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Modelos femeninos en el Modernismo. Debate sobre estereotipos estéticos y vitales

María José Bruña Bragado



«Como si, separada del exterior, donde se realizan los intercambios culturales, al margen de la escena social donde se libra la Historia, estuviera destinada a ser, en el reparto instituido por los hombres, la mitad no-social, no-política, no-humana de la estructura viviente, siempre la facción naturaleza por supuesto, a la escucha incansable de lo que ocurre en el interior de su vientre, de su "casa"».


Hélène Cixous, La risa de la medusa.                






En el reciente ensayo de Julia Kristeva a propósito de la genialidad de la escritora francesa Colette, se apunta un aspecto bastante controvertido que nos interesa especialmente debido a la extraordinaria filiación que guarda con la caracterización, teñida de peculiaridades, de las -también geniales- escritoras del Modernismo latinoamericano.

Se trata del distanciamiento consciente con respecto a los acontecimientos políticos y el devenir histórico que se aprecia en la obra y signa también la vida de la autora francesa. En efecto, se declara al margen de la coyuntura histórico-política en un momento particularmente problemático y tal falta de compromiso provoca una reacción de censura por parte de los intelectuales y artistas masculinos que, por el contrario, sí toman una posición clara frente al emergente nazismo. Colette afirma no reflexionar sobre lo que sucede, no intelectualizar, no pensar. Sin embargo, escribe:

«Elle détestait tout ce qui peut paraître intellectuel (à ceux qui lui demandaient si elle pensait et pourquoi, elle répondait: "Vous voulez encore que je pense? Ne suffit-il pas que j'écrive?)"»1.



Otra muestra, no menos polémica, de su excentricidad voluntaria en relación a los nuevos procesos histórico-ideológicos que van teniendo lugar, de su «hors du temps et de l'espace», consiste en su antifeminismo, en aparente contradicción con la identificación que las sufragistas sintieron siempre con los modelos de mujer presentes en su obra. Tomemos, de nuevo, sus propias palabras extraídas de una entrevista que concede en 1910 a Paris-Théâtre:

«-Moi, féministe?

-Oui... au point de vue social, naturellement.

-Ah! non! Les suffragettes me dégoûtent. Et si quelques femmes en France s'avisent de les imiter, j'espère qu'on leur fera comprendre que ces mœurs-là n'ont pas cours en France. Savez-vous ce qu'elles méritent, les suffragettes? Le fouet et le harem!»2.



Es evidente que tal declaración no significa que se posicione abiertamente en contra de la emancipación femenina, pero sí revela que se opone a la militancia y al activismo político, es decir, rechaza la esfera pública para la mujer en cuanto supone una sobrecarga y prefiere rescatar o prestigiar el encanto, la sensualidad, la «joie de vivre», en definitiva, lo «menor», lo -hasta ese momento- «femenino». Opiniones semejantes se encuentran en multitud de escritoras3. Tomemos, por ejemplo, una afirmación de la chilena María Luisa Bombai:

«Mi compromiso era de tipo moral, no político. De la política... ¡que se ocupen ellos! [...] No me inspiró para nada el feminismo porque nunca me importó. Sí, leía mucho a Virginia Woolf, pero porque sus conceptos los hacía novelas y no sermones»4.



Así, en un primer examen, Colette sería una artista ajena a las transformaciones de su tiempo, una escritora que no vive acompasada con las coordenadas socio-históricas y no da testimonio, a través de su literatura, de las mismas; una mujer conforme con el rol pasivo que se le asigna tradicionalmente a su género, una antimoderna en toda regla que se auto-excluye de la realidad y, en consecuencia, de los círculos intelectuales y del canon.

La cuestión es, por supuesto, más complicada de lo que pareciera a simple vista y Kristeva problematiza, con extrema lucidez, la interpretación fácil de tal ahistoricidad o falta de implicación política, proporcionando varios argumentos de diversa índole, de los que me gustaría resaltar tres. En primer lugar, se refiere a la carencia de modelos femeninos emprendedores que optaran por moverse en las esferas consideradas masculinas, a la falta de familiaridad con el dominio de lo exterior, de lo público. Dice Rosario Ferré en el ya clásico trabajo «La cocina de la escritura»:

«Las mujeres hemos tenido en el pasado un acceso muy limitado al mundo de la política, de la ciencia o de la aventura, por ejemplo, aunque hoy esto está cambiando. Nuestra literatura se encuentra a menudo determinada por una relación inmediata a nuestros cuerpos [...] Es por esto que la literatura femenina se ha ocupado en el pasado, mucho más que la de los hombres, de experiencias interiores, que tienen poco que ver con lo histórico, con lo social y con lo político. Es por esto también que su literatura es más subversiva que la de los hombres, porque a menudo se atreve a bucear en zonas prohibidas, vecinas a lo irracional, a la locura, al amor y a la muerte»5.



