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ArribaAbajoOpiniones

En los últimos tiempos, una serie de revistas especializadas nos acercan las opiniones de los hacedores del teatro argentino y estas reflexiones ajenas nos permiten revisar nuestra propia mirada sobre distintos momentos de ese teatro.

Roberto Cossa, por ejemplo, deja en claro que los autores del sesenta (Rozenmacher, Talesnik, Halac, Somigliana, De Cecco, Walhs y el propio Cossa) generaron el primer cisma generacional entre los independientes y que ellos supieron diferenciarse de la generación anterior: «A diferencia de la épica de grandes elencos que se venía haciendo en el teatro independiente, un teatro con finales heroicos porque era además instrumento de una acción política, hicimos un teatro más cotidiano, íntimo, y sobre todo con antihéroes; aunque en algún sentido también se podría decir que para matar a los padres escribimos como nuestros abuelos». Y también sabrá aclarar Cossa las dos corrientes que se generaron en esos años y que conformaron, a pesar de ellos mismos, una verdadera competencia estética: «Desde el Di tella surgió otra línea a la que se asoció con el absurdo, Griselda, Pavlovsky. Al principio se nos provocaba a considerarnos antitéticos pero luego nos fuimos hacia un teatro más imaginativo así como los otros se acercaron a cierto cotidiano, nos fuimos mezclando».

Ricardo Halac, perteneciente a la generación y a la corriente realista de Tito Cossa, va más lejos y parece sentirse parte de aquel teatro didáctico de los primeros independientes, aunque conciente de las transformaciones que el tiempo les fue imponiendo a él y a todo el teatro argentino: «Nací con una estética teatral y ahora vivo en otra totalmente distinta. Cuando empecé había un modelo de teatro ostensiblemente didáctico que se dirigía a la conciencia, un teatro que iba al problema que quería contar y se despojaba de temas secundarios. Eso modelo hace tiempo que es inexistente».

Mauricio Kartún, perteneciente a la generación del setenta, parece compartir con los anteriores esa sensación de haberse iniciado en una realidad teatral a la que él mismo fue trastocando: «Mis primeras producciones teatrales estrenadas corresponden a la efervescencia de la época en la que fueron escritas, a principio de los 70. Eran años de corrección política... A partir de "Pericones" (1987) eso cambia en mi teatro. Aparecen la irreverencia y la incorrección.» Y tal vez a causa de esa «irreverencia» y de esa «incorrección» de la que habla Kartún, nacen los dos componentes más destacados por dicho autor con respecto al arte teatral: «El teatro tiene dos aspectos apasionantes. El primero es el propio concepto de teatralidad. Es decir, hay un cuerpo vivo, frente a mí, desarrollando un acto hábil, sorprendente, de tal manera que yo siento. Yo soy testigo privilegiado de esto que está pasando frente a mis ojos y que no va a volver a repetirse... Y el otro aspecto relevante del lenguaje teatral es lo coloquial. El hecho de construir una historia, una poesía, a partir del material de descarte mayor que hay en el mundo, que son las palabras. La palabra en sentido coloquial. El habla cotidiana».

Raúl Serrano, maestro de actores, al ser reporteado por la periodista Edith Scher para la Revista «Picadero» para que defina el aporte del realismo al teatro, tanto en el momento de su aparición como en la actualidad, confirma algo que viene siendo tema de discusión desde hace varias décadas, que la actuación debe ser lo más cierta y despojada posible. Dice Serrano: «¿Qué es el teatro hasta el Siglo XIX? Un texto escrito al que vos tenés que venir y pararlo. Pero ¿cuál es la revolución que, paradójicamente, trae el realismo? Paradójicamente, el estilo más conservador es el que introduce la revolución, porque en su intento por copiar lo que ocurría en la vida, también lo hace con el lenguaje de la apalabra, y así saca al teatro del ámbito de la literatura. Ya no se escribían frases, monólogos, sino que se copiaba el argot. ¿Por qué no sirvió más la vieja técnica de la actuación? Porque había que buscar el cuerpo. Y es ahí cuando cayó Stanislavsky y funcionó. No sólo trasladó la técnica de la prosodia, de la declamación, al cuerpo, sino que encontró el lenguaje específico del teatro. El teatro no es una rama de la literatura, sino que es lo que ocurre en la escena».

Y estas opiniones de Serrano parecen repetirse, aunque con otros códigos tal vez, en las opiniones de los actores de puestas muy actuales de Tolcachir o de Veronese:

«De todas maneras, como los actores tenemos ese vicio de querer contarle al espectador lo que estamos sintiendo, lo que sí apareció como consigna fue, precisamente, no hacer eso, no subrayar el sentimiento, sino vivirlo, sin explicar ni verbal ni gestualmente».


