Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo- IV -

Nocturno


En medio de la constante ansiedad de Amelia, a quien devoraba la calentura al pensar qué estaría sucediendo allá en París, un nuevo cuidado empezó a inquietarla, después de la marcha de Luis Pedro y Giacinto: la transformación que iba verificándose en su único actual defensor, Juan Vilain. No era que el bretón se permitiese ninguna demasía; su actitud exageraba el respeto; como el devoto ante la imagen, aparecía prosternado. Pero el devoto tenía ojos, y los ojos le rebrillaban y se iluminaban, a semejanza del mar bajo el rayo de la luna, al fijarse en el rostro de Amelia; el devoto tenía manos, y las manos le temblaban al presentar a Amelia la comida; el devoto tenía cuerpo, y ese cuerpo se estremecía visiblemente al hallarse cerca de la hija de Dorff. Sin género de duda, aquello era amor; un amor fanático e insensato, dominado por la voluntad, pero capaz de desbordarse al menor pretexto.

Amelia, al percibir el estado de ánimo del bretón, por instinto aumentó la distancia moral que de él la separaba. No más salidas al bosque por el camino subterráneo, el amigo; no más correrías por las salas, pasadizos y desvanes empolvados del castillo de Picmort, con tanta curiosidad registrados antes. Un miedo mal definido se había apoderado de Amelia. Temía encontrarse a solas con Vilain en el imponente salón de retratos o en la perfumada penumbra, oliente a humedad y a cera, de la capilla. La fuerza hercúlea del mozo, sus pupilas chispeantes, la asustaban. Se redujo a no salir de las habitaciones que llamaba suyas: el tocador de la marquesa, siempre cerrado; el gabinetito contiguo, donde jugaba y se lavaba y vestía Baby Dick, y el piso alto del torreón, al cual se subía por una escalera de caracol bastante empinada con el tocador mismo.

-Esta desgracia -pensaba Amelia, que en tal concepto tenía la pasión de Juan Vilain- nace de mi disfraz, de mi traje de aldeana. Si me hubiese visto con ropas de señora no se atrevería a pensar en mí... ¡Dios mío, protegedme! ¡En este vasto edificio, con un niño por toda compañía, a merced de un hombre cuya mirada despide relámpagos cuando se fija en mí! ¡Y es preciso que él no adivine mis recelos! Como el domador ante el león, tengo que conservar la sangre fría. Si desfallezco, esta fiera me echará la zarpa. No debo inmutarme, no debo saber siquiera que está ahí, rondando mi puerta, envolviéndome con su aliento abrasado...

Y así era en efecto. De noche, Amelia escuchaba -entre el silencio denso, mezclado con ruidos raros, casi imperceptibles, que envuelve a las caducas torres- pasos furtivos, un resuello agitado, a veces el golpe mate de la caída de un cuerpo. Era Juan Vilain, que se echaba en la antecámara, al través de la puerta, guardándola con apasionada voluntad, y no se apartaba de allí hasta que la luz del día asomaba dorando las copas de los árboles y haciendo brillar a lo lejos el tapiz de oro de los retamares en flor. Y tal custodia y tal vigilancia, en vez de tranquilizar a Amelia, impedíanla conciliar el tranquilo sueño de la juventud, en el cual se refresca el alma.

Con tal desasosiego yacía una noche Amelia en la dorada cama Pompadour, de tableros decorados con lindas mitologías, donde tampoco había reposado venturosa aquella marquesa de Brezé cuya sombra enferma de nostalgia parecía vagar por el aposento. Oíase la dulce respiración del niño, acostado en su camita baja, detrás del magnífico biombo de bordada seda chinesca. Una lamparilla, cobijada por un globo de vidrio azul, proyectaba luz incierta, que sólo servía para agigantar los reflejos y las sombras, para acrecentar el miedo en quien lo padeciese. Encontrábase la hija de Dorff desvelada y tirantes por demás sus nervios. Cerrados los ojos, una alucinación de los sentidos hacía transparentes sus párpados, y veía animarse y desprenderse de los recuadros del biombo los fantásticos dragones, las pálidas damiselas de oblicuos ojos y los mandarines de colgantes bigotes. Cuando desaparecían aquellos mamarrachos asiáticos, eran las diosas y ninfas género Watteau las que, animándose y descendiendo de los tableros, danzaban sobre el fresco césped riendo, haciendo crujir sus chapines de raso, de taconcito rojo, y enseñando blancos senos y tobillos elegantes. Aquella risa, en el cerebro de Amelia, sonaba con estallido irónico. Las ninfas se desvanecían, esfumándose en el aire cristalino, y en un fondo de selva, ruda y añosa, se destacaba la figura de Juan Vilain, con su pintoresco traje, su tostado rostro y sus largas melenas de un rubio de miel. El aldeano sujetaba con nervudos brazos a una de aquellas ninfas, que era Amelia en persona; ella rechazaba indignada la violencia del jayán, y él la ceñía el cuello con sus duras manos y la ahogaba lentamente hasta soltarla muerta... Para cerciorarse de que todo aquello era un desvarío de la mente, Amelia abrió los ojos. Un reloj de esmalte y bronce dorado tocó la media noche con sonido argentino.

Hizo la joven un esfuerzo para dormir; dio media vuelta y se tapó la cara con la almohada. Parecíale escuchar en el siempre silencioso castillo cierto movimiento inexplicable. Hubiese jurado que por la antesala andaba gente, que se notaba algo desusado, rumores de vida. Una loca esperanza la conmovió. ¿Si era que había triunfado su padre y que venían a noticiárselo? ¿Si estaba allí su Renato portador de felices nuevas? Incorporose de codos sobre el almohadón, palpitante... Ya no podía dudar: andaban en antesalas, antecámara y gabinete; cruzaba por la rendija de la puerta el reflejo de las luces. Aquella puerta y las demás las había cerrado con llave Amelia; pero fuerza brutal la empujó, saltó la cerradura y la hija de Dorff vio penetrar en su habitación, a paso rápido, a una dama vestida de viaje. Detrás de ella, dos criados, con libreas de los colores de Brezé, sostenían candeleros con encendidas bujías de cera.

Amelia enmudeció de asombro. Sentada en la cama, dilatadas las pupilas, miraba a la dama fijamente. La dama, a su vez, clavaba en Amelia una ojeada hostil, fría, terrible. Ambas se habían reconocido. Amelia recordaba aquella arrogante hermosura, ya algo marchita; la cara, de extraordinaria semejanza con las queridas facciones de Renato, y de expresión tan diferente. Y la dama, en el rostro de Amelia, sofocado antes por el calor del lecho, ahora pálido, cercado por los rizos rubios en desorden, veía una vez más, como había visto en el molino de Adhemar, el fiel trasunto de aquella histórica faz que en miniaturas, pasteles, cuadros al óleo, grabados, litografías, cajas de rapé, estaba donde quiera, en manos de todos, asunto de compasión general, objeto de adoración para muchos. El parecido, en aquel momento, era tan patente, que la duquesa de Roussillón se detuvo, dominada por involuntario respeto. Después, recobrando la sangre fría:

-¡Levántese usted! -ordenó imperiosamente a la joven.

-¿Por qué, cómo ha venido usted aquí? -contestó Amelia, que empezaba a serenarse-. ¿Puedo saber por qué adopta usted ese tono de mando, después de introducirse en mi cuarto de este modo y a esta hora?

La dignidad del acento de la niña desconcertó momentáneamente a la dama, pero no tardó en soltar una carcajada desdeñosa.

-Yo sí que podría preguntar por qué peregrina razón la encuentro a usted alojada en mi castillo.

-Este castillo, señora -articuló Amelia-, Pertenece a Renato de Giac, marqués de Brezé.

-Soy su madre -respondió la Duquesa-. Y vengo en su nombre y con plenos poderes suyos. Y si no quiere usted que crea que ha perdido toda noción del decoro, levántese usted, vístase y hablaremos de un modo más conveniente.

-Renato no ha dado a usted poderes contra mí -protestó Amelia-. Eso es falso.

-Ya verá usted si tengo o no poderes. La resistencia es inútil.

-¡Juan Vilain! -gritó la niña-. ¡Juan Vilain!

-Juan Vilain es mi siervo. No vendrá. No se moleste usted y levántese, yo se lo ruego, que valdrá más que si la sacan de la cama mis criados.

-Para que me levante, señora -declaró Amelia-, ordéneles que se retiren. No acostumbro a vestirme en presencia de hombres.

La Duquesa, subyugada, hizo una seña; los de la librea dejaron sobre la chimenea los candeleros; se marcharon, y Amelia, ágil y honestamente, saltó al suelo y empezó a ponerse la ropa y a calzarse. La Duquesa, en pie, esperaba, muda y glacial. Cuando Amelia hubo terminado de cubrirse, se encaró con la dama y reiteró su pregunta:

-Bien, señora, ¿podrá usted ahora decirme con qué objeto ha venido a interrumpir mi descanso, forzando mi puerta e invadiendo mi habitación?

Con arrebato de repentina cólera, la Duquesa se abalanzó a la joven.

-¡Ya lo puedes adivinar! -contestó ásperamente, dando despreciativa entonación al tuteo-. He venido a romper la trama en que teníais envuelto a mi pobre hijo tú y el impostor de tu padre. La venda ha caído de los ojos de Renato; afortunadamente se encuentra desengañado, pesaroso; él mismo es quien me informó de que te hallabas refugiada aquí, y de su parte vengo.

-¡Eso no es verdad, señora! -gritó con suprema indignación Amelia-. Ignoro cómo ha podido usted averiguar que este castillo me servía de asilo, pero no se atrevería a jurar por la salvación de su alma que Renato es quien la envía. Renato no sabe que usted viene. Renato se interpondría entre usted y yo para preservarme de todo ultraje.

-Ilusiones de chiquilla necia, de intrigantuela a quien se le arranca la máscara -contestó la de Roussillón-. Cree lo que gustes... es igual. Disponte a obedecerme, que lo demás... pamplina.

-Ignoro -dijo Amelia luchando para conservar la calma- lo que tiene usted que mandarme, pero no obedeceré si no es cosa buena, y ruego a usted que, si no me tutea por considerarme la prometida de su hijo, cese de tutearme; el tuteo no lo autorizan sino el cariño o la superioridad, y ni usted me quiere ni es superior a mí.

-A eso del tratamiento no le doy importancia -murmuró la Duquesa con ironía-. En cuanto a que sea usted la prometida de mi hijo... tiene mucha gracia y prueba su ingenio. ¡La prometida de mi hijo! Paréceme, señorita, demasiado honor para nuestra estirpe... ¡Los Brezé enlazarse con el relojero presidiario! Hablemos formalmente; usted está prometida, sí, a un hombre honrado, que la ama muy de veras: mi administrador Juan Vilain; le tiene usted dispuesto a casarse ahora mismo.

-¿Qué? -gritó Amelia-. ¿Qué dice usted de Juan Vilain?

-Que va usted a tener en él un marido excelente. Como que al pobre muchacho le había usted hecho perder la chaveta, y está lelo de alegría desde que sabe que conmigo, en mi silla de posta, ha venido el capellán para echar a la parejita las santas bendiciones. No se haga usted la remisa, que bien se ha entendido con Juan Vilain aquí solitos los dos. Seré madrina. ¿Qué más puede usted pedir? La doto a usted; a Juan Vilain le doy la granja de Plouaret; en fin, todo está arreglado para que usted se consuele de no ser marquesa de Brezé, sino feliz esposa de un mozo honrado y guapo que la idolatra. No dirá usted que he resuelto labrar su desventura...

-¡Dios mío! ¿Es esto una pesadilla? -gritó Amelia, y volviéndose a la madre de Renato-: Duquesa de Roussillón -dijo con inmenso desdén-, ni el mismo Renato conseguiría de mí lo que usted me propone. Máteme; estoy en su poder. Es venganza más fácil. Puede usted ejercitar contra mí toda clase de violencias, ya que viene a ensañarse con la mujer a quien ama su hijo, a quien tiene empeñada su palabra; ya que no respeta usted en mí la raza de que procedo. Lo que no podrá lograr es vencer mi voluntad. Pruebe usted, pruebe. Corte mi cuerpo en pedacitos o atenacéeme; diré que no en el mismo altar, si me lleva usted a él arrastrando. No tenemos más que hablar, señora.

La negativa era tan categórica que la Duquesa quedó indecisa. Veíase que no era la madre de Renato sino una mujer orgullosa y casquivana, a quien habían enseñado un papel y que lo representaba torpemente; pero ante el obstáculo no acertaba a proseguir la comedia. Hizo un gesto seco y displicente, y volviendo las espaldas entró en el gabinete contiguo. Se oyó un leve cuchicheo, una conferencia en voz baja. Diez minutos después volvía a entrar la Duquesa acompañada de sus dos criados, de los cuales uno miró a Amelia de una manera singular. Ambos se dirigieron a la camita en que reposaba Baby Dick y le sacaron de ella. La criatura, despertándose asustada, rompió a llorar. Amelia se precipitó hacia el pequeño, pero se lo arrebataron y desaparecieron con él.

-Si profesa tanto afecto a ese niño -advirtió la Duquesa- se lo restituiremos cuando dé usted mano de esposa a Juan Vilain, que consiente en prohijarle. Entretanto no extrañe que el chico lo pase mal; le tiene usted muy mimado y la echará de menos... En fin, usted verá si quiere que la devuelvan la criatura... ¿Es de usted o no? Ahora se sabrá. Hasta mañana; duerma usted bien, señorita.

Y la duquesa de Roussillón se retiró. Amelia vio cómo los criados recogían las llaves. Después rechinaron cerrojos, corrieron barras de hierro. Ahora sí que estaba prisionera.




ArribaAbajo- V -

El niño


No era el hecho de que la encerrasen lo que podía apocar a la hija de Dorff. Resuelta se encontraba a arrostrar la muerte, mil muertes, antes que rendirse a ninguna imposición de su enemiga. Sólo eran para ella grandes inquietudes la suerte de su padre y de su prometido, y la que iba a tocar a Baby Dick.

La venida de la duquesa de Roussillón al castillo de Picmort significaba mucho. A no estar descubierto todo, en movimiento la policía, no se hubiese explicado aquella aparición de la dama. ¿Quién la había enterado de lo que sucedía en el castillo? «Si mi padre -pensaba Amelia mientras se deslizaban las horas lentas del insomnio- fuese acogido por su hermana con abiertos brazos, si sus derechos fuesen reconocidos, ¿intentaría esta aventura y me trataría de este modo la Duquesa? ¡Al contrario! Vendría rebosando adulaciones, llamándome hija; la acompañaría Renato... Él no puede tener ni sospechas de lo que aquí sucede. ¿Estará preso? ¿Estará...? ¡No! ¡Vive! Si no viviese, ¿qué interés tenía su madre en casarme con Vilain? No perdamos el juicio... Aquí intervino, de seguro, la mano de Volpetti... ¿Y si el mismo esbirro la acompañase disfrazado? ¡Locura! ¿Locura? No; les importa mucho acabar conmigo... y no atreviéndose a matarme, han ideado casarme bajamente; así la Duquesa libra a su hijo, ellos crean una imposibilidad más a la causa de mi padre... ¡Y el niño! ¿Qué va a ser del niño?».

Azorada y con el pecho oprimido, Amelia empezó a pasear por la sala; no se había desnudado. ¡El niño! En aquel momento comprendió hasta qué punto se había apegado al débil ser con quien, desde hacía corto tiempo, jugaba a la maternidad. El desvalimiento de la inocente criatura, el pesar de haber contribuido a dejarle huérfano por modo tan cruel, las caricias que Baby Dick la prodigaba, su belleza, sus monerías, todo acudía a la mente de Amelia, borrando las demás preocupaciones. «¿Qué es esto? -pensaba-. ¡Valiente tontería! Nada sé de mi padre; está acaso en inminente riesgo mi amor... Y lo que más me desvela es la suerte de un niño con quien no me une ningún lazo. La casualidad me lo deparó, la casualidad me lo quita... ¡Qué le voy a hacer! ¿Es acaso, como insinuaba esa víbora, hijo mío, nacido de mi seno?».

Al despuntar la mañana sin que Amelia hubiese podido descansar un minuto, envolvió su espíritu esa oleada de calma que suele acompañar a la aparición del día, y como ya no tenía por qué ocultarse, corrió a las ventanas, y, sin acordarse de la conseja, las abrió de par en par. Entró la claridad en el tocador de la marquesa, y todo aquel lujo caprichoso, enfermizo, afeminado, apareció como una decoración de ópera, contrastando con la desolada magnificencia del paisaje y la sombría mole de los torreones que empezaba a iluminar la aurora. Amelia se asomó y echó fuera el cuerpo.

«¿Qué podrán hacer al niño? -pensó-. ¿Qué se le hace a un niño? ¿Separarle de mí? ¡Me duele... estaba tan encariñada con él!... Pero no por eso doblegarán mi ánimo ni me compelirán al vergonzoso enlace que me proponen... ¡Yo mujer de Juan Vilain!... ¿Qué significa esto? Y él ¿cómo se ha prestado a tales proyectos? ¿Cómo permitió que la Duquesa entrase en Picmort? ¡Ah! Está enamorado de mí... ¡Qué repugnancia, qué asco! ¡Morir, morir antes!».

Amelia registró la habitación con la mirada y buscó por todas partes medios de resistencia. No vio sino los ricos muebles, las gentiles baratijas, los encajes rancios y las sedas de colores amortiguados de aquel mágico aposento, en cuyos espejos de dorada cornucopia la muerta había contemplado sus demacradas facciones. De pronto, sobresaltada, prestó oído. En el gabinete contiguo, del cual la separaba una puerta, escuchábase el llanto de una criatura. Sin duda Baby Dick se había despertado.

-¡Mamita, mamita Meli! -gorjeaba el pequeño-. ¡Ven! ¿Dónde estás? Dame las sopas. Es hora.

Con arrebato del cual ella misma se sorprendió, con un ímpetu de ternura que le vino de las entrañas, Amelia se lanzó a la puerta y la sacudió con furia, exclamando:

-Amor mío, no puedo ir... ¡No puedo abrir, Baby, corazón! Ten paciencia, aguarda...

-Mamita guapa, ¿por qué no vienes? -insistió Baby-. Estoy solo. Aquella señora tan mala de anoche me encerró aquí. ¡Rompe la puerta!

-¡Si no puedo, Baby! -gimió desconsolada la hija de Dorff, pugnando por abrir.

Pero la evidente imposibilidad llenó sus ojos de lágrimas; cruzó las manos y se dejó caer en un sofá. Por primera vez el abatimiento la dominó. El lado flaco de la mujer, la maternidad, ficticia, tal vez más exaltada por lo mismo -por ser cosa ideal y soñada-, daba al traste con las energías de la prisionera.

Baby Dick, desde su cama, lloraba emberrenchinado, sin cesar de llamar a Amelia con dulce pío infantil. Ella corrió a refugiarse en un rincón del tocador, para no oír aquellos llamamientos; pero los oía, aunque débiles, por lo mismo más lastimeros, y le cortaban el corazón. Desesperada, se arrojó sobre la cama, cubriéndose con la colcha. Pero seguía oyendo, a través del flexible damasco, y gemía ella a compás de los gemidos de Baby. ¡Parecíale en tal momento que, por franquear la puerta maldita, estrechar el cuerpecillo y cubrir de besos los rubios bucles, era capaz de renunciar a las ilusiones ambiciosas, a las altivas reivindicaciones, a los ensueños de felicidad al lado de Renato, a todo, a todo! ¡Tal fuerza ejercía la sugestión de piedad, tal era el efecto de la voz de un pequeñuelo!

A cosa de las ocho entráronle a Amelia el desayuno; se lo traía uno de aquellos hombres vestidos de librea que la víspera acompañaban a la duquesa de Roussillón. Intentó Amelia interrogarle, pero el criado, o lo que fuese, se limitó a apoyar sobre los labios el dedo y a menear negativamente la cabeza. Las súplicas ansiosas de la prisionera respecto al niño fueron inútiles. Transcurrió, con lentitud desesperante, la mañana. A medio día repitiose la escena: en una bandeja presentó el de la librea pan fresco, una botella de vino, un pollo asado; retiró el servicio del desayuno, y no hubo otro incidente. Pero el llanto del niño penetraba, casi continuo, a través de la puerta, y Amelia no tuvo ánimos para comer; bebió un sorbo de Burdeos y mal atravesó un bocado de pan. Por no renovar el desconsuelo de Baby no se atrevía a acercarse a la puerta; al cabo pudo más su inquietud, y dando golpecitos en la madera murmuró amorosamente:

-¡Baby Dick! ¡Baby Dick! ¿Cómo estás? Soy yo, tu mamita, tu madre Meli...

-Tengo hambre, mamá -gimió el niño.

-¿Hambre, alma mía? -exclamó la joven herida por horrible presentimiento-. ¡Qué! ¿No te han dado de comer? ¿No te han llevado la susú?... (El pequeñuelo solía llamar así a la sopa.) Mira, sé muy bueno, y aunque yo no te tenga en brazos, tú come bien... come de todo... Desde aquí te hablo, mi vida, y te acompaño; tú me oyes; es igual que si estuviese contigo.

-¡Pero, mamá Meli, si no me han traído nada! -contestó Baby-. ¡Ni leche ni susú! Dame tú de comer, anda... ¡Tengo hambre!

El frío del espanto corrió por las venas de Amelia. ¿Estaba delirando? ¿Eran capaces de eso? ¿Cabía en lo humano tal crueldad? ¿Se podía hacer uso de armas tales? No; ¡imposible! ¡Desvarío, fiebre! Se trataba de un olvido; no se deja a una criatura, por deliberado propósito, sin comer. ¡Era distracción, era casualidad, cosa de gente que no ama a un niño y le encierra y no piensa más en él; pero no intento, no propósito! Y al hacerse estas reflexiones, Amelia tiritaba de congoja. ¡Un día entero así! ¡Un día entero sin alimentarse Baby, cuyo quejoso y dolorido llanto oía pasar por las insensibles hojas de madera! La hija de Dorff se paseaba como enjaulada leona; hería el suelo con el pie; reprimía explosiones de frenesí vano; volvía a sacudir la puerta, aun convencida de que sus fuerzas no alcanzaban para estremecer sus goznes. Lo había olvidado todo, excepto al niño, que pedía de comer. Hubo instantes en que sintió que sus sienes estallaban; un vértigo confundía sus impresiones; por momentos se creía ya loca. ¡Matar de hambre a un niño! De improviso acordose del encierro de su padre, de los crímenes de la historia... ¡Todo cabe! ¡La maldad es infinita! ¡El mayor monstruo, la Humanidad!

El día transcurrió así; amargo, interminable, de esos que hacen salir canas. A la caída de la tarde, otra vez allí el servidor, con la bandeja donde humeaba el caldo y amarilleaba un pastel frío. Amelia se arrojó a aquel irritante mudo, y sin dejarle soltar lo que traía le increpó.

-¡Tienen sin comer al niño! ¡Que den de comer al niño que han encerrado! ¡El pobrecito llora! ¡Si son personas y no tigres, que le lleven su comidita! ¡Él no tiene culpa de nada! ¡Que me maten de hambre a mí!

Y el servidor, por única respuesta, se encogió de hombros; volvió a apoyar el dedo en los labios y se retiró, dejando en una mesa de mosaico la apetitosa cena.

Las horas de la noche se desvanecieron como negros copos de humo. La queja del niño seguía escuchándose algo debilitada. Amelia, arrodillada delante de la puerta, ni se atrevía a respirar. El monótono «tengo mucha hambre»... de Baby se volvía a oír de tiempo en tiempo; pero a veces reinaba un silencio fatídico: sin duda el cansancio y la falta de fuerzas le aletargaban. Ráfagas de insensato furor pasaban por el cerebro de Amelia. Cuando blanqueó los vidrios la claridad del amanecer, la hija de Dorff se asomó, y a voces pidió socorro. «¡Juan Vilain! -repetía-, ¡Juan Vilain! ¿Es así como me ayudas? Infame, ¿así cumples las órdenes de tu señor?...». No contestaba a sus gritos sino el silencio vasto, solemne, religioso, de la indiferente Naturaleza, «¡Renato, Renato! ¡Luis Pedro! ¡Amigos míos!... ¡Piedad!». Llamó hasta al perro: «¡Silvano, aquí!». Y ni del hondo foso que rodeaba el castillo, ni allá abajo, del valle, ni de las reconditeces del bosque, salía un eco de vida humana. Picmort, el muerto gigante, no respondía.

Fascinada por el mismo horror, volvió a pegarse a la puerta detrás de la cual gemía Baby Dick. «Una criatura -pensó- resiste muy poco tiempo la privación de comida... Va a morir... Se extinguirá como una velita que se consume...». En efecto, el acento del niño, quebrantado y enflaquecido, delataba la falta de fuerzas; ya casi ni podía gemir.

-¡Misericordia! -pensó Amelia-. ¡Qué hice yo para tal castigo! ¡Qué me importa el niño, vive Dios! ¿Soy quizá su madre? ¡Ya le salvé la vida una vez... ahora que le salve la Virgen María! ¿He de renunciar para siempre a mi Renato?... ¡No, no! ¡Perezca el mundo entero; no se reirán de mí estos bandidos! ¡Quieren explotar mi corazón, quieren vencerme por la piedad! ¡Pues no será! ¡Me vuelvo de piedra!... Tal vez tenía razón mi padre... ¡Dios está contra nosotros! Hemos derramado sangre... ¡Ah! ¡Nuestra falta fue no verter la que debía ser vertida! ¡Padre mío! ¡Débil fuiste... y me mataste a mí! ¡Y ahora tengo que ser débil como tú! Ahí va mi alma, allí va mi cuerpo... ¡Que los pisoteen!

Amelia rompió en desesperados sollozos. Un lamento del niño, una quejita tenue, cruzó la madera. Baby repetía: «¡Mamá!». Amelia se incorporó con automático movimiento. Acercose a la puerta y llamó tiernamente a Baby.

-Paciencia, mi cielo -le dijo-. Dentro de poco te darán de comer y vendrás junto a mí. ¡Paciencia!

Como se anda en sueños, así anduvo Amelia toda la mañana, lavándose, atusándose, arreglándose. De cuando en cuando se reía sola, de un modo estridente, rechinando la dentadura. Otras veces un diluvio de lágrimas bañaba sus mejillas, frías y consumidas como marchitas rosas blancas.

Cuando a las doce en punto entró el criado mudo con la bandeja y los manjares. Amelia le ordenó:

-Diga usted a la señora duquesa de Roussillón que ahora mismo abra esa puerta y me reúna con el niño, y que haré su voluntad.




ArribaAbajo- VI -

La boda


Sobre una hora después, habiendo Amelia cubierto de caricias y dado a beber leche y caldo a la criatura, casi exánime, a quien amaba con mayores extremos desde que había consentido por ella en sacrificar cosas más importantes que la vida, se abrieron de par en par las puertas de la estancia y entró la duquesa de Roussillón triunfante.

Los dos criados de librea, que como siempre la escoltaban, traían en azafates ropa y joyas, las galas de la boda, la cofia de encajes, el aderezo de filigrana de oro. Amelia ni levantó los ojos. Dos muchachas, las mozas de labor, que nunca habían conseguido verla de cerca, se aproximaron llenas de curiosidad, y por orden de la Duquesa, retirados los servidores, empezaron a engalanar a su manera a la novia. Amelia, inerte, no resistió. Trenzaron sus rubios cabellos; la mudaron la camisa, vistiéndola una randada y calada; la ciñeron el justillo; la pusieron las sayas de paño, las arracadas, la cofia, el ramillete; la convirtieron en la más linda de las desposadas bretonas.

Hecho esto, la Duquesa llamó a Juan Vilain, que se presentó ataviado también con el pintoresco traje de los días de fiesta, y ostentando en el pecho el ramo de flores silvestres, del cual colgaban multicolores cintas. El mozo estaba descolorido de emoción: literalmente no sabía lo que le pasaba. ¡Había sido tan repentino aquello! Llegar la Duquesa; invocar sus títulos de madre y señora para que le fuese franqueada la puerta del castillo; encerrarse con Vilain, y anunciarle que por orden del Marqués iba a unirse a la joven reclusa, que había sufrido desgracias, a la cual protegían todos y querían asegurar hacienda y nombre... Y como Vilain, loco de ventura, hiciese sin embargo alguna objeción, la Duquesa le había contestado: «No quieras saber nada. Obedece a tus amos, que te piden este servicio. Esa muchacha no es en realidad parienta nuestra; es de tu misma clase, pobre y humilde como tú... De nada careceréis. Sé para ella un buen marido, para el niño un padre... te doy la granja de Plouaret...». No era la granja lo que influía en la decisión del mozo... Era el amor desatentado, salvaje, que en su taciturno espíritu se había encendido desde que vio a la hermosa refugiada. Un temblor de gozo sacudía su cuerpo; no creía aún en la realidad de lo que ya sucediéndole estaba; tal vez las hadas le tenían embrujado; tal vez, disipándose el conjuro, aparecería la verdad, una burla, una diablura de las hechiceras malditas... ¡El marido de Amelia! Su mirada, por momentos envolvía a su novia como una ola de fuego, y después, intimidado por el mismo bien que anhelaba, los volvía, fijándolos en cualquier objeto o consultando el rostro de la Duquesa.

Conducida por esta, salió Amelia de la cámara. En el salón de retratos aguardaban el capellán y dos arrendatarios de la casa de Brezé, llamados para servir de testigos. Uno de los supuestos criados de librea cambiaba con la Duquesa ojeadas que Amelia sorprendió, porque la misma tensión violentísima de sus nervios aguzaba sus facultades perceptivas. Desde el primer instante había llamado su atención el rostro de aquel criado, que traía a su mente vagas reminiscencias de algo muy conocido. No era un servidor. ¡Era un cómplice, el cómplice más peligroso y sañudo que podía tener la Duquesa en su odio a la hija de Guillermo Dorff!...

