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Siglo XVIII


La subida de los Borbones al trono español arraigó el traje francés en la corte, con todos sus pormenores de corbata, casaca chamberga, chupa, valones o calzas, medias de cuadrillo, con liga sencilla por encima de los calzones; botas militares altas y recias, o zapato de extremo cuadrado, con tacón de palo colorado y orejillas hebilladas; sombrero tricornio, cabellera, bigote y pera, bridecú o tahalí para la espada, etc. Añadiéronse dos capotes en invierno, el redingote inglés y el sobretodo, heredero del brandeburgo, de mangas colgantes, sin cesar nunca la capa nacional, que solía ser colorada a principios y a fines de este siglo.

Una de las primeras disposiciones de Felipe V fue acabar con la golilla, que tanto ayudaba a la petulancia de nuestro pueblo; y habiendo prohibido en 1720 toda suerte de géneros extranjeros, ganoso de fomentar la industria del país, quitó a los trajes su mayor llamativo, imponiéndoles por algún tiempo una forzada modestia. Condenó principalmente ropas y adornos de oro y plata, guarniciones de acero, talcos, aljófar y otras imitaciones   —229→   de pedrería, salvo botonaduras de oro o plata a martillo. Encajes y pasamanos debían ser fábrica del reino, así para casacas como para vestidos, jubones y basquiñas de mujer, guantes, toquillas, cintas de sombrero y ligas. Ni a las libreas de pajes y lacayos, compuestas de casaca, chupa, calzones y capa, eximió del adorno de pasamanos, con botones de su paño o de azófar, y medias de color.

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El pueblo, cual protesta de la adulteración del traje, exageró el que usaba, dando más extensión a la capa y a las alas de su sombrero chambergo, lo cual, a favor del embozo y del tapado, desarrolló no poco sus hábitos de truhanería, que eran de tiempo y han sido casi siempre el lado flaco de nuestras costumbres, dichas caballerescas con los señores, y rufianescas con los plebeyos. Un gobierno sobrevenido y suspicaz no podía consentir semejante abuso, que se extendía a paseos, teatros y demás sitios de público concurso; por cuyo motivo desde 1716 publicó bandos contra embozos y sombreros, que fueron renovándose hasta el sucesivo reinado, en 1766, llegando a producir el célebre motín de Squilache, verdadero conato revolucionario, en que anduvieron manos ocultas, y uno de cuyos resultados fue la airada y cautelosa expulsión   —230→   de los jesuitas. Tanto costaron ese chambergo y esa capa, que a pesar de leyes y restricciones, han venido caracterizando al pueblo de la manolería hasta los benditos tiempos del deseado Fernando, con sus monteras y redecillas, su redonda patilla, su chaquetín alamarado, la faja de seda, la calza y media justas, los zapatos de hebilla, y los balumbosos pinjantes de reloj; y entre mujeres, la caramba y la peina, la cotilla y jaquetilla, con el airoso guardapiés volanteado. El uso de armas, jiferos, navajas, retacos y pistolas, anejos a esos hábitos alevosos, fue igual objeto de prohibición, por lo menos desde 1558 en adelante.

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La pollera, tan favorita de nuestras paisanas, corrió en Francia desde 1718 con nombre de panier, alcanzando algunos años después tres y cuatro metros de ruedo. Bien   —231→   avenida con ella la liviandad de la época, dicha de la Regencia, hacíale parejas una vestidura libre y holgada (bata), con amplias mangas de pagoda o cucurucho, y si desceñida al principio, sujeta luego con un peto sólo por la delantera, y sus acostumbrados perifollos; sirviendo de abrigo la antigua capa, trasformada en manteleta, y una manta o pelliza forrada de pieles. Usose entonces peinado bajo, con polvos y cintas, añadidas una escofieta libre (corneta), y una mantilla que se prendía a la cabeza, o caía sobre los hombros cruzando el busto. La holgura de faldamentas, permitía lucir medias blancas exornadas de vistosos cuadrillos, y zapatillas de color con hebillejas y altísimo tacón. Entre damas francesas en especial, era excesivo el abuso de afeites, pecas y lunares para el rostro.

