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Mito y realidad en la imagen de la artista: Delmira Agustini y las variantes de género en la biografía

María José Bruña Bragado





Gracias a esta sobria, extremada demora de la palabra poética al principio, se genera por primera vez, en el recuerdo y en la palabra, aquel espacio de lo vivido, que el narrador recoge como materia de su cuento.


Giorgio Agamben                


La controvertida cuestión de la conexión entre literatura y vida ha dado lugar siempre a equívocos y polémicas indisolubles. En el ámbito de la crítica se pensó desde el romanticismo, siguiendo la concepción del carácter subjetivo de la lírica de Schlegel y Hegel, que la obra de un creador era mera traducción psicológica de la experiencia vital. Esta idea fue matizada primero por Schopenhauer y Nietzsche y finalmente descartada con la destrucción definitiva del yo por la que abogaba la poesía simbolista francesa. La modernidad se abría así con el ideal baudelairiano de la poesía impersonal y con la indagación por parte de Rimbaud en una poesía objetiva en la que «yo es otro». Pero todavía, y ya bien entrado el siglo XX, Walter Benjamin se rebelaba, apelando a la lógica interna de la obra, contra la crítica biográfica y filológica en su decisivo ensayo de 1922 dedicado a Goethe afirmando que aquélla parte de la «esencia de la vida para inferir de ella el concepto de obra como producto, o por lo menos para establecer con ella una inútil concordancia» (65). Sin embargo, es preferible optar por la cautela en este aspecto y no negar, con todo, las posibilidades de interpretación que ofrece conocer la biografía de un autor determinado. En todo caso sería necesario desposeer a ésta del rango de autoridad que ha ostentado sin merecerlo y le ha permitido sancionar en términos absolutos durante mucho tiempo. En este sentido, la vida proporcionaría una lectura más de la obra pero no necesariamente la mejor, la más verdadera ni la única; la vida iluminaría, pero en ningún caso determinaría.

Más aún si tenemos en cuenta que frecuentemente la vida de un autor tal y como la conocemos es algo ficticio porque está montada sobre la ficción de la obra, es decir, los escritores crean su propia imagen, idean construcciones culturales que no son en absoluto descripciones de un ego particular y no pueden servir a nuestro propósito de estudiar la poesía, ya que ¿hacernos la biografía de un escritor o la del personaje, la de su otro yo? A este respecto, cuando en 1969 Foucault se preguntaba «¿Qué es un autor?», lo que hacía en buena medida, contestando un escrito del año anterior debido a la pluma de Barthes en el que éste pontificaba, con inapelable autoridad, la muerte del autor, era apuntar que no es suficiente seguir repitiendo la afirmación hueca de que el autor ha desaparecido, como tampoco lo es, después de Nietzsche, seguir repitiendo que dios y el hombre han muerto. El filósofo francés acababa identificando una «función-autor» que viene a ser paralela a la que Borges sugiere en su célebre cuento «Pierre Ménard, autor del Quijote» para probar que el autor sigue ahí después de su muerte, como una clave hermenéutica más en función de la que muchos contenidos son interpretados: el autor como un responsable legal que habrá de dar cuenta en caso de que el texto se considere «delictivo» (Baudelaire), como campo de coherencia teórica y conceptual, como unidad estilística o como figura histórica en un contexto histórico.

Esto nos permite seguir analizando aspectos tan importantes como la interrelación entre sociedad y escritura, sus conexiones con las condiciones de la producción artística, la coherencia con el propio proyecto poético que contiene la obra o su relación con la época histórica; es decir, permite seguir hablando del autor como una instancia discursiva que sitúa cada uno de estos contenidos. Pero hemos de tener sumo cuidado de atribuir signos de igualdad entre determinadas situaciones del personaje real y la calidad de su obra, porque quien se expresa en la misma es, como venimos diciendo, un pronombre personal, un personaje, esa categoría vacía construida detrás de la que se sitúan los hablantes; en resumen, «es una mezcla de mito y realidad, de conjeturas y observaciones, de ficción y de experiencia lo que definió, y aún define, la imagen del artista» (Wittkower y Wittkower 275). La vida y la obra de un poeta se complementan, pues, y se apoyan, interactúan con el objetivo de conseguir integrar una visión lo más completa posible de una determinada sensibilidad literaria. Ésta es la solución de compromiso que bajo el nombre de «lirismo de lo vivido» plantea la crítica Kate Hamburguer en su ensayo La lógica de la literatura y que encuentro extraordinariamente lúcida y pertinente como óptica desde la que enfocar los procesos de construcción del yo en relación con la escritura.