Dirigiéronse a la capilla, que esperaba abierta, iluminada por múltiples encendidos cirios, y adornado el altar con grandes jarrones, donde lucían flores de papel de plata. El capellán se había adelantado y esperaba ante el ara, revestido para la ceremonia. La nave aparecía desierta, porque la gente de las cercanías no tenía noticia de que allí iba a verificarse tal solemnidad. Sólo las dos mozas pastoras, que habían ayudado a engalanar a la desposada, la seguían, representando esa numerosa comitiva de solteras que va tras las novias bretonas procurando aproximarse a ellas, porque una superstición las hace creer que la más próxima se casará antes de un año...

Amelia, callada, yerta, con paso de estatua que camina, se adelantó hacia el altar. Punzante recuerdo desgarraba su alma en aquel instante crítico. De la capilla de Picmort habían tratado mil veces Renato y ella en sus coloquios. «Allí -decíale Brezé- están las sepulturas de mis antepasados, las cenizas de mi padre; allí recibí el agua bautismal, y allí ha de caer sobre nosotros la bendición del cielo, sancionando nuestro amor». ¡Cuántas veces en sus sueños, y aun muchos días de su reclusión en Picmort, se había ella representado la ceremonia nupcial en la capilla que se complacía en cuidar y adornar por sus manos! ¡Qué efecto grandioso la producía, con su hilera de arcos sepulcrales a derecha e izquierda; con las sepulturas sobre cuyas losas dormían, rígidas, las estatuas yacentes de los paladines del tiempo de las Cruzadas, o se arrodillaban, cruzadas las manos, erguida por la golilla la noble cabeza, los caballeros de la época de la liga; con su severo altar, sobre el cual campeaba un crucifijo de talla soberbio; con sus dos ojivas prolongadas, de vidriería de colores, que derramaban irisada luz!... Y era la misma capilla donde debía unirse a Renato de Giac, y a su lado, en vez del elegido, veía a aquel aldeano, a aquel siervo de la casa de Brezé, humillante sustitución que la mortificaba como si la hubiesen abofeteado, no en la cara, en el espíritu.

-No hay remedio... Moriré después -pensaba Amelia- si es necesario, pero ahora tengo que cumplir mi compromiso... He ofrecido esto por la vida de la criatura...

Cuando subió las gradas del presbiterio y comprendió que ningún milagro, ningún azar providencial, evitarían aquel sonrojo, estuvo a punto de gritar: «Socorro, me violentan; no quiero, no quiero casarme». Alzó la vista hacia el crucifijo, como implorando la intervención del cielo; pero la martirizada imagen pareció contestar: «Sufre, ahora es tuya la expiación». Se arrodillaron los novios. El capellán empezó a celebrar el rito; formuló las preguntas, a las cuales Juan Vilain contestó con ahínco, Amelia con voz desfallecida... Y cuando se enderezó, bañada en sudor frío, próxima a desmayarse... era esposa de Juan Vilain.

Regresó al salón la comitiva. La Duquesa, madrina de aquel singular enlace, se acercó a Amelia, intentando hacerla una demostración afectuosa y prenderla en el pecho una joya de diamantes que acababa de quitarse del suyo. La joven se echó atrás como el que ve salir de entre la hierba venenoso reptil, rehusando el beso de Judas que la dama quería imprimir en su frente. Esta, imperturbable, sonrió de un modo que insultaba por lo equívoco de la simpatía y por el alarde del triunfo. ¡Ya estaba unida Amelia a un hombre del pueblo, oscuro y humilde, y tenía un rasgo más de inverosimilitud la novela del pretendiente Dorff! Y el criado de librea, que asistía al acto, sonreía también de un modo imperceptible, con solapado regocijo de victoria diabólica. La dama, dirigiéndose a Juan Vilain, pronunció una especie de arenga:

-Ahijado mío: eres un servidor leal, y me ha complacido adivinar tus deseos y darte la esposa que anhelabas. Es de tu clase: su padre y su madre, pobres artesanos; él, oficial mecánico; ella, costurerita. Haz feliz a tu compañera y Dios os conceda larga prole. A tu custodia sigue confiado el castillo de Picmort, propiedad de mi hijo, el alto y poderoso marqués de Brezé, con cuya autoridad me encuentro momentáneamente revestida y a quien rogaré que jamás os quite el cargo que aquí ejercéis. Y si tal sucediese, ya sabéis que la granja de Plouaret es vuestra.

Amelia escuchaba y creía soñar; tanto dolor, tanta falsía hipócrita, la aturdían. Dos veces la protesta indignada asomó a sus labios y otras tantas la reprimió el exceso mismo del desprecio. Envolvió a la Duquesa en una ojeada regia, de esas que aniquilan, y sin mirar a nadie ni despedirse de nadie, ni besar a sus compañeras, según la costumbre bretona, volvió la espalda y se dirigió al célebre tocador de la marquesa.

Poco tardó la silla de posta de la madre de Renato en detenerse, enganchada para el viaje, ante la puerta de honor del castillo, y la Duquesa, siempre acompañada de su capellán y de sus dos inseparables criados de librea, subió al coche, rodeada de todas las maletas, sacos y cajas que este género de elegantes viajeras suele carretear. Juan Vilain ayudó a cargar la impedimenta y despidió a su ama con la reverencia más profunda. Amelia se había encerrado en su aposento, y estrechando al niño daba rienda suelta al dolor y a la amargura. Ahora comprendía la situación. ¿Era aquello posible? ¿Mujer ella de Juan Vilain? ¿Casada, obligada a querer a su marido, a vivir con él? ¡Absurdo! El cielo no podía permitir iniquidad tamaña. ¡No! Primero por la ventana al foso.

Baby Dick, viéndola triste, la hartaba de besos y de mimosos halagos, que consolaban a Amelia; porque el haberse sacrificado tanto al desvalido ser había puesto el sello definitivo a su ternura, que creía imposible fuese sobrepujada por el amor de verdadera madre. La tarde caía, envolviendo en sus crespones la estancia, derramando la ceniza gris del crepúsculo. La hija de Dorff se determinó a acostar a la criatura, no sin hacerla antes rezar y trazando sobre su frente la señal de la cruz, y no sin haber antes procurado atrancar bien las puertas y colocar delante de ellas muebles a manera de barricada. Cuando la sábana cubrió a medias el rostro del niño, Amelia percibió un ruido insignificante, pero continuado, que la sobresaltó en gran manera. Procedía de uno de los recuadros con pinturas mitológicas, con marco de guirnaldas de dorarla talla, que decoraban el tocador; se diría que un ratón arañaba en él. Aumentó el chirrido, cesó luego, y de súbito, lentamente, el recuadro giró, descubriendo una puertecilla disimulada entre las molduras, Amelia, aterrada, vio ante sí a Juan Vilain, vestido aún con su traje de fiesta y prendido su nupcial ramo de flores al lado izquierdo.

Realmente, para quien no le mirase como le miraba Amelia, era Juan Vilain un apuesto mozo, el más gallardo de los gars de muchas feligresías a la redorada, y la expresión de éxtasis y enajenamiento de su morena cara la hermoseaba de veras. Pero la hija de Dorff le arrojó una mirada impregnada de tal desdén que el mozo se quedó inmóvil, como si sus pies estuviesen atornillados al suelo.

-¿A qué vienes aquí, Juan? -preguntó avanzando sobre él, agresiva, la hija de Dorff- ¿Cómo te atreves, sin que yo te lo permita ni te haya llamado, a presentarte en mi cámara? ¿No has visto que me encerré por dentro? ¿Vienes como un ladrón, utilizando entradas secretas que conoces? ¡Miserable! Sal de aquí ahora mismo y no vuelvas jamás. ¿Lo has entendido? ¡Jamás!

Juan Vilain, a su vez, avanzó dos pasos. Su rostro expresaba la mayor, la más sincera sorpresa.

-Señorita -balbuceó-, ¿qué dice usted?... ¿No acabamos de casarnos? ¿No somos marido y mujer? Conozco el secreto de esa puerta desde niño, y nunca me cruzó por el pensamiento usarla; segura estaba usted de ningún atrevimiento... Pero ¡ahora!, ¡voto a Dios y a Santa Ana de Auray!, el sacerdote nos ha unido...

Amelia, creciéndose al ver la moderación, casi la timidez del lenguaje de Juan, le increpó más duramente:

-¿Que nos ha unido? ¡Desdichado de ti! ¿Pero atribuyes algún valor a esa indigna ceremonia? ¿Finges ignorar o ignoras realmente? ¿Eres un taimado o eres un infame? ¿Estás de acuerdo con la Duquesa o te ha engañado con sus artificios? ¿No conoces los medios de que se han valido para forzarme a que te diese el sí? ¿También tú querrás asesinar a ese pobre niño?

Juan Vilain al pronto no contestó, tal era su asombro. Amelia vio claramente que aquel hombre no estaba iniciado en los misterios de iniquidad del drama, y al comprenderlo respiró con mayor libertad.

-Señorita -manifestó el aldeano recobrando el habla-, no entiendo lo que me dice usted. Juan Vilain ni es asesino ni hipócrita.

-¿Por qué te has casado conmigo entonces, malsín?

Los cambiantes ojos de Juan Vilain, color del agua del mar que bate los escollos de la costa bretona, irradiaron fosfórica lumbre.

-¡Porque te quería y te quiero! -gritó, tuteando por fin a Amelia y acercándose más, hasta hacerla sentir el calor de su aliento-. Porque mi ama, al llegar aquí, me dijo que no existía tal parentesco tuyo con la casa de mis señores; que eras una pobre como yo, que has sufrido mil reveses, sido abandonada por un malvado, vivido hasta hoy en la miseria y el abandono, y que ese niño es probablemente hijo tuyo... Y ya lo ves, así y todo... te adoré, me volví loco cuando me ofrecieron casarme contigo.

-¡Calumniadora vil! -gritó Amelia, cuyas mejillas enrojeció el fuego de la vergüenza y de la rabia.

-Y añadió después la señora Duquesa: «Juan Vilain, el padre de esa muchacha ha prestado en la emigración servicios a mi esposo... Por eso he consentido que se la diese acogida en el castillo; por eso mi hijo te ha mandado recibirla aquí y tratarla bien, y guardarla todo género de consideraciones, y hasta darla las mejores habitaciones y no revelar a nadie su presencia... Y yo he deseado completar la obra de mi hijo, proporcionando a esa muchacha desventurada un defensor, un esposo, un porvenir, y al niño un padre... ¿Estás dispuesto a casarte con ella, Juan Vilain? Porque entonces te aseguro, en nombre de mi hijo, la administración de este castillo y la granja de Plouaret... Además doto a la novia en tres mil libras: es mi regalo de madrina». Y yo acepté... no por la administración, ni por la granja, ni por la dote, ¡así Dios me confunda y mande un rayo sobre mí si miento!, sino porque te quería más que a las telas del corazón, porque desde que llegaste al castillo no he dormido una noche, porque si cerraba los ojos soñaba contigo, porque mis venas ardían, porque estaba como aquellos a quienes las brujas de la fuente encantada roban el sentido y queman la sangre.

Y Juan Vilain, cayendo de rodillas ante Amelia, rompió a sollozar como un chiquillo.

Amelia sintió un movimiento de piedad.

-Juan Vilain, ya lo veo, también tú has sido engañado por la serpiente. ¡Escucha la verdad! Me he casado contigo por fuerza, por la fuerza más brutal, porque iban a matar de hambre... de hambre, ¿lo oyes?, a ese niño, que no es hijo mío, pero es un inocente, es una criatura indefensa. Y como me he casado contigo violentada, nuestra boda es, a los ojos de Dios, un sacrilegio, y tú no debes creerte mi marido o pecarás mortalmente y condenarás tu alma. Juan. ¡Mira lo que haces!

El mozo se incorporó, cruzó los brazos sobre el pecho y movió la cabeza.

-Eso será cierto, aunque me repugna y me cuesta trabajo creerlo de mi ama y madrina; pero, sea por la causa que sea, casados estamos; soy tu marido, eres mi mujer; ningún poder divino ni humano basta a deshacer lo hecho. Que el niño sea tuyo o ajeno, no me importa... ¡No pregunto nada! ¡Tu vida anterior a este día tuya es... para mí has nacido hoy y naciste vestida de blanco, más pura que el agua del manantial! ¡Te quiero tanto!... ¡Si alguien intentase haceros daño a ti o a la criatura conmigo se las habrá! ¡Mía es Amelia y sabré defenderla! Desde hoy perteneces a Juan Vilain... Que sea Dios o el diablo quien te ha traído a mí, te acepto, porque te idolatraba de tal manera, que no podía pegar los ojos ni atravesar bocado; era como una especie de maleficio. ¡Era enfermedad, era una cosa de esas que no caben en el pecho!... ¡Si no viene mi ama y me casa contigo... una noche soy capaz, no de profanarte, pero de darte la muerte! Mucho te respetaba, pero se vuelve uno loco! ¡Ya eres mi mujer! ¡Alegría!

Y el bretón echó los nervudos brazos al cuello de Amelia...




ArribaAbajo- VII -

Juan Vilain


La hija de Dorff se hizo atrás de un salto, dispuesta a una lucha que, por la fuerza muscular del bretón, era estéril, cuando en el reloj de esmalte y bronce dorado sonó la hora, y el recuadro con pinturas mitológicas, que había vuelto a encajarse de suyo y sin ruido en la pared, giró de nuevo, y en la estancia penetró un hombre.

Juan Vilain dejó a Amelia y se volvió atónito.

El que acababa de entrar avanzó, se encaró con Juan y preguntó en voz terrible:

-¿Qué es esto? ¿Qué sucede aquí, en mi casa?

-¡Renato de mi vida! -gritó Amelia precipitándose hacia el recién venido.

Y como si no estuviese nadie delante, los dos enamorados se estrecharon pecho a pecho, sin cuidarse de Juan Vilain, cuyos ojos fulguraban de un modo que causaba espanto, pero cuyo cuerpo permanecía inmovilizado por la veneración a su señor.

-¡Ven aquí! -le gritó Renato-. ¡A ver! ¡Juan, criado mío! Dame cuenta de lo que te confié. ¿Estoy o no estoy en mi castillo señorial? ¿Qué ha pasado en él? ¿Cómo me respondes, siervo infiel, del tesoro que encargué a tu custodia? ¿Cómo has cumplido mis instrucciones?

El mocetón se tambaleó y se prosternó ante el grupo que formaban Renato de Giac y Amelia.

-¡Señor! ¡Amo mío! -balbuceó-. Yo... La señora Duquesa... La madre de mi amo... Las órdenes que me trajo, en nombre del señor...

-¿Órdenes? ¿No las tenías de no dejar entrar aquí a nadie sin el santo y seña? ¿Te ha dado mi madre el santo y seña, imbécil? ¡Qué digo imbécil! ¡Malvado debo decir, porque te encuentro tratando de abusar de esta mujer, que debía serte tan sagrada como la Virgen!

-Señor... Era la Duquesa, era la esposa de mi último amo, cuyas cenizas descansan en la capilla -tartamudeó Vilain-. ¿Debí rechazarla? ¿Debí cerrar la puerta?

-¡Naturalmente... bruto! -rugió Renato de Giac, perdiendo el freno de la educación y sintiendo espasmos de fiera-. ¡A mí, a mí solamente debes obediencia, hasta morir si es preciso!

Y avanzó, cerrando los puños, dispuesto a descargarlos sobre la cabeza del siervo, que esperó resignado el golpe.

Instantáneamente, con el impulso generoso de su recto carácter, Amelia se interpuso.

-¡Renato, no seas injusto! ¡No te rebajes, no te faltes a ti mismo! Juan Vilain no tiene culpa. Ha respetado a tu madre, y al respetarla te respetaba a ti. Al darle instrucciones, no previste ese caso ni podía preverse. ¿Cómo imaginar que tu madre viniese aquí a ejercitar venganzas? La finalidad la trajo; la fatalidad, y no Juan Vilain, que es honrado, originó esta desventura. ¡La única persona a quien Vilain no podía pensar que cupiese cerrar la puerta de Picmort es la que ha penetrado en el castillo a destrozarme el alma!

Al eco de aquella amada voz persuasiva reprimiose el marqués de Brezé. La incertidumbre, la zozobra se reflejaban en su actitud. Una duda extraña, algo que le parecía monstruoso, germinaba en su mente.

-Bien, Amelia -murmuró con ronco acento-, dejemos en paz a Vilain; pero, ¿qué ha sucedido aquí?, repito la pregunta. ¿A qué vino a este castillo mi madre, cometiendo la bajeza de mentir, de fingirse mi mensajera? No habrá venido, de seguro, a perder tres días de su vida frívola en contemplar el paisaje, la belleza de esas gándaras desiertas y de esos retamares en flor. Cuando yo -que ya voy siendo espía de oficio- supe en París que ella había salido camino de Bretaña, me precipité, porque los presentimientos decíanme que era en Picmort donde abatiría el vuelo, para clavarte sus garras, para consumar su obra inicua. Me he cruzado con ella en la carretera; he podido pasar sin que me viese; he entrado por el camino secreto, del cual tengo doble llave; he utilizado esa entrada, la del Marqués celoso, porque algo me aconsejaba sorprenderte... ¿Qué ha pasado? ¡Venga la verdad!

Amelia, abrumada, guardaba silencio. Sólo entonces se daba cuenta de su situación, de la confesión tremenda que era preciso hacer a Renato... Su valor reconocido desfallecía.

-Renato... -balbuceó-. ¡No me acuses; perdóname! ¿Por qué no viniste antes? ¿Por qué me has dejado sola aquí, indefensa, a merced de una asechanza? ¿Por qué has desamparado a tu Amelia?

-¿Sola? ¿Indefensa? ¿Pues... y ese? -gritó señalando a Vilain-. Orden tenía de morir por ti. Ea... pronto... Sepa yo lo que pasa. ¡Responda cada cual de sus hechos!

Amelia se cubrió la cara con las manos, y arrimándose a la pared rompió a llorar amargamente. Avanzó Renato; cogió a Juan Vilain por el cuello, y, sacudiéndolo con violencia, repitió su interrogación:

-¿Qué ha sucedido, traidor? Contesta o te ahogo.

Pálido y con los ojos extraviados, Juan Vilain, mediante un ligero esfuerzo que probaba su vigor muscular, muy superior al de Renato, se desasió. Cruzó los brazos sobre el pecho, y dijo con calma:

-Pues ha sucedido, señor y amo mío, que la señora Duquesa se ha presentado aquí, en su silla de posta, acompañada de dos criados y un capellán; que yo, al verla, he abierto de par en par la puerta de honor, por donde, desde tiempo inmemorial, entran los señores de Picmort; que la he besado la mano en señal de vasallaje; que ha estado tres días mandando y siendo obedecida, y que al tercero ha dispuesto que yo me casase con esta mujer...

Renato saltó; un rugido se exhaló de su garganta.

-¿Y... lo hiciste? -preguntó fijando en Vilain una mirada de asesino.

-Sí, señor... lo hice.

-¿Cuándo? ¿Cuándo?

-Hoy, a las cuatro de la tarde, nos ha desposado el capellán en la capilla de Picmort.

-¡Maldito seas, maldito! -gritó Renato-. Pero tú, Amelia... tú..., ¿qué es esto?, ¿has pronunciado el sí?, ¿has consentido?

-He pronunciado el sí, he consentido -gimió Amelia a su vez.

-¡Magnífico! ¡Soberbio! -Y Renato soltó una carcajada de furioso-. Explícate ahora, ya te mataré después -repitió con helada tranquilidad repentina-. ¿Es que este hombre... te inspiraba amor?

-¡Renato!... -imploró la hija de Dorff medio arrodillada ante su amigo-. No me atormentes más; ¡compasión! Consentí porque... óyelo bien, ¡me repugna referirlo!, ¡pero es necesario!, tu madre y los que con ella venían, que sospecho eran esbirros disfrazados de lacayos, hicieron conmigo una cosa espantosa... una cosa que no tiene nombre, que no la hicieran verdugos ni caníbales. Consentí porque... ¡tú lo exigiste!, ¡mira que no miento!... empezaron a matar de hambre, ¡de hambre!, ante mi vista a ese pobre pequeño, a Baby Dick... al que yo salvé en el naufragio, ¿no recuerdas? ¡Ah, Renato, Renato!... ¡Tu madre... tu madre!... ¡No se lo llames más!... ¡Nunca la des ese nombre!

-¿Eso... han querido hacer? -tartamudeó Renato cruzando las manos.

-¡Eso han hecho! -repitió solemnemente Amelia-. ¡Ah, Renato! Mi padre tiene razón; los crímenes de los grandes de la tierra traen las reivindicaciones de los míseros oprimidos y los castigos de la historia. ¿Comprendes tú que se oiga llorar de hambre a un niño y se le deje perecer? ¡Y... ahora... compasión, Renato!... ¡Sí, he ido al altar; soy la esposa de tu administrador!

-¡Maldito! -repitió Renato volviéndose hacia el bretón-. ¿Por qué te has casado con esta mujer?

-Obedecí a la duquesa de Roussillón, a quien creí autorizada por mi amo y señor -respondió torvamente el mozo.

-¿Sabías el martirio del niño?

-No lo sabía. ¡Por estas cruces! Pero haciéndolo mis amos, lo respetaría también. Los amos son los amos y mi deber la obediencia.

-¿Querías a esta mujer tú?

-Desde que la vi -contestó el aldeano con sinceridad impetuosa.

-¡Ah! ¡Vamos! ¡Obediencia aparte! ¡Por eso, por eso! -espumó Renato, bramando de ira.

-No, señor. Por eso, no -declaró firmemente Vilain-. Mi frenesí, mi locura, nada importaban en este caso. Repito que no pensaba en bodas; ¡quién soñaba en eso! A no disponerlo la madre de mi señor...

-¡Tu señor soy yo, perro! -repitió Renato-. Yo tan sólo.

-Cierto -repitió Vilain entre humilde y rebelde-; pero aquí, en esta aldea, no estamos acostumbrados a diferenciar lo que ordena el señor de lo que ordenan sus padres. Nuestros padres, mientras viven, mandan, y son la imagen de Dios sobre la tierra.

-¡Juan Vilain es inocente, no ha delinquido! -insistió Amelia-. Cualquiera, en su caso, procede como él. ¡La justicia ante todo!

Vilain arrojó a la joven una mirada de infinita, de intensa gratitud.

-Aquí -prosiguió la hija de Dorff- no hay más reo que tu madre... y esa extraña fatalidad que nos persigne, que persigue a cuantos apoyan nuestra causa. ¡Llevamos la desventura con nosotros! Hubiese sido mejor enterar de todo a Vilain desde el primer día: tratarle, no como a servidor, sino como a confidente y amigo. Así no podrían engañarle los malvados. Pero, ¿cómo suponer que tu madre tendría soplo de mi presencia aquí? ¿Cómo creer que iba a venir, trayendo maquinado un complot tan pérfido? ¡Renato! ¡De malas entrañas has nacido!... ¡Entrañas de hiena!

-Amelia -gimió el Marqués-, no intento defender a mi madre... Ha sido criminal... ¡Pero de seguro que las ideas satánicas que realizó no proceden de ella; no han podido germinar en su cerebro, donde sólo la vanidad hace estragos! Esa trama es policíaca, tiene el sello peculiar de cuantas nos envuelven. Mi madre obedece a un poder superior, cuyos actos no examina. ¡Amelia! Nuestros padres son los que nos matan. El tuyo ha dado libertad al esbirro. La mía te ha entregado a otro hombre... ¡A otro hombre! ¡Si esto es un delirio de la calentura! ¡Tú eres mía... lo demás no existe!

Diciendo así, Renato se había acercado a Amelia y estrechaba sus manos, y hacía extremos a que apasionadamente correspondía la hija de Dorff. Habían olvidado la presencia de Juan Vilain, y este, inmóvil y derecho como las piedras druídicas, se mantenía allí mirando su afrenta. Al fin recordó Renato aquella presencia importuna, y extendiendo la mano ordenó:

-Vete.

-¿Que me vaya? -contestó Vilain saliendo de su estupor y desatándose como un torrente-. No puede ser. ¡Si me voy, se vendrá mi mujer conmigo!

-¡Tu mujer! -repitió Renato con risa burlona-. Esta no es tu mujer, necio.

-¿Que no es mi mujer? Lo es, señor... lo es. Nos ha unido el sacerdote.

-Por un engaño, por una maldad.

-Por lo que sea. Ella ha pronunciado el sí; el capellán nos ha bendecido... Marido y mujer somos ante Dios, como es mi amo el marqués de Brezé.

Renato volvió a avanzar amenazante sobre el aldeano, amagándole con los puños en ristre.

Vilain bajó la cabeza; la idea de resistir a su amo no cruzaba por su mente, pero tampoco la de conceder que no fuese Amelia su esposa. ¡Lo era! El mundo podía desquiciarse, la bóveda del cielo desplomarse... Aquella sería siempre su mujer. Él pertenecía a Brezé, pero Amelia le pertenecía a él, a Vilain.

Renato, al ver que Vilain no se defendía, se contuvo. Antes ya Amelia se había precipitado, interponiéndose entre su marido y su amante, pero colocándose resueltamente al lado de Vilain.

-¡También en esto tiene razón! -suplicó-. Renato, este hombre efectivamente es ya mi esposo... La felicidad ha muerto, el amor también. Como tú he pensado en el primer instante romper de cualquier modo este yugo, pero ¡no podemos, Renato! Lo impuso Dios... ¡Conformidad a los decretos de su voluntad santa! ¡Paciencia! ¡Es la expiación!

Amargas lágrimas fluían, cuando así se expresaba, por las mejillas, ya enflaquecidas, de Amelia. Juan Vilain la devoraba con la vista, y un entusiasmo casi salvaje encendía sus ojos, agitaba sus nervios, hacía saltar alocadamente su corazón joven, regado por fresca sangre. Tan pronto se le ocurría arrodillarse ante ella como sentía impulsos frenéticos de arrebatarla en sus brazos, y tenía que clavarse las uñas en el pecho para no ceder a la tentación. En voz honda preguntó a Renato:

-¿Esta mujer era la que mi señor quería?

-¡Era mi prometida, mi novia! -contestó de Brezé con infinito dolor-. ¡La desventura de toda mi vida es obra tuya, Juan Vilain!

El siervo no contestó. Su entrecejo fruncido, su boca contraída, sus apretados dientes, eran la manifestación de la resistencia a dejarse robar aquel bien que le pertenecía de derecho. Sufría, pero no cedía. ¿Qué significaba lo pasado? Al presente Amelia era suya... ¡sólo suya! ¡Él, Juan Vilain, propiedad del marqués de Brezé; pero Amelia, tesoro de Juan Vilain!... ¡La muerte tan sólo podía apartarla de él!

Renato se acercó al aldeano y le asió de la muñeca, apretándosela con los dedos como tenazas que se imprimían en la carne y hacían crujir los huesos. El bretón permaneció impasible.

-¿Lo oyes? -articuló Renato-. ¡La desgracia de mi vida, mi condenación... a ti la deberé! ¡Pero tú -añadió con vehemente acento-, tú tampoco te salvarás, Juan Vilain, tú darás cuenta estrecha del mayor delito! ¿Conque no quieres dejar a Amelia, tunante? ¿Te resistes a devolverme lo mío, tú, tú? Pues óyelo. ¿Sabes quién es la mujer que consideras esposa? ¿Sabes que es sagrada, inaccesible para ti, pobre pechero, átomo de polvo de tierra? ¡Apréndelo! Esta mujer es de la raza de nuestros reyes... ¿lo oyes bien?, ¡de nuestros reyes!

La fisonomía de Juan Vilain se descompuso de admiración y terror. Fijó en Amelia una mirada atónita, supersticiosa. Todo aquello sobrepujaba a su comprensión.

-La sangre del Rey martirizado por los revolucionarios y los impíos corre por sus venas -continuó Renato-. Del Rey por el cual tu padre empuñó las armas y luchó cuerpo a cuerpo tantas veces, y anduvo oculto en los bosques y en los matorrales, y después, un día... ¿te acuerdas, Juan Vilain?, le fusilaron contra un seto, y allí permaneció su cadáver siete días insepulto... ¡Ah! ¡Si tu padre resucitase y viese a su hijo profanando a la hija de sus reyes! ¡Ese es el crimen a que te prestaste, Juan Vilain!

-¿Es verdad eso? -preguntó a Amelia el bretón, cuya cara daba espanto.

-Verdad es, Juan Vilain, por el alma te lo juro -respondió con acento de bondad y compasión Amelia.

-Y por su honor de caballero te lo asegura el marqués de Brezé -añadió sañudamente Renato-. ¡Goza el fruto de la iniquidad de que te hicieron cómplice! Ahí te dejo a tu esposa. ¡Adiós! ¡Ya no tienes amo! ¡El marqués de Brezé se irá lejos, muy lejos... para siempre!

-¡No! -gritó Vilain-. ¡Antes yo, antes!

Al hablar así se persignó y besó las reliquias y amuletos que al cuello llevaba colgados. Después se acercó a Amelia, y con irresistible impulso la besó también en la frente; sus labios quemaban; Amelia dio un chillido de terror y de repulsión.

El aldeano salió de la estancia. Sus pasos fuertes resonaron un momento en la antecámara; luego se pudo oír que crujían bajo sus pies los peldaños de la retorcida y angosta escalera que ascendía al piso más alto de la torre. Parecían las pisadas de un hombre de piedra. Amelia, impresionada, se echó en brazos de Renato; luego los dos, instintivamente, corrieron detrás de Vilain.

