culatazo descargado a dos manos, con todo el vigor de un granadero francés rabioso y anhelando cubrirse de gloria.

Recobré el sentido en el hospital de sangre. A mi alrededor gemían otros heridos, con heridas atroces, muchos en el estertor de la agonía; a mí no me hacían caso: mi avería carecía de importancia; me lavaron la magulladura con vinagre, me cortaron el pelo y me dejaron en mi camastro a la buena de Dios. Honda debía de ser, sin embargo, la conmoción que había sufrido mi cerebro, porque recuerdo que las gentes que me rodeaban parecíanme colosos, mis dedos se me antojaban largos como troncos de pinos y mis piernas pesadas y enormes cual toneles. Las dimensiones del hospital se me figuraban infinitas, sin límites; acercarme a una de sus paredes, empresa superior a las humanas fuerzas.

Te confieso, Teresa, que al llegar aquí se me renueva una impresión ya muchas veces sentida: la de que mis infortunios son tan continuos, se eslabonan de tal manera, que se hacen monótonos e insufribles; que te costará trabajo leerlos y se fatigará tu espíritu como se fatiga el mío, con inmensa fatiga, al recordarlos. Mi destino carece de ese claro oscuro que hace interesante el relato de una vida humana; experimento la necesidad (como la experimentarás tú) de abreviar y condensar mi historia, encerrando en dos palabras parte de ella y evitando la morosa delectación de enseñar mis llagas. En mi via crucis no ha faltado ni una sola estación dolorosa.

Resumiendo, pues, te diré que en un carro lleno de paja fui trasladado a la fortaleza de Wessel, donde nos hacinaron a los prisioneros de guerra de las tropas del duque de Brunswick y del cuerpo de ejército de Schill, para someternos a una suerte indigna y contraria al derecho de gentes: para enviarnos al presidio de Tolón. En vano alegué que yo era francés, que se me llevaba preso, que no formaba parte del ejército prusiano; no se oyeron mis reclamaciones, ni casi había a quien dirigirlas, ni aun cuando hubiese existido allí una persona que me escuchase érame posible ponerla en antecedentes que acaso hubiesen empeorado mi suerte, al saberse que era yo un reo de Estado escapado de Vincennes. Sin embargo, prefería hasta ser reintegrado en el agujero negro antes que soportar la ignominia del presidio. Como no tenía la facultad de elegir, me resigné a cuanto la voluntad divina, no colmada aún la copa de su ira, quisiese disponer. Las circunstancias de mi vida, obligándome a largo silencio en que no empleé mi lengua patria y familiarizándome con la alemana, quitaban verosimilitud a mi afirmación de ser francés. No hubo pues, recurso, y mis manos, las mías, ¿lo entiendes, Teresa?, se ofrecieron al grillete del forzado»...

Renato, interrumpiendo la lectura, dejó caer la cabeza sobre el pecho. Después de unos instantes de penosa meditación, prosiguió leyendo:

«De prisión en prisión volví a cruzar la tierra francesa. No tenía un céntimo; mis pies sangraban. Más que las miserias físicas me hacía sufrir el recuerdo del leal amigo sacrificado, el único que yo tenía en el mundo. ¡Ah! ¡Por qué no me abandonó a mi destino! Insensible ya a la existencia, a las privaciones, a la vergüenza misma, rodaba como la piedra, coma la hoja que arrebata el viento. Al cruzar pueblos y ciudades, la muchedumbre nos injuriaba; atroces maldiciones resonaban a nuestro alrededor. La naturaleza se rindió; se vio claramente que yo no podía continuar la ruta. La escolta no tuyo otro remedio sino abandonarme desmayado en una aldeíta del camino. Una buena mujer me socorrió con leche. De allí me llevaron al hospital de la ciudad próxima. Un compañero de infortunios, húsar de la escolta de Schill, a quien llamaban Fritz, me invitó a que desertásemos juntos. Así que recobré fuerzas aprovechamos una noche tormentosa y fuimos rompiendo vidrios, saltando al foso y dislocándome yo un pie. El buen Fritz me llevó a hombros hasta que nos vimos en salvo, ocultándonos en un campo de trigo, ensopados en agua hasta el cuello. Diez horas pasamos así, echados en el fango. Nuestro aspecto no era de hombres: parecíamos dos alimañas inmundas. Y atiende a esta revelación, Teresa, tú que restituida por la suerte a las más altas esferas de la sociedad y de la vida no concibes que los miserables tienen a veces necesidades horribles, imperiosas como la fatalidad: aquel día, careciendo de todo recurso, atenaceado por el hambre, tu hermano hizo eso que llamáis robar: entró en un cercado ajeno y se apoderó de los frutos de los árboles, devorándolos. ¡Ah! ¡Si alguna vez por caso imposible llegase yo a sentarme donde la usurpación se sienta, cuán distinto había de ser mi concepto de los hombres y las cosas! ¡Cuán diversa mi concepción moral del mundo!

No teníamos pasaporte. Caminábamos de noche, ocultándonos. ¡Pedíamos -presta oído, Teresa, en las regias estancias donde arrastras tu ropaje de seda, y desde cuyas ventanas miras como desde un Olimpo a la Humanidad-, pedíamos limosna; la mendicidad y el robo son dos medios de vivir que guardan tales afinidades! Pedíamos limosna, implorando, gimiendo; así he vivido más de un mes, recibiendo en una cabaña pan negro y tocino, a la puerta de un castillo una escudilla de sopa, aquí una moneda, allí la mordedura de un perro que nos azuzaban para ahuyentarnos. Huyendo del nuevo peligro de ser cogidos y arcabuceados por desertores, buscábamos otra vez la frontera de Alemania. La alcanzamos por fin, y mi compañero, dejándome en prenda su saco, se echó solo a buscar, como él decía, la vivienda: gallinas, frutas, quesos... Era aquel merodeador una especie de filósofo comunista, y de su boca escuché teorías muy originales y curiosas aplicadas, no a nuestra suerte actual, sino a la de todos los hombres. ‘Hacemos muy en pequeñito -me repetía-, y por necesidad estricta, lo que los reyes, conquistadores y poderosos de la tierra hacen muy en grande y sin necesidad ninguna. Somos, no solamente unos infelices dignos de piedad, sino unos santos, merecedores de recompensa’.

A veces dormíamos en el hueco de los árboles, a veces en el cobertizo de los leñadores. Así atravesamos la tierra de Westfalia. Un día, habiéndose Fritz separado de mí, según costumbre, para mejor ocultarse, fue preso por los célebres caballeros de la cuerda: nueva especie de guardia o gendarmería que llamaban en alemán strickreiter. Un viejo aldeano, al darme la noticia, ofreciome asilo en memoria de su hijo que se encontraba en el ejército sufriendo tal vez penalidades no menores que las nuestras. A tanto llegó su caridad, la caridad ilimitada del pobre, que después de tenerme en su casa varios días para que me repusiera un poco, al despedirme con buenos consejos me entregó unas monedas de plata, amén de pan y salchichas. Volví a lanzarme al mundo sin compañero; llegué a Sajonia, donde ya no eran temibles los strickreiter, y empecé a pensar qué haría de mí. No teniendo donde reposar la cabeza, ni recurso alguno; careciendo de estado civil, perseguido en mi patria, expulsado de ella, rechazado de la vida, resolví lo único que podía resolver: sentar plaza en el ejército prusiano. Era el de una nación en guerra con Francia... ¿pero acaso tenía patria yo? Con este propósito dirigime a Berlín.

Conservaba la mochila de Fritz, depósito del pobre vagabundo. Creí que sólo contenía trapos; pero habiéndola registrado descubrí en ella, bajo los andrajos, cosidos en el forro, mil seis cientos francos en oro, una fortuna. Al mismo tiempo que hice este descubrimiento encontré otro amigo improvisado. Le conocí en la diligencia que se dirigía a Wittenberg; intimamos pronto; se me figuraba haberle visto ya. Al llegar a Treinpretzen, donde debíamos pasan la frontera propiamente dicha del reino de Prusia, comprendió mis apuros y me facilitó su propio pasaporte. ‘Yo no lo necesito -declaró-. A mí no me exigen esa formalidad’. Tenía empaque de hombre acomodado, y a más inteligente; me acompañó en silla de posta hasta Potsdam, y de allí continuamos a Berlín. No sé por qué me parecía que estaba disfrazado, y que era más joven de lo que a primera vista representaba. Desde Wittenberg era imposible reconocer en mí al desertor y al mendigo: vestido decorosamente, limpio, hasta elegante, mis pocos años brillaban en toda su frescura. Y cuando en compañía de mi protector pasé la barrera y entré en la capital de Prusia, cuando vi su magnífica avenida de tilos, sus palacios, sus plazas, sus estatuas, el movimiento de transeúntes y coches en sus principales calles, sentí un minuto de éxtasis, de enajenación profunda; mi cabeza dio vueltas, mi organismo se estremeció... ¡Estaba libre; creía no tener enemigos allí: iba a vivir, a gustar por vez primera el néctar de la existencia, para mí desconocido!

El nombre escrito en el pasaporte que conservaba como oro en paño, este nombre que he llevado y llevo como se lleva una túnica de plomo cerrada hasta el cuello... era el de Guillermo Dorff».




ArribaAbajo- XI -

Dorff


Y continuaba el relato:

«Uno de los hondos arcanos de mi destino es el que se relaciona con la personalidad de aquel Dorff, en cuya piel entré sin casi advertirlo, y que a pesar de verme tan derrotado, tan miserable de aspecto, tan sospechoso; hallándome indocumentado y no pudiendo -al menos así lo creí- suponer quién era yo ni remotamente, me facilitó sitio y lado en su coche, me hizo advertencias, me dio consejos y llegó al extremo de entregarme su propio pasaporte... como si él no lo necesitase, allí donde tanto vigilaba la policía. ¿Qué nuevo misterio encierra este episodio de mi azarosa existencia? Mi homónimo parecía hombre de experiencia y muy ducho; representaba unos cuarenta y pico de años, y sólo dijo de sí llamarse Guillermo Dorff y ser natural de Weimar. ¿Ocultábase bajo apariencias corteses y humanitarias un polizonte? ¿Me seguía la pista, pronto a influir en mí para imponerme un estado civil que me sujetase como una cadena? Si ningún interés le movía, ¿se explica que se despojase de su pasaporte en favor de un desconocido? ¿A qué atribuir la lenidad de la policía permitiendo que el pasaporte de un hombre calvo y de cuarenta años sirviese para mí que tenía veinticinco y el cabello abundante, ensortijado y rubio? ¿Cómo es que, cuando más adelante traté de descubrir en Weimar a mi bienhechor, no sólo no encontré rastro de él, sino que me dijeron que de ningún sujeto de ese apellido constaba que existiese en la ciudad ni en el registro de las parroquias?

Todo esto lo vi después, fui reflexionando acerca de ello poco a poco; pues entonces, en pos de tantos y tan horribles males, lo único que me dominaba era la embriaguez de verme suelto, dueño de mis acciones por primera vez en la vida. ¡Ah!, ¡si hubiese estado en mi mano correr el velo del porvenir, si presintiese mi suerte futura, qué impulsos de morir me acometerían! Pero el velo tupido y dorado de la ilusión, el velo de Maya, envolvía mis ojos, y unos cuantos días -Teresa, asómbrate- viví y fui feliz.

Unos cuantos días, repito, porque mis recursos se agotaban y urgía buscar una solución. La policía vino al Hotel del Águila Negra, donde me alojaba, a enterarse de mis propósitos y si contaba detenerme más tiempo en Berlín. Alegué mi pasaporte entregado a la autoridad cuando entré en la capital: así reconocí aquel documento y acepté la personalidad ajena que había venido a ingerirse en la mía. No me era dado hacer otra cosa; el destino me arrastraba. La policía se conformó, y me entregaron una cédula autorizando mi residencia en Prusia. Quise entonces poner por obra mi resolución de sentar plaza. Pero cuando me dirigí al comandante del regimiento que había elegido, encontré la repulsa más fría: ‘Su Majestad el rey de Prusia -me contestaron- no admite en las filas extranjeros’.

Humillado y desalentado, en el trance de no tener para subsistir, recordé mis únicos estudios y me establecí de relojero. Ahí tienes las señas de mi relojería, Teresa: Schützenstrasse, 52. No me faltaron parroquianos; pude aletear. Pero el corregidor de Berlín, a pretexto de no haberme autorizado, me llamó a su presencia; me dirigió mil preguntas, en un interrogatorio de criminal; averiguó si pensaba establecerme en Berlín y por cuánto tiempo, y me exigió mi partida de bautismo y un certificado de buena conducta de la última residencia. Era gravísimo apuro: ninguno de esos documentos poseía. La vida en las ciudades tiene sus luchas y sus conflictos, diferentes de los que había conocido en la errante y vagabunda. Se parecen en que, para quien se halla en mi situación, las reglas morales y las preocupaciones de corrección y dignidad que rigen la conducta de los seres que se encuentran dentro de la ley son letra muerta, forzosamente, sin que valgan a remediarlo los dictados del honor ni los esfuerzos de la voluntad. Cuando se ve un hombre en las circunstancias en que yo me vi, créelo, Teresa, se olvidan esas leyes convencionales que la inmensa mayoría acata. ¡El honor! El honor es un lujo para ricos y poderosos; el pobre, así como ha de contentarse con un vestido sucio, roto, grasiento, que ha estado sobre el cuerpo de otra persona, ha de avenirse a mil transacciones en ese capítulo del honor y acomodar su vida al molde de la necesidad, diosa de bronce que nos aplasta.

Así, pues -¡oh ilustre Princesa, vástago de la rama real tronchada por el huracán!-, conviene que sepas como yo, tu hermano, tuve que resignarme -¡qué digo resignarme!-, creerme afortunado porque cierta mujer, amiga de aquel Dorff que me había facilitado mi pasaporte, a la cual él me había presentado dándole nombre de hermana, y que no lo era, me salvó no sólo poniéndose al frente de mi casa y administrando con orden y desinterés mis escasísimos recursos, sino sugiriéndome la idea de que, para poder vivir al amparo de la ley en Berlín, debía dirigirme al señor Le Coq, que era francés y desempeñaba el puesto de Superintendente general de policía en el reino de Prusia. Así lo hice: escribí a Le Coq; le enteré de todo, de mi origen, de mis luchas, de mis vicisitudes, de cuanto había de terrible y dramático en mi historia. Vino él a verme, me sometió a intencionadas preguntas y me pidió pruebas de mi identidad. Yo poseía dos tesoros, dos grupos de documentos y testimonios que eran mi vida. El uno, acaso el más importante, oculto, nunca sabrás dónde; porque esos documentos son mi última esperanza, mi postrer áncora, y mientras los posea ¡seré yo mismo! El otro, cosido por Montmorín en el interior del cuello de una levita raída, mi único vestido durante el tiempo de mi vagancia. Presenté estos, que eran cartas de nuestra madre, el sello de nuestro padre, y el polizonte, asombrado -al menos creí advertirlo- me dijo que el asunto era de suyo tan grave, que él necesitaba recibir instrucciones superiores, consultar despacio con el mismo Rey. Al otro día volvió y pidió que le confiase mis documentos para enseñárselos al monarca. Se oprimió mi corazón de miedo; me arrepentí de haber hablado, pero hube de acceder: me desprendí de los papeles, en aquel instante mi única salvaguardia, y sólo conservé un trozo del sello de nuestro padre, cortado en zigzag, que guardé como reliquia. ¡Inadvertencia funesta! Desde que me descubrí, volvió una especie de fatalidad, un poder siniestro y oculto -la policía- a no apartar de mí sus ojos inquisidores. Jamás pude recobrar los documentos; jamás logré ni conjeturar qué opinión formaba de ellos el rey de Prusia, y, saliendo de la sombra, un dedo de hierro me señaló la ruta; una fuerza incontrastable me empujó robándome toda iniciativa, diciéndome: ‘de ahí no pasarás’; confinándome, moralmente, en otro agujero negro donde me pudriese sin dicha, sin paz, sin honra, sin gloria y hasta sin nombre.

Empezaron por expulsarme de Berlín. ‘Corre usted peligro aquí -díjome Le Coq-. En la capital, los magistrados no pueden cerrar los ojos si usted no produce documentos justificantes en relación con su pasaporte. Establézcase usted en algún pueblecito de las cercanías, pero precisamente, ¿lo oye usted?, bajo el nombre de Dorff’. ¿Entiendes, Teresa? ‘Bajo el nombre de Dorff’... Otro calabozo, otro ataúd, otro nombre ajeno, de un desconocido, ¡acaso de nadie! Y para envolverme en el sudario y clavarme en este nuevo féretro todo se me facilitó: se me dio un resguardo, se me entregó un rollo de oro, se me encargó muchísimo que me embozase y arrebujase bien en el prestado nombre, a fin de sustraerme al poder del Corso, cuyo enojo en modo alguno se atrevía a arrostrar el gobierno de Prusia. ‘Cuando pidan a usted sus papeles diga siempre lo mismo: que han quedado en manos del Superintendente de policía de Berlín, y que a él debe dirigirse la autoridad municipal’. Con esta consigna me trasladé a Spandau, el pueblo de la ceñuda fortaleza cuyos muros lame el Spree... Allí retirado esperaba encontrar la paz. ¿Qué menos cuando se renuncia a todo, cuando se abdica?

Al interrogarme el burgomaestre de la pequeña ciudad respondile con arreglo a lo que se me había ordenado.

Pobre despojo que apenas respira y sólo tiene el instinto animal de ocultarse, yo mismo soldaba la argolla de mi cadena. ¡Si viviese el leal Eugenio no me lo hubiese consentido! La respuesta obró como un talismán: sin otras indagaciones (a pesar de que allí se practicaban bien minuciosas) se me confirió el derecho de burguesía, se me inscribió con mi nombre postizo en los registros de la silla y bajo la garantía de un sencillo certificado de buena conducta expedido por el Superintendente de policía Le Coq; así, a espaldas de la ley, realmente indocumentado (pues el derecho de burguesía no puede ser conferido sino después de diez años de residencia y mediante presentación de la partida de bautismo), yo, a quien habían matado civilmente al enterrar un féretro vacío, resucité civilmente convertido en otro, de un modo tan irremisible que a veces se me figura, como ya te habré dicho, que lo demás era sueño y que sólo ha existido, con real existencia, el mecánico Guillermo Dorff. No se recuerda en Prusia otro caso de derecho de burguesía conferido de orden superior, ¡sin justificantes!

Eché, pues, el ancla en Spandau, creyendo aplacada la tormenta. Aquí -pensaba- vegetaré lejos de todo; aquí expiaré en silencio, en las filas del pueblo, trabajando. La voluntad que nos guía y dirige, sin que lo advirtamos, ha decretado que esta sea mi penitencia: confundido entre los pobres, ganando el pan con mi sudor. Obedezcamos.

Instalé mi modesta tienda de relojero y me dediqué al oficio. Días tranquilos se deslizaron para mí. No sólo había heredado el nombre del supuesto o efectivo Dorff, de Weimar, sino también el incondicional afecto de aquella mujer a quien él hizo pasar por su hermana y a quien yo, para prevenir curiosidades y habladurías, atribuí el mismo estrecho parentesco. Así vivía, melancólico, resignado, avergonzado, misántropo, sin más aspiraciones que la paz. ¡La paz! Europa ardía en guerra. Sin cesar; por aquella plaza fuerte que sólo dista 14 kilómetros de Berlín, pasaban regimientos franceses dirigiéndose a la frontera. Al oír el ruido de mis pasos, el choque de sus armas, un temblor interno me sacudía. Presentía que ya iba declinando el formidable poder del Corso, y entonces... ¡oh, Providencia!, ¿quién conoce tus designios? La traidora esperanza, el secreto anhelo de recobrar mi nombre y mi puesto en el mundo, agitaban otra vez mi espíritu, no obstante la visita que por entonces me hizo Le Coq, y en la cual volvió a encargarme reiteradamente, bajo amenazas, inviolable secreto. Bien pronto la realidad me llamó con voz dura. Fue la ciudad asediada por los rusos, sosteniéndola un refuerzo de tropas polacas que trajeron el contagio de la fiebre amarilla. Debilitado por las privaciones, el azote cayó sobre mí; a mi cabecera se instaló resuelta la pobre mujer que me servía de única familia en el mundo. Mientras yo me consumía de calentura, las bombas devastaban la villa abrasándola por los cuatro costados. Milagrosamente se detuvo el fuego en la casa que habitaba. Digo milagrosamente, porque ardieron todos los edificios, absolutamente todos, que la circundaban. Cuando después de haber pisado los umbrales de la muerte recobré el conocimiento y me consideré fuera de peligro; cuando los atemorizados habitantes de Spandau pudieron pensar en reedificar sus casas, de las cuales sólo quedaban calcinados escombros; cuando me reanimaron las noticias de cómo se eclipsaba la estrella del Corso y la ilusión me llevaba a fantasear un porvenir, creyéndome perdonado por la implacable fortuna, vinieron a caer sobre mi cabeza como doble golpe de férrea maza de armas dos sucesos: el primero, Teresa, fue la subida al trono de nuestro tío, el usurpador, el hombre de la traición y del fratricidio; el otro... el otro, aún más cruel... ¡tu boda con nuestro primo el Duque; boda que te acercaba al trono, que te hacía cómplice, interesada y dócil sierva de las voluntades de nuestro tío! ¡Y sin embargo, ni él ni tú ignorabais mi evasión, mis desdichas y mi existencia: de todo debíais hallaros informados por mil conductos, por el rumor público, por los papeles sorprendidos en las casas de los revolucionarios franceses, por Barras, por Josefina, por Pichegru, por documentos pertenecientes a los papeles secretos del mismo Corso! A fin de que no pudieseis alegar ignorancia os escribí entonces: a nuestro tío una carta breve, a ti una tierna y fraternal. Un francés que pasaba se encargó de depositarlas en el correo en sitio seguro. Supongo que llegaron a su destino las dos. No podrás negarlo en la divina presencia de Dios, a quien de continuo invocas y que te exige como primer señal de respeto la santa verdad».




ArribaAbajo- XII -

La muralla


«Ocurrió entonces un suceso que ninguna importancia hubiese tenido para mí si me encontrase en el palacio de nuestros padres, porque la muerte de alguien que es adicto apenas abre surco en la memoria de los poderosos, acostumbrados a cobrar su tributo de abnegaciones como el risco el de dinero. Y fue que aquella pobre mujer, legado del Dorff auténtico o ficticio, del enigmático personaje en cuya piel vivía, apenas recobré la salud cayó postrada en el lecho, no sé si rendida por la fatiga o contagiada por el insidioso mal. El médico al verla movió la cabeza y frunció el entrecejo, y sólo entonces comprendí que me había apegado a ella, a la degradada, con ese género de cariño que no es amor en lo que este sentimiento tiene de poético y ardoroso, pero que obedece a la ley del alma agradecida y lleva en sí elementos (¡perdón, madre mía!) de ternura casi filial.

¡Pobre mujer! ¡No era ciertamente una dama, una princesa como tú; no era tampoco la intachable matrona que cobijada a la sombra de su hogar tranquilo levanta la frente confesando en alta voz sus amores legítimos, sancionados por la ley y la sociedad. No; en su pasado había días precarios, horas de zozobra y de vergüenza, de abatimiento y de martirio. Como yo había sufrido, y la continuidad del sufrimiento secaba sus lágrimas. El infortunio hizo confluir nuestros destinos, uniendo mi juventud a su madurez; rechazada por todos, ella no tenía a nadie más que a mí, yo a nadie más que a ella. Lo que puedo decir es que su corazón valía más que sus antecedentes; que bajo el fango encontré oro; que supo compadecerme y darme un poco de ese calor de seno sin el cual no concibo la vida.