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Las nuestras hállanse vivamente representadas en el teatro de Cándamo, Solís y otros poetas coetáneos, con sus trajes no menos picantes   —232→   de tontillo y manto de medio ojo, o su trajecillo y sombrero a la flamenca, usando cotilla francesa, naguas castellanas, basquiñas de holandilla, brazaletes de perlas, guantes bordados, redecillas verde y oro, o bien rosas en el cabello, mantilla a veces, o sombrero de plumas, y capotes de abrigo. Entre hombres, la gente graduada seguía vistiendo de golilla, pero los galanes usaban el traje de color, llamado militar, de ropas bizarras, calzando botas y espuelas; al zapato se lo ennegrecían dándole humillo. En 1730 había ya petimetres de peluca, con guedejas y bolsa, en el acostumbrado traje militar, estirado corbatín, reloj de pinganillos, caja de tabaco, polvos, lazos, lunares y brazaletes como las mujeres. Los militares distinguíanse por sus licenciosas galas de vivos colores, plumas, lazadas, botones, etc. El espadín no lo soltaba el menos importante de los ciudadanos de buena capa, vestido a lo jácaro o a lo chambergo. El traje de clérigo constaba de sotana y manteo, cuello almidonado y azufrado, sombrerillo con dos grandes borlas, solideo, barba y antiparras; pero había unos abates italianos, muy célebres en la historia libidinosa de aquel tiempo, los cuales iban de negro, con una gran valona al cuello y capa corta, no menos almidonados y alambicados que cualquier pisaverde. La afectación religiosa en cordones y hábitos, escudos, corazones, etc., extendiose así a las chulas de brial corto y terciada mantilla, como a las madamas de apretada cotilla   —233→   y tontillo ahuecado, con sus lazos y colores, el rostro pintado de lunares, y la cabeza empolvada; sin quedarse atrás las dueñas, de tocas y monjiles, y en especial las devotas, con sus tocas no menos reverendas, golilla, sayo de tela, manto de anascote tendido de cabeza a pies, zapato frailesco, cordón ceñido y rosario de cuentas gordas.

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Al mediar el siglo, redújose la casaca, prolongadas sus mangas, y omitidos por inútiles los ojales en ella, empezando la concurrencia del frac, aún más reducido, sin botones, bolsillos ni carteras, y cuellecillo vuelto. El redingote vino generalizándose a manera de casacón o gabán ajustado, y en Francia, donde sólo usaban capa los militares y vejetes, ideáronse dos capotones, el roqueloure, forrado, de cuello doblado y botones, y el volante, sin forros ni botonadura, llevado con redingote y un chaleco denominado vestón. El pantalón moderno, iniciose como traje ligero de mañana, acompañado de borceguí, fraque de retina, corbata negra y el cabello despelucado; si bien para vestirse era de rigor la peluca, compuesta de tupé, aletas y cola. También hizo época el paraguas, nacido del quitasol, que adquirió resortes y pudo llevarse usualmente.

La balumba mujeril en vestidos y peinados alcanzó su período álgido en el tercer cuarto de siglo, mediante petillos y faldellines,   —234→   hendidos, apabellonados y rozagantes, con bocamangas de abanico a triple vuelo de encajes, todo guarnecido de blondas, puntillas, bollos, falbalás, y cuantas redundancias pudo idear el gusto más corrompido.

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Es imposible ir siguiendo paso a paso las febriles agitaciones de una sociedad que, maleada por añejos resabios, desmoralizada por el despotismo, vacía de principios y careciendo de tendencias, se entregaba al placer como único objeto de su existencia, favorecido a una vez por la posición social, las preocupaciones de raza, las costumbres y el ejemplo; olvidando que a la sombra de semejante devaneo venían amasándose los odios de una plebe sañosa, y las doctrinas de una reforma social que no tardaría en proclamarse sobre las ruinas de aquella civilización caduca y corrompida. Luis XV con las Dubarry y Pompadour, y después María Antonieta, bajo el doble título de reina legítima, y reina de la hermosura y del lujo, aceleraron el movimiento revolucionario, con las últimas demasías en vestiduras y peinados, hinchazones y abultamientos, hasta que, no pudiendo dar más tono al traje de lujo, se lo dieron al de negligé, vistiendo de aldeanas y lecheras fantásticas, cubriéndose con enagüillas volanteadas y delantal, sin pollera, y unos casaquines cruzados, de manga entera y prolijas haldetas. Todos   —235→   los trajes participaron luego de semejante ligereza, inventándose polonesas, turcas, inglesas, levitas, caracós, que exagerados a su vez con numerosos atractivos de fichús apechugados, o atrevidas desnudeces de garganta, ayudando el pie descubierto y ataconado, con otros no menos provocativos; fácilmente se calculará cuánto alentarían los hábitos de liviandad y disipación. En peinados se llegó a lo increíble; primero con unas monstruosas granaderas de cabellos y bucles, atestadas de guirnaldas, pabellones, bollos y penachos, coronadas hasta de jardines y de barcos; o cuando se afectaba una moda pastoril, llevando por cobertera un sombrerito redondo; y luego después, cuando prevaleció el porte ligero, unos sombreros de paja o tul, que hacían competencia a los peinados, en extravagancia de formas y monstruosidad de vuelo y volumen. Estas   —236→   modas sufrían a veces alteraciones accidentales, como en la fecha de 1786, en que por haberles dado a los hombres el gusto por las modas inglesas, todas las madamitas se pusieron redingotes de doble solapa, chaleco con dobles relojes, camisa de chorrera y corbata, sombrero de fieltro y bastón en la mano. En menos de dos años gastáronse vestidos polacos, gorros turcos, pufs chinescos y tocados españoles; imitándose trajes provincianos a la normanda, a la bearnesa, a la picarda y a la provenzala. Variaban los domésticos, los de calle, de paseo matutino, de comida, de visita y de soirée o baile, designándose con empalagosa e intrincada nomenclatura sus infinitas menudencias.