Ahora bien, ¿qué es lo que ocurre cuando los criterios biográficos se orientan a los sujetos escritúrales femeninos?, ¿se puede apreciar esta suerte de dualidad o esquizofrenia entre el yo creador y el yo creado, entre el que vive y escribe y el que se deja vivir para que el otro trame su literatura en el caso de las mujeres artistas?, ¿acaso hay diferencias, transgresiones, problemáticas diferentes con respecto a la tradición masculina del género cuando las biografías versan sobre escritoras? La respuesta no admite ningún género de dudas: si la falacia biográfica basada en la simplista identificación entre el contenido real y el componente mítico del artista ha marcado de una forma negativa la obra de los creadores varones, en el caso de las escritoras el peso de la misma ha sido mucho mayor aún y ha dejado traslucir además la impronta marcadamente patriarcal que ésta conlleva. De este modo, si difícil era disociar a Borges del «otro», la tarea de delimitar la línea que separa a la escritora real de la entidad ficticia que toma cuerpo a través de su obra se nos revela mucho más ardua pues el subjetivismo y la confesionalidad y, en definitiva, la literatura más denotativa que simbólica, más explicativa que interpretativa, se consideran, desde una perspectiva teórica notablemente simplificadora pero pese a todo hegemónica, como rasgos inherentes a toda práctica femenina de la escritura.

Una vez establecido el marco teórico desde el que pretendo abordar el análisis concreto de la biografía ficcionalizada cíe mayor difusión de Delmira Agustini, poeta «maldita» de extraordinario talento y dramático final, me dispongo a continuación a hacer una sucinta nómina de algunas de las características fundamentales de todo trabajo biográfico en general sin dejar de tener en cuenta, no obstante, el carácter dúctil y camaleónico de un género literario que no se presta fácilmente a las clasificaciones teóricas y que hace de cada ejemplo específico, en parte por su pretensión de originalidad, una excepción a la norma. Considero que esta tarea puede resultar bastante esclarecedora para una comprensión más cabal del fenómeno biográfico desde el enfoque discursivo del género, pues partiremos inevitablemente de un listado canónico que no puede ser sino masculino -la imagen del artista fue, por otra parte, prioritariamente varonil en el período de fines del siglo XIX y principios del XX que es el que nos corresponde estudiar- lo que nos llevará, en última instancia, a comparar y examinar hasta qué punto estos rasgos comunes en las biografías masculinas se corresponden o no con los presentes en las biografías de mujeres.

Uno de los rasgos claves de toda biografía, pero específicamente del subgénero que podríamos denominar «biografía del artista», como señalan certeramente Ernst Kris y Otto Kurz en uno de los estudios de referencia sobre el género, es la estetización de la realidad con la consiguiente mitificación del artista que ello implica. Escribir una vida es reinventarla, ficcionalizarla, distorsionarla, a pesar de que la biografía se atribuya a sí misma notas definitorias como el realismo y la verdad. En realidad, sobre esa base paradójica de pretender «histórico y objetivo» lo que se sabe subjetivo, cuestionable, interpretable, descansa el contrato de lectura de la biografía que el receptor asume como válido. Así pues, el biógrafo, consciente del juego intrínseco a las convenciones del género, suele declarar la honestidad y el rigor documental como claves de su trabajo para pasar acto seguido, sin embargo, a idealizar desde la infancia al biografiado. La mitificación, como estructura retórica que busca introducir al personaje dentro de los moldes heroicos para proyectar su universal importancia, suele seguir las mismas pautas en casi todos los casos: se empieza haciendo una digresión sobre los orígenes genealógicos o familiares más o menos ilustres del escritor para pasar a continuación a referir hitos definitivos de la infancia que dan la medida del carácter excepcional del biografiado tales como los primeros recuerdos, la precocidad en la lectura o escritura, la idiosincrasia de los padres, el primer encuentro sexual, o el autodidactismo como marca del artista que no es incompatible, sin embargo, con la figura de un mentor que oriente sus lecturas.