Cuando expiró en mis brazos, bendiciéndome porque la cuidaba, me encontré en soledad profunda, dominado por tal acceso de melancolía, que ya pesaroso de haberos escrito determiné recogerme a mi oscuridad, ser eternamente el relojerito de Spandau. Vegetar y morir allí me propuse, fatigado como el pájaro que no encuentra nido. Y como me sentía tan solitario, tan abandonado, planta arrancada de raíz, decidí interponer la realidad ante mis aspiraciones ambiciosas, casándome y fundando un hogar en la modesta esfera a que me relegaba el destino. En casa de unos artesanos no menos humildes que yo, solía hablar y bromear con una niña de extraordinaria belleza y de purísimas costumbres: era hacendosa, trabajadora, religiosa, y se consagraba, como la Carlota de Werther, a las labores domésticas; siempre la encontraba ocupada en repasar ropa, en limpiar, en atender a la cocina. Sin embargo, cuando me presentaba yo, el trabajo parecía repugnarla: cruzaba las manos, se sentaba y me miraba y escuchaba tímidamente, con una especie de fascinación que excluía la confianza, pero no otro sentimiento. Creíame un pobre relojero, y no obstante se conducía como si, a pesar de la atracción involuntaria y fuerte, existiese una valla entre nosotros y fuésemos seres de especie distinta. Mucho trabajo me costó ir triunfando de su cortedad, establecer con ella amorosa comunicación, arrancar a sus inocentes labios la confesión de un apasionado sentir que bien pronto pude conocer que era inmenso, profundo, de esos que dominan con irresistible señorío la existencia entera. Su emoción al acercarse a mí nunca disminuía; temblaba; sus ojos se llenaban de lágrimas; tratábame en todo y por todo como trataría a un semidiós una mortal; sus ojos se iluminaban al aprobar yo algo que ella dijese, y si desaprobaba la vi en cien veces próxima a desmayarse de pena.

¿Sabes, Teresa, lo que se me ocurrió al observarlo? No es justo que oculte mis propios errores, mis debilidades, mis faltas. Al ver la adoración de Juana resurgió en mí el orgullo hereditario de la sangre. ‘Soy -pensé- algo superior a los demás hombres, y aun privado de todo cuanto puede revelar mi superioridad y prestarme aureola, conservo en mi cuerpo, llevo en mis venas los privilegios del nacimiento, la consagración de la ampolla. Ella no lo sospecha, pero lo presiente, y por eso está ante mí como la paloma ante el milano’. Y a la vez que así pensaba renació el ansia de recobrar mi nombre y experimenté por Juana una especie de frialdad. Volví a escribirte, escribí a nuestro tío y a nuestro primo, diciendo que si no me otorgaban el lugar que de derecho me corresponde estaba resuelto a confundir nuestra raza con la de una burguesa de Spandau, a contraer un enlace desigual y que ante Dios habrían de responder de este acto mío. Esperé ansioso, rabioso, indignado. No me contestaron ellos; guardaste silencio tú... Como el que se ahorca, en venganza, delante de la casa de su enemigo, transcurrido el plazo que a mí mismo me había fijado, me decidí a consumar lo que, en mi soberbia involuntaria, juzgaba decadencia. Claras veía las consecuencias de tal matrimonio; con él se remachaba en mi ser la postiza personalidad de Dorff; con él me enajenaba las simpatías que hubiese podido obtener en lo futuro si volviese a Francia a reivindicar derechos; mi novia era protestante, hija del pueblo... mi unión baja, y en concepto de muchos seguramente indigna. ¿Qué importaba que Juana fuese una virgen púdica y celestial, su alma cristal más limpio que el hielo invernal del Spree, su espíritu el de un ángel vestido de carne humana? ¿Qué valían su hermosura, célebre en la comarca; su salud, que prometía descendencia vigorosa y numerosa; su dignidad nativa, sus infinitas virtudes y cualidades? Yo iba con ella al altar como se va a un precipicio: avergonzado y frenético, gozándome en rebajarme para rebajaros a vosotros.

Ahora me doy mejor cuenta de mis sentimientos, y leyendo en mi propio corazón comprendo que erraba y pecaba. Habiendo encontrado en mi camino, por segunda vez después de la muerte de María, esa rara flor del amor honesto, absoluto, natural y desinteresado, debí estimarla y mimarla, debí saborear mi dicha, entregarme a ella olvidando lo demás, desdeñando las vanidades y las preocupaciones del mundo. Venturas así han de agradecerse a Dios: son como perlas únicas de oriente sin igual; merecen engarzarse, custodiarse como un tesoro. Y el amor de Juana debía parecerme más lisonjero aún que el de María, porque esta conocía mi origen y mi condición, que acaso la fascinaban con el brillo de la majestad, aun caída, mientras Juana me quería como se quiere, obedeciendo sencillamente a la sublime ley de la Naturaleza que enlaza y funde en uno los corazones. Era o debía ser el de mis bodas el momento más dulce de mi vida; ¿por qué envenenarlo? Pues bien: lo envenené; marchité su frescura idílica. Floreció la primavera las orillas del Spree; el campo embalsamado convidaba a divinas efusiones. Juana tímidamente me decía: ‘¿No quieres salir?’. Yo movía la cabeza preocupado; callaba; horas enteras conservaba la actitud del que siente mal humor y no lo disimula ni aun por cortesía. Así malogré aquella dicha exquisita, completa, soñada, y cuando arranqué del seno de mi trémula novia el ramillete de rosa y mirto, sólo pensé en que ejercitaba a distancia la única venganza que podía ejecutar, llevando la sangre de San Luis a mezclarse con la sangre de una humilde criatura, descendiente de trabajadores, ¡quién sabe si de mendigos! Ya ves que la confesión es entera. Por desdicha, esos sentimientos bastardos prevalecieron siempre en mí. ¿Qué digo? Prevalecen aún a pesar mío; no he sabido descender, no he logrado ponerme de acuerdo con la Providencia, que me manda desechar el necio orgullo del origen y el sueño de las grandezas humanas. En medio de las mayores adversidades, en el fondo del agujero negro, ese sentimiento, de pronto, me ha causado impulsos de altivez, que reprimo como tentación infernal; y entre las intimidades de mi luna de miel con la más cándida y enamorada de las criaturas parecíame, después de haberla dado un nombre -el ajeno-, de haber unido mi suerte a la suya, que se elevaba entre nosotros un alto muro de piedra secular. ¡Miseria la nuestra, miseria profunda, no ser como los demás hombres; reconocernos algo aparte, lejos y fuera de la Humanidad, a manera de ídolos de algún bárbaro culto! ¡Extraña condición la de nuestra sangre, que detesta confundirse con sangre que no sea la de familias y linajes que han ejercido autoridad sobre pueblos y razas! Yo no podía vencerme; no lograba acercarme, moralmente, a Juana; faltábame la plena comunicación espiritual con mi esposa. Ella, ignorante de mi historia, creyéndome sencillamente el relojerito, un artesano afinado, parecido a los señores, sospechaba sin embargo que en mí podía haber algo más de lo que aparecía al exterior: frases truncadas, reticencias que no pude evitar, la habían persuadido de que existía algo extraño, cosas pasadas, historia, un misterio. Pero no se atrevía a preguntar ni indirectamente; permanecía ante mí como el idólatra ante su ídolo, en contemplación, postrada, obediente y silenciosa; diríase que me pedía perdón de haber llegado a ser mi compañera. Y yo, a pesar de mis esfuerzos, siempre lejos, siempre en la cumbre: imposibilidad de abandono; solo, solo como antes, solo en el alma, guardando mi temible, abrumador y glorioso secreto...

Un día, con alegría y terror juntamente, supe que iba a ser padre, a tener la dicha que nunca gozarás. Vino a mi hogar una niña y la puse el nombre que llevabas tú, ¿te acuerdas?, en el viaje frustrado que costó a nuestros padres el reino y la vida. En memoria de aquel episodio decisivo se llamó Amelia la criatura cuyo nacimiento fue para mí una bendición, porque en ella resucitó, en cuerpo y en espíritu, nuestra madre; y así llegué a creer que la decadencia no se había realizado, y que un verdadero retoño de nuestra estirpe, una Borbón-Lorena, protestaba contra la fusión imposible del pueblo y la regia línea mayor, a la cual...».




ArribaAbajo- XIII -

El incendio


El ansioso afán con que leía el marqués de Brezé se había duplicado al llegar a este párrafo, relacionado con su predilecta, donde aparecía el nombre siempre dulce para un enamorado. Sin embargo, el mismo movimiento que reveló su interés y la involuntaria pausa que hizo para concentrar la atención le obligaron a darse cuenta de que la habitación, positivamente, se encontraba llena de humo, y la luz de la lámpara ya no era suficiente a permitirle descifrar con rapidez el manuscrito. La humareda crecía, espesa, acre, insufrible; Renato tosió, se llevó la mano a la garganta. Un calor intenso le molestaba, y alarmado se levantó, a tiempo que por el hueco de la chimenea entraron lenguas de llama y el espejo colocado sobre la repisa de la misma estufa hízose pedazos con estallido formidable. Ya en el pasillo se oía tropel y alboroto de gente y resonaban voces asustadas. Fue todo ello tan repentino, tan pronto, que no tuvo lugar Renato sino para recoger el manuscrito, enrollarlo, deslizarlo en el estuche de cuero y meterlo en el pecho, abrochando su levitón; precauciones en armonía con la importancia de aquellos papeles. Súbitamente la puerta se abrió pegando tremendo castañazo, y un hombre rechoncho, de patillas rojas, vestido como los ayudas de cámara, asomó gritando con todas sus fuerzas:

-¡Fuego! ¡Al fuego! ¡Socorro!

A estas voces, Renato se lanzó precipitadamente fuera de su cuarto. Encontrose entre el grupo azorado de sirvientes y huéspedes del Hotel Douglas, camareros, marmitones, el cocinero, atlético mozo, y también gente desconocida que acudía de la calle para prestar ayuda, pues el humo se veía ya por las ventanas y el barrio se había alborotado. Empezaban a subir de la cocina cubos de agua, y en medio del desorden muchos hablaban de correr a avisar a los bomberos de la villa, cuerpo recientemente organizado en Londres; pero no existían entonces los rápidos medios de comunicación que hoy poseemos, y alguien dijo que si el hotel no se remediaba a sí mismo, cuando los bomberos llegasen sería un montón de cenizas.

-Calma -advirtió Renato al aparecer en el pasillo, imponiéndose-. Nada de precipitación. El fuego no ha tomado gran incremento. ¡No asustarse, no aturdirse! Cerrar las ventanas, interceptar las corrientes de aire... y a mojar las mantas de todas las camas y a traérmelas empapadas, chorreando. ¡A sofocar el incendio!

La orden era acertada, y en momentos de confusión todo el que habla mostrando sangre fría se impone. Renato fue obedecido instantáneamente. Los huéspedes se dispersaron, dirigiéndose a empapar las mantas de sus camas y a traerlas en seguida. Serenamente Renato se enteraba de dónde y cómo había empezado el fuego. Respondiéronle que justamente en la habitación al lado de la suya, un cuartucho de segundo orden que solía dedicarse a guardar baúles y a alojar a los servidores de los huéspedes, y donde habían colocado al ayuda de cámara del señor conde de Keller, que estaba allí aturdido y desesperado. La chimenea, que no funcionaba hacía tiempo, al atestarla de carbón el criado del señor francés se había inflamado, comunicándose el fuego a las ropas y los muebles. ¡Valiente idiota y qué estrago había hecho en el hotel! En fin, a tratar de remediar la barbaridad cometida. En aquellos momentos no podía pensar se en otra cosa.

Inconsolable por el siniestro parecía el torpe de su autor, aquel regordete Brosseur que en su afán de calentarse no había sabido calcular la cantidad de combustible, y además se había ausentado a atender a los bagajes de su amo, dejando que el fuego creciese. Daba lástima el pobre diablo, que se tiraba del pelo y de las rojas patillas. «Mi amo me despedirá -sollozaba- ¡Un amo tan bueno y tan generoso!». Sin duda para reparar hasta donde fuese posible el daño ocasionado Brosseur empezó a agitarse, a ayudar, menudeando los ruegos de que nada supiese su amo.

-Por fortuna acaba de largarse a otro hotel -repetía-: pero si casualmente se enterase, puedo contar con que me deshace la rabadilla a puntapiés. ¡Bonito genio tiene el señor Conde! Es un ángel, pero con botas muy recias. ¡Ay Dios mío, qué desgracia! ¡En qué estaría yo pensando!

Al oír la orden de Renato de traer las mantas empapadas en agua Brosseur, se precipitó, y deslizándose en la propia habitación del marqués volvió a poco cargado con la manta chorreante. Oíanse ansiosas exclamaciones, ruido como de un tropel que se lanza por un despeñadero; el hotel se llenaba de gente; torbellinos de humo empezaban a salir por las ventanas, cuyos vidrios habían estallado. Un marmitón, armado de un hacha, encaramado a una escalerilla, cortaba las vigas del techo que principiaban a arder, y así impedía que el fuego se comunicase al piso de arriba. Por su parte, Renato no estaba ocioso: iba y venía, tranquilizaba, penetraba intrépido en el mismo foco del incendio aplicando con sus manos las mantas, señalaba hacia dónde convenía lanzar el chorro de los cubos; era el jefe, era el alma del salvamento. Por instinto, como sucede en los casos de peligro y de angustia extrema, todos acataban a Renato: habíase convertido en dictador espontáneo, y la conciencia de su misión le envanecía un poco; creía ver en aquel lance la medida de sus aptitudes.

-¡Agua! -repetía su hermosa voz, varonil y enérgica-. ¡Cubos de agua aquí! ¡Vengan de la despensa los sacos de harina; colocadlos a la boca de la estufa, ante el foco, a aislarle! ¡Esa manta dejadla caer ahí en la esquina, que salen llamaradas muy fuertes! ¡Sin miedo, con orden, con mucho orden! ¡A ver, más agua, un cordón de gente en la escalera y en la puerta para traerla rápidamente del pozo del patio!

Gracias a la actividad disciplinada de todos, el incendio se dio por vencido. Se redujo la hoguera; los maderos carbonizados, inundados, dejaron de humear; en vez de aquel horno siniestro se vio una habitación destrozada, ennegrecida, encharcada, pero que ya no ardía. El dueño del hotel, el señor Mac Renties, enjugándose el sudor de la frente y las sienes, encarnado, exaltado, vino a dar vigoroso apretón de manos al french lord que tanto había contribuido a salvarle del desastre y de la ruina. Empeñose en que habían de trincar con la mejor cerveza negra de Escocia a la extinción del incendio, y aunque Renato se resistía, no tuvo más remedio que humedecer los labios en el bock y recibir nuevos shake hand y felicitaciones del personal de la casa. Con ellas iban mezcladas imprecaciones y dicterios contra el otro bruto de frenchman, autor del desaguisado. Ahora, pasado el peligro, la indignación remanecía, y el atlético cocinero que había manejado con tal vigor el hacha cerraba sus puños del boxeador, jurando que desharía la jeta al french dog a cuya torpeza se debía que hubiese estado a pique de abrasarse el hotel enterito. Y en efecto, para cumplir la amenaza se echó en busca del pillastre para cobrarle la cuenta de puñetazos poniéndole un ojo a la manteca negra. Poco tardó en volver, sofocado, reventándole la sangre por la epidermis, bufando y gritando:

-¡Ah! ¡El tuno ese! ¡Asno malicioso! ¡El diablo que lo encuentre ya! No parece. Se ha escabullido, dejándose la maleta.

Renato aguzó el oído. Sin saber por qué este suceso le llamaba la atención. Un involuntario estremecimiento, una opresión indefinible, le sobrecogieron al instante.

-¿Qué ocurre? -preguntó al dueño del hotel.

-Nada -dijo este encogiéndose de hombros-, lo natural: que el bestia del ayuda de cámara no ha querido trabar conocimiento con los puños de Mathew. Se ha evaporado.

Apresurándose a librarse del obstinado agradecimiento del fondista, de Brezé alegó cansancio y el deseo de comprobar si también en su habitación había causado estragos el incendio.

Al entrar en ella, hubo de llamarle la atención el desorden en que se encontraba: vio la cama deshecha, las ropas por el suelo, volcados los muebles. Temblando, agobiado por un presentimiento que se precisaba más a cada minuto, Brezé corrió a la maleta donde había encerrado el precioso cofrecillo. Frío sudor bañó sus sienes al notar que la maleta se encontraba abierta, forzada la cerradura, cuya chapa aún pendía arrancada de las doradas tachuelas que la adherían al cuero.

Las manos febriles de Renato se hundieron en el interior de la maleta; allí tenía también algún dinero, y sus dedos tropezaron con los rollos de moneda ocultos bajo las ropas. ¡Pero en vano buscaron la cubierta metálica del cofrecillo! Cogiéndose las sienes, temeroso de ser víctima de una alucinación, de Brezé deshizo toda la maleta, sacó prenda por prenda; miró en el suelo, sobre la papelera, aunque estaba bien seguro de haber guardado allí el inestimable cofre... ¡Nada, nada, nada! Ni señal del cofrecillo, ni rastro.

-¡Robado! -tartamudeaba de Brezé sin aliento-. ¡Robado! ¡Infames! ¡Infames!

La vergüenza y la desesperación le clavaban en el sitio, tembloroso, presa de un acceso de frenesí interior, hasta tal punto que se reprimía para no lanzarse contra la pared estrellándose la cabeza. Ahora se explicaba el incendio, el lazo en que había caído como un niño insensato; ahora se daba cuenta de porqué al ver a aquel ayuda de cámara de las patillas rojas le había parecido conocerle, sin que le fuese posible recordar dónde.

-¡Desgraciado de mí! ¡He asesinado a Amelia! -repetía Renato.

El sentimiento de su responsabilidad le abrumaba. Con su falta de precaución, con su descuido, acababa de perder a Dorff, de arrebatarle lo último que le quedaba, su áncora salvadora. En vez de custodiar el sagrado depósito que habían confiado a su capacidad y a su celo se lo había dejado quitar como el imbécil de los imbéciles, olvidando las advertencias de Dorff, aquellos encargos tan reiterados y decisivos: «Desde el mismo momento en que recojas este cofre y este rollo de papel que guarda el estuche no te creas seguro en parte alguna, vigila, teme, no duermas sosegado y de nadie fíes. En todas partes te acecha la traición...».

-¡Desgraciado de mí! -repetía mesándose los espesos cabellos-. ¡Miserable de mí que todo lo he olvidado, que he destruido el porvenir en un instante!

Sus manos febriles tocaron el estuche del manuscrito sobre su pecho; respiró un poco más libremente, pues temía haberlo dejado también a merced de los ladrones. Aquello le devolvió algún valor y fuerza. En la maleta estaban las pistolas, las que debía a Dorff; las tomó, examinó la carga, metiolas en los bolsillos de su capote, se lo puso, así como el sombrero, y apretando los dientes, con la energía del que adopta una resolución mortal, dijo casi en voz alta:

-A recobrar el cofrecillo. ¡Ah, seor conde de Keller, o seor polizonte, o quien quiera que fueses... cuidado!, porque no he de descansar mientras no recupere lo que me sustrajiste y no te dé de paso una lección. Ahora tengo la fe que no tenía, ahora creo a pies juntillas que Dorff no es soñador ni loco. ¡Guárdate, conde de Keller! He aprendido mucho en un cuarto de hora. Aprendizaje cruel, pero ¡ay de ti si te encuentro!






ArribaAbajoTercera parte

Los Caballeros de la Libertad



ArribaAbajo- I -

En acecho


Frente al muelle de Dower, en el punto más cercano al embarcadero, existía en aquella época, en que todavía no abundaban los buenos hoteles, uno entre figón y hospedería, que ostentaba en su muestra enorme cetáceo pintado de almazarrón con este letrero: The Red Fish (El Pez Rojo).

La concurrencia a este establecimiento, que pronto se cerró por haber hecho fortuna su dueño, el rollizo John Sympdale, el cual se retiró a cultivar una granja en el condado de Kent, se componía de marineros y cargadores, parroquianos del figón en el piso bajo, y de capitanes de barco, pilotos, negociantes de toda suerte, que allí descansaban de una travesía o esperaban el buque que había de llevarles a su destino. También solían detenerse en el Red Fish viajeros que al ir a Londres o regresar a Francia se reponían de las molestias del mareo, porque la travesía del Canal no se realizaba sin tales inconvenientes.

Era, pues, el Red Fish establecimiento de mayor importancia de lo que prometían su aspecto exterior y su tradicional muestra. Sus cervezas y whiskys gozaban fama de excelentes, y asimismo su bacalao fresco, su salmón ahumado y sus sopas de avena a la escocesa. Hallábase la cueva provista como pocas lo estarían aun en el mismo Londres; sabía el rollizo Sympdale que nada atrae a la clientela de gente de mar como el aromático olor de los rancios vinos portugueses y españoles y el estrépito de los espumosos franceses, anzuelo de la bien lastrada bolsa de los marinos y de su cuerpo ávido de sensaciones, de apurar mil goces en una hora. Así es que las estanterías de la bodega del Pez Rojo se honraban con vinos de a media guinea la botella y algunos de a guinea, y no les faltaban consumidores.

Cuando ingresamos en la extensa pero ahumada y oscura sala baja del Pez Rojo, a hora en que está casi desierta -pues son las once de la mañana y los borrachos de la víspera se han ido a dormir la mona-, sólo hay dos o tres mesas ocupadas y les presta servicio, solícitamente, la roja Kate, sobrina del hostelero. Escotada y de manga corta, enseñando las frescachonas carnazas, Kate escancia la cerveza y deposita sobre el tablero sin mantel fuentes de salmón ahumado cocido con patatas, bañado en manteca y fuertemente sazonado con moscada y jengibre. Ante una de las mesas está sentado un hombre joven, tan preocupado que de fijo ni sabe lo que engulle; viste traje de camino y sin duda espera a alguien, pues sus miradas se dirigen con frecuencia hacia el trozo de muelle visible a través de la vidriera, no muy limpia, no obstante la fama de la inglesa pulcritud.

El observador es a su vez observado por dos individuos, situados a bastante distancia, emboscados, por decirlo así, en el punto más oscuro de la sala, entre una penumbra que no permite distinguir sus rostros desde lejos; pero acerquémonos y será otra cosa. Veremos primero a un hombre como de treinta y pico de años, de baja estatura, delgado cual si le consumiese fuego interno desecando sus carnes, de color bilioso y pálido, de duro mirar, de labios contraídos, de cabeza pequeña, de recelosa actitud y al parecer siempre emocionado, siempre vibrando a impulsos de una idea. Quien se fijase en sus movimientos notaría que apenas tocaba a la comida y que su gran bock estaba todavía colmado de la primer cerveza que le habían servido y cuya espuma se hallaba ya disipada del todo.

Al lado de este personaje hay otro que, por el contrario, despacha con excelente apetito su trozo de salmón y lo riega, no con cerveza, sino con tragos de Chianti color de granate, que escancia de un fiasco enfundado en paja. Es un joven de hermosa figura, algo vulgar, sin distinción, pero escultural y formado como un Apolo, robusto, de tez morena y negra barba. Sus ojos brillantes, sus dientes blancos revelan salud, vigor y alegría; su mirada es directa y a veces difícil de sostener.

Conversan los dos individuos en voz tan baja que sería imposible a los demás parroquianos de Sympdale sorprender jota de su conversación. Cada vez que se aproxima Kate, el gallardo mozo se aprovecha para soltarla un puñado de requiebros y aun se propasa a sujetar un instante la mano de la gentil servidora sobre el borde del tablero o a rodear su cintura mientras se inclina para servir la cerveza. Pero apenas Kate desaparece el diálogo sotto voce se anima. Hablan en italiano.

