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Modernismo/(Post)modernidad: La estética excéntrica de Agustini

Tina Escaja





Aprended a adorarla. Es muy joven.


Madame Pompadour1                


Incluida en el brillante grupo de intelectuales bautizado por Alberto Zum Felde como «la generación del Novecientos,» Delmira Agustini transcribe en su poesía la complejidad de un período en el que las propuestas más liberales y decadentes convivían con un conservadurismo a ultranza que extiende las contradicciones del diecinueve finisecular. Como afirma Zum Felde, «ninguna época, en efecto, más compleja, más sutil y más suntuosa en las formas todas de su cultura que esa del "fin de siglo" XIX, cuyo imperio crepuscular se prolonga amortiguándose, dos décadas de nuestro siglo» (Generación 199). A este criterio me atengo cuando asocio Delmira Agustini al diecinueve finisecular, período de crisis y cuestionamiento que se ha venido vinculando a la emergencia de la modernidad en occidente y que, como indica Zum Felde, se extiende a los inicios del nuevo siglo.

De hecho, el complejo fenómeno del «modernismo» hispánico, definido por Federico de Onís en 1934 como «la forma hispánica de la crisis universal de las letras y del espíritu que inicia hacia 1885 la disolución del siglo XIX... cuyo proceso continúa hoy» (XV), fue observado con cierta cautela al modo del concepto contemporáneo de la llamada «postmodernidad». Debo aclarar que en este estudio utilizaré los términos «modernidad» y «postmodernidad» como equivalentes de los términos en ingles respectivos: «modernity» y «postmodernity», conceptos que difieren de la corriente hispánica principalmente literaria denominada «modernismo», cuyo momento crepuscular fue conocido también como «postmodernismo». Asimismo, el «modernismo» hispanoamericano no debe ser confundido con el movimiento homónimo del Brasil por referir a un momento diverso de las letras brasileñas. La tendencia en Brasil equivalente al modernismo hispánico vino a denominarse «simbolismo».2

Delmira Agustini complica los postulados del modernismo y de la modernidad desde su condición de mujer inserta en un período de replanteamientos y reivindicaciones libertarias del que participan las propuestas feministas, propuestas que tuvieron limitada incidencia en el ámbito hispánico3. Los ideales libertarios y emancipadores en Hispanoamérica fueron monopolizados por un sistema patriarcal que mantuvo hacia la mujer las opresivas exigencias de la tradición, al tiempo que la transformaba en conveniente objeto de un postulado estético y político obsesionado con determinar la nueva identidad tanto nacional como cultural. La subjetividad de la mujer se mantuvo supeditada entonces a los valores libertarios anticoloniales que paradójicamente recreaban en la otredad femenina los principios de la opresión colonialista.

Como indica Nancy Hartsock a propósito de «la construcción del Otro colonizado» (33-38), y basándose en los criterios de Albert Memmi4, «el colonizado deja de ser sujeto de la historia y se transforma solamente en lo que no es el colonizador. Así, después de haber apartado al colonizado de la historia y de haberle prohibido el progreso, el colonizador afirma su inmovilidad fundamental» (35). Esta construcción del Otro como objeto diferente y devaluado que permite simultáneamente la trascendencia del sujeto que teoriza y define (Hartsock 36) se reconoce plenamente en las relaciones hombre-mujer, escritor-musa de la configuración modernista.

A fin de establecer un nuevo orden, una identidad propia en un contexto complejo de definir dada su condición polifónica, postcolonial, antiimperialista (Zavala, Colonialism), el intelectual latinoamericano instrumentaliza a la mujer y la adapta a unos valores que en definitiva perpetúan los principios totalizadores y alienantes de la Ilustración. Otras marginaciones se supeditarán a ese proyecto, un proyecto todavía vigente en Latinoamérica, entre las cuales se encuentran las diversidades indígenas y las clases campesinas y proletarias5.