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Los súbditos de Carlos III, reflejando algunas de esas novedades, distaron mucho de su exageración. Según el Pensador Matritense (1760), los señores llevaban por casa jaquetilla y bata abierta, y por la calle vestido con oro y plata, casaca no más larga que la chupa, camisola de vueltas, corbatín, peinado de ala de pichón polvoreado, con coleta y lazo, zapato de tacón encarnado y su hebilla de piedras, sombrero con presilla, y dorado bastón. Las petimetras, dejadas sus antiguas galas de listones, usaban en verano batas guarnecidas de primaveras, sobre zagalejos blancos; en invierno basquiñas de preciosos géneros, lujoso calzado, abanicos riquísimos y tocados a la medusa   —237→   o a la turca, con piochas, bucles a la griega, profusión de cifras, talismanes, flores, lazos, etc. También Cadahalso pinta a los cortejos o galanes de su tiempo, en casaca y chupilla corta, media blanca, de cuadrados, calado zapato fino con brillantes hebillas, corbata o corbatín oprimido, cutó en lugar de espada, de vaina verde, rizada peluca y sombrerito, que se llevaba debajo el sobaco. De las damas encarece sus deshabillés y bonetes para de noche; sus batas chinescas, con zagalejos y guarniciones de lo mismo, y vuelos de encajes; sus tontillos, dominós, inglesitas, turquesas y bostonesas; sus sombrerillos a la turca sobre el pelo tendido, o sus peinados a rizos y bucles poblados de gasas y cintas; piochas y plumas, aderezos de pedrería, abanicos bordados, cofias de blondinas, delanteras de China, manguillas de cocinera, mantos de puntas bien aderezados, etc., etc.

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La revolución francesa fue radical, y se llevó no sólo   —238→   la elegancia, sino los elegantes. Ya sabemos que a una exageración, sigue otra opuesta; cuanto existía, se hizo odioso, y el traje sufrió la ley de todo lo demás. ¿Qué ideas de orden y compostura cabían bajo el terror de una demagogia compuesta de descamisados y sansculotes? Sin embargo, también los revolucionarios tuvieron su traje: calza larga rayada, chaqueta llamada carmañola, y el gorro frigio; todo oriundo de la marinería levantina, a la vez que el gabán (hopalanda), forrado de astracán rojo en cuello y puños; calzando toscos zuecos los patriotas más rabiosos. La clase señoril procuró acomodarse a las circunstancias, ciñéndose a la mayor mesura posible, cercenado el frac, aminorado el peluquín, sustituido al tricornio el sombrero redondo, de escarapela patriótica, y suprimida la hebilla del zapato. Las damas significaron su entusiasmo en la combinación de los   —239→   tres colores nacionales, para sus vestidos sencillos a la Constitucional, negligés a la Patriota, gorras a la Bastilla, escofietas a la Ciudadana, etc. El partido reaccionario conservó al principio sus trajes de antes, sin innovarlos, pero huyendo asimismo toda exuberancia de lujo, y las señoras dieron de mano a sus polleras y polvos, para vestir circasianas, con diminutos corpiños de abultada pechera, y gran cuello a la marinesca, o unos fichús cruzados delante y lazados al dorso, con peinado de bucles, y sombreros; mientras los hombres se avenían a las ropas rayadas, a las corbatas voluminosas, al levitón largo y al peinado de crespo.