-Sí que le conozco -afirma el primero, refiriéndose al caballero que miraba al muelle-. Le he visto en París y no me engaño; es un señor perteneciente a la alta sociedad, el marqués de Brezé. Su familia es ultramonárquica. Les han devuelto sus bienes; les han enriquecido. Su lealtad tiene contrapeso de oro.

-¿Y crees que su presencia aquí se relacione poco o mucho?...

-¡Qué sé yo! Giacinto, cuando se está en nuestro caso, el descuido sería necedad; siempre conviene pensar lo peor. Que se halle aquí un viajero francés en espera de barco, ¡pch!, cosa insignificante, máxime si nos consta que no es ningún moscón de la policía. Pero el hecho de ser de allá ya nos obliga a suspicacia; además, percibo en él algo que me sorprende: su actitud no es tranquila; ese hombre parece acechar.

-Cierto -contestó el llamado Giacinto-. Eso me ha dado en la nariz desde que se sentó a la mesa. Espera o teme. ¡Bah! Un noble, un elegante... Cuestión de faldas.

-¡O de política! -repuso obstinadamente el otro-. No le perdamos de vista; a veces por el hilo se saca el ovillo. En esta hostería donde suele parar nuestro Volpetti -y recalcó la palabra nuestro- debe sernos sospechoso hasta el aire. Si ese petimetre espera a una mujer bonita ¡buen provecho! ¡Pero si no!...

-Yo juraría que el amor danza en el asunto afirmó Giacinto, que se explicaba difícilmente el modo de ser de su compañero, indiferente a la hermosura.

-¡Ello dirá! Vamos a lo que importa. Si los informes de nuestros hermanos de la Venta de Londres son exactos, Volpetti llega aquí hoy sin falta. ¿Estás seguro de conocerle bajo cualquier disfraz que adopte? Ya sabes que ese zorro se transforma como el más consumado actor.

-¡Que se me despinte a mí Volpetti! -exclamó Giacinto, por cuya expresión fisionómica cruzó, descomponiéndola, un lívido y repentino relámpago de odio-. Aunque se meta en el pellejo del diablo, su compadre. ¡Si somos de un mismo país y de un mismo pueblo: sicilianos de Catania! ¡Si le recuerdo desde que andaba descalzo, atrayendo gente a los garitos! ¡Si luego se entró de novicio en los Camaldulenses! ¡Si le vi empezar su profesión de esbirro a las órdenes de un gobernador, hechura de la reina Carolina! Tiene el genio de su profesión y ha llegado en ella al grado sumo. Nació espía y polizonte y goza en ejercer ese vil oficio. Es un dilettante apasionado. Es el más peligroso de cuantos empleó Fouché y emplea Lecazes. ¡Ah! Pero a cada cual le llega su hora... ¡Tengo tantas cuentas atrasadas con Volpetti! El largo encierro de mi pobre hermano Rafael; la desesperación de Grazia, su prometida; la horca en que se balanceó el cuerpo del honrado Romeldi; el descubrimiento de la conspiración del 19 de agosto... ¿Pues por qué se me ha designado para esta misión, por qué? ¡Porque saben que Volpetti... de mí... no se libra!

Dijo esto Giacinto rechinando sus blancos dientes, transfigurado por la ira que centelleaba en sus ojos de fuego.

-¡Chisst! -indicó Luis Pedro-. Calma y disimulo. Para estas cosas, ser de hielo al exterior.

-No te apures -repuso Giacinto-. Ya sabré moderarme.

-¿Te conoce él?

-Como a su propia camisa. Y sin jactancia, me tiene un miedo regular. Si cuando llegué de Trieste a París no me protegen tan eficazmente los hermanos, me echa la zarpa. A bien que contra treta, retreta y a espía, espía y medio. Aquí, en Inglaterra, ¿qué puede hacer? De hombre a hombre...

-En Inglaterra misma advirtió Luis Pedro- los esbirros ayudan a los esbirros, los poderes inicuos al inicuo poder. Es preciso, Giacinto, reformar vuestra estrategia; y no digo nuestra, porque de lo que personalmente y sin acuerdo con los demás haga cada cual responderá ante su conciencia... y basta. Es preciso, lo repito, que la Venta Suprema reconozca que con la caballerosidad no iremos a ninguna parte. ¡Qué diablo! A fe que Lecazes se anda con escrúpulos. La guerra es la guerra; hoy no se pelea en los campos de batalla como en tiempo del Otro, pero se ha trabado un duelo a muerte entre la revolución y la reacción, y bajo apariencias de legalidad existe una salvaje lucha. Si hemos de contentarnos con hojalatear, ¿a qué esa organización por veintenas donde nadie conoce a los de otra veintena, sino el que los ha de organizar, esa vasta red que alguien comparó a las ramificaciones madrepóricas, a los corales, y a qué, sobre todo -dímelo, Giacinto, por tu vida-, esta resurrección de los antiguos Caballeros de la Libertad? ¿Ha de quedarse todo ello en platonismos, en aspiraciones para cuando los acontecimientos, en su curso natural, nos regalen el triunfo? ¿No hemos de tomar un desquite? ¿Uno solo?

-¡Corpo di Dio! -exclamó el italiano- el platonismo ha muerto. Dígalo nuestra presencia aquí. ¿Venimos a recrearnos? «La policía necesita una lección -se nos ha dicho- y hay que dársela. El infame Volpetti lleva a Londres alguna misión secreta para el Gobierno, cuyos efectos conocerán muy pronto todos los carbonarios ingleses. Que la suerte de Volpetti sirva de escarmiento al Superintendente de policía y a los que están más arriba que él». ¡Ah! Se preparan sucesos...

-¿Qué sabes? -preguntó Luis Pedro afanosamente.

-Olfateo. Sospecho. La exaltación crece. Los acontecimientos nos arrastran a todos. Conozco hombres tras de cuya frente se genera un mundo de ideas y de resoluciones. ¡Ah, caro mío! Las asociaciones son sin duda muy fuertes, pueden mucho; pero a veces un individuo aislado que obedece, no a la consigna, sino a la pasión, puede y hace más en un minuto... En fin, no me ha comunicado sus secretos la Gran Venta, pero están en la atmósfera; se sienten y se respiran. Pronto hemos de ver notables cosas.

-Parece una profecía -murmuró el otro interlocutor.

-Bien... El tiempo corre. Ahora ¡cumplamos nuestra misión!

-¡Sin duda! -declaró el italiano-. Y nuestra misión no es grano de anís. Volpetti llegará aquí para embarcarse. O viene solo o acompañado. En el primer caso somos dos para meternos como bombas en su propia habitación, ahogar sus gritos y despabilar el asunto en un santiamén. Tenemos la retirada segura; el Poliphéme nos aguarda; su capitán, nuestro hermano, nos ocultará, nos cubrirá la retirada, nos desembarcará donde nos acomode. En el segundo caso, el negocio se complica, pero ¡tanto mejor! Prefiero uno para uno y cuerpo a cuerpo.

-Pues pidamos al cielo que venga solo. ¿Pundonor con los perros? ¿Cortesía con los esbirros? ¿No valen en la guerra las emboscadas? ¿Es cosa de que nos prendan y saquen por el hilo el ovillo de los hermanos y en especial el de los caballeros? ¡Bah! Se le despacha como a un can maldito... y abur. Vidas más importantes que la suya se extinguen en un soplo si al destino le place.

Proseguiría Luis Pedro si Giacinto no le diese al codo de una manera significativa.

-¿No decía yo que era cosa de amor? Ahí tenemos a la damisela -bisbiseó alborozado.

El joven que comía solo acababa de incorporarse con ímpetu, yendo al encuentro de dos personas que aparecían en la puerta: un hombre en la fuerza de la edad y una jovencita. Vestía esta pareja muy modestamente de telas grises y raídas, y parecían, por el corte y color de su ropa, dos irlandeses de los que pasan a Francia en busca de la vida, tan difícil en su menesteroso país. Pero bajo el limpio calesín de paja adornado con una pobre cintita de terciopelo negro de la joven se adivinaba un perfil tan arrogante como gracioso, y el ancho levitón del hombre no ocultaba una apostura distinguida y llena de dignidad. El marqués de Brezé, deshecho en atenciones con los recién venidos, buscaba con su mirada la de la viajerita, la cual le sonreía con divina dulzura desde la penumbra en que envolvía su rostro el ala del sombrerón. Luis Pedro, apoyó violentamente la mano sobre el brazo de Giacinto.

-¿No ves qué cosa más extraña?

-¿Cuál?

-¡El parecido!

-¿Qué parecido? No entiendo.

-¡El de esa muchacha y ese hombre con la familia del penúltimo rey, del degollado! Él es el monarca, ella la austriaca...

-No les conozco sino por retratos -dijo el italiano-; pero, en efecto... ¡cuerpo de Dios! Me parece, me parece que sí...

Y los dos carbonarios, estupefactos, se miraron como si acabaran de ver salir a los muertos de la sepultura.




ArribaAbajo- II -

El zorro en la trampa


Breves momentos hablaron las tres personas; casi inmediatamente, Dorff y Amelia -parece excusado decir si eran ellos- se encaminaron, guiados por el marqués de Brezé, hacia la sombría escalera de caracol que comunica el figón con los pisos altos de la posada del Pez Rojo. Al efectuar este movimiento de retirada hubieron de pasar muy cerca de los dos hombres que comían salmón ahumado y lo regaban con cerveza y Chianti; pero estos metieron en el pecho la quijada, absortos en su gastronómica ocupación.

Renato, precediendo a los viajeros, les condujo a una amplia sala con techo artesonado de madera, detrás de la cual había dos cuartitos destinados al padre y a la hija. Antes registró las habitaciones; se aseguró de que no tenían armarios secretos, nada sospechoso; sacudió las cortinas; dio vuelta a la llave; pasó el cerrojo, y seguro ya de hallarse al abrigo de ojos y oídos indiscretos, repentinamente se postró de rodillas, con las manos cruzadas, ante Dorff.

-¡Perdón! -exclamó- ¡Perdón! Es preciso que confiese mi delito, mi enorme culpa.

-Pues ¿qué hay, hijo mío? ¿Qué sucede?... ¿Por qué no me das los brazos?... -articuló el mecánico, pugnando por levantar del suelo al marqués de Brezé.

-Porque no lo merezco; he sido un miserable -respondió el marqués-. Sólo el confesarlo, señor, me proporcionará algún alivio, dará algún desahogo a mi conciencia. ¡Como un imbécil, como un estúpido, me he dejado sustraer el cofrecillo!

Dorff palideció y se tambaleó. El golpe era terrible. Con el cofrecillo desaparecía la última esperanza. Era el cofrecillo como la raíz de su ser moral, la chispa lumínica que todavía, entre brumas y sombras, alumbraba su destino. Al apagarse esta chispa, la negrura de la nada caía sobre él. Se recostó en la pared, cerrando los ojos, y permaneció así un instante, durante el cual se escucharon los sollozos de Renato, que anonadado lloraba como un niño.

Dorff fue el primero que recobró el dominio de sí mismo, la dignidad ante la catástrofe.

-¡Qué le hemos de hacer, hijo mío! -murmuró con esfuerzo-. Cúmplase una vez más la voluntad suprema, ante la cual somos átomos los mortales. Has salvado mi vida y has perdido mi nombre: resignémonos. El que dispone de ti y de mí sabe más que nosotros. Hágase lo que Él quiere.

Y estrechó a Renato, ya en pie, contra su pecho, calurosamente, en un rapto de abnegación. Amelia, silenciosa, pálida como una muerta, dejaba fluir de sus ojos dos gruesas lágrimas.

-¿Y el manuscrito? -interrogó Dorff.

-El manuscrito... está en mi poder.

-Dime cómo ha sucedido la desgracia del cofrecillo -ordenó el mecánico desplomándose en ancho sillón y cuero y señalando el canapé a su hija y a Renato.

De Brezé refirió minuciosamente los episodios del Hotel Douglas, la visita del supuesto conde de Keller, el incendio, la sustracción. Palpitaba Amelia de triste curiosidad. Dorff se abismaba en meditaciones.

-Ese conde de Keller no era sino un esbirro -declaró Dorff al terminar el relato-, y por las señas que me das de él le reconozco; es mi mal genio, es el que ha intervenido e influido en buena parte de mis infortunios. Tras de mí viene, siniestro y perseguidor, y no parará hasta aniquilarme. Él era sin duda el que me dio el pasaporte allá en la frontera prusiana. Nuestra batalla está perdida.

Ese bandido es personificación de la policía, fuerza oculta y fatal que me envuelve. Ella guiaba el brazo de los asesinos de que milagrosamente me libraste tú, y nótalo, Renato: desde el mismo instante en que interveniste en mi destino, esa fuerza actúa sobre ti. No intentes luchar, hijo mío; temo por tu vida, por tu seguridad, por tu honra. Ya me pesa haber accedido a este viaje. ¿Cómo realizarlo? ¿Cómo intentar siquiera sin documentación, sin pruebas de mi existencia, entrar en mi patria, remover el fuego sagrado de los recuerdos y de la lealtad en los que han conocido a mis infelices padres y acaso conservan en su corazón el culto de mi trágico nombre? Renunciemos, Renato; volvamos, yo al destierro, tú a tu país; olvidemos; no sepan que eres mi amigo, porque siempre escucho resonar en mis oídos la siniestra profecía del calabozo... «¡Tus amigos perecerán!». Aun en Londres no me creo seguro. Me trasladaré a Holanda, y allí, en tierra de libertad y justicia, vegetaré entre los corazones que son míos, bajo la mirada de la Providencia.

Mientras hablaba así Dorff, Renato no apartaba los ojos del semblante de Amelia. Secas ya las lágrimas, el bello rostro expresaba intrepidez y resolución; sus ojos azules centelleaban, su nariz se dilataba impetuosamente. Renato, al mirarla, sentía, en vez del pesimismo que infundían las palabras del padre, viril afán y propósito de combatir a ultranza. Animado por este estímulo moral y por el dulce contacto del cuerpo de la joven que palpitaba a su lado, exclamó:

-¡Señor! Nada de desaliento. He resuelto pedir desquite al destino. O muero o triunfo; lo que no concibo es rendirme antes de apurar las contingencias de la lucha. ¿No bastó mi intervención para frustrar el inicuo atentado del square? ¿Quién sabe si soy yo el enviado de la Providencia? ¿Se me ha de negar el derecho a vengarme del ladrón que me embaucó y me burló? ¿Ha de ir riéndose? Confundido me vea si tal sufro. He de recobrar el cofrecillo, así lo defienda Belcebú con garras y uñas. Me he jurado -y un de Brezé cumple todas las palabras y en especial las que se da a sí propio- que esta maldad no quedará impune. El corazón me dice que estoy próximo a cobrar mi deuda y rescatar el cofrecillo. Escuchen... Sé que el esbirro se dirige aquí. ¿Que cómo lo he averiguado? ¡Ah!, todo se aprende, hasta el vil oficio de espía, y yo, en veinticuatro horas, bajo el influjo de la rabia y la vergüenza, he sabido indagar, derramar dinero, hacer lo imposible. La pista del supuesto conde de Keller está encontrada; no se me escapará.

-¡Bien, Renato mío! -gritó Amelia, presentándole su mano y permitiendo que el enamorado la cubriese de besos locos.

-¡Amelia! -exclamó en tono meditabundo Dorff- tú has heredado la incontrastable resolución de mi madre y de mi abuela María Teresa; yo la resignación y el pasivo estoicismo de mi infortunado padre. Cuando estoy a tu lado me comunicas tu arrojo; mi sangre gira más activa y rauda; creo fácil lo imposible; mis dudas se disipan; mi angustiosa dualidad desaparece; me convenzo de que no soy un pobre iluso, un pobre loco... ¡Dios te bendiga!

-Padre -exclamó la niña-, pero ¿no conoces que tenemos el deber de no entregarnos sin defensa? ¿Es lícito renunciar a derechos que son los de tus hijos? ¿Concibes que la obra de iniquidad pueda durar eternamente? ¿No confías algo en esa Providencia de que siempre hablas y que a tantas y tan duras pruebas te ha sometido? ¿No has comprado ya tu perdón con un infinito de dolores? ¿No has visto caer torres muy altas? ¿No has visto al gigante, al Leviatán, al Corso terrible, rodar por tierra hecho añicos? ¿No está en el trono la usurpación? Ten más fe. Yo veo -y al decir esto parecía Amelia una sibila hermosa y joven-, yo veo levantado el brazo de Dios dispuesto a herir, pero no sobre ti, sobre los otros, sobre ellos. ¡La hora se aproxima! ¡La medida está colmada!

Al hablar así, transfigurábase: sus mejillas se inflamaban, sus ojos fulguraban como los de un arcángel vengador e irritado, sus labios tenían un temblor de espléndida cólera, un estremecimiento de indignación sublime.

-Amelia... me asustas -balbuceó Dorff.

-¡Afuera miedo pueril! Renato nos salvará: y si él no bastase para salvarnos, hasta de la tierra surgirán defensores. Ánimo, padre mío; valor y calma, Renato, mi futuro esposo. Celebremos una especie de consejo de guerra. ¡A deliberar!

Dorff, inclinándose, besó la frente de su hija.

-Contigo, al último límite de la energía humana -respondió, fascinado, como siempre, por la intrepidez de aquella criatura.

-Atiéndame el general en jefe -murmuró Amella sonriendo seductoramente-. Aquí nos proponemos dos fines: primero, recobrar el cofrecillo; segundo, entrar en Francia secreta y seguramente. ¿No es eso? ¿Qué probabilidades tenemos de conseguir ambas cosas?

-Respecto a lo primero -contestó Brezé- hay probabilidades, pero no planes; procederé con arreglo a las circunstancias. Sólo de la voluntad estoy seguro: quiero recuperar el cofre... y malo será que no lo consiga. Cuando a fuerza de dinero y de astucia -¡ah!, ¡ahora yo también soy astuto!- logré saber que el ladrón se encaminaba aquí, me propuse adelantarme y que no se embarque sin recibir noticias mías. He venido a uña de caballo. Y no hay cuidado, no me expondré neciamente; ya sabré guardarme. La prudencia que tan tarde aprendí, la cautela que no debí olvidar un momento, ahora me acompañan. He multiplicado estratagemas. Para despistar, en Londres, me mudé ostensiblemente del Hotel Douglas a otro hotel, de allí a una posada, de esta a una casa particular, hasta que hice perder por completo mi rastro. ¡Y en cambio encontré el del espía! No se embarcará en paz, como sin duda piensa, para llevar a Francia el fruto de su robo. Él de cierto ha elegido este punto de la costa, por la seguridad de que aquí se encuentran a cualquier instante buques dispuestos a hacerse a la vela para Francia. ¡Ah, zorro! ¡La trampa está armada y no te librarás!...

Y el rostro del joven Marqués adquirió expresión sombría.

-El cofrecillo se recobrará, señor -añadió colocando la mano sobre el pecho y volviéndose hacia Dorff, como si prestase juramento solemne.

-A condición de que no se derrame sangre -suplicó el mecánico-. ¡Bastante se ha derramado por mi causa y por la de los míos! Oye -murmuró bajando la voz-, no creas que es piedad: es una especie de presentimiento. Si por mí se vierte más sangre, Dios no me perdonará, y cuanto intentemos será estéril. Lo adivino...

Las manos de Renato y Amelia se estrecharon bajo la mesa; los ojos de la niña despedían llamas.

-Procuraré evitar la violencia -contestó evasivamente el Marqués-, pero importa sobre todo recuperar los documentos. Y en fin, señor, esto es cuenta mía. Para cazar al esbirro tengo dos medios: primero, recorrer todos los hoteles y posadas, que no son muchos; segundo, y mejor, vigilar las embarcaciones prontas a hacerse a la vela para Francia. No ha de escaparse el ladrón e incendiario. ¡Ah! El señor conde de Keller me ha dado una lección severa, pero útil; encontrará en mí digno discípulo suyo.

-Bien -dijo Amelia-. Y respecto a nuestro viaje secreto y seguro a Francia ¿qué opina el general en jefe?

-Opino -contestó Renato- que eso está más enlazado de lo que parece con la solución del asunto del cofrecillo. No podemos pisar el suelo francés mientras no evitemos que pueda delatarnos ese esbirro. Si él llega casi al mismo tiempo que nosotros, al entrar en Francia seremos detenidos y probablemente sepultados en una mazmorra. No nos forjemos ilusiones, ello es así. Suspendamos, pues, la resolución hasta ver qué sucede, y entretanto, que el padre y la hija permanezcan aquí encerrados, para no ser vistos. Su personalidad es la de dos irlandeses necesitados, mister Edward O’Ranleigh y su sobrina miss Bess O’Ranleigh, que pasan al continente en busca de subsistencia: él como escribiente de música y ella como profesora de harpa. Mi ilusión de que va a cambiarse la suerte podría confirmarla una casualidad feliz. Próximo a hacerse a la vela, quizá dentro de algunas horas, se encuentra aquí un barco mercante francés, el brick-corbeta Poliphéme. Es el capitán un bretón, hijo de un protegido de mi padre; hoy temprano, apenas llegué, le tropecé en el muelle; le indiqué que le necesitaría, y creo que podemos fiarnos en su gratitud y en su lealtad de marino.

-¿Lo ves, padre? -exclamó Amelia-. La fortuna empieza a cambiar, el cruel sino a quebrarse. ¿No es providencial el encuentro de ese capitán del Poliphéme, amigo y obligado de Renato? ¡Ah! ¡Era demasiado rigor! ¡Era demasiada injusticia! No hay plazo que no se cumpla.

-¡Ojalá! -murmuró con tétrico fatalismo Dorff, reclinando la cabeza en el hombro de su hija.

-Mirad allí el Poliphéme -dijo Renato, arrastrando a Amelia y a su padre hacia la ventana, desde donde se veía la línea de los muelles y el mar, en el cual se balanceaban las embarcaciones sobre una superficie en aquel instante tranquila y sólo orlada de espuma en los escollos.

Al mismo tiempo Renato señalaba hacia el brick-corbeta francés, que se columpiaba graciosamente. De pronto su diestra, que asía la de Amelia, tembló y se enfrió, su rostro se demudó, su boca tuvo una contracción violenta.

-¡Ah! -balbuceó- ¡ahí viene!...

En efecto, en aquel mismo instante Volpetti o el conde de Keller, según queramos denominar al esbirro, vestido de viaje, con su aspecto aristocrático, tipo Chateaubriand, adelantaba hacia la posada del Pez Rojo; detrás de él, portador del neceser y la maleta, se contoneaba Brosseur, el rechoncho ayuda de cámara, tan torpe para encender chimeneas.

-¡Dios mo! -articuló Renato- ¡Dios bondadoso, aquí se dirigen! -Empujó casi violentamente a Amelia y a Dorff, obligándoles a apartarse de la ventana, y oculto tras la cortina siguió atisbando.

-¡Aquí, sí! ¡Para en esta misma fonda! Le acompaña el perillán a quien yo tuve la torpeza de no reconocer, el que me hirió en el square. ¡Lo que es ahora no me lo negarán ustedes! ¡La justicia divina me lo entrega!




ArribaAbajo- III -

Renato espera


No fue menor que la emoción de Renato la de los dos individuos apostados en la sala baja al divisar a Volpetti, que con su equipaje se dirigía hacia el Pez Rojo.

Conteniendo el alborozo se hicieron vivas señas, pisándose los pies.

-Ahí le tenemos -susurró Giacinto.

-Y acompañado -comentó Luis Pedro.

-Y el compañero parece forzudo.

-Me encargo de él -declaró fríamente el sombrío caballero de la Libertad.

A tiempo que dialogaban así, el hostelero del Pez Rojo encomendaba a Kate que buscase habitaciones para el señor recién llegado y su fámulo. Kate echó a correr, y como una exhalación la siguió Giacinto, bromeando, pellizcándola el talle, sin que mostrase gran indignación la mozallona roja, nada esquiva y hecha a esta clase de chanzas con los huéspedes.