(Lautaro Perotti, actor de «La omisión de la Familia Coleman»)                


«Con Veronese trabajamos mucho lo que está detrás de lo que se dice, ya que la inmediatez del texto, aquello que está cerca de lo que uno está leyendo, el hecho de hacerle demasiado caso a la palabra, hace que el resultado sea más convencional».


(Osmar Núñez, actor de «Mujeres soñaron caballos» y «Espía a una mujer que se mata»)                


Otra aguda observación sobre las similitudes entre las distintas búsquedas en las diferentes últimas décadas, la da Alberto Segado, actor, maestro y asiduo espectador del teatro argentino: «Cuando vi "La omisión de la Familia Coleman" o "Mujeres soñaron caballos", quedé fascinado, pero no sentí que fuera algo nuevo. Lo que sí es cierto es que, en un circuito del teatro, aparece una vuelta a lo que pudo haber sido "Nuestro fin de semana" en los 60».

Y la sensación es que de generación en generación los independientes no cesan de revisar sus lenguajes con una misma intención: no ser atrapados por antiguas retóricas.

La suma de otras opiniones nos llevará siempre al mismo resultado: a la suma de diferentes ópticas detrás de un mismo objetivo: alcanzar el hecho creativo en su estado más puro.




ArribaAbajoLa identidad del teatro

¿Dónde sucede esto que hemos llamado teatro durante tantos años? ¿En un escenario de medidas convencionales? ¿En un espacio distinto? ¿En construcciones ajenas? ¿En tierras baldías?

¿Cuál es el lenguaje que podemos seguir llamando teatro? ¿La palabra? ¿La palabra y la acción? ¿La acción y la imagen? ¿La imagen pura? ¿El puro movimiento?

¿Contamos, en el teatro, para todos aquellos que conviven con nosotros en un mismo espacio geográfico y en un mismo tiempo histórico? ¿Contamos sólo para otros que son como nosotros en la intención ideológica y en la mirada estética? ¿Contamos para contar lo que deseamos que nos cuenten? ¿No contamos?

¿Dónde comienza el teatro y dónde acaba lo otro? ¿Qué son el cine, el show, el circo, la televisión, el recital, la rueda de conversaciones, el psicodrama o la escena callejera para el llamado teatro?

¿Qué hemos narrado en todos estos años? ¿Trazamos con esos relatos nuestro propio rostro? ¿Qué realidad está en esas historias? ¿O hemos estado dibujando un capricho? ¿O no contamos nada y tan sólo nos exhibimos de un modo peligroso?

¿Qué es el actor en mitad de la escena? ¿Un náufrago? ¿Un lobo estepario? ¿Un hombre entero? ¿Qué es la escena para el actor? ¿El vértigo de la realidad? ¿El vértigo de la ilusión? ¿Qué es el teatro para el actor en la escena? ¿El último juego contemporáneo? ¿La última bufonada? ¿Un compromiso? ¿Un placer? ¿Una angustia?

El que escribe tiene la página en blanco pero puede escribirla, borrarla y volver a escribirla. El que pinta tiene el espacio elegido y puede pintar todo, poco o nada. El que compone la música elige azarosamente las infinitas jugadas sobre ese tablero que es el pentagrama. El que filma apunta a la realidad toda o a un ínfimo detalle de ella y suma imágenes sin descanso. ¿Pero qué tiene el hombre de teatro? ¿Un texto por un lado? ¿Un espacio que no condice con ese texto? ¿Un público que se entromete entre el texto y el espacio? ¿Una imagen que es apenas la insinuación de la historia que se intenta contar y que ocurrió en múltiples tiempos y en múltiples espacios?

¿El teatro es el arte más antiguo o la forma más desguarnecida?

Tal vez, al igual que la poesía, el teatro esté siempre al borde del ridículo. Y tal vez, al igual que el instante, el teatro no tenga tiempo ni espacio suficiente para contarse.

Sin embargo, seguimos subiendo al espacio escénico con la ceguera del fanático y nos lanzamos a contar lo que no está, lo que no puede aparecer tal cual fue.

¿Será, entonces, el teatro una mera metáfora? ¿Será entonces un obstinado espejismo?

Quiérase o no, sucede. Está allí, donde están los actores, como una realidad absurda o como un absurdo real.

