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ArribaAbajoÉpoca tercera

Renacimiento. Clasicismo


Siglo XVI


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La Edad Media ha concluido. Una nueva era destella para las naciones en progreso, tras el empuje de sus conquistas, de sus descubrimientos, de su ilustración creciente y de su recíproca emulación. Artes y letras en especial, guiadas por las lumbreras italianas, toman decidido rumbo hacia nuevos ideales, y saltadas las vallas de una ritualidad caduca, retrotráense a la antigüedad clásica, cuyo cadáver galvanizan en el grado necesario para revivir en cierto modo, dentro lo graduado, lo regulado y lo científico. Este movimiento, acorde con la expansión moral, filosófica, social y política, ha de originar grandezas sin cuento; podrá ser que rompa venerandas tradiciones; que trastorne el desarrollo natural y lógico de la idiosincrasia de muchos pueblos; sin embargo, así tal vez lo ordena la Providencia, para que se cumplan los destinos de algunos, y dado el orden fatal de sus evoluciones,   —168→   en que a un período de existencia cumplida, sigue forzosamente otro regenerador, no cabe duda que el despertar del Renacimiento, preparó el camino a los llamados tiempos modernos, con todas sus consecuencias.

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España no fue de las peor beneficiadas, merced a coincidencias ventajosísimas: la conclusión de su prolongado duelo contra el poder muslímico, que le valió su unidad; el descubrimiento de América, que le valió un nuevo mundo, y el feliz régimen de hábiles monarcas, que le mereció considerables logros interiores y exteriores, y por coronamiento una aureola de poder, de grandeza y de gloria, como jamás haya irradiado en nación ni imperio alguno. Sobre esos hechos ciertos, levantaron la reputación de sus reinados Isabel y Fernando, el austríaco Carlos I, y su hijo Felipe II, en la España de fines del siglo XV y de todo el XVI, con su encadenamiento de hechos   —169→   asombrosos, y su cohorte de eminencias por toda manera insignes, santos como Teresa de Jesús, políticos como Cisneros, guerreros como Cortés y el Gran Capitán, sabios como Luis Vives, literatos como Fray Luis de León, artistas como Siloé y Berruguete.

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Y esta gloria no brilló sólo en España; tuviéronla Francia con su Luis XII y su Francisco I, porfiado émulo de nuestro César; Alemania con su Maximiliano; Inglaterra con su Enrique VIII; Italia con sus grandes pontífices Sixto V y Alejandro VI, sus Esforcias y Médicis; y su pléyade de grandes hombres, no inferiores a los españoles, y a su cabeza los inmortales Rafael y Miguel Ángel.

Desde luego, entrambos genios dieron allí briosa y segura dirección a las artes; pero en órbitas más lejanas   —170→   presentaron las mismas el fenómeno de una fusión entre los nuevos preceptos y los estilos de antemano radicados, generando otro típico, dicho plateresco, el cual por todos los grados de su transición, dio productos híbridos de singular galanura; en nuestro país desde las proliferaciones mudéjares de Sevilla, Guadalajara, etc., y desde las pseudo-ojivales de la capilla del Condestable de Burgos, San Juan de los Reyes y Cartuja de Miraflores, hasta las delicadas fábricas de Salamanca, Valladolid, casa Gralla de Barcelona y las Consistoriales de Sevilla. Su opulencia y abundancia patentizan a qué grado rayó la grandeza de nuestra nación; para que otra vez se evidencie cómo las artes son el termómetro de la civilización de las naciones.

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Y en medio de eso, ¿qué caracteres revistió su estética? Baste referirse a las construcciones expresadas, y observar de ellas la gracia peregrina, la delicadeza suma, la facundia en todos sus pormenores, que revelan florido ingenio, acompañado del gusto más exquisito. A ese refinamiento sin embargo, no siempre responden la armonía y buena proporción generales; aquel ingenio es caprichoso, a veces hasta la incongruencia, y si en su principio sigue alimentándose de tradiciones del ojivalismo, desleyéndolas en una primorosidad que arguye cuánto aquel estilo maravilloso hubiera podido dar aún de sí, a no mediar la imposición que le mató, vese que su espíritu, el mito, faltó ya antes que el ritmo, y así como en los edificios ulteriores aparece olvidado el antiguo secreto masónico, en los miembros de ellos ocurren innovaciones   —172→   que falsean la integridad de aquel sistema, basado en un rígido doctrinarismo. Consiste, pues, la estética del renacimiento, en una idea delicadísima de la belleza, bajo el aspecto de sus minuciosidades; si bien el conjunto suele quedar ahogado por ellas, en detrimento de los principios inconcusos de toda armonía.