Volpetti y su criado habíanse detenido un instante en el bodegón a beber dos copas de Málaga con bizcochos. Giacinto, emprendedor, acercábase a Kate más de lo necesario, acorralándola en cada rellano de la escalera.

-Déjeme en paz -repetía Kate riendo-. ¡Qué humor gasta! ¡Vaya una manía de andar tras de mí!

-No es manía, es buen gusto -contestó galantemente el italiano-. ¡Hermosa! -añadió en suplicante voz-. ¿Por qué tanto rigor conmigo?

-He de hacer mi obligación -protestó Kate-. He de elegir aposento para ese señor que acaba de llegar y su criado, y no es tarea fácil, porque está la casa llena como un huevo. Ea, ¡a soltarme, sir!

-No seas ingrata. Déjame que te acompañe por los pasillos. Buscaremos juntos... ¿En eso hay mal? Te escolto; soy tu servidor, tu paje, lo que quieras...

No era posible rehusar oferta tan cortés, aun cuando en ella fuese envuelta bastante malicia. Porque, al entrar juntos en un cuarto desocupado, Kate se cercioraba de que el gallardo siciliano era un solemne truhán, amigo de no desperdiciar ocasiones.

Por fortuna, Kate, muchacha digna y seria en el fondo, aunque chancera en la superficie, sabía lo que debía a su decoro, y además tenía manos listísimas para contener a los desmandados, aunque fuese por el tradicional sistema de los mojicones, sistema que al italiano le hacía suma gracia, a juzgar por las risotadas con que lo celebraba relamiéndose. Acabó Kate por reírse también, pues no había modo de formalizarse con aquel perdido gracioso.

-No están libres sino el 10, el 39 y el 43 -decía la muchacha-. ¡Qué lástima! No son buenas habitaciones, y además el amo estará a cien leguas del criado; pero... ¿qué me importa? Yo no tengo la culpa...

-¿Cuáles les das por fin, oh aposentadora celestial?

-El 10 y el 39. Para el amo, el 10.

Estas noticias no parecieron interesar a Giacinto. Al pasar por delante de la puerta del 8, contiguo al 10, preguntó como al desdén:

-¿Y quién se aposenta ahí?

-¿Ahí? Los dos irlandeses, tío y sobrina, que llegaron hoy a medio día. ¡Sucia gente, los irlandeses! ¡Hato de mendigos! Y la chiquilla me parece a mí que ha de ser buena pieza; encerrado está con ella y con el tío un caballero francés muy guapo, que sin duda vino a esperarles aquí... ¡Adelante! Algún lío...

-Déjales que se amen -respondió fatuamente Giacinto-. También nos amamos tú y yo.

Kate le soltó un soplamocos.

Cuando Giacinto bajó otra vez tras la moza a la gran sala ahumada donde había dejado a su compañero evitó ser visto por Volpetti que ya subía la escalera, y encontró instalado a su mesa, despachando una copa de ron, a un hombre de cetrino cutis, de verdes ojos, de fisonomía simpática, que no era sino el capitán del Poliphéme.

-¿Es para esta noche? -preguntaba el capitán.

-O para el amanecer -contestó Luis Pedro-. Que el brick esté dispuesto a levar anclas y la chalupa nos aguarde al pie del muelle toda la noche, con un solo marino, un hombre seguro.

El capitán parecía indeciso. Rascábase la frente, como quien tiene algo que objetar y busca la fórmula.

-Es el caso -balbuceó- que...

-¿Qué? Capitán Soliviac, hable usted claro. No ignora usted que, ocurra lo que ocurra, usted no puede negarse.

-¡Negarme! Imposible. Pero... hay aquí, en esta misma posada del Pez Rojo, personas que también desean pasar a Francia, y a las cuales me sería penoso rehusar este favor. ¿Cabe conciliar ambas cosas? Eso es lo que dudo.

-¿Y quiénes son esas personas que tanto interesan a usted, capitán?

-Para decir verdad... mi compromiso es con una tan sólo: el marqués Renato de Brezé.

Estremeciéronse los dos carbonarios.

-¿Y qué vínculo le liga a usted a ese joven, de familia adicta al gobierno?

-Nada de política. Vínculo de gratitud. Mi padre fue amparado, sacado de la miseria por el del señor Marqués. Sentiría en extremo no poder pagar mi deuda, pues el Marqués tiene especial empeño en que el Poliphéme le lleve a Francia.

-¡Hum! -exclamó meneando la cabeza el coronel-. ¡El marqués de Brezé! ¡El hijo de la Roussillón! ¡Mal compañero!

-¡Bah! -respondió el capitán- el Marqués no se mezcla en lo que a nosotros nos preocupa. Sin cuidado le tiene. Es un brillante cortesano, dedicado a galanterías y a la caza. Vendrá de alguna magnífica quinta inglesa, donde habrá tirado a los faisanes, y ahora tendrá prisa de regresar a París si allí le espera una linda rubia. Y todavía es más probable que la linda rubia esté aquí mismo y le acompañe en la travesía, porque me ha advertido que con él entrarían a bordo una joven irlandesa y su tío.

Los dos carbonarios se miraron consultándose. Giacinto hizo una señal tranquilizadora: sabía que estas noticias andaban acordes con la verdad.

-Capitán Soliviac -contestó el itialiano-, aunque lo primero es el servicio de los caballeros, que hasta excluye cualquier otro, por esta vez conciliaremos los términos. Avise usted al marqués de Brezé que tiene pasaje.

-Otra solicitud me han dirigido -añadió satisfecho el marino-, pero esa creí que debía desatenderla.

-¿Quién era?

-Un señor que se parece algo a mi paisano, el vizconde de Chateaubriand. Debe de ser persona de viso. Lleva un criado gordo, rechoncho...

No fue mirada, fue un relámpago lo que se cruzó entre los dos carbonarios, cuyos corazones botaron contra las paredes del pecho.

-¿Ese ha solicitado pasaje, capitán? ¿Está usted seguro de no equivocarse?

-¡Que si estoy seguro! Hace un momento saltaba yo de la chalupa al muelle y veo que se me acerca. ¡Si no hay medio de confundirle con nadie! ¡Viste largo levitón de camino y sombrero de copa ladeado, abarquillado, última moda, que no habrá otro igual, de fijo, en Dower! Me hace un saludo y me dice: «¿Es usted el capitán del brick Poliphéme? -Servidor de usted. -¿Vuelve usted a Francia? -Es probable. -¿Cuándo? -Aún no lo sé. -¿Querría usted llevarme? -Dispénseme, ya tengo el pasaje completo»...

-Pues ahora mismo -ordenó Giacinto- subirá usted al número 10, que es donde ese caballero se aloja, y afectando rudeza le dirá usted que acaban de avisarle de que dos pasajeros que habían de embarcar ya no embarcarán, y que puede usted brindarle un par de camarotes. Pida usted caro; aparezca codicioso. Sepa usted disimular. ¡Cuidado! Ese hombre lee en las caras los pensamientos.

-¿Y si me pregunta dónde hará la primer arribada el barco? -preguntó el capitán.

-Dígale usted que en Dieppe; pero que si le interesa que sea en Calais, el Havre o Cherburgo, esa es cuestión de dinero. Haga usted porque se figure que se trata de explotarle -añadió Giacinto, cuya sonrisa era siniestra y sardónica al pronunciar estas palabras.

-¡Ah! -añadió-, todavía no están completas las instrucciones. Si el viajero acepta, le advertirá usted que la hora fijada para la salida es la de la marea de media noche; que a cosa de las once la chalupa esperará en el muelle, y que conviene ser puntual, so pena de perder el viaje...

-Así se hará. ¿Hay más?

-¡Ya lo creo que hay más!... Capitán, ¿está usted seguro de su tripulación?

-¿En qué sentido? -exclamó admirado Soliviac.

-En el de que le obedezcan a usted pasivamente y guarden silencio sobre lo que ocurra a bordo por orden de usted.

-¡Vive el cielo! -declaró el marino con orgullo-. ¡A mi gente la conozco! La he llevado a más de una empresa ardua, cuando el otro hacía temblar a Inglaterra. Hemos dado caza a los malditos ingleses... Mis gentes callarán como piedras y obedecerán como cadáveres.

-Pues entonces... -dijo Luis Pedro- es preciso que uno de nosotros, yo, embarque antes secretamente, a la hora en que la niebla que suele levantarse al caer la tarde confunda ya los objetos. Así que llegue a bordo me proporcionará usted un traje de marinero, y seremos nosotros quienes tripularemos la chalupa que venga a buscar a ese individuo y a su compañero. Usted nos acompañará, aunque no sea costumbre de los capitanes...

-Convenido -repuso el capitán.

-¿Está usted determinado a todo?... -interrogó Giacinto con significativo acento.

La faz simpática y franca del capitán se nubló ligeramente. Corsario bajo disfraz de mercante, era capaz de las más arriesgadas empresas; pero sabía que la ejecutiva justicia de los caballeros era terrible, y que sus fallos debían cumplirse sin preguntar la causa. Fue instantánea la duda. Se rehízo al punto, y contestó:

-A todo.

-Capitán -dijo Giacinto, que leía en su cara-, ese hombre a quien seguimos los pasos es peor que un lobo rabioso. Ha merecido mil muertes, y nuestra misión es darle su merecido. Si usted vacila, no importa; desde este mismo instante cesamos de considerarle como hermano y como caballero de la libertad. Trabajaremos por nuestra cuenta y esperamos de su honor que no nos delate.

-No -insistió Soliviac-; soy bretón tozudo y firme, y no he ingresado en las filas de los caballeros para retroceder como un chiquillo a la primera prueba. Incondicionalmente para lo que dispongan. Y de los otros pasajeros, ¿qué dicen?

-Es indispensable que ingresen a bordo antes o después, pero con bastante diferencia de hora del pasajero también que va a emprender el viaje. No conviene ni que sepan que embarca.

Soliviac inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

Mientras esto pasaba abajo, arriba, en el número 8, Renato de Brezé anhelante tenía aplicado el ojo y el oído a la cerradura de la delgada puerta que servía de comunicación con el cuarto donde la risueña Kate había instalado a Volpetti. A oscuras el 8 e iluminado el 10, veíase perfectamente cuanto en este ocurría.

El esbirro, sin desconfianza, procedía a atusarse; a un lado tenía la maleta cerrada, a otro el saco neceser de tocador abierto. Brosseur sacaba de él objetos varios. La mirada ardiente de Renato se sepultaba en el neceser, pero allí no podía guardarse el cofrecillo.

-Estará en la maleta -pensó.

Poco tardó en desengañarse.

Brosseur abrió la maleta, extrayendo de ella prendas de ropa, y como casi la vació, pudo verse que no contenía sino equipajes. Renato tembló al escuchar que Volpetti decía a Brosseur:

-¿Está bien seguro aquello?

-No hay cuidado -contestó el otro esbirro-, no se aparta de mí.

Y señaló a un saquito algo abultado que llevaba pendiente de una correa cruzándole el cuerpo.

El marqués de Brezé se mordió los labios para no gritar. Empezaba a entrever su desquite; no sólo la apetecida venganza, sino el rescate del precioso depósito. Tuvo que ahogar suspiros de alegría.

Su ojo derecho se pegaba a la cerradura; contenía su anhelante respiración, y el temblor de su cuerpo sacudía imperceptiblemente la hoja de la puerta. Amelia, inmóvil detrás de él, le tendió la mano, y Renato la apretó convulsivamente.




ArribaAbajo- IV -

Mina y contramina


Otro menos escarmentado que Renato, creyendo saber cuanto necesitaba, se retiraría de allí; pero el joven Marqués tenía sobrexcitadas sus facultades y no se movió. Y bien le avino: al poco rato la puerta del cuarto de Volpetti se abría, y entraba el capitán Soliviac, que venía a anunciar al señor conde de Keller cómo tenían pasaje él y su criado a bordo del Poliphéme y cómo el brick se dirigía a Dieppe, a menos que el señor Conde tuviese especial interés en arribar a otro punto, en cuyo caso...

Soliviac desempeñaba a las mil maravillas su papel. Volpetti cayó en el lazo; ajustó, ofreció una suma regular... Le interesaba mucho desembarcar en el Havre, desde donde era fácil y breve el viaje a París.

-¡El Poliphéme! -repetía para sí Renato-. ¡La Providencia no puede decirme con mayor claridad que ha resuelto entregarme a ese hombre!

Acorde ya con Soliviac y señalada para embarcar la hora de la marea de media noche, Volpetti seguía tranquilamente arreglándose, sin sospechar qué formidables enemigos se agitaban a su alrededor. Tan natural es en el hombre la confianza, que hasta quien nació para espía, como aquel siciliano, alguna vez se ha de entregar a ella. Hay un instante fatal en que el resorte de la voluntad se afloja. Volpetti, dueño de los codiciados papeles, asegurado el regreso a Francia, creyó hallarse en vacaciones, y las órdenes que dio a Brosseur se refirieron a la lista de una comida suculenta, servida en su propia habitación. Por rutina tomó la precaución de añadir:

-¡Cuidadito con lo que se habla en la cocina!

Entretanto, los dos carbonarios conferenciaban con Soliviac y le encargaban que embarcase, mucho antes de la hora fijada, a Volpetti, a los irlandeses y al marqués de Brezé. El primer viaje de la chalupa, ya anochecido, debía llevar a estos y a Luis Pedro; el segundo sería para Giacinto y Volpetti. Soliviac mismo buscó al marqués de Brezé en su habitación, y le avisó que debían estar dispuestos él y las dos personas para quienes había solicitado pasaje.

-Convenido, capitán -respondió Renato-, por lo que respecta al señor y a la señorita O’Ranleigh; pero tocante a mí, iré, si es que voy, en un bote que fletaré a la hora más conveniente. Digo si es que voy, porque aún no estoy seguro. Quizás convenga a mis intereses no salir de Inglaterra por ahora.

Estas palabras de Renato, transmitidas por Soliviac a los carbonarios, hicieron fruncir el entrecejo a Luis Pedro, cuya suspicacia se despertó nuevamente.

-No es amor sólo el que danza ahí -repitió, viendo sonreír a Giacinto-. Apuesto a que tiene su busilis la conducta del Marqués.

-Le he manifestado -advirtió Soliviac- que el Poliphéme no le aguardará, y que se expone a quedarse sin embarcación, y me ha respondido que supone que el brick no se hará a la mar antes de la marea de la media noche.

Sobresaltados los dos carbonarios cruzaron una mirada. Giacinto, a pesar suyo, principiaba a compartir la inquietud de Luis Pedro. Hay situaciones en que cualquier incidente inesperado alarma.

-Bien, pues dejarle que haga lo que quiera y no perderle de vista. Nuestra tarea se distribuye así: tú, Giacinto, quedas en tierra y acompañas a Volpetti y a su fámulo hasta la chalupa; en ella estaremos el capitán y yo. Si Brezé quiere embarcarse al mismo tiempo no le recibiremos, porque no cabe. Se quedará en tierra y... nada más. No hacen falta testigos. Ahora... cada uno a su lugar.

Cosa de media hora después bajaba Renato de Brezé la escalera, dando el brazo a la supuesta miss Bess O’Ranleigh, cuyo rostro cubrían el sombrero de paja y el velo y cuyo cuerpo elegante envolvía ancho tartán de grandes cuadros negros y verdes. Dorff, que venía atrás, también había subido el cuello de su capote y aplanado el ala del sombrero, y así y todo, cuando Luis Pedro les vio, cuando percibió otra vez confusamente el singular parecido, un movimiento que no supo definir, mezcla de antipatía y de atracción, se produjo en su alma.

-¡Raza maldita! -pensó para sí-. ¡Raza que nos ha traído y nos traerá siempre la vergüenza, la invasión, el bofetón en las mejillas de la patria!... ¡Ah, si algún día puedo!... Y esta extraña semejanza, ¿a qué se debe? ¿Va la casualidad a jugar una carta en nuestra partida?... ¿Qué significa el respeto con que les trata ese aristócrata?

Cerca ya del muelle, comunicó estos recelos el sombrío carbonario a su optimista compañero Giacinto.

-Cada vez me convence menos lo de la aventura amorosa. Aquí hay algo que no entendemos... ¡Vigilancia! Ahí quedas tú para asegurar el golpe.

Momentos después los irlandeses, Luis Pedro y el capitán se acomodaban en la chalupa del Poliphéme. Giacinto, puesto ya en alarma, fijose en los detalles de la despedida; notó la angustia, la emoción de la joven, al estrechar de un modo peculiarísimo la mano del marqués de Brezé, y el ademán que este hizo, involuntariamente, y que en todas partes significa:

-No hay cuidado. Se hará lo que corresponda.

-¿Tendrá razón Luis Pedro? -meditaba el siciliano camino del Pez Rojo-. ¿Será ésta una contramina, un hilo que pueda enredar nuestra trama?

Desde el embarcadero siguió con disimulo a Renato. La niebla, que comenzaba a espesarse, le favorecía. Por otra parte nada tenía de sospechoso el hecho, toda vez que iban en la misma dirección. Al llegar a la posada, Renato, en vez de entrar en el bodegón, echó precipitadamente escalera arriba. Giacinto se detuvo en el rellano, atando cabos.

-La habitación contigua a la de Volpetti es la que estos irlandeses acaban de dejar vacía -pensó, recordando la distribución del piso, estudiada so pretexto de retozar con Kate-. No es verosímil que otros viajeros la hayan ocupado. Esperaré a que el Marqués entre en el cuarto inmediato, que es el suyo, y después trataré de deslizarme ahí a oscuras; milagro será que el ojo de la llave esté tapado con un papel. Volpetti aquí no debe de andar precavido. Se creerá libre de toda asechanza...

Mientras echaba estas cuentas Giacinto, acababa Brezé de subir la escalera y empujaba la puerta de su cuarto. Ya iba el siciliano a deslizarse en el de los irlandeses; sólo tuvo tiempo de hacerse atrás y ocultarse en las tinieblas del ángulo del pasillo. Renato había vuelto a salir... sin botas, descalzo, andando furtivamente, mirando alrededor... y abriendo con suavidad la puerta de la habitación en que se había alojado miss O’Ranleigh, metiose en ella.

-¡Lo que yo me proponía!... -murmuró para sí, estupefacto, el caballero de la libertad.

Tan inesperado era aquello que Giacinto, resuelto como pocos, sintió una especie de miedo. El matemático o el astrónomo que descubre en su cálculo más importante un error transcendental; el ladrón que al introducirse en una casa, creyendo hallar a los dueños dormidos, ve luz y oye ruido de voces; el general que se encuentra envuelto por fuerzas enemigas, deben advertir algo análogo a lo que nuestro siciliano experimentaba. Cerca de quince años hacía que, impulsado por un odio hirviente como la lava del Etna, se proponía consumar su venganza y cobrar a Volpetti la sangre y los sufrimientos de seres muy queridos. La vida especial del esbirro, sus múltiples disfraces, sus viajes repentinos y secretos, le habían defendido; Giacinto, solo, pobre, obligado a luchar para ganarse la vida como pintor adornista al temple, no hallaba ocasión favorable de encararse con su enemigo. Al trabar amistades con Luis Pedro, al afiliarle este en la Venta, el italiano sólo vio una perspectiva: vengarse de Volpetti. Sus esperanzas crecieron cuando ingresó en el grupo de los caballeros de la libertad, núcleo individualista dentro de la asociación de los Carbonarios. Los caballeros auxiliaban todos a cada uno, siempre que no se tratase de empresas contrarias a los fines y resoluciones de la Venta. En cambio de esta ventaja personal, los caballeros eran siempre elegidos para trances peligrosos. Sin conocer esta especial organización de las fuerzas entonces revolucionarias no se comprendería la situación de Giacinto. Un poder formidable le ayudaba, transformándole de homicida por venganza en ejecutor de sentencia secreta. Y próximo ya a lograr cumplida satisfacción de sus añejos y perseverantes rencores, ¿cómo no al armarse ante la impensada complicación cuyo alcance no podía medir?

Media hora permaneció emboscado, aguardando a que Brezé saliese. Pero no acababa de salir, y el puesto era un extremo peligroso; podían pasar Kate, o los camareros, o algún huésped; extrañarían encontrarle acurrucado en aquel rincón. Giacinto se enjugó la húmeda frente y se decidió a bajar al bodegón, donde pidió otro frasco de Chianti y un trozo de carne fría. Necesitaba restaurar sus fuerzas; comprendía que sus piernas flojeaban, que saltaba locamente su pulso. A medida que corrían las horas era mayor la alteración de su espíritu. Kate se acercó a servirle la roja lonja de buey y el empolvado fiasco, y al ponerlo sobre la mesa, maravillada del silencio de su adorador, le llamó la atención con una sonrisa provocativa y una frase picante.

-¿Qué tiene usted? ¿Se le ha muerto algún pariente cercano? ¿Ha visto sobre el tejado la sombra del gato negro? -añadió aludiendo a una superstición local.

Giacinto, de mala gana, acarició distraídamente la gruesa mano de la moza.

-Oye -la dijo-, ¿sabes tú si se marcha ahora ese caballero francés que aposentó a los irlandeses?

-¿Y a usted qué le importa? -respondió amoscada Kate, a quien no se le ocultaba la frialdad del gallardo siciliano.

-Más de lo que piensas -contestó Giacinto en voz a que procuró dar apasionados tonos-. Si él se va es que se marcha el buque que nos ha de llevar a los dos... y entonces, con gran desesperación mía, Kate... no pasaré la noche aquí. ¡Una noche bajo el mismo techo que tú, gloria divina! -añadió apoderándose del extremo de la trenza roja de Kate y deshaciéndola entre sus dedos.

La alegre muchacha se puso más encendida aún que de costumbre; jadeó un poco su aliento. El italiano la gustaba más de lo que ella misma creía, y subyugada no tuvo valor sino para murmurar, como quien se rinde:

-El caballero francés se marcha a media noche, y lo mismo el señor que ocupa el 10 y que ha traído su criado. Ya han pedido la cena y la cuenta. Pero... aquí no faltan embarcaciones. Si está usted cansado y deseoso de dormir tranquilamente... mañana encontrará las que quiera.

Giacinto, para mejor engañar a Kate, trocó con ella una expresiva mirada sin interrumpir la operación de desflecar la trenza, cuyos hilos cobrizos, olorosos a aceite de macasar, se le enredaban en las uñas. Luego, apurado el Chianti, subid a su cuarto, riéndose de la vanidad de las mozuelas; se cebó el capote, se ciñó una faja y en ella aseguró dos pistolas; se terció la cartera, empuñó un bastón de estoque, caló el sombrero y, saliendo por la puerta de la calle, se perdió entre la niebla.




ArribaAbajo- V -

El crujido


La cual era infinitamente más densa y húmeda que por la tarde, y envolvía como panal de gris algodón las calles de Dower, cuando a eso de las once y media Volpetti, seguido de Brosseur, tomó el camino del embarcadero, en demanda de la chalupa del Poliphéme. El criado cargaba la maleta y el necessaire; el asno, incapaz de fiar ya a Brosseur tal tesoro, oprimía contra el pecho, bajo las esclavinas del capotón, su precioso latrocinio, el cofrecillo que encerraba los documentos de Dorff.

Pisaba Volpetti con precaución el terreno fangoso de la línea de muelles que no conseguían iluminar, rasgando el espesor de la niebla, los amarillentos reverberos del alumbrado, semejantes a redondas pupilas de algún búho enorme. Sus botas, llenas de barro, pesaban, y a través de las suelas sentía penetrar el frío de la encharcada tierra. Brosseur le seguía difícilmente, a tientas, agobiado por el peso de los dos bultos y gruñendo entre sí:

-¿Dónde aguardará esa maldita chalupa? Ya podían habernos enviado un marinero que nos guiase...