Nadie puede negarnos que hemos envejecido adentro de esa trampa y que hemos sentido placer al hacerlo. El placer enorme de querer contar con las manos vacías. Haciendo equilibrio sobre una delicada soga que se anuda con solitarios textos, con posibles imágenes y con espacios supuestos.

Mañana, cuando alguien mire en borrosas fotografías todo lo que hemos hecho, tal vez presienta que hemos estado un poco locos y que hemos cometido el pecado de imaginar lo imposible: contar la vida desde un mísero rincón de ella misma.

Si sumamos los ruidos que vienen de los alrededores, las toses del público y los problemas que acarreamos, podemos decir que estamos frente a una plena utopía.

Dejando de lado esta grandilocuencia que acabo de permitirme como enamorado del género, reconozco que el teatro es una de las construcciones más frágiles del arte. Porque un intérprete puede traicionar a un tema musical o un pintor puede colgar arbitrariamente un cuadro. Pero en el teatro son muchísimos más los potenciales traidores: el autor a la historia, el director a la obra, el actor a la puesta, los técnicos a la atmósfera, el público al producto, etc.

De todas maneras, y más allá de todo lo que uno dice, el espectador cuando va al teatro se ciñe a lo suyo: le gusta o no le gusta, se conmueve o no se conmueve, le importa o no le importa. Porque el espectador es el último juez, pero un juez que, en pocas horas, se quedará sin pruebas.

Eso es el teatro: lo efímero.

Pero muy de tanto en tanto, nos encontramos con un espectáculo que nos colma y nos ayuda a seguir volando sobre esa rara «avis».

Este año, por ejemplo, cumpliremos otro año junto al teatro. Este año, como todos los años, vamos a preguntarnos para qué y por qué y para quién vamos a contar. Y este año, como en los otros años, volveremos a contar.

Tomás Mann decía que la literatura es una fiebre que te atrapa y no te abandona jamás. El teatro, tal vez, sea para nosotros lo que para Tomás Mann era la literatura.

¿Pero el teatro es parte de la literatura? ¿El cine es teatro? ¿La danza se toca con el teatro? ¿Todo lo que es espectáculo es, de algún modo, teatro? ¿Todo lo que se cuenta es teatro? ¿Todo hecho es teatro? ¿La misa? ¿El deporte? ¿La política?

Tal vez el teatro tenga mil formas, pero una sola lo define: esos hombres contando lo imposible frente a alguien que ha decidido creerles.

A modo de epílogo podemos decir que esta aparente búsqueda de identidad del teatro no es una búsqueda ni la pretensión de una cierta convicción, sino la noble dubitación que genera una larga experiencia en el oficio. Es decir, con los años se pierde el respeto a toda teoría, a toda corriente y a todo maestro; o mejor aún, se rescata parcialmente algo de todo para alcanzar esa sensación incierta que nos aleja de toda ortodoxia y nos instala en una amplia encrucijada donde todo es posible.

Y allí comienzan las dudas: ¿Dónde sucede el teatro si hemos sido testigos de un hombre inmóvil que nos conmueve con su relato, de un manojo de rostros que detrás de una puerta entreabierta nos contaron un cuento perfecto o de una sucesión de voces que desde la oscuridad nos colmaron de enigmas? ¿Cuál es el verdadero lenguaje del teatro si aquello que supo conmovernos hoy son meros retazos de textos, de gestos, de sonidos, de imágenes, de cuerpos? ¿Lo que contamos, si es que contamos, en el teatro, no acabará siendo con el paso del tiempo un oscuro relato donde se confunden todos los relatos? ¿Dónde comienza y dónde acaba el teatro? ¿No terminará siendo una subjetivísima frontera entre «esto es lo mío» y «esto no es lo mío»? Cuándo nos preguntamos sobre lo que hemos narrado en todos estos años, ¿No nos estamos preguntando tal vez si era necesario todo este periplo que nos llevó de historia en historia? Cuándo nos interrogamos sobre qué es el actor y qué es la escena y qué es el teatro, ¿no estaremos lanzando señales desesperadas para comprobar que existimos en medio de esa profunda oscuridad que es la creación? Al compararnos con otros hacedores (el escritor, el músico, el pintor o el cineasta) ¿no estaremos dejando entrever nuestro terror ante lo efímero de nuestro antiguo oficio y nuestro recelo ante la suerte de los otros que trabajan con materiales perdurables? Desde el momento en que comparamos al teatro con la poesía, con el instante, con la mera metáfora y con el obstinado espejismo, ¿no estamos aceptando que su materia es frágil y efímera aunque luminosa? El placer enorme de querer contar con las manos vacías ¿no será, acaso, una irreverencia que se sostiene por una fe inexplicable? El pecado de contar lo imposible ¿no será, acaso, un acto alucinado que se sostiene por una oscura pasión? Lo apasionante del hecho teatral ¿no radicará justamente en esa furiosa suerte de caer inmediatamente en el pasado? Y el poder del teatro ¿no radicará en ser brutalmente presente? O la vigencia del teatro, más allá de nuestras dudas, ¿se mantiene en esa imagen imborrable donde unos hombres cuentan lo imposible a otros hombres que decidieron creerles?