Pero Delmira Agustini disiente, se resiste (voz ex-éntrica dentro de un discurso de resistencias) a ser articulada como mero objeto del programa político y estético de la modernidad y el modernismo. Su voluntad de individualidad supera en cualquier caso las nociones totalizadoras del período, particularmente en un contexto de modernidad problemática como lo era la sociedad montevideana/latinoamericana de su tiempo6. Es por ello que la sólida presencia de Agustini en las letras uruguayas complica e ilustra de algún modo la multiplicidad del fenómeno del modernismo en Hispanoamérica, complejidad que transcribe la autora a sus escritos.

Por una parte, Delmira Agustini participa de la confianza moderna en la capacidad demiúrgica, engendradora, del Verbo. En este sentido, la autora articula su poética en función de lo que Jean François Lyotard, en su relectura de Kant, denomina «Vocación por lo Sublime» (Postmodernidad 19) y que caracteriza al arte moderno. Según esto, el/la poeta se siente capaz de concebir lo absoluto, identificado en los textos de Agustini con el amante sobrehumano, pero al mismo tiempo se siente incapaz de representarlo. La confianza moderna en el lenguaje permite a Agustini aproximarse a ese Otro de forma «negativa», es decir, mediante la alusión, indirección y el silencio, utilizando recursos como la paradoja o la estrategia del sueño/ensueño.

En este sentido, Agustini se integra plenamente a la propuesta de la modernidad. No solo la concepción estética de Agustini se articula en torno a la modernidad, sino que también incluye en su obra los planteamientos más específicos de la estilística modernista. Musas, cisnes y palacios; paisajes eróticos y espirituales; concepciones existenciales y esotéricas; idealismo, fetichismo, preocupación formal, son moneda corriente en su obra. Y sin embargo, la utilización de esas mismas imágenes y conceptos adquiere en el yo poético de mujer nuevos y sorprendentes significados que descentralizan las concepciones modernistas al tiempo que las registran en sus premisas liberadoras, revisionistas y estéticamente críticas.

La invención misma de un amante sobrehumano apunta a esa apropiación de la tradición moderna y modernista. Instaurada en sujeto de creación, Delmira Agustini, al modo del intelectual moderno, construye a un Otro a partir del cual se trasciende a sí misma como omnipotente y definidora. Esa premisa de la construcción del poder aparece entonces reapropiada por el sujeto definidor y teorizador, «moderno», de Agustini quien subordina a un Otro paradójicamente divino y trascendente. Al mismo tiempo, los términos utilizados para la reapropiación apelan muchas veces al cuerpo de la mujer y literalizan por lo mismo los conceptos abstractos de «concepción», «engendramiento», y capacidad «creadora». En este sentido, la estética de Agustini amplía lo que Cathy L. Jrade denomina «reto de la modernidad» («challenge of modernity») propio del proyecto modernista (2) al legitimar el conocimiento en función no exclusivamente «racional» sino también vaginal, sexua1, reproductiva.

Por otra parte, la inscripción de Agustini de un sujeto que, al tiempo que afirma la modernidad la desestabiliza al presentarse desde la voz marginada de la mujer, se formula en el filo mismo de la modernidad7 e insinúa la inminencia postmoderna. Como iré argumentando a lo largo del libro, Delmira Agustini, si bien complica tales clasificaciones, podría considerarse postmoderna avant-la-lettre en su especificidad creativa y excéntrica; en su preferencia estética por la metonimia y la auto-reflexión; en la elaboración sobre el fragmento, arquetipo de la postmodernidad8.

