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Modernismo no-exotista. ¿Cotidianismo, Familiarismo, Humildismo?

José María Martínez Cachero1





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La denominación que va en el título (en su primera parte: palabra subrayada) -y que también pudiera ser exterior (Modernismo exterior) o típico (Modernismo típico)-2, se debe a Juan Ramón Jiménez y procede de su artículo necrológico dedicado a Villaespesa, Recuerdo al primer Villaespesa, cuando recuerda la actividad desarrollada por su compañero literario en los primeros años del siglo: «Villaespesa seguía atravesando puertas, paredes y techos, como si fueran aire, en el mismo estado de inconsciencia disparatada, entreabierta siempre la boca, molde palpitante de la palabra de su rito, fija la vista, tras los lentes de su miopía, en su fin. Menos Villaespesa, todo había cambiado en aquellos años. Ahora regían los simbolistas franceses y Góngora [...]», para continuar refiriéndose a su gran facilidad y brillantez, no bien administradas: «Cierto; bien administrado, Villaespesa habría sido tanto o más que cualquiera de los que entonces y ahora nos administramos tan bien; habría sido todo lo que era, lo que iba a ser en su juventud. El modernismo exotista español, hispanoamericano y portugués. Los demás no fuimos sino accidente momentáneo»3.

A la altura de 1936 (que es el año de ambos párrafos) había ciertamente perspectiva histórica para considerar lo que tanto el Modernismo   —412→   como sus cultivadores habían supuesto en la marcha de nuestra poesía, dado que desde esos años iniciales evocados por Juan Ramón a 1936 habían ocurrido, entre otros, hechos tan importantes como: la evolución sufrida en su poesía por algunos relevantes modernistas -dígase nada menos que Rubén Darío y Juan Ramón; no así, Villaespesa-4; la muerte -1916- de Rubén; la aparición de nuevas generaciones, en algún caso -el del grupo Ultra, por ejemplo-, enfrentados sus integrantes al Modernismo, constituyendo una segunda y diferente etapa dentro del conjunto anti-Modernismo.

Evolución (hemos dicho) que se realiza dentro de una clara práctica modernista y que viene naturalmente impuesta por el paso del tiempo, así en el desarrollo de este movimiento -sus varias etapas, una de las cuales fue la de irrupción, combativa o de ruptura-, como en el ánimo de sus militantes. Después de Azul, 1888, y de Prosas Profanas, 1896, el autor de Cantos de vida y esperanza, 1905, abre este su tercer libro importante con un poema, confesión sincerísima y hasta patética, en el cual declaraba:


Yo soy aquel que ayer no más decía
el verso azul y la canción profana,
en cuya noche un ruiseñor había
que era alondra de luz por la mañana.
[...]
[...]
La torre de marfil tentó mi anhelo;
quise encerrarme dentro de mí mismo,
y tuve hambre de espacio y sed de cielo
desde las sombras de mi propio abismo.



Esas sombras y ese abismo harán más grave y honda la voz del poeta y, al tiempo, le llevarán a abandonar lo que Unamuno veía con disgusto y llamaba «esas guitarradas»5; por ello encontramos en Cantos... poemas   —413→   tan significativos, a más de excelentes, como Lo fatal, que cierra, o el titulado (n.º XXVII) De otoño, con los siguientes ocho versos de entrada -tan marcados temporalmente: hora, minuto, año; con la decisiva exclamación del último verso-:


Yo sé que hay quienes dicen: ¿por qué no canta ahora
con aquella locura armoniosa de antaño?
Esos no ven la obra profunda de la hora,
la labor del minuto y el prodigio del año.
Yo, pobre árbol, produje, al amor de la brisa,
cuando empecé a crecer, un vago y dulce son.
Pasó ya el tiempo de la juvenil sonrisa:
¡dejad al huracán mecer mi corazón!



