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ArribaAbajoDesagravio a Cristo

Fiesta de Corpus Christi

12 de junio de 1977

Génesis 14, 18-20

I Corintios 11, 23-26

Lucas 9, 11b-17

La homilía en esta ocasión, la están pronunciando todos ustedes, esta hermosa corona de sacerdotes, concelebrando en torno al altar de la Catedral, que es el signo de nuestro sacrificio eucarístico, de nuestra unidad en la fe y en el amor. Y una Catedral repleta hasta no caber más; y más allá de la Catedral, millares de oyentes de la emisora católica; y en torno de esta misa de la Catedral, todas las misas parroquiales, en toda la Arquidiócesis.

Parece como si la divina esposa de Cristo, la santa Iglesia, concretándose en esta diócesis de San Salvador, se arrodillara reverente para recoger con cariño, entre lágrimas, unas hostias pisoteadas en Aguilares, robadas en Ciudad Delgado y maltratadas por tantas comuniones mal hechas: una esposa de Cristo, que recibió esta herencia primorosa, el jueves Santo en la noche, como un retrato viviente de su Esposo, para que recordara todos sus hijos que le iban a nacer a través de los siglos. ¡Cuánto nos amó! Es la esposa Iglesia, en la presencia de todos nosotros, de rodillas ante el Cristo, su divino Esposo, para decirle: ¡perdona, amado!, ¡cómo te tratamos! Pero recibe el amor de estos hijos, que lloran los atropellos indignos.

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Es la hora del desagravio; y por eso quisiera solamente, para llamar la atención de esta reflexión, fijarme en el aspecto reparador, de desagravio, que la misma eucaristía contiene; porque esto es lo maravilloso, que para pedirle perdón a ese Cristo, ultrajado, no tenemos otra palabra que su misma eucaristía. Somos capaces de ultrajarlo, pero ningún humano puede decir la palabra adecuada de desagravio, si el mismo Cristo no nos la pone en nuestros labios, en nuestro corazón, en nuestras manos. ¡Qué bueno es el Señor! Ofendido, nos señala la manera de perdonarnos. Ofendido -e incapaces de reconciliación- ofrece su propio y su propia sangre, porque es la única que puede dar satisfacción al ultraje brutal que los hombres podemos hacerle, pero que ninguno puede reparar. Por eso pensó él con su amor que no tiene nombre, un amor de locura, sabiendo cómo le íbamos a tratar, dejarnos ya, preparado el homenaje que le puede a él reparar. Y por eso, dice San Pablo, recogiendo la tradición y -fíjense bien- San Pablo escribe veinte años después de que Cristo había instituido la eucaristía, para aquellos que dudan de la presencia real de Cristo o del valor de la misa, fíjense únicamente en este detalle histórico, San Pablo, a veinte años nada más de Cristo, dice: «He recibido esta tradición»; en veinte años no se puede inventar una cosa. «Y yo la transmito a la posteridad»; y a los veinte siglos nosotros estamos seguros, gracias a estos testimonios de la fe, que Cristo está presente en la hostia y que lo que se va a decir dentro de un momento por todos estos sacerdotes unidos, como los responsables de este encargo de Cristo: «Tomad y Comed, esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva que se derrama por vosotros, para remisión de los pecados», no es una invención humana. Es invención que tiene su origen en Cristo, en la noche santa de la última cena. Anticipándose a su sacrificio del Calvario, el Viernes Santo, nos deja este recuerdo vivo: «Haced esto en mi memoria». Por eso San Pablo nos acaba de decir: siempre que celebramos la misa, anunciamos la muerte del Señor y proclamamos su resurrección.

Hermanos, un pueblo que se alimenta de esta mística, un pueblo cristiano, el católico que vive de esta fe, no puede desesperar, por más que sufra los atropellos a su dignidad, a su fe, a su creencia. Es cruz de Viernes Santo, pero también es promesa de resurrección.

La eucaristía nos garantiza a nosotros la presencia de un cristiano que sigue salvando a la humanidad; pero el aspecto de desagravio de Cristo está en esas palabras: el cuerpo que se entrega por nosotros, la sangre que se derrama para perdón de los pecados. En el símbolo de la hostia, pisoteada en Aguilares, miremos el rostro de Cristo en la cruz. Aquel hermoso poema del Cristo Roto nos describe la hora tremenda en que por el rostro de Cristo crucificado iban pasando los pecados de todos los hombres: los blasfemos, los adúlteros, los ladrones, los que pisotean la dignidad de los hombres, todos los pecadores; y en esta hora de la Patria, cuántos son los que odian, los que calumnian, y nosotros mismos que pecamos, tal vez, tantas veces. Todos somos pecadores. Miremos que mi rostros y el rostro de cada uno de nosotros y el rostro de nuestros perseguidores y el rostro de   —88→   los que nos persiguen y calumnian están pasando como por una cinta cinematográfica, en el rostro divino de Cristo, que muere, que agoniza y que nos dice: «Allí les espera mi sangre, mi cuerpo, que se entrega para perdón de todos esos pecados». Y nosotros recogemos en esa hostia consagrada todo el dolor de ese Cristo, todo el amor para los pecadores, todos sus sentimientos, que son muy distintos de los que lo ofenden. «Padre, perdónalos, no saben lo que hacen»; y el Padre miraba en la angustia agonizante de su hijo, la depravación de todos los pecadores, los que pisoteaban sus hostias, los que comulgan sacrílegamente, todos los que ofendemos al Señor. Todos sintámonos pecadores en esta tarde, para decirle al Señor, invocando su fuerza reparadora de la eucaristía: Señor, ahora vamos a venerarte, en una hermosa procesión al terminar la misa. Y esta misma misa, un homenaje de tu Iglesia, mírala Señor: pecadora, necesitada de perdón.

Las páginas negras que se nos han publicado, como para gloriarse de nuestras culpas, no son ni sombra de las muchas culpas que tenemos como Iglesia también, si lo hemos reconocido, si en el Concilio mismo hay unas páginas que, con humildad, proclaman los pecados de la Iglesia. No nos dicen nada nuevo nuestros depravados perseguidores, sino simplemente nos recuerdan lo que ya tenemos nosotros necesidad de golpearnos el pecho, como lo hemos hecho al principio de la misa: «Por mi culpa, porque he pecado mucho, de pensamiento, palabra y obra». Y aquellos que se erigen en jueces para señalar los pecados de la Iglesia, se parecen al hipócrita fariseo: «No soy como los otros hombres»; ¿y quién es sin pecado para tirar la primera piedra? Todos necesitamos, en esta hora de desagravio, pedirle perdón al Señor. Y la voluntad santa de Cristo, que vive en la Iglesia, no es de rencor, de venganza, de desear mal a nadie, sino la de Cristo en la cruz: «Perdónalos, Padre». El desagravio es amor, el desagravio es mirar al pecador, para que se convierta, mirarse a sí mismo, para convertirnos. Y en esta hora de conversión, hermanos, cuanto más humildes seamos y apoyemos más nuestra incapacidad de ser perdonados en Cristo, que muere por nosotros y se queda con su perdón en la eucaristía, estamos construyendo nuestra Iglesia.

Yo les agradezco a las comunidades parroquiales, que han hecho atención a este llamamiento. Dios se los pague. Es una hermosa comunidad la que llena la Catedral. Es el símbolo de toda una Arquidiócesis enardecida en el amor, para amar más, cuanto más se le persigue, para ser enmedio del mundo, la respuesta a todas las maldades; una respuesta de amor, una respuesta que se eleva al cielo con la voz de Jesús: «Padre, perdónalos, perdónalos». Y así, ¡cómo no nos va a bendecir el Señor! Sigamos construyendo nuestra Iglesia; sigamos nuestra eucaristía esta tarde, con ese sentido de desagravio, unidos a Cristo, porque él será para los pecadores, que somos todos, el perdón; y para las almas generosas que saben perdonar, una fuente de mayores bendiciones.

El Corazón de Jesús pedía este gesto de reparación. Y si preguntáramos ahora, ¿cuál es la necesidad más grande de nuestra madre Iglesia?, yo les diría esto: la necesidad más grande es la reparación. Reparar, porque se le ha escupido   —89→   mucho; limpiarle su rostro, hacerla más bella; colaborar todos para que sea más bella esposa de nuestro Señor Jesucristo; hacerla hermosa: esta es la tarea.

De modo que esta ceremonia no sea un acto esporádico. Yo les diría, hermanos: iniciemos una campaña de reparación; es decir, démosle a nuestro dolor, a nuestra pobreza, a nuestro sufrimiento, a nuestro trabajo por la dignidad humana, al cumplimiento de nuestro deber, a nuestra lucha por construir una Iglesia más bella, a nuestra legítima aspiración por una patria más digna, un sentido de reparación... todo por ti, Sacratísimo Corazón de Jesús.

Les invito ya desde ahora para que el próximo viernes en la Basílica del Sagrado Corazón, celebremos la fiesta del Sacratísimo Corazón, también como un acto de desagravio; que todo lo que vivamos de aquí en adelante, sea verdaderamente una vida de desagravio; que no hay vida más bella que la que se abraza a la cruz de Cristo y, desde la cruz, pide perdón por él y por los demás.

En este sentido, pues, vamos a vivir nuestra eucaristía, en esta tarde primorosa... del Corpus del Señor.



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ArribaAbajoEl misterio de Cristo

12.º Domingo del Tiempo Ordinario

19 de junio de 1977

Zacarías 12,10-11

Gálatas 3,26-29

Lucas 9,18-24

Queridos hermanos:

Después de haber celebrado unas fiestas que eran como la corona de la Pascua, como era la Santísima Trinidad, la fiesta del Corpus y el viernes que acaba de pasar, la fiesta del Corazón de Jesús y ayer el Corazón de María, fiestas que son como flores de Pascua, con que nosotros recogíamos todo el fruto del año litúrgico, comienza ahora otra vez lo que se llama el Tiempo Ordinario. Hay dos ciclos, dos tramos del año que se llaman Tiempo Ordinario. Cuando termina la Epifanía -todo el ciclo de Navidad con la adoración de los Magos- comienza un Tiempo Ordinario que termina al comenzar la Cuaresma. Se interrumpe el Tiempo Ordinario para dar lugar a la celebración de la redención: Cuaresma, Semana Santa, Pascua, Pentecostés; y al terminar este ciclo pascual, se introduce otra vez la segunda parte del Tiempo Ordinario, que va a continuar aquellos domingos que se interrumpieron para dar lugar a la Cuaresma y que se va a prolongar hasta Adviento, o sea las semanas que ya nos preparan otra vez a la Navidad, para comenzar otra vez el año litúrgico.

Y así tenemos, pues, que cada año es como si la Iglesia montara un curso de intensa espiritualidad. Va desarrollando, a lo largo del año, el misterio de   —91→   Cristo, en el que hemos de crecer. Este ciclo de 1977 debía significar para nosotros como cuando en la escuela el alumno está haciendo un curso superior, un grado superior. Siempre es el misterio de Cristo, pero como una espiral que va hacia arriba, cada año debía significar más altura en nuestro seguimiento, en nuestro conocimiento de nuestro divino maestro y redentor: Jesucristo.

Por eso es interesante fijarse en el mensaje de cada domingo. Aquellos que dicen que no van a misa, ya están aburridos porque es lo mismo, no han calado la profundidad del año litúrgico. Cada domingo es distinto; y así como el alumno interesado en aprovechar en el curso no pierde una clase porque en cada clase aprende algo nuevo, el buen cristiano también crece cada domingo en la contemplación, en la reflexión del misterio salvador.

Fíjense en las lecturas que han escuchado hoy, y yo creo que podemos sacar de allí un mensaje precioso que lo podíamos presentar en estas tres ideas: la figura central es Cristo nuestro Señor. En el segundo punto diríamos: su obra liberadora. Y en tercer lugar, su llamamiento a conversión.

1. CRISTO, NUESTRO SEÑOR

Lo que resalta en primera plana, diríamos, en el mensaje de hoy, es el interesante diálogo de Cristo con sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Y esta pregunta se hace actual a los que estamos aquí en la Catedral, a los que a través de la radio estamos reflexionando. Si nos preguntara Cristo, si se encarara Cristo conmigo en particular y me dijera: «¿Quién dice la gente que soy yo? ¿Qué dices tú de mí? Tú te llamas cristiano, ¿qué piensas de Cristo, del que tú tomas nombre como cristiano?» Y cuántos tambalearían en la respuesta como los apóstoles: «Como el rumor popular, andan diciendo por allí que eres alguno de los profetas». Pero yo os pregunto a vosotros: «¿Quién decís que soy yo, vosotros que convivís conmigo?» Y Pedro inspirado por el Padre eterno, porque nadie conoce al Hijo sino el Padre, y a quien Dios se lo quiera revelar. Esta es una gracia, conocer a Cristo. Por una gracia singular, Pedro lo define en unas breves palabras: «Tú eres el Mesías de Dios. Tú eres el esperado, el prometido en las promesas a Abraham y por los profetas. Tú eres el centro de la Biblia. Tú eres el corazón de las promesas de Dios. Tú eres el esperado. En ti están puestas las ansias de todos los hombres y sin comprenderlo todos los pueblos te desean. Tú eres el Mesías. Tú eres el nombre que Dios ha dado para salvar a todo hombre y fuera de él no hay salvación».

