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ArribaAbajoÉpoca segunda

Edad media


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ArribaAbajoSección 1.ª

Primer período


Ésta comienza en rigor con las irrupciones de los bárbaros del Norte, que asolaron el mundo latino, abatieron el colosal imperio, y cambiaron radicalmente la faz de la sociedad y sus tradiciones, infiltrándole nueva savia, nuevos hombres, nuevas ideas y costumbres. España como provincia romana, sufrió igual destino que las demás; pero lo mismo hubiera sido a conservarse independiente.

Bárbaros.- Víctima de sucesivos invasores, hunos, escitas, vándalos, suevos, cúpole ser ganada definitivamente por los visigodos, que eran dichosamente de los menos bárbaros, ya iniciados en las costumbres romanas, profesando la doctrina de Arrio, sin que tardasen mucho en adoptar el cristianismo; punto también de partida de   —52→   la nueva Era, al efecto de replantear la sociedad sobre nuevas bases y convertir al mundo.

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Dichos pueblos bárbaros, arrumbados por las águilas imperiales allende el Rhin, el Oder y el Vístula, hasta que seguros de su poder lograron realizar su meditada venganza; eran de lo más tosco entre las razas primerizas, gente feroz y baldía, sin más patrimonio que el caballo y sus armas, y las carretas en que llevaban consigo familia y menaje, durante sus progresivas inmigraciones. Los escritores del bajo imperio les apellidaban crinitos y pellitos, esto es cabelludos y empellejados, rasgos genuinos de su ferocidad, pues a fuer de salteadores, vestían sólo pieles de animales, la cabeza y las barbas desgreñadas. Algunos para más fiereza, pintábanse de azul y cardenillo el rostro y varios miembros del cuerpo, y otros por gala marcial, sobre todo los caudillos, ostentaban armillas o brazales, torques o collares, bálteos o cinturones de espada, forjados toscamente, si bien con pretensión. A medida que destrozaban las legiones, apropiábanse el armamento romano, y cuando los godos   —53→   alcanzaron nuestras fronteras, muchos de ellos cubríanse con gáleas y parmas, y ceñían clunábulos, en chocante mezcolanza con su salvaje armamento de frámeas, segures, venablos y escudos de tablas y juncos.

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La dominación visigoda constituyó en nuestro país una monarquía algo templada, que duró 300 años, con entero señorío. Los primeros reyes, como es natural, mostráronse duros y guerreros, pero organizadores, y sujeta a ellos la nación mal de su grado, pudieron arraigarse luego, y a la par que favorecían sus intereses, aventajaban los populares. Húbolos recomendables por su prudencia y morigeración, celosos en la propaganda de la   —54→   nueva doctrina, moralizadores y de gobierno. Estas buenas circunstancias redundaron en utilidad general, de suerte que una dominación comenzada bajo tan malos auspicios, distó a su vez de ser una calamidad para España, la cual, como en el período romano, vio florecer artes y letras, alzar templos y otros edificios, alimentó comercio e industria, y se desarrolló prodigiosamente.

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Entre muchas cosas que los bárbaros tomaron del pueblo vencido, como más civilizado, el traje a la romana fue de su general adopción, conservando la mayoría de prendas que lo constituían, en tanto que San Isidoro en el siglo VII, las individúa como de uso entonces corriente. Recibieron empero modificaciones naturales a todas las cosas, y aun en cierto modo, el influjo del gusto y costumbres de los invasores. Cubriéronse los miembros que solían quedar desnudos, brazos y piernas entre hombres, y la cabeza en ambos sexos. La túnica adquirió definitivamente manga larga, se ajustó al cuerpo mediante cinturón,   —55→   sus faldas contrajeron cierta elegancia de plegado, menos largas que las de la romana, señaladamente para cabalgadores, guerreros y gente moza. Unas calzas algo flojas, a menudo sobreligadas, cubrieron muslos y piernas, llevándose entre jinetes unos botines que dicho santo escritor denomina tubrucos. En abrigos hubo también variación; menguada la toga, cayeron rápidamente lacernas y pénulas, sustituyéndolas sayales y cucullos, y con ellos el manto y la capa, a manera de grandes valonas cerradas, como la dalmática, aunque más rica ésta y undulosa. El pallio y la clámide subsistieron largo tiempo, regularmente prendidos por sus bordes sobre el hombro derecho, con vistosa fíbula o botón metálico. Magnates, ancianos y mujeres, sobreponían a la túnica talar, otra abreviada, de vistosos colores y realces. Para la cabeza adoptáronse píleos, bonetes y casquetes de diversas hechuras, además del galero o petaso, sombrero que guarecía del sol y de lluvias. Las mujeres, a sus mantos y mantillos, añadieron el mavorte, especie de toca suelta, que pronto originó la cerrada, peculiar de religiosas y de toda mujer honesta durante la Edad Media, señaladamente en la vida íntima. La principal variación, característica así de los godos en España,   —56→   como de los merovingios en Francia y de otras naciones contemporáneas, radicó en muestras y colores de ropas, en accesorios personales y de vestuario, bajo el tipo de las modas bizantinas, inspiradas en el gusto oriental. Fuertes matices y contrastes, barreados, floreados, cuadriculados y otras prolijas combinaciones, constituían el fondo del vestido, sirviéndole de realce, bordados, patagios, freses, recamos y otros apéndices de relumbrón, a que se aficionó la jactancia pueril y todavía algo bárbara de las clases ricas, en los siglos V, VI, y VII.