Algo por el estilo sucede a Juan Ramón Jiménez, en un proceso no muy largo de duración, pero grande en consecuencias, que va desde su modernismo inicial, recogido en los dos libros de 1900 -Ninfeas, Almas de violeta-, ostentosos y tópicos en grado sumo, hasta los que vieron la luz en 1904, tal como recordaría él mismo muchos años más tarde6: «[...] salí de Moguer para Francia. Viaje y Francia me hicieron reaccionar contra el modernismo, digo, contra mi modernismo, porque yo estaba comprendiendo ya que no era aquel entonces mi camino. Y volví por el de Bécquer, mis rejionales y mis extranjeros de antes, a mi primer estilo con la seguridad instintiva de llegar algún día a mí mismo, y a lo nuevo que yo entreveía y necesitaba, por mi propio ser interior. En Burdeos, donde viví un año, escribí la mayor parte de mis Rimas, tituladas así por Bécquer [...] y me aficioné a los nuevos poetas franceses del Mercure [...]. Al año siguiente, de vuelta en Madrid, publiqué un librillo demasiado sentimental (Rimas, 1902), peligros de la reacción y de la enfermedad juvenil». (Seguirán casi inmediatamente: Jardines lejanos y Arias tristes, 1904). Con estos dos o tres títulos nuestro poeta se hacía acreedor a la definición-caracterización de su talante y de su   —414→   obra que resulta bastante habitual a la altura de 1905 y 1906: legítimo sucesor de Bécquer; poeta lírico e íntimo7.

Este nuevo y personal camino no sería abandonado ya (antes bien, corroborado) por Juan Ramón, que en un conocido poema de Eternidades volvería sobre el proceso evolutivo de su poesía en relación con el Modernismo:


«Vino, primero, pura,
vestida de inocencia.
Y la amé como un niño.
Luego se fue vistiendo
de no sé qué ropajes.
Y la fui odiando, sin saberlo.
Llegó a ser una reina,
fastuosa de tesoros...
¡Qué iracundia de yel y sin sentido!
...Mas se fue desnudando.
Y yo le sonreía.
Se quedó con la túnica
de su inocencia antigua.
Creí de nuevo en ella.
Y se quitó la túnica,
y apareció desnuda toda...
¡Oh pasión de mi vida, poesía
desnuda, mía para siempre!»8.



Tres etapas (o épocas) -acaso sean solamente dos, pues primera y tercera pueden unificarse-, de muy desigual extensión y originalidad, sucediéndose   —415→   inmediatamente (pero, ¿de manera tan nítida?), es lo que presentan tanto el texto en prosa de 1946 como el poema de treinta años antes, en cuyos versos primero y último pura y desnuda -¿la misma sustancia con nombre diferente?-, deseo y realidad, dejan paso (versos cuarto y noveno) a una situación indeseable y, por fortuna, efímera: engañosa «reina fastuosa de tesoros».

El Modernismo que Juan Ramón llamaría exotista, y que diríase exclusivo y excluyente en la época de lucha e implantación primera, tenía mucho de extraño y deslumbrante, tal como señalara Monguió respecto del peruano José Santos Chocano, al escribir que éste «deslumbró a sus compatriotas [con] la irreprimible facilidad de elocución, la torrencialidad y plasticidad de sus imágenes, la amalgama que sus versos presentan de su visión de la naturaleza americana llena de exotismo [...] con los adornos de un incanismo o indianismo fastuoso y con un engolado hispanismo histórico, todo lo cual -que para nada afectaba las realidades del día- halagaba los variados atavismos de sus variados lectores o auditores»9. Algunos de los rasgos característicos de semejante modalidad o corriente acaban de ser apuntados respecto de uno de sus cultivadores, pero es necesario añadir otros que, curiosamente, coinciden con los aspectos de la poesía modernista más censurados por sus hostiles, a saber: Galicismo (léxico, sintáctico y mental), que llega a convertirse en galomanía. Escapismo o Evasionismo -con otras palabras: reclusión en la tan invocada torre de marfil, haciendo oídos sordos a la realidad externa al poeta; creación o repetición de un mundo aparte con sus criaturas y rasgos peculiares-. Verbalismo, que es atención a la palabra sólo por sus constitutivos fónicos, eligiendo así las de mayor sonoridad y brillantez. Rebuscamiento, oscuridad, una especie de nuevo gongorismo parece aflorar en esta poesía. Amoralismo o inmoralidad (según los casos), irreverencia incluso   —416→   cuando se recurre por los modernistas a una vuelta a lo profano (sensual y erótico) de elementos sacros -en esto repararían algunos eclesiásticos metidos a críticos literarios-10. Exotismo de apariencia o superficial que incluye ingredientes tan diversos como orientalismo (las chinerías y japonerías), helenismo (la mitología clásica, en lugar destacado), refinado ambiente versallesco-dieciochesco (abates galantes, por ejemplo), el cisne, transformado en vistoso y elegante emblema («los cisnes unánimes en el lago de azur», o los cuatro poemas que forman la serie «Los cisnes» en Cantos de vida y esperanza)11.