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Acentuándose gradualmente el clasicismo, Herrera y otros maestros reprodujeron casi íntegramente la severidad de sus reglas, con cierta afectación y novedad de detalles que no dejaban de darles gracia, sirviendo semejante estilo a los autocráticos empujes de nuestro Carlos, de su competidor francés, y de los respectivos áulicos y cortesanos, hasta que últimamente el misticismo de Felipe inspiró el estilo simbolizado en el Escorial y en otras muchas fábricas civiles y religiosas, coetáneas o subsiguientes, que   —173→   a una calculada simetría juntaban cierta grandeza, si bien con tal sequedad de líneas y parsimonia de detalles, que suelen darles un aspecto frío y casi tétrico. Sin embargo, los palacios del siglo XVI ostentaban en el interior soberbios zaguanes, magníficas escaleras, salones artesonados, en mitad de los cuales descollaba la gran chimenea señorial; anchurosos portalones y ventanajes; galerías y jardines que daban salud y recreo a las habitaciones, y respondían al animoso espíritu de sus dueños. El mobiliario se ajustaba a la ostensión vanidosa de los mismos estilos, en camas apabellonadas, labrados bufetes, arcones y arquillas de prolija taracea, estrados, mesas, sillones de maderas preciosas y de labores ingeniosísimas; sin contar otras infinitas maravillas industriales, que valieron reputación imperecedera a los Robbia, Finiguerra, Arfe, Palizi, etc., etc.

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Insiguiendo aquella ley general que tantas veces hemos recordado, las mutaciones del edificio se reflejaron en   —174→   el traje de la época, que al igual de la arquitectura y la escultura en su nueva fase, fue delicadísimo de gusto, minucioso en detalles, pero inarmónico en conjunto, destartalado y sin unidad. Así cabe deducirlo de abundantes ejemplares en iconografía, esculturas, pinturas, retratos, tapices, etc., donde los personajes de uno y otro sexo ofrecen toda la garbosidad de su membrura, bajo elegancias desusadas, como todo lo del renacimiento; vestidos amplios y abiertos, en contraposición de los angostos   —175→   y cerrados que les precedieron, colmados de delicadezas que causan un admirable viso de rumbosidad y primor, si bien a costa de chocantes desigualdades, desproporciones y falta de relación de partes entre sí. Los hombres adolecen de una afeminación impropia de su sexo: pelo largo y tendido; garganta desnuda; pecho abultado; caderas oprimidas; piernas descubiertas; mangas ociosas; ostensión profusa de camisa y paños interiores; las damas, tocados desmedidos, aunque donosísimos; liviana y extraña   —176→   afectación en el busto, calculada exageración en las faldas, incongruencias que si causan el efecto de pompa y realce, no convienen a las de decoro, propiedad y comodidad. Del traje español bajo los Reyes Católicos en 1475, ofrece curioso detalle el Tratado de los excesos y novedades en vestiduras, por el confesor de la reina, Fray Hernando de Talavera. He aquí algo de lo que dice: el vestido de hombres consta de camisones, jubones, ropas, pellotes, balandranes, gabardinas, gabanes, lobas, tabardos, capas, capuces. Los camisones son cortos o largos, randados y plegados, y sus cabezones costosamente labrados, como camisas de mujeres. Los collares anchos y muy apartados, o justos. Para jubones ya nadie deja el brocado por el paño, a veces de dos colores. Las mangas son enteras o tranzadas, saliendo por ellas las de los camisones,   —177→   justas o fruncidas, con brahones en los hombros, muy preciosos, costosos y deformes. Los pechos encordados con cintas, como mujeres. Las ropas largas y rozagantes, o tan cortos y deshonestos que no cubren lo que debieran. Hay sayuelos con muchos pliegues a las caderas, contra la composición natural de los varones. En el ceñir, cintas apretados o flojas, cintos llanos, otros moriscos, de mil maneras y costosamente labrados, suspensos de ellos copagorjas, dagas, bolsas bien labradas, o carnieles, escarcelas y almacradas. Calzas vizcaínas, italianas, etc., abiertas o cerradas, con su insolente loquete; botas francesas, delgadas y muy estrechas; borceguíes por igual estilo, de varios colores bordados; zapatos de cuerda, y puntas luengas, con o sin galochas; otros romos   —178→   con o sin alcorques, llevando lazos y caireles de oro o seda. El cabello alto y encrespado o largo, muy peinado y alesnado, con gran compás y estudio, por estilo mujeril. Usan caperuzas y carmañolas largas de a vara; capelos de gran ruedo con su beca; sombreros pardillos o negros de fieltro, habiéndolos muy voleados; bonetes altos, llenos de viento, o estrechamente encasquetados, unos y otros de varios colores, con alharemes y sudarios encima. De veinte años, sin embargo, añade, ha habido notable reformación, gracias al rey don Enrique IV que era honesto, y puso a raya tales excesos. Las mujeres crían y azufran sus cabellos, ora descubriendo toda la cabeza, ora cubriéndola con crespinas o albanegas de oro y seda, y peinados con filetes, crenchas, torcidos, trenzados y moños; échanse toquillas ligeras, o implas romanas, ya llanas, ya crespadas, trepadas, dobladas, henchidas, a veces con bonetes, sin ninguna vergüenza. Lucen firmalles,   —179→   zarcillos, collares, sartales y manijas, sobre sus finísimas y encintadas alcandoras, sus gorgueras trasparentes, o su seno mal encubierto por unos corpiños broslados de oro. Traen diversidad de faldetas y briales, largos o cortos, guarnecidos de cortapisas y alforzas, sayas, avantales, aljubas, marlotas, balandranes, tabardos, mantos lombardos y sevillanos. Calzan chapines castellanos y valencianos, para cuya elevación no hay bastantes corchos. Su mayor exceso es el de los verdugos y caderas, invención de Valladolid, con que parecen campanas, fingiendo lo que no son. También exageran en la extensión de la camisa, que rebosa por las mangas en abollados y empuñaduras caídas hasta el suelo.