Esta es la esencia del cristianismo. Para eso vive la Iglesia. Por eso persiguen a la Iglesia. Porque cuando Cristo confesó que él era el Hijo de Dios, lo tomaron por blasfemo y lo sentenciaron a muerte. Y la Iglesia sigue confesando que Cristo es el Señor, que no hay otro Dios. Y cuando los hombres están de rodillas ante otros dioses, les estorba que la Iglesia predique a este único Dios. Por eso choca la Iglesia ante los idólatras del poder; ante los idólatras del dinero; ante los que hacen un ídolo; los que hacen de la carne un ídolo; ante los que   —92→   piensan que Dios sale sobrando, que Cristo no hace falta, que se valen de cosas de la tierra: ídolos. Y la Iglesia tiene el derecho y el deber de derribar todos los ídolos y proclamar que sólo Cristo es el Señor.

¡Cuánta sangre le ha costado a la Iglesia! ¡Cuánta persecución y humillación esta fidelidad a su único Señor! Imaginen lo que significaba proclamar Señor a Cristo en medio del Imperio Romano, cuando el César se proclamaba un Dios. Esa misma dificultad sufre la Iglesia ante los ídolos y césares que se erigen en dioses, porque sólo tenemos un Dios: Cristo nuestro Señor. Este es el primer mensaje. Yo les suplico que lo tomemos muy en el corazón para llevarlo por el mundo después de nuestra misa, con la convicción sincera de que Cristo es el único Señor y a él sólo tenemos que adorar y darle todo nuestro corazón.

2. OBRA LIBERADORA DE CRISTO

El segundo mensaje de hoy es que este Cristo se presente con su gran obra liberadora. Yo quisiera aclarar mucho esta palabra: la liberación. Muchos le tienen miedo a esa palabra. Muchos también abusan de esa palabra. Pues ni miedo ni abuso, la verdad es que liberación es una palabra bíblica y quiere expresar toda la obra salvadora del Señor a partir del pecado. La primera liberación que Cristo anuncia y que en la segunda lectura de hoy San Pablo nos describe maravillosamente, es que Cristo ha venido a derribar el pecado y que por el bautismo que lava el pecado de los hombres y por la penitencia que los convierte de nuevo si se han apartado de él, un hombre se incorpora a Cristo y se hace hombre de nuevo.

Un hombre nuevo, esta es la obra liberadora. Hacer hombres nuevos, hombres que se despeguen del pecado, hombres que echen afuera sus egoísmos, sus idolatrías, sus soberbias, sus orgullos y se hagan humildes seguidores de Cristo el Señor. Todos son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Esta es la obra de Cristo, llamar a todos los hombres sin discriminación. Y San Pablo ha dicho, esa discriminación ya no cuenta en el cristianismo: «Ya no hay distinción entre judíos y no judíos, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús». Ya no hay clases sociales para el cristianismo. Ya no hay discriminación de razas. Por eso el cristianismo también choca, porque tiene que predicar esta obra liberadora de proclamar a todos los hombres iguales en Cristo Jesús. Renovación interior del corazón, esto es lo que hace a todos los hombres iguales: renovarnos. Mientras no hay hombre nuevo, hay orgullo, hay discriminación. Ricos y pobres, cuando se convierten de verdad y se lavan por dentro con este bautismo de Cristo y creen de verdad en el Señor, ya no se distinguen el rico y el pobre, porque sólo hay un sentimiento de fraternidad en Cristo Jesús. No hay superior e inferior, porque uno y otro saben que no son nada en el orden de la gracia sin Cristo el redentor. Sólo hay un grande, Cristo que nos redime. Sólo hay un liberador.

Y por eso, hermanos, aquí también la distinción muy prudente, en nuestro tiempo, entre las falsas y verdaderas liberaciones. Esto es muy importante. Cómo   —93→   se ha perseguido a la Iglesia confundiendo su mensaje con el mensaje de la subversión, de algo que estorba en el país. La Iglesia predica esta liberación en Cristo Jesús. La Iglesia promueve la dignidad del campesino, la dignidad del obrero. Promueve la dignidad del hombre humillado en esta situación en que se vive en el país, como si alguien no fuera hombre. Si es que hay vidas entre nuestros hermanos verdaderamente infrahumanas. Y la Iglesia predica la liberación de esa gente, precisamente a partir de desterrar el pecado, de denunciar la injusticia, el abuso, el atropello y decirles a todos los hombres que somos hijos de Dios, que hemos sido bautizados por Cristo.

Una liberación que pone en el corazón del hombre la esperanza: la esperanza de un paraíso que no se da en esta tierra. De allí que la Iglesia no puede ser comunista. La Iglesia no puede buscar solamente liberaciones de carácter temporal. La Iglesia no quiere hacer libre al pobre haciéndolo que tenga, sino haciéndolo que sea. Que sea más, que se promueva. A la Iglesia poco le interesa el tener más o el tener menos. Lo que interesa es que el que tiene o no tiene, se promueva y sea verdaderamente un hombre, un hijo de Dios. Que valga, no por lo que tiene, sino por lo que es. Esta es la dignidad humana que la Iglesia predica.

Una esperanza en el corazón del hombre que le dice: cuando termine tu vida, tendrás participación en el reino de los cielos. Aquí no esperes un paraíso perfecto, pero existirá en la medida en que tú trabajes en esta tierra por un mundo más justo, en que trates de ser más hermano de tus hermanos; así será también tu premio en la eternidad, pero en esta tierra no existe ese paraíso. Aquí la diferencia es entre el comunismo, que no cree en ese cielo ni en ese Dios, y la Iglesia, que promueve con una esperanza de ese cielo y de ese Dios.

3. LLAMAMIENTO DE CRISTO A CONVERSIÓN

Y finalmente, queridos hermanos, Cristo nuestro Señor en este domingo se nos presenta dándonos un llamamiento de conversión. Y que dura es esta palabra de Cristo. Cuando acepta él la definición que la revelación de Dios ha inspirado a Pedro: «Tú eres el Mesías de Dios», Cristo acepta; pero lo complementa con una definición de su pasión y de su muerte. Porque inmediatamente que Pedro ha dicho que Cristo es el Mesías de Dios, él añadió: «El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutados y resucitar al tercer día». Y dirigiéndose a todos les dice: «El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo, pues el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que la pierda por mí, la salvará».

Qué palabra misteriosa, qué palabra dura. Todos queremos salvar nuestra vida, pero hay una salvación inmediata y hay una salvación definitiva, mediata, después de toda la vida. El que quiera salvar su vida aquí presente, el que no quiera desinstalarse de sus comodidades, el que quiera estar bien sin importarle lo de los demás, éste perderá la vida. El que la quiera salvar, piérdala por   —94→   Cristo. ¿Qué quiere decir perder la vida por Cristo? Esto es lo duro en este momento, hermanos.

Una carta que me llega analizando esta situación de El Salvador, me dice: «Se le alejarán los que tienen que alejarse, pero se quedarán con usted los que tienen que quedarse». Tal me parece la expresión del evangelio de hoy, como que Cristo dice: «El que quiera salvarse de verdad, venga conmigo, tome su cruz, no se apegue a las ventajas de la tierra, despréndase, viva pobre en el corazón, trabaje conmigo la liberación del pueblo, pero el que quiera estar bien...; y que cosa más triste si hay gente que se me acerca para decirme: «Monseñor, estoy con usted, pero comprenda mi situación». Es un empleado, es un apoderado de cosas muy valiosas, y naturalmente esto les cuesta entregarse a Cristo, aún a costa de perder su vida. Dichosos los que en esta hora, hora de discernimientos, hora de saber quién es quién, hora de enfrentarse a Cristo, que dice, «El que no está conmigo está contra mí», le dice al Señor: «Aunque pierda mi vida, yo voy contigo Señor». Esta es la conversión.

Yo quiero felicitar, aquí en público, esa manifestación de arrepentimiento y de culpabilidad que han echado a los periódicos los padres jesuitas. Confiesan que tal vez, sirvieron al poder y a la riqueza, pero que ahora han comprendido que tienen que desprenderse de esas ventajas, de esos elogios, para servir con Cristo crucificado, donde Cristo quiere que sirvan. No es que hay que desechar a la clase alta; la estimamos, la amamos, quisiéramos dar la vida por ellos, quisiéramos servirles para que se arrancaran y se entregaran a Cristo nuestro Señor. Los amamos de verdad y yo les suplico a todos que pidamos mucho para que todos los hombres nos convirtamos. Que no nos distingamos entre ricos y pobres, sino entre convertidos a Cristo, aunque se pierda la vida y se pierdan las comodidades, pero se tenga la satisfacción de seguir en el amor al Redentor, que siendo rico se hizo pobre para hacerlos ricos con la verdadera riqueza del cielo. Que no nos engañen con ilusiones las ventajas de la tierra. Que no perdamos el cielo por las cosas de la tierra. Que acojamos la verdadera liberación, aquella que ya siente en su alma el que no está pendiente del elogio, del dinero, de la ventaja política o social, sino que tiene el corazón libre para seguir a Cristo y decirle: Señor, entrego mi vida por ti, aun cuando tenga que perderla entre los hombres. Esta es la conversión que pide Cristo.

Y ahora termino con la hermosa profecía de la primera lectura, donde el profeta Zacarías presenta un personaje misterioso, profético, que cuando San Juan narra a Cristo en la cruz, traspasado el costado con una lanza de soldado, recuerda esta profecía: «Mirarán al que traspasaron. Harán llanto, como llanto por el hijo único y llorarán como se llora al primogénito».

¿Qué quiere decir el profeta? Está describiendo después de una catástrofe del pueblo de Israel, Jerusalén desolada, pero con una esperanza de que Dios se apiadará de ella y la levantará. Un personaje misterioso. Es Cristo que ya se vislumbra como precio de la redención. Han sido humillados los pueblos, han   —95→   sido atormentados los hombres; pero hay alguien a quien los hombres mismos traspasaron, es Cristo en la cruz. Pero lo mirarán, y de ese costado abierto por la ingratitud de los hombres, brotará la esperanza. Sólo él, y a él mirarán los pueblos. Esta es la mirada que yo quisiera de todos los salvadoreños, mirar al que traspasamos todos, porque todos somos pecadores.

En esta hora en que la Iglesia defiende la dignidad del hombre y los derechos de Dios, tiene que decir que todos ofendemos al Señor y todos tenemos que mirar al que hemos traspasado con nuestros pecados: a Cristo, Señor nuestro. Y que tenga misericordia de nosotros para que cesen estas inquietudes, estas zozobras, estos atropellos de la dignidad humana. Hay también esperanzas humanas que sin duda las inspira Dios, creador de los hombres.

Hoy escuchaba por radio, que mañana, en Granada, los representantes de la OEA van a presentar la denuncia de los atropellos a la dignidad humana en los países latinoamericanos. Se va a protestar contra las torturas. Se va a protestar contra las prisiones largas y sin juicio. Se va a protestar contra tantos hombres perdidos. Llegan al pastor, y me duele el alma, esposas y madres que no saben de sus hijos y de sus esposos. ¿Dónde están? ¿Qué se han hecho? Quiera el Señor que la Organización de los Estados Americanos influya, colabore con esta preocupación también de la Iglesia, para que no exista esta situación de pecado y de atropello en nuestros países. Nos alegra saber que los hombres se preocupan y que ojalá esta larga pesadilla ya no se sienta y como quien despierta a una vida normal, sintamos que hay paz, que hay tranquilidad, que todos somos hermanos, que todos somos iguales. Que no haya salvadoreños que empuñen las armas contra hermanos salvadoreños. Que no haya salvadoreños que atropellen indignamente a sus hermanos, tal vez con paisanos de su mismo cantón. Que haya más sentimientos, sentimientos de cristianismo. Que miremos todos al que traspasamos con estas cosas y que de Cristo el Señor saquemos la cordura, saquemos la sensatez, para ser un país donde se pueda vivir verdaderamente con la tranquilidad de quien vive en su propia patria.

Y la liberación de Cristo nos orienta hacia la eternidad. También otra noticia de alegría: esta mañana (ya en Roma, con las siete horas de diferencia, es tarde, pero esta mañana en Roma) el Papa Pablo VI elevó al honor de los altares al primer santo de Norteamérica: Juan Nepomuceno Neumann. Es un obispo que se dedicó también a la promoción humana, abrió muchas escuelas, sembró la sabiduría en muchos corazones. Miren cómo trabaja la Iglesia. No por un premio de aquí abajo, pero a un siglo de su trabajo, no parece su obra. En plena juventud la acoge Estados Unidos con decenas de millares de peregrinos, muchos formados en las escuelas de aquel santo obispo del siglo pasado. La Iglesia trabaja para la eternidad. La Iglesia lleva una liberación que es el pecado, para promover el hombre nuevo que en Cristo vivirá para siempre, como nos ha dicho San Pablo, o como Cristo mismo nos ha dicho: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame».