En realidad, no se trata de incluir a las mujeres en la historia, ni de reconocer o rescatar sus aportaciones, sino de elaborar, como vamos a ver a continuación, nuevas miradas y modos de «hacer historia», nuevas formas de inscribirse en el canon mediante la apertura del ceñido espectro de posibilidades que ofrece hasta ese momento.

En segundo lugar y, en relación estrecha con ese primer argumento, Kristeva señala que el mensaje político o ético de las escritoras, de Colette, en este caso, es deliberadamente «menor» y es desde lo cotidiano, desde los códigos y temas silenciados en tanto que «femeninos» -el discurso amoroso y del deseo, el hogar, lo frívolo- desde donde se trasgrede, sugiere y cuestiona la tradición heredada como única:

«Hoy sé por experiencia que de nada vale escribir proponiéndose de antemano construir realidades exteriores, tratar sobre temas universales y objetivos, sí uno no construye primero su realidad interior; de nada vale intentar escribir en un estilo neutro, armonioso, distante, si uno no tiene primero el valor de destruir su realidad interior6.

Reconstruir la memoria, reinsertarla en la vida cotidiana, producir y fabular un pueblo y una literatura menores, es una tarea de la que se están haciendo cargo las mujeres como reivindicación de la pasión de vivir»7.



En tercer lugar, Colette sería una abanderada de otra manera de inscripción en el canon desde los márgenes, los subterráneos, los pasadizos secretos y así inaugura otra senda para entrar en la historia, pero no ya desde los temas sino, lo que es más importante, desde el lenguaje, esencia de la creación y marco de sus más grandes transformaciones. El «fuera de la historia» es un afuera escogido, es una «intrahistoria» consciente. El lenguaje se convierte, pues, en la clave y fuente de poder a conquistar por la comunidad femenina:

«Dans cette "politique" d'ingénue Colette nous apparaît comme proposant une défense et une illustration de l'expérience imaginaire, expérience constitutive et libératrice de tout lien à l'autre, couple ou groupe, qu'elle a menée avec le maximum d'audace, l'enracinant dans l'indice même de la nation : la langue. C'est pourquoi en construisant cette langue, en la musiquant, en l'écrivant avec saveur, l'écriture de Colette témoigne, avec une force inattendue en son temps et contagieuse aujourd'hui, de la liberté d'une femme, d'un couple, d'une époque»8.



Es, por tanto, a través de la enunciación titubeante primero, ajustada más tarde, de un deseo femenino que comporta asimismo la creación de otros lenguajes -la «escritura del cuerpo» que verbaliza Cixous, por ejemplo, el rechazo de la linealidad, el placer del detalle- cómo Colette, cómo las escritoras inician «otra» tradición y reterritorializan la Historia y los discursos hegemónicos sobre la misma. En los comienzos de la modernidad, la escritura del deseo constituye el método de trasgresión y al mismo tiempo incorporación al imaginario colectivo por parte de las escritoras, al igual que en la posmodernidad el fragmentarismo, la parodia o el cruce discursivo pasan a ser los útiles básicos de una retórica femenina.

A la hora de abordar la poesía escrita por mujeres en América Latina dentro de la estética modernista, se hace necesaria la insistencia en el lenguaje, apuntada por Kristeva como gesto definitivo de ruptura e inauguración de una nueva tradición. Que sea la poeta quien canta entonces, es decir, quien adopta una función activa y no pasiva provoca que todo ese entramado lingüístico se invierta, dando paso a una desestabilización del sentido y de la tradición por la cual las imágenes comienzan a rotar en torno a esa mujer que habla, adquiriendo ahora una perspectiva y un significado inusitados en el marco de la poética masculina. Es por esto que, en dicho contexto, todo texto escrito por mujer no puede ser más que subversivo:

«Si la mujer ha funcionado 'en' el discurso del hombre, significante siempre referido al significante contrario que anula la energía específica, minimiza o ahoga los sonidos tan diferentes, ha llegado ya el momento de que se descoloque ese 'en', de que lo haga estallar, le dé la vuelta y se apodere de él, que lo haga suyo, aprehendiéndolo, metiéndoselo en la boca y que, con sus propios dientes le muerda la lengua, que se invente una lengua para adentrarse en él»9.