Cuando llegaron al último piso del torreón, vieron abierta la ojival ventana, y tapándola, cubriendo la luz del Poniente, una masa oscura, que desapareció. Horrorizados, asomáronse. El cuerpo de Juan Vilain, detenido un momento por la cornisa, cuyas piedras desgastadas le servían de almohada, volvía a rodar y se desplomaba recto, ya sin vida probablemente, al foso, entonces seco. Y el bretón quedó allí, la faz vuelta al cielo, extendidos los brazos, los ojos vidriosos y la cara entre el marco de sus largos cabellos de siervo, enmarañados y rubios. Silvano, a su lado, aullaba desesperadamente.






ArribaAbajoQuinta parte

La hermana



ArribaAbajo- I -

Indicios


Las estancias del palacio real donde vamos a sentar el pie son las más alejadas del bullicio y del movimiento de la Corte. Diríase que se les ha comunicado la perenne severidad del carácter de la augusta persona que en ellas reside. Y es que las cosas se parecen a sus dueños; es que el alma humana, donde quiera, marca su huella peculiar, luminosa o sombría.

Lo primero que sobrecoge a quien pisa esos salones es un silencio absoluto. No parece sino que el ruido es algún delincuente, y que al respirar fuerte o hablar en tono natural se infringen las leyes de la etiqueta. Servidores, palaciegos, los pocos que piden audiencia -porque la alta y constante tristeza intimida hasta a los solicitantes-, tratan de ahogar las pisadas en las alfombras, de apagar y ensordecer el eco de la voz, de reprimir hasta la sonrisa, de velar hasta el brillo de los ojos, cuando se dirigen a la ilustre Duquesa, en otro tiempo Madama por antonomasia, y cada día más parecida a esas rígidas figuras orantes que velan sobre los sepulcros.

Atravesemos una fila de salas, cuyos cortinajes tasan la claridad, cuyos muebles están colocados con tal simetría solemne que parece que no han de moverse jamás de su sitio; crucemos el tocador de la Duquesa, su despacho, su dormitorio, y levantando una portera de tapicería, pasemos al reducido aposento que de oratorio sirve.

Sólo alumbra el lugar rica lámpara de plata, donde arden dos mechas empapadas en aceite aromático, y a su escasa luz se ve encima de un paño de terciopelo negro un gran Cristo de marfil, en el momento de expiar, cuando deja caer la cabeza sobre los hombros, como si balbuciese: «Todo está consumado». Al pie del altar, arrodillada en un reclinatorio sobre almohadones de terciopelo carmesí, una mujer reza fervorosamente, fijos los ojos en el Cristo.

Es la Duquesa; el reflejo de la lámpara cae de plano sobre su rostro y nos permite verlo.

Hermoso ha sido aquel rostro en la adolescencia, pero ya casi borró las huellas de los encantos el padecer.

Los cabellos, un tiempo rubio mate -el color de la familia- y tan copiosos, que se creía que Madama gastaba peluca, son ahora de un tono cenizoso, como entelarañado; la tez es amarillenta, y algunos pliegues ajan su seda fina; los ojos aparecen resecos, abrasados por llanto que no corre. Los labios los forma un trazo estrecho, amoratado: son labios que no besan ni ríen. Las manos, entrecruzadas por la actitud de la oración, algo demacradas, tienen la macilenta blancura de la cera. No es la edad la que causó tal estrago: deben de ser las melancolías y los pensamientos amargos como absintio que cobija la pálida frente.

Aún podría revestirse aquel semblante de peculiar belleza si irradiase en él la aceptación de la voluntad divina, esa confianza sublime con que los justos se dirigen al Salvador. Lejos de eso, lo que la fisonomía revela es un género de angustia especial, en que parece delatarse el torcedor de la conciencia, el remordimiento. La duda más cruel, la incertidumbre más penosa, descomponían las facciones de la dama arrodillada; se leía en ellas el terror de la fe, sin ninguno de sus celestiales consuelos. Los dedos de cada mano se hincaban en la otra; en los labios bullían entrecortadas palabras congojosas, insumisas... La admirable efigie del Cristo, sobre su negro fondo, creeríase que iba a alzar la caída cabeza, y la luz fugitiva y dudosa de la lámpara, al quebrarse en la escultura, contribuía a este efecto imponente.

Al fin, exhalando hondo suspiro, la dama se levantó; descruzó las manos y se pasó la derecha por la frente, como el que quiere desechar con un ademán molestos pensamientos. Acercose después a la lámpara, y desabrochando dos corchetes de su corpiño extrajo del seno un papel enrollado, una carta sin sobre. Miró alrededor, como para cerciorarse de que estaba sola, y desenrollando la carta, empezó a releer sus cláusulas elegíacas, empapadas en llanto de ternura y de humildad.

«Hermana muy amada mía: Perdóname si, dejando a un lado toda cortesana etiqueta, el cariño de un hermano que no te ha olvidado jamás dicta estas líneas, porque, sábelo: existo, soy yo, soy tu verdadero hermano...».

Aquí llegaba la dama de su lectura, cuando a la puerta del oratorio resonaron dos tímidos golpecitos, y una voz respetuosa murmuró:

-Señora...

La Duquesa se apresuró a volver a deslizar el papel entre los dos corchetes, que abrochó con mano insegura; dominó por un esfuerzo de la voluntad su turbación, y adaptó a su faz la máscara impenetrable que la cubría de ordinario.

Después, con lentitud, abrió la puerta y se presentó, manifestando fría extrañeza, ante la camarera, que empezaba a disculparse. ¡Era tan grave el continente de la Duquesa y tan atrevida la acción de interrumpir el recogimiento de sus rezos!...

-Su... Su alteza Real el señor Duque ha deseado ver con urgencia a Vuestra Alteza Real... y me ha ordenado que...

La Duquesa no movió un músculo del rostro; inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y con andar de autómata salió al encuentro de su marido, que la esperaba de pie en el despacho, llamado así porque contenía un escritorio y estanterías con libros de devoción en su mayor parte, pero entre los cuales figuraban los clásicos franceses.

Al ver entrar a su esposa, el Duque hizo un saludo reverente, propio de alguna ceremonia oficial; al sentarse la dama, todavía se inclinaba el consorte, alto, de gentil y marcial apostura. Ella le dirigió una interrogación muda. Se comprendía inmediatamente la falta de expansión entre los esposos.

-Señora -dijo él, empleando el ceremonioso vos acostumbrado en su país entre gentes de su esfera, aunque las uniese el lazo más íntimo-, vengo a molestaros y lo siento mucho... Pero es indispensable... Vengo a hablar de política... al menos, de cosas que guardan con la política estrecha relación... Hace tiempo que rehuimos esta conversación, señora... porque no solemos andar acordes; vos me encontráis un poquillo... ¿cómo diré?, ¡liberal!, yo a vos un tanto... reacia, enemiga de concesiones y cerrada a las inevitables exigencias del siglo... Yo me inclino a pensar como el Rey y como Fernando; vos como nuestro buen padre... Pero, señora, pensemos como pensemos, queremos lo mismo. En el fondo existe armonía; suponer otra cosa me sería penoso...

-La concordia es efectiva -respondió al fin la Duquesa-. Tampoco yo podría sobrellevar la pesadumbre de un desacuerdo completo en materia tal. Para nosotros y para toda nuestra familia no hay ni puede haber más política que la restauración del bien, la pelea contra el dragón del infierno, la impiedad y la soberanía revolucionaria. Vos peleáis con armas ocultas; yo soy menos hábil, lucho de frente... o por mejor decir no lucho: ¡resisto! Resisto cruzada de brazos, de frente, y no retrocedería aunque viese avanzar sobre mí todo el poder del abismo.

-No en balde -advirtió con alarde cortés el esposo- dijo el Corso que erais el único hombre de la familia.

-Monseñor -protestó la Duquesa-, no repitáis semejante absurdo. El Corso mentía: la verdad hubiese abrasado sus labios. Aquí no hay príncipe que no sea un hombre, un paladín digno de su raza. Bien lo ha probado a expensas suyas aquel luciferino usurpador. Ni vos ni nuestro hermano Fernando ¡a pesar de sus debilidades!, habéis desmentido la sangre que corre por vuestras venas. Yo no soy más que una pobre mujer, cuyo único consuelo, en horas terribles, fue la religión, y a quien la religión enseñó a sufrir resignadamente, pero a no ceder, cuando el deber habla, aunque se arrostre el martirio. Mucho padecí... y no me engañan mis presentimientos: he de padecer mucho más -añadió alzando los ojos al cielo y con imperceptible temblor de su cuerpo todo, enfundado en la seda violeta del traje de medio luto, bordado de negro canutillo.

El Duque puso nublado gesto. El carácter tétrico de su esposa actuaba sobre él, cortando toda alegría, desde los primeros días de su boda de conveniencia, realizada con fines políticos y por obedecer a la última voluntad de los padres de Madama. Un poco de calor, un poco de ternura humana, hubiesen fundido aquellas almas, pero el encogimiento en el terreno afectivo era característico de ambos.

-Señora -respondió él-, en toda vida hay su fondo de amargura. Creemos tal vez que nuestro cáliz es el que más hiel contiene, pero cada cual conoce el suyo. Dios nos ha probado, es cierto... Valor, y sobre todo calma. ¡Mucha calma! Sangre fría y razón. Lo que hoy necesitamos debatir es una prueba más para ese corazón, ya tan coronado de espinas. Vuestra energía sabrá sobreponerse.

-¿De qué se trata? -preguntó la dama, trepidante de emoción bajo la capa de hielo.

-De algo muy penoso para todos... ¡Me refiero a los impostores que de algún tiempo acá pululan y, explotando circunstancias fatales que nadie ignora, pretenden hacerse pasar por el desventurado Príncipe que falleció en el cautiverio!

El rostro de la Duquesa se contrajo, y una palidez térrea se extendió por él, dándole semejanza con la mascarilla de una muerta.

-¿Era eso? -murmuró débilmente.

-Eso -articuló el Duque-. Eso; esa vil comedia, esa farsa reprobable, que puede, noble amiga, ser explotada de una manera peligrosísima por los adversarios de la buena causa y del trono.

-Deseo explicaciones completas -advirtió la dama, que empezaba a recobrar su presencia de ánimo.

-Sí, a eso vengo... Mi propósito es preveniros. No os oculto que el Rey en persona, y nuestro padre también, me han dado esta comisión, pues recelan los efectos de la sorpresa, favorable a los intrigantes. No quiere, Su Majestad, ni quiere nuestro buen padre, que sufráis el menor disgusto; ansían evitaros preocupaciones, y que este incidente no provoque sino vuestra indiferencia y vuestro desdén.

La Duquesa sacó del bolsillo un pañuelo y se lo pasó por los ojos y la seca boca, donde revolvía la lengua con sabor a acíbares.

-Sin género de duda -prosiguió su marido y primo-, la historia y la suerte del infeliz Príncipe han trastornado algunas cabezas. La ambición y el delirio de grandezas se despertaron en varios individuos, empeñados en hacerse pasar por él. Un tamborcillo austríaco, para que no le castigasen, declaró ante el Consejo de guerra que era vuestro hermano; otro mísero, después de recibir una herida en la cabeza que le privó del juicio, dio en igual manía, y tales extravagancias ha cometido, que fue preciso encerrarle en Bicêtre. Un mozo de este mismo hospital, llamado Fontolive, le ha disputado ese honor, y no faltaron incautos que le facilitasen dinero. Un jorobado, ex-pasante de notario, le sigue, y en compañía de otro insensato, ex-diplomático, va a parar a Bicêtre igualmente. Hay un Dufresne que enseña en el muslo derecho el tatuaje de una flor de lis. Hay otros innumerables, incluso uno que viste de mujer... Recontarlos sería como recontar las arenas de una playa. ¡A veces, locuras epidémicas contagian a toda una generación! Pero sólo hablaré de los más audaces y que tratan de dar mayor verosimilitud a su ridícula comedia. Existe un cierto Fruchard, hombre inteligente y resuelto; el hijo de un sastre, Hervagault, mozo de cuenta, que sabe lo que se hace; un Maturino Bruneau, zuequero en Vezins, impostor muy popular... y un supuesto barón de Richemont, más peligroso todavía, porque ha recibido educación, tiene buenos modales, está versado en historia, y conozco caballeros y realistas sincerísimos que se han puesto de su parte resueltamente...

La Duquesa, que escuchaba con sostenida atención, fijó en su marido los inquisidores ojos, cuyo mirar de acero cortaba cual la hoja de un cuchillo.

Al ver que el Duque se detenía, como si recelase continuar, ella murmuró:

-Y... ¿qué más?, ¿se acabó la lista de falsarios?

-No -repuso el Duque, haciendo un esfuerzo-. Otro hay, que sale a la superficie estos días... Le protegen ¡es increíble, señora!... le protegen y le patrocinan gentes de quienes yo nunca lo hubiese creído a no verlo. Por ejemplo: ¡Renato de Giac... un joven a quien juzgábamos tan leal, tan caballero... tan adicto! Su madre, la Roussillón, está inconsolable, y ya ni le ve ni le trata. Un Larochefoucauld... madama de Rambaud, la que mecía la cuna de vuestro hermano... los Marco de Saint-Hilaire... el marqués de la Feuillade... la marquesa de Broglio Solari... Una legión.

-Pero, en fin -insistió con voz incisiva la Duquesa-, ¿quién es ese impostor? ¿De dónde viene?

-Viene de Inglaterra. Se ha criado en Prusia. Es un oficial mecánico, llamado Guillermo Dorff...

Los dientes de la Duquesa castañetearon. Sus labios se agitaron como si volviese a rezar, como si se dirigiese al Cristo y le viese destacarse, a la luz de la lámpara, sobre el negro paño. Echó atrás la cabeza, que osciló en el respaldo del sillón, y el esposo, asustado, se inclinó para socorrerla con un frasquito de sales inglesas, pues parecía próxima a desvanecerse.




ArribaAbajo- II -

Plantéase el problema


Por medio de un esfuerzo de la voluntad, más que por los efluvios de las sales, la Duquesa se repuso y miró a su esposo con aire interrogador.

-¿Por qué -dijo viendo que el Duque no proseguía- quiere el Rey que yo esté prevenida en este asunto? Decídase allá, en las esferas donde el rayo político se fragua, todo lo que a política se refiera, y déjenme a mí, triste despojo de un naufragio, vivir en el retiro y la oración.

-Señora -contestó con deferencia el Duque-, es natural que acudamos a vos cuando se trata de desplegar energía. Fiamos en vuestro carácter firme y en la rectitud de vuestra conciencia. Sabemos además que para vos es sagrado el Principio que representamos; que en tal capítulo podríais darnos a todos lecciones, porque ninguno tiene tan robusta convicción de la dignidad suprema del solio...

-Es que nadie sino yo ha sufrido por el solio un calvario -respondió la Duquesa con patético acento-. La mujer más desventurada de la tierra es la que veis aquí... Lo escribí en las paredes de mi cárcel... y era verdad.

-¡Qué recuerdos! ¡Qué dramas! -suspiró el Duque.

-¡Ah! -dijo la Duquesa-. En aquella horrible prisión... mientras recorríamos el via crucis de los ultrajes... como una estrella más hermosa y más luciente, porque asoma entre negras nubes y alumbra precipicios y cadalsos, he visto alzarse, envuelto en sus alas de arcángel, el sacrosanto Principio... Él solo vale y significa algo; los individuos ¡nada! Nuestra vida, nuestros dolores, ¿qué son ante el Principio, eje de la Historia? De toda la sangre que se vertió, de cuantas cabezas cayeron, ¡una, una sola, la que encarnaba el Principio, ha gritado ante la vengadora Providencia!

Al hablar así un luego extraño ardía en las marchitas pupilas, un jadeo seco alzaba y deprimía el pecho, donde podía escucharse el leve crujir sedoso del papel oculto. El Duque se aproximó a ella, aunque no se resolvió a tomar y estrechar cariñosamente las manos de su mujer. Jamás el dulce transporte verdaderamente amoroso había fundido en uno a aquellos dos seres.

-Mucho me agrada veros así -murmuró-. ¿De dónde han podido inferir Su Majestad y nuestro padre que pensabais de otro modo?

-El Rey -contestó ella gravemente-, como no ha sufrido, no siente el Principio. Yo rezo mucho por el Rey. Necesita de mis oraciones y de las de todos los honrados. ¡El Rey no es buen cristiano!... ¡El Rey es poco rey!

-En esta ocasión, no, señora -apresurose a contestar el Duque-. Su Majestad tiene aficiones y gustos que acaso riñen con los vuestros... con los nuestros -corrigió inmediatamente-; pero cuando ve amenazada el arca santa... entonces, señora, recobra el tino... mejor dicho, no es que lo hubiese perdido, es que lo antes mirado con indiferencia de artista, y de pensador, y de filósofo empapado de... de ciertas doctrinas que tampoco a mí me son simpáticas... recobra para él su significación verdadera. Hay momentos, sí, en que la imaginación le domina... pero sóbrale talento para que no sean pasajeras tales impresiones. ¿Os acordáis del episodio reciente de aquel viejo visionario, aquel Martín, que logró ser admitido a presencia de Su Majestad y le dijo mil locuras y chocheces? Pues al pronto el Rey quedó muy preocupado. Creía próximo su fin...

-Y lo está -contestó categóricamente la Duquesa-. La enfermedad se ha acentuado. Su Majestad decae a ojos vistas.

-Razón de más advirtió el Duque- para vivir prevenidos. La agravación de Su Majestad puede acarrear complicaciones...

-¿Y qué relación existe entre eso y la cuestión de... de los impostores? -preguntó la dama.

-Estrecha relación... Como que el viejo alucinado quería traer al ánimo del Rey la convicción de que uno de los impostores era realmente el Príncipe, vuestro hermano. ¡Líbrenos Dios de que el Rey cayese en lazo tal! Los impostores serán despreciables mientras nosotros, con algún paso inadvertido, no les prestemos fuerza. El ser tantos y de tan diverso origen y procedencia les roba todo prestigio, y aunque la credulidad humana es infinita, difícil o imposible me parece que logren mover hondamente a la opinión ni causar recelos fundados en ningún gabinete extranjero. Esto último, señora, es de la más alta importancia. Europa está contra Francia, pero la Santa Alianza nos ha sostenido, nos ha amparado, nos ha afianzado en el vacilante trono, porque somos el Principio. A oídos de los soberanos de Europa llegaron, ¡quién lo duda!, los insidiosos rumores de la evasión de vuestro hermano; no faltó quien les comunicase notas afirmando que aún vive. A poco que el interés y la razón de Estado se lo aconsejasen, no habría gabinete que no encontrase ahí socorrido pretexto para abrumarnos y abrumar a nuestro país con exigencias y amenazas de intervención, que hoy acarrearían los más funestos resultados... No podemos prestarnos una vez más a traer aquí los ejércitos extranjeros. ¿Cómo evitarlo si cayese sobre nosotros el baldón de usurpadores?

Mientras el Duque se expresaba así en voz contenida, la Duquesa escuchaba abismada. Sus ojos vagaban por las rosetas del tapiz que cubría el suelo.

-Demos gracias a Dios -continuaba el Duque- de que entre esa cohorte de aventureros, de falsarios y de alucinados que se alzan en cada departamento no exista ninguno... que por arte o por casualidad... logre destacarse de entre los restantes... e imponerse a la atención de Europa... porque la consigna contra nosotros ¡sería el triunfo definitivo de la impiedad y de la revolución que hemos dominado, pero que ruge ansiosa de desatarse! Señora, en apariencia pisamos un sendero llano y florido; en realidad... a cada paso que damos advertimos la agitación volcánica. Los tiempos han cambiado; tenemos que proceder con exquisito tino, pesar cada uno de nuestros actos, el más insignificante. ¡Nos miran, nos acechan! Hombres y mujeres de la casa reinante de Francia, nuestra conducta debe ser clara como la luna de un espejo y recta y templada como la hoja de una espada de combate. Tenemos hasta que transigir un poco, ¡lo indispensable!, con el empuje de los nuevos tiempos, y por eso yo, señora, en mi proclama de San Juan de Luz, hablaba de romper cadenas y de quebrantar tiranías. Por eso, en el Mediodía, he puesto coto al celo de nuestros partidarios, que pretendían ensangrentar con venganzas y represalias nuestro triunfo. El Principio nos manda ser cautos como la serpiente y mansos como la paloma... Por eso nuestros padres -llamemos así también al Rey, que de padre nos ha servido en el destierro- desean que os prevenga en tiempo, a fin de que un mal paso, una inadvertencia, un movimiento generoso, pero imprudente, de vuestro bondadoso corazón...

-¿Tanto peligro ven en mí? -preguntó con displicencia altiva la Duquesa, acentuando la frialdad de su actitud.

-¡Un peligro inmenso! El de vuestra sensibilidad. Aquella sensibilidad de que hablabais en los versos que dirigisteis a madama de Chanterenne... El de vuestra excesiva... excesiva no... en fin, muy grande cristiandad y escrupulosidad... Señora... es tan fácil que nos dejemos engañar por nuestra honradez misma... ¿Lo creeríais? Nuestro hermano Fernando, nuestro propio hermano, en quien ciframos la esperanza de la sucesión al trono, pues aunque hasta el día sólo hembras ha tenido, el varón podrá venir... Fernando, digo, está... ¡admiraos!, inclinado a una... tolerancia inverosímil... con esos impostores... Con todos, no; con alguno... ¡con uno, en especial!

La dama hizo un gesto penoso. Nada agravaba sus melancolías como cualquier alusión a su esterilidad. Supersticiosas aprensiones hincaban más la espina de aquel dolor; alimentaba la idea de que, en castigo de alguna secreta culpa, la voluntad del cielo la negaba tan dulce y soberana alegría, secando en sus entrañas las fuentes de la maternidad.

-¡Fernando! -repitió maquinalmente.

-Fernando; él... él... Extraviado por su generosidad... o acaso movido por... por otros impulsos... que... En una palabra: Fernando no puede sentir ni pensar enteramente como nosotros... porque ha vivido... se ha dejado arrastrar a flaquezas... Su historia ofrece puntos de contacto con la de ese impostor a quien patrocina... vivió también en Londres oscuramente, y contrajo relaciones, lazos inferiores a su alta jerarquía... Bien os acordaréis de Amy Brown y de los frutos de tales amores. En fin, que ciertos antecedentes falsean el carácter, vuelven el alma del revés... No así nosotros, señora. En buen hora lo digamos, podemos alzar la frente... Nuestra vida no encierra una mancha. No cabe en nosotros condescendencia culpable. Fernando, lo repito, ha dado en creer en la evasión... en la supervivencia de vuestro pobre hermano. ¡Y, por consiguiente, está pronto a recibir a cuantos se presenten tomando su nombre, porque afirma que alguno de ellos puede ser el propio Carlos Luis!

La Duquesa seguía pareciendo de mármol, pero a ratos el mármol se estremecía.

-Nuestros padres, asustados de su actitud, han hablado con él seriamente, sin convencerle, pero logrando que al menos se reprima un poco, que no deje salir al público nada de lo que bulle en su cerebro... Y vos, señora, con el justo ascendiente que ejercéis sobre Fernando y Carolina, ¡amonestadles! Hacedles entender que es indispensable, en una familia como la nuestra, en asunto tan delicado y serio, la unidad de miras más absoluta. ¡Qué interpretación recibirá el menor desliz de nuestra parte!... ¿No me contestáis? -interrogó el esposo con ahincada súplica, viendo que la dama continuaba en su mutismo.

-Sí, sí, voy a contestar... -articuló por fin la Duquesa cruzando las manos-. Y contestaré la verdad... porque es ya demasiado luchar, demasiado suplicio; porque a mi cabecera vela un fantasma, y en mi pecho se retuercen las serpientes, y el sueño no desciende a mitigar un poco mi tortura. ¡Porque llevo tres días en oración casi continua y tres noches de ver en la sombra cosas horribles! Contesto... contesto que si entre esos desventurados que toman el nombre de mi hermano hay alguno que presente pruebas ¿lo oís?, pruebas claras, fehacientes... ese no tenemos por qué decir que sea un impostor. Si en apoyo de sus pretensiones exhibe datos, si trae en la mano irrefutables documentos... ¿podemos dudar? ¿No recordáis que su partida de defunción, el original de ella, no ha podido encontrarse? ¿Que sólo existe una copia y no legalizada?

Bajando más la voz, aunque sabía que estaban solos, que nadie se atrevería a acercarse a la cerrada puerta ni a interrumpir el coloquio de la pareja real:

-¿No os acordáis -añadió- de mi entrevista con la viuda del zapatero? ¿No sabéis que fui secretamente al Hospital de Incurables, vestida del modo más sencillo, a fin de que no me conociese aquella... aquella desventurada? ¿No sabéis que, a pesar de todo, me conoció? ¿Habéis echado en olvido lo que respondió a mis preguntas? «¡Vive el niño... vivo salió del encierro! ¡Yo estoy cuerda... me encierran para que lo calle!».

El Duque se levantó y paseó agitado por la estancia.

-Hay mil testimonios, hay aseveraciones de gente sincera, leal, que en estos días habla con él y le reconoce... Hay dichos que sólo él pudo decir; hay recuerdos, pormenores, circunstancias que sólo él puede evocar... Y ya que ha llegado la hora de la sinceridad... ¡me ha escrito! Aquí guardo su carta, tres días hace, y me quema, lo mismo que un ascua, los dedos y el corazón.

Desabrochando otra vez los corchetes de su corpiño de seda pensamiento, todo rígido, de negro canutillo, la Duquesa extrajo el enrollado papel y lo puso ante los ojos del Duque.

-¡Aquí está, señor! Yo creía no poder verter lágrimas, porque mis lagrimales se han vuelto áridos; ¡no cabe llorar toda la vida! Y al leer esta carta, el manantial ha fluido otra vez... ¡Me dice tales cosas Luis! Está enterado de lo que no pensé que nadie pudiera estar en el mundo. Me ofrece enviarme un manuscrito, relato de sus desventuras, pero preferiría narrármelas él. Lo único que solicita es eso: una entrevista, un coloquio... Y afirma que posee tales pruebas, que no una hermana, los tribunales de derecho habrían de rendirse a la evidencia que en ellas resalta. Pero desea que sólo un corazón me guíe, que no exija documentación como exigirían los magistrados. Y eso es verdad, ¿qué lograremos con rechazarle?

El Duque, al escuchar el relato de su mujer, se sobresaltaba cada vez más. Visible perturbación nerviosa le obligaba a levantarse a medias del sillón, en cuyos brazos clavaba las uñas involuntariamente.

-Señora... -pronunció al fin-. Yo creo que conocen vuestras ilusiones y vuestra inagotable ternura hacia el hermano que perdisteis... y pretenden abusar de ella. ¡Pensad lo que hacéis! ¡Acordaos que de una acción impremeditada vuestra depende el porvenir de la dinastía, de la patria, nuestra humillación o nuestra exaltación! ¡Vos, y nadie más que vos, habéis traído este conflicto que nos amenaza y que va a perdernos ante Europa!

-¿Yo? -exclamó aterrada la Princesa-. ¿Yo? ¿Por qué?

-¡Vos! -insistió él con dureza enérgica-. ¿Por qué no quisisteis recibir el corazón momificado que os enviaba el médico que hizo la autopsia al... al niño muerto en la torre? Fue una imprudencia... una imprudencia terrible. La voz corrió...

-¡Admitir yo ese envío! -clamó indignada la Duquesa-. ¡Ese corazón que no había latido en el pecho de mi hermano! ¿Y por qué se me echa en cara tal incidente? Si es yerro el mío, ¿qué nombre dar a la conducta del Rey, que jamás se ha decidido a consagrarse? ¿Y cómo calificar al Padre Santo, que nos prohíbe celebrar honras fúnebres por el desgraciado Carlos Luis? ¿Se ha olvidado ya aquel hecho singularísimo: la iglesia entapizada de negro, el clero esperando... y a última hora la orden de suspender el servicio? ¿Y la frase atribuida al Nuncio, «La Iglesia no reza las preces mortuorias sino por los muertos»?

El Duque no sabía qué contestar. Se le habían agotado los argumentos, sugeridos sin duda por el Rey.

-Oye -murmuró la Duquesa, tuteándole por primera vez en toda la plática-, esta noche, en medio del insomnio, me ha parecido que resonaba en mis oídos la voz de mi madre... ¡tan triste!, ¡tan empapada en lágrimas! Nada me decía respecto a mi hermano... Sólo murmuraba mi nombre, ¡tan bajito!, ¡con tan plañidero tono! «María Teresa -repetía-, María Teresa»...

Un gemido desgarrador completó la frase, y la Duquesa dejó caer la cabeza entre las manos.

-Hay que beber este cáliz hasta la última gota -agregó-. No bastó aquello; estamos sentenciados a esto... Hay que confesar la usurpación; hay que bajar del trono mal poseído... Fernando tiene razón. ¿A qué vendría sostener una lucha imposible? Las pruebas existen, y ante ellas será preciso ceder. ¿Decís que soy el único hombre de la familia? En esta ocasión soy la única persona que mira una situación frente a frente. Adviérteselo al Rey. Ahora es cuando se ha de demostrar el valor. Porque para nosotros no existe más solución que esa: ¡desposeernos y restituir!

El Duque intentó levantarse. Se tambaleaba; apenas podía andar. Inclinose ante su mujer con igual respeto que al principio, pero al salir su rostro expresaba la decepción más profunda y el más depresivo terror. Vacilaba como un beodo. Se diría que se le había venido encima la balumba del edificio de la Historia.