Si entendemos el Modernismo como un movimiento de considerables amplitud y significación -recuérdese que Juan Ramón lo estimaba como «un gran movimiento de entusiasmo y de libertad hacia la belleza»-12, cuya duración en el tiempo no termina con la muerte de Rubén Darío -1916-, y, por otra parte, no lo identificamos estrechamente con la obra de algún famoso militante -Modernismo igual a (en el sentir de algunos) a Rubendariismo-, es claro que consiente, una vez derrotada la oposición anti-modernista e impuesta su novedad, la existencia en su seno de corrientes diversas, perfectamente compatibles como simultáneas que son, presentes incluso más de una en el mismo poeta; de aquí que pueda hablarse de un modernismo exotista (acabo de señalar algunos de sus rasgos) y, contrariamente, de un modernismo no-exotista. Muy tempranamente, cuando faltaba desde luego la tan socorrida perspectiva histórica, en 1907, ya Andrés González-Blanco afirmaba13 que «no hay una sola escuela. Hay varias corrientes que a veces chocan, a veces armonizan»;   —417→   pasados los años (y ahora sí que con perspectiva), Federico de Onís señalaría14 el hecho de la diversidad -originalidad de todos y cada uno- y de la comunidad -deseo de cambio o innovación radical frente al anquilosamiento precedente-: «Mirar el Modernismo como una escuela es negar y destruir su propia esencia, que consistió en Rubén Darío como en su opositor Unamuno y en todos los demás hombres de valía de la época; en lo mismo que constituyó el valor de Martí, en ser individuales y únicos, en buscar la máxima originalidad personal por medio de la asimilación de las más varias influencias antiguas y modernas, [...]».

Aceptando este principio cabe referirse ahora, reduciendo ese panorama sincrónico, a dos corrientes que tenían representación en nuestro modernismo entrada ya la segunda década del siglo; sus señalamiento y valoración se deben a Ramón Pérez de Ayala, testigo bien acreditado, y con su doble texto15 prosigo la presente especulación. Por un lado, aquello que el riguroso contemplador estima inconveniente: «Hay hoy en España un buen acopio en versificadores (ruines versificadores) que gozan nombradía de poetas, cuya fantasía, de jaez eminentemente plebeyo y antipoético, consiste en describir el estuco como mármol, la patrona como princesa, el pato como cisne. Como si el estuco, la patrona y el pato no tuvieran también su poesía peculiar. Todas las cosas son igualmente poéticas. O mejor dicho: para el poeta todas las cosas son igualmente poéticas». Frente a semejantes falseadores -y el ya anti-modernista Pérez de Ayala rehúye dar nombres-, hay otros poetas, no menos modernistas (o modernos), que llaman a las cosas por su nombre y son capaces de beneficiar la carga poética ínsita hasta en las realidades más humildes; verdad es que tampoco nombra a nadie, pero sus palabras convienen a los poetas modernistas no-exotistas tras cuya presencia vamos: «[...] existe [el error común] de separar las cosas en cosas poéticas y cosas no poéticas, entendiendo por no poéticas las cosas cotidianas, usuales, comunes, en una palabra, las cosas familiares, y por poéticas las cosas insólitas o nunca vistas. Y no es así».