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Alrededor de la fecha citada, Luis XI de Francia, que era sobrio, tendió a moderar el abuso que se hacía de   —180→   brocados de Florencia y Luca, rasos, terciopelos, etc., cuando la moda tendía ya al gusto del renacimiento entre hombres, y al flamenco entre mujeres; relegados a la clase media el vestido sin cola, la manga de saco empuñada, el manto casero de cuello alto, el cinturón ajustado al talle, con acuchillados y abolladuras de mil suertes. De 1483 a 1498, reinando Carlos VIII, y a consecuencia de su enlace con Ana de Bretaña, fue cuando el traje femenil cambió del todo, en cota abierta y ceñida, de amplia y embudada manga, o estrecha cuando se sobreponían otras ropas; corsé de terciopelo o paño, provisto de encajes   —181→   y ligeras faldetas; gargantillas o pecheras de linón, lisas o plegadas; pieza o pañolín bordado para cerrar el escote del corsé, y semicinto o cinta lazada delante, de la que pendían con sus cadenillas, la escarcela, el acerico, una navaja, tijeras, llaves, etc. El verdadero vestido era amplio, de falda y mangas, muy despechugado para   —182→   descubrir la ropa de debajo, ceñido con cinturón llano sobre las caderas, de cabos pendientes y colgando de él unos rosarios. El calzado constaba de pantuflos redondos,   —183→   zapatos o chinelas de alta suela, añadidos al pantuflo, y calcetines hechos de piezas de diversos colores, sujetos con ligas. El tocado se reducía a escofieta o capillo, abarcando el pelo, llevando alrededor una franja o guarnición recamada de aljófar, puesto encima el chapirón de la época, cuadrado, de paño o terciopelo, soltado al dorso y algo doblado en su borde delantero, para despejar la frente. A los trajes de baile, agregábanse unas anchurosas mangas rizadas al estilo griego moderno, y una especie de turbante montado sobre coronilla o círculo de argentería.