ArribaAbajo- III -

Razón de Estado


La escena pasa en el gabinete del Rey, aquella especie de museíto donde una mano inteligente ha reunido algo de lo más bello en que cada época marca su sello especial, sobre todo de las edades, tan estéticas, de Grecia y Roma. No cabe imaginar contraste más vivo que el de este museíto pagano con el ascético despacho de la Duquesa y su oratorio.

Encuéntranse reunidos allí el ministro de policía y el mismo Rey, tendido en su ancha poltrona de inválido, sostenido y apoyado por todas partes el cuerpo en almohadas, almohadones y cojincitos de pluma, y envueltas y cubiertas las piernas -a pesar del calor que se dejaba sentir en aquella cerrada habitación, donde aún ardía suave fuego de leña en la chimenea- por una manta acolchada de seda con ribete de piel de cisne. Todo ello había sido mullido, arreglado y dispuesto por las manos cariñosas de la joven condesa de Cayla.

Percíbese a las claras el estrago hecho por el padecimiento en la real persona desde el día de su entrevista con el viejo Martín. La cara, aunque siempre respira esa intelectual y desengañada malicia y esa penetración reflexiva, característica de las faces rasuradas del siglo XVIII, y bajo la cual se advierte una especie de reprimido entusiasmo, tiene los rasgos principiados a borrar por el edema, la pálida hinchazón de los tejidos. Los ojos, amortiguados, se esconden entre el bulto de los párpados. Todo descubre, en aquel semblante, la marcha invasora de una descomposición de la sangre, inútilmente combatida por los paseos rapidísimos en coche abierto que para el Rey sustituyen al ejercicio. Cuando se mueve, un olor a drogas medicinales se esparce por el ambiente del elegante museíto, a pesar de las flores raras que sobre la mesa refrescan sus tallos en pompeyana copa de alabastro, con dos palomas en las asas, maravilla del arte antiguo. Aquellas flores, era también la Cayla quien las traía de Saint-Ouen al regio amigo achacoso.

El Rey economizaba conversación, contestando sólo cuando no tenía otro remedio, y entonces, en cambio, era afluente y oportuno. Una reflexión melancólica nublaba su frente al escuchar lo que el Ministro le decía.

-Peligro más grande nunca lo han corrido la monarquía y el régimen. Y no será que yo no lo hubiese previsto, y no viniese desde hace años, lo mismo que mis antecesores, ¡hagámosles esa justicia!, y que Le Coq, en Berlín, adoptando medidas y tendiendo hilos para evitar que un día sucediese lo que ahora amaga suceder. ¡No nos hemos descuidado un minuto; no hemos perdonado medio!

Abrió Lecazes, después de este párrafo, la tabaquera y respiró una pulgarada, como para esclarecer sus ideas tormentosas; después, sacando el pañuelo bordado, se sonó con ruido casi de llanto; un trompeteo que delataba el detestable humor, reprimido por el cortesano respeto.

-Creo que Vuestra Majestad no dudará de ello, conociendo mi celo y mi consagración absoluta a la causa del orden y de la autoridad, y mi convicción de que hay momentos en que es criminal una vacilación, un descuido, un acto de flaqueza... Señor, ¡se ha hecho todo!, o mejor dicho, ¡se ha querido hacer todo!, pero una serie de casualidades inconcebibles ha desbaratado los mejor combinados planes y las previsiones más exquisitas...

Viendo la atención que el Rey prestaba. Lecazes prosiguió:

-No había pensado hablar de esto con Vuestra Majestad por evitarle preocupaciones inútiles, pero hoy necesito el auxilio de Vuestra Majestad... Yo, solo, no alcanzo a parar el golpe. No viví desprevenido. Desde hace años, un sabueso mío, el más fino de todos, el hombre más útil que conozco y que mejor me secunda -un siciliano llamado Jácome Volpetti, que estuvo algún tiempo al servicio de la reina de Nápoles-, sigue como la sombra al cuerpo los pasos de ese... sujeto peligroso, y va lentamente, con golpes de destreza, de audacia y de fortuna, poniéndole en situación de no hacer daño o de hacer el menos posible, si el caso llegase... Heredé de Fouché este sabueso, y venía llenando la misión que hoy ejerce... Ya se había dedicado a no perder de vista al individuo, y cuando todavía imperaba el Corso le tuvo a buen recaudo en Vincennes; pero la primer esposa del Corso, con fines que sospecho, viendo en él un arma terrible que poder esgrimir, se consagró a seguir protegiendo al sujeto y le proporcionó la libertad. Esta parte de la historia sería larga de referir puntualmente... Y además, ¿qué nos importa? Vengamos a lo actual. El sujeto, después de salir de Vincennes, emigró a Prusia; desde allí podía dar bastante que hacer. Pero no tenía estado civil; no era nadie, y a Volpetti se le ocurrió una idea excelente. Se hizo amigo suyo, no sé cómo (artimañas de mozo listo), y afectando prestarle servicios, le proporcionó un pasaporte que, apremiado por las circunstancias, aceptó; el pasaporte llevaba un nombre cualquiera... Bajo ese nombre le inscribieron, le autorizaron para residir en Spandau... y trabajo le mando si ha de desasirse de él. ¡Un nombre! ¡No hay cárcel como esa!

-Sin embargo -objetó el Rey-, cuando se poseen otros documentos que prueban la identidad...

-A eso voy, señor -respondió Lecazes haciendo con la mano extendida la seña que en todas partes significa «calma»-, falta lo más importante. Esos documentos cuya existencia y conservación al través de tantas vicisitudes es para mí un enigma, son precisamente el nudo de esta maraña. ¿De dónde proceden? Ni el armario de hierro, ni el escondrijo abierto por el desgraciado monarca en la pared de su prisión, lograron librarse de las pesquisas revolucionarias. Mi sospecha, señor, es que los fatales papeles se los entregó Barras, que fue muy coleccionista de documentación, a la criolla, y esta al amigo leal del sujeto, a aquel Montmorín que le ayudó a evadirse de Vincennes, muerto después en una escaramuza. Sea cono sea, tales papeles eran una máquina infernal cargada de pólvora, que podía hacer explosión a cada instante. Volpetti no descuidó un momento el grave asunto, pero los papeles estaban bien escondidos. Tuvo el arte de colocar al lado del sujeto a una mujer que, de buena fe, creyendo servirle, le aconsejó que se pusiese en relación con Le Coq, el Superintendente de policía, y le confiase los documentos que acreditaban su personalidad...

-¿Y... se los confió? ¡No me asombraría! ¡La mujer lo consigue todo! -dijo el Rey con gracia.

-¡Ah, señor! ¡Sí; le confió unos cuantos, de bastante interés... pero reservó, el diablo sabe dónde, los mejores, los más graves! Y en medio de mil peripecias ha logrado conservarlos encerrados en un cofrecillo...

-Después de la mujer, el mayor peligro para el hombre son los papeles -añadió el monarca siempre sonriente.

-Prosigo... Al persuadirse del fracaso de sus gestiones con Le Coq, y vista la imposibilidad de recobrar los papeles que le había remitido, el sujeto se aquietó. No es de los más revoltosos, y su tendencia natural le lleva a la inacción y al retiro... pero hoy tiene a su lado una hija que es la misma inquietud. A no ser por ella... Bien; el caso es que nuestro sujeto pareció sosegado. Dejose de ambiciones, se enamoró, se casó y se dedica a trabajar la relojería, que lo hace primorosamente...

-Es de familia -dijo con fino sarcasmo el Rey.

-Así vegetó algún tiempo... La fortuna quiso que más adelante fuese acusado de incendiario y monedero falso y sentenciado a trabajos forzados en Silesia...

-¿La fortuna?... -articuló el Rey no sin picardía-. La fortuna... o más bien... ¡Ea, Lecazes, hijo mío -solía llamarle así-, aquí no jugamos a engañarnos!

-¡Señor... cuando los sucesos se arreglan y combinan como podría desearse que se combinasen, ni debemos quejarnos ni perdernos en investigaciones ociosas! ¡Esa condena nos sería tan favorable, si llegase el momento de tener que ventilar ante los tribunales las disparatadas pretensiones del odioso sujeto! ¡Incendiario, monedero falso, presidiario! Sólo eso es capaz de perder a cualquiera ante la opinión pública... y de retraer a los nobles que pudieran tener el capricho de seguirle. ¿Vamos a quejarnos si nos llueve un torrezno en la bocal? ¡A esa cuenta nos quejaríamos también de la nube de impostores y alucinados que han aparecido por todas partes, y que han creado ya tal escepticismo entre la gente que uno más que parezca tiene mucho adelantado para que no le haga caso nadie!

Nuevamente sonrió el Rey. Diríase que se complacía en desbaratar los cortesanos artificios en que iba envuelta la explicación del ministro de policía.

-Vamos, reconozco que no debemos quejarnos... tanto más cuanto que en la aparición de la nube de falsos delfines me parece que ha intervenido no poco un Júpiter bastante conocido nuestro... ¿Eh? ¡Bien, hijo mío: hablemos como hablan las personas de entendimiento, que han sabido vencer sus virtudes, anularlas, relegarlas adonde se relegan los estorbos!... Como que tenemos demasiado buen gusto para ser pedantes moralistas...

Lecazes sonrió a su vez.

-No creo que me confunda usted -prosiguió el Rey invalido, cuya cabeza irradiaba intelectualidad y malicia- con mi sobrino Fernando, que sólo ansía el momento de abrazar a su resucitado primo. ¡Pobre Lecazes! Haga usted dimisión el día en que yo falte, que pronto será...

-Vuestra Majestad -dijo el Ministro- está, por fortuna, más fuerte de lo que él mismo supone. Mientras su elevado espíritu vea las cosas tan claras y no se deje subyugar por augurios como los que le trajo aquel viejo, aquel Martín... ¡largo reinado le espera!

Y después de esta bocanada de incienso, continuó:

-Alguna vez habíamos de tener buenas cartas en nuestro juego... La causa principal de la condena a presidio de ese sujeto fue la indignación que produjo en los jueces su impostura -así consta en autos-. Le condenaron, no por los delitos, que eran difíciles de probar, sino porque al tomarle declaración dijo haber nacido príncipe... Lo que yo hallé de erróneo en esa condena fue... su brevedad. Encerrar algún tiempo en presidio a un hombre es exaltar sus convicciones, y soltarle luego más decidido a dañar; porque si Vuestra Majestad me pregunta el juicio especial que he formado de ese sujeto, diré que, a mi ver, no es tanto un impostor como un sincero maniático. Sin duda por torpeza de la policía prusiana ha sido imposible descubrir rastros de la verdadera familia de ese hombre, del verdadero sitio donde nació, y esto ha acrecido su locura, porque afirma que no hay medio de probar que él sea otro de lo que dice ser. En lo cual, a fe mía, está en lo firme.

-¡Y tanto! -declaró el rey.

-Pues nuestro... alucinado -continuó Lecazes- salid del presidio más furioso, con renovados ímpetus de afirmar sus soñados derechos. A cada hijo que le nacía, poníale un nombre histórico: Amelia, a la mayor, en recuerdo del viaje a Varennes; a otra, María Antonieta; a otra, María Teresa; a los varones, Carlos, Eduardo... Todo ello parece inofensivo y no lo es, señor, porque con la tenacidad de la idea fija, ese hombre iba envolviéndose en una especie de jirón de púrpura real... El cetro era de caña, pero ¡tenía aureola de perseguido y de mártir!... ¡Fíjese bien Vuestra Majestad en todo ello y comprenderá cómo este personaje no es asimilable a los otros que han aparecido y a quienes hemos envalentonado, para que sirviesen de parapeto contra alguno que pudiese surgir revestido de mayor seriedad y basado en superchería mejor fraguada!

-¡Ah! ¡Por supuesto, mi buen Lecazes, que este... es otra cosa!

-Cualquiera pensaría que yo lo ignoro... Esa aureola de martirio despierta abnegaciones y entusiasmos. Por ejemplo: cuando el sujeto, al volver de presidio, se estableció en Crossen, sin un maravedí, encontró allí un magistrado que le socorrió, que le regaló fuertes sumas y que se erigió en defensor de su causa; otra especie de maniático, que escribía a todo el mundo en defensa de los imaginarios derechos y en solicitud de que el proceso se revisase... Tanto, que el secretario del príncipe de Carolath tuvo que decirle a aquel mentecato dañino: «¡Hay en Prusia fortalezas donde encerramos a los que se meten en lo que no les importa!». ¡Créalo Vuestra Majestad, los tales redentores son una peste! ¡A bien que el redentor poco tardó en ascender al lugar que le correspondía: al cielo...!

-¿Murió? -preguntó no sin sobresalto el Rey.

-¡Ay! Sí, señor... Una indisposición repentina... Y tenemos razones para creer que él y no otro era el depositario de los verdaderos papeles, de esos papeles malditos... de ese reguero de pólvora... Porque, al expirar en brazos de un hermano suyo, todo se le volvía repetir: «Ahí... en ese bufete... papeles... papeles del Príncipe...».

-¿Y por qué no se aprovechó tal coyuntura? -preguntó el Rey con ironía.

-¡No estaba yo allí, por desgracia! La policía tuvo soplo de los detalles de la muerte del iluso magistrado, y... al punto en que este subió al Empíreo, fueron confiscados todos sus papeles, pero ya o el hermano o el mismo sujeto habían puesto en salvo los de verdadera transcendencia. La policía alemana tiene de plomo los pies y la cabeza de estopa, porque ¿no es donosa ocurrencia buscar pruebas de tal fuste en la casa de aquel a quien interesan? ¡Muy necio ha de ser si las tiene allí, y sobre todo si las tiene de manera que un registro pueda descubrirlas!... No bajarán de diez las veces que en una o en otra forma, legal o ilegal, a pretexto de incendio, simulando robo, ¡Dios sabe cómo!, ha sido registrada y vuelta patas arriba la morada del sujeto: se le ha cogido mucho papelón, pero los de fondo... claro es que en otras manos habían de encontrarse. ¡Excepto últimamente, en Londres, donde consta que los conservaba él, en escondrijo inaccesible! Como en Inglaterra no es fácil manejar las cosas a nuestro gusto...

-¿Él residía en Inglaterra?

-Sí, señor. Allí se trasladó desde Prusia, convencido de que le convenía un país cuyo Gabinete no estuviese en tan buenas relaciones con el nuestro y donde se alardee de legalidad y de respeto al domicilio... Allí el sujeto, cansado de escribir cartas a todo bicho viviente y de que nadie le haga caso, vivió algún tiempo tranquilo, entre la relojería y la química, a la cual es muy aficionado: ¡como que dicen que ha inventado una granada explosiva nueva!

-Y en ese caso -murmuró el Rey- ¿por qué no haberle dejado en paz? Cuando la gente no busca ruidos...

-Sí, señor; en paz le dejábamos... Es decir, ¡en una paz relativa!, porque tratándose de esos lunáticos hay que temer siempre la reaparición de la manía con caracteres agudos. Nuestra suspicacia tuvo que despertarse al saber que había enviado a Francia a su hija mayor, y que esta muchacha, que ya no es lunática, sino una intrigante muy temible, parecida a aquella célebre madama de La Mothe que tanto dio que hacer a la última e infeliz reina de Francia, había preso en sus redes a un noble francés que ostenta un nombre tan respetado como el marqués de Brezé, Renato de Giac.

-¡Ya tenemos en campaña a Eva! -articuló con picardía el Rey.




ArribaAbajo- IV -

El consejo del pagano


-Vuestra Majestad comprenderá -prosiguió el ministro de policía- que esto era serio. Los fines de la niña no podían estar más claros: armarnos aquí el alboroto. Traté de barrer la telaraña, haciendo que la duquesa de Roussillón; la mamá del galán...

-Valiente pava rellena -dijo el Rey-. ¿Qué iba usted a conseguir por medio de esa ave de corral?

-Encargarla de enterar a su hijo de que el padre de la señorita Amelia es un presidiario... Pero el amor es ciego, y el marqués de Brezé se nos marchó a Londres... adonde llegó con tal oportunidad que... que salvó la vida a su futuro suegro...

-¡La vida! -preguntó el Rey-. ¿Y quién amenazaba su vida?

-Lo natural en Londres... un ataque nocturno de ladronzuelos, de malhechores vulgares -contestó negligentemente Lecazes, cuya mirada, por un instante, evitó la del soberano-. No se fije Vuestra Majestad en ese episodio sin importancia; estamos llegando a lo transcendental... Como yo me figuraba, la niña ¡Dios nos libre de niñas!... no había echado el anzuelo al Marqués sino para preparar, en el seno mismo de la nobleza adicta al trono, una campaña a favor de su padre. Desde el primer momento, los documentos graves -la verdadera granada explosiva de ese hombre- fueron confiados al Marqués... y se acordó un viaje a Francia, conviniendo en reunirse todos en Dower...

-¿Y cómo supo usted eso, Barón?

-¡Pues lucidos estaríamos, señor, si yo ignorase algo! Mi oficio es saberlo todo... ¿No he dicho a Vuestra Majestad que el mejor de mis sabuesos, Jácome Volpetti, sigue al sujeto como al cuerpo la sombra? ¡Y lo que Volpetti no descubra! ¡Verá Vuestra Majestad qué episodios tan novelescos! Volpetti, que es de oro, apenas enterado, se las ingenió para alojarse en el mismo hotel donde paraba el marqués de Brezé, y valiéndose de una estratagema muy hábil, logró hacerse dueño del cofrecillo donde se guardaban los documentos.

A pesar de sus piernas inútiles, el Rey medio brincó en la poltrona.

-¡Entonces, estamos salvados! -dijo-. ¡Porque en el mismo instante de echarles la zarpa los habrá reducido a cenizas!

-¡Señor! -articuló Lecazes-. ¡Gran idea, por cierto! ¡Pero cuyos inconvenientes, así al pronto, no adivina Vuestra Majestad! ¡Jamás me he fiado yo completamente de los instrumentos que empleo! ¡A mis espías los espío! ¡Tienen orden de entregarme a mí mismo, a mí sólo, cuanto recojan! Porque figúrese Vuestra Majestad que se les ocurra la diabólica idea de decirme que lo inutilizaron y quedarse con todo o parte en las uñas... y equivaldría a una pistola cargada y puntada a mi pecho. No; prohibición absoluta de inutilizar nada...

-Lo cual significa -murmuró el incorregible Rey- que todas las pistolas cargadas y todas las armas y todos los secretos ha de poseerlos solito mi niño Lecazes.

Riose el ministro de policía, pero había en su risa algo de forzado.

-¡Cuánto me place el buen humor de Vuestra Majestad! -respondió en tono afable-. Por desgracia el asunto no es jocoso.

-¿Pues no dice usted que Volpetti se apoderó de los temibles documentos?

-Sí... A eso vamos. Desde este momento la intriga se complica de modo inesperado y grave... Aparece en escena una fuerza que jamás había actuado en los asuntos del sujeto; azar extrañísimo, la más rara de las casualidades pone al servicio del impostor Dorff... ¿a quién cree Vuestra Majestad?

-¡A los Carbonarios, como si lo viese!

-¡Exactamente! ¡A los Carbonarios; a esa asociación que nos está minando el suelo, que tantas inquietudes nos cuesta, que continúa bajo tierra la revolución que hemos logrado abozalar en las calles y en la plaza pública y que se prepara a convertir a Francia en un volcán! ¡A los que han escrito en sus estatutos: «Los Borbones han sido traídos por el extranjero, y los Carbonarios se asocian para restituir a la nación francesa el libre ejercicio de su derecho!». ¡A los que tienen ramificaciones en la Cámara, Vuestra Majestad no lo ignora; que las tienen más profundas aún en el ejército, donde no podemos borrar el recuerdo del Corso; que mantienen viva, incesante, la protesta contra el régimen establecido!

-¿Y cómo diantres, Barón, han llegado los Carbonarios a meter la nariz?...

-Una contramina, señor. En Dower hallábanse apostados dos enviados de la Venta de París, de los más resueltos, uno de ellos italiano, acechando el paso de Jácome Volpetti, a quien detestan, porque allá en Italia ha debido de hacerles algunas jugarretas inolvidables...

-Y ahí, hijo mío, se demuestra que al sujeto, como usted le nombra, debió ponérsele un esbirro especial, que no tuviese por enemigos a los Carbonarios.

Lecazes sintió el alfilerazo de esta observación, que probablemente no llevaba más objeto que mortificarle, pero continuó:

-Debido a eso, y por una serie de incidentes largos de referir, unieron sus intereses los emisarios de la Venta y el marqués de Brezé, y entre todos, después de haber asesinado a otro agente de policía de los dos que acompañaban, para mayor precaución, a Volpetti, y uno de los cuales se había quedado en Londres; después, repito, de asesinar y echar al mar al agente -y observe Vuestra Majestad si se paran en barras esos mocitos- amarraron a Volpetti, le sustrajeron el cofrecillo de los documentos y le transportaron a bordo de un barco francés, mandado también por un carbonario, para ejecutarle allí... Pero Volpetti, que es el demontre, logró huir, arrojándose a nado; recogiole un schooner inglés; el buque francés dio caza al schooner, y a cañonazos le echó a pique sin combate; el barquito no podía defenderse porque llevaba fuego a bordo...

-Lecazes, novelista -murmuró el Rey.

-Es la historia, señor, la que en estos pícaros tiempos, de conspiraciones y defensa social por la policía, se deja tamañita a la novela -respondió el Ministro-. ¡Y llegamos a lo más novelesco! A pesar del incendio del buque y del acto de piratería del carbonario, Volpetti logró escapar con vida. Fue arrojado por las olas a la costa bretona, cerca de Pléneuf, mientras, ignorantes de estas circunstancias, desembarcaron de Brezé, Dorff y su hija, acompañados y protegidos por los emisarios de la Venta.

-¿Cómo se explica la alianza de los Carbonarios y del sujeto?

-Vuestra Majestad no ignora que, trabajando contra el régimen, tienen los Carbonarios independencia para hacerlo según les acomode. A esa idea responde la ramificación carbonaria llamada de los Caballeros de la Libertad, donde al individuo se le concede la mayor iniciativa para que proceda por su cuenta y riesgo. ¡A esos únicamente temo, señor! ¡Ahí pueden germinar toda clase de atentados!... Donde haya cómplices, yo indagaré, sabré y descubriré las tramas; pero el pensamiento que oculta un hombre solo... Dios únicamente lo rastreará. Recelo -no puedo afirmarlo- que los carbonarios que esperaban a Volpetti en Dower pertenecen a esa rama. Por pronto que quiso Volpetti prevenirse y girar algunas órdenes para evitar que los viajeros llegasen aquí y se pusiesen en comunicación con la mucha gente que ya han visto era tarde. El sujeto está en París, señor... bajo el ala protectora de la Venta, que tiene olfato y prepara el escándalo europeo. Los papeles deben de hallarse a buen recaudo. Sería inútil cuanto hoy se hiciese para apoderarse de ellos mediante violencia... No tengo ni la más mínima sospecha de dónde pueden haberlos ocultado.

-¿De Brezé ha venido con el sujeto?

-Y uno de los carbonarios, el italiano.

-¿Y la joven? ¿La Eva?

-A esa, para mejor resguardarla, la alojaron secretamente en el castillo de Picmort, que es de los Brezé y se encuentra en Bretaña. La escoltaba el otro carbonario; pero este ya salió de allí para alguno de esos viajes sospechosos que ellos emprenden.

-¿No cree usted que la niña podrá ser la depositaria de los papeles?

-No lo creo. En primer lugar, por caballerosidad -y Brezé las da de paladín-; nunca la fiarían a ella el cargo de mayor peligro, y además, donde esos papeles les conviene es aquí.

-Entonces, bien está la niña en el castillo -advirtió el Rey.

-¡Muy bien! Y más en atención a que la pava rellena, como dice donosamente Vuestra Majestad, me ha asegurado que hay un guapo gars bretón, administrador de los marqueses de Brezé, que, valiéndose de la favorable ocasión, trata de desbancar al Marqués y acaso lo consiga.

-De seguro -dijo el Rey con su risa volteriana-. ¡Un aldeano! ¡Un pastorcillo! ¡Una égloga! ¡Qué mejor para un corazón tierno! ¡Felices los pastores!

Y se puso a canturrear:


   En el regado de Filis
Damón, desde que amanece,
ramos de flores ofrece,
con rocío matinal...



-Viniendo a lo de los papeles, señor, eje de nuestra ya larga plática, que temo moleste a Vuestra Majestad -dijo Lecazes sin hacer caso de aquella poética interrupción-, sostengo que están aquí, porque, entre otras razones, el sujeto podrá necesitarlos para convencer a Madama, la señora Duquesa, que es la persona en quien confía...

-Y a mi sobrino Fernando...

-Ese... ese ¡ya está convencido! ¿Acaso ignora Vuestra Majestad que pretende que reconozcamos al sujeto? Pero esto es nada al lado de la posibilidad de que la Duquesa, la hermana, la compañera de prisión, pueda amparar al quídam a quien la fortuna hizo dueño de tan decisivos testimonios. ¡Ante todo, lo que importa es disponer el ánimo de la Duquesa con suprema habilidad, para que no sea fatal su ya inminente intervención en este asunto!

-Venga ese plan, hijo mío. Yo, desde que se trata de hacer bueno de una mujer, me declaro inepto.

-He aquí lo que he pensado, señor, sobre tan capital asunto. Si lográsemos que la señora Duquesa recibiese al sujeto...

-¿Cómo? -interrogó asombrado el Rey.

-Que le recibiese... -insistió Lecazes- secretamente... de un modo reservado... y exigiéndole, para adquirir plena certidumbre de su identidad, la presentación y comunicación de los famosos papeles...

Lo mismo que si se encontrase en una representación y ocupase el «asiento de espectador» -único que declaraba pertenecerle en el teatro- el Rey aplaudió; un aplauso sonoro, franco, homenaje al talento.

-¡Comprendido! ¡Basta! -exclamó gozoso.

-¿De modo que Vuestra Majestad adivina el resto?

-¡Adivinado, criatura! Pero...

Y el Rey se rascó ligeramente el lóbulo de la oreja, mientras Lecazes, radiante, absorbía una dedadita de aromático rapé; afición que, adquirida primero por halagar al monarca, había llegado a ser en él vicio favorito.

-Pero ¿quién le pone el cascabel al gato?... ¿Quién decide a mi sobrina?...

-La señora Duquesa, probablemente, se encuentra inclinada a hacerlo. Y si no, se encargará su esposo de decidirla.

-¿Su esposo? Lecazes, ¡usted y yo ya no somos chiquillos! ¡Estamos de vuelta! Mi buen sobrino Luis no ha tenido arte para ejercer ascendiente sobre su mujer. La ha tratado con un respeto tan profundo que... ¡naturalmente!, no se han entendido ni pizca. Yo no sé a quién sale esta segunda generación tan torpe con el bello sexo... Luis, en ese punto, me avergüenza... ¡Es verdad que Fernando me honra! Y además, querido Lecazes, ¿no le hemos encargado a Luis, justamente, que convenciese a su esposa de que haga como si tal aventurero no existiese en el mundo?

Antes de que replicase el Ministro se oyó llamar a la puerta interior que comunicaba con las habitaciones particulares del Rey.

-O Fernando o Luis -dijo este-. ¡Cuidado!

En efecto, momentos después, la marcial y elegante figura del Duque se encuadraba en el marco de la puerta, y el sobrino del monarca entraba y besaba respetuosamente la mano de su tío.

-Llegas a tiempo; siéntate y damos noticias. ¿Qué dice María Teresa?

-Señor... -exclamó el Duque, cuyo semblante se oscureció- las nuevas que puedo dar a Vuestra Majestad no son gratas. He encontrado a la Duquesa bajo el influjo de una exaltación penosa. Ha recibido una carta de ese... sujeto y la guarda sobre su corazón...

-¡No tengas celos!... -dijo el Rey con fina burla.

-Tengo tristeza... -repuso sinceramente el Duque-. Porque la Duquesa sufre y me ha hecho sufrir. Tres noches hace que no duerme, tres días que apenas come... y sus rodillas están doloridas, pues se pasa horas y horas en oración...

-Todo esto es culpa tuya -declaró el Rey.

-¿Mía, señor?

-¡Pues claro, Luisillo! Cuando una mujer... como la tuya, una mujer, ¡que moriría de asco si pensase en otro que en su marido!, se pone así, es que el marido peca de frío y de negligente. Mira, ha llegado la hora de que te lo diga: has procedido siempre con tu esposa como un inocentón. No has sabido apoderarte de su alma. ¡Has tomado ante ella la actitud de la timidez y de una veneración buena para las santas de palo!...

-Señor, es mi carácter, ya lo sabe Vuestra Majestad -contestó con matiz melancólico el Duque-. Mejor me entiendo al frente de un cuerpo de ejército que ante las damas.

-No, ¡qué diablos! -respondió el Rey-. Es la maldita generación tuya, que se diría que nació ya cansada y vieja, sin entusiasmos ante lo más hermoso que existe en el mundo, que es la mujer. Mira, por eso me es simpático tu hermano Fernando: tiene el corazón en su sitio y la sangre le circula. Parece un retrato vivo de lo que fue antaño Enrique IV, el del blanco plumero. ¡Siento debilidad por él! ¡Cuando pienso que los ñoños de los ultras se alarman de su historia con la inglesita! ¡Pues qué, si nos faltase la ilusión, seríamos un pedazo de yeso, cal apagada! ¡Yo he conservado siempre el corazón en su sitio, a pesar de que toda la vida he sido un pobre enfermo, un inválido!... ¡No se me podrá acusar de haberme entregado a los goces de la materia... pero la ilusión, Luis! ¡Si hasta a la divinidad nos acercamos por medio de esa exaltación deliciosa que la presencia de la mujer suscita! ¿No sabes tú que la Condesa es la Medianera de la fe para mí? Y ya ves, aquí no hay sospecha de nada grosero... Un anciano enfermo... ¡sólo ilusión!