Según esto, las peculiaridades de Delmira Agustini ubican a la autora en una especificidad que escapa a los planteamientos amplios y centralizadores de la modernidad. Esta problemática ad hoc, de joven escritora en el ambiente sofocante montevideano, un ambiente restringido también por los postulados fetichistas del modernismo, sintoniza con la pluralidad discursiva que Nancy Fraser y Linda Nicholson rescatan del proyecto postmoderno para el feminismo (26). Al mismo tiempo, la especificidad de Agustini apunta a la «desviación de la autora con respecto a un canon moderno y modernista en el que paradójicamente Agustini basa su estética. Si por una parte, Delmira Agustini desea integrarse plenamente a los postulados literarios tiempo, por otra descentraliza esos mismos postulados al apropiarse del discurso poético, exclusivo del hombre, reelaborando imágenes y conceptos de la tradición para expresar una nueva y peculiar subjetividad. Incluso socialmente Agustini se mantiene fiel a las normas, a modo de «Nena» obediente a las convenciones burguesas, y al mismo tiempo las transgrede al presentarse como poeta, como divorciada, y finalmente como amante de su ex-marido. La expresión moderna y modernista de Delmira Agustini se formula entonces desde el margen del planteamiento canónico y normativo, desde una excentricidad tanto social como literaria que la poeta articula en estrategias consideradas asimismo postmodernas como la dislocación de expresiones, el uso de metonimias, y la retórica de la ruptura.

Gwen Kirkpatrick considera los recursos descentralizadores e innovadores de la estética de Agustini un anticipo de la experimentación vanguardista (Limits 389). Sin embargo, mientras la vanguardia rechaza y rompe con la tradición dentro de una modernidad confiada, la estética de Agustini trabaja desde el centro del movimiento, desconfía del mismo pero no lo rechaza. En este sentido Agustini anticipa la postmodernidad, en ese reto implícito a las nociones dominantes que la postmodernidad cuestiona, «but not deny», precisa Linda Hutcheon (6).

La incidencia en las imágenes de la fragmentación, que Lyotard asocia a la condición postmoderna (Postmodernidad 2l), convive entonces en la estética de Agustini con un cuestionamiento de los «metarrelatos» que informan el canon de la modernidad9. Linda Hutcheon apunta esa necesidad postmoderna de repensar y reconstruir las formas y contenidos del pasado, «working within conventions in order to subvert them» (5). Entre las estrategias revisionistas y subversivas de la tradición moderna/modernista se encuentran en la obra de Agustini la personalización e implícita corrección de ciertos mitos como Salomé, Pigmalión, Leda y el Cisne, y en particular el mito de Orfeo, paradigma de la postmodernidad según la lectura de Ihab Hassan.

Por otra parte, la ambivalencia de la estética de Delmira Agustini ante los conceptos apuntados de modernidad/modernismo y también de postmodernidad, revela, en definitiva, la ineficacia de los mismos a la hora de definir la poética de las intelectuales latinoamericanas. En el caso específico de Agustini, resulta sintomática la evolución de su estética desde un discurso moderno que domina en particular su primer poemario, articulado en torno a imágenes de la fragilidad, a otro discurso irreverente, transgresor, que destaca en su obra más madura y personal, y que se presenta bajo el signo de la fragmentación. Será la apropiación de ese signo el elemento más concluyente de la autora, en su voluntad continua de unidad estética, pero también personal de afirmación y legitimación como intelectual mujer y poeta.

La imagen de «Salomé decapitada» funcionaría entonces como alegoría última que invierte violentamente la percepción del canon al tiempo que apunta a la estética de la fragmentación. De la misma participan los escritos de Delmira Agustini, pero también la propia autora involucrada en un planteamiento canónico que sistemáticamente desmembra el cuerpo de la mujer. Ese afán de desmembramiento y silenciamiento de la mujer se remonta a la tradición petrarquista cuyo influyente modelo de mujer fragmentada, como evidencia Nancy Vickers, permite al poeta formular su propia voz y su sentido de unidad10. A propósito del tratamiento petrarquista del mito de Diana en la voz de Acteón, Vickers concluye: «his speech requires her silence. Similarly, he cannot allow her to dismember his body; instead he repeatedly, although reverently, scatters hers throughout his scattered rhymes» (279).