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Moderado también Luis XII (1498-1515), cortó ciertas abusiones, autorizando un traje serio de buen estilo, aunque algo empesado por efecto de las rígidas telas que se empleaban en su confección, esto es ropajes talares o largos hasta media pierna, abiertos por delante, sin mangas,   —184→   y de ancho cuello vuelto o valona de pieles entre nobles. La camisa, como en España, ampliamente mangueada, aparecía en los cabezones y al través de otras cisuras; el jubón o perpunte de ricos paños, abotonado o abrochado, constaba a veces de dos piezas atadas a los lados, conservando manga estrecha hasta 1514; las calzas altas se atacaban a sus medias, con lazos ostensibles o no, hechas de piezas cuarteadas de colores, a la moda suiza; el ropón aforrado, se abría en todo su caído, llevando manga abierta, y alternaba con la ropeta, hendida hasta la cintura, provista de chupa abultada, sin cuello, o con él doblado, y manga ancha o justa, pero nunca perdida. El sayo era otro ropón largo, hasta la rodilla, cerrado, de manga perdida, o sin mangas. Al cinturón iba aneja su escarcela. Para abrigo de invierno utilizábase una pieza de paño de dos a tres varas, semejante a los diversos abrigos españoles. El gorro o birrete, cilíndrico, de castor, llevaba vuelta doblada, y en ella camafeo o medallón delantero; un sombrero de media ala de paño o terciopelo, constituía el bonete en Francia, y la toca una escofieta metida debajo del chapeo. Los zapatos de becerro negro, en contraposición de las antiguas polainas, formaban remate cuadrado (patte) o una pala llamada pico de ganso. Sólo a la nobleza éranle permitidas botas blandas de cuero y labrado dobladillo; por casa se andaba en pantuflos, o simplemente con medias soladas. Los grandes penachos   —185→   de esta época fabricábanse principalmente en Italia, de donde los tomaron los suizos. El tercer enlace del propio rey, dio a la moda un nuevo giro de liviandad, parecido a la desnudez, tan gustada en este período. Entre señoras, la novedad principal consistió en cercenarse el corpiño, acuchillar sus mangas para que rebosase la camisa, y al propio objeto eliminaron la pieza pectoral; dieron más latitud al capirón y al tocado de redecilla; prolongaron los caídos del ceñidor y las aberturas de las mangas, etc. Sin perjuicio, seguían modas a la genovesa, a la milanesa, a la griega, consistentes en mayores estofados y cintajos.

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Los reinados respectivos y rivales del Emperador y de Francisco I (1515-1555), tan influyentes en la política, no lo fueron menos en artes y modas, que bajo el impulso del renacimiento e insiguiendo sus tendencias, vinieron a ser una segunda fase de él, pero más rígida, más concreta y plenamente descartada de resabios ojivalescos. La línea recta, tan fría como severa, de la arquitectura bramantesca, avínose perfectamente a la majestuosidad imperial, y a las jactancias do quier suscitadas por sus provocaciones; consecuencia, en cierto modo, de aspiraciones y necesidades engendradas por las nuevas ideas, ya en el terreno político, ya en el moral y religioso, resultando de ello una suntuaria e indumentaria que sin olvidar la dirección   —186→   del impulso primero, tendieron cada vez más al compasamiento ostentoso, ayudando no poco otra impresión directa, causada por los adelantos industriales. Efectivamente, decaída entonces la fabricación de paños, hubo que apelar a las sargas y estameñas, y entre ricos, a brocados y terciopelos; ropas fuertes, mal acomodadas a la flexibilidad de pliegues del gusto antiguo; además, el lujo de ropa blanca, originado de la perfección gradual en telerías, popularizó los abollados y acuchilladuras, motivando nuevos cortes que alimentaron numerosas industrias; y desde que se recurrió a plegados facticios, vinieron los verdugados y basquiñas, los talles presurados, y finalmente innovaciones extrañas que acabaron con toda tradición. En España tuvimos otro factor, y fue la invasión de tudescos o alemanes, que el emperador trajo consigo, y que importaron las modas de su tierra, también influidas por los suizos, quienes tras sus victorias contra la casa de Borgoña, infatuados de reputación guerrera, no sólo ingresaron en las huestes de varios países, sino que gallardeando de soldados, aplicáronse unos vestidos los más jactanciosos en cortes y colores, que acabaron de exagerar la moda de trajes cortos, abollados, dentellados y acuchillados, viniendo de Alemania a España, y extendiéndose rápidamente a las demás naciones.

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Los denominadores de tales novedades resultan consignados en numerosas ordenanzas de aquel período: gorgueras, cuellos o marquesotas y valonas tudescas; cueras acuchilladas, forradas de raso, trusas, botargas o calzas bombachas; zamarros ricos, perfilados y ornamentados, sin ceñir, y ceñidos desde 1530; ropillas y ropetas, especie de casacones no menos ricos, mayores   —187→   que el zamarro, con trascol y solapas o vueltas de pieles, raso, terciopelo, etc.; bohemios, de mangas perdidas, largas y angostas, y capilla; capotes y bernias o albernias; caperuzas, papahígos, gorras con plumas y camafeos; bonetes o tocas de terciopelo negro, con sortijas y botoncillos, penacho al lado, etc.; sombreros tudescos, chapeo o chambergo; el pelo corto, y barbas entre caballeros y obispos. Las camisas tenían mangas apuntadas; los camisones, bien labrados y almidonados, se colmaban de filetes y recamaduras; las calzas, castellanas, francesas, italianas, etc., compuestas de calzas y medias, ya no de calceta, adornábanse entre otras galas con tomados de piezas de oro, llevando al igual que los sayos, tiras o carreras de velludo y medio velludo, orlas pespuntadas y revesadas, etc. Había jubones de cien ojetes; aljubas y jaquetas de mucho brahón, y faldetas cortas para que el jubón apareciese; sayos cuarteados y jironados con mangas,   —188→   collar, tiras y vueltas de seda; sayos y sayuelos guarnecidos de ribetes y pestañas, con trepas y losanges; ropones con sus enveses; balandranes con sus maneras y sacabuches; mantos rebozados, capas lombardas, lobas, tabardos, gabanes, manteos, etc. El cinturón sostenía espada y daga ricamente cinceladas, con vainas de terciopelo. El uso de armas, como parte o accesorio del vestuario civil, data de este período, incoado al parecer entre nuestros hidalgos y espadachines.