El Duque escuchaba con el rostro contraído, el ceño fruncido y la cara pálida. Se veía luchar en él la consideración que profesaba a su tío y Rey con la repugnancia a las teorías que exponía este.

-En fin, Luis -dijo el monarca, advirtiendo el efecto de sus palabras-, ¿qué puedo decirte? Yo estoy con mis doloridos pies ya en el sepulcro; no creas que ignoro la gravedad de mi mal. He hecho lo posible por defender las instituciones que a mi cargo tengo; he vencido y subyugado hasta mis propias convicciones, mi razón, mi escepticismo... todo, para ser fiel al depósito que me está confiado. Con la mano derecha he contenido la revolución; con la izquierda, los excesos de una reacción imbécil y sanguinaria, que nos perdería... Lecazes me ha ayudado y sigue ayudándome... Pero Luis... si tú desmayas, tú, el hijo mayor de mi hermano y heredero... ¡no lucho más! Suceda lo que quiera; húndase definitivamente la monarquía... ¡En vano te habrás batido como un héroe en el paso de Ivón, en Ravenheim y después al lado del infeliz Eugenio... del fusilado de Vincennes! ¡Bah! ¡Las peores batallas son estas, hijo amado mío!

El Duque se conmovió. Cuando el Rey deponía el tono de burla y sensualismo sabía desplegar majestad verdadera. Subyugado, arrodillose al pie del sillón del enfermo.

-¿Qué puedo hacer, señor, por la monarquía, por Dios, por mi patria? ¡Haré cuanto se me pida, aunque sea morir!

-¡Oh! ¡Mucho menos! -respondió cariñosamente el Rey-. Mucho menos; lo que debe hacer un buen y leal esposo: galantear a su esposa, mostrarse rendido, apasionado...

-¿Y el objeto, señor?

-¡El objeto... Lecazes te enterará! ¡Porque yo me siento estropeadísimo con tanta charla... y quiero cuidarme un poco!... ¡Mañana es miércoles... la condesa de Cayla vendrá a traerme una limosna de alegría! ¡Que no me encuentre muy abatido!




ArribaAbajo- V -

Idilio conyugal


Aquella misma tarde, a la hora en que empezaban a encenderse las lámparas en todos los aposentos de palacio, vieron, no sin algún asombro, las camareras de Su Ateza la Duquesa, hija política del hermano del Rey, que al volver del comedor, donde había cenado reunida la familia real, el Duque y la Duquesa se retiraban juntos, en vez de recogerse él, según costumbre, a su cámara, en que reunía una pequeña tertulia de antiguos amigos y compañeros de emigración, de oficiales del ejército de los príncipes, y ella al oratorio, a la plegaria prolongada, última. Viendo venir tan allegados a los augustos esposos retiráronse discretamente los servidores, no sin encender las bujías de los candelabros en la chimenea y dar cuerda a la lámpara en el despachito. La Duquesa señaló a su marido un sitial; pero el Duque, con alarde de intimidad, se sentó a su lado en el canapé, y con la precipitación característica de los poco duchos en materias de insinuación cariñosa, la tomó las manos y la tuteó desde el primer instante.

-Teresa -dijo-, recuerda la fecha que es mañana: ¡10 de junio!... ¡Aniversario de nuestra boda!

-¡Verdad! -repitió pensativa la Duquesa-. Cuánto tiempo ha pasado!

-Para mí, como si hubiese sido ayer mismo. ¿Te acuerdas? En la capillita de Mittau... Mira, Teresa, tengo aprensión de que no has sido feliz conmigo. ¿Me engaño? Te veo siempre tan ensimismada...

-He sido... feliz -contestó titubeando ella-. Ya sabes que en mi corazón no puede tener cabida la dicha bulliciosa.

-¿Por qué? -respondió él besando galantemente sus luengas y aristocráticas manos-. Los malos tiempos han pasado ya; ¡no volvamos atrás la vista! Quien tanto ha sufrido tiene derecho, al contrario, a gozar de la existencia.

A la demostración del esposo, la tez de la Duquesa se había coloreado instantáneamente, como si el reflejo de una hoguera la iluminase.

-¡Gozar, vivir! -suspiró-. ¡No es ese mi destino; no es ese nuestro destino, Luis! Nos están reservadas aún pruebas y desventuras, lo presiento; ya sabes que esta mañana te lo dije; no hemos expiado lo bastante.

-¡Teresa mía, tú, tan buena cristiana, dudas de la misericordia de Dios! Con bien dolorosos martirios has aplacado su cólera. ¿No es justo que respires? ¿No respiras, por ejemplo, ahora, que tienes a tu lado a tu esposo? ¿Es que las altas razones que dictaron nuestro enlace no iban de acuerdo con tu sentir? ¿Volverías a preferirme si fuese libre tu elección? ¿Puedo lisonjearme de que me quieres?

Ella palpitó al escuchar palabras tan desusadas, aunque sinceras. Era un espectáculo sublime; se diría que una montaña cubierta de nieve y repentinamente bañada, inundada de sol, se deshelaba, cubriéndose de murmuradores arroyuelos, de florescencias primaverales. La emoción transformaba otra vez a la austera Duquesa en la joven cautiva que un tiempo cantó, en versos candorosos, los hechizos de la sensibilidad, «cuyo dulce fuego calienta el alma». Veinte años acababan de borrarse. La respiración agitada y los ojos humedecidos de Madama dieron la respuesta.

-¡Luis! -murmuró con noble sencillez-. ¡No he querido, después de mis desventurados padres, más que a ti en el mundo! ¡Si Dios me castiga es porque alimenté demasiado ese cariño, al fin puesto en una criatura!

-Prima, hermana, esposa -contestó él briosamente-, al amarnos cumplimos la voluntad de Dios. ¡Si algo puede desagradarle es vernos desviados; pero tú no ignoras que yo, aunque parezca tibio o distraído, jamás soy desleal! ¿Tienes, Teresa, alguna queja de mí? ¿He incurrido nunca en indignas bajezas que te ofendiesen?

-Creí -balbuceó la Duquesa- que no me amabas, pero nunca dudé de ti. Si hubiese dudado ¡me moriría!

Él la estrechó contra sí sonriendo.

-Y puesto que reconoces el culto que te he consagrado -le murmuró al oído-, ¿tendré derecho a pedirte algo, a aconsejarte algo, a influir en esa voluntad íntegra, formada por la desventura? Dímelo, Teresa. ¿Serás capaz de un sacrificio, de un gran sacrificio, por mí?

La Duquesa, instintivamente, se echó atrás; pero su marido la retuvo, y ella permaneció en sus brazos, dejándose hacer deliciosa violencia.

-Mira, esposa mía -insistió-, yo veo claro, tú te hallas bajo el influjo de algo que te trastorna. Esta mañana estabas como fuera de ti. ¡Cuánto me mortificaste! No, es preciso que hablemos con absoluta confianza ¿no somos dos en una carne? Yo temo... hasta por tu razón si continúas atormentando la fantasía y creyendo sin examen consejas y fábulas dictadas por la ambición o las manías de un insensato. Óyeme, pero óyeme serena: tu inteligencia se ha ofuscado un instante; ya recobrarás la lucidez. Tú pareces persuadida de que hay una víctima donde yo sólo veo un impostor más atrevido, más diestro y mejor documentado que los demás...

-¿Entiendes realmente que el autor de esta carta es un impostor? -insistió la dama, tocando sobre su seno el papel que allí continuaba.

-Tal vez no sea un impostor, Teresa. Acaso se trate de un alucinado, de un perturbado, que juzga de buena fe ser el que asegura. Este caso es frecuentísimo. Nuestra pobre razón se encuentra sometida a tales vaivenes que llegamos a perder la conciencia de nuestra personalidad y a entrar en la piel ajena, engañándonos a nosotros mismos. Acuérdate, en España, del caso de aquel pastelero que se tenía por el rey don Sebastián; acuérdate, en Rusia, de Pugatchef, de los falsos Demetrios, uno de los cuales llegó a ceñirse la corona...

-¿Y los documentos a que se refiere esta carta, documentos ante los cuales habrán de rendirse los tribunales de justicia?... -articuló la Duquesa con angustioso apremio, como el que desea ser convencido y no lo logra.

-¿Los documentos?... ¡Poco a poco!... En primer lugar, no estamos seguros de que existan. ¿Los has visto tú? ¿Los has tenido en tus manos? Pues mientras no los veas, mientras no te los entreguen para examinarlos, duda de su realidad, duda de que, aun existiendo, sean tan irrecusables, tan luminosos y tan fehacientes como tú... tu corresponsal asegura. Y vamos a ponernos en lo peor, Teresa; vamos a conceder que realmente esos documentos son probantes y claros como la luz del día. ¿Se deduce de allí que quien los presenta es quien tiene derecho a presentarlos? ¡Los acontecimientos se han atropellado aquí de tal manera bajo el desorden revolucionario; tales personas han ejercido el poder sin restricciones, sin cortapisas, sin responsabilidades; han sido tan profanados todos los secretos de nuestra familia, que nada tendrá de extraño que en manos de cualquiera se encuentren depositados documentos preciosos!

La Duquesa guardaba silencio, pero aquella amada voz poco a poco abría brecha en su ánimo.

-Reflexiona -añadió su esposo-. Documentos de gran valor han podido ser dispersados por el huracán. En documentos ajenos se han apoyado a veces grandes falsarios. Pero, ¡bah! Lo seguro es que se trata de una pura invención, de un medio de llegar hasta ti impresionándote. Y si no, Teresa, ¡haz la prueba!

-Luis -exclamó la señora cruzando las manos-, no sabes cuánto sufro. Cuando te oigo mi razón vacila. ¿Qué debo hacer? ¡Dios mío, iluminadme! ¿No te has opuesto a que reciba a ese... infeliz? ¿No me lo repetías esta mañana?

-He meditado, Teresa, y cambiado de opinión. Debes recibirle, pero en secreto... Debes cerciorarte de lo que son esos documentos famosos... Exigir que te los presente... ¿Vas a creerle bajo su palabra? ¡No faltaría más! Las pruebas de lo que afirma... y entonces podrás decidir. Y antes de que le admitas a tu presencia, para que te des cuenta exacta de la gravedad que envuelve cualquier paso impremeditado, de la reserva absoluta y el misterio impenetrable en que todo esto debe envolverse, entérate de algunos pormenores. ¿Conoces la historia de ese... sujeto que se dirige a ti y que desea precipitarse en tus brazos? ¿La conoces? ¿No? ¿Todavía no te ha entregado la relación manuscrita que anuncia? Pues yo te anticiparé algo. Ese hombre pertenece a la última clase del pueblo; es hijo de un oficial mecánico, nieto de un calderero, y él ha ejercido hasta poco hace el oficio de su padre. No es esto lo peor; podría ser un hombre del pueblo y un hombre honrado. ¡Ni aun la honradez le abona! Estuvo procesado por dos feos delitos: incendiario y monedero falso, y cumplió condena en un presidio de Silesia. ¿Qué dices de un hombre que reclama el trono de San Luis llevando en sus piernas y brazos las marcas del grillete infamante?

La Duquesa miró espantada a su esposo.

-¿Te horrorizas? ¡Pues estamos empezando! Ese hombre era víctima de la miseria y del abandono, acaso por resultado de sus vicios y de sus locuras, y le redimió una mujer. Esta mujer, de mucha más edad que él, fue largo tiempo su... ¡No me atrevo, Teresa; aun en este momento de efusión, el respeto que mereces me impide pronunciar la palabra! ¡Y hay algo más difícil aún de decir... o por lo menos que suena peor para mí que te venero! Este hombre, afortunadamente, no es nada tuyo, no lleva en sus venas gotas de tu sangre. Pero figúrate que la llevase... ¿qué dirías de él si a fin de encubrir torpezas y pecados hubiese dado largo tiempo a esa mujer con quien vivía el título de hermana?

El golpe iba bien asestado; el Duque observó que la Duquesa se ponía roja, que se agitaba con movimientos de indignación, y la acarició para consolarla.

-Hay más todavía. Después de ese vergonzoso episodio contrajo matrimonio; su compañera es también mujer de baja extracción, vulgar, insignificante. En cambio tiene una hija ambiciosa; un fenómeno, porque la ambición, en esa edad, es extraña. A los diez y ocho o diez y nueve años no suelen preocupar las grandezas...

-Las grandezas tal vez no -respondió Teresa pensativa-, pero que a los diez y ocho años existe perfecta conciencia de lo que debemos hacer, de la línea de conducta que debemos seguir, noción de cosas que parecen increíbles...

-Es que a ti te había madurado la desgracia, Teresa...

-¿Y a esa niña no? -exclamó la dama.

El esposo guardó un instante de silencio. No le agradaba el giro que había tomado la conversación; temía ir por mal camino y despertar la piedad al querer provocar el enojo. Cambió de dirección inmediatamente.

-Lo más curioso de ese mecánico prusiano que quiere hacerse pasar por hermano tuyo -murmuró- es que aspira a fundar una religión nueva. Es un hereje, por lo cual debe estar excomulgado, privado de los Santos Sacramentos de la Iglesia.

Tal noticia produjo en la Duquesa extraordinario efecto; era ferviente católica, timorata, y la revolución y las persecuciones habían exaltado su religiosidad.

Sus mejillas se encendieron; un relámpago de santa cólera cruzó por sus pupilas. Al notarlo, el Duque insistió, dando explicaciones.

-No sólo profesa la herejía, sino que la divulga y propala. Ha escrito un libro titulado La doctrina celeste, plagado de manifiestos errores. En él se contienen acusaciones a la Iglesia, interpretaciones arbitrarias de las Escrituras; ha abandonado la fe, despechado al ver que Su Santidad no le reconocía. Se ha casado según el rito protestante, y no sólo es hereje sino supersticioso. Dicen que tiene por santo a ese viejo visionario, a ese Martín, que pretende habérsele aparecido el arcángel San Rafael.

-¡El Rey ha recibido a ese viejo! -exclamó la Duquesa-. Cuentan que le profetizó cosas terribles. ¡La mano del Señor pesa sobre nosotros!

-Teresa, no es digno de un entendimiento claro preocuparse por patrañas. Ese viejo, a no ser por bondad extrema del Rey, estaría ya en una casa de locos...

-Bien -dijo ella haciendo sobrehumano esfuerzo-. ¿Debo negar o debo otorgar la entrevista que se me pide?

-¡Otorgarla, Teresa! Tu espíritu quedaría siempre turbado y la duda te atormentaría si te negases. El Rey cree también que conviene a tu reposo concedérsela. La luz disipa los fantasmas. ¿No habla ese hombre de documentos? Pues vengan, exhíbalos; condición sine qua non para que a tu presencia le admitas. Y como medida preventiva, por si es lo que debe de ser, un farsante, que la entrevista se celebre con el mayor secreto, donde nadie pueda sospecharla; donde, si te convences luego de que se trata de un impostor, quepa hasta desmentir que tal entrevista fue concedida nunca. Es preciso proceder con cautela para desorientar a nuestros eternos enemigos... Yo he extendido el brazo, trato de sostener el trono; pero perderé la confianza y el valor si tú, mi Teresa, no me auxilias... ¿Tendré en ti una aliada? ¿Puedo contar contigo? ¡Qué triste sería el desacuerdo entre tú y yo!

Al formular esta pregunta, roto el hielo, el Duque estrechó en sus brazos a su esposa, pronunciando palabras halagüeñas, que susurraban una promesa de nuevos días más luminosos, más íntimos que los pasados. La Duquesa oía enajenada aquellas frases que fluían como río de dulzura de los labios del compañero que le habían dado la Iglesia y la familia. Creía soñar: su juventud ahogada, asfixiada, ahora hervía en las venas. Comprendía entonces que la glacial actitud en que insensiblemente habían ido colocándose ella y su esposo era el verdadero pesar que la minaba, era el dolor de cada minuto, era lo que antes de tiempo había encanecido sus cabellos y marchitado su tez blanca y suave. Cerró los ojos y se reclinó en el pecho varonil del Duque. Él se incorporó y la condujo, por el talle, a las habitaciones interiores. Ella se dejó llevar. Penetraron en el dormitorio de la Duquesa y llegaron hasta la puerta del oratorio. El Duque la abrió, y siempre guiando a su mujer hizo de suerte que se arrodillasen juntos en el mismo almohadón, y asiendo fuertemente la mano de la dama, pronunció con solemnidad:

-¡Delante de Dios que nos escucha... Teresa, única mujer que existe en el mundo para mí, y Él sabe que no miento, prométeme que no perderás a la casa de Francia, que no regocijarás a los impíos, a los enemigos de nuestra causa santa!... ¡Que no serás culpable por impremeditación de que aparezca revestido de la aureola real y ungido con la Ampolla el falsario, el incendiario, el degradado, el luterano!... Si es impostor, por impostor... y si por caso imposible no lo fuese, ¡porque debemos acatar los decretos de la Providencia, que no ha querido encomendarle la misión de encauzar las pasiones desbordadas y de reconstruir el derruido templo! ¡Promete! ¡Jura, Teresa!

La Duquesa levantó los ojos. El Cristo de marfil se destacaba, con nitidez de líneas, sobre el negro paño de terciopelo, y su faz, llena de sublime melancolía, se inclinaba para insinuar: «Padre mío, perdónales...». Teresa tembló; el juramento se detuvo en sus labios.

-¡Jura, Teresa mía, mi amor, mi esposa! -repitió el Duque.

-¡Juro... juro... Dios mío! -balbuceó ella cruzando las manos y deshaciéndose en lágrimas; llanto nervioso, mujeril.

El esposo, triunfante, la alzó del suelo, y unidos salieron del oratorio.




ArribaAbajo- VI -

Ella


En la salita de una fonda que lleva al frente de su fachada, en letras negras, el rótulo Hotel de Orleans, encontramos reunidas a las cinco personas que el Poliphéme trajo a Francia desde Inglaterra. ¡Cuán variada una de ellas! Amelia no es ya aquella niña radiante de frescura y juventud que, bajo el disfraz de irlandesa, deslumbraba. Su rostro está desencajado, lánguidos sus ojos como lirios marchitos; viste de luto riguroso de pies a cabeza: el luto de su marido, Juan Vilain, que encontró la muerte precipitándose desde lo alto del torreón de Picmort al foso. Este suceso había producido en Amelia impresión profundísima, y más de una vez Renato de Brezé, que no podía soportar verla así, murmuró a su oído quejándose:

-¿Cuándo te veré de color, Amelia? ¡Envidio al muerto! Desde allá me roba algo de ti.

-Era un corazón, era todo un hombre Juan Vilain -solía responder la niña, incapaz de disimular sus sentimientos-. ¿Qué menos he de hacer que guardar su luto? Me considero su viuda... ¡No lo extrañes, Renato!

Y Renato resignábase, pero celos de ultratumba le mordían el alma.

Sobre la fisonomía de Dorff, en cambio, advertíase una transformación opuesta a la de Amelia. Diríase que le habían quitado de encima veinte años, con todo su lastre de penas y decepciones.

La alegría borraba las huellas de tanto sufrimiento, el regocijo abrillantaba los ojos y fijaba en los labios gozosa sonrisa.

-Amigos míos, mis fieles protectores -decía-, me arrepiento de haber dudado, no de la justicia divina, pero sí de la bondad humana. ¡Tarde o temprano, el corazón se inclina al bien, como el cuerpo se inclina a la tierra! ¡Hoy es el día más venturoso de mi pobre vida! Voy a recibir el consuelo supremo. Y bien lo necesitaba, porque al llegar a París todas mis heridas se abrieron. ¡Volver aquí después de tantos años y con antecedentes tales! He ido a ver la prisión de mis padres... Sí, me he atrevido. Yo soy el hombre de los recuerdos; respiro en ellos como en mi elemento natural. ¡Ya derribaron la torre! ¡Qué afán de borrar mi historia! En la parte que resta se ha establecido un convento... del cual me han negado la entrada. He rondado los palacios, y hasta he tenido el valor de pisar la sangrienta plaza en que mi madre...

Amelia se levantó y ciñó sus brazos al cuello de Dorff.

-En fin, ¿qué importa ya? -contestó él volviendo a mostrarse radiante de júbilo-. Mi destino ha cambiado. A pesar de todas las angustias de nuestro viaje, y sobre todo de tus sufrimientos, hija mía, ¡bendita la hora en que me vine de Londres! ¡Bendita mi inspiración de salvar a aquel malvado! Arriba me lo han tenido en cuenta. ¡Bendita mi idea de dirigirme a la única persona cuyo pecho debe latir a mi nombre!

Y Dorff, cruzando fervorosamente las manos, se recogió como si rezase.

-Es mi deber -añadió- que conozcáis primero que nadie mi dicha, y por eso os he convocado, amigos. Para vosotros no hay secretos. Habéis jugado por mi vida y honra, y todavía la arriesgáis, aunque creo, en vista de lo que sucede, que ya tampoco vosotros tenéis nada que temer. El sol luce en el cielo, la niebla se disipa; el mal sueño, la horrenda pesadilla se desvanece. ¡Soy dichoso! ¡Oh, qué palabra tan extraña en mí! ¡Soy dichoso!

Uno de los carbonarios, Luis Pedro, que escuchaba atentamente, fijó en el proscrito una mirada de esas que calan hondo y encierran un mundo de pensamientos.

-Esperamos, monseñor, saber en qué consiste esa dicha...

-¡Escuchad, escuchad!... Esta mañana, a cosa de las once, vino a preguntar por mí un caballero muy afable y distinguido, que tenía encargo de verme y de responder verbalmente a la carta que yo dirigí, ¿a quién diréis?

Concentrando su alma en unas palabras, Dorff añadió:

-¡A mi hermana! ¿Oís bien? ¡A mi hermana! ¡A ella!

Hubo un instante de silencio; nadie resollaba... hasta que la voz de Amelia se elevó... algo estridente:

-Según eso, ¿la señora Duquesa no sabe escribir?

-Hija mía -dijo tristemente Dorff-, ¿qué más puede hacer ella? Me envía a decir que consiente en verme...

-¿En vernos? -insistió Amelia.

-No, en verme a mí solo... ¡Hazte cargo, haceos cargo todos! ¡A ti no te conoce, de ti nada sabe; eres, en cierto modo, para ella una extraña... mientras que yo soy el compañero de su niñez, el que con ella sufrió y lloró en el duro cautiverio, soportando los ultrajes! Consiente en verme... ¿Te parece poco? ¡Yo no pido más! ¡Como que apenas me haya visto me reconocerá y me abrazará! ¡Ah, ese abrazo!

-¿Y dónde te cita? ¿En palacio?

-No... en palacio no...

-Vamos, se trata de algo clandestino...

-¡Dios mío! -gimió Dorff-. ¡Cómo me estáis envenenando este primer sorbo de agua pura! ¡No podéis leer en mi atormentado espíritu! Yo no aspiro a reivindicar mi puesto. La ambición, ¡qué necedad! Yo quiero tan sólo que se me abran unos brazos donde dormí de pequeñito. ¿Qué importa reinar? Esa ilusión no me ciega... Yo quiero, sobre todo, recobrar mi nombre; quiero que, al calor de los besos de mi hermana, desaparezcan los espectros que llevo aquí, bajo la frente... ¿Soy un mísero loco? ¿He soñado todo cuanto pienso que me ha sucedido? Ella, ella me lo dirá.

-Pero, padre -objetó Amelia-, ¿cómo es posible que te acometan tales dudas? ¿No tienes en tu poder las pruebas, los papeles? ¿No eres el primero en evocar memorias, a multiplicar testimonios, a enlazar hechos? ¿No te han reconocido ya, llorando, los fieles servidores, esa madama Rambaud que meció tu cuna? ¿No fuiste tú mismo quien recordó a esta señora que el traje de terciopelo azul que estrenaste en Versalles te venía estrecho en las mangas y por eso te lo quitaste en seguida? ¿Y al oírlo, no exclamó ella sollozando y arrodillándose: «¡Aquí está mi príncipe, aquí está mi rey!»?

-Pues con todo eso, Amelia -balbuceó Dorff-, yo, yo, yo mismo no tengo fe. Mi historia me parece demasiado novelesca para caber en los dominios de la realidad. ¡Puedo ser un pobre iluso, un insensato más entre esa cohorte de falsos delfines que por doquiera pululan en Francia! Hay los papeles, sí... pero pueden haberlos depositado en mis manos con un fin que no se me alcanza; al propio Montmorín, aquel héroe de la lealtad, pudieron engañarle. Los papeles auténticos... ¡y yo, un miserable!... Es la terrible idea fija que, no siempre, pero por momentos, cuando menos lo quisiera, vuelve a mí.

Amelia cruzó con Luis Pedro y con Renato de Brezé una mirada de indefinible inquietud.

-Lo único que me curará, con la medicina de la certidumbre -continuó Dorff-, es ella, es su presencia, de la cual tengo sed toda la vida: porque ella es lo que resta de mi verdadero pasado, de la primera parte de mi existencia, en abierta contradicción con la segunda. Que la oiga yo gritar una sola vez: ¡hermano mío! y de mi mente se borrarán los fantasmas y creeré en mí mismo firmemente.

-¿De suerte, monseñor -intervino Renato de Brezé asustado por la agitación nerviosa del mecánico-, que, no siendo para palacio la cita, vendrá aquí Su Alteza?

-No... ¡aquí no! ¡Hemos concertado reunirnos en el parque de Versalles, el sitio donde tantas veces habremos jugado juntos! Según parece, mi hermana acostumbra, desde que empezó la primavera, ir de vez en cuando a Versalles a pasar una semana rezando y haciendo bien. ¡Ah, mi hermana es un ángel; yo digo que, a pesar de las influencias que la rodean, es un ángel! ¡Han querido degradarla, endurecerla, falsear su recto juicio... pero no lo han logrado! Sí, en Versalles es donde nos abocaremos dentro de seis días... el jueves próximo. Yo entraré por la parte exterior de la tapia: la encontraré en el bosquecillo de Apolo, siempre reservado para el público, que, además, sólo puede visitar el parque los días de fiesta. De todo me han enterado bien. ¡Tengo fiebre y seguiré teniéndola! ¡Ya sé que el primer movimiento será confundir nuestros alientos y mezclar nuestras lágrimas! ¡Todavía no hemos llorado juntos por nuestra madre!

Amelia se cubrió el rostro con el pañuelo, Luis Pedro, a su vez, contraídos los delgados labios por una mueca amarga, tomó parte en la conversación.

-Y... ¿nada más, monseñor? -preguntó-. ¿Todo se reducirá a ese abrazo fraternal?

-¡No! Ella misma -dijo Dorff- quiere enterarse de los papeles que acreditan mi personalidad y que llevaré allí, en unión del manuscrito...

Si una bomba hubiese caído en la estancia no harían movimiento de terror más acentuado los circunstantes ni saldría de sus gargantas la voz más ronca por el susto.

-¡Los papeles! -repitieron los cuatro- ¡Los papeles!

-¡Los papeles, nunca! -protestó Amelia.

-¡Eso es una celada indigna! -afirmó Luis Pedro.

-¡Una ratonera! -exclamó Giacinto-. ¡Ah, bandidos, ya saben lo que se nacen!

-¡Señor, esos papeles, esos inestimables documentos, que tanto nos han costado, sólo deben exhibirse ante la justicia, en un tribunal público! -imploró de Brezé-. ¡Señor, sospecho que lo único que se persigue y busca son esos papeles! ¡Y cuando los tengan nada podremos contra ellos! ¡Cuando los tengan, el mecánico Dorff no poseerá prueba alguna indiscutible de su verdadero ser!

-No indiquéis siquiera que mi hermana es capaz de tal infamia, porque creeré que vosotros y sólo vosotros sois los malvados -exclamó Dorff rojo de cólera y trémulo de pena-. ¡En esta cuestión no recibo consejos ni lecciones de nadie! ¡De nadie! ¡Es asunto entre Dios y yo! ¡Entre el huérfano y la Providencia! ¿Lo oís? ¡Nada con los hombres! ¡Nada con los que se dejan guiar por la necia sabiduría del mundo! ¡Me impongo, mando; ahora soy rey! ¿Os enteráis? Los papeles me pertenecen, como me pertenece mi vida. Si mi hermana, al verme, prescinde de pruebas materiales... ¡ah, cuán feliz seré! Pero si duda, si niega, entonces ¡qué dicha también, qué amarga y satánica dicha!, poder arrojarla al rostro esos testimonios y decirla: «¡Adiós para siempre, nuestra madre te maldice!».

Y Dorff prorrumpió en una risa acerba, de esas que acaban en ataque nervioso, mientras los testigos de esta escena bajaban la cabeza subyugados y resignándose ya.

-¡Renato de Brezé, hijo, espero que tú me obedecerás gustoso!... El jueves por la mañana han de estar en poder mío esos papeles. ¡Si no me los devuelves, me empujarás a la desesperación!

Y Dorff, levantándose, abandonó la salita. Los cuatro interlocutores, al verse solos, desahogaron sus impresiones funestas.

-Renato -suplicó Amelia-, ¡sálvale a pesar suyo! No se los entregues; que permanezcan en el sitio segurísimo donde los habrás ocultado.

-¡Y tan seguro! -suspiró de Brezé, cuya consternación era evidente-. Mi amigo Gontrán de Lorne los guarda en el cofrecillo, creyendo que se trata de una correspondencia amorosa muy comprometedora e ilícita. ¿Hay polizonte que tal adivine? ¿Quién piensa en ese calavera, en ese aturdido amable, que es, sin embargo, hombre reservado y de honor? ¡Respondo de los documentos mientras se hallen en poder de Gontrán de Lorne! Pero si tu padre los reclama, Amelia de mi alma, ¡yo no puedo negárselos! ¡Árbitro es de su suerte y de la nuestra también! Aquí los tendrá el día en que los exige.