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Y hermanos, también quisiera adelantar una felicitación muy cordial al gremio de maestros que va a celebrar su día el 22 de junio. Durante mi sacerdocio, siempre he sentido mucha simpatía por estos colaboradores de la cultura, muchas veces mal comprendidos, pero que muchas veces ellos también mal comprenden a la Iglesia y no la dejan entrar a sus escuelas. Yo quisiera, queridos maestros, anticipándome a su día, con una felicitación de la escuela, que hubiera una comprensión con la Iglesia para que supiéramos sembrar en el corazón de nuestros niños y de nuestros jóvenes los verdaderos sentimientos para un futuro mejor de nuestra patria. Que en las aulas escolares, como en una Iglesia, se sembrara profundamente el respeto a Dios, sin el cual tampoco habrá respeto entre los hombres. Que este día del maestro, yo quisiera suplicar a los párrocos, que hicieran un esfuerzo de acercamiento a las escuelas y que junto con los maestros, ante la perspectiva de tantas violencias y de tantos atropellos que vivimos, se propusieran, párrocos y maestros, crear una juventud nueva, una niñez creada en ambiente más sano, más cristiano. En este que Cristo nos ha proclamado en esta mañana, un ambiente en el que solamente la escuela de la cruz y del sacrificio, del desprendimiento de la vida por Cristo, sin egoísmos, por tanto, sin orgullos, sin soberbias, sin groserías en la vida, podamos hacer de veras de toda nuestra patria, un hogar donde todos nos sintamos hermanos, mirando al hermano mayor al que traspasamos, pero del cual deriva toda la vida y el progreso verdadero que necesitan nuestros pueblos.

Celebremos nuestra eucaristía de esta mañana, pues, recogiendo este hermoso mensaje de la palabra de Dios. La figura central: Cristo; su mensaje liberador, a base de arrancar el pecado de los hombres y hacer de los corazones hombres nuevos y un llamamiento que encuentre eco en cada corazón, el llamamiento a la penitencia y a la conversión.



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ArribaAbajoUna antorcha puesta en alto

12.º Domingo del Tiempo Ordinario

19 de junio de 1977

Aguilares

Zacarías 12,10-11

Gálatas 3,26-29

Lucas 9,18-24

Queridas religiosas, que representan esta porción de Dios que se consagran de manera especial, para el servicio de la Iglesia, queridos fieles, especialmente hijos muy queridos de Aguilares.

A mí me toca ir recogiendo atropellos, cadáveres y todo eso que va dejando la persecución de la Iglesia.

Hoy, me toca venir a recoger esta Iglesia y este convento profanado, un Sagrario destruido y sobre todo un pueblo humillado, sacrificado indignamente. Por eso, al venir, finalmente -porque quise estar con ustedes desde el principio y que no se me permitió- hermanos, yo les traigo la palabra que Cristo me manda decirles: una palabra de solidaridad, una palabra de ánimo y de orientación, y finalmente una palabra de conversión.

1. PALABRA DE SOLIDARIDAD

En primer lugar quiero expresarles una solidaridad muy cordial; estamos con ustedes, hemos estado en todo momento; y si en alguna vez puede decir la Iglesia, «hemos estado con ustedes», de una manera muy especial, es en estas   —98→   circunstancias de Aguilares, porque entre sus víctimas y a la cabeza de todos: tres queridos sacerdotes esposados y llevados al destierro.

Pero qué bien dice el padre Carranza: se apagará la ronca voz de los fusiles y quedará vibrante siempre la voz profética de Dios. Aquí está nuevamente esa palabra de Dios para decirles, hermanos, cómo Dios nos manda decir que rechaza siempre la violencia; que no puede estar Dios con el que mata, con el que persigue, con el que golpea; que la palabra terrible del Señor, «el que a espada mata a espada muere», tiene una promesa terrible si no interviene antes una conversión sincera del pecador.

Sufrimos con los que han sufrido tanto. Estamos de veras con ustedes, y queremos decirles, hermanos, que el dolor de ustedes es el dolor de la Iglesia.

En la primera lectura de hoy se hace muy expresivo cuando un profeta canta la desolación de Jerusalén, pero al mismo tiempo anuncia una lluvia de misericordia y de bondad del Señor sobre el pueblo sufrido. Ustedes son la imagen del Divino Traspasado, del que nos habla la primera lectura en un lenguaje profético, misterioso, pero que representa a Cristo clavado en la cruz y atravesado por la lanza. Es la imagen de todos los pueblos, que como Aguilares, serán atravesados, serán ultrajados; pero que si se sufre con fe y se le da un sentido redentor, Aguilares está cantando la estrofa preciosa de liberación, porque al mirar al que traspasaron se arrepentirán y verán el heroísmo y verán la alegría del que el Señor bendice en el dolor.

Empezar por eso, hermanos, nuestra palabra de solidaridad se fija también en tantos queridos muertos asesinados, por los cuales pedimos en esta misa el eterno descanso, seguros que el Señor se lo concederá y que desde su cielo seguirán trabajando esta liberación santa que Aguilares ha emprendido.

Sufrimos con los que están perdidos, con los que no se sabe dónde están o por los que están huyendo y no saben qué pasa con su familia. Somos testigos de este dolor, de esta separación. Lo vivimos muy de cerca porque como pastor, sentimos esa confianza dolorida de quienes buscan a través de la Iglesia un encuentro con esos que la crueldad ha dispersado. Pero sepan, queridos hermanos, que a los ojos de Dios no están perdidos y que están muy cerca del corazón del Señor, cuanto más lo sufren sus familias que no los pueden encontrar. Para Dios no hay perdidos, para Dios no hay más que el misterio del dolor, que si se acepta con sentido de santificación y de redención, será como el de Cristo nuestro Señor, también un dolor redentor.

Estamos con los que sufren las torturas. Sabemos que muchos están en sus hogares sufriendo esas dolencias, esas humillaciones. El Señor les dé valor y sepan perdonar. Sepan, hermanos, que la violencia, de cualquier parte que venga y sobre todo cuando viene de esa fuerza armada, que en vez de ser defensa del pueblo, se torna en ultraje, es reprochada por Dios nuestro Señor; no la   —99→   puede bendecir. Sepan que el dolor pues y que todo el sufrimiento de ustedes, es bien comprendido; y que la Iglesia lo interpreta, en esa primera lectura, como un dolor redentor, como un dolor del cual derivará para Aguilares nuevas fuentes de bendiciones.

2. PALABRA DE ÁNIMO

Hermanos, quiero agregar una palabra de ánimo y de orientación: mucho ánimo, no decaiga vuestro espíritu. Aguilares, en la Arquidiócesis de San Salvador, tiene ya un significado muy singular, desde que cae abatido por las balas el padre Grande, con sus dos queridos campesinos. Después la persecución a los sacerdotes, tan directa, a los catequistas, es sin duda una señal de predilección del Señor. Nos ha dicho hoy Jesucristo en su evangelio que el que quiera venir en pos de él tiene que negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirle. Y que aquel que quiera salvar su alma, aquel que quiera poner en seguro su vida, muchas veces por intrigas indignas, muchas veces hipócritamente entregando al hermano para quedar bien él -ha habido muchas traiciones-, pero el que quiera salvar su alma tiene que perderla, tiene que entregarla sinceramente al Señor. Y aquí literalmente ha habido sacerdotes y laicos que han entregado su alma al Señor y no les ha importado el martirio y el sufrimiento. Y están dando un testimonio que lo estamos recogiendo de Aguilares para presentarlo a todas las parroquias. Miren qué rápida es la respuesta: ayer nada menos dos laicos de cada parroquia, unos 200 laicos comprometidos con la Iglesia, están haciendo un curso que terminará esta tarde en el seminario, siguiendo sin duda el ejemplo heroico de éstos que dan su vida por Cristo y que quieren comprometerse con la Iglesia, porque esa es la condición para inscribirse en este movimiento laical al cual ya están obligados todos los que han recibido el bautismo y con Cristo han jurado seguirlo a través de su cruz, de su sufrimiento. Este ejemplo de Aguilares, pues, es maravilloso. Es una avanzada de la Iglesia, es un compromiso de los hombres de la Iglesia para llevar lo más peligroso de su doctrina, pero necesario.

Hermanos, porque yo creo que hemos mutilado mucho el evangelio. Hemos tratado de vivir un evangelio muy cómodo, sin entregar nuestra vida. Solamente de piedad. Únicamente un Evangelio que nos contentaba a nosotros mismos. Pero he aquí que en Aguilares se inicia un movimiento atrevido de un evangelio más comprometido. Ese que en las publicaciones últimas de los padres jesuitas, ustedes habrán podido leer y comprender, que se trata de un compromiso muy serio con Cristo crucificado y que supone renuncias de muchas cosas bonitas, pero que no pueden estar al mismo tiempo que uno que se abraza con la cruz de nuestro Señor.

Es necesario entonces que aprendamos esa invitación de Cristo: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo». Niéguese a sí mismo, niéguese a sus comodidades, niéguese a sus opiniones personales y siga únicamente el pensamiento de Cristo, que nos puede llevar a la muerte, pero que seguramente   —100→   nos llevará también a la resurrección. Todos estos héroes: sacerdotes y Catequistas de Aguilares, muertos por el nombre del Señor, sin duda que están participando ya de la gloria inmarcesible de la resurrección.

3. PALABRA DE ORIENTACIÓN

Pero les decía también, hermanos, una palabra de orientación, en este sentido: no confundir la liberación de Cristo con las falsas liberaciones meramente temporales. Ustedes, como cristianos formados en el evangelio, tienen el derecho de organizarse, de tomar decisiones concretas, inspirados en su evangelio. Pero mucho cuidado en traicionar esas convicciones evangélicas, cristianas, sobrenaturales, en compañía de otras liberaciones que pueden ser meramente económicas, temporales, políticas. El cristiano aún colaborando en la liberación con otras ideologías debe de conservar su liberación original: esa que nos anuncia San Pablo hoy: a partir de Cristo, inseparablemente de Cristo.

El bautismo me incorporó a Cristo y en Cristo soy una sola cosa con él y no puedo traicionar todo lo que ahí deriva: un hombre nuevo. Un hombre nuevo que purifica el corazón de todo pecado. Un hombre nuevo que no habla con resentimientos en el corazón. Un hombre nuevo que no propicia nunca la violencia, el odio, el resentimiento. Como el corazón de Cristo, ama, aún cuando defiende sus derechos con amor, que es la fuerza de nuestra Iglesia. Nunca con odio, ni lucha de clases, que es la fuerza falsa de otras liberaciones, que no llevan a ninguna liberación.

El Concilio ha dicho que es una especie de ateísmo moderno, el querer esperar de la lucha de los hombres, un reino futuro, en el cual los hombres mismos serán más felices. Hermanos: Si no se tiene en cuenta a Cristo y a su Iglesia, no llegará nunca ese reino futuro. No habrá más que lágrimas. No habrá más que atropellos. No se oirá más que la voz de las metrallas y la defensa violenta también de los que son masacrados. Eso no lleva a la construcción. Pero morir con la fe en Cristo, y haber trabajado a la luz de Cristo, esta si es auténtica liberación.

Todo aquel que, ya iluminado con la luz del evangelio y del magisterio de la Iglesia, ha tomado conciencia de lo indigno que está tratando muchas veces el hombre imagen de Dios en tierra y ha descubierto sus derechos, que tiene que defender a la luz de Cristo, tiene que seguir esa lucha, sea fiel a esa iluminación de fe, esté siempre fiel al magisterio de la Iglesia y no se engañará. Esto lo llevará a la verdadera redención.

Por eso quiero admirar, y quiero aquí agradecer de una manera especial, a la Compañía de Jesús, que iluminó estos caminos de Aguilares. Muchos tal vez no los comprendieron, desde luego aquellos que han perseguido en un mismo golpe a la subversión y al evangelio no han comprendido nada, el evangelio de los jesuitas es el evangelio de Jesucristo, el de la Iglesia, y no hay por qué   —101→   confundirlo con otras cosas. Quiero agradecerles a los padres jesuitas el haber iluminado a tantos campesinos, el haber organizado tantas comunidades, con el espíritu cristiano, con aquel corazón bueno que recordamos con cariño: el padre Grande y sus colaboradores. Supieron transfundir en muchos corazones la luz del evangelio que no se debe de apagar.

Por eso digo una palabra de ánimo, porque la luz del Señor seguirá siempre iluminando estos caminos. Nuevos pastores vendrán, pero siempre el mismo evangelio. Y pedimos que los pastores que vengan a proseguir este trabajo tengan esa iluminación y ese valor, para saber orientar a los hombres por el verdadero camino de una liberación cristiana, como la quiere la Iglesia actual, especialmente en este continente latinoamericano con sus luminosos documentos de Medellín, que son doctrina auténtica de la Iglesia y que no deben de temer, sino comprenderlos, vivirlos, traducirlos en la práctica, porque les dan las luces que llevarán a la salvación a estos pueblos de América Latina.