A través de la fragmentación de la mujer, el sujeto que desmembra (observador, colonizador, poeta) adquiere entidad unívoca y trascendente. Delmira Agustini amenaza con dis-locar la tradición y re-definir el canon (y con él la presuntas univocidad del hombre) al presentarse a sí misma como sujeto trascendente y unívoco. Su redefinición del canon afecta a los conceptos de modernismo, postmodernismo, modernidad, desde un posicionamiento ex-céntrico que relativiza tales nociones.

El precio de su transgresión fue alto. De algún modo, la muerte violenta de Delmira Agustini, provocada por dos tiros en la cabeza efectuados por su ex-marido y amante, señala la incidencia final de la alegoría de la fragmentación, del deseo de apropiación y revisión del canon sagrado que simboliza la cabeza del Bautista.




Delmira Agustini y el contexto modernista

Cuando en 1907 Delmira Agustini publica su primer volumen de poemas, El libro blanco (Frágil), Rubén Darío había publicado su obra de mayor influencia modernista optando entonces por una atenuación de los rasgos del movimiento que vendrá a definirse en la terminología hispanoamericana como «postmodernismo». Dos años más tarde, en 1909, Filippo Tommaso Marinetti presenta el «Manifesto del Futurismo» que impulsará las vanguardias, y cuyas fórmulas más populares fueron la exaltación de la velocidad, la preferencia del automóvil a la Venus de Samotracia, la glorificación de la guerra, «y el desprecio a la mujer»11.

El credo literario modernista había sido definido por el poeta nicaragüense en términos decididamente masculinistas y sexuales: «»Y la primera ley, creador: crear. Bufe el eunuco. Cuando una musa te dé un hijo, queden las otras ocho encinta» (Prosas 170). Poco antes afirmaba aludiendo a la inspiración carnal suscitada por Eva: «Varona inmortal, flor de mi costilla. Hombre soy» (169).

«That is a woman», determinará asimismo Rubén respecto a Delmira, (CV 198). La frase, que invierte a propósito la formulación de Shakespeare, apareció en el «Pórtico» que Darío concede al tercer libro de Agustini, Los cálices vacíos, publicado en 1913, un año antes de la muerte violenta de la poeta. En el breve elogio, Rubén señala paralelismos con el misticismo de Santa Teresa, además de otras cualidades en la que considera «deliciosa musa» (CV 198).

Calificaciones de «ángel encarnado» (Medina Betancort, Agustini, PC 65), «Nueva Musa de América» (Herrera y Reissig, Agustini, PC 245), «joven diosa» (Zum Felde, Prólogo 27), eran habituales entre un paternalismo sorprendido ante el «problema» o «milagro» de Delmira: «No debería ser capaz», insiste Vaz Ferreira apelando directamente a Delmira, «no precisamente de escribir, sino de "entender" su libro» (Agustini, PC 187). La «pitonisa» «gordita y cursi» que contrasta con ironía Emir Rodríguez Monegal (44), tenía entonces veintiún años, dieciséis cuando la «virgen rubia» se acercó por primera vez a la redacción de la revista La Alborada a entregar los manuscritos de sus primeros poemas «que pulió con sus manecitas de muñeca» y que «les» recitó a los presentes «con una entonación delicada, suave, de cristal, como si temiera romper la madeja fina de su canto, desenvuelta en la meca de un papel delicado y quebradizo como su cuerpecito rosado, como el encaje de sus versos»12.

La distorsión de la imagen de Delmira Agustini, -mujer en absoluto frágil tanto en su presencia física como intelectual,- en una época que privilegia el culto a la fragilidad y a la minusvalía en la mujer13, podría asociarse a una estrategia implícita del poder basada en el modo en que se representa a la misma. El análisis postestructuralista, afirma Whitney Chadwick, ha demostrado «that one way that patriarchal power is structured is through men's control over the power of seeing women» (11). De este modo, la mujer, al igual que la poeta o artista, censuradas estas últimas en términos de monstruosidad y de ridiculez14, deben hacerse texto, lienzo o verso para poder ser aceptadas; deben constituirse en el mito tradicional dicotómico de perversidad y pureza, mito acentuado en un período de crisis de valores que define tanto al modernismo como a la modernidad desde sus primeras formulaciones.