Para no apartarse de su amo, dirigíase Brosseur por el ruido de las pisadas y el crujido del cuero nuevo de las altas botas de campana. Hubo un momento en que sonó débil; luego cesó de oírlo; desorientado, se detuvo; entonces resonó otra vez y más recio que antes; se acercó lo más que pudo; el de las botas iba a prisa. De improviso el de las botas se volvió, y el supuesto ayuda de cámara sintió cual si se le desplomase encima del cráneo una masa pesadísima; vaciló, y, soltando las maletas, cayó faz contra tierra, sin proferir más que una especie de ronco quejido, análogo al estertor del buey, cuando lo acogotan de un mazazo. El estrépito de la caída lo amortiguó la capa de lodo blando que revestía el suelo.

El marqués de Brezé -pues no era otro el que acababa de atacar a Brosseur- se inclinó sobre su víctima, descubriendo una linterna sorda y acercándosela al rostro, por el cual, fluyendo del abierto cráneo, se deslizaba un hilo de sangre. Tentó, desabrochó, registró afanosamente el pecho del polizonte; en el bolsillo del lado izquierdo encontró un manojo de llaves. Con ellas abrió las maletas. No contenían sino ropa y objetos de tocador. Entonces, con precipitación febril, después de menear a Brosseur para cerciorarse de que estaba sin sentido y no daba señales de recobrarlo, Renato se incorporó y apresuró el paso hacia el embarcadero, hacia el cual se dirigía sin duda Volpetti.

Momentos después, un hombre de arrogante apostura, que se deslizaba a paso de fantasma a través de la niebla, tropezó con el cuerpo inerte de Brosseur y masculló una exclamación.

-¿Qué es esto? -murmuró-. ˜¿Un cadáver?

Sacando chispas de su eslabón, encendió mecha, y pudo reconocer al esbirro, que respiraba todavía.

-¡Famoso golpe! -exclamó el italiano- y es obra del Marqués. Le ha partido la cabeza como quien parte una sandía. Lo que no sabe ese caballero que nos coge la delantera es rematar la suerte. Si pasa cualquiera y encuentra aquí a ese can, y sus maletas abiertas, y todo desparramado, da la alarma al vecindario, creyendo que se trata de un robo. ¿Y por qué realiza el Marqués estas proezas? ¡Dios mío! ¡Qué razón tenía Luis Pedro! ¡Qué bien adivinó que no se trataba solamente de amores! En fin, al caso... Ea, amigo esbirro... bueno es que los precavidos vengan después de los inexpertos.

Durante este monólogo, revelador de lo mucho que todavía le faltaba al marqués de Brezé para habérselas con gente ducha en golpes de mano, Giacinto, medio a oscuras, recogía en las maletas los objetos esparcidos y las cerraba con sus hebillas. Luego, con precauciones -porque la niebla era tan compacta que exponía al peligro de un paso en falso el acercarse al malecón resbaladizo-, columpió las maletas en el aire y las arrojó al mar, que rugía con tumbo ensordecedor, azotando las negras piedras y enviando su espuma a romperse y desmoronarse sobre la línea del dique. Acercose en seguida al esbirro, que, embargadas sus facultades, continuaba sufriendo los efectos del porrazo, y trató de hacerle rodar hasta el borde mismo del malecón.

-¡Cómo pesa el tunante! -suspiró Giacinto-. ¡Y qué fortuna, esta niebla y esta marejada ruidosa y ensordecedora! ¡No faltaría sino que algún vecino desocupado nos atrapase con las manos en la masa!

Al mismo tiempo bregaba para mover el cuerpo rechoncho, pesadísimo, cuya cabeza ensangrentada se balanceaba y se hundía en el fango. Aunque el siciliano era robusto y forzudo, un sudor de angustia inundó su piel al notar que no conseguía alzar del suelo, donde se había atascado en el barro desleído y pegajoso, aquella masa humana. Hizo un esfuerzo supremo y la sintió que cedía, que se ponía en movimiento por decirlo así; animado redobló el impulso, y arrastró a Brosseur hasta la orilla. Pero no había contado con la velocidad adquirida, inevitable: presa de un vértigo, se vio precipitado a las olas. Giacinto era italiano, y a pesar de carbonario, católico y gran devoto de la Madona; se encomendó fervorosamente a ella y cejó hacia atrás. Sus pies se hincaron en el cieno; esto le salvó. El tronco semivivo de Brosseur, cediendo a su propio peso, se deslizó lentamente por el filo del malecón, y con pesada caída hizo rebotar el agua, que llegó a cubrir de salpicaduras de espuma a Giacinto...

El siciliano, con el corazón palpitante, se persignó. ¡El peligro había pasado! En su frente, la salpicadura de agua de mar se mezclaba con el sudor de la congoja.

-Santa Madona, ¡gracias! -balbuceó respirando ampliamente, libre de sus terrores.

Entonces se acordó de lo que durante la brega había olvidado. ¿Y qué sucederá en el embarcadero? ¿Qué será del Marqués? ¿Qué de Volpetti?

Como aguijado por la incertidumbre, Giacinto se hundió en la niebla, siguiendo la línea del muelle. Renato le llevaba delantera. El crujido de sus botas, que había engañado a Brosseur, puso a Volpetti desde el primer instante sobre aviso. La honda cautela del esbirro, olvidada algunas horas, habíase despertado de súbito, merced a ese instinto profesional que forma segunda naturaleza. Su exquisita suspicacia pareció avisarle, de un modo vago, que tenía cerca el peligro. No le sería fácil explicar por qué, pero, al apretar el cofrecillo contra el pecho, cerciorose de la presencia de un puñal, y, en el cinto, del bulto de las pistolas, compradas, por cierto, en Londres.

Aunque el instinto tuviese en esto mucha parte, también la razón velaba en Volpetti y le advertía de dos hechos: primero, la desaparición de Brosseur, a quien no se atrevía a llamar, pero a quien buscaba en medio de la niebla. No encontrarle inquietó al esbirro; pero aumentó su preocupación oír detrás crujido insistente de cuero, que respondiendo al de sus propias botas sonaba de continuo, a pesar del ruido formidable de la marejada. Volpetti presentía que alguien le iba a los alcances; que era seguido, hasta acosado. Lo solitario del lugar, lo tardío de la hora, lo intranquilo de su conciencia, todo contribuía a infundir en el ánimo del esbirro temor indefinible.

-¡Brosseur! -se atrevió a silabear-. ¡Eh, Brosseur, galopín!

Nadie le contestó; el crujido proseguía cada vez más cerca, al lado casi de Volpetti... Una especie de resuello ardiente, de amenaza y odio, abriose paso por entre las gasas tupidas y frías de la niebla, y antes que el esbirro tuviese tiempo de ponerse en guardia, un choque violento, un palo en un hombro le alcanzó. Sin embargo, hallábase prevenido; oprimió con el brazo izquierdo el cofrecillo y con la diestra sacó una pistola que montó, tratando de dirigir el cañón del arma hacia donde supuso que su agresor podría encontrarse. Sin darle tiempo a apuntar, ni siquiera a disparar a bulto, un hombre joven, ágil como un leoncillo, surgió, se abrazó a él y le estrechó violentamente, oprimiéndole las costillas hasta quitarle el respiro. Anhelante, Volpetti se defendía y procuraba hurtar el cuerpo y resguardar el cofre. Había reconocido, sin verle, al marqués de Brezé, y comprendía, en medio del aturdimiento y el vértigo de la lucha, que el objeto del ataque no era sino recobrar los documentos. El vigor de Renato, al fin, prevaleció, y el mozo, arrancando al esbirro la pistola, se la apoyó en la sien, diciéndole con voz ronca:

-Suelta el cofre que has robado, bandido, o te abraso los sesos -Volpetti aparentó hallarse subyugado. Había caído sobre una rodilla; al golpearle Renato para apoderarse del cofre, la mano del esbirro, deslizándose hacia el pecho, sacó de su vaina el puñal. Mas ya no era Brezé el de antes; sus astucias de cazador las aplicaba a la lucha con el hombre, y procedía con Volpetti como si fuese una alimaña. Atenaceó el brazo que le amenazaba y lo retorció hasta casi dislocar la muñeca. Volpetti, torturado, exhaló un grito, pero el pavoroso mugido del mar cubrió su voz. Y Renato entonces, con espasmos de alegría que casi le embargaban el sentido, logró arrancar la correa y con ella el cofrecillo, y soltó al esbirro anonadado.

Era en aquel mismo instante cuando, habiendo atracado al embarcadero la chalupa y quedándose dentro de ella el capitán Soliviac, Luis Pedro, vestido de marinero, saltaba a tierra empuñando un farol. El ruido de la lucha, el apagado grito de Volpetti, le guiaron, y con gran asombro suyo, al aproximar el farol, en vez de encontrar a Volpetti enzarzado con Giacinto, vio en el suelo al esbirro y en pie al Marqués.

Precisamente Giacinto se acercaba entonces al grupo. Ni uno ni otro caballero de la libertad se metieron en averiguaciones. Luis Pedro llevaba una cuerda enrollada a la cintura; la desenrolló rápidamente y se arrojó sobre el esbirro, atándole de pies y manos a pesar de su desesperada resistencia. Giacinto ayudaba, y riendo de gozo repetía:

-¡Caíste! ¡Has caído! ¡Ahora sí que no te escapas! ¿Me conoces? Soy Giacinto Palli, tu amigo... ¿Por qué no le echamos al mar inmediatamente?

-¿Aquí? -contestó Luis Pedro-. Estás loco. Podría salvarse.

-¡Bah!, con una cuarta de fierro sobre la tetilla izquierda...

-¿Y el criado? -dijo Luis Pedro.

¿Ese?... ya se lo está contando a los peces.

-¿Son ustedes enemigos de este hombre? -preguntó el Marqués.

-¡A muerte! -exclamó Giacinto, mientras aplicaba a Volpetti por mordaza su pañuelo.

-Yo también. Me había robado lo mejor que tenía. ¡Recíbanme ustedes en la chalupa y llévenme a bordo, porque después de lo hecho no puedo quedarme en Dower!

-¿Es usted capaz de guardar silencio sobre lo que vea y oiga? -interrogó en tono solemne Luis Pedro.

-Silencio absoluto. Palabra de caballero.

-Pues ayúdenos a cargar con este miserable y a la chalupa.

Renato obedeció, y levantando por brazos y piernas al esbirro los tres hombres bajaron las escaleras del embarcadero.




ArribaAbajo- VI -

El perdón


Cuando tendían a Volpetti en el fondo de la chalupa, amordazado y reciamente atado, a bordo del Poliphéme, sobre cubierta, un hombre y una mujer intentaban el imposible de rasgar con la mirada la densa bruma que ocultaba el puerto; a los dos les latía el corazón muy fuerte; los dos levantaban el pensamiento a la esfera de lo divino. Se mantenían estrechamente abrazados, pendientes del desenlace de aquel episodio en que se jugaba su destino y en que además corría tamaño peligro su valeroso defensor. Desde la del embarque, las horas habían transcurrido con desesperante lentitud, aumentando la ansiedad del padre y la hija.

El mar, que era de fondo, batía los costados del Poliphéme y hacía cabecear al ligero brick, no obstante la sujeción del ancla.

El segundo de a bordo, envuelto en amplio abrigo de hule, manifestaba cierta inquietud; sabía que el capitán había resuelto emprender el viaje, y no encontraba que fuese favorable el tiempo, tan metido en niebla, con navegación entre dos costas y las profundas corrientes del Estrecho.

Cuando Amelia, calada hasta los huesos por la glacial bruma, empezaba a tiritar de frío, el vigilante de cuarto avisó que la chalupa se acercaba.

-¡Dios mío! -murmuró Dorff-. ¡Qué nos traerá! ¡Tened piedad de nosotros!

Momentos después, una voz juvenil, alegre, triunfadora, dominando el eco imponente del mar, gritó:

-¡Amelia! ¡Amelia!

Precipitose la niña... Ya trepaban por la escalera de cuerda los tripulantes de la chalupa, y podía verse que izaban una forma rígida, que a primera vista se tomaría por un cadáver. Depositaron la carga sobre el puente, y el capitán Soliviac ordenó que la arrimasen a un rollo de cordaje y la dejasen allí, cerciorándose antes de que estaba el sujeto bien atado. Giacinto, loco de alegría, no cesaba de repetir:

-¡Gran noche! ¡Gran jornada!

Retrato, por su parte, cogió una mano de Amelia y la besó con delirante gozo; después, precipitándose hacia Dorff; abrió su capotón y sacó y presentó el cofrecillo.

El capitán ordenó:

-¡Levar el ancla!

No se atrevió el segundo a manifestar recelos, y minutos después el Poliphéme se alejaba de las costas de Inglaterra.

En la reducida cámara que servía al Poliphéme de sala y de comedor reuniéronse los dos carbonarios, Amelia, Dorff, Renato y el capitán. Este ordenó a un marinero que trajese lo necesario para hacer ponche; todos estaban empapados, y necesitaban algo que les confortase. La fantástica luz del ron ardiendo, que vacilaba a los vaivenes del brick, iluminó los rostros, y al primer sorbo de la caliente bebida se estableció una especie de confianza repentina entre los que horas antes ni se habían visto. Con su resolución y su iniciativa de costumbre fue Amelia quien tomó la palabra para dar satisfacciones a Soliviac y a los dos carbonarios.

-Es hora de explicarnos, señores, y de decir la verdad. No somos irlandeses; somos unos pobres proscritos que buscan refugio en Francia y que necesitan no ser conocidos, porque la policía nos persigue y los poderes de la tierra nos aplastan. El hombre que han traído ustedes maniatado y su digno compañero nos habían sustraído, con infames ardides, un cofre que contenía los documentos que acreditan nuestra personalidad y nos autorizan a reclamar nombre y fortuna, la herencia de nuestra desdichada familia. Mi prometido -y Amelia dirigió al marqués de Brezé una sonrisa encantadora- se propuso recuperar esos papeles: veo que los ha recuperado, pero indudablemente ustedes han sido sus auxiliares. ¿Me equivoco?

-No, señorita -exclamó Giacinto-, la casualidad más rara ha unido nuestros intereses. El novio de usted pega fuerte, pero no sabe rematar. Si no es por mí, el pillastre del polizonte disfrazado de ayuda de cámara a estas horas habría divulgado en Dower lo que tanto nos conviene que permanezca secreto. Me vi obligado a ponerle en remojo. Ya están seguros: el uno en el fondo del mar; el otro aquí, esperando que le demos la licencia absoluta. ¡Rico ponche! Me vuelve el alma al cuerpo.

-El otro -dijo Luis Pedro- correrá la misma suerte, pero antes le interrogaremos; no es cosa de que se lleve sus secretos al otro mundo añadió con sonrisa sardónica-. Así que estemos en alta mar -por precaución- le arreglaremos en forma y le lanzaremos al agua. ¿No es cierto, señores? ¿Qué opina usted, capitán?

-No hay otro remedio, hermano -contestó Soliviac gravemente.

-Es una triste necesidad -confirmó de Brezé.

-¡No, es una ligera compensación! -exclamó Giacinto.

Amelia guardó silencio, pero su mirar centelleante de arcángel vengador refrendaba la sentencia.

Pero Dorff se levantó. Al vacilante reflejo del ponche parecía agigantarse su estatura. En honda voz habló suplicando:

-¡Nada de sangre, señores! ¡Nada de crímenes! ¡Perdón, perdón!

-¿Que le perdonemos? Ha servido ciegamente a la tiranía -contestó Luis Pedro.

-Ha perseguido a la inocencia -afirmó Soliviac.

-Ha hecho morir a mi hermano en un patíbulo -declaró Giacinto rechinando los dientes.

-Ha organizado el asesinato de mi padre -confirmó Amelia.

-Me ha engañado, me ha despojado, ha pegado fuego a mi habitación -alegó Brezé.

Y a la vez, cinco voces repitieron:

-¡Debe morir!

Un silencio imponente pesó sobre la cámara, interrumpido sólo por las ululaciones del viento y la queja del mar.

El capitán Soliviac sirvió otra ronda de vasos de estaño colmados de ponche y coronados de azules llamitas, y dijo señalando a Dorff y Amelia:

-Ustedes son nuestros huéspedes. No teman mientras estemos a su lado. Les defenderemos, pero exterminaremos sin misericordia a los malos y a los injustos.

Instintivamente, al sentirse reanimados por la confortante bebida, Amelia y el Marqués se aproximaron, entablando una plática muy dulce.

A su vez, los tres caballeros de la libertad agrupáronse, celebrando una especie de consejo, deliberación exigida por las circunstancias. Giacinto era partidario de un sistema: rodear a Volpetti los pulgares con un bramante lino, introducir en el nudo una cañita y dar vueltas, vueltas... hasta que el esbirro contase varias cosas que convenía saber. Después, una bala a los pies, otra al cuello, los brazos bien amarrados para evitar ejercicios de natación... y el baño de agua salada, a que se reuniese con su ayuda de cámara en el país de las sardinas.

Entretenidos con estos planes, no se hicieron cargo de que Dorff ya no se encontraba en la cámara. Sólo Amelia notó la retirada de su padre, y la atribuyó al deseo de descansar o de protestar, con la ausencia, de lo que allí se decidiese. Tambaleándose a causa del movimiento del barco, agarrándose al balaustre de cuerda de la escalera que conducía al puente, Dorff salió al aire libre, alzó los ojos al cielo, y después se aproximó al esbirro, que continuaba arrimado al rollo del cable, entre dos barricas. Le contempló un instante: el farol de cuarto, oscilando, tan pronto iluminaba como dejaba en sombra el rostro de Volpetti, lívido de pavor y de rabia. Al fin se inclinó hacia él. El esbirro ni aun intentaba moverse: comprendía que era llegada la hora del desquite, la hora de pagar cuentas y deudas. Dorff, en voz baja, casi al oído, le dijo con un género de extraña dulzura:

-Vengo a libertarte.

Volpetti no podía hablar, pero sus ojos revelaron sorpresa infinita.

-Oye -insistió Dorff, principiando a atacar con un cortaplumas las ligaduras que sujetaban las manos del esbirro-, te perdono para que Dios me perdone y te mando, de parte suya, que no vuelvas a pecar. Tu vida es una cadena de maldades; me has hecho sufrir tanto, que he cometido el delito de dudar de la justicia divina. Si salvas, haz penitencia. Así que te desate, escapa: aquí te matarían; arrójate al mar, y mejor para ti si la casualidad pone en tu camino un barco que te recoja. No te incorpores; ¡quieto!, aguarda.

Ya tenía Volpetti libres las manos. Dorff deshizo los nudos que sujetaban pies y piernas. El esbirro continuaba guardando silencio, experimentando la emoción del que al borde de un precipicio se siente sujeto por un brazo vigoroso. De los sentimientos que despierta el beneficio inmediato -gratitud, efusión-, ni rastro hubo en Volpetti. Endurecido por su oficio, habituado a respirar entre lágrimas, dolores y agonías, aquel hombre sólo advertía, respecto a Dorff, un desprecio irónico. «¡Valiente insensato! ¡Pues no me suelta!», pensaba. En tan crítico instante recordó su vida entera. ¡Cambiar él! ¡Imposible! Era espía por vocación. En la escuela espiaba y delataba a sus condiscípulos; novicio en los Camaldulenses, espiaba a sus compañeros de hábito; arrojado del convento por la revolución, espió a los revolucionarios; sus aptitudes, su temperamento a eso le inducían, y encontró el ambiente más propicio, porque desde fines del siglo XVIII hasta mediados del XIX, y sobre todo bajo el primer Imperio y la Restauración, han corrido los tiempos áureos de la policía secreta, y nadie escribirá la verdadera historia de ese período, porque unos cuantos polizontes geniales se la llevaron consigo al sepulcro. Cuando Volpetti ingresó en la hueste sostenida por los fondos de aquel Ministerio de policía que creó el Directorio, y cuyas vicisitudes marcan las etapas históricas sucesivas, desarrolló sus condiciones excepcionales de esbirro, infernalmente hábil para provocar a conspiradores, enredarles más y más en los hilos de su propia trama, sorprenderles, aniquilarles. Casi con desinterés, pues obedecía a las íntimas necesidades de su naturaleza, Volpetti fue, según la frase enérgica de un historiador, los ojos y los oídos y a veces el brazo del Gobierno. La lúcida ojeada de Vidocq había discernido inmediatamente las cualidades de Volpetti, su arte para introducirse donde le acomodaba bajo pretextos y disfraces, para intimar con las gentes del servicio o los amigos, y averiguar así lo más oculto de combinación novelescopsicológica, red de malla dina que envolvía al más precavido y cauto. Y es que Volpetti tenía el sello del espía natural, que trabaja por amor al arte, a todas lloras, entusiasta, con pasión maniática de coleccionista. En las esferas de la alta policía se le proporcionaron medios de acción, poniendo a sus órdenes una brigada de agentes y facilitándole dinero; a sus mañas se debía ya el descubrimiento de infinitos complots, la captura de bastantes agitadores peligrosos y el desenlace trágico de episodios como la conspiración del general Doyenne, que se suicidó en la cárcel por no arrostrar el fuego del piquete.

Compréndese que en el alma de Volpetti no cabía gratitud ni remordimiento. Al contrario, existía en el agente la convicción de que el bien es debilidad y el perdón cosa muy necia. ¡Perdonarle Dorff! ¡Con tantos años como llevaba de perseguirle! La persecución de Dorff era uno de los títulos de siniestra gloria del esbirro: era su especialidad... Nunca había sentido como en aquel momento el menosprecio invencible del hombre de acción sin escrúpulos hacia el hombre de conciencia que procede movido por impulsos éticos. Tan satánico desdén hervía en el alma de Volpetti ínterin Dorff le quitaba la mordaza y acababa de deshacer los nudos de las recias cuerdas.

Lo único en que Volpetti creía -con mezcla de superstición italiana y de ese indiferentismo estoico que surge en las almas de los que acostumbran violentar al destino y saben que el destino tarde o temprano rechaza la violencia- era en el destino mismo, en la fatalidad. Esa fatalidad acababa de percibirla desde Londres como flotando en la atmósfera; desde el fracaso, absolutamente debido al azar, del atentado contra Dorff en el square. Volpetti tenía fe en sí mismo, y suponía que cuanto malo hubiese de sucederle se originaría de descuidos o errores suyos propios: algo de que él fuese responsable. Cuando se vio sorprendido entre la niebla, paralizado su brazo, echado a tierra, vencido, dominado, amarrado sobre la cubierta del Poliphéme y esperando muerte cierta, acaso cruel, pues había reconocido, sobrado tarde, a su implacable enemigo Giacinto, se echó la culpa, por haberse entregado, en el Pez Rojo, al descuido, cuando debiera vigilar asiduamente. «¡Estúpido de mí! -pensaba-. ¡El Marqués, los carbonarios, Dorff, su hija, todos rodeándome, atisbándome... y yo sin sospecharlo siquiera... ¡Ah, Volpetti... lo que te sucede te está bien empleado, de sobra lo tienes merecido!». Esta idea era la que le hacía estremecerse de rabia mientras comprobaba la imposibilidad física de romper las ligaduras. Al libertarle Dorff cruzó por su mente un relámpago. «La fatalidad no está contra mí. Está contra él, y yo debiera saberlo. ¿No lo he comprobado mil veces? Este hombre es la demostración más clara de la fuerza del sino».

Dorff, entretanto, repetía con solemnidad la fórmula regia de los indultos.

-¡Te perdono para que me perdone Dios, que está sobre ti, sobre mí, sobre todos! De Dios que nos ve y sabe cuáles son tus delitos y el momento en que extenderá la mano para reducirte a la nada. ¡Te perdono... porque mi destino es perdonar y expiar y a ello estoy pronto! ¡Pero también te advierto que si no te enmiendas y arrepientes, ay de ti, ay de ti! No tientes más al poder sumo. ¡No creas que te librarás de él!

