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ArribaAbajoSección 2.ª

Árabes


Otro vuelco de trascendencia a principios del siglo VIII, vino a mudar la faz y los destinos de nuestra combatida nación. A los cartagineses habían seguido los romanos; a los romanos los visigodos; todos afianzaron su dominio durante largo período; todos dejaron en este suelo hondas huellas de su paso; mas a consecuencia de sus mutuas rivalidades o de sus propios abusos, sucumbieron uno tras otro, y España viose cada vez sujeta a nueva coyunda.

Bien sabido es cómo se hundió la monarquía de don Rodrigo, ya reducida a sus postrimerías, y cómo la reemplazó casi de golpe el emirato de los árabes, gente sobrevenida, extraña de todo punto a las naciones meridionales, y antagónica a ellas en raza, precedentes y derivaciones; pueblo que junto con las violencias de la guerra, trajo consigo la imposición de un falso dogma, que hubiera trocado los destinos del orbe, a no oponerse los robustos pechos españoles, durante una gloriosa lid de setecientos años, a aquellas avalanchas de infieles que renovándose incesantemente, se habían dado la misión de imponer al mundo la ley del Corán, a la fuerza de sus cimitarras. Por fortuna, el rigor del estrago y la grandeza   —66→   del peligro revivificaron los ánimos aletargados, y bajo la santa enseña de patria y religión, Pelayo seguido de algunos pocos fugitivos, fue quien primero, en los riscos de Covadonga, osó desafiar la jactancia agarena, humillándola, y de aquel pequeño núcleo renació como por ensalmo, nuestra raza siempre heroica, que en todas ocasiones y mayormente en los grandes conflictos, ha sabido vencer sin contarlos, a sus enemigos más formidables.

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Esta nueva irrupción, empero, no fue tan desastrosa como las anteriores, pues sobrecogidas las ciudades, rindiéronse casi sin lucha, de suerte que el establecimiento de los árabes vino a ser una mera ocupación. Sin duda la facilidad de la conquista y el gozo de poseer una tierra tan codiciada, templaron algo su primitiva ferocidad, moderando los bríos de aquella fanática propaganda que ellos pretendían ejercer, ya que luego de asentados, sólo cuidaron de beneficiar su posesión, ciñéndose con los vencidos a una política de suma tolerancia, hasta el punto de dejarles conforme estaban, con sus regidores, sacerdotes y jueces, respetados el dogma, las leyes, los usos y costumbres que tenían establecidos. Respetaron asimismo su traje, cosas que nosotros después no supimos   —67→   hacer con ellos, por manera que la población muzárabe, o sea la de españoles residentes en las ciudades musulmanas, pudo seguir largo tiempo la tradición de sus mayores   —68→   y las usanzas de sus contemporáneos. En cambio los árabes gastaban traje propio, de índole característica, sancionado por el ejemplo y la doctrina de su profeta, y que siendo hierático de suyo, se conservó entonces y ha seguido siempre sin alteración esencial. El turbante y la manta del desierto, las anchas bragas del hombre nómada, la faja ceñida y la aljuba o cuerpo justo del que vive atareado, sin pretensiones, y para sus mujeres recatadas por obligación, túnicas y rebozaduras en que envolverse; he aquí los simples elementos de su invariable indumentaria. No por eso resultaban confundidas las clases, pues el noble, el rico y el potentado, tenían medios peculiares de lucimiento, como siempre y do quiera lo fueron la variedad de hechuras, la delicadeza de telas, y las adiciones de ornato, que el que puede utiliza con ventaja sobre el vulgo. Esto mismo ocasiona multiplicidad de prendas y diferencias de porte, que generalizadas a la larga, acaban por reflejar el gusto dominante, originando   —69→   a ciertos períodos lo que convencionalmente llamamos moda. Tuviéronlas los árabes, no sólo al compás de los tiempos, sino al de su creciente civilización y poderío, de suerte que en los siglos IX y X, tan sombríos para el resto de Europa, las pompas de Córdoba y Sevilla en nada cedían a las de Damasco y Bagdad. En palacios, en campamentos, en viviendas privadas, afectaban los árabes españoles soberbia opulencia de vestidos, armas y adornos, inclusos habitaciones y muebles, en toda la escala de la suntuaria. Reflejábase la voluble moda, ya en la pluralidad y diferencia de ropajes, ya en la delicadeza y color de las telas, ya en las combinaciones de uso y porte, sin olvidar las formas cambiantes de barbas y peinado, calzado, joyas y preseas, etc. Baste recordar que uno de sus literatos, compuso un largo tratado sólo para describir las variantes en hechura y nombre de la espada.

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Es verosímil que su cercana influencia trascendiera a   —70→   los muzárabes, quienes aun siguiendo fieles a sus hábitos y costumbres, sin ceñir turbante ni calzar zaragüelles, no dejarían de aprovechar las facilidades del mercado, utilizando para sí aquellos géneros y prendas que más debían contribuir a su confortabilidad o realce personal, cuales eran ciertos almaizares, aljubas, almalafas, albornoces y otras ropas vulgares entre árabes y judíos. Se hace más creíble esta influencia, en cuanto ella alcanzó a los mismos españoles adversarios, que a beneficio ya de despojos y presas, ya de relaciones y tratos, no escasos entre ambos pueblos, bien pronto echaron de ver las ventajas industriales de aquellos productos, con los cuales apechugaron luego sin escrúpulo, y más adelante en tanta escala, que llegaron a radicarse en la indumentaria nacional, dando nombre, origen y desarrollo a numerosas confecciones, popularizadas casi hasta nuestros días. Estas comunicaciones vinieron a ser para España una de las mayores ventajas de la dominación sarracena, toda vez que a favor de ellas vigorizó su ingenio, aquilató o perfeccionó sus artefactos de la Edad Media y del renacimiento, y aclimató industrias peregrinas que han valido inmortal fama a muchas localidades.