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Cotidianismo, Familiarismo, Humildismo también -tanto las cosas como las gentes humildes-, ¿cuál de ellas, si es que alguna complace, podría ser la denominación adecuada para la corriente (y los representantes de ella) que va a ocuparnos?16 Pero tal vez el nombre sea lo menos importante; se impone, pues, que atendamos a algunos poetas cuya obra me parece que cae dentro de ese ámbito; voy a ocuparme de tres asturianos -Ramón Pérez de Ayala, José García Vela, Andrés González-Blanco-, con libros de verso -La paz del sendero, Hogares humildes y Poemas de provincia, respectivamente -publicados en la primera década del siglo-, pero antes de hacerlo conviene añadir que tuvieron en la comunidad modernista algunos compañeros y amigos de parejo talante, como es el caso de Antonio Machado y de Fernando Fortún.

Soledades, galerías y otros poemas, el libro de 1907 y segundo de Antonio Machado, curado (si es que alguna vez hicieron presa en él) de «los afeites de la actual cosmética», ofrece significativa contribución al respecto, así: el poema que abre el libro y el apartado «Soledades» -El viajero-; y asimismo, los números III -«La plaza y los naranjos encendidos [...]»- y X -«A la desierta plaza conduce un laberinto de callejas [...]»- de ese apartado; el número XI -«Crece una plaza en sombra [...]»- del apartado «Galerías»; acaso algunos otros poemas. En todos ellos pueden advertirse situaciones, escenarios, tonalidades, léxico bien alejados de lo superficial y ostentoso, o de lo meramente sonoro y brillante. Tras el debido análisis de estos poemas (que aquí no es posible hacer), vendría el señalamiento de semejanzas con algunos de González-Blanco recogidos en sus Poemas de provincia, referidas especialmente a la topografía de la innominada ciudad de plazas recoletas y calles tortuosas pobladas de ruinosos y blasonados edificios.

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En el libro póstumo, Reliquias17, de Fernando Fortún (1890-1914), formado por poemas inéditos o dispersos en revistas, escritos aproximadamente entre 1907 y 1913, hay algunos que entran (o que se acercan muy mucho) en la corriente que nos incumbe, al tiempo que muestran notable parecido con otros debidos a cualquiera de los tres colegas asturianos; el oportuno análisis habría de hacerse a base de poemas como el número VI de la serie En tierra vasca -«Tibia y halagadora está la quieta estancia,/ dulcemente sahumada con espliego y romero./ [...]». Y en ella, un «sillón patriarcal», «el tic-tac soñoliento del reloj», «las cortinas de damasco, lacio y descolorido»; y el silencio, la paz y un recuerdo que cierra, de signo sentimental: «los puros amores de aquella virgen rubia,/ pálida y melancólica, [...]»-; o con las Notas provincianas (tal es el título de la serie) que integran los poemas Nocturno dominical, Cuartel en las afueras y La diligencia llega, en los que comparecen lugares, momentos, costumbres de la provincia con una tonalidad entrañable y melancólica.

Unidos o relacionados entre ellos por su condición de asturianos (aunque a Andrés González-Blanco le hubieran nacido en Cuenca); por la amistad (González-Blanco habló más de una vez, y con elogio, de Pérez de Ayala; García Vela dedicó a éste una parte de su libro); por su adscripción indudable, pero matizada, al movimiento modernista; por la pertenencia a la misma época (tiempo histórico más tiempo literario) ya que los años de los respectivos nacimientos se sitúan en la década de los ochenta del siglo pasado -1880, Pérez de Ayala; 1885, García Vela; 1886, González-Blanco-. Añadamos que vinculados con la tierra natal y asentados de diverso modo en ella; muy bullidores en Madrid en ese momento de juventud (que hemos elegido) -cuando publicaban libros y colaboraban en revistas, acudían a tertulias y eran antologados-, el primero y el último de ellos (no es el caso de García Vela). Pasado ese tiempo, su consideración hoy -la que su obra nos merece- es harto distinta.