Los dos caballeros de la Libertad, entretanto, hablaban en voz baja. Después de una viva conferencia, adelantose Luis Pedro:

-Caballero de Brezé -dijo el carbonario-, sepa usted que yo he nacido en Versalles, que me he criado en el castillo, pues estuve algunos años empleado en las caballerizas. Vive aún en Versalles una hermana mía, hija también de la pareja de pobres buhoneros revendedores que allí acabaron por fijar su trashumante comercio. Digo todo esto, porque Giacinto y yo acabamos de formar un plan que tal vez pueda ser útil en las circunstancias que a atravesar vamos. ¡No es cosa de que nos quedemos así, cruzados de brazos, en el momento, a mi ver, de mayor peligro!

-¡Bondadosos amigos!... -exclamó Amelia, tendiéndoles ambas manos.

-No, señorita -contestó Giacinto, a quien las amabilidades en una mujer hermosa trastornaban siempre-, ¡no tenemos de bondadosos ni pizca! Si lo fuésemos, usted todo se lo merecería, porque es usted una criatura bajada del cielo, y eso de vestir el luto de un pobre aldeano la honra a usted tanto, que yo soy capaz de dejarme atenacear por usted. Pero el caso es que no se trata de eso, ¡quia! Miramos por el pellejo propio; en el momento en que se apoderen de los papeles y no tengan que temer cosa alguna, ¡verá usted nuestros pescuezos! Luis Pedro y yo, por medida de prudencia, vamos a tratar de contrarrestar los deplorables efectos de esa borrachera de perdón, de ese... acceso de generosidad que le ha entrado a monseñor, su padre de usted. Y además, ¡todo se ha de decir!, también nosotros, señorita, tenemos pendientes nuestras cuentas con gente que de seguro danza en este nuevo episodio. ¡Especialmente yo! No conviene jurar... pero juro que la mano de aquel a quien le he jurado que morirá a las mías es la que ha enmarañado los hilos entre los cuales se enreda su padre de usted... que ojalá tuviese de desconfiado lo que tiene de cándido, después de tanta y tanta prueba como posee de que el mundo está lleno de fieras y de malos bichos.

-En eso no estamos conformes -objetó Luis Pedro-. Las manos que han enredado estos hilos son más blancas y más aristocráticas que las del esbirro, por mucho que se las lave, pula y enjabone. ¡Complot hay aquí y complot inicuo, tal vez tramado a espaldas de la misma Duquesa, cuyo nombre puede servir de añagaza y cebo para sacar a la luz los papeles; pero el complot viene de arriba, de muy alto! A hacer lo que podamos... a prevenir, si cabe, y si no, ¡por lo menos a castigar!

Y el amarillento y fosco semblante del carbonario adquirió de repente una expresión que varias veces había notado en él Amelia, y que le prestaba cierta trágica hermosura.




ArribaAbajo- VII -

Los antecedentes de Luis Pedro


Los que no conocen los parques y jardines de Versalles no tienen idea de cómo puede manifestarse, con elementos campestres, la dignidad nobiliaria, realzada por una nota de elegancia artística.

La impresión no es la de esa dulce melancolía que infunde la tranquilidad del campo, sino la de una altivez majestuosa que pesa sobre el espíritu y que a veces se transforma en solemne aburrimiento, nacido de la misma regularidad y magnificencia de aquel sitio real, donde aún parece que van a desfilar las damas de empolvada cabeza y los caballeros de bordada chupa.

No hay nadie que no experimente cierto respeto al ver en el gran patio erguirse la estatua de bronce del Rey Sol, o al mirar con asombro extenderse la interminable línea del palacio dominando los jardines.

Los domingos permitíase al público que se solazase en el parque, pero durante la semana entera estos permanecían solitarios; únicamente los recorría la brigada de jardineros, limpiando y rastrillando, enarenando, recortando los solemnes mirtos, y unos cuantos guardias, carabina en bandolera, velando por la seguridad de las reales personas, cuando se las ocurría espaciarse por allí, y los días festivos, evitando que el público estropease los jardines. Extrañeza causó a Nazario Pantín, sargento de los guardias de Versalles, el recibir del conservador administrador del real sitio orden perentoria de retirar la fuerza el jueves, en la parte que corresponde a la gran avenida del Tapiz verde, al estanque de Latona, al bosque de la Columnata y al bosque de Apolo, y después otra no menos categórica de recoger durante el día la fuerza a la sala que servía de cuerpo de guardia. Quien manda, manda -pensó para su uniforme Nazario Pantín-. De allí a poco supo que también se había dispuesto dar asueto a los jardineros y que no pareciesen por el castillo. Como el miércoles por la tarde había llegado la señora Duquesa, sobrina de Su Majestad, Nazario se echó a discurrir.

-Quiere pasearse sola, meditar, no ver rostro humano. ¡Es tan aficionada al retiro! Pero quitar la guardia... ¡hum!, no lo considero prudente.

Otros comentarios haría a poder notar circunstancias aún más singulares.

La misma tarde en que se había prohibido a los guardias poner el pie en el parque, cuatro hombres, que vestían el sencillo uniforme de aquel cuerpo y llevaban igualmente terciada la carabina y en la cintura el cuchillo de monte, llegaron por el camino de Ville d’Avray y se acercaron a una de las puertecillas que dan acceso al parque, hacia los Trianones, y por las cuales solía dirigirse, sin pompa cortesana, a su predilecto recreo María Antonieta.

Con recato y sigilo abrieron la puerta, sirviéndose para ello de una llave que traía el que al parecer capitaneaba el grupo, y ya dentro, en voz baja, cual si temiesen despertar a los pájaros en la arboleda, conferenciaron. Era el que mandaba el grupo hombre como de treinta y pico de años, de barba cerrada, color cetrino y abundante cabellera negra; su tipo meridional hubiese recordado, a quien estuviese muy al corriente de todas las peripecias de esta historia, el de aquel contrabandista catalán Alberto Serra, que conocimos en los dominios de Lecazes, de vuelta de Londres, confesándose autor de la introducción de un alijo de cuchillería. De los múltiples disfraces de Volpetti, este es el que suele adoptar cuando se propone representar un hombre de baja clase y ocultar bien sus facciones, semejantes a las del autor del Genio del Cristianismo. Los que le acompañaban también lucían frondosas barbas negras y tenían la tez morena de la gente a quien curten el sol y el aire en oficio como el de guardar los reales parques y perseguir a los cazadores furtivos.

-¡Cuidado! -dijo el jefe-. Atended bien y ejecutad mejor; el asunto es de interés y una torpeza se pagaría cara. Tú, Lestrade, te encargas de guiar e introducir en los jardines al personaje; trae el mismo camino que nosotros, y viene a pie desde más acá de Le Chesnay. Vosotros, Sec y La Grive, estaréis de la parte de afuera, cerca de la puerta; dentro del parque no queda nadie sino yo. Cuando el personaje vuelva a salir, yo iré detrás de él; si os hago una seña alzando el brazo, arrojaos sobre él, amordazadle, maniatadle, cacheadle. Cuanto lleve consigo es para entregar al señor Ministro en persona. Si sucede cualquier cosa, ¡salvad lo primero el botín! ¡Huid con él, a París, al gabinete de Su Excelencia! ¿Me habéis entendido? No importan vuestras vidas, no importa la mía; importa lo que ese sujeto lleva, los papeles en especial. ¡Al que llegue con ellos en presencia del Ministro no le pesará a fe mía!

Hicieron señas de asentimiento, y la pequeña partida se desgranó en la forma indicada. Con tal cuidado apagaban el eco de sus pasos que sólo se oía el vago murmullo del follaje, agitado por una brisa aleteadora, la última de la primavera expirante. Una gran paz difusa envolvió al parque, por cuyos senderos se adelantaba ya, haciendo rechinar la arena bajo su andar lento, la Duquesa en persona, vestida casi de luto, de seda negra bordada de canutillo y pasamanería, y apoyada la mano sobre el corazón para contener sus latidos, que resonaban allá dentro con jadear hondo de fragua.

Al mismo tiempo que la dama se aproximaba al lugar señalado para la cita, el sargento Nazario Pantín, en vista de que no se necesitaban aquel día sus servicios ni los de la guardia que tenía a sus órdenes, había salido del castillo y se dirigía a la morada de cierta comadre suya, Rosa Lecaut, planchadora de fino, hembra de arranque y de larga historia, en cuya casa afirmaba la malicia que no faltaba jamás, para un sargento de buena facha, gustoso palique y sabrosa cena. Nazario procuraba envolver en mil cendales esta flaqueza por altas razones, entre las cuales figuraba el cerrado criterio de la Duquesa, que no entendía de irregularidades en ningún terreno y no consentía escándalos ni aun entre gente tan subalterna.

Vivía la planchadora en una casa de la calle de los Reservoirs, en el segundo piso.

Aquel día, al subir el sargento, no pudo menos de fijarse en una mujer joven que del tercero bajaba, vestida de luto riguroso, que parecían iluminar con reflejos solares sus cabellos de un rubio ceniza, peinados en tirabuzones al estilo de la época. Nazario, picado de curiosidad, se hizo atrás y dejó pasar a aquella niña, murmurando:

-¡Parecido como él! ¡Si es el retrato de la infeliz reina que se ha desprendido del lienzo!

Minutos después, sentado ya ante la mesa donde la planchadora encañonaba detenidamente una camisa de dormir, el sargento se propuso averiguar lo que no le importaba.

-¿Quién es una muchacha rubia, de negro, que acabo de ver salir de casa de tu vecina?

La planchadora, interrumpiendo la delicada operación a que se consagraba, respondió en ese tonillo confidencial, pero dramático, que insinúa grandes cosas:

-No sé... No la conozco... Pero, hijo del alma, ¡sospecho que hay ahí algún lío muy especial! ¡Gato encerrado, o mejor dicho, varios gatos! ¡Tú a mi vecina bien la conoces! ¡Por supuesto!...

-¡Vaya! -respondió el sargento-. ¿No la he de conocer? De toda la vida, y lo mismo a su hermano Luis Pedro Louvel, de quien no se tienen noticias desde que se llevó pateta a su adorado emperador. ¡Porque era el tal Louvel un bonapartista fanático! ¡Y hombre más retraído y más socarrón! ¿Dónde andará aquel mochuelo?

-¿Dónde? -repitió Rosa-. ¿Que dónde anda, dices? ¡Pues aquí, chiquillo, aquí!, desde hace dos días. Y con él, y a casa de su hermana igualmente, ha venido esa señorita rubia a quien acabas de encontrar, y pocas horas después, recatándose mucho, un gentil mozo de ojos negros... Y yo juraría ¡hum!, que a rezar no han venido... Porque el que no tiene que ocultar, ¿verdad?, entra y sale y hace la vida de todo el mundo; pero a esa gente, desde que llegó y se metió ahí como el conejo en la madriguera, no se la ha visto más, aun cuando me parece que de noche salen a dar sus vueltas... Yo, por casualidad, desde una de las ventanas que caen al patio atisbé... y a favor de un descuido he reconocido a Luis Pedro, el cual no se me despinta. ¡Tipo más antipático! También he visto al buen mozo, que, por señas, es un truhán...

-¿A que ha querido engatusarte? -exclamó Nazario con celos muy aparatosos, que le valieron un moquete de su comadre y le distrajeron un momento de las indefinibles sospechas que empezaba a concebir.

La planchadora insistió:

-Tengo buen olfato; juraría que esos conspiran. ¡Ahora no se oye hablar sino de conspiraciones! No es natural que se escondan de día como los murciélagos...

-¡Mujer! -articuló Nazario-. ¡Estás soñando! ¡Pues si ella ahora mismo iba camino de la calle!... Deben de ser fantasías tuyas. ¿Qué tiene de extraño que un hermano viva en casa de su hermana?

-Que un hermano venga a casa de su hermana no tiene nada de particular, pero hay hermanitos especiales y hay modos de venir... -porfió Rosa-. ¿Querrás creer que la hermana, a quien vi ayer en el mercado, me negó a mí misma que estuviese aquí Luis Pedro? Como noté que compraba mucha carne, y manteca, y legumbres para cuatro o cinco personas, le dije: «¡Hola!, ¡huéspedes tenemos!», y la muy descarada respondió: «No, mujer, ¿de dónde saca usted eso? Es que ahora gasto yo mejor apetito».

-¡En efecto! -dijo el sargento pensativo-. ¡Eso es raro!

-¡Y tan raro! Luis Pedro Louvel a mí no me gusta. ¡Es capaz de todo!

-Bien, Rosita, ¿y qué nos importa? -contestó el sargento, que era en el fondo algo pancista-. Del parque de Versalles para fuera yo no toco ni pito ni flauta. Allí dentro no ha de ir a hacer fechorías conspirador alguno; ni el Rey ni los Príncipes están ahora, y la señora Duquesa es una bendita, con quien no se mete nadie... Dejémonos de historias. ¡Hay que hacerse el tonto una hora todos los días! ¡Lo que más me llama la atención de todo esto es la semejanza de esa chica de luto tan guapa con la infeliz Reina!

-Valiente pájara será -indicó, algo escamada, la planchadora.

Mientras sostenían este diálogo, la joven de luto, que había bajado el velo de crespón de su capotita, salvaba algunas calles de las más concurridas y llegaba a una plaza desierta, sombreada por altos olmos. A los dos minutos de esperar en ella apareció por la parte opuesta un elegante caballero, que, sin decir palabra, se colocó al lado de la joven. Caminaron en silencio, aunque trocando miradas, hasta salir del pueblecillo e internarse en las cercanías del parque por un sendero que rodeaba la tapia.

Guiaba el caballero, y de tiempo en tiempo se orientaba consultando un plano dibujado con rasgos de lápiz. Anduvieron bastante tiempo; la joven acabó por apoyarse en el brazo del galán, el cual de pronto se detuvo: acababan de encontrar una brecha en la tapia.

-Tenía razón Luis Pedro -dijo él.

Con un poco de agilidad podía penetrarse en el parque salvando aquella brecha. Él saltó primero, y ya asegurado en lo alto tendió los brazos a la mujer, y ella, gateando por el semiderruido muro, subió hasta donde la esperaban. El galán la cogió por la cintura y un instante la retuvo contra su pecho, balbuceando palabras confusas en un transporte de amor. Volvió luego él a saltar, pero hacia el parque, y la ayudó a descender. Y se hallaron bajo los árboles centenarios, en la soledad sugestiva, que embriaga a los que bien se quieren.

-¡Amelia! -murmuró Renato-. ¡Amelia mía! Creo que nunca te he adorado como hoy. Este es un día decisivo, y cuando sepamos lo que va a ser de tu padre y de nosotros espero que también fijarás el plazo para que unamos nuestra vida.

-Sí, Renato -murmuró Amelia-. En este momento lo deseo tanto como puedes desearlo tú. Pero ¡ay!, ¡no sé qué me pasa! ¡Tengo presentimientos tristísimos! He llegado a creer que mi padre, bajo el influjo de tantas desgracias, padece una especie de vértigo suicida. Su razón, por momentos -¡Renato, cállalo!, ¡no se lo digas a nadie!- se nubla, se confunde. Si en la entrevista de hoy su hermana no le demuestra incondicional cariño, ¡ay de nosotros, ay de él! ¡Y yo estoy convencida de que su hermana no le paga tanta ternura ni nunca se la pagará, y bajo todo esto se ocultan maquinaciones para desposeernos de lo único en que estriban nuestras esperanzas!...

-¡Amelia, también lo temo! ¡Pero ni yo ni nuestros amigos Luis Pedro y Giacinto hemos de dormirnos esta tarde! ¡Y somos tres, tres hombres resueltos, Luis Pedro conoce el terreno a palmos; mira cómo nos ha indicado esta entrada... y tenemos armas y el corazón en su sitio! No temas, se hará lo imposible. Sólo siento que te hayas empeñado en venir. Más valdría que nos hubieses aguardado allá, en casa de la hermana de Luis Pedro.

-Renato -pronunció la niña dulcemente, con entonación de dulzura infinita-, puede que tengas razón, pero ¡deseaba tanto no separarme de ti! No sé darme cuenta de la causa, y es extraña la coincidencia: yo también hoy te quiero de un modo especial; estoy como enloquecida. Si en estos días te manifesté acaso alguna frialdad, no creas que era sincera. Es que me parecía un deber rendir tributo de respeto a la memoria del desventurado... ¡Víctima inocente fue; víctima de lo que jamás pudo él sospechar, porque aquel aldeano era grande y generoso como los paladines; víctima de las bajas intrigas, de las maldades ajenas; víctima de su propia lealtad! ¡Era el pueblo, el pueblo de impulsos sublimes, que se sacrifica! Pero, Renato mío, no por eso dudes... ¡Tú eres la ilusión, tú eres el amor... el amor verdadero!

-Tenía celos, Amelia -respondió el enamorado estrechando con delirio el talle de su prometida-. Celos de un recuerdo, de una admiración, de un agradecimiento tuyo. ¡He ansiado morir también! He soñado ser el muerto por quien llevas negra ropa. Repíteme lo que me has dicho... Y si fuese yo el que se hubiese arrojado al foso, ¿qué harías?

-Morir para la vida, Renato -contestó ella-. Sin ti todo se acabaría. ¿No lo crees?

Él se inclinó y puso los labios en los ojos de Amelia. Un instante permanecieron así, enlazados, fundidos por irresistible impulso.

El sol salpicaba la arena con estrellas luminosas, llovidas de la fronda de los árboles; el manso murmullo del follaje parecía entonar un himno de ventura.




ArribaAbajo- VIII -

La entrevista


Al llegar la Duquesa al lugar señalado para la cita, el más retirado y sombroso del jardín, detúvose y se desplomó en un banco de piedra, como si venir desde el castillo hubiese agotado sus fuerzas todas. Extrajo del retículo cubierto de azabache, que llevaba pendiente de la muñeca, un pañuelo de encaje y empapó el sudor de la frente. Alentaba de un modo congojoso, y el ritmo de su corazón era irregular, hasta causarla dolor.

Hubo un momento en que murmuró sordamente algo, protesta o plegaria. Miró alrededor con inquietud; consultó la saboneta escondida en su cinturón: faltaban diez minutos lo menos para la hora. Suspiró como el que se resigna a cosa que le atormenta.

No se escuchaba ningún ruido, y, sin embargo, en aquella inmensa paz rumorosa de los solemnes jardines, la Duquesa discernía mil leves ecos, roces de ramas, estallidos de troncos, gemidos y sollozos del agua derramándose de los surtidores a los pilones de las fuentes, revueltos de pájaros en la arboleda, crujir de la arena bajo pasos recatados.

Este último pareció destacarse con más insistencia, y la Duquesa se estremeció: alguien se acercaba. Un cuerpo opaco interceptó la luz que penetraba por entre los árboles; un hombre, cuya descubierta cabeza enrojecía el sol poniente, se presentó y quedose parado frente a la dama. María Teresa de Borbón no exhaló un grito: estaba helada, enmedusada, sin respiración, sin voz, a fuerza de emoción poderosa. Después de tantos años veía ante sí, sobre aquel bermejo fondo, que parecía un nimbo de sangre, al Pasado, al terrible y trágico Pasado.

Y todo resurgía: los dolores que ya habían cesado de hacerse sentir, los terrores y los abatimientos de la prisión, las repentinas y frágiles esperanzas, las indignaciones, las incertidumbres por la suerte de los seres queridos, las ardientes invocaciones a la divinidad que puede obrar un milagro, las postraciones en que todo se abandona, los ultrajes sufridos, la hiel bebida, la infinita desesperación ante el abismo abierto. La Duquesa, dilatadas las pupilas, fascinada, ni respiraba. El hombre, después de una pausa larga, con movimiento automático seguía avanzando; la semejanza era tal, que ella creía ver a su padre salido del sepulcro con la cabeza adherida al tronco, pero insegura, próxima a desprenderse de los hombros y a rodar; ¡cruel fascinación que embargaba sus sentidos!... Y de súbito, a tres pasos ya de la Duquesa, el hombre se detuvo otra vez, plantándose en el suelo, cual si esperase algo, una demostración de aquella mujer estatua, el ímpetu de unos brazos que se abren y ofrecen sitio sobre un pecho... Como la Duquesa ni aun pestañease, el hombre, de golpe, dejose caer al suelo, y arrastrándose vino a abrazar las rodillas de la señora.

Al través de la seda de la falda se percibía la humedad del llanto, el calor del rostro, y los brazos, nerviosos, estrechaban las piernas de la dama, y un acento desgarrador repetía:

-¡María Teresa, María Teresa!

-Levántese usted, tome asiento -respondió ella casi sin que se la oyese, indicando un sitio en el mismo banco de piedra que ocupaba.

Hízolo él trabajosamente, tambaleándose, con un gesto de dolor que ella evitó mirar volviendo la cara, y luego se acomodó tímidamente en el lugar que indicaba la mano de la señora. Como reinase un silencio imponente, la Duquesa, esforzándose, lo rompió.

-Ya ve usted que le he complacido accediendo a sus deseos -tartamudeaba-; aquí estoy. ¿Qué quiere usted de mí?

-¡Recordarte que soy tu hermano! -contestó él, ya algo recobrado el aplomo-. Tu hermano infeliz, el que nuestra madre llevó en su seno... ¡El mismo!

-Mi pobre hermano... murió -susurró la Duquesa.

-Vive y te habla. ¡Atrévete a mirarme a la cara y niégalo después! -articuló él con énfasis y vehemencia, pues iba adquiriendo más valor cuanto más acentuaba la Duquesa su actitud de desvío-. ¡Atrévete! No puedes. ¡Llevo aquí -y hería su rostro- la fe de bautismo y la ejecutoria!

-¡Dios mío! -gimió ella.

-Pero, ¿por qué no me reconoces? -gritó Dorff, en quien la indignación se abría camino-. Resistencia tal a confesar la verdad pasa de los límites de la infamia y toca en los de la locura. Yo creí que al admitirme a tu presencia me estrecharías sin vacilar contra tu corazón. Yo creí que lo necesitabas; que tu espíritu te lo mandaba; que sentías la infinita sed que me abrasa; que sin eso no podías vivir, como no puedo vivir yo; ¡creí que necesitábamos llorar juntos a nuestra madre! Si pensabas tratarme de impostor, ¿a qué recibirme? Dejárasme al pie de los muros de tu palacio, en la calle, con los perros y los mendigos. ¡Ah, Teresa, Teresa... me harás blasfemar! Después de tanto como ha resistido mi pobre cuerpo... ¿habrá de condenarse mi alma?

-Usted -articuló la dama con esfuerzo profundo, horrible- me ha hablado de pruebas, de documentos fehacientes...

-Mientras me digas usted -protestó él- ni aun merecerás que te responda. ¡Desdichada! Sí, te he hablado de pruebas... porque las poseo tales que tú y los tuyos, ¿lo oyes bien?, saltaréis de ese trono usurpado en el momento en que yo me resuelva a sacarlas a luz. Y ese momento ha llegado... la copa se ha llenado hasta los bordes y rebosa. Hasta hoy pensé que la valla elevada entre nosotros por los sucesos se derretiría al primer encuentro... ¡Ya veo que es de bronce! Tú me reconocerás, Teresa... cuando me reconozcan todos, cuando Europa proclame lo que no puede negar. ¡Hoy me rechazas! ¡Espera, espera! Y entretanto, ¡adiós, adiós, un adiós eterno!

Sonriendo amargamente, Dorff se incorporó: se disponía a retirarse. La Duquesa, temblando, le llamó por su nombre; parecía su acento algo que venía de muy lejos, de la distancia que tanto tiempo y tales acontecimientos históricos habían puesto entre ambos.

-¡Carlos Luis! -dijo únicamente con entonación lastimosa.

-¡Teresa, Teresa, adorada hermana! ¡Mi bien, mi paloma! -gritó él con delirio.

Y aquello no fue abrazo: fue algo que estrujaba, que deshacía; un momento más y la asfixia. Ella palpitaba. Él se saciaba, apagando a sorbos ansiosos la infinita sed de que se había quejado momentos antes. Reía y lloraba a un tiempo; desatados sus nervios, sentía el impulso de bailar, el involuntario ritmo coreico del supremo gozo.

Y al aflojarse un poco el nudo, sin darse cuenta la señora de las consecuencias de aquella reflexión, calculó con involuntario orgullo femenil:

-Haré de él cuanto me plazca. ¡Me pertenece!

-¿Me conoces ya? -tartamudeaba él, cubriendo de besos sus manos- ¿Ya no me niegas? ¡Si tú supieses el bien que me haces! Sólo por ti creo en mí mismo. ¿Has visto con qué firmeza te dije que era tu hermano? Pues sábelo; yo mismo lo dudaba. Sí, ¿te extraña? Lo dudaba, porque tantos dolores y tantas vicisitudes han debilitado mi cabeza. Tú, que después de salir de la prisión fuiste dichosa; encontraste pan y abrigo; a tu alrededor el respeto, el afecto, una familia, un hogar, mil testimonios de simpatía, y luego el trono; tú, que volviste a tus palacios entre aclamaciones y fiestas, ¡no puedes ni adivinar las angustias que yo padecí! Mira, escritas las tengo para que tú las leas.

Y sacó del pecho el estuche oblongo, de cuero amarillo, presentándolo a la Duquesa.

-Mi propósito era que te lo entregase el Marqués de Brezé, a quien miro como a hijo; pero es mejor aún que lo recibas de mi mano... Y cuando conozcas mi via crucis... no te sorprenderá que a veces la vida me haya parecido un sueño, ficción sin la menor realidad, algo que forjó la calentura de un maniático y que, como los espectros, se disipa con la luz del día... Sólo tú, sólo tú podrás quitarme esta intolerable aprensión, devolverme la fe en mí mismo... Y me has llamado Carlos Luis, el nombre de la niñez, porque los que me llaman Luis no saben que yo fui Carlos Luis de pequeñito, y que Luis era nuestro hermano, aquel primer delfín que murió... ¡Ah, María Teresa! ¡Luz de mi alma! ¡Que Dios te bendiga!

Renovose el abrazo, la efusión vehemente y empezaron a pasar las cuentas del rosario de los recuerdos.

-¿Te acuerdas -preguntaba él- de cuando vivíamos juntos en la prisión y sólo nos separaba un techo y no nos dejaban vernos nunca? Yo, de noche, prestaba oído por si sentía el ruido de tus pasos.

Venciéndose, aunque el llanto empañaba sus ojos también, la Duquesa se encaró con su interlocutor. ¡Era preciso terminar aquella escena... y cumplir su juramento! ¡Si se prolongaba algo más, el valor la faltaría!

-Carlos Luis -repitió-, ¡si es cierto que al desear esta entrevista te ha guiado el cariño a tu hermana... pruébamelo! Yo también tengo algo que pedirte.

-¡Ojalá me pidieses la vida!

-¡Tal vez cosa más difícil! Porque voy a rogarte... ¡escúchame!, que renuncies a lo que has soñado tanto tiempo y en medio de tanto padecer. No te alarmes, atiéndeme... ¡calma! Hemos sido arrastrados por el torrente de una revolución. En sus olas ha rodado envuelto el trono, el altar, cuanto constituía nuestra significación en la Historia. Providenciales designios nos han restituido a nuestra casa y a nuestro puesto; retornaron los grandes días de la monarquía; los templos han vuelto a abrirse; la patria se ha reconciliado con sus reyes y con su Dios. Este no ha permitido que fueses tú el encargado de misión tan alta. Su voluntad la encomendó a nuestro tío, y con él a los príncipes que en la emigración lucharon y mantuvieron el sagrado fuego de la lealtad. Sus designios deben acatarse. Quizás te eligió Dios para inocente víctima; necesitó de tu sacrificio y sigue necesitándolo. ¿Qué pretendes hoy? ¿A qué aspiras? ¿Tratas de dar armas y alientos a los que derramaron la sangre de nuestro padre? ¿Vienes, Carlos Luis, a regocijar al infierno?

Él no contestó. La miraba con ojos de extravío.

-Tu deber, Carlos Luis, es retirarte otra vez a la penumbra, a la paz, a la quietud. Cualesquiera que sean tus derechos, tu deber es sacrificarlos... ¡Te lo aseguro!

-¿Y mis hijos? -gimió el infeliz-. Porque tengo hijos, Teresa... hijos varones, que el cielo os ha negado, no sólo a ti, sino a Fernando también. ¡Vosotros no podéis presentar un heredero! ¡Yo sí! ¡Al confundir mi sangre con la del pueblo, larga prole ha bendecido mi tálamo!

La Duquesa, en medio de su turbación, sintió cólera profunda, como siempre que se aludía a su esterilidad.

-El heredero que tú presentases -dijo duramente- sería el hijo de una mujer de baja extracción, fruto de un matrimonio que no sancionó la Iglesia católica. ¡Esa es tu parentela, esa tu estirpe! ¡Y aún has podido alimentar sueños ambiciosos! Mira al Corso: quiso improvisar dinastía... y lo único que de esa mascarada sobrevive es la hija de un verdadero rey, a la cual arrebató en sus garras; al amparo de ese trono se acogió el hijo del aventurero. Si te creías rey, ¿por qué no venciste tus pasiones? ¿Por qué te enlazaste con una plebeya? ¿Y aún te quejas de tu suerte? En cuanto al corazón, fuiste libre y dichoso. Yo me casé con mi primo porque así convenía. Fernando tuvo que separarse de su preferida Amy Brown, unirse a Carolina y abandonar a los hijos, varón uno de ellos, de ese primer... amor... o como se le llame. ¿Estás tú dispuesto a lo mismo? ¿Verdad que no? ¡Créelo, Carlos Luis! La vida no es como queremos que sea, es como la voluntad divina nos la hace. A ti le plugo apartarte del trono... Resígnate. ¡Resignarse es la ley! No hagas daño al sacrosanto Principio por el cual sucumbió nuestro padre. ¡Desde la tumba él te lo ordena! ¡Si eres su hijo... en tu obediencia lo conoceré!