Pero, curiosamente, la sublimación del artista se transforma con posterioridad en otra cosa totalmente distinta que sigue subrayando empero la singularidad de su condición y que podemos considerar el segundo rasgo de toda biografía. Nos referimos al elemento de la «diferencia» y «marginalidad» que, si bien ya apuntaba desde la niñez, se acentúa y radicaliza en la juventud y madurez del poeta y se refleja en aspectos concretos tales como la incomprensión de los contemporáneos, el retraimiento o el desarraigo físico o emocional. No podemos pasar por alto el hecho de que esta última característica forma parte esencial, además, de la condición paradigmática del escritor desde la modernidad: la soledad, el aislamiento, la rareza y el misterio aluden directamente a esa imagen del «poeta pobre» potenciada por el romanticismo y que lo concibe como un ser más inclinado a la locura y al éxtasis que al pensamiento, cercano a la anormalidad, fuera de las convenciones sociales, y fuera, en definitiva, del mundo. Otras líneas maestras presentes en la configuración de muchas de las vidas de los artistas son el hastío, la homosexualidad o la obsesión por el suicidio, fruto de esa incapacidad para vivir, de ese conflicto abierto entre la realidad y el sujeto. El deseo o la pulsión de muerte -particularmente pertinente en la poeta que nos ocupa- revela una profunda melancolía en la que se da como perdida una posición central dentro del arte pero, paradójicamente, se entiende asimismo como última estrategia de que el/la poeta dispone para arrogarse la soberanía y la dignidad perdidas. La vida del/a artista será considerada una forma de arte (de ahí el/la dandy), quizá la más elevada. El poeta reinscribe toda su poesía desde la muerte, ya que desde ella misma lo sublime estético y su sentido absoluto cierran con un broche perfecto la obra inacabada que desde la radical otredad encuentra su último acento.

En tercer lugar, me parece reseñable la importancia que adquieren los hechos históricos en las biografías masculinas, especialmente en los periodos de crisis ideológicas y sociales, y junto a ellos las personalidades (intelectuales, políticas) que el artista tuvo la oportunidad de conocer. Contemplar los procesos históricos, los cambios sociales, desde las vivencias de un autor determinado, esto es «intrahistóricamente», nos ayuda a entenderlos mejor porque la historia de las concepciones de ese «yo» del biografiado, pero también del «yo» del biógrafo, puede funcionar a modo de barómetro de las diferentes configuraciones de la cultura. Es fundamental, por tanto, narrar la historia de una vida como la de una individualidad en interacción con el momento histórico en el que se desarrolla porque se reconoce así, por otra parte, la incuestionable dimensión histórica de toda vida humana. Otra característica ya más orientada al aspecto retórico de la «biografía del artista» consiste en la tendencia a la sencillez expresiva -pese a la presencia casi constante de la hipérbole tan propia de los relatos épicos-, la fluidez narrativa, la carga de afectividad y la poca dificultad de lectura ajena a toda experimentación. El lenguaje de la biografía es sobrio, simple, pero debe tenerse también en cuenta su talante alegórico que desfigura, enmascara y exagera.

Comencemos ya con la tercera parte de nuestro trabajo que, desde una orientación más pragmática, tratará de investigar las variantes y particularidades que adoptan las notas comunes señaladas para la biografía del artista masculino en el género femenino, y específicamente, en Agustini. Para ello tomamos uno de entre los numerosos testimonios biográficos que recrean las circunstancias vitales de la poeta Delmira Agustini (1886-1914)1 y que abarcan un amplio espectro formal que va desde la biografía convencional hasta la novela, para estudiar cómo éstos alimentan el mito -incluso a nivel más popular y comercial- y distorsionan con frecuencia, pero también arrojan luz desde diversas y novedosas perspectivas sobre la percepción de esta escritora.