Sintió el agente que no le sujetaba ninguna ligadura y que su sangre empezaba a circular. Se desnudó poco a poco. Dorff le cubría con su cuerpo. Incorporándose, medio agachado, se acercó a la borda. Con rápido movimiento se lanzó a las irritadas olas. El vigilante de cuarto profirió el clásico grito:

-¡Hombre al agua!




ArribaAbajo- VII -

A la luz del farol


Tiene este clamor la virtud de poner en movimiento instantáneamente a cuantos van en un barco. Como por magia aparecieron en la cubierta del Poliphéme pasajeros y tripulantes; la niebla empezaba a disiparse; aturdía el ruido del oleaje, rompiéndose contra los costados. En la confusión de los primeros momentos nadie acertaba a explicarse lo sucedido.

Sin embargo, el segundo de a bordo hizo una indicación al capitán Soliviac.

-El prisionero se ha fugado, y fue ese pasajero -añadió señalando a Dorff- quien le desató. Nos descuidamos, porque nadie podía sospechar...

Profirió el capitán una imprecación airada, y, estupefacto, interrogó al mecánico.

-¿Cómo se ha atrevido usted? ¡Rayo! ¡Por vida de la Custodia! ¿Está usted seguro, Pernies, de que en efecto el señor?... ¡Bien!, ya ajustaremos esta cuenta. Sujetármele y no perderle de vista. Ahora preparad las carabinas, y si veis al tunante, si se acerca al buque... un tiro a la cabeza.

Inclináronse los marineros sobre la borda, tratando de distinguir a lo lejos la blancura del cuerpo zarandeado por la resaca, a cada paso más furiosa. El viento, que ya saltaba por rachas huracanadas, barría el nublado, y una claridad vaga alumbraba la superficie del mar; orlas de espuma corrían desatadas por la cresta de las olas.

Uno de los marineros bretones, especie de gato montés, de verdes ojos, que veía de noche, creyó divisar al náufrago bastante cerca, y casi a un tiempo cuatro disparos partieron en aquella dirección.

Dos mocetones, Yvón y Hoel, arriaban la chalupa y se disponían a tripularla, lanzándose en persecución del fugitivo. Todo fue obra de diez minutos.

Dorff, custodiado, casi prisionero, esperaba tranquilo, cruzado de brazos. Renato y Amelia se habían colocado lo más cerca posible de él, con el propósito de defenderle, pero no pudieron menos de revelar terror y pena ante la fuga del esbirro.

-Nos has perdido, padre -dijo Amelia consternada, en voz temblorosa.

-Señor, es inútil cuanto luchamos -agregó con desaliento el Marqués-. ¡Si ese hombre consigue salvarse, que el mar nos trague a nosotros!, porque nos espera algo cien veces peor que la muerte. No tendremos descanso en ningún país del mundo. ¡Este es el último golpe de la desdicha! ¡De qué me ha servido recobrar el cofrecillo, a costa de hacer yo, un de Brezé, un Giac, el oficio de los que hieren por la espalda!

Y Renato, desesperado, dejó caer la cabeza sobre el pecho. Dorff seguía callando.

Entontces resonó a bordo alborotado clamoreo; el vigilante el timonel gritaban:

-¡Embarcación a babor!

Siempre reviste importancia para un barco el paso de otro con el cual va a cruzarse en la ruta del Océano; en aquellos tiempos, fresca aún la memoria de los lances y empeños entre corsarios ingleses, franceses y españoles, podía encerrar amenazas. Mas para el capitán del Poliphéme, en tal momento, significaba algo más grave: la probable salvación del fugitivo, cuyo cuerpo se había visto blanquear otra vez a través del agua de una ola.

-¿A que recogen a ese maldito? -rugió Soliviac furioso, sin divisar todavía la embarcación.

No tardaron en verla todos. Volaba sobre las olas, como un ave negra, ya rasándolas, ya hundiéndose. Era una goleta poco mayor que el Poliphéme, lo que los holandeses llaman un schooner. La columbraban perfectamente, porque ya la noche era entre clara, y luego notaron cómo las voces del náufrago eran oídas y la goleta recogía velas para moderar su marcha y poder echar un cabo al cual se agarrase el esbirro. Los marineros del Poliphéme iban a disparar otra vez con carabinas, pero Soliviac les contuvo: era seguro que no harían blanco, y en cambio alarmarían a los de la goleta. Impotentes, desesperados, los caballeros de la libertad presenciaron el salvamento de Volpetti; vieron la blancura del desnudo cuerpo sobre la negrura de los costados del buque.

-¡Se ha salvado! -exclamaron.

-¡Se ha salvado! -repitieron con la misma dolorosa entonación Amelia y de Brezé.

-¡Le recogen! -profirieron entre juramentos los tripulantes del Poliphéme. Sin saber quién era el esbirro, compartían ciegamente los sentimientos del capitán.

Todos aquellos puños crispados que amenazaban inútilmente al fugitivo se volvieron, con impulso unánime, que parecía concertado, contra Dorff. El más airado era el capitán Soliviac; agarrando violentamente al mecánico del cuello del largo capotón de viaje que le cubría y sacudiéndole con ira:

-¿Quién es usted? -gritó el marino-. ¿Quién es usted para soltar a los malhechores prisioneros en mi buque bajo mi jurisdicción? ¿Es usted cómplice de ese bandido? Pues sufrirá, ¡rayo de condenación!, la misma suerte que a él le reservábamos.

-Y la merece -apoyaron el italiano y Luis Pedro-. Este sujeto sospechoso, a quien no conocemos, nos ha desbaratado todos nuestros planes. Mal hicimos en fiar de nadie; nuestros asuntos debiéramos despacharlos nosotros mismos, sin consentir intervención.

Amelia, aterrada, se colocó delante de su padre, escudándole resueltamente. La misma actitud tomó de Brezé; pero a una orden de Soliviac los marineros se arrojaron sobre el Marqués y le sujetaron, no sin trabajo, pues era robusto y se defendía con alma.

Dorff, hasta entonces, había permanecido silencioso, como resuelto a no dar explicación alguna de su conducta y a arrostrar las consecuencias. Al ver cómo maltrataban a Renato, se adelantó entregándose.

-Capitán, estoy pronto a responder de mis hechos... Deje usted al Marqués, no tiene la menor culpa. Ruego a usted que me escuche, pero en la cámara, delante de estos señores tan sólo.

Y señalaba a Giacinto y a Luis Pedro.

Soliviac hizo una seña a los marineros, que soltaron a Renato, y, quedándose atrás, señaló a Dorff la escalera que a la cámara conducía.

Dorff bajó; le siguieron Amelia, Renato y los tres carbonarios. Apenas se encontraron en la cámara, estos se agruparon y se colocaron como formando un tribunal: Soliviac en el centro, a los lados Luis Pedro y Giacinto. A tal hora y en sitio tal, la escena era dramática.

-Es usted -dijo Soliviac dirigiéndose a Dorff- un acusado. En mi barco yo administro justicia y a nadie tengo que rendir cuentas sino a Dios. Se ha hecho usted cómplice de un criminal reo de muerte y debe usted sufrir igual pena, ya que él, gracias a usted, se encuentra libre y que su libertad nos costará a nosotros la vida. Sin embargo, antes de imponer a usted castigo, escucharemos su defensa. ¿Que tiene usted que decir en disculpa de su conducta?

-Yo diré... -intervino Renato.

-Usted no. Estoy interrogando al señor -declaró con firmeza Soliviac.

-No pretendo disculparme -declaró Dorff con énfasis-. Lo que hice lo hice a conciencia, porque tenía el derecho de hacerlo.

-¿El derecho? -exclamaron con extrañeza los carbonarios, dudando si se las habían con un loco.

-Sí, el derecho -insistió Dorff-; el derecho de perdonar corresponde al más ofendido, y a nadie de ustedes hizo ese hombre el daño que a mí. Si refiriese lo que por él he padecido, verían ustedes a dónde puede llegar la maldad humana y cuáles son los límites del dolor y del sufrimiento. La palabra no es suficiente para expresar mis martirios. Me torturó, me sepultó en calabozos donde consumí la juventud, me robó nombre y ser, y todavía, no ha muchos días, él guió la mano de los asesinos que quisieron acabar con mi triste existencia. Yo, y no otro, era quien podía perdonarle. Porque además, sépalo el capitán Soliviac, si el perdón desapareciese de la superficie de la tierra... en mi alma debía encontrarse. Mi oficio es perdonar; mi deber, impedir, aun a costa de toda la mía, que se vierta una gota de sangre. Hagan ustedes de mí lo que gusten... He dicho todo cuanto tenía que decir en mi abono.

Los carbonarios se miraron; a pesar suyo, les dominaba la palabra de Dorff, infundiéndoles respeto extraño.

-¡Qué demonios! -exclamó por fin Soliviac. -Todo eso estará muy bien y será muy lindo, pero hay ocasiones en que no se puede perdonar, porque el perdón para uno es castigo para otros. El haberse salvado ese hombre es nuestra muerte.

-Y la mía... y tal vez la de mis hijos -contestó con sencillez Dorff, por cuyas mejillas rodaban dos lágrimas.

-¡Ya lo ve usted! -gritó Giacinto-. Ea, basta ya de escuchar los desvaríos de un insensato. Lo siento mucho por esta señorita... pero es preciso concluir.

Soliviac aprobó y añadió dirigiéndose a Dorff:

-Después de todo, le creemos cuanto nos está contando... por exceso de buena fe. ¿Quién nos responde de que no es usted otro esbirro hábilmente disfrazado? Los hechos son que a usted debe su libertad ese infame.

Dorff retrocedió un paso, y con lentitud majestuosa se arrancó el sombrero, que conservaba encasquetado y bajo sobre las sienes, y se despojó del capote, cuyo cuello casi le cubría el rostro.

Descolgando después el farol de la cámara, aproximó a su semblante la luz. Los tres carbonarios lanzaron una exclamación y se juzgaron víctimas de una alucinación retrospectiva: tal era la singular semejanza. Y con veneración involuntaria, se descubrieron a su vez.




ArribaAbajo- VIII -

El capitán


Una después, en la cámara del Poliphéme la escena había cambiado por completo. Dorff estaba sentado y le rodeaban los tres carbonarios, que acababan de escuchar una relación sucinta de la historia de aquel hombre. El asombro y la lástima inundaban sus corazones. Luis Pedro en especial, a pesar de su habitual y taciturno mutismo, parecía como fuera de sí; tal era la agitación que su actitud revelaba, tal el sombrío fuego encendido en sus ojos, que relucían como dos ascuas vivas. Sobre la mesa estaba abierto el cofrecillo, del cual Dorff había extraído algunos papeles comprobantes de su relato; pero no se necesitaban: los caballeros de la libertad habían tenido fe desde el primer momento.

-¡Qué golpe para los tiranos! -exclamaba Luis Pedro-. ¡Clavarles un puñal sería hacerles menos daño! ¡Visible es aquí la mano de la Providencia! ¡Ellos trajeron al suelo de la patria la invasión; ellos abrevaron en el Sena las monturas de los cosacos... y ahora les vamos a sellar en la frente la vergüenza de la usurpación y del fraude!... ¡Cuando yo soñaba con imponerles un castigo ejemplar y terrible... no creía que Dios pudiese tenérselo reservado tan completo, tan universal! ¡Y menos que me tomase por instrumento a mí... a nosotros!

-Nosotros -confirmó Giacinto-, que somos una fuerza, hacemos nuestra la causa de Dorff el mecánico y la defenderemos por todos los medios... hasta contra él mismo si por exceso de generosidad quisiese perderse otra vez. ¿No es cierto, Soliviac? ¿No es cierto, Luis Pedro? Nuestras energías enteras se consagraran a este asunto. Nuestros hermanos vendrán en ayuda nuestra incondicionalmente, y casi me atrevo a sospechar que no serán ellos solos... ¡Ah! ¡Llevamos en el Poliphéme una revelación a la patria! Para los convencidos, la fe; para los escépticos, la prueba -añadió señalando al cofrecillo.

La voz cristalina de Amelia se alzó entonces, algo velada por la inmensa emoción.

-Señores, si me atreviese... les haría una observación, les daría un consejo de mujer. No formen planes, no alimenten esperanzas, porque desgraciadamente nos encontramos en situación crítica. ¿Creen ustedes que podemos desembarcar en Francia? Vivo y libre el esbirro, que conoce los hilos de esta maraña, no tendremos acaso, en Europa entera, un instante de seguridad y sosiego.

-¡Bien dice la señorita! -declaró Giacinto, que por puro amor al arte la contemplaba extasiado, admirando aquella altiva hermosura, aquel brioso continente, aquel imponente señorío.

-El peligro es mayor de lo que parece -prosiguió Amelia-, porque, hasta el día, nadie en el mundo tenía conocimiento de la existencia de estos documentos preciosos, por un milagro salvados y que pueden cambiar el curso de la historia. Mi padre los conservaba, sin pensar hacer uso de ellos. Quería deberlo todo a la espontaneidad del cariño de su hermana. Todavía espera en él. Pero el esbirro está enterado, el esbirro hará que se pongan en movimiento hasta las piedras para quitarnos nuestra única garantía. No se reparará en medios: cuantos hemos intervenido en este episodio desapareceremos; la tierra guardará el secreto mejor que lo guardábamos nosotros... En vez de pensar en ruidosos desquites y espléndidas victorias, ¡pensemos en ocultarnos, pensemos en resguardarnos de la tormenta que nos amenaza! ¡Tuerza el capitán Soliviac el rumbo, vire de bordo hacia Dunquerke! No podemos dirigirnos a las costas de Francia; Francia sería nuestra sepultura. Llévenos lejos, lejos. Tal vez ni en Holanda hallaremos seguridad.

Dorff escondió la cabeza entre las manos. El reproche indirecto que se encerraba en la objeción de Amelia le dolía como agudo clavo que le pasase el alma. Él estaba cierto de haber hecho bien; allá en su interior había algo que aprobaba su arranque de insensata magnanimidad. Sin embargo, no podía desconocer que era cierto, que al soltar a Volpetti se había cerrado la puerta de Francia y el camino hasta la persona a quien especialmente deseaba convencer y obligar a que le tendiese los brazos.

-Nuestra suerte y nuestra causa están en manos de Dios, Amelia -respondió con ademán inspirado-; ten confianza. He dado libertad al esbirro, pero está bajo una mirada sobrehumana.

-Por lo pronto, monseñor -dijo Giacinto con humorístico alarde-, lo que ese poder sobrehumano hizo fue disponer que pasase una goleta cuando el esbirro batallaba para no ahogarse, y la goleta le ha recogido y hacia las costas francesas le lleva en este momento. Dios es muy bueno, pero de tejas abajo quiere que nos ayudemos nosotros... y nos ayudaremos; ¡vientre de la Madona! -añadió el italiano entre risueño y furioso-. Lo que es ahora, listos tenemos que andar si hemos de valernos. ¡Aquí del ingenio! ¿Digo bien, hermanos? -añadió con solemnidad inesperada, dirigiéndose nuevamente a Luis Pedro y Soliviac.

-Señores -insistió Amelia-, secreto por secreto, tengan la bondad de enterarnos de quiénes son ustedes y qué fuerza es esa de que disponen.

-No nos es lícito -contestó Giacinto- entregar a nadie la clave de nuestro ser. Conténtese con oír que somos zapadores minadores de lo presente, constructores de lo futuro. Nos dirigimos al porvenir. Pigmeos, casi invisibles, en la sombra, atacamos las columnas en que se apoyan los gigantes. Nada nos complace como defender al débil contra el fuerte. No tenemos nombre, o si lo tenemos es nombre que no resuena, nombre sordo mudo.

Renato escuchaba frunciendo el entrecejo, con expresión de inquietud.

-Somos -confirmó Pedro- la reacción vital, que se manifiesta a veces por medio de espasmos y convulsiones. Destruyendo creamos. Derrumbando erigimos. Nuestro programa es deshacer lo hecho.

-¡Programa satánico! -murmuró Dorff como a su pesar.

-Nadie dirá eso con menos razón, monseñor -contestó Luis Pedro-; pues monseñor ha declarado y reconocido aquí, hace un instante, que en los sacudimientos más terribles se realiza la justicia y la reparación. ¿No hablaba monseñor de expiación, de martirio? ¿No reconocía las culpas y las iniquidades del pasado?

-¡Ah! Sí -contestó Dorff-, yo purgo los pecados de una raza, sus abusos, sus crueldades, su indiferencia ante el sufrimiento.

-Y también, padre -dijo Amelia-, purgamos sus transacciones, sus debilidades, sus apostasías. Nosotros no podemos contemporizar ni vacilar en momentos dados. ¿No lo comprendes? Ahora la justicia estaría de nuestra parte si pudiésemos atacar sin misericordia a la usurpación.

-A servir a esa causa estamos dispuestos añadió Giacinto-. Somos los que viajan de noche, por el camino cubierto, en las entrañas de la tierra. Somos los que llevan los zapatos forrados de corcho para que no hagan ruido nuestras pisadas. Somos los que tienen un alma sola en muchos cuerpos. Cuenten con nosotros Dorff el mecánico y su hija. Capitán Soliviac, a bordo usted dispone. ¿Qué rumbo tomamos?

Soliviac se enderezó. Su curtido rostro respiraba audacia y brillaban sus verdes ojos célticos. Hasta entonces no había tomado parte en la discusión; escuchaba, con el pliegue de la reflexión en la frente, cerrados los puños. Ahora, la resolución adoptada se leía en sus viriles facciones. Su voz resonó con el acento de mando de los instantes supremos, aquellos en que peligra el buque.

-Dispongo que demos caza a la goleta en que han recogido al criminal hasta recobrarle. No desembarcará en tierra francesa mientras Camilo Soliviac sea capitán del Poliphéme.

Callaron todos. Lo arriesgado de la empresa no se les ocultaba. No eran tiempos de guerra; el Corso y la piratería estaban severamente reprimidos.

-¿Sabéis otro medio, hermanos? -interrogó Soliviac volviéndose hacia los carbonarios.

-Ninguno -contestaron Luis Pedro y Giacinto.

-En ese caso... -Y el capitán se dirigió hacia la escalera de la cámara.

-Capitán -observó Luis Pedro-, esa goleta es más velera y más fina que nuestro brick. Le lleva una ventaja enorme.

-No -respondió Soliviac-. Van descuidados y a velocidad normal. Hasta se diría que retrasan desde hace rato. Nosotros apretamos desde que aplacó la tormenta. Así que esté al alcance de nuestros cañoncitos y la saludemos veremos qué pasa. Entretanto van a traer otro ponche, porque necesitamos fuerzas; esta señorita se retirará a su camarote y rezará por nosotros, ¡y sea lo que Dios quiera!, pero habremos cumplido nuestro deber.

-¿Yo al camarote? -respondió Amelia, cuyas mejillas parecían dos rosas de Bengala y cuyas pupilas lucían con radiante fulgor-. Capitán, no soy de esa madera. No sólo no tendré miedo alguno y no estorbaré nada, sino que tal vez ayude. Que no me impidan estar cerca del peligro.

Mientras Amelia se expresaba así, Dorff agarraba con fuerza una manga de la anguarina de Soliviac y casi arrodillándose le suplicaba:

-Capitán... ¡No, no haga usted eso! ¡Déjelos usted a su suerte, déjelos usted en poder de la Providencia! ¡Tengo el presentimiento, tengo la convicción de que su mirada vengadora está fija en ellos! Si renunciamos a toda violencia, si prescindimos de la fuerza, si nos resignamos -que es el secreto de la vida...- será nuestro triunfo; la justicia de lo alto se encargará de él, porque ha dicho Dios: «Tomé en mis manos tu causa y vengué tu agravio». No atentemos a la vida humana, no derramemos una gota de sangre... No, nunca.

El capitán, entre enojado y respetuoso, se apartó de Dorff.

-No nos queda otro recurso -dijo encogiéndose de hombros.

-Pero, ¿con qué derecho, capitán, atacaréis a esa embarcación, que ha practicado una buena obra recogiendo a un náufrago?

-¿Con qué derecho? -respondió el bretón-. Con el mismo que han ejercitado los que atormentaron al niño mártir, al inocente; con el derecho que tuvieron para enterrar en el agujero negro de Vincennes a monseñor. Cuando esa goleta y sus tripulantes duerman en el fondo del mar nadie vendrá a hablarme de derechos. ¡Ea! A lo que importa.

Y Soliviac se lanzó por la escalera, seguido de Brezé y de los carbonarios, para mandar la maniobra y disponer una especie de zafarrancho de combate. Por los vidrios de la cámara penetraba ya la azulada luz del amanecer, tragándose la de los faroles; un primer rayo de sol se deslizó sobre el agua, como un beso amoroso del cielo al mar, tiñéndolo de finas tintas de nácar y rosa. Amelia, palpitante, echó los brazos al cuello de su padre; este cayó de rodillas y, cruzando las manos, imploró a alguien en cuyo poder está el destino de los hombres.




ArribaAbajo- IX -

La goleta


Empezaba a subir al zenit aquel sol puro y claro, anuncio de un hermoso día, cuando el Poliphéme, que desplegado todo el trapo y aprovechando el viento favorable navegaba con rapidez asombrosa cortando graciosamente las olas, divisó la goleta, todavía a bastante distancia.

-Es extraño -dijo Soliviac a su segundo, asestando el catalejo de múltiples tubos hacia el punto del horizonte en que la embarcación se divisaba-. Es extraño. ¡Cualquiera creería que está al pairo la goleta!

Tomó el segundo el catalejo a su vez y meneó la cabeza, confirmando la observación del capitán.

-Al pairo está y hasta creo que ahora recogen velas. La línea blanca desaparece.

-¿Qué será? -exclamó el caballero de la libertad preocupado.

-Alguna avería.

-Sea lo que sea, ¡rayos!, nos conviene. Antes de un cuarto de hora la goleta estará al alcance de nuestra batería, y sin preguntar si la gustan los fuegos artificiales la saludaremos con una andanada. Lo que es en este instante tendrá avería o no la tendrá; pero después espero, Lekernic, que sí ha de tenerla. ¡Atención, pues! Y por si acaso, como ninguna necesidad tenemos de dar un cuarto al pregonero en este asunto, por si aparece en escena un tercer barco... que arríen el pabellón francés y enarbolen el de Holanda.

Cumpliéronse las órdenes del capitán entre el más religioso silencio. La tripulación del Poliphéme adoraba a Soliviac con una especie de idolátrico fanatismo; no examinaba las causas de sus acciones. Por otra parte, habituados en las largas campañas contra Inglaterra al Corso, a las emociones de la lucha y a las alegrías del botín, mal avenidos con la normalidad del transporte regularizado, nada les podía ser tan grato como un lance del género del que se preparaba. En los rostros ennegrecidos y duros de los marineros leíase un regocijo mudo, y los preparativos del combate se hicieron en un momento, con celeridad y entusiasmo.

Hallábanse ya no muy lejos de la goleta y podían ver bien su forma elegante y esbelta, sus dos mástiles inclinados y el pabellón inglés que ondeaba en su proa. Hasta distinguían sobre cubierta a la tripulación, que parecía hormiguear confusamente.

-Capitán -exclamó el piloto-, atención. La avería es segura. Nos han visto. Nos hacen señales. ¿Ve usted? Un cohete acaban de disparar.

-¿Conque un cohete? -refunfuñó Soliviac irónico-. Ahora verán qué cohetes gastamos aquí.

-¿No nos entregarían al reo si lo reclamásemos? -preguntó en voz baja Giacinto.