La Duquesa hablaba con verdadera convicción, y su elocuencia tenía a Dorff subyugado.

-Dios era Dios y se dignó ser hombre y morir como hombre en el suplicio de los malhechores -añadió ella-. Vive y muere tú como hombre del pueblo... ¿Lo harás?

Y él, en un arrebato de abnegación desatada, respondió besándola en las mejillas:

-Lo haré.

Como para confirmar el compromiso, deslizó la mano bajo sus ropas y sacó un cofrecillo cuadrado, pequeño, que presentó a la Duquesa.

-Aquí están -declaró con solemnidad elegíaca, grandiosa- los papeles que demuestran y fundan mis pretensiones. Son de tal naturaleza, especialmente el atestado que firman la criolla, el infeliz Pichegrú, Charette y Hoche, que con ellos en la mano nadie podría negarme un instante el puesto que me corresponde por derecho propio. ¡Ahí está mi fuerza, mi personalidad! Al despojarme de estos testimonios vuelvo a ser para siempre Dorff, el oscuro mecánico, el impostor, el presidiario, el despreciado, el proscrito... ¡Recógelos, María Teresa! ¡Te los ofrezco! ¡Te los entrego! Consumado está el sacrificio. ¿Me puedes pedir más? Y ahora, hermana, amor santo de mi vida, lo único que me queda de mi madre... dime otra vez Carlos Luis... ¡Déjame reposar en tu pecho la frente!

La dama, agitada, conmovida, no acertaba a definir lo que sucedía en su interior.

Aquel hombre le causaba una especie de repulsión y de pronto la atraía.

Ya iba a tender la mano para asir el cofrecillo, cuando, a la luz postrera del sol, roja e intensa, la semejanza del infeliz con su padre se marcó de tal suerte, que no se atrevió a cometer el atentado, a despojar a aquel mísero, a arrebatarle su sola herencia. Con involuntario respeto pronunció:

-No. Carlos Luis, no acepto los papeles. ¡Tuyos son, consérvalos! Prométeme que no harás de ellos mal uso... y basta. ¡No te pido otra cosa! ¡Y esta te la pido... porque es necesario pedírtela! ¡Porque la fatalidad lo exige así! Acepta tu suerte; aceptemos cada cual nuestra cruz, Carlos Luis. ¡Paciencia! Lo sucedido es irreparable. ¡Quién sabe si yo habré sufrido y sufriré todavía más que tú! ¡Adiós, adiós!... ¡No olvides tu juramento... hermano mío!

-¡No lo olvidaré, hermana! ¡Gracias! ¡He conseguido lo único a que aspiraba! ¡Cuento este día como dichoso! Pasaré a Holanda... ¡te lo prometo! Espero que mis hijos no tendrán nunca que temer la miseria; espero que no se atentará más contra mi vida. Espero que tú velarás por toso esto... Y ahora..., ¡permite que un instante!...

Y el proscrito reclinó la frente en el hombro de la Duquesa. El duro canutillo del bordado del negro corpiño laceró su rostro, pero no lo sentía. ¡Lloraba!




ArribaAbajo- IX -

Giacinto


Cuando Dorff abandonó la glorieta en que se había verificado la entrevista, y donde quedaba la Duquesa siguiéndole con los ojos, un hombre, oculto en la espesura más próxima, se le adelantó cautelosamente y llegó a la puertecilla antes que él, conferenciando allí un instante en coz baja con el esbirro La Grive.

-Trae un cofrecillo -murmuró- y a toda costa hay que apoderarse de él. Repito mis instrucciones; ese cofrecillo es lo que nos importa. ¿Dónde están Sec y Lestrade?

-A dos pasos. ¿Les llamo?

-No, evitad el ruido... Y a propósito: no se ha de hacer nada con las carabinas. Y si no se resiste, no le hagáis daño. Deslízate, búscales reconcentraos aquí. ¡Ya se acerca!

-Entendido -dijo La Grive.

Los dos esbirros, disfrazados de guardias, se separaron. Volpetti esperó detrás de la puertecilla, para cerrarla cuando asomase Dorff. No tardó este en aparecer, caminando absorto en las impresiones lacerantes y dulces de su diálogo con la Duquesa. Salvó la puertecilla, y ni siquiera miró al guardia que se la franqueaba solícito. Aunque le mirase no le reconocería con tal disfraz, bajo las barbas y el moreno color de Alberto Serra. Alrededor del hombre, que ni pensaba, a pesar de su triste experiencia, en las traiciones, las celadas y las maldades, iban a confluir en aquel momento los enemigos y los protectores; Volpetti estaba allí, pero no andaban lejos Brezé y los caballeros de la Libertad...

El movimiento del grupo de polizontes disfrazados de guardias del parque se verificaba de manera que envolviesen a Dorff y los defensores -que ya habían advertido la maniobra de sus enemigos, teniendo sobre ellos la ventaja incalculable de no ser sospechosa su presencia- resolviéronse a atacarles por la espalda.

La pequeña fuerza que componían Brezé y los dos carbonarios se ocultaba detrás de una espesa cortina de árboles, en un altozano, desde el cual se dominaba el sendero.

En un pormenor habían coincidido con los esbirros: también ellos estaban resueltos a no emplear armas de fuego sino en caso de extrema, de última necesidad. Comprendían el peligro de atraer gente: ni unos ni otros querían ser sorprendidos en su faena. Aunque el lugar era del todo solitario y adecuado a lo que se preparaba, ¡quién sabe lo que puede ocurrir! Pasos más recatados nunca hollaron aquel césped... Parecía que llevaban los zapatos suelas de fieltro.

Iba el mecánico, al salvar la puerta, tan abismado, que, como hemos dicho, ni observó quién se la franqueaba. Parecíale un sueño cuanto acababa de sucederle. La voz de su hermana le zumbaba en los oídos; sus rápidas y como forzadas caricias las volvía a saborear con ardiente gozo. La duda rara, la incertidumbre acerca de su propio ser, padecida tan a menudo, ya no le mortificaba: ya se reconocía, tranquilo y firme. Desposeído... ¡bien! Impostor o maniático... ¡nunca! Y avanzaba con ese andar de autómata que revela las preocupaciones intensísimas, con la vista fija en el suelo y con una especie de oscilación de la cabeza propia de la edad avanzada, pero en aquel caso debido a un pueril transporte de felicidad. Salió, cruzo la puerta del parque y adelantó por el sendero, sin darse cuenta de lo que hacía, pues ni aun sospechaba el camino que iba a emprender. Acordose de Amelia; le era penoso tener que confesar a la niña el compromiso adquirido, la renuncia a todos sus derechos. Y cuando llegó cerca de un bosquecillo que a aquella hora, puesto el sol, formaba un rincón de sombra densa, de improviso dos manos prontas y expertas le echaron por detrás un pañuelo que le tapó la boca, mientras otras dos le sujetaban los brazos y se los fijaban a lo largo del cuerpo con fuerza incontrastable. Dorff no pudo ni gritar ni resistirse. Segura la presa, Volpetti, en un abrir y cerrar de ojos, registró al mecánico, tropezó con el cofrecillo y se apoderó de él con risa de triunfo. Al tenerlo ya en su poder, el esbirro hizo una señal: ningún objeto tenía el violentar a Dorff. Por exceso de precaución creyó que tan sólo convenía reducirle algún tiempo a no gritar ni moverse, y una seña de Volpetti bastó para que le atasen bien las manos y le aplicasen a la boca, en vez del pañuelo, una mordaza.

Todo esto se había realizado con suma celeridad, sin lucha, sin brega. Por pronto que quisieron acudir los defensores de Dorff, estaba este reducido a la inmovilidad y reclinado en el vallado que servía de lindero a la floresta, cuando el grupo de Brezé y los carbonarios cayó sobre los esbirros.

Tres nada más eran, pero valían por un ejército, según su denuedo y la furia que les poseía. La indignación ante tan cobarde emboscada centuplicaba sus bríos.

Giacinto y el marqués de Brezé, que eran los fuertes, los musculosos, esgrimían bastones de emplomado puño, y favorecidos por la sorpresa de los esbirros, de los dos primeros molinetes aturdieron a uno, Lestrade, y derrengaron al otro, La Grive. Desembarazados así momentáneamente de la mitad de sus enemigos, Renato pudo ocuparse de Sec, que había desenvainado su cuchillo de monte, y Giacinto, atraído por el odio, como a otros les atrae el amor, se dirigió contra Volpetti, que ya le hacía cara.

El esbirro conservaba aún el cofrecillo en la mano: no quería soltarlo por nada del mundo, y le estorbaba para manejar el cuchillo de monte, arma terrible, pero que exige desembarazo y agilidad. Pudo, pues, el siciliano, que no tenía tiempo de emplear sino el bastón emplomado, pues el cuchillo lo llevaba envainado en la cintura, asestarle un golpe que alcanzó al esbirro en la clavícula, con vigor violento. La fuerza del dolor le obligó a suspender toda acción agresiva: sus ojos se nublaron; ante ellos danzaron círculos rojos y lucecitas chispeantes. Soltó el cofrecillo, que rodó a tierra, pero conservó empuñado el cuchillo de monte. Y recobrando instantáneamente el sentido, aprovechándose de que Giacinto acababa de bajarse para recoger el precioso cofre, el esbirro le descargó tal cuchillada que, a no haberse el siciliano, instintivamente, desviado el golpe, le rebana el cuello por detrás, con tajo de muerte. El movimiento de Giacinto tuvo la instantaneidad fulmínea de los que realizan las fieras para defenderse en mortal combate. Fue una especie de salto de tigre. El aborrecimiento, la rabia, duplicaban en aquel momento el arrojo natural del siciliano, las energías de su cuerpo joven, bien formado y robusto. Por ley psicológica, la memoria del daño que Volpetti había causado a su familia reemplazó a la idea de lo que importaba a la causa de Dorff. Para ser útil a este convenía apoderarse del cofrecillo y poner inmediatamente pies en polvorosa, desaparecer sin mirar atrás, salvar lo primero los papeles inestimables, capaces de cambiar el curso de la Historia. Pero Giacinto era hombre, tenía carne y sangre, y aquel esbirro, con quien se encontraba empeñado en personal lucha, había sido causa de que su hermano se balancease en la horca.

Giacinto no acertó a sobreponerse a las vengativas tradiciones de su raza, al inveterado y cruento rencor, que es en Sicilia obligación de honrados. Rechinando los blancos dientes y echando lumbres por los negrísimos ojos se incorporó como si le tendiese un resorte, y después del brinco salvaje con que evitó el corte de la hoja de su adversario de otro arrechucho y de un violento empuje, aprovechándose de que Volpetti estaba aún bajo la impresión dolorosa del golpe recibido en la clavícula, derribó al esbirro y le arrancó de la mano el arma, de la cara las barbas postizas. Volpetti era diestro y no carecía de frío valor, pero era más bien la inteligencia que combina que la fuerza que ejecuta. Giacinto le vencía en este terreno, y acrecentaba sus arrestos el sentimiento profundísimo por tantos años almacenado dentro de su corazón: el ansia de venganza siempre despierta, inextinguible. Un vértigo homicida se apoderó de él. Volpetti estaba en el suelo, tratando de incorporarse sobre una rodilla. Giacinto, con la mano izquierda, le inclinó lentamente la cabeza; con la rodilla pesó sobre el tronco, y despacio, entre accesos de gozo feroz, riendo, empezó a seccionar la garganta del esbirro, dándole el fin que él trataba de dar a los demás y repitiendo, con retahílas de atroces juramentos, en los cuales danzaba la Madona:

-¡Compadre! ¡Compadre de Satanás!...

Medio degollado, revolcándose en las convulsiones de la agonía, se extendió en la hierba el esbirro. La sangre, caliente y roja, que brotaba a caños de la atroz herida, chorreaba entre las manos del siciliano, que la sentía con fruición empapar mis dedos, y que, inclinándose sobre el moribundo, cuyos vidriados ojos ya nada volverían a ver en la tierra, repetía rugiendo, con espasmos de ventura:

-¡Compadre del diablo! ¡Herético! ¡Al fin! ¡Al fin!

Mientras Giacinto se despachaba a su gusto, de los dos esbirros que en el primer instante quedaron fuera de combate, el uno, el derrengado La Grive, habíase recobrado y luchaba a brazo partido con Luis Pedro. No era este ningún atleta ni ningún jayán, y el esbirro llevaba la mejor parte, en términos que pudo desembarazarse del caballero de la Libertad, dejándole aturdido a puñetazos, sin dar a pie ni a pierna, y correr hacia donde Giacinto acababa con Volpetti. De una ojeada, La Grive, que era listo de más, apreció la situación. Volpetti yacía sin vida, y a su lado, a la orilla de un charco de sangre, brillaba el cofrecillo. Recordaba La Grive el encargo apremiante y reiterado de Volpetti: ¡El cofrecillo lo primero! Y aprovechando la distracción de Giacinto, que recreaba sus ojos en el espectáculo del agonizar de su enemigo, La Grive tendió la mano, asió el cofrecillo y emprendió loca, desatada carrera, perdiéndose entre los árboles. Le espoleaba, no sólo el deber profesional, sino la ilusión de las albricias que le daría el ministro de policía, Su Excelencia el señor Lecazes. Y con aquel polizonte que huía como alma que lleva el diablo desapareció el último rastro del misterio encarnado en el proscrito Dorff.

Era la derrota definitiva; era el desenlace fatal del largo drama iniciado en una cárcel, desarrollado en Londres, Dower y el castillo de Picmort, y en cuya postrer escena un velo negro, impenetrable, envolvía, como envuelve la sombra toda una cara de la luna, un aspecto de la Historia.

Nadie pudo oponerse a la acción de La Grive. Luis Pedro, anonadado por la paliza, yacía en tierra; Giacinto, fascinado aún, contemplaba el cadáver de Volpetti, y en cuanto a Renato de Brezé, acababa de desembarazarse del otro esbirro, el huesudo y brutal Sec -aquel mismo a quien en Londres cubría un capotón azul-, y, movido por el respeto, dedicábase a cortar las ligaduras de Dorff. Sec no estaba, sin embargo, inutilizado aún, Renato habíale quitado el cuchillo de monte y enviádole a rodar de varios bastonazos firmes; pero el esbirro, fingiéndose desvanecido, acechaba; sus párpados entornados no cubrían sus ojos. Vio muy bien la derrota de sus compañeros: Volpetti degollado, Lestrade medio muerto, La Grive que huía, y resolvió huir también, pero no sin desquite. Deslizándose hacia el bosque con sutileza de reptil se situó a distancia, seguro tras los árboles, y desde allí, fríamente -a pesar del encargo del jefe, que ya no podía repetirlo-, echose a la cara la carabina, apuntó con calma, disparó... y el marqués de Brezé, dando una voltereta, se desplomó a tierra... La bala le había atravesado el corazón.

Sin sospechar lo que ocurría en el sendero que rodeaba el parque, la Duquesa, todavía inmóvil en el banco de piedra, no se resolvía a recogerse al castillo. Mil veces estuvo a punto de correr a la puertecilla, de llamar, de gritar: «¡Carlos Luis! ¡Hermano! ¡Hermano!». Insondable remordimiento envolvía su alma. El sol ya no enrojecía el horizonte. Un soplo helado, nocturno, agitaba las hojas... De pronto se oyó un ruido seco, que parecía detonación. La señora tembló, pero permaneció allí, agitada por contradictorios sentimientos. El ramaje crujía la arena rechinaba, percibíanse pasos... ¡La aparición!... Era una joven vestida de negro, sueltos y desordenados los rizos, de un rubio ceniza. Sus manos, que alzaba amenazando, estaban ensangrentadas, soltaban gotas rojas. En sus pupilas resplandecía un fulgor extraño, de demencia. A la Duquesa la paralizó el terror. Aquella mujer era el retrato de su madre... Y avanzaba muda, fatídica, señalando con el índice, hasta que llegó a tocar en la frente a la dama, imprimiendo allí, con el goteo de la sangre, una señal. Los ojos de la niña eran luego, el fuego tétrico del infierno; su boca, lívida, apretada, expresaba el desprecio que maldice. Y la Duquesa rodó del banco, se retorció en la arena agitando de un modo que aterraba:

-¡Madre! ¡Madre mía! ¡Perdón!








ArribaAbajoEpílogo

Luis Pedro



ArribaAbajo- I -

El destino de Giacinto


-¡Atracad! -mandó el capitán Soliviac con voz sonora; y obedecido por los remeros, saltó con presteza al muelle del puertecillo. Firmemente estribado el pie en las losas, resbaladizas por la capa de algas minúsculas que verdeaba en ellas, el marino tendió ambas manos a Luis Pedro y Giacinto; luego se descubrió respetuosamente ante Amelia y Dorff, y acarició al niño, a quien su madre adoptiva llevaba de la mano.

Si el saludo no lo impusiese la cortesía, pudiera dictarlo la piedad. El mecánico y su hija la inspiraban, y muy profunda. Amelia, siempre de luto, pero luto severo, fúnebre, de esos que trasudan dolor, no era ya más que la sombra de sí misma. Demacrada, consumida, azulada a fuerza de palidez, con los ojos hundidos y a veces extraviados, rodeados de un halo cárdeno, se parecía aún a los retratos de la Reina infeliz, pero no a los del erizón, el gracioso fichú y la coronita de menudas rosas, sino a los del período de encierro, ultrajes y antesala de la muerte. Y, como la Reina, también Amelia conservaba o más bien había acentuado la altivez y dignidad de la actitud, el porte enhiesto de la cabeza; y cuando presentó la mano al capitán, que la besó, en ninguna corte se pudiera ver movimiento más regio.

Dorff, en cambio, abrió los brazos, y el capitán sintió en sus mejillas la humedad de las lágrimas del proscrito.

-¿Embarcamos? -preguntó este afanosamente, como si experimentase ansia insaciable de ausencias y lejanías.

-Ahora mismo, si gusta monseñor.

-No me llame usted monseñor... ¡Se acabó, capitán! He vuelto a ser y seré toda la vida el trabajador, el mecánico, el químico. No tentaré más a la Providencia. ¡Qué favor tan grande va usted a hacer a este ejemplo de los rigores de la suerte! ¡Llevarme a una tierra de libertad y de paz! En Holanda, donde ya me aguardan mi santa mujer y mis pobres hijos, espero encontrar el olvido de insensatos sueños, que costaron tantas desdichas. Por no aceptar la voluntad divina he sido castigado en lo que más amo, ¡en esta criatura! -añadió señalando a Amelia-. Viuda dos veces, sin haber sido esposa, su existencia se ha tronchado; jamás volverá la alegría a su corazón... ¡Qué severos son los fallos de arriba! «Tus amigos perecerán»... ¡No mentía aquella voz agorera y maldita que me lo anunció entre las sombras de un calabozo!

Amelia, que no lloraba, echó un brazo al cuello de su padre, como para dar por bien empleado todo sufrimiento que de él viniese.

-Desmentid vosotros el augurio, amigos del alma -añadió volviéndose a los carbonarios-. Puesto que ya no me acosan y nuestros perseguidores se dan por satisfechos con haberme arrebatado las pruebas de mi ser; puesto que se hacen los muertos y prefieren echar tierra sobre el horrible desenlace de mi entrevista con... ¡con la mujer... a quien he absuelto!... ¡y así la absuelva desde el cielo mi madre!... aprovechad esta situación y volved a la vida normal; no conspiréis, no luchéis, y sobre todo... no imaginéis vengaros. En este momento, una luz más clara que la de ese amanecer de un espléndido día, que dora las olas, ilumina mi conciencia y mi razón. No hay que resistir al mal; no hay que devolver daño por daño. A quien deshace vallado, le morderá culebra, dice la eterna sabiduría. Perdonad para que os perdonen.

Luis Pedro, al cual estas palabras parecían dirigirse más especialmente, volvió a otro lado la cara, a fin de que Dorff no viese la expresión singular de sus pupilas, en que había relumbrado un destello de voluntad agudo y cortante como la hoja de un arma.

-¡Adiós, adiós! -insistió el proscrito-. Soy un humilde como vosotros, un proletario como vosotros; ya no tengo más título que mi condición de hombre. Voy a ganarme el pan con mi sudor y a morir oscuramente. Abrazadme otra vez.

Los dos carbonarios se precipitaron a un tiempo: Giacinto, que era un emotivo, sollozando; Luis Pedro, trepidando por dentro, por fuera grave y sin alardes de pena. Desde la tragedia de Versalles apenas sí se le había oído el metal de voz. Dorff les estrechó con fuerza, con particular ternura, murmurando:

-¡Gracias por todo! ¡Gracias, gracias! ¡Que la paz descienda sobre vosotros! ¡Olvidad, retiraos, callad, no cobréis deudas! Y tú, Giacinto... ¡haz penitencia, porque llevas las manos manchadas de sangre!

Involuntariamente, el siciliano las miró; pero, al punto en que realizaba este movimiento, sintió que alguien se las cogía, se las apretaba con nerviosa violencia, y escuchó la voz de Amelia a su oído, baja, pero estridente e incisiva:

-Giacinto, ¡no tengas remordimientos! ¡Hiciste bien!... ¡Fue justicia! ¡Oye, Giacinto!... la que preparó la emboscada también saldrá de Francia al destierro. ¡Si no, no habría Dios!

Momentos después, la chalupa del Poliphéme se alejaba blandamente del embarcadero. Al timón iba Soliviac; dos marineros remaban; el niño enviaba besos con los dedos, y Amelia, agitando su pañuelo, derecha, majestuosa, como una soberana destronada que, mal de su grado, recurre a la fuga, se despedía aún de los caballeros de la Libertad para siempre.

Giacinto y Luis Pedro permanecieron como magnetizados en aquel muelle de puertecillo de la costa normanda, que empezaba a poblarse de gentuza, de sardineras, marineros, pilluelos de playa, vendedores y compradores de lenguado fresco para enviar a París. Sus ojos estaban fijos en la chalupa, y no se apartaron de ella hasta que atracó al costado del buque, fondeado a regular distancia. No se distinguían sino confusamente sobre cubierta el bulto negro de Amelia y la grave figura de su padre. El Poliphéme levó el ancla, desplegó su velamen y, poco después, ligero, gallardo, empezó a cortar las olas, matizadas aún del rosicler auroral.

El sol subía ya por el cielo, derramando una claridad que raras veces ostenta en aquella región; el agua era una placa de esmalte azul turquesa, que a lo lejos irisaba tonos nacarados; la escama de sardina pegada a las losas del puerto relucía como pétalos de alguna flor de plata, y los alegres gritos de la gente pescadora, que esperaba la llegada de las primeras lanchas cargadas de pesca o llevaba al almacén de salazón, en cestas, la de la víspera, componían un cuadro tan gozoso que Giacinto, a pesar de todos los recuerdos que debieran atribularle y de la tristísima escena en que acababa de intervenir, sintió aquellos efluvios de vida y su corazón se dilató. Miró a su compañero; la cara de este expresaba tan tétricas ideas, era de tal modo la cara de un precito, que el siciliano percibió un frío sutil y volvió a la realidad.

-¡Allá van, Luis Pedro! -murmuró por decir algo-. ¡Allá va un personaje de quien no hablarán las historias! Nunca volveremos a verles. ¡Esta página queda borrada!

-¡Sí por cierto! -contestó el taciturno carbonario-. Pero tú, Giacinto, debiste acompañarles a Holanda, establecerte allí y no pensar más en esta tierra. ¡Consejo de amigo! Porque tengas en Versalles una querida muy bella, que le soplaste a un guarda -la que vive en nuestra casa, ya comprendes que estoy bien informado-, no es razón para arriesgar el pescuezo. No te fíes de la tregua que nos dan. Había interés en que ellos se alejasen, sin revolver más el cotarro, y la policía finge habernos olvidado, dormir a pierna suelta... Es la consigna. Pero ahora se despertará... y el que le ajustó las cuentas a Volpetti y le envió a casa de su compadre Lucifer no se engreirá mucho tiempo de su hazaña... ¡Eres un chiquillo! ¡A ti te se lleva donde se quiera amarrándote con la cinta de unas enaguas!...

-¡Bah! -contestó riendo el siciliano-. Si no fuesen las enaguas, ¿qué sabor tendría la vida? Y la planchadorcita de ahora me tiene loco; ¡el sargento rabia!... ¿Creerás que aquí también, en estas pocas horas, he descubierto una hembra principal? Vive frente a mi posada: la hija de un calderero. O poco he de poder o esta noche...

-¿De modo que te quedas? ¡Mal hecho, Giacinto! Pero allá tú. ¡Cualquiera te convence! Yo me voy; yo soy, desde ahora, un elemento aislado: trabajo por mi cuenta. Y aunque me busquen, no me encontrarán; y aunque me encuentren, no me cogerán; y aunque me cojan, me soltarán. ¡Te lo afirmo!

Su voz tenía un sonido metálico, parecía que cortaba.

-¿Por qué crees eso, amigo? -preguntó Giacinto, que se sintió impresionado, dada su naturaleza supersticiosa.

-Porque a nadie le inutilizan mientras no hace lo que debe hacer -contestó secretamente el caballero de la Libertad-. ¿Han inutilizado al Otro mientras tuvo que sojuzgar a Europa? Las coaliciones eran entonces inútiles. Hoy le sujeta a Santa Elena el negro, árido y montuoso peñón, donde le torturan, no la fuerza de sus enemigos, sino el hado; porque ya cambió su destino, ya arraigó la grandeza de la revolución por medio de la gloria militar. Ya sólo podía afianzar el despotismo... y eso no lo permitieron allá.

-Nosotros no somos el Otro -respondió Giacinto.

-El Otro es un hombre. Todo hombre puede ser llamado a cambiar el curso de los acontecimientos... si cuenta consigo mismo y no más.

-¡Bah! -respondió el siciliano-. Nosotros, pobres diablos, fuimos comparsas en el gran drama. Ya hemos desempeñado nuestro secundario papel. ¿Pero qué me importa que fuese o no secundario? He enviado a casa de su compadre al que causó la muerte de mi hermano... y lo demás, pamplina. ¡Qué bien corría la sangre! ¡Qué calor daba en las manos!

Y al cruento recuerdo, las alas de la nariz de Giacinto se dilataron; chasqueó la lengua, y salvaje fruición se reflejó en su cara guapa, de un moreno mate, y en sus ojos negrísimos, aterciopelados. La agonía de su enemigo se le presentaba de relieve; percibía el estertor, las convulsiones, el entrar del cuchillo en lo blando de la carne.

-Sí -murmuró como proféticamente Luis Pedro-. Tú ya hiciste lo que tenías que hacer; el fin de tu vida está realizado. Teme ahora, Giacinto, ya eres una concha vacía... ¡Mira cómo el infame esbirro, al punto mismo en que ejecutó el acto culminante de su existencia -apoderarse de los papeles y que se los llevasen a ese funesto Lecazes, que sin duda en pago de tan eminente servicio ejerce el poder y es más que nunca el favorito del Rey inválido, ¡del que hizo armas contra su país!-, mira, te lo repito, y fíjate en ello, cómo en ese mismo instante tú le suprimiste! Por eso yo andaré seguro. Mi historia está todavía en blanco, nada hay escrito en ella.

-Y nada escribirás -respondió el siciliano-. ¡Dos infelices como nosotros! ¡Y ahora que ya ni protegemos ni acompañamos al personaje!

-Soy un hombre -volvió a manifestar enérgicamente Luis Pedro-. ¡Un hombre! ¿Sabes tú lo que un hombre solo puede y vale? Giacinto, el nacimiento de un ser humano es un suceso de incalculable transcendencia. ¡Acuérdate del que nació en Judea! ¡Piensa lo que sería el nacimiento de un varón en la casa real de Francia! ¡Esa vieja dinastía caduca, y que nos han vuelto a imponer porque la trajo un cosaco a la grupa de su caballo, reverdecería de golpe; habría el heredero, la esperanza! ¡Todo por nacer un hombre!

Acercábanse ya a su posada los dos carbonarios. Subieron a su angosta habitación. Luis Pedro tomó el hatillo y dio a Giacinto un beso en la mejilla, según la costumbre francesa.

-¿No quieres que almorcemos juntos?

-A la hora del almuerzo he de estar lejos de aquí... Tú deberías hacer otro tanto.

-¿Y la hija del calderero? ¿Qué pensaría de su galán? Cinco veces se ha asomado a la ventana a verme; me hizo señas, me tiró una flor de su maceta... Me quedo hasta mañana...

Nada objetó Luis Pedro, fatalista. Cargó su ligero equipaje y bajó la carcomida escalera. La cuenta estaba pagada por Dorff: podía marcharse sin ver al hospedero. Volvió un instante el rostro; destellaron sus ojos. Después, su raquítica figura se perdió en las calles del puertecillo y en dirección al campo.

Hora y media más tarde, cuando Giacinto se instalaba ante una fritura de peces, chirriante y olorosa, y la sirviente le presentaba, espumoso y fresco, el pichel de sidra, oyéronse pasos en la escalera, el ruido característico de las culatas; alrededor de la posada se había formado un grupo de gente llena de curiosidad. Y el cabo que mandaba el pequeño destacamento dijo, echando mano al cuello de la chaqueta de Giacinto:

-Date preso. ¡Atarle las manos!...