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Durante el V, al paso que el traje germánico de godos y visigodos fue desnaturalizándose en España al influjo de la temperatura meridional, los francos de la primera raza implantaron un traje sencillo, compuesto de camisa de lino, calzón justo de lo mismo o de lana, corpiño también de lino, abrochado y sin mangas, o sayo de piel en invierno, vestido justo, y por abrigos manto, bardocúculo, una capita cuadrada, o una especie de clámide hecha de dos piezas desiguales, generalmente aforradas; por cubertura gorro o morterete, y por calzado, botín o zapato agudo de piel, con largas galgas del color del vestido, que se rodeaban a la pierna; en la corte sin embargo prevalecían las   —57→   modas romanas. Para guerra no hubo traje especial; según Sidonio Apolinar, los francos vestían sayo de lienzo, ceñido por un ancho talabarte, del cual colgaba la espada, y llevaban el cabello apenachado en la cima de la cabeza; a su vez los sajones ricos, usaban túnicas de larguísima manga, y un sobretodo o manto asido delante con broche, todo recamado o franjeado de oro y colores; los plebeyos, túnicas hasta la rodilla, y capita puesta sobre el hombro izquierdo; las mujeres amplios vestidos con franjas, y zapatos como los hombres; la cabeza generalmente descubierta, y cuando no, cobijada con bonetes de pieles. En los monumentos de aquel siglo nótase gran profusión de adornos de gusto oriental, no conocidos antes en occidente.

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En el siglo VI siguió pronunciándose la fusión de los nuevos usos con las tradiciones romanas, así en la túnica luenga y ceñida, como en las togas, clámides y mantos, ora prendidos éstos sobre el hombro, ora abrochados delante, con nombre de pallium. Era muy común una forma de gorro puntiagudo, a semejanza del frigio. El bello sexo agregaba a sus túnicas y mantos, preciosos   —58→   cinturones, una toquilla o velo flotante, capuchas y capotas. Procopio describe en 562 a los eslavos, vestidos de simples sayales, sin camisa ni manto, armados sólo de pica y escudo; y Muratori a los lombardos, según antiguas pinturas, con trajes de lino holgados, realzados de franjas y listas de colores, ligaduras de correa en las piernas, y más adelante botinas o estivales; la cabeza rasurada en su parte anterior, desprendiéndose largas guedejas por ambos lados del rostro, y barba crecida entre nobles. El clero usaba tonsura diferente de los griegos, y se afeitaba.

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Por fin, en el siglo VII siguió el prurito de imitar los trajes latinos, aun entre particulares, acreciendo la exageración ornamentaria en vestidos de ceremonia: oro y pedrería, ropas de seda y púrpura, recamos y aditamentos prolijos. Distinguíanse las clases, señaladamente en el corte, calidad, holgura y ornato de la clámide, que vino contrayendo formas muy variadas. Las gentes pobres seguían fieles a algunas prendas antiguas, como el sago, la braga, el bardocúculo, la striges visigoda, especie de manta rayada, de sumo arraigo en nuestro país, y la borda oriental, otra especie de manta bastísima. Entre mujeres, su larga túnica de lino solía ceñirse con dos cinturones, uno debajo del seno y otro sobre la cadera. Nuestras españolas preferían el recato de la toca, a garganta y brazos desnudos de francesas, germanas y sajonas. El hombre de guerra solía llevar zaba o loriga anillada de hierro, sobre burdo sayal, con abrigo de la manta popular, señalando   —59→   a los jefes sus armaduras de escamas y sus yelmos crinados, con adornos caprichosos; el uso de arco y flechas se hizo general en esta época.