Aguilares, en este sentido, es una antorcha puesta en alto. Queremos felicitarlos de veras, a pesar de su dolor, porque ustedes levantan en alto esa antorcha de luz, y ojalá no la dejen confundir con otros fuegos fatuos, sino que sea la luz auténtica de Cristo que brilla en medio de la confusión y de las tinieblas.

4. PALABRA DE CONVERSIÓN

Y finalmente, queridos hermanos: una palabra de conversión. Cuando Jesucristo nos invita a perder la vida para ganarla, entregándola a él, nos está llamando a la conversión; cuando la primera lectura nos dice de unas miradas clavadas en el que traspasaron, como arrepentidas de sus pecados, pero esperando de allí la misericordia, nos está diciendo cuál debe de ser nuestra actitud. Yo quisiera invitaros, queridos hermanos, yo comprendo que es bien duro perdonar, después de tantos atropellos; y sin embargo esta es la palabra del Evangelio: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y persiguen, sed perfectos como vuestro Padre Celestial, que hace llover su lluvia e iluminar con su sol a los campos de los buenos y de los malos».

Que no haya resentimientos en el corazón. Que esta eucaristía, que es un llamamiento a la reconciliación con Dios y con los hermanos, nos deje en todos los corazones la satisfacción de que somos cristianos y que no quedan huellas de odio y de rencor en el alma. Que seremos firmes sí en defender nuestros derechos, pero con un gran amor en el corazón, porque al defender así, con amor, estamos buscando también la conversión de los pecadores. Esa es la venganza del cristiano. Pidamos la conversión de los que nos golpearon pidamos la conversión de los que tuvieron la audacia sacrílega de tocar el sagrario bendito. Pidamos al Señor el perdón, y de nuevo los arrepentimientos debidos de todos aquellos de quienes convirtieron un pueblo en una cárcel y en un lugar de tortura. Que el Señor les toque el corazón. Que antes de que se cumpla la sentencia tremenda: «el que a hierro mata a hierro muere», se arrepientan de   —102→   veras y que tengan la satisfacción de mirar al que traspasaron. Y que llueva de allí un torrente de misericordia y de bondad, para que nos sintamos todos hermanos.

Qué dichoso será el momento en el que desaparezca de El Salvador esta terrible tragedia en que tenemos miedo unos de otros, en que existen lugares donde sufren nuestros hermanos. Que el Señor haga desaparecer con una lluvia de misericordia y de bondad, con un torrente de gracias para convertir tantos corazones. Un paraíso, tan bella patria que nos ha regalado el Creador, que el Divino Salvador le dio su nombre. Que se convierta de veras en un país donde todos nos sintamos redimidos y hermanos. Como dice San Pablo hoy: indiferentes ya, porque todos somos una sola cosa en Cristo nuestro Señor.

Y esta es la palabra final que les digo en este mensaje, hermanos. Vamos a llevar esa palabra hecha carne, hecha hostia que se entrega por nosotros: la eucaristía, la vamos a celebrar, nosotros sacerdotes que tenemos este poder misterioso que Dios nos ha dado. Vamos a convertir el pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor. Lo vamos a volver a colocar en el sagrario de donde lo despojaron unas manos sacrílegas y lo vamos a pasear sobre los corazones de Aguilares y de todos los que han venido en un sentido de solidaridad. En el amor de esa hostia bendita, queremos amar. Sentimos tan pequeño nuestro corazón, y Cristo nos presta el suyo, para que así un sólo corazón en el altar, todos los corazones de nosotros, nos unamos para darle gloria a Dios, agradecimiento porque vivimos, perdón a nuestros enemigos y súplica de perdón sobre nuestros pecados y los pecados de nuestro pueblo.

Con este afán, hermanos, vamos a celebrar todos ahora la divina eucaristía.



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ArribaAbajoA los Maestros

22 de junio de 1977

...tarea de ustedes, la Iglesia encuentra una simpatía muy grande, porque ustedes enseñan así como Cristo nos enseñó a nosotros el mandato de enseñar. Y veo en ustedes al maestro, no sólo de la capital, veo también al humilde maestro de los humildes pueblecitos que he recorrido también, sintiendo gran simpatía para estos sacerdotes de la escuela: para el maestro de la vida incómoda del cantón, impartiendo también su enseñanza con gran paciencia, pero al mismo tiempo recibiendo una gratitud que tal vez sólo allá en el ambiente rural se recibe con tanto cariño, con tanta sinceridad. Pero ustedes saben de todo esto mayor que yo; son técnicos de la enseñanza, no voy a ser yo maestro de maestros, en el campo que ustedes recorren con tanta competencia y que yo admiro.

Y precisamente para felicitarlos los hemos llamado, pero también para tender una mano amiga. Para decirles, queridos maestros: junto con ustedes, quiero sentir ese rumor profundo que se oye en la Patria, en el continente, que es como una señal de los tiempos de nuestro nativo... Es un clamor universal que grita: ¡liberación! por todas partes. Y los obispos, recogiéndolo, en Medellín decían: «¡La Iglesia no puede ser sorda a ese clamor! Es una liberación, grita desde la marginación en diversos sentidos. Y pensemos ahora, ustedes lo comprenden mejor, la marginación de la cultura. Cuántos niños sin escuela y ¡cuántas escuelas sin la enseñanza liberadora que el continente reclama!

Yo quisiera invitarlos, por esa mano tendida, a que sintiéramos por la Iglesia una simpatía, jamás una sospecha. Una amistad que hace sentir que la escuela es el campo propicio para responder a este continente, a este país, a estos pueblos nuestros con una enseñanza como la proclamaron los padres en Medellín;   —104→   una educación liberadora, que la entienden así: la proclamación de la dignidad. Que el niño desde pequeño comprenda que no es un juguete, una masa, que sepa distinguir su gran dignidad personal y que sepa conocer esa gran capacidad que Dios ha puesto en su alma para educar -educere- sacar de sí mismo todas las potencias, hacerlo artífice de su propio destino, constructor de su propia vocación, el santo orgullo de ser un hijo de Dios creador, que más que cosas iguales, sino que en cada hombre realizar un poema distinto de la vida, de la dignidad, del derecho, de la libertad, de la justicia.

Enseñar al niño esa riqueza de nuestro modo de ser salvadoreño para incorporarlo a este pluralismo tan rico de Latinoamérica. No cortar a todos con la misma medida, sino saber respetar a cada uno sus grandes potencialidades. Hacerlo sentir que es también un sujeto que un día, voz y hombre, tiene que participar en la construcción del bien común de la Patria, tiene derecho a esta participación, que no tiene que ser un marginado en ningún sentido. Esta educación no es una subversión, sino simplemente un eco del Creador de los hombres, que ha puesto en las manos del maestro para que le perfeccione su obra maravillosa: hacer hombres dignos de ese nombre. ¡Imagen de Dios!

¡Qué cosa es la escuela! donde los niños, hasta los más humildes, ya reflejan esa imagen de Dios. Dichosos los maestros que miran con fe a un niño porque no es un ser para malearlo a nuestro gusto, sino un hijo de Dios que trae la imagen que el mismo Dios está reclamando que se forme a lo que él ha puesto en potencia en ese futuro hombre. Y entonces entenderemos el futuro.

Cuando terminaba el Concilio Vaticano II, al entregar el mensaje a la juventud, los padres del Concilio les decían a los jóvenes de todo el mundo: «Recojan como una herencia preciosa lo mejor de sus padres y de sus maestros». Maestros, lo mejor de ustedes lo están recogiendo esas aulas humildes de las escuelas, de los colegios, del instituto.

Y se puede decirle al maestro lo que el Concilio dijo en el día de las madres: ustedes están llamados a prolongarse en el futuro, que ustedes mismos tal vez no verán, pero que llevado en el corazón de sus discípulos recordarán con cariño al maestro que les enseñó a leer, al maestro que les enseñó las humildes nociones, y que ya él, llevado a una técnica de un futuro que nosotros no conocemos y que se acelera tan rápidamente, allá irá un jirón de la vida del maestro o de la maestra en ese futuro que deseamos mejor. No sólo porque se hace técnicamente más preciso, sino porque se ha sembrado, en el alma del hombre futuro esa dignidad. Para que el futuro no mire el bochornoso espectáculo que a nosotros nos toca ver, de tantos atropellos a la dignidad humana, porque se han olvidado de que el hombre es una imagen de Dios.

Maestros, ustedes también son objeto de esa liberación. Sepan que la Iglesia apoya plenamente sus justas reivindicaciones. Sepan que la Iglesia está apoyando a ustedes en sus justos reclamos, que va con ustedes. Pero vayamos juntos,   —105→   para procurar para nosotros y para nuestros discípulos, para nuestros alumnos de la escuela, los seguidores de Cristo en nuestras Iglesias, este desarrollo completo; porque al decir que la Iglesia y la escuela promueven al hombre, yo quiero decirles, hermanos maestros, que la Iglesia va muy unida a todos los movimientos de liberación de nuestro continente, pero lleva una originalidad que quisiera transmitir, y que los maestros y maestras que con su bautismo son miembros de esta Iglesia, tienen también el compromiso de desarrollar en los... discípulos que los rodean, no simplemente una promoción temporal, económica, política, sino también esto grande que Cristo puso en nosotros.

Por eso, cuando en el evangelio de hoy, Cristo frente a ustedes, queridos maestros, les dice una palabra que parece que huía: «No llaméis a nadie maestro en la tierra»; sin embargo es una palabra que exalta «Vuestro Maestro es uno: Jesucristo». Y entonces, quiere decir que el maestro es grande en la medida en que se asimila a este Divino Maestro. Que no solamente conmovió a los maestros en unos seguidores temporales, sino que convertido de maestro en redentor clavado en la cruz, le ofrece a los hombres la redención en sus propias raíces. Porque este Divino Maestro, cuando subió cargando la cruz al Calvario y muere en ella, lleva sobre sus espaldas, según nuestra fe... Isaías, todas nuestras iniquidades, el perdón de todos los pecados. De allá surge nuestra verdadera liberación. Y qué hermoso sería que nuestras escuelas, si juntamente con la Iglesia, enseñáramos al niño o al joven y nosotros mismos estuviéramos bien convencidos de que la verdadera libertad arranca del corazón de cada uno. Que mientras el corazón esté encadenado al pecado, no puede ser un corazón liberador; que solamente puede liberar y colaborar como Cristo, el liberador de todo aquel que lucha por romper de su corazón las esclavitudes ignominiosas de las pasiones. Y en la medida en que un maestro se santifica para parecerse a Cristo, el único libre (porque no lo ata ni un pecado a la tierra) en esa medida el maestro es más querido, más eficaz, más santo y sus enseñanzas se profundizan.

¡Qué... los maestros santos! Yo les he conocido a lo largo de mi sacerdocio y sé que son ellos, los maestros santos, las maestras santas, con esa santidad del día, ese cumplimiento del deber, la enseñanza como lo hacía la primera lectura: «con una sencillez que sean los caminos del bien»; pero son esos sus queridos maestros, y apelo a vuestra propia experiencia los que han dejado una huella más profunda en nuestra vida: los maestros que más se parecieron a Cristo.

Yo quisiera que nosotros esto fueran. Que fueran maestros constructores de la libertad y para todos sus hijos enseñándoles con la palabra y el ejemplo que la verdadera libertad de nuestro país y de nuestro continente tiene que arrancar del corazón del hombre para hacer de ahí los hombres nuevos. Cuando Cristo sale de la tumba es el hombre nuevo, el modelo, el resucitado, el que ya no está encadenado a esta tierra, el que siente la alegría de una vida que brota por todos sus poros y que no morirá nunca. Estos son los constructores de la verdadera libertad.

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De nada sirve protestar, denunciar estructuras injustas y querer crear estructuras nuevas, justas, mientras los que han de trabajar esas estructuras, dominarlas, gobernarlas no han renovado su corazón. No tendríamos más que cambio de figuras, pero siempre la misma situación de pecado. No cambiará más que los hombres de gobierno, pero siempre la misma situación de terror, de miedo, de tortura, de prisiones.

Hermanos, esto no es vivir. Ahora mismo le dije al gobierno universitario cuando venía para acá: que trabajemos la libertad verdadera, demos a nuestro país un ambiente de más tranquilidad verdadera, demos a nuestro país de más tranquilidad, procuremos hacer de nuestras escuelas un verdadero ambiente de una sociedad futura como la quiere Dios, donde los hijos de Dios se sientan a gusto, donde todos trabajen no por tener más, sino por ser más. Donde cada uno vaya descubriendo su propia dignidad «hacerla respetar para ti y para los demás».