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El bello sexo cooperó a esta novedad de traeres, con sus camisas cabeadas de oro, gorgueras, corpiños y tranzados por el estilo; sus jubones acorsetados, con cajas de terciopelo picadas entre sí; sayas fruncidas, ceñidas con tejillo; saboyanas también ceñidas y abotonadas, llevando vivos, tomados y cuchilladas; ropas o vestidos   —189→   propiamente dichos, de escote cuadrado, abriendo en punta por el talle, con mangas amplísimas, dobladas sobre el antebrazo, adornadas de tiras de seda o terciopelo de arriba abajo, y vueltas de otra seda o forros de pieles, rebosando de ellas las mangas de camisa con brazalates o piezas sobrepuestas, encintadas entre sí. Estos vestidos denominábanse en Francia godet, por asimilarse a la forma de una copa. En verano se sobreponía al vestido la marlota, en calidad de sobretodo ligero; la bernia morisca constituía otro sobretodo sin mangas. Abrigábanse con manteos, mantas y monjiles, garnachas muy justas, y mantos de contray. Por tocado, cofias de pinos y de papos, tocas de ellos, cofias y chapeletes, y unas quimeras dichas hurracos. Las francesas guardaban para invierno sus chapirones o toquillas de tiempo de Ana de Bretaña; en la primavera calábanse la cofia española, y en verano se tocaban a la rusa o la italiana, con un casquete ligero acompañado de diadema. Había peinados en cabello echado, con cordón a la espalda; gastábanse tafetanes para el rostro, mudas para las manos, guantes olorosos, ventalles de casa y de camino, o abanicos de plumas a la italiana; jaceranes o gargantillas, collares de patenas, sartas o sartales, jocallos, anillos, zarcillos, cifras, rosarios, espejos colgantes, penachos, etc., todo de oro, plata y pedrería; zapatos, zapatillas, chapines y pantuflos, con sus suelas y capilladas, etc., etc.

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Si las denominaciones cambian, no cambian menos las hechuras, y cuanto más complejas las prendas indumentarias, tanto más se prestan a combinaciones y transformaciones, en virtud del lujo creciente. La moda hizo de las suyas; por otro lado el arte, olvidando prontamente sus platerescas gracilidades, adoptó líneas cada vez   —190→   más salientes, y caprichos que así conculcaban el sencillo mecanismo de los modelos arcaicos, como las leyes naturales de la estética, tan sentidas en los precedentes siglos. A semejanza suya, el traje se abarroca; aquella airosa desenvoltura de comienzos del siglo, ya modificada en 1530, diez años adelante ha perdido todo su garbo, aplastada, acartonada, oponiendo a la ornamentación de traviesa originalidad, pesados y rebuscados arrequives, que se convierten en risibles perifollos. El sayo o ropilla masculina, vuelve a cerrarse con platitud, llena de cuchilladas sin plan ni objeto; las calzas vienen aparar en unas musleras henchidas como dos vejigas; el gabán o gabardina, cae rígido desde los hombros, con su abultado trascol de pieles, y manguillas acompañadas, de otras   —191→   perdidas, diminutas, de todo punto ociosas, recamadas unas y otras de pasamanos y flecos; la camisa vuelve a eclipsarse, sin más apariencia que un collarín y puños ondeados, o polainas en nueva acepción, preludio de los monstruosos escarolados sucesivos, el bonete o gorra, parecen una tapadera; el calzado no es más pulido, y para colmo de desgarbo se acostumbra a arrollar las medias debajo de la rodilla. El traje de mujer, como nunca enhiesto y espetado; cuadradas hombreras; mangas y faldas henchidas, y tocadillo diminuto y relamido.