-¿Estás loco? -intervino Luis Pedro-. ¡Para que el esbirro les deje un pliego o una carta con encargo para enviarla a las autoridades; algo que nos delate, algo que nos pierda! Nada, nada de eso. ¡El barco en que ha sido recogido Volpetti debe desaparecer! ¿Tembláis ahora? ¿Se os han pegado los escrúpulos del que en la cámara reza arrodillado? Yo también creo en la justicia divina... pero creo que sus instrumentos somos nosotros.

-¡Capitán! -insistió el piloto-. ¡Si ya me parecía a mí!

-¿Qué sucede?

-¿Ve usted una columnita de humo que asoma al costado derecho de la goleta? ¿La ve usted?

Soltó los tubos Soliviac; sus ojos, a aquella distancia, ya le servían mejor que el catalejo, y en efecto, acababa de divisar la imperceptible nube que empezaba a envolver el barco.

-¡Tienen luego a bordo! ¡La goleta arde!

-¡La goleta arde! -repitieron los tres carbonarios, que trocaron una mirada llena de ideas y de pensamientos.

-¡La justicia divina de que hablaba Dorff! -dijo Renato, que formaba parte del grupo.

-Pues por si no estuviese bien prendido el fuego -advirtió Luis Pedro irónicamente-, por si con unos cuantos cubos de agua se arreglase el asunto... y sobre todo, para que no se figuren que nos acercamos con el caritativo fin de ayudarles... ¡un saludo al pabellón inglés, capitán!

Soliviac dio una orden, y cinco minutos después, los cuatro cañoncitos del Poliphéme, a un tiempo, con precisión que revelaba el hábito, enviaban su carga al costado de la goleta.

-¡Cargar otra vez! ¡A la arboladura! -mandó Soliviac.

En la goleta, el inesperado ataque del Poliphéme, con cuyo auxilio contaban, había producido evidente sorpresa y terror. Se veía a la tripulación agitarse despavorida; el humo era ya más denso y pronto cubriría enteramente a la embarcación.

-¡Luis Pedro! -exclamó Giacinto con alegría feroz-. ¡Mira, mira! ¡Sobre cubierta veo al esbirro!

La segunda andanada del Poliphéme fue a tronzar el mástil de mesana de la goleta, que al caer sobre la popa cogió debajo a dos marineros. Pero el humo ascendía, y desde aquel momento no fue posible ver lo que pasaba; era evidente que la goleta, al detener su marcha, había obedecido a la alarma del incendio.

-¿Dónde nos hallamos? -preguntó al piloto Soliviac.

-Frente a la isla de Jersey, pero más cerca de la costa. Tienen mal pleito los que caigan al mar y quieran salvarse a nado -respondió el piloto.

-¡Atención a los esquifes! -ordenó el bretón-. Ahora van a intentar el salvamento. ¡Ojo! Hemos dicho que de ese barco no escapa nadie...

Amelia, sobre cubierta, como ya lo estaban todos, menos Dorff, fijaba sus bellos ojos azules en el barco que ardía, en el humo por entre el cual principaban a verse de vez en cuando reflejos rojos, llamaradas que indicaban el incremento del incendio, contra el cual luchaban, sin duda en vano, los tripulantes. El viento nordeste, cada vez más vivo y fresco, avivaba las llamas, y dos o tres veces barrió el humo y permitió que se viesen los costados de la goleta, en uno de los cuales habían abierto las balas de los cañones del Poliphéme un formidable boquete.

-¡Otro saludo! -mandó el capitán-. ¡A la línea de flotación! ¡A ver si les metemos dentro agua para apagarles ese fuego!

Por tercera vez los cañones del brick, apuntados a la goleta, le enviaron su carga con la misma seguridad con que tiraría el cazador al ciervo atado. Érale imposible a la fina y velera embarcación huir del enemigo mejor alojado en sus entrañas, el incendio, la paralizaba. Con sus dos cañoncitos, pero sobre todo desplegando velas, hubiera podido intentar defenderse y salvarse la goleta; pero un barco ardiendo está perdido. Una de las balas del Poliphéme dio en el casco, casi al nivel del agua, y el mar penetró rugiendo por la abertura.

Dentro, un estallido anunció que se rompían tablas y pañoles.

-¡A pique! -exclamaron locos de júbilo Luis Pedro y Giacinto.

En el mismo momento pudo verse cómo en la goleta arriaban el esquife; cómo caía al mar la diminuta embarcación, balanceándose a manera de cáscara de nuez, y cómo se lanzaban a ella varias personas en confuso remolino. Dos tomaron los remos, y con sorpresa de los tripulantes del Poliphéme se dirigieron hacia él. Los marineros apuntaban ya a la leve embarcación para barrerla de la superficie de las olas, pero Luis Pedro intervino:

-Capitán, que les dejen acercarse.

Llegó el esquife a ponerse al habla con el Poliphéme y a que se viese que en él venían dos hombres, una mujer y un niño como de cinco años, que hacían desesperados ademanes de terror y súplica.

-¡Salvadnos! -gritaban-. ¡No tiréis! ¡Perdón! ¡No os hemos causado mal alguno! -gritaba la mujer.

Amelia, temblando, se cogió al brazo del capitán.

-¡Piedad para ellos! -intercedió.

-¡No puede ser!

-¡Al menos el niño!

Soliviac frunció las cejas. Era para los carbonarios, y especialmente para el marino, una cuestión de vida o de muerte; no debía quedar ningún testigo de aquel drama. Pero la voz de Amelia expresaba tan ardiente súplica...

-Hoel -dijo a un marinero-, lárgales un cabo e iza al chico.

-¿Y a los otros?

Una ojeada, un ademán de Soliviac, dieron clara respuesta. El esquife se aproximaba; momentos después era ascendido a bordo del brick un niño medio muerto de espanto y cuyo traje chorreaba agua de mar. Amelia le cogió en brazos y le cubrió de besos.

-¡Madre! ¡Madre! -gritaba en lengua inglesa la pobre criatura.

A pesar de todo su valor, Amelia se refugió en un rincón junto al rollo de cuerdas, abrazada estrechamente al niño. No quería ver. No quería oír. Las voces de los que desde el esquife pedían misericordia resonaban dentro de su corazón como tañido fúnebre. A pesar de que bajaba la cabeza y se tapaba los oídos, percibió estruendo de fusilería; los marineros del brick tiraban sobre el esquife. Clamores de náufragos, gemidos de moribundos siguieron a la descarga. Amelia apretaba más a la criatura desconocida, que representaba allí la compasión, contra su pecho. De pronto lanzó un chillido agudo; acababa de sentir temblar todo el barco como si diese a hundirse en el abismo, y un estrépito horrible, un trueno compuesto de centenares de truenos la había aturdido, ensordeciendo sus oídos y llenando de involuntario pavor su espíritu animoso. El niño, a fuerza de miedo, no lloraba... Era que en la goleta el fuego se había comunicado al pañol de la pólvora, y la embarcación, ya invadida por el agua, acababa de saltar por los aires.

A la detonación siguió un silencio supremo, inmenso, que todo lo envolvió, semejante a un sudario; sobre el mar flotaban trozos de madera, mástiles rotos, cuerpos mutilados que se desangraban o ardían; era lo único que restaba del lindo y rápido velero que la noche anterior había recogido a Volpetti...

Y Dorff, precipitándose sobre cubierta, alzó del suelo el cuerpo de su hija medio exánime delante de la cual se había arrodillado Brezé, y dijo en voz honda y profética:

-¡Por nosotros se ha derramado sangre!... ¡Dios está contra nosotros!...






ArribaAbajoCuarta parte

Picmort



ArribaAbajo- I -

La llegada


Al pie de una estribación de la cordillera que atraviesa en sentido longitudinal a Bretaña y se prolonga por Normandía para morir en Cherburgo; en el punto más cercano a la abrupta costa, punto que podríamos fijar -si se nos exigiese gran exactitud geográfica- entre Saint Brieuc y Dinán, pero mucho más cerca de Saint Brieuc, se encuentra, enclavado en plena tierra baja bretona, el castillo de Picmort. Rodéale una de las frondosas y seculares selvas que caracterizan a este país y contribuyeron a que pudiese desarrollarse en él la memorable guerra de guerrillas conocida por chuanería; y apenas traspuestos los últimos matorrales que sirven de lindero a los bosques, empieza la melancólica región de las landas, las mornas y las dunas, envueltas en nieblas, salpicadas de negruzcas piedras que se confunden con los monumentos megalíticos, y terminando, donde ya puede oírse el fragor del mar y verse la línea de los escollos, en extensiones infinitas de movediza arena.

El castillo de Picmort pertenece al marquesado de Brezé, por el feudo de Guyornarch, que permite tan ilustre casa preciarse de descender de los antiguos reyes soberanos de Bretaña desde el noveno siglo de nuestra era. Y a decir verdad, no obstante las vicisitudes políticas y la invasión de las nuevas ideas, continúan los marqueses de Brezé, cuando ocurre lo que va a saberse, ejerciendo efectiva soberanía en aquel rincón del mundo. No hay en el angosto valle que dominan los vetustos torreones de Picmort, fundados, según tradiciones locales, sobre el palacio del rey Erispol, que yace bajo tierra, sepultado en los cimientos de la Bastilla, un pastor envuelto en pellejas de cabra, ni un aldeano de luenga cabellera, bordada chaquetilla, amplias bragas y sombrerón de fieltro, que no acate el señorío de la casa de Brezé, respetándolo cual se respeta a la divinidad, y cuando, atraído por la abundancia de aves frías en las marismas y de corzos en la floresta, el último Brezé pone el pie en sus dominios, recoge a cada instante pruebas de este extraño y decidido amor del bretón a sus señores.

Una tarde, a la hora en que el sol se pone y sus murientes rayos doran el liquen de los rudos pedruscos célticos, dirigíanse hacia la extremidad de la selva, viniendo de las dunas, una mujer y un hombre, el cual llevaba un niño en brazos. Caminaban trabajosamente, con evidentes señales de fatiga, sobre todo la mujer, que alzaba a duras penas los piececitos diminutos, calzados con los zuecos correspondientes al traje de aldeana que vestía y a la blanca cofia bretona que encubría sus rubios cabellos. Al fin, exhalando un suspiro, dejose caer en un ribazo. Su compañero entonces se acercó a ella solícito.

-Señora -advirtió en tono de singular respeto-, va a anochecer; no llegaremos, y será preciso dormir al raso con la criatura. ¡Un esfuerzo! Detenernos a tal hora es peligroso.

-Son los zuecos que me han magullado los pies -murmuró la mujer, que era joven y encantadora-, pero no importa. ¡Arriba!

Y se incorporó, mordiéndose los labios para reprimir el dolor, e intentando volver a andar; pero a los tres pasos palideció y declaró con desaliento:

-¡No puedo! ¡No puedo! ¡Qué va a ser de nosotros!

El hombre -que no era sino nuestro conocido Luis Pedro- movió la cabeza, pero no se atrevió a insistir.

Depositó al niño dormido sobre el suelo y se enjugó el sudor con nerviosa mano.

Ladridos lejanos interrumpieron el silencio del bosque, y pronto un enorme perrazo, un soberbio mastín de guarda, saltó de entre la maleza. El niño, despertándose, rompió a llorar; la mujer, a pesar de su abatimiento, se incorporó. El trote de un caballo, que se aproximaba, acababa de resonar sobre la seca tierra.

-Aquí, Silvano. ¡Santas y buenas tardes! -exclamó el jinete echando pie a tierra con agilidad.

Era un mozo aldeano, alto, bien formado, de hermosa cara imberbe y abundante melena.

-¿Son las personas que aguardamos en Picmort? -preguntó.

-Las mismas -apresurose a contestar Luis Pedro-. ¿Y tú eres Juan Vilain?

-Juan Vilain soy, para servir a Dios y a mi señor el marqués de Brezé... En el aviso que he recibido se me dice que llegarán una mujer, un niño y dos hombres.

-Nuestro compañero se ha quedado en la costa -respondió evasivamente Luis Pedro-. Se nos reunirá más tarde.

-Cuando llegue será bien venido -contestó Vilain con grave cortesía-. Entretanto cumplamos lo que el señor ordena. Es su voluntad que nadie en la comarca sepa que ustedes se encuentran en el castillo. Prepárense a hacer lo que yo les diga.

-Se hará punto por punto, Juan Vilain. Sé que eres un servidor fiel y de casta de valientes.

El bretón no pestañeó ante el elogio. Tomó en peso a la fatigada jovencita y la sentó cómodamente en el albardón del jaco. Cogió luego al niño, y, acariciándole para tranquilizarle, se lo echó al hombro izquierdo. Con la diestra agarró la brida del caballejo, y, guiando, retrocedió hacia el bosque.

Necesitábase conocer el terreno palmo a palmo para tal caminata a tales horas. Se acercaba la noche; dentro del bosque se espesaban las tinieblas. El caballejo, a no dirigirle la experta mano de Juan Vilain, y a no precederle, moviendo la cola, Silvano -cuyo infalible instinto le decía que se necesitaban allí batidores-, hubiese hocicado mil veces en los cepos de árboles cortados, que apenas sobresalían de la tierra, ocultos bajo la vegetación y la capa de hojas secas ya convertidas en humus. Iban muy despacio, para evitar el riesgo y para que Luis Pedro, más cansado de lo que él mismo creía, pues era de débil complexión y miembros raquíticos, pudiese seguirles. El niño se agarraba confiadamente a Juan Vilain, con quien había hecho buenas migas, y de tiempo en tiempo le dirigía la eterna pregunta infantil:

-¿Falta mucho?

No debía de faltar poco más de tres horas anduvieron así, a través de los árboles de alto fuste y copa anchurosa, vestidos de musgo y de muérdago. Por fin desembocaron en un claro, especie de glorieta natural, y allí Vilain paró al jaco y ayudó a Amelia a bajarse de él, cogiéndola por la cintura. Puso en tierra al niño; ató luego la cabalgadura a un roble y sacó del bolsillo de sus bragas una pequeñísima linterna, que encendió con la mecha del eslabón, y alzando la luz para que se proyectase sobre la cara de Luis Pedro, dijo con tono cauteloso, que revelaba la rústica desconfianza del cazador y del guerrillero:

-¿El santo y seña?

-Giac y Santa Ana -apresurose a articular la delicada voz de la joven.

-¡Bien! -contestó el mozo-. Ahora ya estamos seguros de que somos amigos. Mi señor me ha escrito una carta, con detalladas instrucciones, que trajo un arrendatario suyo de Matignon, y me ordena que queme la carta. Obedezco.

Diciendo así, sacó de la faja un papel doblado, y encendiendo la mecha de su eslabón, la acercó a una punta del papel. Prendió el fuego y ardió la carta, que Vilain sostuvo entre sus dedos hasta que estuvo cierto de que se reducía a cenizas completamente. Después se orientó, guiado por el mastín, y registrando la espesura a la izquierda, más allá de la glorieta, apartó matorral y desvió un grueso pedrusco, que cubrían zarzas y carrascas. Quitado el pedrusco apareció patente un hueco, especie de agujero en declive, semejante a la boca de la cueva de alguna alimaña. Ensanchó y despejó Vilain lo mejor que pudo aquella boca, y con una señal indicó a Luis Pedro que era forzoso pasar por allí, dando ejemplo con el niño en brazos. Y como este, asustado, lloraba, la joven se le acercó, le sosegó con palabras cariñosas, le impuso el silencio, exclamando:

-Baby Dick, si gritas, vendrá un hombre malo que nos hará a todos mucho daño y que me separará de ti. ¿Quieres que te lleven adonde yo no esté o quieres venir conmigo?

-Contigo, contigo -repitió el pequeñuelo, abrazándose apasionadamente al cuello de la hija de Dorff.

-Pues ve ahora con este, que es muy bueno y no nos separa -repuso ella sonriendo de una manera seductora a Juan Vilain.

El aldeano, pon un momento, se quedó mirándola embebecido. Después se enhebró por el agujero, y tras él Amelia y Luis Pedro siguieron resueltamente. Amelia, descalzándose los zuecos que la mortificaban y que Juan Vilain guardó en los bolsillos de la chaquetilla, caminó sin otro calzado que sus gruesas medias de lana.

En los primeros instantes tuvieron que deslizarse casi a gatas, pues la entrada era angostísima; a poco, el pasadizo subterráneo, de gredosas paredes, se ensanchó y pudieron enderezarse. Pronto alcanzaron un salón circular, sustentado por postes de granito y cuyo suelo estaba alfombrado de seca hierba. Al llegar allí, Vilain soltó al niño; volvió atrás, y se dedicó a esconder con maleza la entrada. Hecho esto se reunió con sus protegidos, se dirigió a un ángulo del salón y les presentó una cesta con provisiones. Pan, vino agrio, queso y leche eran el refrigerio; el hambre de los viajeros lo encontró exquisito. Sentados en el heno seco, bebieron y comieron; Juan Vilain no pronunció palabra. De vez en cuando, sus ojos de cambiante color se fijaban en Amelia con una especie de admiración. La cofia blanca bretona, de austeras líneas monacales, realzaba la hermosura de la niña.

Consumida la frugal merienda, Vilain dirigió la luz de la linterna a la pared; descubrió una reja de hierro y la abrió con mohosa llave. Detrás de la reja apareció otro pasadizo más angosto, pero elevado y en cuesta, que torcía a la derecha de pronto y por el cual ascendieron cosa de veinte minutos. El término de aquella galería eran los primeros peldaños de una escalera ascendente de piedra caliza, y el final de la escalera otra galería ya abovedada, que tenía trazas de obra arquitectónica. La galería formaba un recodo, y luego la cerraba fuerte puerta de roble bardada de hierro. Juan Vilain, valiéndose de la misma llave, la hizo jugar en la cerradura. La recia puerta giró fácilmente; era el ingreso en una sala octógona; enfrente otra puertecilla, y por esta franco el camino para una escalera más, escalera de pesadilla, pendiente, inacabable. Amelia, aunque ya exhausta, ascendía con resolución, sacando fuerzas de la energía de su espíritu. Hubo un momento, sin embargo, en que desfalleció; la falta de aire, en aquellas lobregueces subterráneas, la causaba una tortura indefinible, ansia de muerte. Juan Vilain, al verla próxima a caer al suelo, sin soltar al niño, se precipitó a sostenerla y la ayudó, con infinita delicadeza instintiva, a salvar las escaleras que restaban.

En lo alto, una ráfaga de aire fresco la consoló. Hallábanse en el fondo de un aljibe sin agua; arriba, en el trecho de negro cielo que descubría la boca del pozo, brillaban las estrellas. Era aquello una nueva precaución militar; por una escalera de mano, el pozo, previniendo nuevos recursos, ofrecía salida a los sitiados para evadirse cuando no les fuese posible la defensa. Se podía descender a la mina por el pozo, aun cuando la otra comunicación se interceptase, y al pozo podía también llegarse por un reducto cubierto.

El soplo de aire vivo reanimó a Amelia; en sus sienes se congeló el sudor. Pudo avanzar por la sombría mina. De improviso, creyeron que por ensalmo se colaba al través de la pared Juan Vilain. El bretón había apoyado el cuerpo en el muro y este pareció ceder suavemente, dejando franca una entrada reducidísima, por la cual pasaron de costado los demás, saliendo a un gran patio, al pie de altos torreones grises, invadidos por la yedra. Cuando Amelia y Luis Pedro miraron hacia atrás, la abertura no existía. Juan Vilain sonreía silenciosamente del asombro de los dos.

Apoyó luego un dedo sobre sus labios; hizo señal a Luis Pedro, que llevaba la linterna, de que no la apagase, y acercándose al torreón de la derecha empujó una poterna baja, que cedió. Subieron una escalera de caracol; cruzaron una antesala; pasó delante Juan Vilain, y con cierta solemnidad franqueó la puerta de un salón, brillantemente iluminado por centenares de bujías, en candelabros de porcelana y aplicaciones de tallado cristal.

Era aquella estancia un ejemplar perfecto del estilo refinadísimo de la época de Luis XV; el capricho de una marquesa de Brezé en quien su marido adoraba, pero a quien por desesperados celos arrebató de la Corte y confinó en el solitario castillo de Picmort para separarla eternamente de un galán emprendedor y atrevido, y que, enferma de languidez, quiso rodearse de los primores y exquisiteces de la vida en Versalles, hasta que la muerte la sorprendió entre sedas, encajes y flores... Y se había quedado vacío el salón con sus mitológicas pinturas, sus dorados biombos, sus sofás voluptuosos, sus jarrones de azul celadón, los mil dijes y monerías de plata, marfil y, esmalte, indispensables al tocador de una dama de calidad. Hasta el pañuelo de encaje de la señora de Brezé permanecía donde por última vez lo había arrugado la mano febril de la moribunda.

-Dice mi amo -pronunció Juan Vilain dirigiéndose a Amelia- que esta habitación es para usted. Pero le advierto que las ventanas de este que llaman en el país el tocador de la marquesa se han conservado siempre cerradas. Hay una conseja que corre entre los aldeanos, y es que, cuando estas ventanas se abran, la muerte volverá a visitar el castillo. Verlas abiertas despertaría extrañeza y daría lugar a hablillas. Puede usted dormir aquí, pero de día será mejor haga usted uso de las habitaciones altas del torreón. Aunque los pastores y los labriegos vean cruzar la figura de una mujer por las ventanas del último piso creerán que es alguna criada, o una de mis hermanas que se ha venido de Saint Brieuc.

-Tienes razón a fe, Juan Vilain -dijo el sombrío Luis Pedro.

-Eres prudente -añadió Amelia dirigiendo al bretón dulce sonrisa-. Bien hace el Marqués al fiar en ti.

Vilain no contestó. Amelia, con aquel dominio natural que sabía ejercer, añadió, dejándose caer en una butaca:

-Ahora, Vilain, aloja a mi acompañante; dale habitación y cama. Yo veo ahí la que se me destina. Tráeme un colchoncito para acostar al niño, que no se aparta de mí -añadió acariciando al pequeñuelo, que miraba atónito el iluminado y brillante salón, después de tantas oscuridades y tanta escalera lóbrega-. Y ahora, durmamos, descansemos... ¡Falta nos hace!

Los dos hombres se retiraron. La luz del alba blanqueaba ya la cima de las torres de Picmort.




ArribaAbajo- II -

Mala noticia


Al otro día, en la habitación más alta de la torre, cuyo piso principal era el tocador de la marquesa, Amelia y Luis Pedro conferenciaban.

-Creo -decía la hija de Dorff- que no se quejará Renato; he obedecido pasivamente, cosa en mí difícil; he seguido sus instrucciones al pie de la letra, sin darme cuenta de las razones que las dictaban. Pero ahora exijo saber: ¿Por qué, en pez de acompañar a mi padre a París, gozando la alegría suprema de ver cómo le reconocen los fieles servidores de nuestra casa y se ven obligados a confesar su rango y su jerarquía los mayores enemigos, en lugar de hallarme al lado de mi prometido esposo y saborear la felicidad de su compañía, se me recluye en este torreón como a cuitada prisionera, se borran tan cuidadosamente las huellas de mi paso, se me viste de aldeana y hasta se me priva de abrir las ventanas de mi dormitorio, y para tomar aire se me hace subir a esta estancia que domina el valle a tan pavorosa altura?

Luis Pedro al pronto no respondió. Permaneció un instante en aquella actitud de meditación tétrica que le caracterizaba y que daba a su rostro expresión hosca y dolorida.

-Señora... -murmuró al cabo con esfuerzo-. ¡Valor!...

-Hable usted -mandó Amelia imperiosamente-. ¿Me toma usted por alguna débil criatura? A nada temo; ante nada retrocederé. ¡La verdad, sea cualquiera!

Y sus ojos irradiaron tal fuego, tal poder, que habló de un modo más explícito de lo que acostumbraba el caballero de la libertad.