Esto, queridos maestros, era el sencillo mensaje que en nombre de esta Iglesia, perseguida, y que ustedes han comprendido tan maravillosamente, les quería. Junto con una acción de gracias muy profunda, porque ya muchos de ustedes lo expresaron aquí o lo han expresado en otras partes, están solidarios con esta Iglesia; lo dice esta presencia de ustedes tan animadora. Yo quiero agradecer a las personas e instituciones que organizaron este encuentro, tal vez con deficiencias por falta de tiempo y de experiencia, agradecer lo que han hecho con todo cariño, con toda la buena voluntad.

Y cuando termine la santa misa que estamos ofreciendo por la felicidad de ustedes, por sus familias, y también recordarlos con cariño a nuestros maestros ya difuntos para que el Señor les dé ese cielo, el premio merecido que dice la Biblia: «Los que enseñan a otros la justicia, brillarán en el cielo como estrellas en perpetua eternidad». Nuestros queridos maestros difuntos están presentes también aquí con nosotros, como estrellas que brillan con su ejemplo, con el cariño con que ustedes han trabajado en las escuelas donde nosotros nos formamos. Por todos rogamos: los maestros de El Salvador, los que sufren también persecución, por todos los injustamente tratados, por todos los que se sienten felices y competentes y ricos de esta riqueza de la libertad de Dios. Por todos los que no han encontrado el verdadero secreto de la libertad y que ahora les he insinuado desde la figura de Cristo, el maestro que se hace redentor.

Hermanos, vivamos esta eucaristía. La vamos a ofrecer con mis hermanos sacerdotes que tenemos esta capacidad de convertir el pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor, para que el sacrificio de la cruz se pudiera hacer presente en todas las circunstancias. Que gusto sentir a Cristo, al sentir que todo su amor con que podía estar junto, ofreciéndose al Padre por los pecados de los hombres y amar a todos aquellos... trabajos, se ofrece en este instante de una manera especial por ustedes, los queridos maestros de San Salvador.



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ArribaAbajoResponsabilidad del Reino de Dios

13.º Domingo del Tiempo Ordinario

26 de junio de 1977

Reyes 19, 16b 19-21

Gálatas 4,31b 5,1.13-18

Lucas 9, 51-62

... este nombre dulcísimo, que es como la constante de toda la enseñanza evangélica. Porque Cristo quiso constituir esta Iglesia, que fuera recogiendo a los hombres que creyeran en él a través de los siglos, para hacer de todo ese pueblo el protagonista de su obra redentora. Todos ustedes, queridos laicos, religiosos, religiosas, queridos hermanos sacerdotes, todos nosotros somos el pueblo de Dios y sobre nuestras espaldas está descansando la responsabilidad de este Reino de Dios. Nadie tiene que ser espectador. Todos tenemos que estar en la arena luchando por implantar en el mundo este Reino de Dios, cada uno según su vocación.

DESPRENDIMIENTO

Y así comienza esta consideración de hoy. Eliseo es llamado por medio de un profeta: Elías. Y con un gesto simbólico, pasando cerca de él, le pone su capa encima para decirle que venga a ser su colaborador de su difícil tarea profética. Eliseo deja todas las cosas, solamente pide permiso para ir a despedirse de su familia. Mata los bueyes de su arada; quema el yugo, el arado y hace un holocausto a Dios. ¡Qué respuesta noble de un profeta que sabe que Dios no quiere corazones partidos! ¡O todo o nada!

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Y ante las tres vocaciones que se presentan en el evangelio: uno que pide permiso para ir a enterrar a su padre, otro que quiere ir con su familia, Cristo le dice: «Deja que los muertos entierren a sus muertos». En lenguaje oriental la expresión no es tan dura. Sin duda que si hubiera muerto ya el padre, Cristo le hubiera permitido ir a enterrarlo. Se trata de una especie de decirle: «Te voy a seguir pero cuando no tenga compromisos familiares». Y son estas mediocridades las que a Cristo le repugnan. «Si no eres capaz de desprenderte ahora, no lo serás más tarde». Y al otro le dice: «Todo aquel que pone la mano en el arado y echa la mirada atrás» -expresión que quiere decir, como complaciéndose de su pasado, como contento de lo que ha hecho hombres haraganes, que no quieren dar un paso con Cristo en el desprendimiento a un futuro difícil- «¡No eres digno del reino de los cielos!».

En esta hora, hermanos, en que hay tantas necesidades en la Iglesia, da gusto escuchar hombres que como Eliseo se expresan en lenguaje sencillo a través de cartas; como que se ha convertido, como que han sentido la presencia de la Iglesia que los llama, que los espera en su propio ministerio. Yo le doy gracias al Señor, porque en esta hora son muchos los corazones que despiertan de su letargo. Así como también hay muchos que, como los que Cristo rechazó, son mediocridades. Quieren estar más a gusto con su familia, con sus cosas. No son capaces de desprenderse. Y esta vocación cristiana es de desprendimiento.

A aquél que le dijo: «Te seguiré Señor, a donde quiera que vayas», Cristo le da una respuesta misteriosa: «Fíjate bien, las zorras tienen su cueva, los pájaros tienen su nido, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza». He aquí una expresión de la condición que Dios pone al que lo quiere seguir: no te ofrezco comodidades, ni siquiera el nido que tiene el pájaro o la cueva que tiene una zorra. El Hijo del hombre vive desprendido de las cosas. La Iglesia que yo he fundado no tiene que apoyarse, como dijeron los padres en Medellín, tiene que ser una Iglesia desprendida de todo poder, ya sea económico o político, o de cualquier clase social. Debe de apoyarse en sí misma. Y esto lo repetiremos siempre, hermanos, y esto no quiere decir odio a ninguna clase. Al contrario, quiere decir amor a todas las clases. Que sientan esta Iglesia que es necesaria, que ella ofrece el favor a la gente de salvarlos, y no es la gente la que le ofrece a la Iglesia el favor de apoyarla.

La Iglesia no necesita apoyos terrenales, porque es de Dios, presentada a todas las clases sociales para que el que quiera salvarse entre en ella sin condiciones, como quien se entrega a Dios. Esta es la Iglesia que queremos. Y que me da gusto de veras, que esta Iglesia vaya despojándose de aquellos amarres que le hacían tal vez muy condicionada. La Iglesia quiere ser libre.

IGLESIA LIBRE DE LA TIERRA, CONFIADA EN DIOS

Y he aquí la otra lección que nos ofrece la palabra de hoy. Nadie de los que proclaman la libertad ha expresado esa idea con tanta profundidad y elocuencia como la que se ha leído hoy en la Carta de San Pablo a los Gálatas. Esta carta   —109→   de San Pablo trata de la justificación, que el hombre no se justifica por las obras terrenales, sino por su fe en Cristo. Cuando obra sus trabajos, sus quehaceres, por Cristo nuestro Señor, Cristo le da valor al quehacer de la tierra. Y aquellos judaizantes que creían que la Iglesia fundada por Cristo tenía que apoyarse en las obras de Moisés, en cosas de la tierra, estaban engañados. Cristo venía a proclamar una Iglesia completamente libre de las cosas de la tierra, pero que confiara únicamente en el poder que justifica: en Dios, en la gracia. Es una Iglesia que trasciende; una Iglesia que no ofrece paraísos en la tierra; una Iglesia que, como Cristo, ofrece a sus seguidores ni siquiera el nido de un pájaro, ni la cueva de una raposa; una Iglesia que tiene toda su alegría, su eficacia, en su propia libertad.

Y San Pablo dice entonces: «Para vivir en libertad, Cristo nos ha librado. Por tanto, manteneos firmes, no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud». «Hermanos -esta es una frase lapidaria- vuestra vocación es la libertad». ¡Qué hermosa la consigna de la Iglesia: ¡la Libertad! Es una palabra que mucho se repite hoy, pero que analizándola a la luz del evangelio, de la Palabra de Dios, es una palabra que lleva un contenido muy difícil. Y San Pablo comienza ya aclarándolo: pero «no una libertad para que se aproveche el egoísmo». La libertad no es libertinaje. Libertad no quiere decir hacer todo lo que me da la gana; la libertad es la justificación, la de aquel que ha comenzado por independizarse de su pecado. Ahí está la raíz de todos los males. Esta voz de libertad está encuadrada en el mensaje de la justificación.

CRISTO DA LA LIBERTAD

Justificación, y aquí miremos el evangelio de hoy. Es la última parte del evangelio de San Lucas, cuando nos comienza a narrar que Cristo camina hacia Jerusalén, donde va a hacer la gran obra de la libertad. Por designio de su Padre marcha firmemente hacia el sacrificio de la cruz; pero de allí, hacia la libertad de la resurrección. Hay muchas pruebas que pasar primero; pero Cristo nos va a dar la libertad, porque solamente muriendo él en la cruz es como el hombre va alcanzar la verdadera libertad, porque el pecado del hombre solamente se puede perdonar con la redención de Cristo.

Hermanos, en primer lugar la libertad que debemos ansiar los cristianos no puede prescindir de Cristo. Sólo Cristo es el liberador, porque la libertad arranca del pecado: arrancar de quitar el pecado, independizar del pecado. Por eso la Iglesia, espiritualista por esencia, esencialmente religiosa, tiene que predicar ante todo esta penitencia, esta conversión. Si un hombre no se convierte de su pecado, no puede ser libre él ni hacer libres a los demás. Por eso la Iglesia reafirma su liberación. No es comunista. Que quede bien claro, porque ya me han acusado que soy un comunista. La Iglesia nunca predica el comunismo, porque la Iglesia si quiere liberar a los hombres es arrancado de Cristo; y es lo que siempre hemos predicado: que la libertad que la Iglesia propicia es ante todo la libertad en la justificación, en el arrepentimiento del pecado, en desprenderse   —110→   de los egoísmos, en dejar todo aquello de donde derivan, sí, las otras consecuencias del pecado.

VIOLENCIA SURGE DEL PECADO

Porque esta diferencia de clases sociales, esta injusta distribución de los bienes, esta no participación en el bien común de la República al que todos los salvadoreños tienen derecho, ese atropello en las bartolinas, esas torturas, esas humillaciones de los pueblos, son el producto del pecado. Si se viviera justificado, si no se tuviera el pecado en el alma, nadie tuviera el valor de usar el fusil contra otro hombre; si se tuviera la conciencia cristiana, si se fuera cristiano de verdad, no se abusaría del poder; serían unos políticos cristianos y, partiendo de una sinceridad de justificación, buscarían el verdadero bien del Reino de Dios, que hace más felices a las naciones. Por eso la Iglesia tiene que chocar, porque ella predica este reino del amor, de la libertad que parte de la libertad del pecado. Si no, hermanos -y aquí está otro aspecto del evangelio de hoy- surge la violencia. Y la violencia, como dijo el Papa, no es evangélica ni cristiana.

¿Por qué vivimos en este ambiente de violencia? ¿Un ambiente de violencia que nos hace temer hasta los pasos que damos en la calle? ¿Con qué derecho una organización -verdadera o falsa, no importa, pero lo que importa es el mensaje- puede amenazar de muerte o de que se vayan los jesuitas? ¡Esta es voz de violencia! La violencia no la justifica el cristianismo. Y ya que toco este punto, quiero decirles hermanos, que los jesuitas, la Compañía de Jesús, no es una secta aparte de la Iglesia, no es un grupo de hombres que no tienen nada que ver con la Iglesia. Aunque así fuera, ya hemos dado suficientes demostraciones de que nos interesa la dignidad humana, el derecho a la vida; hemos abogado por la defensa de esos derechos aun cuando no se trataba de gente de Iglesia. Recuerden el caso del secuestro del Ministro de Relaciones Exteriores: la Iglesia abogó no porque fuera un hombre de Iglesia sino porque era un hombre, como hombres eran también los prisioneros que se reclamaban, como hombres son todos aquellos que sufren. Y por esos derechos y esa libertad, la Iglesia ha abogado. Aun, pues, que los jesuitas no fueran Iglesia, era un deber de la Iglesia de rechazar esa violencia indigna para defenderlos. Pero mucho más, cuando lo que yo quiero decir es esto: «Quien toca a los jesuitas, toca a la Iglesia».

La Iglesia es una institución fundada por Cristo, y en seguimiento de Cristo surgen diversas vocaciones. Aquí mismo en el país tenemos tantas congregaciones: los jesuitas, los dominicos, los salesianos, los somascos, etc., etc. Así como también en el orden femenino: las religiosas del Sagrado Corazón, las religiosas oblatas al Divino Amor, las salesianas y una pléyade de organizaciones que están haciendo tanto bien a la Iglesia. Tanto los religiosos como las religiosas muestran el rostro de la Iglesia, haciendo el bien en las universidades, en los colegios, en las escuelas, en las catequesis, en los hospitales. Todo eso es Iglesia, y quien toca a una de esas congregaciones, toca el rostro de la Iglesia, pone su mano sacrílega sobre el rostro, un bofetón al rostro de la Iglesia.