En un momento en que se pretende compensar el desengaño creado por el positivismo científico mediante el idealismo filosófico y la fascinación por lo oriental y lo esotérico, la mujer adquiere en la imaginación finisecular una posición de exotismo y sensualidad malvada, de objeto refinado en un mundo de objetos decorativos de ondulaciones orgánicas. No obstante, el Art Nouveau es un arte de voluptuosidades sin desnudos, afirma Lily Litvak (2). Frente al desbordamiento erótico que despliega la Belle Epoque, sustentado por los estudios sobre la sexualidad que atiborran las librerías y fomentan una proliferación de discursos sexuales que Foucault vincula a las relaciones de poder (Nead 6), permanece un puritanismo a ultranza que cultiva la minusvalía en la mujer al tiempo que le exige que ignore su cuerpo o, en términos radicalmente opuestos, que lo explote (Litvak 182). La sexualidad «no existe» en el limitado ambiente de una burguesía provinciana como la uruguaya del Novecientos, condicionando, según Emir Rodríguez Monegal, los destinos trágicos de aquellos que encarnan en sí mismos los ideales de ruptura, rebelión y poesía maldita propios del ideal decadente modernista.

Rodríguez Monegal ejemplifica tales destinos en la vida y obra de Delmira Agustini y del poeta coetáneo Roberto de las Carreras, representantes «malditos» del reducido ambiente uruguayo. Si en palabras del crítico, «el don Juan satánico», Roberto de las Carreras, murió trastornado, «la ninfomaníaca del verso», como define Rodríguez Monegal a Delmira Agustini (9), fue asesinada de dos tiros en la cabeza disparados por su ex-esposo en el último de sus encuentros clandestinos, en julio de 1914. Las consecuencias trágicas se extienden a otros representantes del período, particularmente mujeres, como se indicó en la introducción.

La hipocresía finisecular no admite, por lo tanto, que los delgados límites en la variedad de discursos sean transgredidos, favoreciendo multiplicidades con frecuencia contradictorias, como parecía ser el caso de la personalidad y de la obra de Delmira Agustini. La supuesta «doble vida» de la poeta uruguaya resulta, por lo mismo, mucho más compleja de lo que se ha venido apuntando en los trabajos que se le han dedicado, y afecta igualmente a otras entidades del período. Parte del problema se rastrea en una biografía de la que se ha abusado con morbosidad en muchos de los acercamientos a la poesía de Agustini, como censura Nydia I. Renfrew (8). No obstante, resulta importante señalar los aspectos circunstanciales en una aproximación ...«ginocrítica» que permita analizar, entre otros, los elementos de ansiedad y de orfandad intelectual propios de las aspirantes a «autoridad» o «autoras» de finales del siglo XIX y principios del siglo XX15.

Los recursos de que se disponía entonces eran limitados y exigían un gran esfuerzo de creatividad en la mujer para que esta pudiera alcanzar el grado de autorrepresentación necesaria con una iconografía que solo la admitía como objeto, y como tal se silenciaba. Según el criterio de Sandra Gilbert y Susan Gubar en su aproximación a las autoras anglosajonas, la ansiedad que experimentan las escritoras de este período de exploración no es tanto la ansiedad masculina de influencia respecto a una tradición milenaria («anxiety of influence»), sino que, por el contrario, se trata de una «ansiedad de autoría» («anxiety of authorship»)16. En un paralelismo psicoanalítico, que revela el patriarcalismo literario, se ha observado con frecuencia el sentimiento «castrador» ante la influencia del predecesor-padre en los intentos creadores del autor masculino. Por el mismo criterio, la mujer se mantiene en una situación diferente que le impulsa a buscar en sus predecesoras la autoridad a modo de solidaridad en vez de rechazo. Si el autor se enemista con la lectura de sus predecesoras para sobrevivir, la autora, para conseguirlo, precisa enemistarse con la lectura que la ha definido hasta entonces y que la incapacita para la creación. La mujer autora, en definitiva, se vale de la «re-visión» para sobrevivir (Gilbert y Tïubar49).