-No son las circunstancias -dijo- las que suponíamos. No hemos desembarcado en Francia ignorados, libres, dueños de nuestras acciones, al menos por algún tiempo. Si así fuese, nos dirigiríamos reunidos a París y se pondría en práctica cualquiera de los sistemas propuestos o ambos a la vez, pues no son incompatibles; su padre de usted se dirigiría a su hermana, única en quien confía y de quien se obstina en esperar un arranque de sinceridad y cariño y con él la salvación, y el Marqués, por su parte, recorrería las casas de los antiguos servidores y de los adictos amigos para preparar los ánimos y crear una atmósfera favorable a las reivindicaciones del derecho. En este caso su presencia de usted sería una ayuda inestimable. Viendo juntos al padre y a la hija, nadie puede dudar. La impresión que nos produjeron a Giacinto y a mí en la posada del Pez Rojo se la producirían a cuantos les viesen. Pero cabalmente, si es cierto lo que tememos... esa misma asombrosa semejanza, ese sello de familia que la Naturaleza les ha estampado a ustedes en el rostro y en el cuerpo, sería su condena.

Amelia fijaba sus grandes y luminosos ojos en el encapotado semblante del carbonario.

-Acabe usted -insistió-. ¡Creo que adivino o al menos presiento!

-Presienta lo peor y acertará -contestó él.

-¿Se... ha salvado Volpetti?

Y al preguntarlo, Amelia sintió correr por sus venas un escalofrío.

-¡Tememos... que sí! -articuló Luis Pedro en apagada voz-. Por lo menos, algunos tripulantes del schooner escaparon con vida.

-Y... ¿cómo ha sido posible? El incendio, la explosión, el naufragio, nuestros disparos...

-Raro es, señora, que al perderse un buque sucumban cuantos iban en él. Muchos se arrojaron al mar; no todos se ahogaron.

Amelia ocultó entre las manos la cara. Por un momento su alma grande quedó anonadada bajo el paso de la fatal suerte. Pronto, sin embargo, volvieron a su natural tensión los resortes de aquella voluntad de acero.

-Y... ¿cómo se ha averiguado eso? -interrogó-. La salvación de algunos, quiero decir.

-Después de nuestro feliz desembarco en San Malo, ya sabe usted que, por exceso de precaución, acordamos no salir directamente de allí mismo, sino desorientar, dirigiéndonos disfrazados a algún punto próximo de la costa, donde, en días diferentes, tomaríamos la diligencia. Su atavío de irlandesa de usted era tan extraño... Fue idea y consejo del capitán Solviac, y él nos proporcionó la ropa que llevamos puesta... Salimos de San Malo hacia Dinán, donde pasamos la noche...

-Bien -interrumpió Amelia-. Al otro día, de madrugada, al despedirse de mí, Renato me dijo: «Amelia del alma, nos vamos tu padre y yo a París... pero tú no puedes seguirnos por ahora. No me preguntes... Asilo seguro e inviolable te espera en Picmort. Está el castillo al cuidado de un servidor incomparable, Juan Vilain, una especie de perro que se hará matar antes de consentir que toquen a un pelo de tu cabeza. De padres a hijos los Vilain sirven a los Brezé, y el padre de este actual administrador fue fusilado por su adhesión a la causa del altar y el trono. Encierra el castillo rincones y escondrijos tales, sólo conocidos de mí y de Juan, que allí nació y es como el duende de las viejas torres, que, en el peor caso, aunque supiesen que estás allí y quisiesen apoderarse de tu persona, les desafío a que lo logren mientras Vilain aliente en el mundo... Hoy aviso a Vilain para que te aguarde en sitio oportuno; el niño y nuestro amigo Luis Pedro te acompañarán; Vilain no sabe quién eres; le digo que eres una joven desgraciada que tiene conmigo un remoto parentesco y a quien su familia quiere encerrar en un convento... No me preguntes, no te niegues... Todo es por tu bien y el de tu padre...». ¡Ahora empiezo a explicarme el sentido que encerraban las palabras de Renato!

-La noche que pasamos en Dinán -repuso el carbonario-, mi compañero Giacinto, que es muy comunicativo y muy pesquisidor, recorrió bodegones y tabernas, habló con marineros y sardineros y supo detalles de la catástrofe del barco incendiado, que le refirieron sin sospechar la parte que él había tomado en el acontecimiento. Se le puso -son palabras suyas- carne de gallina cuando supo que se habían salvado, logrando arribar a una playa, allá en Pleneuf; aunque cubiertos de heridas, dos o tres de los náufragos, a quienes caritativos pescadores dieron acogida en sus cabañas y están curando...

-Pues si nos hay más que eso, y mientras ignoremos si entre los salvados se cuenta Volpetti, sería pusilanimidad alarmarse mucho. Lo verosímil es que el esbirro, que se arrojaría al mar quebrantado por sus anteriores aventuras, sea a estas horas sabrosa comida de los peces.

-¡Dios la oiga a usted! -murmuró Luis Pedro-. Aun los demás supervivientes pueden originarnos daño, sembrando la alarma y denunciando los hechos; pero Volpetti... Recuerde la influencia de ese malvado en los destinos de su padre de usted. Otra semejante ejerció contra la familia de Giacinto.

Los bellos ojos de Amelia imploraron de Luis Pedro algo que la consolase.

-Pero Giacinto y usted han venido a contrarrestar ese maligno influjo -dijo con entonaciones de dulzura infantil-. Yo tengo un corazón que me avisa si debo desconfiar... y fío en ustedes... ¡no se admire!, casi tanto como en Renato, mi prometido... casi tanto como en mi padre. No sé por qué me protegen usted y Giacinto; no sé qué sentimiento les mueve; hasta creo que representan ustedes algo muy diferente, tal vez opuesto a lo que mi padre significa... y, sin embargo, ni un momento he dudado de ustedes, y dormiré bajo su custodia como bajo la del ángel de mi guarda. ¿Verdad que hago bien, Luis Pedro? -añadió tendiéndole la diestra.

El rostro del carbonario se transformó: su opresión recelosa y torva se cambió en una especie de beatitud, y sin atreverse ni a estrechar ni a besar la mano que Amelia le ofrecía, cruzó las suyas y pronunció en tono solemne, profético:

-La hija de Francia hace muy bien en fiarse del revolucionario, del enemigo de su estirpe, de las instituciones en esa estirpe simbolizadas. ¡Nadie como Luis Pedro aborrece a los Borbones, reos del crimen de lesa patria, causa de que el suelo francés se haya visto profanado por los cascos de los caballos que montaban, látigo en puño, los cosacos del Don! Odio inextinguible, eterno, mortal, les había jurado Luis Pedro. Este odio ha guiado sus pasos, motivado sus viajes, inspirado sus acciones hasta hace pocos días... Ahora veremos si las lecciones de la adversidad las aprovecharon, si son capaces de un rasgo de justicia, si se arrepienten de la iniquidad, si la usurpación baja voluntariamente del solio, si no reniegan de su sangre porque se haya mezclado con la sangre generosa y pura del pueblo... ¡Ah! Si hacen esto, si la hermana abre al hermano los brazos, ¡lo juro! ¡Luis Pedro depondrá su encono! ¡Luis Pedro perdonará a los Borbones!

Aquellas peregrinas frases, que hasta podían parecer risibles, no hicieron sonreír a Amelia; por el contrario, imprimieron una expresión de gravedad a su lindo y altanero rostro.

-¿Y quién duda, Luis Pedro -murmuró con cariñosa efusión-, que esa es la misión de mi padre? Su historia de desventuras inauditas, su atroz calvario, las circunstancias que le forzaron a vivir como el pueblo, a ser pueblo, a engendrar en el seno del pueblo los hijos de su amor, ¿no han de influir en él cuando llegue a recuperar su verdadero puesto ante el mundo? ¡Ah! ¡Demasiado ha visto y padecido la miseria humana para que no se compadezca del dolor ajeno y no trate de remediar los males de los pequeños y de los humildes! ¡Le está reservado el sublime oficio de reconciliar al pueblo con la monarquía, dando a los antes oprimidos paz y libertad bajo un cetro firme y justiciero!

Al hablar así, las mejillas de Amelia se encendieron; sus pupilas irradiaron fulgor.

-¡Bendito el día en que tan hermosa aurora luzca en el horizonte! -murmuró fervorosamente el carbonario.

-Próxima está a lucir... -declaró Amelia-. Por más que se esfuercen los malvados, el triunfo es nuestro. Mi padre, bajo la protección de Renato, nada tiene ahora que temer, y las pruebas que lleva consigo, los documentos a tanta costa rescatados son tales que, si llegase el caso de acudir a la justicia, venceríamos desde el primer instante. ¡Oh! Aunque el esbirro haya vuelto del infierno -y sería el colmo de la mala suerte-, ¿qué puede hacer?

-¡Qué puede hacer! -repitió Luis Pedro-. ¡Todo! ¡Todo, señora! No se forje ilusiones. Si ese hombre vive, ¡ay de nosotros! Muerto él, mudos sus labios por el candado del eterno silencio, tenemos tiempo de revelar de un modo seguro la personalidad de su padre de usted; pero si resucitó y se nos adelanta, él, único que tiene en sus manos los hilos de este enredo y la historia entera del mecánico de Dorff, como que es él quien le ha impuesto el nombre que usa y le ha envuelto en ese nombre como en un sudario, entonces, ¡ay de su padre de usted, ay de nosotros, ay del capitán del Poliphéme, que nos ha prestado tan inestimable ayuda! Es cuestión de vida o muerte... y no pensamos dormirnos... No nos dormiremos, señora -añadió en tono significativo y profundo.

-¿Qué quiere usted decir, Luis Pedro? -preguntó Amelia-. Hable claro; no soy apocada ni medrosa.

-Quiero decir, señora... ¡ea, la verdad!, que por algo se ha quedado atrás nuestro compañero Giacinto... Por algo se ha separado de nosotros en Dinán, y no por capricho regresó a San Malo para reunirse con el capitán del Poliphéme, que se sabe de memoria los rincones de la costa, donde no hay escollo, cabo ni ensenada que no tenga explorados, ni pescador, marinero o sardinera que no estén a su devoción. Él y Giacinto se dirigen a Pleneuf... Su expedición podrá dar mucho juego...

El retintín con que pronunció estas palabras Luis Pedro era para alarmar a Volpetti si las hubiese escuchado.




ArribaAbajo- III -

Horizonte oscuro


Mal de mi grado hubo de resignarse la hija de Dorff a tener paciencia y esperar noticias. Y como la vida propende a normalizarse cualesquiera que sean las condiciones en que se desenvuelve, Amelia arregló la suya lo mejor posible para combatir las alternativas de fastidio y fiebre de una situación tan extraña.

Por las mañanas, en compañía de Juan Vilain y de Baby Dick, recorría el castillo, enterándose de sus rincones, subiendo a las torres y bajando a los subterráneos, examinando las salas o complaciéndose en limpiar y adornar la capilla. No habitaban la vetusta construcción feudal sino el administrador, Amelia, Luis Pedro, el niño y dos mozas de labor, de las cuales una atendía a la cocina; pero desde el alba salían a coger en el huerto fresas y legumbres, a pastar las vacas o a comprar en Saint Brieuc comestibles, y así podía Amelia, libre de miradas importunas, espaciarse un poco. Las mozas, aunque muy picadas de curiosidad y deseosas de ver a la supuesta parienta del marqués de Brezé que ocupaba la torre del Norte y dormía en el famoso tocador de la marquesa, no se atrevían a cometer indiscreción alguna por miedo a Juan Vilain, único que servía y atendía a la huéspeda.

Por la tarde, Luis Pedro, alojado en la torre del Mediodía, se reunía con Amelia y conversaban, jugando al dominó y al chaquete, formando planes y pesando esperanzas.

El carbonario no carecía de instrucción; había leído mucho, y en su cabeza exaltada ciertas lecturas habíanse grabado con caracteres indelebles, como bajo la acción de un corrosivo. Tenía algo de visionario, mucho de místico y soñador: pertenecía a la secta de los teofilántropos; se creía señalado por el cielo para alguna misión extraordinaria, que exigiese valor y abnegación suprema, y manifestaba siempre -nota simpática para Amelia- un gallardo y positivo desprecio de la vida.

Con Juan Vilain, Amelia hablaba menos, pero lo hacía en tono de afectuosa bondad. Amelia era mujer, muy mujer, y sabía advertir el efecto que producía en las almas. No podía llamarse coquetería la que desplegaba Amelia con aquel rústico, pues en nada se asemejaba a los artificios femeniles encaminados a excitar vulgares pasiones y apetitos. El homenaje que Amelia gustaba de recoger y saborear era el del rendimiento del espíritu, de la adoración como la que se tributa a una imagen; algo parecido a lo que las ilustres y desventuradas reinas, las María Estuardo, las María Antonieta, infundieron a hombres que por una mirada verterían gustosos toda su sangre. La devoción de Juan Vilain, casta día más marcada, tenía algo de infantil, algo de la ingenuidad con que los bárbaros, al principiar la Edad Media y convertirse al Cristianismo, veneraban las santas reliquias. Así es que Amelia le traía siempre pendiente de sus antojos. Cuando hacía calor y quería respirar el aire fresco de la selva, Vilain la escoltaba por el camino subterráneo, y aprovechando las primeras horas de la noche, la hija de Dorff daba largos paseos, que devolvían la elasticidad a sus miembros y el rosado color de la salud a sus mejillas. Aquella salida oculta, que el primer día la pareció tan medrosa, llegó a serla familiar; viendo en el camino secreto la garantía de su libertad y seguridad, dio en llamarle el amigo, nombre que adoptó Juan Vilain igualmente.

Pero la distracción principal, preferida de Amelia, la que le ayudó a sobrellevar su vida de reclusa, fue el niño, el pobrecillo salvado del naufragio y que de los brazos de su verdadera madre, momentos antes de que a esta se la tragasen las olas, había pasado a los de Amelia. Al preguntar al pequeño su nombre y apellido, no fue posible arrancarle otra respuesta que la siguiente:

-Me llamo Baby, Baby.

-¿Nada más que Baby? -insistió Amelia, que no se conformaba, sabiendo que Baby se le dice a todos los niños ingleses.

Y el chico, fijando en Amelia sus ojos azules, llenos de candor y de asombro, dijo al cabo:

-Baby Dick.

-Ricardo es su nombre de pila -pensó Amelia-. Ya es algo... -Hubo que contentarse con tan poco. El niño o ignoraba o había olvidado su apellido; de su padre nada sabía; de su madre sólo recordaba que vivía en un cottage, cerca de una playa, y que allí tenían muchas flores y un perro tan grandón como Silvano, el mastín del castillo. Amelia llegó a creer que Baby Dick era algún hijo del amor, y se sintió aún más dispuesta a amparar a la criatura, la cual, desde el primer momento y espontáneamente, trató a Amelia de madre. «Mamá Meli» la llamaba. Amelia le vestía, le desnudaba, le enseñaba a rezar las oraciones de los católicos -el pequeñuelo era sin duda de familia protestante-; le colgó al cuello una medalla de Nuestra Señora, y se propuso bautizarle a la primera ocasión. De todos estos cuidados iba naciendo en su alma un cariño apasionado a la criatura. «Es nuestro hijo -pensaba refiriéndose a Renato-. No tiene más madre que yo», añadía, y sus ojos se cuajaban de lágrimas, recordando la tragedia del naufragio del schooner el remordimiento anublaba su mente.

Una tarde, hallándose Amelia en el último piso de la torre con el niño sentado en sus rodillas, mientras Luis Pedro leía en alta voz el Emilio de Juan Jacobo, se presentó Juan Vilain.

-Acaba de llegar -dijo lacónicamente- un hombre que trae el santo y seña de mi amo. Viene por el camino de Saint Brieuc. ¿Le doy paso?

-¿Es -preguntó Luis Pedro, trocando rápida ojeada con Amelia, que había saltado del asiento- un mozo moreno, guapo, de pelo rizado y negrísimo, que viste de marinero?

-Así es. Viene rendido.

-Pues admítele. Pero será prudente que, a pesar de su cansancio, le traigas por la entrada subterránea. No conviene que las criadas del castillo vean entrar aquí a un desconocido. Más vale prevenir...

Obedeció el mayordomo. Era ya noche cerrada cuando, cubierto de polvo, desencajado de fatiga, se presentaba Giacinto ante Amelia, que le recibió en el tocador, ordenando a Vilain que se retirase. No era necesario preguntar; el aspecto del carbonario lo decía todo, y con terrible elocuencia.

-¿Malas nuevas? -interrogó, sin embargo, Luis Pedro.

-Las peores -declaró el siciliano.

-¿Volpetti en salvo?

-En salvo y camino de París.

Un rugido de furor brotó de la garganta del caballero de la Librertad.

Medió después un intervalo de expresivo, de desesperado silencio. Amelia, antes que nadie, se sobrepuso y dijo a sus anonadados protectores:

-¡Ánimo! Hablemos. ¿Cómo se ha salvado el esbirro? ¿Puede saberse?

-A dado, en unión de tres marineros; pero el oleaje, al lanzarles contra los arrecifes, les causó a todos heridas y contusiones de alguna gravedad; uno de los náufragos ha sucumbido; otros dos yacen postrados en una cabaña de pescadores: cerca de Pleneuf, y el único -¡habrá desdicha!-, el único que sólo sufrió magulladuras y despellejaduras, pero nada que le impidiese recobrar muy pronto fuerzas y escribir varias cartas, otras tantas puñaladas para nosotros... ¡ha sido ese perro, ese compadre de Satanás!

Y el siciliano, agarrándose a puñados sus rizos negros, se los mesaba.

-La fatalidad -repitió Luis Pedro sombríamente-. ¡Ah! Nuestra lucha es vana. El demonio, el ángel exterminador, las brujas, la jettatura de que tú sueles hablar... ¡quien quiera que sea, llámese como se llame, está contra nosotros! ¿Y Soliviac?

-Soliviac y el Poliphéme... mar adentro. Dando bordadas en dirección a Cherburgo... y aun así no va seguro el pobre capitán. Se alejaría de muy buena gana con rumbo a Hamburgo si no fuese caballero de la Libertad y tuviese que andar cerca por si le necesitamos... que será probable. Soliviac se juega el pescuezo.

Luis Pedro reflexionaba, cuando sintió la mano de Amelia que buscaba la suya, estrechándola con significativa presión. El carbonario entendió.

-Y... ¿no has podido hacer nada? -preguntó a Giacinto.

-¡Nada! Desde que el esbirro logró comunicarse con el prefecto, la tropa vigiló su asilo... ¡Gracias si no me trincaron a mí! He sido perseguido, cazado como una alimaña montés. Una bala ha agujereado mi gorra. Estoy aquí por milagro. ¡El desquite del polizonte! ¡Y que no le tengo yo ganas a ese pajarraco! ¡Si algún día le cojo... no le valdrá ni la Madona!

-Es indispensable -observó Luis Pedro- que salgas hacia París también. Mejor dicho, que salgamos los dos; si detienen o matan a uno, que llegue el otro. Iremos separados y nos adelantaremos al esbirro, si es posible, para avisar al padre de esta señorita y al dueño de este castillo.

-Bien. Con caballos y dinero...

-Y sobre todo no nos queda otro recurso. ¡Es el último cartucho que vamos a quemar!... -murmuró el carbonario dirigiéndose a Amelia-. Usted queda segura, ¡el peligro no está aquí! Vendrán noticias tan pronto podamos. Juan Vilain se haría matar por usted. A no ser así, no nos atreveríamos a dejarla... Pero, además de la adhesión incondicional de ese buen servidor, el camino que sale al bosque asegura a usted la retirada en caso de que la policía rodease el castillo. Aquí desafía usted a todos los esbirros de todos los gabinetes europeos; aquí puede usted reírse de las asechanzas de un Volpetti. Hasta tal punto estoy de ello convencido, que si su padre de usted viese amenazada su seguridad y no consiguiésemos embarcarle en el Poliphéme, intentaría traerle a Picmort. Para defender los preciosos documentos voy a intentar lo imposible. Pero... ya no estamos en Dower, en la posada del Pez Rojo, ni sobre la cubierta del barco de nuestro amigo Soliviac. ¡Carta jugada no vuelve a salir! Ahora el esbirro dispone de incalculable recursos: gendarmería, tropa, jueces, magistrados, espías y esos que se llaman partidarios del orden. ¡Perdonar la vida a Volpetti fue insigne locura! ¡Nosotros no podemos bañarnos en la leche del perdón! ¡Si mirásemos a nuestra seguridad tan sólo al barco nos volveríamos, alejándonos para siempre de las costas de Francia!

Amelia se incorporó y tendió una mano a Luis Pedro, a Giacinto la otra.

-Defensores a quienes hace poco tiempo ni conocía -murmuró con encantadora tristeza y afecto-; defensores generosos, que hoy sois árbitros de mi suerte, único amparo de este último retoño de una raza histórica, ¡gracias, gracias! Suceda lo que quiera, no os olvidaré: sois mis hermanos, sois mis amigos... Y si por la imprevisión de mi padre al dar libertad a Volpetti os sucede algo malo... ¡perdonadle, perdonadle! ¡Os lo pido de rodillas! -añadió la altiva joven haciendo ademán de hincarlas en el suelo.

Los dos caballeros de la Libertad se precipitaron a alzarla; apoyaron los labios, como si fuesen verdaderos y galantes señores, en sus manos blancas y finas, y sin poder contestar, tan conmovidos se encontraban, salieron del aposento. Amelia les vio marchar con opresión en el pecho, afligida. No podía creer que aquellos hombres, para ella casi extraños, se le hubiesen metido en el corazón tan adentro.

Después de la marcha de Luis Pedro, con quien tenía tan largas conversaciones, cayó en un abatimiento impropio de su animoso carácter. Sola en el vasto castillo, en cuyas estancias artesonadas retumbaban los pasos y cuyos polvorientos retratos antiguos de paladines y damas parecían mirarla con frío desdén, privada de escribir y de recibir cartas, peles por medida de precaución se había convenido entre los caballeros de la Libertad y el marqués de Brezé que no se fiaría nada al papel ni menos al correo. Amelia empezó a sentir el efecto inevitable del aislamiento, que consiste en forjarse fantasmas y en torturarse con miedos vagos. Su imaginación trabajaba incesantemente, representándose trágicos sucesos; veía a su padre arrebatado por la policía, sepultado en horrible mazmorra, muerto quizás; a Renato, víctima de alguna asechanza, retorciéndose desesperadamente para librarse de ella; a los carbonarios, presos por el crimen de piratería, sentenciados, con cuatro balas en la cabeza... El fuerte espíritu de Amelia, aunque exaltado por la soledad, no había dejado de darse cuenta de la significación de los hechos. Todo dimanaba de la absurda bondad de Dorff. Quien siente bullir en sus venas sangre real no puede renunciar a ejercer justicia. La crueldad cometida con los náufragos del schooner inglés, negándoles el socorro, crueldad inútil, ya que al fin varios se habían salvado, lo verosímil de una catástrofe inminente... todo, por oponerse a la acción de la justicia, por ser débil, por ser piadoso.

El único consuelo de Amelia era la compañía de Baby Dick. Aquella criatura de cinco años no vivía sin ella.

Horas y horas pasábanse la joven y el niño sentados al pie de la ojival ventana que domina el profundo foso. Amelia hacía labor, y la interrumpía para acariciar la sedosa cabellera de Dick y enredar los dedos en sus rizos rubios. El niño abrumaba a Amelia a preguntas, y cuando Amelia, preocupada, guardaba silencio, la cubría de besos, la hacía reír con alguna salida viva y graciosa, mientras Silvano, el perrazo de Juan Vilain, venía a apoyar en las rodillas de la joven su enorme cabezota, fijando en la cara de Amelia sus ojos inteligentes; y Amelia pensaba: «No querría yo más a este pequeño si le hubiese llevado en mis entrañas y le hubiese criado a mis pechos. La Providencia me ha concedido este bien en hora tan crítica».