En este sentido, si el discurso femenino es un atentado contra ese orden dominante, contra esa estructura de poder, en la medida en que la poeta sea capaz de transgredir el significado heredado de la tradición simbólica y hacer que los símbolos se expresen en una dirección diferente, será posible hablar de una revolución literaria que en cuanto tal es también política.

La periodización del denominado «posmodernismo», marbete bajo el que se pretende aglutinar el vasto elenco de respuestas y propuestas más o menos personales que suscita el agotamiento y la institucionalización del modernismo, sigue prestándose a confusiones varias. Me parece pertinente, por ello, seguir la pauta establecida por el estudio reciente de Hervé le Corre quien prefiere otorgar al concepto más una dimensión estética que meramente periodizadora, de forma que puedan incluirse en él elementos limítrofes y diacronismos10. Tal estética estaría guiada por el referente común del modernismo como trasfondo y herencia, como marco de respuestas y de valores literarios, aunque lo sean ahora bajo el signo de la negatividad, por lo que el peso del imaginario de dicho movimiento aún es grande. Más allá de estos rasgos, la heterogeneidad, la diferencia, es su constante:

«El posmodernismo constituye un lugar privilegiado de observación de la construcción del sistema literario por la crítica: muestra cómo se construyen las cronologías y los cánones (y anti-cánones) literarios»11.



Una de las novedades más relevantes de este momento, aunque inscrita también en la lógica débil que para la historiografía literaria posee la heterogeneidad, es la emergencia de diferentes voces femeninas, cuya valoración ha ido creciendo a lo largo de los años: Delmira Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni o Gabriela Mistral componen sus respectivas obras en ese ámbito social y cultural, ámbito que ellas mismas contribuyen a definir y sin el cual la comprensión tanto de estas poetas como de la misma modernidad queda desenfocada12. Lo primero, porque la obra de tales autoras no constituye en absoluto un apéndice a esta renovación sino que se incardina en su centro, siendo quizás su vertiente más radical y difícil de asimilar, y lo segundo porque la aparición de estas voces tiene una razón de ser histórica y literaria que se identifica con la propia modernidad:

«La modernidad es también el espacio/tiempo de la poderosa emergencia de las ocultas, semi-ocultas y difusas voces femeninas [...]. No es ningún secreto que las mujeres escritoras se encontraban en los márgenes de la proyección espacial de la polifonía de las modernidades al comienzo de siglo»13.



Ellas estaban fuera de la coyuntura sociopolítica pero les quedaba la palabra para subvertir y reinventar el imaginario poético y, a través de tal transformación, virar el curso de la historia. No significa, pues, tal falta de visibilidad pública que su lírica no posea o proponga un discurso o una «otra» visión del mundo; antes bien, la modernidad de ésta se cifra justamente en los desvíos, las variaciones y las asincronías de la historia con mayúsculas, de la literatura con mayúsculas. Dentro y fuera, aquí y allí, las escritoras quieren ya batallar en todos los frentes y, puesto que la lucha se prevé feroz, no dejan espacio para ser verbalizado por los otros. Son antiguas y modernas, tradicionales e innovadoras, escriben en álbumes o crónicas femeninas, pero también publican sus poemas en revistas especializadas y se proyectan, cada vez más, hacia la esfera pública. Podemos decir que es el avance progresivo de una feminización de la cultura que ya había comenzado con timidez en el siglo XIX:

«El hecho de que la mujer publique en forma habitual en las revistas del Novecientos no parece, dado los datos recogidos por Virginia Cánova en su estudio sobre "Los orígenes del feminismo en el Uruguay", un producto del azar o la fortuna. En el Novecientos se recogen los frutos de un largo período de capacitación y adiestramiento en el mundo de las letras, pues la mujer no estuvo ajena a la cultura, durante el siglo XIX»14.