Delmira, de Ornar Prego Gadea, es una biografía novelada situada a medio camino entre trabajo de investigación, crónica periodística y ficción propiamente dicha. El texto recupera los últimos episodios de la existencia de la poeta uruguaya Delmira Agustini, cuya obra se inscribe de un modo original y revolucionario en el movimiento artístico que conocemos con el nombre de modernismo. A pesar de la brevedad de su vida, Agustini nos ha dejado una producción bastante extensa compuesta por tres libros: El libro blanco (1907), Los cantos de la mañana (1910) y Los cálices vacíos (1913), en la que se observa un creciente dominio del arte hasta alcanzar una perfecta maestría del verso, desligado paulatinamente de formas preestablecidas, y una expresión cada vez más profunda y personal. Su vida, supuestamente enigmática, y el trágico fin de la misma provocaron, y en buena medida lo sigue haciendo aun hoy, que la atención critica recayera no tanto en la obra como en la biografía de la poeta, hasta el punto de que incluso se ha utilizado su poesía no en sí misma como arte, sino para ofrecer un trazo de su perfil psicológico inclinado a toda clase de sensacionalismos2. Es precisamente esta vertiente ideológicamente limitada y temática y retóricamente carente de originalidad la escogida por Omar Prego Gadeapara narrar el proceso de indagación en el personaje de Delmira Agustini. Pero vayamos desentrañando uno a uno los rasgos claves a través de los cuales se configura su retrato.

La mitificación de la infancia del artista, por ejemplo, presenta aquí interesantes variables. En primer lugar, se advierte una infantilización evidente de la mujer escritora y un especial énfasis en la nota, a simple vista anecdótica, de la precocidad intelectual -asociada frecuentemente a la belleza física- que, aunque también aparecía como clave en las biografías de varones, alcanza en este caso un grado máximo de manipulación, de sesgo fuertemente androcéntrico, con el objetivo de acentuar el carácter único de una artista mujer dentro de su propio grupo; si el genio masculino ya es presentado como un jovencito extremadamente lúcido y visionario, la «genia» -ni siquiera está admitido gramaticalmente el vocablo- es algo mucho más revolucionario en términos de excentricidad dada su condición femenina. De este modo, percibimos una confusión en la crítica falocéntrica: no se diferencia el sujeto del objeto, todo es objeto, dada la identificación de la Agustini-mujer con la musa pasional de sus libros3. Esta falsificación consciente de la realidad era la única forma de conceptualizar o comprender un fenómeno, el de la escritura de mujer, como dentro de los cauces de una «normalidad» que no hiciera peligrar, que no desestabilizara, los esquemas sociales dominantes. Así, el proceso de mitificación de la artista mujer se vuelve doble: en cuanto artista ya forma parte de lo excéntrico, lo diferente, lo marginal, y en tanto inserta en el grupo de las mujeres constituye una nueva excepción puesto que éste es también algo ajeno a la norma, es decir, a lo masculino. La artista entonces se convierte en una excepción de ese grupo ya de por sí excepcional, por lo que han de desarrollarse estrategias de apropiación por parte de la creadora que se pueden traducir, por ejemplo, en esa mitificación observable en Agustini, o en otras ocasiones, como en Storni, en una masculinización que permita resituarla en el terreno de la convención y la «norma».

Por otro lado, es interesante comprobar que los atributos de bohemia, dandysmo e iconoclastia que en el caso de los varones son vistos como manifestaciones de su genialidad, son contemplados como provocaciones gratuitas, como rebeldías de niña bien en Agustini: su vestido rojo escandalizaba al Montevideo finisecular, que tampoco pudo entender su escandalosa muerte a punta de pistola por parte de su exmarido. E igualmente aspectos de su personalidad como la tendencia a la soledad, la melancolía o la incomprensión de sus contemporáneos4 no son interpretados como propios del temperamento artístico en general o como posturas conscientes del artista moderno, sino que son consideradas actitudes misteriosas e inexplicables del personaje Agustini, con lo que el manido argumento de su excepcionalidad queda nuevamente reforzado.