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A media centuria, sucediendo en España el adusto Felipe a su caballeresco padre, y reinando en Francia sucesivamente Enrique II, Carlos IX, Francisco II y Enrique III, recobró al principio cierta gracia y naturalidad el sayo, bien acompañado de musleras de poco bulto, y de una linda capeta de cuello vuelto, que bien asentada sobre los hombros encuadraba con las calzas, llevando por principal adorno, ribeteados finos y paralelos; la gorra con algo más de vuelo y su plumita al lado, y los zapatos bien adaptados al pie. Las leyes suntuarias de Enrique II cooperaron a esta reforma saludable, prohibiendo los pasamanos de oro y plata de Milán, que tanto dinero absorbían, y fijando a cada clase el lujo que podía usar, aunque después se templó el rigor de este edicto. Llamábanse escafiñones unas botinas de tela o bayetilla, y escarpines unos zapatos entrados y acuchillados, de raso o terciopelo.

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Desde 1560 para adelante, el barroquismo se acentúa   —192→   en gran crescendo, pareciendo que entrambos sexos emulan en abollarse y acantilarse gradualmente, hinchados y escuetos a un tiempo, de la manera más inverosímil. Contribuye a su afectación el catonianismo algo macarrónico de los reformistas y ligueros, por odio al bando contrario. Las innovaciones generadas durante esta última fase, subsistiendo los perpuntes y vestidos de alto cuello, consistieron en perfiladuras, bordados, recamos y acañonados de oro y plata; en el jubón aballenado, de pancera; en la sustitución de calzas folladas por otras angostas y atabilladas, como los calzoncillos mujeriles, y luego por otros calzoncillos labrados a aguja, teniendo profusas lazadas en la pretina, y descubriendo indecentemente las nalgas, con medias de otro color, lo que produjo el abigarrado general del vestido. Dicha capeta redúcese   —193→   a una valoncilla de pura gala. El mujeriego Enrique III, llegó a proscribir el sombrero por una toquilla emplumada, semejante a la escofieta, y habiendo dejado el cuello rizado por otro llano, volvió a la lechuguilla, más desmedida que antes. Sus cortesanos iban como él, empastados, frisados y acicalados, con trajes llenos de pedrería, que sólo de hechuras costaban diez mil escudos, pues el trabajo de confección con pespuntes, repuntos, calados y dobladillos, en infinitas labores y sobreposiciones, era el quid del tono en la indumentaria de la época. Las damas se apropiaron la mascarilla veneciana; tomaron para uso interior la calza masculina; pusiéronse cuellos altos, mangas arrocadas, mangotes o mangas bobas, corsés subidos y bajos, luego muy escotados en   —194→   forma de cucuruchos, con desmedidas lechuguillas abiertas por delante, tontillos exageradísimos, formando como un bombo en la cadera, empleando telas riquísimas, con adornos y joyeles infinitos, acanalados, franjas, tirillas, perfiles, bocados acuchillados, etc. Constaba su peinado de cala, encerrando el cabello como una bolsa, puesto encima de la toquilla emplumada, un sombrerito de alta comba y alas dobladas, o un gorro de lienzo y seda compuesto de vainillas, cordones, pieza suelta por detrás, y en tiempo de frío una especie de antifaz que cubría la parte baja del rostro, llamado turete de nariz. Siguieron calzando escarpines o chinelas, y para calle el chapín español.

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Entre nosotros, pertenecían a ambos sexos las calzas y   —195→   medias de aguja, atadas éstas con ligas vistosas, cabeadas de pasamanos y flecos de oro. Las calzas masculinas, variaban entre botes, cañones, calzotes, gregüescos y zaragüelos o zaragüelles. La camisa iba acompañada de camisola, y entre mujeres, de corposillos, con gorgueras de lechuguillas, cuerpos altos o bajos, y mangas postizas. A hombres pertenecían, además, la cuera, la ropilla y el sayo, siendo comunes el jaquete y el jubón, y femeniles el brial, las faldetas, las basquiñas y el manteo. Figuraban en clase de vestidos, ropones, ropas largas y cortas, y la de levantar o bata; el vestido propiamente dicho, compuesto para hombre, de herreruelo, ropilla y zaragüelles; para mujer, de saya y basquiña, con la nazarena y el hábito, de carácter devoto. Para cuerpo de hombre había zamarros, casacas a manera de pequeños   —196→   sayos, herreruelos, pieza ajustada de mangas perdidas, y saltaembarcas, a modo de pequeñas casacas diploides o de dos piezas, delantera y trasera sueltas. Servían de abrigos comunes, capuces, capas, capotes y capotillos; de mujer, mantos, mantillas, capuchos y albornoces; de clérigos, mucetas, manteos, balandranes y lobas. En cuberteras persisten respectivamente, sombreros, chapeos, birretes, birretinas, cerebreras, gorras con papahígos; tocas, gandayas, velos, cofias, trapillos, pañicos, hazalejas, etc. Conócese ya el manguito, abotonado y forrado de pieles. A los dijes acostumbrados, agréganse otros de devoción, como Agnus Dei, recuerdos, medallas, corazones, pelícanos, cruces, etc., y los hombres de calidad, usan también cruces y veneras de sus hábitos.