Esta alteración de los modelos y patrones anteriores obedece, en buena parte, a la inconformidad cada vez mayor con el sesgo patriarcal y excluyente de los mismos por parte de unas autoras que tratan de indagar en su propia subjetividad y en todas las imágenes como poetas, como mujeres para decirse a sí mismas. El yo lírico decide asumir una identidad femenina y para ello es necesaria la rearticulación, siempre ambigua, siempre contradictoria, de tópicos y mitos clásicos, históricos, ficticios. Se percibe, pues, una evolución temática y estilística en los modelos de mujer consagrados por voces masculinas como las de Rubén Darío, José Martí o Leopoldo Lugones. Las subjetividades líricas disidentes y osadas de Delmira Agustini o Alfonsina Storni dan un giro inesperado y enriquecen sustancialmente los tipos que abarcaban un exiguo espectro de musas, hadas y princesas exóticas. Indagan en los mitos y configuraciones mayoritariamente patriarcales del modernismo hasta fraguar un imaginario personal. La crítica ha señalado como manifestaciones principales de tal cambio: la pulsión vital y hedonista, el tono perverso y voluptuoso, la presencia de mitos femeninos agresivos y destructores, la ambigüedad o androginia como cauce de expresión o la enunciación explícita y descarnada de un erotismo ligado a la locura y la muerte. La mujer enfermiza, mórbida, sensual, deseada, fantaseada hasta el infinito por los pintores prerrafaelitas, los simbolistas o los modernistas se va desdibujando en la pluma de las nuevas autoras que reelaboran esa imagen, la invierten y proyectan en figuraciones masculinas de su deseo: animales, ensueños febriles y homoeróticos, en el caso de Delmira Agustini o Juana de Ibarbourou; la transforman en una matriarca con sensibilidad femenina que se vuelca en la maternidad o el sentimentalismo, en Gabriela Mistral; la rechazan totalmente hasta travestirla en exploradora intelectual y filosófica de lo más hermético y desarraigado del ser humano, como en los versos de María Eugenia Vaz Ferreira y, por último, evoluciona de musa a feminista reivindicativa en la lírica de Alfonsina Storni. Se amplía así, sustancialmente, la limitada gama de roles femeninos que los poetas modernistas fijaron y que se reducía, prácticamente a dos posibilidades: la señorita lánguida y decadente, desvanecida como una flor ausente en un sillón que adopta un gesto de ensoñación y ajenidad -la «princesa triste» de Darío- y el modelo de mujer más activo y agresivo, la femme fatale, la encarnación de Lilith, Judith, Eva, etc. Sea cual sea la figuración femenina por la que se opta ahora como línea temática en los poemas, lo que interesa es comprobar que, pese al complejo proceso de escisión interna que, en el momento de crear su propia imagen, atañe a la artista, éstas se adentran, con arrojo, en el debate personal de autorretratos de factura masculina y representaciones de un tú femenino idealizado o siempre codificable desde el maniqueísmo y la simplificación.

Existe un segundo aspecto interesante en la configuración o desfiguración femenina que se produce en el «postmodernismo» y que atañe, no tanto a la creación, como a la vida de estas escritoras. Me refiero a la asunción de una suerte de dandismo, espíritu bohemio o provocador como estrategia de incorporación a la nómina exclusiva del modernismo. Comencemos con una cita de Sonia Mattalía:

«Pero sobre esta división se despliega un caleidoscopio de imágenes de la mujer escritora; una, de considerable pregnancia sociodiscursiva en las primeras décadas del siglo XX, es la de la escritora hipersensible e inadaptada; desmesurada en sus actos y agresiva consigo misma; de vida enigmática o marcada por avatares biográficos. El suicidio de Storni, el asesinato de Agustini a manos de su marido, la extraña soltería de Teresa de la Parra, la singular santidad de Mistral, la liberalidad amorosa de Victoria Ocampo, el intento de homicidio contra un antiguo amante de Bombai... las convirtió en "raras". La institución cultural las presentó como "casos" y, si las incluyó en su canon, fue usando sus biografías "defectuosas" para explicar el sentido de sus obras y colocarlas en un espacio institucional excéntrico. Rarezas que difuminaran la potencia disidente de sus escrituras»15.