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Después, el Directorio trajo los increíbles y las maravillosas, verdaderas deformidades indumentarias que, o por irrisión del precedente estado monárquico y de sus efectos, o por servil rendimiento a la sans-façon del nuevo régimen, rompió descaradamente con todas las leyes de aseo y decoro, afectando el porte más desgalichado y grosero; ellos, desgreñado el pelo, ahogados en una corbata hasta los ojos; aretes en las orejas; chalequillos de tendidas solapas; rugosos y mal ajustados   —240→   el levitón o el frac; calza corta, de jarreteras botonadas; medias de rejilla; escarpines barquillados; sombrero de campana o de cresta con sus inevitables escarapelas, y garrote en la mano; ellas, brotando mechones de crines a la garçon, por debajo de un gorro chato, enormemente aleado, lleno de ridículos cintajos; pecho casi desnudo, y mal ceñido por un chaquetín de solapilla, denominado spencer, y acortado a las brevísimas dimensiones del talle en boga; basquiña floja, que algunas se remangaban hasta la rodilla, andando de punta, con medias bordadas lateralmente, y zapatillas sin talón, y por fin, revuelta desgarbadamente entre hombros y brazos, una luenga tira de ropa de colores, que bajo nombre de chal, y con harta más importancia, duró hasta allende el Imperio.

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Pero no fue éste el menor desarreglo en indumentaria   —241→   femenina, debido a la revolución. El estado republicano importaba para algunos un cambio radical de traje; la reversión nada menos que a la túnica y toga de romanos y atenienses. Felizmente, para hombres, no salió de proyecto; mas algunas hembras exaltadas, y señaladamente las cortesanas, hallaron muy natural lucir su garbo bajo túnicas trasparentes como las de Chio, haciendo pública ostensión de sus encantos en el traje de Ceres y Diana, o de Safo y Galatea. Con estos nombres, en efecto, disfrazáronse muchas, presentándose en bailes y teatros, y hasta en calles y paseos, con un descoco asaz favorecido por el desorden que llevan consigo esas grandes perturbaciones sociales. Si buena fe hubo por parte de algunas en ajustarse a semejantes demasías, sólo sirvió para dar carácter a la nueva moda de vestidos livianos, cuerpos diminutos, chales, capotas y turbantes, que sin llegar a honesta ni decente, y teniendo menos de arcaica que de grotesca, mediante algunas adiciones cursis, como el balanción o ridículo de mano (antiguamente reticulum), vino generalizándose por do quiera hasta el tercer decenio de nuestro siglo.

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Para honra de las bellas españolas, apresurémonos a decir que salieron libres de los esperpentos revolucionarios, ya que aquel movimiento no tuvo eco en nuestra patria, ni más resonancia que la de repulsión, bastando y sobrándole las majerías, de que son verídicos intérpretes el célebre Goya y el sainetista don Juan de la Cruz. Bien conocidos son de todo el mundo los caprichos del primero, llenos de la sal que por esta tierra se derrama; en cuanto al segundo, su repertorio rebosa en datos del traje popular y corriente durante el reinado de Carlos IV. Concretábase el señoril a camisola, corbatín, frac y chupa bordados, calzones bien tirados, medias blancas o lagartadas, zapato de hebilla, peluquín y sombrero de picos, con plumas o escarapela, espada o cutó (couteau) a atravesada del biricú (bridecú), dobles relojes de vistosos pinjantes, y varias cajas para tabaco. El pueblo gastaba chupas galoneadas, o chaquetín a lo majo, de cairel y botonadura, justillos, jaquetillas, etc. La capa solía ser de grana o de otros paños, galoneada, y de seda en verano, supliéndola los petimetres con redingotes, cabriolés y capotones; y también la bota o media bota se incluía en el porte elegante. Chisperos y majos distinguíanse en su chaquetín   —243→   y chaleco, faja de seda, calzón ancho, media blanca, zapato con grande hebilla casi en la punta, capa franjeada, y cofia con montera o sombrero; sin contar los demás suplementos de relojes y cadenas, rejón de reserva, patillas y cigarro en boca. Los pajes iban de capa corta y espada; los abates de hábitos y peluca. La golilla subsistía entre curiales, andando los abogados en garnacha y chinelas. Notable era por su parte el atildamiento de militarillos jóvenes.