El análisis feminista establecido por Sandra Gilbert y Susan Gubar al respecto señala el debilitamiento que supone tal esfuerzo en las nuevas autoras, debilitamiento que conecta con el culto a la fragilidad enfermiza de la sociedad vigente. La obligación de mantenerse dentro de las dicotomías implica, también en criterio de Showalter, un debilitamiento en la subjetividad de la mujer bajo las presiones sociosexuales de la época. La aspirante a autoridad literaria debía convivir con su propia interiorización de un sentimiento de inferioridad y desposesión lingüística y normativa. De este modo, la escritora tiende a manejar ambos discursos, o los multiplica en un intento de autodefinición que permita, en medio de continuas paradojas, legitimarla.

La variedad sociotextual de Delmira Agustini es un buen ejemplo de tal polivalencia. Permitida su voz gracias a los extraños pliegues de la polisemia burguesa, la escritora admite enmudecer para encarnar el papel de texto, de página en blanco susceptible de que las fantasías masculinas la escriban y describan de acuerdo con unos criterios que, en definitiva, la ignoran como «autora». Si Delmira se decide a hablar, los artífices del canon no la escuchan, con lo cual la devuelven a su estado «natural» de silencio, a una imposición sociocultural que ve en la artista mujer lo inapropiado y antinatural, o en todo caso destacan cualidades «femeninas» incorporadas a esa misma construcción.

Y sin embargo, Delmira Agustini llegó a ser aplaudida por sus coetáneos hasta el punto de ser admitida como parte integral de la prestigiosa «generación del 900» que en palabras de Zum Felde «habría de dar a las letras uruguayas nombres y obras de categoría superior a las logradas hasta entonces» (Generación 199). Este elogio no excluyó el desconcierto que la transgresión y originalidad de los textos de Agustini causó en su tiempo y que en último término suprimió a la autora del canon modernista. Como acertadamente afirma García Pinto en su comentario sobre la recepción de Agustini, lo cierto es que la autora uruguaya «desestabiliza el pensamiento crítico de sus contemporáneos» (37). Ese sentimiento desestabilizador, que llegó a afectar a los criterios del propio Zum Felde (García Pinto 36-37), se expresa en la anotada textualización y silenciamiento de que fue objeto la escritora uruguaya.

Los ejemplos de tratamiento asimétrico entre Agustini y sus compañeros de generación son muchos. Cuando Delmira Agustini hace intentos ingenuos de dialogar con sus colegas, bajo la máscara tentativa de la inferioridad y de la disculpa -«Perdón si le molesto una vez más», indica en una de sus cartas a Rubén Darío (Correspondencia 43), la autora recibe consejos paternales y una desoladora incomprensión. La «eterna exaltación dolorosa» que confiesa Agustini a Darío es respondida por este con un sucinto: «Tranquilidad, Tranquilidad» (Correspondencia 43). A la pregunta de Delmira ante la inercia del casamiento, al negarse ella a firmar el contrato matrimonial: «¿firmo o no firmo?», se responde con sorpresa y un paternalismo que resultará funesto para Agustini: «Ella duda, trepida, ciertamente, y el día de su matrimonio... rehusa firmar el acta que la va a ligar para toda la vida. ¡Escándalo! Todos la hacen razonar, insisten ...»17.