Tonsurábase el clero; celebraba la misa con un calzado particular, y llevaba fuera del templo alba sencilla y ancha, ceñida con cíngulo de lino. Del lujo de algunos prelados puede ser ejemplo el célebre San Eloy de Francia, que poseía ornamentos espléndidos y alhajas rituales, a cual más ricas y delicadas de confección.

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Cabello y barba tuvieron grande importancia en aquellos tiempos; ya los antiguos galos para hacerse más fieros, se teñían el pelo con un unto compuesto de sebo y ceniza de haya. Ordinariamente las razas germánicas distinguían sus jerarquías en la longitud del cabello, y su mayor suplicio era cortarlo, como hizo Fredegunda con una querida de su yerno, e hicieron después algunos reyes con otros príncipes de la época goda y merovingia, para imposibilitarlos de reinar. En virtud de la ley Sálica, los reos de conspiración debían depilarse unos a otros. Prohibido a esclavos el pelo largo, permitíase a los manumitidos, y los eclesiásticos y religiosos cortábanselo en muestra de su servidumbre espiritual. Entre sajones, borgoñones y lombardos, imponíase multa de 120 sueldos al que tirase a otro de los cabellos, y en los Usages de Barcelona, la pena era de muerte, si el insulto se infería a un militar. Ofrecer o sacrificar cabellos, fue a un   —60→   tiempo símbolo de sujeción, de recomendación, de ratificación de amistad o de contratos, y de duelo en grandes aflicciones. En funerales de la Edad Media, cortábanse hasta las crines y la cola del caballo del señor difunto, costumbre seguida también por los antiguos persas, según Herodoto. En Bizancio, habiendo Teóphilo sucedido a Miguel el Tartamudo el año 829, y siendo calvo, además de furibundo iconoclasta, dispuso que ningún sujeto del imperio, griego o romano, criase pelo allende las orejas.

Al principio, la barba fue tan apreciada como la cabellera, mas ya en el siglo V comenzó el capricho de criar sólo bigotes, y en el siguiente gozaron favor unos mechoncitos a guisa de medias patillas, que lentamente restauraron las barbas, exceptuado el clero. Después volvieron los mechones, y en tiempo del gran Carlos ostentábanse mostachos descomunales, que desaparecieron a su vez al mediar el siglo IX. Abandonada la barba, adoptola el clero con gran boga entre los latinos, hasta el punto de suscitar una escisión con la iglesia griega, y una censura contra el papa Nicolao en el año 858. Durante el siglo X recobró la barba su imperio, igualmente entre clérigos y laicos, si bien variando de forma con frecuencia.

Trajes del ministerio sacerdotal. Para el sacerdote cristiano no hubo al principio traje propio. El emperador Constantino, según Opiato de Mileva, distribuyó ornamentos a muchas iglesias, y por San Gregorio Nacianzeno, sabemos que procuró realzar el brillo de los que el clero usaba, haciendo particulares donativos, como el de un ropaje de tisú de oro a Macario, obispo de Jerusalén, para que se revistiese con él en la administración del bautismo. Otro obispo, Eusebio de Cesárea, en su discurso dedicatorio de la iglesia de Tiro (año 313), menciona   —61→   particularmente los trajes de los prelados asistentes. El sacerdote Nepocio hacía tal caso de la túnica con que celebraba misa, que en testamento se la legó a San Jerónimo. Apenas para concurrir a los oficios, guardábase alguna vestidura determinada, pero luego la iglesia ordenó que fuesen expresas y previamente consagradas o bendecidas por el obispo. Los griegos, insiguiendo la liturgia de San Juan Crisóstomo, las bendicen, cada sacerdote en particular, al revestirse con ellas, y lo mismo hicieron algunos latinos hasta el siglo X, según la misa de Ratolde.