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ArribaAbajoRamón Pérez de Ayala, «La paz del sendero», 1904

Si Rubén Darío caracterizó al autor de La paz del sendero, a poco de aparecido el libro, como uno «de los poetas que piensan», poseedor de «una voz de hondo y meditabundo poeta» y, también, de «una hermosa independencia de espíritu», inserto en el movimiento modernista que «dio vida a las letras españolas» (todo lo cual era muy cierto), importa que tengamos presente, asimismo, la caracterización que el propio autor hace de las piezas que integran este conjunto, «todas ellas de diapasón moderado» (dentro del modernismo ambiental)18.

Son diez y seis poemas de alguna extensión, que presentan relativa variedad métrica y rasgos modernistas diversos -en el léxico, pese a que Pérez de Ayala nunca dedicó atención a la palabra sólo por su valor fónico, o su rareza y sonoridad; en la presencia del componente sacro-profano, registrado en ocho ocasiones, aunque sea una presencia leve, breve y, también, tópica: meras alusiones (como llamar a la noche, por dos veces, ya mística, ya eucarística)-. Pero importa más el hecho de que nos encontramos ante una poesía muy entrañada o arraigada, autobiográfica en buena medida, aunque no literalmente noticiera; que propone un ideal de vida campesina y sosegada, posible en un espacio físico -y acaso también simbólico- donde existe la «casa amiga» que nos alberga como podría hacerlo «un amigo fiel». Aquí, los objetos viven como personas, en cuanto resultan materia de posible humanización -como sucede con la vieja butaca de gutapercha (poema Dos valetudinarios) considerada como «pobre anciana»-, o como (en el mismo poema) un tocador de caoba, al que cariñosamente califica de «viejo»; un objeto-un ser humano, y el primero visto como si fuese el segundo, unidos una y otro a la historia íntima de antepasados del poeta. Añádanse las evocaciones familiares, por una parte, y, por otra, los recuerdos de la infancia de quien escribe, que aquí -en esta casa, rodeado de estos objetos, en la compañía de personas que aún viven, en medio de este campo hermoso   —421→   y amigo- pasó días inolvidables, lo que carga de melancolía no pocos versos, estrofas y poemas completos.

Quedan señalados algunos rasgos de modernismo pero, en cualquier caso, de gran sobriedad en temática y expresión y, por lo mismo, de no pequeña distintividad respecto de otras especies por entonces más cultivadas y notorias -Modernismo exotista, en suma, frente al de nuestro autor, que no lo es-. Más: las comparaciones, que de cuando en vez aparecen en estos versos, suelen ser sencillas, fácilmente asequibles, a base de elementos de la realidad inmediata, campesina, sobre todo, utilizados como términos segundos de la comparación, establecida con el nexo como: «los grandes montes [...] son aurinos como la sidra de los aldeanos», o «esta tarde quieta, dorada como un fruto» (poema Madurez)19.




ArribaAbajoJosé García Vela, «Hogares Humildes», 1909

José García Vela nació en Oviedo, 1885, y murió en Navas del Marqués (Ávila) en 1913. Salvo una salida a Hispanoamérica, su vida transcurre en la ciudad natal, donde saca (febrero de 1909) Hogares humildes, libro de poemas, su único libro. Días después de su fallecimiento se recibió en Oviedo la noticia del premio concedido por la revista parisina Mundial Magazine, que dirigía Rubén Darío, al cuento de García Vela, El reloj del abuelo -relato que no tiene apenas vislumbres modernistas y sí su localización en un lugar de «la brumosa Asturias» (Pinedo de nombre), con unos personajes grises, buenos y sencillos, a los que llega, en un caso (el médico don Ramón), la muerte y, en otros (Rosario, la hija, y Antona, la criada), la tristeza más honda; el viento del misterio nocturno conmueve, como los golpes que suenan en la vieja casa, el ánimo de esas dos mujeres y el orden impuesto a los también viejos muebles-20.