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Pertrechadas interiormente de corsé o cotilla, brial, zagalejo o enaguas, sacaban las señoras vestido entero, ya de bata, deshabillé, polonesa, etc., ya de cuerpo y falda exentos, siendo los cuerpos más estilados, jubón, baquero (jubón de faldetas), sayo (cuerpo muy escotado),   —244→   y las faldas, basquiñas y guardapiés de terciopelo, griseta, seda, muer, tisú, marlí, etc., ornadas de vuelos y volantes, flecos dobles, cabos y otros aliños; con acompañamiento de golas o marquesas de cinta y blondina, formando caídos; pulseras de una vuelta, bufandas, cintas y rosetas de cabeza, lazos de pecho y pelendengues; consistiendo sus abrigos en cabriolés, manteletas y capotones. La maja ostentaba con petulancia jubón, brial y basquiña de muer, muy volanteada, cofia, escofieta o mantilla, zapato de seda y reloj colgado a la cintura. Las viudas traían tocas; las viejas manto; las doncellas jóvenes, mantillas de laberinto blancas, o de esparto con encajes, y de grodetur negras, a veces amarillas; siendo de tafetán para majas y artesanas, y de franela o paño terciado para lugareñas; sin otras mantillas gordas, que con zapatos negros, se llevaban en días de lluvia. Entre los tocados de gorra y escofieta, llenas de lazos, corrían unas muy balumbosas, dichas de fandango, con peinados franceses exageradísimos; y luego, de igual procedencia, sombreros y sombrerillos a la vergonzosa, a la pastoril, a la dormilona, y sus carambas, petibús, tupés, redecillas, etc. Por calzado común, zapato bajo de color, muy galano, y chinelas para barros las señoras.   —245→   Como accesorios, abanicos, rus, cajas, guantes, espejillo, quitasol y alhajas de toda suerte, no pocas de quincalla, inclusas tiranas, medallones, borlas, zagalas o cruces, etc.

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Confirma y acentúa estas modas el gran Moratín, con sus señores de bata, gorro y chanclos por casa; de justillo o camisola, chupa, casaca, redingote y peluquín por calle; de capa y botas en viaje; sus pisaverdes ridículos con casaca, manguito, bastón y cigarro; sus vejetes de chupa larga; sus mozos de chaqueta y medias azules, encareciendo de las damas, las


telas, plumas, caireles, arracadas,
blondas, medias, hechuras y puntadas
de Madama Burlet y del platero...

Por fin, los periódicos que ya se editaban a últimos del   —246→   siglo, entre ellos el Diario de Barcelona, dan mayores indicios de la influencia francesa, criticando al petimetre o currutaco su pelo cortado a la jacobina, prendido con un peinecillo en la cima de la cabeza, caído sobre la frente a lo mochuelo, y cortadas las guedejas a lo sansculotte; sombrero a la Andrómaca, pequeño y ruin, con lazo; grandes zarcillos a las orejas; al cuello un inmenso pañuelo rayado; casaca azul con el talle a los sobacos, larguísimos faldones, manga justa y el pecho bombeado; chaleco de un palmo; pantalón justo hasta el zapato de punta, con voluminoso lazo. Por abrigo, capotón o saco color pomier o de pompadur, con ancho cuello de coquelicot. En otro lugar se añade: ahora, ¡oh dolor grande! - a lo antiguo han sustituido, - melenas, barbas, corbatas - y otros peores registros. Estilábanse ya ropas de cubica y   —247→   pantalón nanquín; la muselina era corriente para damas. Al surtú o capote denominábasele citoyen. Estaban en moda las polonesas y turcas, a que las mujeres añadían gran variedad de redecillas, bonetillos y monterillas, y no contentas de sus capotones, manteletas y capas de toda hechura y medida, habían inventado grandiosos pañuelos de hombros, con guarnición de blondas o pieles, que ostentaban bajo su mantilla de luengos cabos.

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Muchas prendas de entonces, la chaqueta corta y el chaquetín, el pantalón ancho, las redecillas, las patillas, la peineta, etc., quedaron por largo tiempo vinculadas en el traje provincial, corriendo aún en Andalucía y en el traje de toreo, muchos del antiguo de majos y majas, socorrida generación de manolos, manolas y chulas, hoy flamencos y cantaores.