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Esos trajes comenzaron por ser iguales a los civiles, hasta que unos y otros se modificaron recíprocamente. El papa León IV, año 850, los enumera por este orden: «Que ninguno celebre el santo sacrificio, sin amito, alba, estola, manípulo y casulla». Amito viene del latín amicere, adoptado en el siglo VIII para velar el cuello, que así legos como eclesiásticos llevaban sin abrigo. En algunas iglesias se consideró cual equivalente de los sacos penitenciales, y en otras como un ephod o superhumeral, aunque nada tenía de común con esta prenda del antiguo rito, y en Roma hacia el año 900, se usó en calidad de velo de cabeza para ir al altar, conforme hicieron posteriormente los dominicos. Alba (ropaje blanco), privativa de ciertos personajes romanos, fue adoptada con elogio de San Jerónimo para todo el sacerdocio, como símbolo de la pureza y perfección del ministerio. Todo ropaje largo necesita un ceñidor: «Toma tu cintura», dijo el ángel   —62→   al despertar a San Pedro. Prescindiendo de su significación mística, Beda y Rabano consideran al cíngulo necesario para el libre servicio sacerdotal. Manípulo, en su origen orario o mappula (pañuelo o servilleta), entre los alemanes fanón, en igual sentido, sudarium en Francia e Inglaterra, mappa, manipulum en pontificales y otros textos del siglo IX, se trae colgado de la muñeca, en forma de una tira de lienzo cabeada de fleco o trencilla, con aumento de adorno cada vez mayor. Ibo de Chartres, a fines del siglo XI, da a entender que entonces servía aún para limpiarse el rostro, mas habiendo adquirido aforros recios, sólo quedó por ceremonia, siendo preciso sustituirle un verdadero pañuelo. Como a quien más servía era a los predicadores, fue prohibido a los subdiáconos y otros clérigos menores. La estola (stola, fimbria) era modificación de otro largo pañuelo que se colgaba al cuello, el verdadero orario de San Jerónimo. Casulla (casula, planeta), gran manto redondo con un solo agujero para la cabeza, fue común durante los primeros siglos a cuantos vestían traje largo, mas, abandonado por las clases populares, quedó vinculado entre el clero. En capitulares del año 742, mandose a sacerdotes y diáconos que anduvieran siempre con casula, hasta por la calle, al igual que con alba. Consérvanla los griegos sin alteración de forma, pero entre los latinos ya se desfiguró en el siglo XV, y posteriormente recibió cercenaduras ridículas y agregaciones de mal gusto. Siendo   —63→   una vestidura que cubría todo el cuerpo por igual, considerábasela muy adecuada representación del yugo de Jesucristo. La dalmática y otra especial estola, correspondían a los diáconos. También esta última comenzó siendo una delgada tira de lienzo, prendida al hombro izquierdo, flotando sus cabos por la espalda cuando el diácono oficiaba, lo que Simeón de Tesalónica equipara a las alas de los ángeles ministrantes. El concilio toledano 4.º (633), manda que los diáconos lleven un solo orario en el izquierdo, con prohibición de realzarlo de oro y colorines, pero en general prevaleció el afán de lucimiento. Usáronlo los latinos a la vez que los griegos, colgándoselo del hombro izquierdo por delante y detrás, conforme se ve en antiguas imágenes, mas luego para impedir que los estorbase, sujetaron sus extremos al lado derecho, y los griegos les dieron dos vueltas cruzándolos sobre pecho y espalda.

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La dalmática, oriunda de Dalmacia, provincia griega, fue estilada en Roma desde el siglo II. Era una túnica holgada con mangas muy anchas y cortas, por lo que siendo cómoda, la adoptaron obispos y diáconos. San Cipriano, según actas de su martirio, abandonada la capa a los verdugos, entregó su dalmática a los diáconos. Uno de éstos, escribiendo en el año 365, dice que los de su orden usaban dalmática al igual que los obispos. San Isidoro, en el siglo VII, la tiene por traje sagrado, blanco y adornado con listas de púrpura, bajo cuya hechura subsistió largo tiempo.

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La capa procesional fue también en su origen un manto encapillado, cuya capilla ha quedado en ella bajo la forma de un ridículo accesorio postizo.

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Generalmente todos los objetos de indumentaria religiosa y ritualidad litúrgica, han sufrido variaciones no siempre conformes con la pureza tradicional y la propiedad del arte, cosa que ha distado de dar prestigio al mismo culto. Durante la Edad Media recomendáronse singularmente, gracias a las delicadezas del ojivalismo, tan adecuadas al sentimiento cristiano; pero el barroquismo con indiscretas pompas y opulencias, los bastardeó, sin que todavía el buen gusto haya logrado recobrar sus fueros.

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