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Lo incluye Onís en el capítulo quinto, Post-Modernismo (1905-1914), de su antología y, dentro de éste, en la primera de las tendencias o direcciones que el crítico-antólogo señala, la llamada «Modernismo refrenado. (Reacción hacia la sencillez lírica)», en la que acompañan a García Vela otros diez y ocho nombres, de los que sólo Enrique Díez-Canedo es español; se ofrece como muestra de su poesía el soneto II de Hogares... y se caracteriza al autor como «un excelente poeta, versado en el modernismo y en la poesía francesa, que produjo una casta y recogida poesía, inspirada en la vida interior y en la idealización de la vida vulgar de cada día»21.

La dedicatoria que encabeza el volumen resulta reveladora de la intención de su autor y, también, de la temática y la tonalidad más propia del conjunto ofrecido a continuación; escribe García Vela: «Mi libro es para mí. Mi libro es para una hoja seca, para una ventana, para la soledad de un camino, para una fuente humildísima; para todo esto que he visto, no sé dónde ni cuándo, y que ha dejado en el fondo de mi alma una extraña visión de paz». Tres sonetos con el título del libro lo abren y en ellos se canta y cuenta la sosegada dicha del amor de la esposa en la grata y modesta estancia familiar convertida en escenario cotidiano.

Siguen cuatro partes. Constituyen la primera -Ante todo lo amado-, recuerdos de la casa familiar y campesina de Coviella; son ocho poemas, de los cuales, siete están escritos en verso alejandrino. Las «pequeñas cosas», «que huelen a familia», unas veces, y que, otras, están en el entorno campesino, no menos entrañable y amado, son el fundamento argumental o asunto de todos ellos. Comparecen el abuelo, una vieja sirvienta, un viejo y grande reloj, humanizado como si de una persona más se tratara22. Todo esto, más el silencio ambiente, lleva la paz al ánimo del poeta-protagonista, tal como se echa de ver en el último poema de la serie:

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Callemos, alma mía. Que los recuerdos sean
perfumes del silencio como las oraciones.
Que nuestros ojos tristes todo el pasado vean
a la luz del rubí de nuestros corazones.
Y yo que he vuelto -como las negras golondrinas
a sus nidos de barro-, a esta mansión amada,
iré poniendo rosas en donde las espinas
de mi dolor dejaron mi carne ensangrentada.
¡Esta paz; esta paz que hacia mi vida viene
como un río pacífico; este santo rumor
de silencio, de alma y de cariño, tiene
a mi amargura llena de besos y de flor!



Vetusta (segunda parte), cinco poemas, supone el paso o salto a la ciudad, fácilmente identificable, entre otras cosas, por su nombre literario tomado a préstamo. Ciudad pequeña y silenciosa, antigua, eclesiástica, cuyas calles, casas, palacios, monumentos se inscriben en un muy acusado espacio físico y sentimental, a la manera del que es posible encontrar en los Poemas de provincia, de González-Blanco. Mayor diversidad (o menor unidad) existe en la tercera parte, titulada simplemente Poemas. En la cuarta y última, Lira, nuestro poeta paga su tributo al modernismo ambiente con metros, léxico y asuntos muy de ese momento, y quiebra así el hasta ahora tono habitual y más específicamente suyo; hay, verbi gratia, un poema, Junto al baño, protagonizado por un muy sensual fauno, y por idéntico camino van ¡Salud, Salomón! y Después de la orgía; modernismo también en los casos de componente sacro-profano: «un resplandor místico, litúrgico, de oro / antiguo, (tal un cáliz milagroso y sonoro)», que es una escenografía23.




ArribaAbajoAndrés González-Blanco, «Poemas de provincia», 1910

1902-1903 fue el último curso seguido por Andrés González-Blanco en el Seminario de Oviedo, cuya disciplina no convenía a su inquieto   —424→   espíritu ni, tampoco, a su carne, desasosegados uno y otra por unos «ojos aterciopelados»; tal vez se inició entonces una adolescente relación amorosa, cuyas vicisitudes reales y soñadas encuentran reflejo en unos versos que el poeta escribiría febrilmente, reunidos más adelante en el volumen Poemas de Provincia. Desde enero de 1904 hasta diciembre de 1909 se fechan las composiciones del mismo, algunas de las cuales habían sido anticipadas en las páginas de El Carbayón, diario ovetense, y en las de La República de las Letras, Madrid, semanario literario24.