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Si por desgracia llegara a suceder algo a los jesuitas, toda la Iglesia se sentiría ofendida. Y la reacción puede ser muy seria. ¡Queremos suplicar de veras, un llamamiento a la cordura! ¡Ni siquiera por broma!, broma de pésima ley. Y mucho menos por amenaza seria, teñida de sangre, de violencia. Mucho más fea todavía, cuando es la respuesta brutal a la razón que habla. Porque les quiero decir que los pronunciamientos que en estos días han estado publicando los jesuitas son doctrina de la Iglesia. Y todos los católicos estamos comprometidos con ese magisterio que los jesuitas han tomado muy en serio y que otros católicos de pésima ley no quieren adoptar.

VIOLENCIA INSTITUCIONAL, VIOLENCIA DE RESPUESTA

Pero es el magisterio de la Iglesia que está pidiendo, precisamente este pasaje del Evangelio de hoy. Fíjense cómo Cristo va camino de Jerusalén y al pasar por Samaria, sabiendo que Cristo va para la capital de Judea, surge una diferencia política, una pasión política. Los samaritanos eran enemigos políticos de los judíos; y como Cristo es un judío que va para Jerusalén, no le quieren dar posada. Abusan de su derecho de propiedad, no quieren dar posada. Esta es una violencia: la violencia de un derecho que se abusa. Ante esa violencia, como decían los padres en Medellín, violencia institucionalizada, violencia que se hace institución, surge otra violencia: la de los Boanerges.

Los apóstoles Santiago y Juan eran muy fogosos y le dicen a Cristo: «No te quieren dar posada, no nos quieren dar posada. ¿Quieres que pidamos al cielo que llueva fuego sobre esta ciudad?» ¡Violencia! Cristo no aprueba ni una ni otra. El evangelio nos dice claramente: Cristo los regañó. Y en otra palabra Cristo da la razón, en otro lugar del evangelio: «No, porque el Hijo del Hombre no ha venido a perder sino a salvar». La única violencia que Cristo admite es esta que él va a cumplir: a dar su sangre, a dejarse violentar, a que lo maten, porque sólo su sangre es la que puede dar la vida al mundo. No hay otra sangre legítimamente derramada más que aquella que derramó el amor por salvarnos a nosotros.

Según esto, hermanos, hay tres clases de violencia: la violencia institucionalizada, la de los samaritanos, que apropiándose sus casas no quieren dar posada al peregrino; la violencia institucionalizada, aquella que oprime abusando de sus derechos.

Quiero aclarar también lo de la autoridad. La autoridad es un derecho. Y es cierto que la Biblia dice que toda autoridad viene de Dios. Y cuando Cristo estaba frente a Poncio Pilato, que Pilato le dice: «¿No me contestas? ¿No sabes que te puedo matar o te puedo dejar libre?» Cristo le contesta: «No tuvieras potestad si no te viniera de arriba». Toda potestad viene de arriba, pero por eso precisamente, porque viene de Dios el que la detecta tiene que usarle según Dios. Cuando una autoridad atropella los derechos de Dios, los mandamientos de la ley de Dios; por ejemplo: no matar, no torturar, no hacer el mal, es   —112→   a autoridad ha pasado sus ámbitos. Es entonces cuando Pedro, apóstol que aprendió la doctrina de Cristo, le dice a las autoridades de Jerusalén: «No nos es lícito obedecer a los hombres antes que obedecer a Dios». La autoridad viene de Dios, y por eso la obedecemos, pero mientras se mantenga en los ámbitos de la Ley de Dios. Si un sacerdote, por un espíritu servil, proclama que toda autoridad viene de Dios y que es respetable indistintamente, la autoridad manipula esa frase. Y es triste que las frases que le convienen, las despliega en todos los medios de comunicación social. Así se utiliza la ingenuidad cuando la Iglesia puede caer en ese defecto. Por eso tenemos que ser muy precisos, queridos hermanos, en estudiar la doctrina del Señor. Y no, porque una frase del evangelio lo dice, olvidamos las otras partes de la revelación divina.

Esta es la violencia que se institucionaliza, la que quiere abusar del poder o de sus derechos. Entonces surge lo que hoy surge en América Latina: «Hay -dicen los padres de Medellín- como un signo de los tiempos, un afán universal de liberación». Y la Iglesia que siente que ese anhelo del hombre latinoamericano viene del Espíritu Santo, que le está inspirando su dignidad y le hace ver la desgracia en que vive, la Iglesia no puede ser sorda a ese clamor. Y tiene que dar la respuesta, una respuesta que no tiene nada de violencia. Ante esta situación de violencia que se hace institución, surgen movimientos de liberación que no son Iglesia: la lucha de clases, el odio, la violencia armada. Eso no es cristiano tampoco. Y la Iglesia tiene que preparar sus hombres -y lo estoy haciendo en este momento- para que vivan una verdadera libertad de los hijos de Dios, que sepan que la raíz de este malestar de nuestro continente está en el corazón de cada hombre, en el pecado, y que tiene que ser entonces la violencia que se hace a sí mismo cada cristiano para vivir según el evangelio.

VIOLENCIA DE CRISTO: DESPRENDIMIENTO

Jesucristo hace un llamamiento a la violencia, a sí mismo, cuando le dice al que va a despedirse de su familia: «Deja que los muertos entierren a sus muertos». Una violencia a sí mismo: desprendimiento de todo. O cuando le dice al otro: «El que pone la mano en el arado y mira para atrás no es digno del Reino de los cielos». Es la violencia que uno tiene que hacerse a sí mismo para no estar contento nunca con las mediocridades de la vida, para superarse, para ser mejor. Que la libertad que la Iglesia propugna no es una libertad económica o política, para que los hombres tengan más. Eso a la Iglesia es muy secundario. La Iglesia, sí busca un bienestar en esta tierra pero con una esperanza del cielo. Por eso Cristo le enseñó a la Iglesia a decir que no se puede servir a dos señores; que todo aquel que hace de una cosa de la tierra un ídolo y lo adora, ya está de espaldas a Dios. Y que tenemos que estar de rodillas ante Dios y de espaldas a todas las otras cosas que no son Dios, o valiéndonos de las cosas -dinero, poder, riquezas-, para servir al bien común, para hacer el bien a los demás, mirando siempre a Dios, a quien hay que servir. Lo fatal en estas situaciones es esa idolatría que nos hace apartarnos de Dios, aun cuando materialmente nos llamemos cristianos.

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Queridos hermanos, en esta hora, pues, en que la Iglesia recupera toda su identidad, es necesario que todos nosotros examinemos si de veras hemos comprendido lo que significa pertenecer a esta Iglesia pobre, peregrina, desprendida, no apoyándose en las fuerzas de la tierra sino en Cristo, con su esperanza puesta en Dios. Tratando de construir así un mundo mejor, porque tiene que comenzar ya aquí el Reino de Dios, pero no con las violencias que los hombres inventan, institucionalizándolas, o queriéndolas derribar a la fuerza. ¡No así! El llamamiento que Cristo nos hace es por el amor. Y por eso San Pablo en su misma carta nos termina diciendo una frase que yo quisiera que la tuviéramos muy presente en estos días, hermanos, San Pablo dice: «Atención: que si os mordéis y devoráis unos a otros, terminaréis por destruiros mutuamente». Este es el suicidio de nuestra patria; nos estamos mordiendo unos con otros y nos estamos destruyendo. ¿Cuál es el remedio entonces? «Yo os lo digo» -dice la palabra de Dios hoy- «amarás al prójimo como a ti mismo; andad según el Espíritu y no realicéis los deseos de la carne, pues la carne desea contra el Espíritu, y el Espíritu contra la carne. Hay entre ellos un antagonismo tal que no hacéis lo que quisierais. Pero, si os guía el Espíritu, no estáis bajo el dominio de la Ley». Quiere decir, pues, que el amor es la fuerza de la Iglesia.

Un esfuerzo, hermanos, por perdonar; un esfuerzo por amar. Comenzando por amar a Dios y no ofenderlo, dejar el pecado y amar al prójimo aunque me haya ofendido. Esta es la fuerza que hará un mundo mejor y que el Papa ha llamado la civilización del amor. Proclamémosla y hagamos lo posible por construirla: la civilización. ¡Pero si es que hoy El Salvador no está civilizado! ¡Es que publicarse o echarse por radio amenazas tan brutales, tan animales como esa que ha salido últimamente! ¡Eso es muy subdesarrollo de civilización! ¡No poder soportar la luz de la razón de unos escritos! Si la razón se combate con razones. ¿Por qué amenazar con armas, con muertes, al que escribe la razón, el mensaje de la Iglesia? No hay más que el camino de la conversión, no a lo que dicen los jesuitas, sino a lo que los jesuitas enseñan porque lo han aprendido de la Iglesia y la Iglesia lo ha aprendido de Dios.

He aquí, pues, el único camino por el cual podemos salir de esta incivilidad en que vivimos, en que nos estamos acabando unos con otros y que San Pablo nos llama, pues, a dejarnos guiar por el espíritu, que resumen en esa breve frase de Cristo: «Amaos los unos a los otros».

Hagamos un esfuerzo, hermanos, y haremos de nuestra Iglesia una verdadera antorcha de la libertad, que ha proclamado hoy la palabra de Dios y que con una fe cristiana vamos a profesar ahora ya.



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ArribaAbajoLa Paz

14.º Domingo del Tiempo Ordinario

3 de julio de 1977

Isaías 66,10-14a.

Gálatas 6,14-18

Lucas 10,1-12.17-20

Queridos Hermanos, y a través de la radio, estimado pueblo que reflexiona sobre la palabra de Dios, que debe ser siempre la inspiración y fortaleza del verdadero seguidor de Jesucristo:

un nuevo mensaje nos ofrece esa palabra divina, cada vez que nos congrega en la misa de cada domingo. No hay domingo igual. A lo largo del año litúrgico -repito y seguiré repitiendo- la Iglesia tiene un propósito: ir ahondando más en el alma del pueblo esa revelación divina que es la luz que clarifica todas las confusiones y que nos da el camino certero para conocer más el proyecto divino de Dios sobre nosotros. Dichosos los hombres que captan esa luz y la hacen motor de su vida. Tal es el mensaje de hoy, sobre un problema que responde a la angustia de nuestro tiempo: la paz.

La paz. Siete siglos antes de Cristo, anunciando el ambiente propio de la era mesiánica, el profeta Isaías escribió esa página bellísima que han escuchado hoy. Nos presenta a Jerusalén como la idealización de ese ambiente que va a crear el Mesías, como una ciudad alegre y feliz, porque en ella Dios ha desbordado como un torrente la paz. Me alegro mucho de proclamar esta palabra de Isaías, porque es la lectura que la liturgia también aplica a la misa de Nuestra   —115→   Señora de la Paz, patrona de todo El Salvador. Y la invoco hoy, a esta querida Madre salvadoreña, porque ella dará a mi palabra y a vuestra inteligencia, la capacidad de captar eso que se encarnó en ella, la Reina de la Paz; porque Dios quiso derrochar sobre ella, sobre su alma, expresión bellísima de la Iglesia acabada en todas sus virtudes, lo que Dios quiere dar a cada corazón, a cada pueblo, a cada familia, como un torrente: la paz.

CRISTO TRAE LA PAZ

Y cuando Cristo vino a realizar esas profecías antiguas, resumió en esa palabra toda su redención. Hoy nos presenta el evangelio los primeros ensayos de evangelización del mundo. No es propiamente el grupo de los 12 apóstoles, que los prepara para ser la inspiración de todo el pueblo de Dios; es más bien un grupo de 72, en el cual yo veo, queridos hermanos, a ustedes los laicos, los bautizados, padres de familia, maestros de escuela, profesionales, estudiantes. Ustedes son los 72 que Cristo escoge y los envía con una misión semejante a la misión jerárquica: «Vayan al mundo y prediquen esto que es el resumen de mi redención: paz a esta casa. Y si allí hay gente de buena voluntad, allí se quedará esa paz. Pero si hay soberbia, si hay orgullo, si hay rechazo de Dios, esa paz no se quedará allí, se irá con ustedes; y en un gesto de quien ha sufrido un rechazo, sacudan hasta sus sandalias frente a ellos, como para decirles: no fuisteis digno de este mensaje de Dios. Y la paz seguirá con ustedes y habrá gente que la acoja. Y siempre habrá gente que la rechaza también».

Y cuando San Pablo filosofa sobre esta paz, sobre este misterio de la redención de Cristo, sintetizado en esa breve palabra, paz, encuentra la fuente de donde deriva esa paz. Y él mismo se siente instrumento de esa paz que deriva de la cruz. «Soy un crucificado para el mundo. El mundo no me comprende. Yo tampoco quiero compaginar con el mundo, soy un crucificado para el mundo y el mundo es un crucificado para mí. Y llevo este tesoro de la paz en mi corazón, repartiéndolo a todo aquel que lo quiera recibir».