Pero las dudas persisten y, más de una vez, nos encontramos junto a Chejov para preguntarnos si no habría que hacer una obra donde los personajes entren y salgan y coman y jueguen sin ton ni son como en la vida misma; o tratando de imaginar con Brook que en tanto haya un hombre sobre un espacio vacío al que otro hombre observa, se producirá, tal vez, esa última forma de juego que es el teatro; o fantaseando con Artaud que el teatro, al igual que la peste, es capaz de desatar conflictos, liberar fuerzas y desencadenar posibilidades.




ArribaAbajoLa seducción del teatro

El que seduce es el actor, dicen unos. Lo que seduce es el texto, dicen otros. El dueño de la seducción es el director desde su puesta, dicen estos. El gran seductor es el espectáculo como hecho vivo e irrepetible, dicen aquellos. Y la verdad parece estar un poco en todas partes. En la memoria colectiva de los públicos hay actores que fueron, son y serán inolvidables, hay textos que parecen imborrables, hay puestas que siempre se recuerdan y hay espectáculos (¿la suma de todo lo demás?) que, con sólo nombrarlos, nos conmueven. Y también está la música de aquello, el tratamiento de la luz en aquello otro o el espacio escenográfico en eso otro. Porque no hay duda de que el fenómeno teatral se compone de muchos aspectos y esos aspectos parecen competir entre sí.

Pensar en la Gauchesca es pensar en los Hermanos Podestá pero también es pensar en Gutiérrez y en Hernández más el marco festivo del picadero criollo. Uno dice Sainete y dice Parravicini o Bozán como también dice Vacarezza o Cayol o Pacheco más aquellos antiguos teatros a la italiana vaciándose de la función vermouth para que entren los de la función noche. Se recuerda el Grotesco en los rostros de Arata y de Muiño y de Allipi sin olvidar uno solo de los pasajes de bravura que los Discépolo tejieron para los protagónicos de sus fuertes historias. Hablar del teatro de Roberto Arlt es hablar de Leónidas Barletta y su Teatro del Pueblo, pero también es hablar de esa escritura inconfundible que nace del propio Arlt. Y en cada uno de estos géneros emblemáticos de nuestro teatro nacional se han ido y se van sumando inquietantes versiones contemporáneas para completar la leyenda. Cuando hablamos de los primeros independientes, el recuerdo se asienta en ciertos elencos (Fray Mocho, Los Independientes, Nuevo Teatro, La Máscara), en ciertos directores (Ferrigno, Lovero, Asquini, Boero, Crilla) y en ciertos autores (Gorostiza, Dragún, Cuzzani, Lizárraga). El realismo de los años sesenta quedó fijado en ciertos textos de Cossa, de Rozenmacher, de Halac o de De Cecco, pero también en actores y directores que parecían dueños de esa cotidianeidad (Fernández, Allezzo, Gandolfo, Mossián, Gené, Lupiz, Soriano, Brandoni, Carella). Y la corriente experimental de aquellos años supo dejar también textos, montajes y actuaciones (Gambaro, Pavlovsky, Adellach, Villanueva, Petraglia, Rey, Javier, Traffic) que son mojones ineludibles de las corrientes alternativas posteriores. De las últimas décadas (el 70, el 80 y el 90) se apoderaron todos: Autores, directores autores, creaciones colectivas, dramaturgia de equipo y múltiples hacedores del espacio escénico. De las últimas décadas nos han quedado poderosas imágenes, profundos textos y ceremonias inquietantes. De las últimas décadas uno puede enumerar algunos (Monti, Kogan, Ure, Banegas, Kartún, Yussen, Veronese, Bartís y otra vez Cossa y Gambaro y Pavlovsky), pero nunca le alcanza. Hay muchos por ahora y falta tiempo para que la lista se decante naturalmente.

Por lo tanto, lo cierto es que en todos los momentos del teatro argentino, la seducción del teatro estuvo en todas partes.






ArribaBibliografía

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