Pudiera definirse tal conjunto como un cancionero amoroso bastante nutrido en el que se ofrece la historia de una pasión adolescente: buen número de momentos y sucesos de ella. El atractivo sexual y sensual no existe en la misma; el apasionamiento nunca llega a cimas de arrebatada adoración; el desenlace de la historia es triste para el protagonista masculino: boda de la amada con otro (boda de interés, que introduce prosaica impureza, manchada realidad en el conjunto), o ingreso de la muchacha en el claustro. Cualquiera de ambos desenlaces llena de pesar el ánimo del amante que cuando escribe, algún tiempo después de los hechos, recuerda, dolorido y desengañado, la ventura pretérita y pérdida.

Verano, domingo y tarde (más bien en su momento crepuscular) son las referencias temporales que con mayor frecuencia acuden a los poemas de que tratamos. Verano es, en la representación del poeta, atenuado ardor, coloración un tanto mate; domingo, día de somnolencia y descanso, el más vulgar y cotidiano de todos los días; tarde y crepúsculo son instantes en los que la existencia se siente con mayor intensidad, acaso más tristes y entrañables que otros instantes de la jornada. De la conjunción verano-domingo-tarde (crepúsculo) parece emanar un melancólico aroma; tal ocurre en el poema número XIII (enero 1905), donde se leen versos como los siguientes:

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Un coadjutor pasea, amodorrado,
el boneto caído,
bostezando, indolente, en la pereza
de la cansada siesta de verano.
Todas las casas tienen las persianas
y toldos corridos.
Reclinado en el ángulo del muro
de un arcaico edificio
ladra un perro sarnoso; y en el aire,
zumban, intermitentes, los mosquitos.
En la gran Catedral tocan a coro
y con paso furtivo
se desliza un canónigo, a lo largo
de un callejón sombrío.
A un portalón de estilo plateresco,
con su labrado escudo de granito,
asoma una reumática devota,
entregruñendo rezos y suspiros.
[...]
[...]
Y cuando el sol se oculte tras el cerro,
tras el cerro del Cristo,
y en la alameda se haga un gran silencio,
¡un silencio amarillo
y casi cadavérico!, un silencio
ahogado, como un féretro en el nicho;
un silencio mortal de camposanto;
silencio casi lívido
y fúnebre como un agonizante;
silencio fatigado y mortecino,
como una luz de vela que se apaga;
silencio comparable a ese crujido
que hacen las hojas secas
al caer de los árboles marchitas...



Tan larga cita da idea, en su primera parte, del ambiente provinciano, paralítico y opresor hasta la asfixia -personas, edificios, situación y escenario-, que rodea, y malogrará, la delicada inclinación del adolescente   —426→   protagonista; en los versos de la segunda parte, dejando a un lado la cadena comparativa de apesadumbrados eslabones (con la repetición anafórica de la voz silencio), tenemos ejemplo de la propensión del poeta (pero también del narrador y del crítico literario que fue González-Blanco) hacia la farragosa garrulería.

Prefiere Andrés González-Blanco el endecasílabo y el alejandrino en cuanto a versos; como estrofas, el soneto y la libérrima agrupación de la silva. Son frecuentes los versos que terminan en agudo y sorprende ingratamente encontrar acá y allá, demasiadas veces, versos mal medidos o torpemente acentuados25. 26








ArribaFinal

Es posible que, luego del examen efectuado y pese a su ligereza -cuestiones apuntadas más que desarrolladas-, resulte evidente la existencia de una corriente (y de unos poetas representativos) no-exotista, ni por dentro ni por fuera de los poemas, a la que no parece fácil adjudicarle una denominación aceptable puesto que los términos de Cotidianismo, Familiarismo y Humildismo, si bien tienen apoyo en la realidad literaria, acaso no resulten satisfactorios. Creo que no se trata por mi parte de ninguna especulación caprichosa y además del respaldo que ofrece la obra de los poetas en cuestión, hay textos ajenos, de historiadores y críticos, que muestran coincidencias al respecto.



 
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