Pero Delmira se adapta a los mecanismos de un juego social y literario que ella misma emplea, si bien es consciente del fondo de soledad que implica: «Cantaré más porque me siento menos sola. El mundo me admira, dicen, pero no me acompaña» (Correspondencia 49). La poeta reacciona a los consejos paternalistas del que considera su «confesor», Rubén Darío, con un ripio al estilo modernista: «escúlpame sonriendo» (Correspondencia 46). «La Nena» se dirige durante años a su novio y futuro asesino, Enrique Job Reyes, con diminutivos de bebé: «Mi vida! yo tiero, yo tiero... y yo tiero una cabecita de mi Quique que caba men aquí adento» «[figura dibujado un corazón]» (Correspondencia 28). En cuanto a la supuesta «vulgaridad» de su matrimonio (Silva 62), Delmira resuelve la separación casi inmediata.

De hecho, las imágenes que aparecen en las cartas de Delmira Agustini reflejan muchas de las metáforas de su poesía. La «textualización» de que era objeto la autora por la crítica de su tiempo se extiende, entonces, a su propia construcción del mito. Entre las imágenes más audaces destacan las que aluden a la decapitación, tópico finisecular que Delmira subvierte al darle voz de mujer, y al que me referiré más adelante en este estudio. Las imágenes de la decapitación dieron lugar a un conocido comentario que hizo Miguel de Unamuno a Delmira: «¿Y esa extraña obsesión que tiene usted de tener entre las manos, unas veces la cabeza muerta del amado, otras la de Dios?» ( Silva 155). El autor añade poco después: «Sí, una mujer no puede ofrecer a un hombre nada más grande que su destino» ( Silva 166).

Bajo las limitadas opciones se mantienen, sin embargo, los posibles sentimientos de decepción, rechazo e intimidación. La realidad es que Delmira no dialogó con Rubén, por mucho que este llamara a la «musa» su igual. La autora pareció cometer un error al casarse, quizás como resultado de una «duplicidad» que Clara Silva califica de «juego terrible» (36). En cierto modo, la tragedia fue que en el supuesto «juego» del matrimonio en que incurrió la autora, al final solo intervenía ella misma y Enrique Job Reyes, quien ha sido considerado por la percepción machista -evidente en los periódicos sensacionalistas que registraron el suceso del asesinato de Agustini,- como «víctima» de Delmira. Finalmente, la Nena mantuvo las ruinas del mismo juego en los encuentros clandestinos con su ya ex-marido que garantizaban, de algún modo, cierta liberación sexual. «Hoy se soluciona todo», pareció anunciar feliz el día en que iba a ser asesinada... ¿Fue así?18

La vida y la muerte de Delmira Agustini impregnan una obra brillante cuyo carácter de «excepción» inquietó a la sociedad de la época porque demostró no solo capacidades poética magistrales, sino también una sensualidad que se pretendía inexistente entre las damas atrofiadas por una educación represiva. El «milagro de Delmira» no lo constituyó tanto la indudable calidad y naturaleza de sus versos, como el hecho de que llegaran a publicarse y a admitirse con mayor o menor reserva. Los miedos del paternalismo vigente pretendieron compensarse con la construcción o textualización de la «musa», pero no impidió que la tal excepcionalidad invitara todavía al cuestionamiento.

Delmira Agustini disponía de «un cuarto propio»; de una admiración casi religiosa por parte de su madre; de un padre moralista que, sin embargo, transcribía sus trabajados y sexuales versos; de una muñeca que simbolizaba todo el mito externo de la Nena y, como tal, potenciaba la visibilidad por el adorno y la invisibilidad desde su mudez en el sillón de la esquina del «santuario» donde Delmira escribía19.

La duplicidad del contexto permitió dar voz a Delmira Agustini. El análisis de sus versos nos devolverá esa voz, a modo de indicio de otras muchas voces que resuenan desde el potencial de sus silencios de página en blanco.





 
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