ArribaAbajo- II -

Un nieto de Enrique IV


Hay en toda existencia humana un momento decisivo: aquel en que las más hondas aspiraciones se realizan, en que la realidad se adapta al patrón del ideal soñado. La evolución de los sucesos y el tejer y destejer de la subterránea política de aquel período de eternas conspiraciones habían elevado al pináculo al barón Lecazes. La policía estaba en el apogeo: en sus manos hallábanse reunidos los hilos de la tela cuyo reverso eran el espionaje, la provocación, la delación, el suplicio, y cuyo anverso lo formaban las brillantes ceremonias de la Corte, las borrascosas discusiones de las Cámaras y las luchas camarillescas en palacio, donde el partido de transacción y el de reacción luchaban sordamente. Y, dominando desde su gabinete estas tormentas, el polizonte genial acababa por erigirse en árbitro de los destinos de la nación. Su ambición madrugadora -Lecazes no era todavía viejo- podía darse por satisfecha. Él era el verdadero amo; él guiaba a su arbitrio, por disimulados medios, al Rey, a la familia real, a los hombres políticos atentos a complacerla y a extremar la lealtad monárquica.

Sin embargo, cuando volvemos a encontrar al Ministro, en febrero, en pleno invierno, en aquel mismo despacho donde había recibido a la duquesa de Roussillón, una niebla triste envolvía su semblante, marcando en él esa huella y señalando esa garra de león que caracteriza el rostro de los ambiciosos cuando están a solas nadie puede observarles: el típico ceño de Napoleón, severo y meditabundo. Lo que así preocupaba a Lecazes era, sin duda, una carta que acababa de destacarse de entre el montón de su formidable correo diario, y que le parecía escrita con trazos ígneos. Innumerables escritos, avisos y hasta burlas recibía el Ministro; su vida transcurría envuelta en humareda de papel, y era el papel su mayor enemigo. «A un hombre se le quita de en medio más fácilmente que a un papel», solía repetirse a sí propio. Salvo los que él conservaba para escudarse en caso de necesidad, rompía los insignificantes y, como sabemos, quemaba en persona los graves, con fruición infinita. Aquel le estaba mordiendo, al través de los dedos, el alma.

Era un anónimo, y sólo contenía estas palabras breves y fatídicas:

«Despojaron a Dorff. Mataron a Brezé. Fusilaron a Giacinto. Serán vengados. Cuidad del tronco; las ramas se desprecian».

No solía alarmarse por menudencias de tal índole el Superintendente; conocía el lenguaje de los Carbonarios de última fila y de los charlantes hojalateros que en todo tiempo han florecido, y rompía, con ligera sonrisa maquiavélica los inocentes escritos. Este, no obstante, dábale en qué pensar. No era el único; otros varios le habían precedido periódicamente, sin que se pudiese sospechar el autor de aquellas cartas siempre lacónicas, al parecer sin objeto, hasta contrarias al objeto que podía llevarse quien las escribiese, pues ponían en guardia a los que le convenía hallar descuidados.

-Nada se trama, sin embargo, en las Ventas que yo ignore -discurría Lecazes-. Estoy al corriente de cuanto maquinan. ¡No se piensa allí, ciertamente, en vengar a Brezé ni a Dorff... ni siquiera a ese oscuro carbonario italiano... a quien ha sido preciso fusilar!... ¡Como no pensé yo, cuando tal hice, en vengar a Volpetti... y eso que le echo de menos! No encuentro, para determinados asuntos, quien le sustituya: era mis manos y mis pies... Pero ¡bah!, en política nos dejamos de venganzas y vamos a nuestro fin... ellos a derribar el trono restaurado, a sostenerlo yo... Por sostenerlo hice lo que hice, y si no recobramos el legajo maldito de papelones que destruí... ¡ay de la dinastía! Fue un servicio, y hay que conformarse a que nos costase el resuello de Volpetti.

Releyó Lecazes el anónimo y se fijó en una frase.

-¡Cuidad del tronco! -murmuró-. ¿Quién es el tronco? Yo, por mucho que me engría, no puedo considerarme tronco en este caso... ¿Sera el Rey? Pobre tronco podrido, que presto cortará el hacha de la gran leñadora. ¿Será su hermano?... ¡Tronco hueco! ¡Retrógrado incorregible! Ese es el mejor auxiliar de los Carbonarios, y no sé lo que va a suceder aquí cuando la gota acabe con el Rey, el cual es lo mejor de la casa... ¿Será el Duque?... ¡Tronco estéril! No, si lo adivina cualquiera. El tronco es Fernando, el llamado a continuar la raza. Vamos a ver, Lecazes, suponte conspirador: ¿a quién herirías? ¡A Fernando! ¡Al simpático, al bien amado, al que engendra sucesores! Puede ser este anónimo el desahogo de un loco inofensivo, pero ¿y si fuese un rasgo de esa nobleza romántica que les entra a los criminales políticos y les mueve a dar avisos y a delatarse? Prevengamos al Príncipe y vigilemos su persona. Él es el mismo descuido, el heroísmo temerario y alegre, como el de su abuelo Enrique IV, a quien le dicen que se parece para halagarle... Además, su mujer y él son tan aficionados a divertirse, a ir a todas partes sin precaución alguna. En una de esas humoradas... ¡Ah!, los reyes no pueden vivir como los demás hombres. ¡Son unos esclavos! No sabe Dorff el gran favor que le hice a él y a toda su familia alejándole del trono... incluso a la ambiciosilla que ahora, no pudiendo urdir marañas, aprenderá a fabricar encaje flamenco.

Estas reflexiones dormitaban en el cerebro del Ministro cuando aquella misma tarde fue introducido en el gabinete del Rey, a quien su penosa enfermedad parecía dejar entonces algún respiro, que se revelaba en cierta actividad, continuos paseos en coche y no pocas agudezas fluyendo incesantemente de sus labios. Sin embargo, las inusitadas dimensiones del tapete de terciopelo de la mesa, bajo el cual se ocultaban las hinchadas piernas del soberano, revelaban los progresos del mal.

Al ver entrar a Lecazes, el valetudinario sonrió picarescamente, como quien va a poner en un brete a alguien muy avisado, y le presentó una carta, idéntica en el tipo de letra a la que tanto preocupaba a Lecazes.

-¿Qué es esto, señor Barón? -interrogó con vehemencia el Rey-. Aquí se me pide una audiencia; se me dice que existe una persona que puede hacerme importantes revelaciones acerca de asuntos de mi familia, y que, si no la recibo, se seguirá perjuicio a mí y a los que más quiero. ¡Hay, por lo visto, quien anda mejor enterado de mis propios negocios que yo! Ahí tiene usted un caso humillante.

Iba Lecazes a responder cuando entró en la cámara regia, sin anunciarse, con fueros de confianza, un hombre en la fuerza de la edad, animado, impetuoso. Era el hijo segundo del heredero del trono, el príncipe Fernando, muy preferido del Rey, única esperanza de perpetuidad directa de la raza, como dice felizmente un historiógrafo. No se le podía llamar buen mozo, pero su presencia prevenía favorablemente: tenía esa sencillez franca y esa gracia comunicativa que algunos individuos de la familia de Borbón han poseído y poseen en altísimo grado, y que les capta las simpatías de cuantos les ven de cerca, creando para ellos, aun en los momentos en que menos aura popular gozó su familia, atmósfera de popularidad. Cuando el príncipe Fernando apareció, y la luz de la amplia vidriera que caía a los jardines le iluminó enteramente, pudo verse que era de corta estatura, anchos hombros e irregulares facciones; pero el atractivo de su expresión, la irradiación peculiar de su mirada, la vida que de él emanaba, por decirlo así, eran como una oleada de envolvente júbilo. Sentimientos generosos y cordiales, fácilmente elevables al heroísmo, se reflejaban en aquel semblante, nada hermoso, pero realzado, en aquel mismo momento, por la energía de la bondad.

-Señor -dijo besando la mano del Rey-. perdonará Vuestra Majestad esta irrupción que hago en su gabinete... Vengo a comunicarle algo que me urge, que no puedo aplazar un minuto.

Discretamente hizo ademán de retirarse Lecazes.

-No, no, Barón, quédese usted -pronunció Fernando-. No ignoraba, al venir, que aquí le encontraría. Ya sé que para usted no guarda secretos Su Majestad... y sospecho que ha de estar mejor enterado aún que yo de esta maraña, cuyos hilos tiene, de fijo, entre sus hábiles manos.

-¿Pues de qué se trata, monseñor? -articuló ya muy sobre sí el Ministro.

-De cartas que vengo recibiendo... -contestó Fernando prontamente-. ¡Cartas que me dan mucho en qué pensar y me han quitado el sueño más de una noche!...

-¿Serán amorosas, monseñor? -indicó con fina ironía Lecazes-. Vuestra Alteza posee numerosas apasionadas y lo hallo natural; lo que admiro es su amabilidad al tomarnos por confidentes.

La noble fisonomía del Príncipe se nubló; sus cejas se fruncieron, y repuso, no sin un matiz de desdén:

-¡Barón, no acostumbro en tales asuntos dar participación a nadie... y menos a la policía! Se trata... ¡bah!, ¡a quién se lo cuento!, de... ea, de una persona de nuestra familia a la cual, no sé si con o sin conocimiento de Su Majestad, se ha desposeído de sus papeles y se ha obligado a expatriarse para evitar vejámenes aún más injustos.

-¡Vamos! -articuló Lecazes-. ¿Y cómo se llama ese pariente desconocido de Vuestra Alteza?

-Usted lo sabrá mejor que nadie -respondió el Príncipe-, puesto que es usted quien le birló su documentación y le hizo otras varias jugarretas que no son del caso.

-¿Quién ha dicho eso a Vuestra Alteza? -interrogó Lecazes poniéndose lívido.

-Quien escribe la verdad y no se muerde la lengua -contestó Fernando sacando del bolsillo de su frac varias cartas en manojo.

-Pero tú -intervino el Rey-, Fernando, hijo de mi vida, ¿por qué das crédito a patrañas?

-¡Señor, esta no es patraña!... y si lo fuese, el modo de demostrarlo sería exhibirla a la luz del sol, no envolverla en tinieblas, enredos y tapadijos. ¡No es patraña! Para afirmar que no lo es me basta ver la cara del señor Lecazes, la de vuestra Majestad mismo, la de mi hermana y prima la Duquesa, a quien me he dirigido y a quien he visto desfallecer al solo nombre de ese individuo y de esa historia, cuyos episodios más trágicos ocurrieron en los comienzos del verano pasado en Versalles... ¿Estoy bien informado? Como que le costearon la vida a un amigo mío, un caballero de veras, Renato de Giac, hijo de uno de los mejores oficiales de nuestro valeroso ejército de Condé...

-Fernando -tartamudeó el Rey, cuya tez había ido inyectándose y cuyo rostro descubría profunda contrariedad-, en cualquiera sería atrevimiento lo que haces, pero en ti es algo más: raya y toca en insensatez y en delirio. ¿Eres tú el llamado a sostener tales fábulas? ¿Sabes lo que significaría lo que te has tragado como un bendito? Pues significaría, ¡ahí es nada!, que somos un usurpador, que lo que creímos restauración fue un robo y que, como ese impostor tenía hijos, nuestro lugar es el del que hurtó y devuelve lo hurtado y se retira entre la befa, el escarnio y probablemente la intervención armada de Europa, que vendría a poner orden y limpiar una cueva de bandidos.

-No se trata de un impostor -repitió Fernando impávido.

-¿Entonces nosotros somos los que detentamos lo ajeno? -gritó descompuesto el Rey.

La sonrisa de Lecazes era un derrame de hiel, una crispación del infierno.

-En efecto, señor... -insistió con arranque el Príncipe-. Por desgracia, es verdad... Y yo, por mi parte, no quiero... ¡Sobre todas las cosas del mundo de Dios abajo, sobre el poder y el trono me importa el honor, la religión de los caballeros! ¡Seré o no seré Alteza Real, pero soy de fijo un soldado, y, a pesar de algunas ligerezas, un cristiano también; no ejercito la virtud, como mi hermano Luis, pero no despojaré a nadie! Y no puedo, no puedo vivir así. He querido despreciar estas misteriosas epístolas, y ¿sabe Vuestra Majestad por qué? Porque en todas ellas resuena una amenaza y sentiría que me creyesen cobarde. Arrostro al fin esa contingencia; ya demostraré, si Dios me da vida y a Francia guerras, que vista cara a cara no temo a la muerte. Por eso quise decir a Maestra Majestad que si esto no se arregla como piden la justicia, el derecho y nuestra dignidad, yo escribiré a... nuestro pariente... y si es menester emprenderé el viaje a Holanda y me pondré a disposición de ese infortunado, por si puedo reparar el daño que se le infirió.

-Y no me extrañarán tus bizarros arrestos, sobrino -respondió el Rey, ya colérico, con ironía-. Serán propios del que no ha meditado las consecuencias de sus actos jamás; del que no tuvo reparo en enlazarse en Londres con la plebeya Amy Brown; del que se jacta de desdeñar la etiqueta y las costumbres palaciegas y, plagiando al Corso, a fin de halagar a la populachería de los cuarteles, alardea de ideas incompatibles con lo que representamos. Tu desvarío me autoriza a hablarte en estos términos; tú te lo has buscado y lo has querido. Más te importaría el porvenir del trono si, en vez de conseguir en tal esposa legítima sólo hijas, hubieses tenido la fortuna de darnos el heredero varón que tanto ansiamos. Pero, en castigo, te lo niega la Providencia...

Fernando, lejos de anonadarse ante este ataque del Rey, mostró en la cara una expresión de gozo íntimo, que Lecazes sorprendió.

-No creo -articuló serenamente- que Dios me castigue por lo único bueno y honrado que tengo ocasión de hacer. ¡Señor, respeto mucho a Vuestra Majestad... pero cumplo mi deber! Me creí en el caso de participárselo a Vuestra Majestad, por si quería secundar mi resolución. Si fundamos nuestro poder en la iniquidad, mal porvenir tiene el trono. Que sea de quien deba ser... Yo sólo reclamaré mi puesto militar, el del soldado de fila, pues aunque Vuestra Majestad me acusa de parodiar glorias, busco únicamente la que se consigue con un brazo duro y un corazón que no ha sabido palpitar de miedo.

-¿Es cuanto tenías que manifestarme, sobrino? -murmuró el Rey, amoratado y balbuceando.

-¿Vuestra Majestad me despide? ¿Vuestra Majestad queda enojado conmigo?

-El estado de la salud del Rey -intervino Lecazes- no le permite soportar impresiones como las que Vuestra Alteza le está ocasionando.

-Señor Barón -dijo el Príncipe-, entiendo... Basta; me retiro. De hoy más, Fernando de Borbón no tiene otro juez ni otro guía sino su conciencia.

Y saludando al Rey con veneración y al Ministro de un modo ambiguo, el Príncipe salió tan a prisa como había entrado.

Lecazes le siguió con la mirada. Después de que los pliegues de la portera se aquietaron, encogiose de hombros levemente.

-¿Qué le parece a usted, Lecazes? -preguntó sofocado el monarca.

-Que es preciso dejar al Príncipe, señor; no ponerle trabas, no excitarle... no acordarse de él... Este conflicto se resolverá de suyo. La mayor parte de las cosas en esta vida se arreglan así... ¡Yo... no pienso mezclarme en los asuntos de Su Alteza!

Y el Ministro dio a esta frase insignificante imperceptible relieve especial. En su fantasía estaba representándose un tronco joven, lleno de savia, pero cortado de golpe.




Arriba- III -

El destino de Fernando


Dos días después de este incidente, la tumultuosa alegría del Carnaval se desbordaba en las calles de París. El gentío se empujaba en las vías céntricas para admirar la procesión del Buey Gordo, al cual llevaban coronado de flores, doradas las astas, entre risas y dicharachos de las frescachonas lavanderas, que, vestidas caprichosamente, se empingorotaban en triunfal carroza. Una de aquellas mozas de rompe y rasga, planchadora en Versalles, descollaba por su hermosura insolente y el rubio encendido de sus cabellos. Al pasar cerca de la puerta de San Dionisio vio la mujer a un hombre pequeño, de raquítica facha, de tipo bilioso, parado mirando el desfile, e interpelole jovialmente:

-¡Eh, Luis Pedro! ¡Lechuza! ¡Cara de De profundis! ¿Quieres cenar esta noche con la gente de buen humor en el bodegón de la Mariscada?

El interpelado, en vez de responder, se apresuró a sumirse entre el remolino de máscaras zarrapastrosas y estudiantes que cantaban a grito pelado. Fuese por haber permanecido de pie sobrado tiempo o por causas más íntimas, sentía una debilidad, un desfallecimiento orgánico, deseos de dormir, de extenderse allí mismo, aunque le pisoteasen. Lentamente, abatido, se retiró a su posada. Era hora de comer, y comió con ansia violenta, puramente animal, extraña en él, que era sobrio. Reconfortado ya, volvió a salir y se dirigió, entre el gentío, a apostarse ante las puertas del teatro de la Ópera, por cuyas vidrieras se veía la brillante iluminación del recinto. Aquella noche había fiesta, representación extraordinaria; el programa anunciaba El Carnaval de Venecia y Las bodas de Camacho. Rodar de coches, claridad de antorchas, tropel de gente, anunciaban ya que la Corte venía. Luis Pedro sintió el deslumbramiento de un vértigo. «Ahora, ahora», zumbaba una burlona voz, apremiante, en sus oídos. Y a pesar de tal mandato, el carbonario permanecía inerte. No podía. La acción no brotaba de sus nervios a sus músculos... «¿Qué es esto? -pensó-. ¿Es miedo? ¿Es que no debo? ¿Tengo derecho o voy a cometer un crimen? ¿No les he avisado varias veces sin que me hagan caso? Para exagerar la lealtad sólo me ha faltado entregarme...».

Mientras fluctuaba así, el príncipe Fernando y su esposa se bajaban de la carroza, dándola él la mano, y entraban en el teatro por la puertecita que sólo usaba la familia real.

-Otra ocasión perdida... ¡Vacilaciones, incertidumbres, escrúpulos, perplejidades necias! ¡Son culpables... trajeron a los cosacos... oprimieron, despojaron al inocente!... ¡Horcas, fusilamientos... la sangre de Brezé, la de Giacinto... todo grita! ¡Y ese pueblo estúpido que se embriaga en la orgía carnavalesca! ¡Y las Ventas que también duermen! Pero Bruto vela... -añadió acordándose de una de sus lecturas de historia romana-. A pesar de mis reiteradas cartas no me han preso... A pesar de mis antecedentes no se me vigila siquiera... Es que tengo de mi parte el destino. Yo nací tan sólo pata ejecutar hoy lo que he determinado... ¡Esperemos! ¡Al tronco!

Alejose de allí y vagó sin rumbo por los jardines del Palacio Real, próximos a la Ópera. Iba ensimismado, tropezando a cada paso con grupos que cantaban estribillos báquicos y lascivas coplas de Beránger. Mujeres procaces, pintadas, arreboladas, le dirigían cínicas bromas. Un beodo le injurió. Él no atendía. Respiraba con ansia el aire frío de la noche, que refrescaba sus sienes ardorosas de calentura. En su cráneo percibía el rodar sordo de un trueno, y sílabas incoherentes se enlazaban, por mágica operación, formando palabras, palabras persuasivas, para aconsejar el irrevocable acto. «Es preciso obedecer. Después el descanso. Se acabaron las indecisiones y torturas», calculaba con afán pueril. «Y tiene que ser hoy. Si mañana vuelvo a Versalles, obligado por la necesidad, porque allí tengo mi modo de vivir, ¿cuándo se presentará la ocasión nuevamente?».

Iba y venía del jardín al teatro y del teatro al jardín, acechando. Las horas de la noche transcurrían; el jardín se despoblaba; vaciábanse las fondas y los bodegones; el gran reloj dio, después de las once, la media, y Luis Pedro observó que llegaban y se apostaban ante la puertecilla los coches de la casa real. Entonces, por la solitaria calle de Louvois, enhebrose el carbonario hasta deslizarse entre el bureo del grupo de lacayos. Su mísera facha, su traza humilde, le hacían pasar inadvertido. Tomaríanle por un pobre cochero simón, o más bien por uno de esos ayudantes ocasionales que los simones dedican a cuidar del caballo cuando quieren entretenerse en la taberna. El sitio era sombrío; Luis Pedro se inmovilizó, se pegó a la pared.

No fue larga la espera. Justamente el príncipe Fernando bajaba acompañando a su esposa, que, fatigada de un baile a que había asistido la noche anterior, lastimada por el golpe de la puerta de un palco, deseaba retirarse. Él pensaba quedarse un rato aún, sabe Dios con qué fines calaverescos, y para no causar celosas inquietudes, al asomarse a la puerta y ayudarla a subir al estribo, díjola sonriendo: «Nos veremos pronto». Era, sin poderlo remediar, ardorosa, apasionada y suspicaz la italiana; era él, involuntariamente asimismo, galante, perdido y rendido al encontrarse con una mujer hermosa, sin dejar por eso de querer y cortejar a la suya más como enamorado que como legítimo dueño, por lo cual ella, a su vez, le amaba mucho. Con el dedo le había amenazado al salir del palco, entre burlas y veras, diciéndole al oído, de modo que nadie se enterase: «Me voy porque tengo miedo si trasnocho de hacer daño a nuestro chiquitín... a nuestro secreto... al varón que llevo en las entrañas... A no ser por eso, no me iría. No te se ocurra quedarte hasta el amanecer». Él la tranquilizó solícito, tierno, con insinuante presión, ejercida sobre el redondo brazo desnudo que en el suyo descansaba, y al despedirse la dirigió la frase de conyugal cariño que ha recogido la Historia...

Ágil a pesar del embarazo por nadie advertido aún, la dama subió al coche; los lacayos alzaron el estribo. Inclinose ella a la portezuela, para ver todavía al esposo, que volvía al interior del teatro y que en aquel punto se encontraba todavía en la acera de la calle de Rameau, bajo la marquesina pintada imitando tela... Luis Pedro acababa de insinuarse entre el remolino de lacayos, centinelas y cortesanos que bullía en el vestíbulo. Él mismo no se explicaba -cuando después, en la yerta soledad del calabozo, antesala del cadalso, revivió los trágicos momentos de la breve aventura, volvió a cometer el crimen mil veces por medio del pensamiento-, él mismo no se explicaba, repito, la repentina decisión y la destreza admirable que desplegó para realizar lo que media hora antes le parecía imposible de intentar siquiera. En efecto, al contrario de lo que suele suceder, que la fantasía todo lo facilita y la realidad presenta de bulto los imprevistos obstáculos, Luis Pedro, mientras paseaba en el jardín del Palacio Real, ni aún concebía cómo transformar en hecho lo que tenía determinado en lo más hondo de su conciencia, y creía su empresa algo quimérico, algo irrealizable, y ahora, en el momento supremo, diríase que invisible mano le guiaba y suprimía cuanto estorbarle pudiese. Iba recto, como la bala, cortando sin esfuerzo el aire, va al corazón. Aquel hombre joven, poderoso, fuerte, rodeado de cortesanos y de amigos, a quien los centinelas, colocados a ambos lados de la puerta, presentaban las armas; aquel hombre cuya robustez se adivinaba bajo la elegante vestimenta, hecho a la vida militar, capaz con un capirotazo de tumbar por tierra al enemigo raquítico y endeble que le acechaba, sentía Luis Pedro que era físicamente suyo, que la suerte se lo entregaba en las manos, como una presa descuidada, inerme. Ya no subyugaba a Luis Pedro la impresión de su pequeñez, ya no se creía átomo en el mundo; dentro de él se desarrollaba una especie de embriaguez lúcida, un rapto de orgullo de esos que transportan. «Llegó el instante. El oscuro, el mísero, el plebeyo, el obrero guarnicionero va a escribir su página de historia. Mi vida, hasta hoy, nada significaba. Era una narración insulsa, un cuento sin sentido, contado por un idiota. Voy a darle su verdadero valor; voy a desahogar lo que dormitaba y latía en mí. Satisfacerse destruyendo a un esbirro, ¡qué miseria! Eso era bueno para Giacinto, naturaleza inferior, vulgar». Y los ojos altaneros y doloridos de Amelia, su boca plegada por amargo desdén, su rubio y terrible ceño de arcángel exterminador, acudieron a la memoria del carbonario. Era la cantidad de sugestión femenil que hay en toda tragedia. «Las almas superiores son solitarias: quieren lo que quieren y no perdonan. Del perdón de un débil han venido las desdichas». Creía Luis Pedro que le iluminaba el fulgor de las brillantes pupilas de la hija del mecánico, cuando, sin ocultarse, sin tomar precaución alguna, como camina el sonámbulo en medio de los mayores peligros y al borde de los precipicios o por la cresta de las nubes, se dirigió a encontrar al Príncipe. Púsole en el hombro la mano izquierda, y con la derecha, que ya llevaba empalmado el puñalito, descargó el golpe, maravillosamente certero, vivo y rápido. Fernando no sintió nada, ni aun el frío del hierro; se figuró que le empujaban, y que iba a dar, por efecto del empujón, contra uno de sus cortesanos. Ninguno entre los acompañantes de Fernando se había hecho cargo de la verdad. El criminal, todavía sostenido por la fiebre semiheroica y la visionaria lucidez que le dictaban en aquel instante lo más acertado, sin que la reflexión interviniese, había desaparecido; al llegar a la esquina de la calle de Richelieu, con serenidad absoluta refrenó el paso y se dirigió lentamente a perderse en la sombra de las arcadas hoy derruidas y cuyos arranques se ven aún, frente al amplio edificio de la biblioteca. Un minuto más y estaba en salvo, fuera del alcance de los que hubiesen podido perseguirle. Nadie le había visto; nadie le conocía de los que en el vestíbulo del teatro casualmente le hubiesen visto antes. Estaban su suerte y su vida en el filo del cuchillo. Respiraba a dos pasos de allí, ejerciendo en un café el oficio de servir a los parroquianos, otro hombre cuya existencia, hasta entonces, no había ofrecido sino vulgarísimos incidentes. Quiso la suerte que en aquel punto saliese del café llevando una bandeja de sorbetes. Luis Pedro apresuró el paso y tropezó con el mozo. Los sorbetes cayeron. El mozo, enfurecido, dio tras el bruto que le estropeaba la mercancía. Corrió, siguió su pista, y al divisarle entre la oscuridad, se arrojó a su cuello, le sujetó, le detuvo... ¡Era tan débil el carbonario! Además, pasado el decisivo episodio, ya oía la voz burlona, la voz infernal de antes, que repetía dentro de su cráneo: «Tú ya hiciste... Ahora es este que te prende quien hace».

Y mientras tanto, en el vestíbulo, Fernando, por instinto, llevaba la mano al costado, a la herida ignorada aún, y encontraba allí, saliente, un estorbo: el mango del puñal. La hoja había entrado toda entera. Un grito cruel; un movimiento más cruel aún, el de arrancar aquel arma fina, triangular, que no perdona. Y la Princesa, volviendo a bajarse del coche, precipitábase ya ciñendo el cuerpo de su marido; a borbotones la sangre empapaba su traje fresco salpicaba sus brazos torneados, desnudos. Empezaba aquella serie de escenas tristes, tiernas, bellas, de una belleza romántico-cristiana; la larga despedida de un moribundo que en todo piensa, que a todos llama a su cabecera, que revela lo que tenía en su corazón, lo que se va de sus venas por el portillo de la herida mortal: el ansia de gloria, el patriotismo, la fe cristiana, el amor conyugal, el paternal, la confesión humilde de pasadas flaquezas... y, por encima de todo, la constante, la ardiente súplica del perdón a su asesino... Cuando el Rey se inclinaba sobre el lecho en que agonizaba Fernando, el lecho que también tenía su historia, los labios ya cárdenos del moribundo murmuraron con ahínco:

-¡Que le perdonen! ¡Que sea perdonado! ¡Todos necesitamos perdón! ¡Somos culpables... muy culpables! Tío y señor... el . ¡Ah, Dios mío!... -suspiró ante el silencio regio-. ¡Si perdonasen a ese hombre, comprendo que mis últimos instantes serían más dulces! ¡No llevo ese consuelo a la tumba!...

Y entre los postreros gemidos, entre la febril accesión que turbaba su cerebro, hasta que el ritmo del aliento no levantó ya su noble pecho traspasado, pudo oírse que el nieto de Enrique IV, tan semejante al glorioso antecesor -por lo menos en la muerte-, repetía:

-¡Perdón para él... perdón para él!...

Lecazes entretanto, sorprendido de la prontitud con que caía el tronco, se había acercado al criminal, a quien, en una sala baja, dirigían el primer interrogatorio.

Llevándoselo a una esquina, en voz que de nadie más podía ser oída, le dijo:

-¿Tienes cómplices? ¿Hiciste esto por dinero?

Luis Pedro miró al Ministro despreciativamente y contestó:

-¿Se hacen por dinero estas cosas? Soy el vengador de mi patria, y también de Dorff y de su hija. La dinastía muere. Ya no habrá heredero...

-¡Miserable! -exclamó el Ministro, gozando en torturar aquel alma de sombra-. ¡La Princesa queda encinta!

Palideció Luis Pedro; lo inútil del crimen cayó sobre él como una losa.

-Bien, ya está hecho y lo haría de todas suertes -pensó momentos después, rehaciéndose para conservar aquella sangre fría de la cual dio tan singulares pruebas hasta en el mismo instante en que subía al patíbulo.

El diálogo confidencial y secreto de Lecazes y el asesino se notó, se comentó y fue base de las acusaciones de complicidad que provocaron la caída del Ministro. «Resbaló en la sangre», dijeron del favorito los que le juzgaban complicado en la sombría tragedia.