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Para la clerecía quedó fijado en este siglo el traje que aún conserva, de sotana o sotanilla y manteo, con sola diferencia de cuellos altos, el de camisa en lugar de collete, y sombrero aliancho o chambergo, cuyas alas arrolladas constituyeron después el de teja. Para iglesia conservaron sus amplios roquetes y sobrepellices, la muceta algo larga, y un bonete flojo de puntas escasamente indicadas. En indumentos rituales siguieron siempre los mismos, pero abarrocados con la época, así en forma, como en rigidez y volumen. Sin embargo, del primer tercio   —197→   de siglo subsisten ornamentos riquísimos, de exquisitos realces y bordados, particularmente en las bandas de casullas y capas corales, en las capillas de éstas, y en delantales de dalmáticas; pero sucesivamente prevaleció el mal gusto, contribuyendo el exceso de ese mismo ornamento a desfigurar dichas ropas, haciéndolas engorrosas y pesadas, en daño de su propio servicio, de su sencillez originaria y de su elegancia de la Edad Media. Las órdenes religiosas no variaron de sus respectivos hábitos y reglas.

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Arreo militar.- Vestían los caballeros por nueva usanza, sobre armadura completa, ricos sayos o sayones, tunicelas bien ceñidas, formando airoso faldellín, que sustituyeron a las hucas y jórneas; el almete de visera se adornó con penacho caído hacia atrás; los espaldares u hombreras adquirieron articulación; una zapatilla redonda quedó en lugar de la molesta polaina, y a la espada de armas solió acompañar un estoque colgado de los arzones. Los caballos lucían vistosos jaeces de pasamanería, oro y piedras, al igual de las sillas, mantillas y caparazones, ordinariamente del color que vestía el jinete; y por el mismo tenor, si bien con menos lujo, iban aderezados los gendarmes y restante caballería. De la hueste de a pie formaban parte los suizos y lansquenetes, armados de picas y mosquetones (en alemán hacquebutes), vistiendo aquéllos, perpuntes y sayos abiertos, de mangas perdidas, calzas entretalladas, y anchos bonetes de lana frisada o de terciopelo merloneado, todo de colorines a   —198→   piezas, con añadidura de airones descomunales, y unos estoques atravesados al cinto; los lansquenetes traían coselete, llamado en Francia hallecret, por estar formado de planchas corredizas, como el alacrán. Servían además en calidad de mercenarios los condottieros italianos y los albaneses, caballería ligera griega, vestida a la turca, sin turbante, armada de lanza y yatagán. Gendarmería y aventureros componían toda el alma del ejército de Francisco I en Marignan, y como gente ruin, los segundos iban desarrapados y despechugados, con calzas henchidas y dispares, o solas medias calzas, etc.; mas los cuerpos escogidos de la guardia, usaban corazas de tazuela o halecretes y celadas de penacho, y por armas, alabarda, pica, ballesta y verdugo o gran florete, contando cada cuerpo con sus pífanos y gruesos atambores.