Pero mención aparte merece el capítulo dedicado a la ubicación de la artista en su contexto histórico. Si en las biografías de varones se entretejía la vida del artista con los acontecimientos globales de su época que de hecho podían contribuir a explicar su obra, en el caso de la mujer artista nos enfrentamos a la carencia total tanto de un encuadre histórico-social como de un panorama de los resortes más específicamente intelectuales y culturales desde los que Agustini pudo erigir su impresionante edificio poético. Es conveniente llegado este punto reseñar la importancia que adquieren entonces los espacios cerrados, íntimos, privados, en la sociedad burguesa decimonónica, especialmente opresivos en el caso de la mujer -cómo han señalado Gilber y Gubar en su clásico Madwoman in the Attic o Foucault en su Historia de la sexualidad5- ya que a ésta le estaba totalmente vedada la esfera pública de la vida. De Agustini solamente conocemos su entorno familiar y personal y la descripción del ritmo íntimo y cotidiano de lo doméstico. Pero el testimonio más revelador en este sentido nos lo ofrecen unas líneas en que Prego Gadea no sólo hace una exclusión de la autora de los acontecimientos que vive el mundo en aquel momento sino que la presenta como ignorante y totalmente ajena a los mismos6. A toda esta estrategia de eliminación del sujeto femenino de la esfera social subyacen, por cierto, ecos de la estructura mítica y antropológica que desde Hegel define el progreso de la Historia por contraposición con el ámbito inmóvil, y característico de la mujer, de la Naturaleza. Así, a través de este ardid, la mujer artista, Agustini, aparece como un producto espontáneo brotado en un erial y carente de raíces, de pasado, de una tradición ya no histórica o social sino incluso literaria o cultural en la que poder insertarse.

En relación directa con este último punto se halla otra nota exclusiva de la biografía de la artista mujer: el hecho de tomar como referencia la figura de un mentor, maestro o guía-amante al que se considere superior intelectualmente. La mujer parece necesitar la mirada y aprobación de un hombre que la ame y la valore. Eso es al menos lo que apreciamos en el retrato que nos esboza el biógrafo de Agustini quien, partiendo de testimonios reales tales como cartas o diarios, sugiere una enorme dependencia de varones -Rubén Darío7, Zum Felde, Manuel Ugarte, Mas de Ayala- motivada por un fervor literario que parece pasar al terreno emocional con bastante asiduidad.

Por último, desde un punto de vista expresivo, la habitual facilidad de un estilo de rápida lectura se transforma aquí en algo diferente al estar el lenguaje contaminado tanto por la retórica excesiva de fines del siglo XIX como por un tono melodramático y efectista que hace poco creíble el carácter periodístico y verídico del que se quiere dotar al texto en ocasiones. Así, no sólo la desigualdad del libro, especie de conglomerado de testimonios, seudoentrevistas y reflexiones personales, es criticable, también lo son la escasa calidad literaria así como el poco valor documental del mismo. Finalmente, encuentro que el valor y la mayor aportación de la biografía reside en la belleza de algunas de sus recreaciones imaginarias sobre posibles episodios nunca vividos por Agustini, como por ejemplo el intensísimo, casi onírico fragmento en que se nos narra la búsqueda imposible de Delmira por un París plagado de boulevares y «petits cafés de coin» donde ella puede hacer realidad la nostalgia de una vida activa, europea, cosmopolita; o la lúcida recreación de una Delmira ya anciana que rememora el pasado. Según esto, lo más meritorio, en mi opinión, sería lo que más se despega de la realidad, el espacio cedido a la ficción que, a menudo, dice más de una vida que lo supuestamente auténtico pues, como ya supo ver Goethe, es mediante un cierto grado de ficción como puede alcanzarse la verdad biográfica. Así, este texto muestra de forma bien palpable cómo la verdad y la ficción lejos de excluirse se favorecen y apoyan mutuamente.

A modo de conclusión, de nuestro análisis se deduce que es evidente la existencia de una distancia y diferencia en la biografía dependiendo del género del artista. Pero tal distancia no se apoya en la creación de nuevos mecanismos retóricos o interpretativos, no se trata de inventar estrategias diferentes para juzgar la vida de las creadoras. De hecho, los recursos de estetización de la vida que suelen partir de juicios apriorísticos y subrayar la excentricidad de la artista son los mismos que en el caso de las biografías masculinas, Lo sustancialmente diferente reside en el uso que se le da a los mismos, en la manera de leerlos, en las implicaciones que se les atribuyen en las biografías de mujer, si bien es cierto que también se incorporan nuevas piezas de exclusión en el engranaje: énfasis en el aislamiento, eliminación de la historia pero también de la tradición literaria, dependencia artística e intelectual. Llama la atención, por tanto, que no se enfoquen en absoluto aspectos reivindicativos de la mujer en las biografías, y no creo que este hecho sea ajeno a que una gran parte de los biógrafos de las artistas sean hombres. Por ello, no sólo no se hacen lecturas transgresoras en este sentido sino que incluso se acentúan los esquemas de subordinación con respecto a los modelos hegemónicos masculinos.






Bibliografía

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