Esta es la Iglesia, hermanos. Personificada en San Pablo, puede decir ahora con mucha claridad a los católicos de la Arquidiócesis de San Salvador y a los que no quieren ser católicos porque voluntariamente han rechazado a Cristo y a su paz. Cada uno de los que siguen a esta Iglesia puede decir como San Pablo, hoy más que nunca: «Soy un crucificado para Cristo. Lejos de mí gloriarme en otra cosa que no sea la cruz de Cristo». Y les repito con inmensa alegría, que para mí, este es el momento glorioso de la iglesia de San Salvador. Dichosos los que lo comprendan y lo vivan. No buscar sus glorias en los aparatos gloriosos del mundo. No buscar el poder y su fuerza en la fuerza del dinero o de las cosas de la tierra. Todas esas cosas son para mí crucificadas, no valen. Yo soy para ellas también un crucificado. Dichoso aquel que sepa desprenderse para constituirse en un verdadero instrumento de la paz.

El Concilio Vaticano II llega a decir esta hermosa frase, la problemática del mundo actual, que va reflexionando en ese sentido comunitario, y nunca como   —116→   ahora el mundo había llegado a sentirse tan unido por lazos tan diversos; sin embargo, se encuentra frente a un problema insoluble, no puede crear un mundo lleno de paz. Y es que la palabra de Cristo permanece ahora y se siente como una feliz bienaventuranza: «Dichosos los artífices de la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios». Esta es la gran angustia de nuestro tiempo, y aquí estamos en El Salvador la estamos sintiendo: no hay paz. Y nos dio mucho gusto oír esta angustia en los labios del nuevo presidente, gritando paz para el pueblo, paz para la familia, paz para el propio corazón. Nos alegra que en el nuevo gobierno haya esa ansia de paz, pero nos preocupa, si no quiere seguir los verdaderos caminos para encontrar la paz. Y he aquí la Iglesia, dispuesta en diálogo con todos los hombres, principalmente con los que tienen en sus manos el poder político y el poder económico, para decirles qué es la paz y la gran capacidad de paz que ustedes tienen si quieran seguir la voz del evangelio.

QUÉ ES LA PAZ

Voy a abrir ante ustedes, hermanos -lo he estudiado esta semana para transmitírselo- dos preciosos pasajes de los famosos documentos que hoy iluminan el magisterio de la Iglesia. Hay un capítulo en el Vaticano II que trata de la paz y hay uno de los documentos de la reflexión de los obispos junto con el Papa en Medellín, que también hablan de la paz. De esos documentos que iluminan el magisterio actual de la Iglesia, quiero sacar el comentario más autorizado para las lecturas bíblicas de hoy, que precisamente quieren ser un mensaje de paz verdadera.

Dicen ambos documentos que la paz no es ausencia de guerra. Es una noción muy negativa. No podemos decir que hay paz, cuando no hay guerra. Actualmente no hay guerra en muchos países, en casi todo el mundo no hay guerra, y sin embargo, en ninguna parte hay verdadera paz. No basta, pues, que no haya guerra. Tampoco es paz el equilibrio de dos fuerzas adversas. Se amenazan Rusia y Estados Unidos, no es propiamente paz la que hay entre las dos grandes potencias. Lo que hay es miedo, miedo a quien es más poderoso. Eso no es paz. Dos muchachos, dos hombres que se amenazan a un pleito, todavía no hay pleito, pero tampoco hay paz. Hay miedo entre dos potencias. Y decía el Papa: «Nadie puede hablar de paz, con una pistola o un rifle en la mano; eso es miedo».

Tampoco hay paz, dice el Concilio, en la hegemonía despótica, queriendo someter a un pueblo, a un hombre. Es la paz de la muerte, la paz de la represión. Tampoco es paz. ¿Qué es pues, la paz? La paz, dice el Concilio, es la definición de Isaías, profeta, y que Pío XII lo hizo el lema de su precioso escudo: Opus justitiae pax -la paz es el fruto de la justicia. Esto sí es paz. Paz solamente habrá cuando haya justicia. Y también nos gustó escuchar este concepto, en el mensaje presidencial. Cuando hay justicia, hay paz. Si no hay justicia, no hay paz. Paz es el producto del orden querido por Dios, pero que los hombres tienen que conquistar como un gran bien en medio de la sociedad: cuando no   —117→   hay represiones, cuando no hay segregaciones, cuando todos los hombres pueden disfrutar sus derechos legítimos, cuando hay libertad, cuando no hay miedo, cuando no hay pueblos sofocados por las armas, cuando no hay calabozos donde gimen perdiendo su libertad tantos hijos de Dios, donde no hay torturas, donde no hay atropellos a los Derechos Humanos.

PAZ Y JUSTICIA

Por eso, se llena de esperanza la Patria cuando el gobernante dice que no puede haber paz si no hay justicia. Pero, es necesario agregar obras a esas palabras. Es necesario que desaparezcan tantas situaciones injustas. En Medellín se describió la situación de Latinoamérica y se llegó a decir esta palabra que a muchos escandaliza: «En América Latina, hay una situación de injusticia. Hay una violencia institucionalizada». No son palabras marxistas, son palabras católicas, son palabras de evangelio. Porque dondequiera que hay una potencia que oprime a los débiles y no los deja vivir justamente sus derechos, su dignidad humana, allí hay situación de injusticia. Y dice Medellín esta frase lapidaria: «Si el desarrollo es el nuevo nombre de la paz, los pueblos que viven en subdesarrollo son una provocación continúa de violencia». Y si la violencia existe, muchas veces -dice el Papa- procede de una aflicción, de una angustia. No decimos que la legitime, pero que puede dar su explicación. Y es natural, hermanos, que a una violencia institucionalizada, que se institucionaliza y que se hace ya un modo de vivir y no se quiere ver las maneras de cambiar esa institución, no es extraño que haya brotes de violencia. No puede haber paz. Se está provocando contra la paz. Si de verdad hay deseo de paz y se conoce de verdad que la justicia es la raíz de la paz, todos aquellos que pueden cambiar esta situación de violencia están obligados a cambiar.

Hemos visto en la lista de los nuevos colaboradores del gobierno a muchos cristianos, hasta cursillistas de cristiandad. Esperamos que sepan escuchar la voz del evangelio, que les dice que esta situación de El Salvador es provocadora de violencia y están obligados, desde sus puestos de gobierno, a empujar esos cambios estructurales que necesita el país para crear un ambiente propicio a la paz. Porque, dice también Medellín, que todo aquel que puede hacer algo por hacer más justo el orden de Latinoamérica, peca contra la paz, si no hace lo que está a su alcance. Ahora esperaremos que ese pecado de omisión que acusamos al principio de la misa, toque la conciencia de muchos que pueden hacer mucho y no lo hacen, tal vez por estar granjeando su situación bondadosa, por el sueldo, por no caer mal en política, por no perder la gracia de los poderosos. Serían traidores a la Ley de Dios, serían pecadores de omisión, si, por temor a perder su vida en la tierra, no hacen lo que deben hacer para dar a sus paisanos, al pueblo, a la sociedad, al bien común, un respiro de paz sobre una justicia más equitativa.

Tampoco justificamos la violencia. La violencia, el mismo Concilio y Medellín dicen con el Papa, no es cristiana ni evangélica. El cristiano es pacífico y no   —118→   se ruboriza de ello. No decimos, pacifistas, porque hay un movimiento de violencia que no procede del cristianismo. Gandhi y otros seguidores de la no violencia, que ya son un movimiento en el mundo, tienen sus orígenes en una filosofía que más bien es una huida de la lucha, un olvidarse de los derechos oprimidos del hombre. El cristiano sabe que puede luchar y su evangelio le invita a la defensa de la justicia; es valeroso. Pero, sabe que la violencia solamente engendra violencia y que solamente será, como la guerra, el último recurso, cuando ya se han agotado todos los recursos pacíficos. Pero mientras tanto, agota los medios de la paz, que son mucho más fecundos y productivos, porque no podemos ceder a la pasión del odio y del resentimiento unas resoluciones tan trascendentales para el orden de la paz. Es necesario, pues, que la pacificación, los hijos de la paz, los hijos de Dios, que trabajan este mundo mejor, se inspiren, no en la violencia, tampoco en la no-violencia no cristiana, sino en una paz que es fecunda, que exige el cumplimiento del derecho, que exige el respeto a la dignidad humana, que no se conforma nunca por no tener problemas con los que atropellan estos grandes derechos de la humanidad.

Y aquí puede contar el gobierno con grandes artífices de la paz, mientras deje a la Iglesia la libertad para predicar su evangelio, la libertad para predicar la promoción del hombre. Ninguna colaboradora más eficaz y poderosa podrá encontrar ningún gobierno del mundo que la Iglesia, proclamadora de la verdadera libertad, de la justicia y de la paz.

PAZ Y AMOR

El otro concepto que sacamos de los documentos, es este: no basta la justicia, es necesario el amor. Siempre hemos predicado esto, hermanos. Me da gusto constatar que todas las personas que han seguido el pensamiento de esta hora de la Iglesia, jamás han oído una palabra de violencia de mis labios. La fuerza del cristiano es el amor, hemos dicho. Y repetimos: la fuerza de la Iglesia es el amor.

El amor, el que nos hace sentirnos hermanos a todos. El que en la segunda lectura de hoy, San Pablo proclama, inspirado en aquel que nos amó hasta la muerte, y que por eso nos arrastra al amor de sentirnos crucificados por Cristo y por nuestros hermanos. Mientras no lleguemos a esta fortaleza del amor, no podemos ser los verdaderos pacificadores. No puede ser artífice de la paz el que tiene el corazón resentido, violento, con odio. Tiene que saber amar, como Cristo, aun a los mismos que lo crucifican: «Perdónalos, Padre, no saben lo que hacen. Son idólatras de su dinero, de su poder. Si te conocieran, te amaran. Por eso, más que odio y resentimiento, me dan lástima esos pobres idólatras que no saben la fuerza de este amor que Tú me has dado. Dales amor, Señor, a ellos también». Cuánto bien harían los poderosos, cuando amaran de verdad y no fueran egoístas y envidiosos. Qué hermoso sería el mundo, hermanos, si todos desarrolláramos esta fuerza de amor.

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LA PAZ DE LA GRACIA

Y aquí, el Concilio Vaticano II tuvo el cuidado de deslindar dos clases de paz; y es necesario que la tengamos muy en cuenta. Una paz que Cristo se reservó para los más íntimos, para aquellos que comprendieran la redención, que comprendieran que tenían que arrancarse del pecado; porque mientras haya pecado en un corazón, no puede haber la verdadera paz: la paz divina, aquella que Cristo nos reconcilió con el Padre muriendo en la cruz, llevando en su cuerpo los pecados de todos nosotros. Y para nosotros cristianos, católicos, esta es el culmen de la paz: la paz en la gracia de Dios, la paz del que sale del pecado y no siente las pasiones más que para dormirlas, la paz de las almas santas. Esta paz que Cristo decía: «Mi paz os dejo, mi paz os doy, no como la del mundo».

LA PAZ DE HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD

Y aquí distinguimos la otra paz, la paz que la Iglesia habla con el mundo, la paz que pueden tener también los no cristianos, la paz de los hombres de buena voluntad que cantamos en el gloria de la misa: «paz a los hombres de buena voluntad». Quiere decir esa otra paz, la paz que procede de un amor natural; la paz del hombre que, aun sin conocer a Dios, es capaz de descubrir esta fuerza íntima de solidarizarse con el que sufre, de llevar un poco de bienestar al desconsolado, de denunciar las injusticias ante las riquezas injustas. Esta es la paz que todos los hombres... Y aquí hago un llamamiento yo, aun a aquellos que no creen en esta fe que nos ha congregado en nuestra misa del domingo. Muchos estarán oyendo allá por radio, sin ser católicos sin que les importe la misa de cada día; hasta les estorba la oración piadosa de su esposa, de su mamá, de los seres piadosos que han encontrado la paz divina. Ellos todavía no la han encontrado, pero les quisiera decir, queridos amigos: aun sin creer en ese Cristo y en esa paz del alma, ¿no sienten ustedes la capacidad de perdonar? ¿No sienten ustedes la fuerza de decir no a ese rencor que llevan hace mucho tiempo en su corazón? Ustedes incrédulos, sin Cristo, ¿no sienten que no se necesita creer en Cristo, basta ser hombre, para sentirse solidario del pobrecito, del que no tiene, y sentir que hay injusticias ante las grandes desigualdades de nuestra sociedad? Entonces, apelamos también a ustedes. Ustedes también pueden ser llamados artífices de la paz.

Por eso, cuando enterrábamos al inolvidable padre Alfonso Navarro, decíamos en la parroquia de Miramonte que hacíamos un llamamiento a sembrar la paz, no solamente a los católicos, que acribillados por la calumnia podemos haber perdido tal vez el crédito, pero que quedaban muchas fuerzas vivas en El Salvador: los protestantes, la Cruz Roja, los Boy Scouts, todas las instituciones benéficas, bondadosas, de tantos corazones buenos, aunque sean laicas, aunque sean ateas pero pueden hacer mucho bien por esta paz. Es el deseo del evangelio de hoy. Y he aquí que cuando Cristo dice que nos amemos unos a otros, no está diciendo que sea necesario ser cristiano. A mí me parece que esa frase   —120→   de Cristo: «Amaos los unos a los otros», es como un punto de contacto entre la fe y los que no tienen fe. Porque aun sin tener fe, se es capaz de amar al hermano y de ser artífice de paz.