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La infantería española de Carlos I estaba mucho mejor organizada, usando mosquete, ya empleado en el sitio de Roma de 1521, contra los mismos franceses, quienes hasta diez años después no dieron importancia al arcabuz, mejorado con la aplicación del rodete. Dicha organización fue especial tarea de los Reyes Católicos, que gozaron para sí una guardia permanente. Los cuerpos entonces constaban de columnelas miliarias, divididas en 6 capitanías, formando series de espingarderos, lanceros y ballesteros, inclusos los cuadrilleros de la Santa Hermandad, creados en 1496, datando de 1492 las primeras escopetas usadas en nuestro país. Cada cuerpo tenía dotación de pífanos y atambores. Felipe el Hermoso, y luego Carlos I, importaron los alemanes, dichos lansquenetes, cuyo traje era el mismo arriba descrito, y sus armas recios estoques y alabardas. Mejorada la coronelía por el Gran Capitán, dividiose por mitad en coseletes o piqueros, y en espingarderos o escopeteros, después arcabuceros de rueda, suprimida la ballesta por la fecha de 1520. Cada cuerpo tenía 3 alféreces, 3 atabales y otros tantos pífanos, y 40 cabos de escuadra o cuadrilla. Las tropas fueron rasuradas, quitándoseles las guedejas. Al emperador se debió la agrupación de cada tres coronelías en tercios, bajo las órdenes de un maestre de campo, compuestos de arcabuceros y piqueros, con   —200→   sus capitanes, pajes, alféreces, sargentos, furrieles, atambores, pífanos y cabos de escuadra. En 1560 dichos tercios fueron reducidos a 10 compañías, dos de arcabuceros, y las restantes de coseletes o piqueros. Éstos llevaron mucho tiempo morrión y coraza de escarcelas; lanceros y lansquenetes vestían de amarillo y colorado, colores que acabaron por radicarse en el ejército español. Sin embargo, durante todo el siglo XVI y parte del XVII, no hubo verdadero uniforme, salvo en determinados cuerpos, como las guardias española y alemana, que se distinguían por los tiros o galoneados de su traje amarillo, hechos de ajedreces blancos y rojos; los cuadrilleros, que también usaban uniforme especial; los arqueros de la cuchilla, cuyo distintivo era una sobrevesta u hoquetón, con el escudo de las armas reales sobre el pecho, igualmente galoneado de ajedreces, y en la cabeza almete, etc. Constaba además la hueste de gran número de cuerpos extranjeros, alemanes, valones, borgoñones, italianos, irlandeses, etc., cada cual vestido a la usanza de su país. Después de la guerra flamenca, que duró hasta 1540, adoptáronse unos sombreros bajos del color del vestido, y más adelante otros de aguja, negros. El morrión o borgoñota, de alas relevadas por delante y por detrás, con una arista central corrida, fue común a jefes y a las tropas de coselete. El arcabuz, siendo muy pesado, requería horquilla, con acompañamiento de frascos de pólvora y frasquillos de pelotas o balas, que el soldado llevaba colgados   —201→   en bandolera, o pendientes a un lado, ceñido un puñal al opuesto, y suspensa la espada de tahalí o bridecú.

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La caballería a la brida y a la jineta, conservó más tiempo su armadura de plancha, casi entera. Después de acreditadas las alemanas, Italia se llevó la palma en el arte de cincelar sus piezas, que corrían en España hacia las fechas citadas, no tardando los piamonteses en vulgarizar para morriones, coseletes y rodelas de la tropa, el grabado con perfiles de oro, cuyas piezas se adaptaban al traje corriente. Dividida aquella arma en ligeros y arcabuceros, sucediéronle en Francia los arguletes o estradiotas, y los carabineros, reiters o voluntarios alemanes, que llevaban coleto de búfalo y pistolas. La coraza, cada vez más inútil, venía a ser un objeto de lujo, y los arneses de piernas quedaban relegados al olvido. Guardó empero su coraza la gendarmería francesa, armada de robusta lanza, vestida una mandila o tabardo suelto de cuerpo, y   —202→   mangas que podían ajustarse con botones o agujetas, atravesándola una banda blanca de invención hugonota, si bien los católicos le dieron color. Después, arcabuceros y mosqueteros fueron apellidados dragones; los estradiotas, con su azagaya y traje bárbaro, se redujeron a una mera curiosidad, hasta acabar en la batalla de Coutras de 1587. A las guerras de religión sostenidas por la nobleza, debió su prestancia la caballería ligera, en detrimento de la infantería, mientras conservaba su ventaja la española; pero después del hecho de Rocroy, se reformó la francesa en regimientos de a 1200 o 1500 plazas, con bandera cada regimiento, compuesto de lanceros, alabarderos, arcabuceros y mosqueteros, unos para pelear de frente y otros de flanco, armados los lanceros de coselete de panza, hombreras, brazales, escarcelas y lechuguilla. En los otros cuerpos, sólo la oficialidad traía coselete con alzacuello, y partesana por distintivo, vistiendo la tropa simple coleto de búfalo. Durante la guerra de la liga desapareció toda uniformidad, reducido el ejército a bandas de voluntarios, sin más armas que el arcabuz; pero los nobles que componían la caballería, revistieron la armadura, sin sobrevesta ni adorno alguno, barnizada de color sombrío, con divisa de banda, y el casco apenachado entre jefes. Después Enrique IV restauró el ejército sobre su pie antiguo de cuatro armas, suizos y franceses, reemplazado el arcabuz por el mosquete, agregando a cada escuadrón de caballería una compañía de lanceros. Las granadas, en artillería, datan de fines de este siglo, y por el mismo tiempo, en 1590, un constructor holandés inventó las bombas.