Si bien es cierta la afirmación de Mattalía, en el sentido de que las biografías de estas autoras han sido posteriormente manipuladas por la crítica hasta opacar su obra, como no ha sucedido con los varones -el alcoholismo de Darío, los excesos de Herrera y Reissig, el suicidio de Lugones-, no es menos cierto que, en muchos casos, las mismas escritoras utilizaron conscientemente esa aura de malditismo para entrar, aunque fuera marginalmente, en el canon, durante sus vidas. La gran diferencia consiste en que esa excentricidad y dandismo cuando es ejercida por las mujeres se enfrenta a tantos obstáculos que, con frecuencia, acaba en locura, muerte, suicidio, enfermedad:

«Para el hombre existía un espacio social que habilitaba la bohemia y que daba un sentido a sus formas exteriores. La calle, el café, la noche han sido espacios permisivos para la bohemia masculina. En cambio la bohemia de María Eugenia es un acto desesperado: no hay juego, no hay humor, porque no hay espacio social para ejercerlo. En la bohemia de María Eugenia hay un ser ganado para la muerte»16.



La vida como arte, el dandismo asumido como algo ornamental frente a la opresión ambiental completa la imagen del escritor y supone una notable ayuda para la proyección de la obra. Pero la audacia de una Agustini que se pasea con un vestido rojo y un sombrero estrafalario o una Vaz Ferreira que frecuenta las tabernas no son contempladas del mismo modo. Ello implica que la asunción de la diferencia como actitud vital sea mucho más dramática y problemática y más que como un mecanismo de liberación, al menos en primera instancia, funcione como torturada y autodestructiva búsqueda de una identidad negada. La lógica de lo performativo y teatral que sirve al dandi para hacer de lo excéntrico y periférico una nueva suerte de centralidad y canon mediante la exageración de determinados rasgos atribuibles hasta ese momento exclusivamente al género femenino -la elegancia extrema, el cuidado del cuerpo-, no puede ser asumida sin problemas cuando la dandi es una mujer. El dandismo, cuando es asumido por el sujeto femenino, sitúa a éste en la tesitura de poder contemplar la estética modernista como mera construcción, como formulación compulsiva de un deseo que pugna por convertirse en naturaleza. De esa dialéctica, y de la peculiar posición que en ella ocupa el sujeto femenino, nacen buena parte de los rasgos que contextualizan la escritura de estas autoras. Carina Blixen afirma a este respecto:

«El hecho de que las mujeres del Novecientos, las intelectuales burguesas no pudieran acudir a los cafés ni andar solas por la calle, está marcando de qué manera eran excluidas de la ciudad y de una posibilidad de contactos intelectuales y afectivos que fue fundamental para el crecimiento "profesional" de los hombres. Delmira escribe a su amigo André Giot de Badet: "estuviera en Europa, [...] tendría derecho de sentarme sola en la terraza de un café, sin que la mitad de la ciudad gritara escandalizada". Osvaldo Crispo Acosta recuerda un encuentro con María Eugenia Vaz Ferreira en el que esta se había mostrado feliz porque "había llegado sola en tranvía a las afueras de la ciudad; había descendido sola del tren, entre un montón de gentes severas; y en medio de la calzada, sola, imperturbable ante la estupefacción de todos, había esperado y tomado, sola, para regresar, el primer tren que volvía al centro [...] ¡Vengo de épater les bourgeois!, nos dijo triunfalmente17.



Una última observación interesante sería la constatación, por otra parte, del dandismo como una posibilidad a la que acceden sólo las escritoras pertenecientes al mundo burgués -Delmira Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira o Teresa de la Parra- puesto que las autoras provenientes de las clases medias y obreras -Alfonsina Storni, Gabriela Mistral- prefieren desplazarse hacia la radicalización feminista como forma de debate del modernismo canónico y, sobre todo, como propuesta de vida más acorde con su doble marginación.

Concluyo con una cita que hace hincapié en la dificultad de encontrar «modelos femeninos» no estereotipados en el «postmodernismo» estético o vital, lo que revaloriza el intento de nuestras autoras:

«Elaborar una identidad que asimilara la ruptura y la continuidad fue un proceso complejo que necesitó modelos y una plasticidad de la que estos muchas veces no proveían»18.







 
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