Milicia y armas.- Un rey francés en España, guerrero por más señas, naturalmente debía dar preferencia al organismo militar de su país. Desde luego, al vestido tudesco sucedió el chambergo: casaca blanca con vuelta en la manga y botones de estaño, corbata de lienzo, chupa y calzones, medias de estambre, zapatos de vaqueta hebillados, y tricornio de fieltro negro con galón, pedrada y cucarda. La oficialidad, sin embargo, solía permitirse transgresiones, así en la calidad de ropas, como en ciertos accesorios y adiciones de ellas. Suprimido el mosquete, y luego el arcabuz de chispa, desde 1703 quedó el fusil con bayoneta para infantería, y para dragones y granaderos de a caballo, a cuya arma añadía aquélla, espada colgante de bridecú, y la caballería sable, extendido más adelante a las compañías de granaderos, quienes disparaban granadas de mano; completando el pertrecho un frasco-polvorín de madera, colgado del hombro izquierdo   —248→   un cartucho ceñido, con tapa de vaqueta de Moscovia, llevando impresas las armas reales, y un saco de lienzo para el equipo. Formados de españoles, italianos, irlandeses, valones y suizos, los viejos tercios denomináronse regimientos, cada cual con su bandera, compuesto de 12 compañías, la una de granaderos; y por reglamento de 1704, también las milicias provinciales quedaron organizadas en batallones de a 500 plazas, con traje análogo a la infantería de línea y a la caballería, diferenciándose ésta solamente en determinados cuerpos, y generalmente en la bota de montar. Los húsares llevaban chacó con plumero, pelliza y dolmán, con faja, calzón chamarreado de cordoncillo, cartera y anchas botas dichas fischemans. Seguían los sargentos blandiendo alabarda, y los oficiales espontón, reservados sólo a jefes superiores   —249→   los bastones de mando de varias clases. En Francia el uniforme era gris y pardo, con divisas de colores vivos, si bien luego prevaleció el blanco. Desde 1745 hubo allí regimientos especiales de granaderos, que llevaban el alto gorro de pelo, incoado para la caballería hacia 1730.

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El rey don Carlos III hizo dibujar un álbum de tipos militares para que sirviera de regulador; mudó el calibre del fusil; dio al soldado una espada con puño de cobre, a la dragona; sustituyó la cartuchera colgada al cartucho ceñido, y una polvorera de suela fuerte, al frasco de madera del aire, suprimido por inútil en 1750. Regularizáronse entonces las escuadras de gastadores, y las bandas de tambores y pífanos. Los oficiales granaderos tomaron fusil y correajes de terciopelo, galoneados de oro o plata, y se estableció como general la escarapela encarnada, con filete negro para los valones, y blanco para los suizos. La francesa era blanca.

Como innovaciones de 1768, señalaremos la disminución de solapas en la casaca, la adopción de charreteras en la caballería, y en infantería la de su nuevo correaje de ante, que se cruzaba sobre el pecho; quedando subsistente el peinado de polvos y coleta, con sólo un bucle por lado. Las divisas de jefes y oficiales trocáronse en galones, puestos sobre la vuelta de la manga, y su arma se redujo a espada.

Un casco dicho gorra de fieltro, con cimera de latón, placa de lo mismo y plumero de estambre colorado, sustituyó   —250→   al tricornio desde 1775, mas éste no tardó en recobrar su larga primacía; a la vez fue prohibido el botín de paño, ideándose para la tropa un traje de cuartel, y para la oficialidad un sobretodo de paño gris.

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Las reformas del rey Carlos IV consistieron en abolir los polvos del peinado, restituir la solapa curva, y autorizar la alternación de botines negros, de campana sobrepuesta, con los blancos de lienzo que eran de gala.

Durante las campañas de 1792 y 1795, iban los soldados a la guerra con uniforme pardo, esto es, casaca corta con solapa, cuello y vueltas del color de su regimiento, chaleco blanco recto, botín negro y sombrero redondo, levantada el ala de la escarapela; pero reintegrose luego el de picos, cambiado en negro su galón blanco o amarillo. Dioseles además, para abrigo, un poncho también pardo, con cuello encarnado. De 1760 a 70 datan las charreteras de oro o plata, como insignias de jefes, y la faja de tafetán o sarga encarnada, como distintivo de generales.

Los mostachos en la tropa, antecedieron de poco a la revolución; y a fines del siglo se quitó la hebilla de los zapatos.