DIÁLOGO POR LA PAZ

Mi llamamiento de hoy, pues, brota del corazón del evangelio, del corazón de la Iglesia; pero sus brazos se tienden a aquellos que no tienen fe, para prestar al mundo una colaboración sincera, la colaboración por una paz verdadera.

Y este es el diálogo que la Iglesia ofrece. Si el nuevo mandatario nos pedía que le tuviéramos confianza y que lo iba a demostrar, he aquí la Iglesia a la espera de ese diálogo. La Iglesia nunca ha roto el diálogo con nadie. Otros son los que lo han roto; otros son los que la han maltratado. Le diríamos que hay muchas palabras que no salen de la boca, pero que deben salir de las obras, para mostrar la sinceridad en esta búsqueda de paz para nuestra patria. Por ejemplo, la Iglesia necesita que le devuelvan sus sacerdotes que le han quitado. Muchas familias necesitan que le devuelvan a sus seres queridos que no saben dónde están. Se necesitan muchas obras para ganar la confianza y de verdad buscar en todos, con sinceridad, la paz que necesita nuestra patria.

Necesitamos, hermanos, una gran confianza mutua y esto es justicia. Y si no hay esto, El Salvador seguirá ansiando la paz que canta en su himno nacional, pero que no la ha sabido conservar. Nuestro Señor, pues, que hoy nos da este augurio de paz, señalándonos los caminos por medio de su Iglesia, nos dice que seamos todos artífices de la paz.

ARTÍFICE DE LA PAZ

Y voy a terminar con aquella constatación de Cristo al principiar el evangelio de hoy: «Rogad al Señor de la mies para que envíe obreros a su mies, porque la mies es mucha y los obreros son pocos». El gran problema de la paz es inmenso y necesita muchos artífices de la paz: sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos situados en todas las situaciones de la política y de la economía, todos son llamados ahora. La mies es inmensa, El Salvador tiene un vigor, una exuberancia maravillosa. Qué maravilloso pueblo sería El Salvador, si cultiváramos a los salvadoreños en un ambiente de paz, de justicia, de amor, de libertad. Cultivemos, hermanos, al menos cada uno, en la medida de sus alcances, procure hacerse artífice de la paz. Y Jesucristo describe en el evangelio, y San Pablo en su epístola de hoy, las condiciones del hombre que quiere ser artífice de la paz. Sería bueno que repasáramos esa página del evangelio donde Cristo nos predica como condición indispensable la pobreza de espíritu, el desprendimiento. «No llevéis alforja ni doble túnica; id como peregrinos». Esta es la gran aventura del hombre de hoy. Todo hombre que se quiere instalar cómodamente, y no quiere arriesgarse en la pobreza y no quiere desprenderse de sus situaciones bonancibles,   —121→   por lo menos de corazón, no quiere prestar la colaboración a Dios.

Pero, no basta esa pobreza exterior. También quiero decir a los que predican la pobreza o una Iglesia de los pobres únicamente por demagogia, sin corazón, únicamente por alardes: eso no sirve tampoco. La pobreza que nos predica hoy el evangelio es la de San Pablo: «Yo soy para el mundo un crucificado». Es decir, una pobreza que arranca del amor a Jesucristo. Una pobreza que al mirar a Cristo desnudo en la cruz le dice: «Señor, te seguiré a donde quiera que vayas, por los caminos de la pobreza, no por demagogia sino porque te quiero, porque quiero ser santo a partir de mi propia santidad». Esta pobreza que me hace sentir las riquezas del mundo como crucificadas para mí y yo ser un crucificado para todos los criterios del mundo, esta es la verdadera pobreza. Bienaventurados los pobres de corazón, los que tienen el corazón necesitado de Dios, los que en la cruz y el sacrificio, encuentra la alegría de la vida, los que han aprendido en el crucificado el verdadero secreto de la paz, que consiste en amar a Dios hasta el exceso de dejarse matar por él, y amar al prójimo, hasta quedar crucificado por los prójimos. Este es el amor de los redentores modernos, el de Cristo, el de siempre. Sólo estos serán verdaderos artífices de la paz, de los que dijo Cristo en el sermón de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los que van sembrando la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios».

Prometámosle al Señor, mientras vamos a proclamar nuestra fe en él.



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ArribaAbajoLa Interioridad

15.º Domingo del Tiempo Ordinario

10 de julio de 1977

Deuteronomio 30,10-14

Colosenses 1,15-20

Lucas 10,25-37

Queridos hermanos, estimados radioyentes:

Hoy la palabra de Dios nos invita a la interioridad. Es como si Cristo nos dijera a todos los que vamos a hacer esta reflexión: «El Reino de Dios está dentro de vosotros». Vivimos muy afuera de nosotros mismos. Son pocos los hombres que de veras entran dentro de sí, y por eso hay tantos problemas, porque si de veras nos asomáramos a nuestra propia intimidad y comprendiéramos que la voz del Señor, la ley que nos santifica, no está, así como nos acaba de explicar la primera lectura, allá en las alturas del cielo; y entonces preguntaríamos: «¿Quién podrá subir hasta el cielo, y nos traerá y nos proclamará lo que Dios quiere?» O fuera una ley que estuviera al otro lado del mar, y diríamos: «¿Quién de nosotros cruzará el mar, y nos lo traerá y nos lo proclamará para que lo cumplamos?».

CONVERTIRSE POR DENTRO

¿Así andamos buscando cómo se mejorará nuestra República? ¿Cómo habrá más entendimiento entre los salvadoreños? Como que si estuviéramos esperando algo que nos venga de fuera, y le echamos la culpa al Gobierno, a las riquezas, a las cosas. Pero, ¿de qué serviría, nos dicen los documentos de la   —123→   Iglesia, cambiar todas las estructuras sociales, políticas, económicas, si no cambia el corazón de los que han de vivir y manejar esas estructuras? Mientras los que se preocupan de los problemas no entren dentro de sí y desde su propio corazón escuchen lo que nos dice la palabra divina hoy: «Conviértete al Señor tu Dios con todo el corazón y con toda tu alma». O mejor, si no escuchamos la palabra de Cristo, que nos dice más terminantemente ante el doctor de la ley que le pregunta cuál es el principal mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu ser». El hombre no es grande mientras no se mire por dentro.

El Concilio, que inició para el mundo moderno desde el corazón de la Iglesia, un humanismo nuevo, un humanismo cristiano, nos llega a decir que desde su propia interioridad, el hombre comprende que su vocación más alta es su intimidad con Dios y que en el corazón de cada hombre, hay como una pequeña celda íntima, donde Dios baja a platicar a solas con el hombre. Y es allí donde el hombre define, decide, su propio destino, su propio papel en el mundo. Si cada hombre de los que estamos tan emproblemados en este momento entráramos a esta pequeña celda, y desde allí, escucháramos la voz del Señor, que nos habla en nuestra propia conciencia, cuánto podríamos hacer cada uno de nosotros por mejorar el ambiente, la sociedad, la familia en que vivimos. Y si todos los salvadoreños, este domingo en que la palabra de Dios es la palabra del amor, tomáramos la resolución, de veras, de vivir el principal de los mandamientos y le diéramos a la intimidad de nuestro ser, su propia razón de ser, yo les aseguro, hermanos, que este domingo marcaría el cambio total y no habría necesidad de esperar desde fuera, porque cada uno está aportando desde su propio interior, lo que la Patria y el mundo necesitan. Porque el mundo, la historia, no se va a construir sin nosotros. Somos partícipes de la construcción de la historia y en eso está evolucionando actualmente la humanidad.

PARTICIPAR PARA EL BIEN COMÚN

Por eso, uno de los signos de los tiempos actuales es este sentido de participación, ese derecho que cada hombre tiene a participar en la construcción de su propio bien común. Por eso, una de las conculcaciones más peligrosas de la hora actual es la represión, es el decir: sólo nosotros podemos gobernar, los otros no, hay que apartarlos. Cada hombre puede aportar mucho de bien, y se logra entonces la confianza. No es alejando como se construye el bien común. No es expulsando a los que no me convienen como voy a enriquecer el bien de mi patria. Es tratando de ganar todo lo bueno que hay en cada hombre, es tratando de extraer en un ambiente de confianza, con una fuerza que no es una fuerza física -como quien trata con seres irracionales- sino una fuerza moral que atrae de todos los hombres, sobre todo de los jóvenes inquietos, el bien, para que aportando cada uno su propia interioridad, su propia responsabilidad, su propio modo de ser, levante esa hermosa pirámide que se llama el bien común, el bien que hacemos entre todos y que crea condiciones de bondad, de confianza, de libertad, de paz, para que todos construyamos lo que la República, la   —124→   cosa pública, lo que es de todos y a lo que todos tenemos obligación de construir.

¿Cuál es la esencia de ese hombre salvadoreño, o de cualquier parte del mundo, pero que Dios ha creado precisamente para hacer feliz al mundo? Es hermoso el pasaje de la segunda lectura, donde San Pablo nos invita a mirar desde Cristo una perspectiva cósmica. «Cristo es imagen del Dios invisible, primogénito de toda creatura. Por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes, terrestres, visibles e invisibles. Él es anterior a todo. Todo fue creado por él y para él».

CRISTO EL RESUMEN DE TODO

Hermanos, qué hermosa es la perspectiva cristiana. Cristo es el hombre-Dios y en cuanto hombre, vemos que en el hombre es capaz de amarse mucho, y en cuanto Dios sabemos que él es el principio y el fin de todas las cosas. Cristo, pues, como hombre y como Dios, nos da las cosas. Cristo, pues, como hombre y como Dios, nos da la síntesis, el resumen acabado de todo cuanto existe. Sólo en él puede haber felicidad, prosperidad, amor, libertad, paz. Si se elimina a Cristo -dijo el Concilio- es suicidarse. Y lo decía a los gobernantes, porque el que desprecia a Cristo y lo que representa a Cristo en el mundo, que es su Iglesia, porque él es la cabeza del cuerpo que es la Iglesia, y el que desprecia a esa cabeza y a ese cuerpo, se suicida, porque pierde la visión universal de las cosas y pierde el sentido de ver al hombre: y ya en el hombre no mira más que a un rival, un estorbo, una fiera y la trata a palos, brutalmente. Pero, si en cada hombre, como cuando el Papa decía al terminar el Concilio: que este Concilio nos ha enseñado a mirar a Cristo y desde Cristo a cada hombre, y entonces miramos en el rostro de cada hombre, tanto más transparente y bello -cuanto más lo purifica el dolor, la pobreza, la angustia, el sufrimiento- el rostro de Cristo, que también es el rostro de un hombre sufrido, el rostro de un crucificado, el rostro de un pobre, el rostro, de un santo. Y en el rostro de cada hombre, aprendemos a ver el rostro de Cristo. Y amamos a cada hombre, con aquel criterio con que él nos va a juzgar al final del tiempo. «Tuve hambre y me distéis de comer; tuve sed y me distéis de beber». Y cuando, asustados, los hombres le pregunten: «¿Cuándo, Señor te hemos visto en la tierra y te hemos socorrido?» Les dirá: «Todo lo que hicisteis con uno de estos pobrecitos míos, conmigo lo hicisteis». Será la sorpresa tremenda, hermanos, de que muchos buenos samaritanos, aun sin tener fe en Cristo, aun sin llamarse católicos y persiguiendo a la Iglesia, se encontrarán en aquel juicio final que se salvarán; mientras que muchos cristianos serán echados afuera, porque no cumplieron con esta ley del amor, de la misericordia.

¿Qué es lo que hace grande el rostro y la situación del hombre? Es precisamente esta visión de fe: mirar en cada hombre el rostro de Cristo, y entonces, el Señor nos puede decir la hermosa parábola del samaritano. Para mí, sacerdote, es una llamada tremenda de atención. Yo que estoy en el cumplimiento de la palabra de Dios, denunciando todo aquello que no es conforme a la palabra   —125→   de Dios, me miro a mí mismo en el levita, en el sacerdote, que pasaron de lejos junto al herido y no le hicieron caso. El que denuncia debe estar también dispuesto a ser denunciado. Y yo les he dicho mil veces a ustedes, queridos hermanos, que cuando haya en nuestra actitud sacerdotal algo indigno de este amor que debe inspirar al predicador de la palabra de Dios, nos denuncien, pero con amor también, con caridad. No vayan a cometer el mismo pecado que ustedes denuncian: decirle al sacerdote que es marxista, que es tercermundista, que es escandaloso. Si se hace con caridad y se le corrige, se gana un alma para Dios. Y es un deber de los cristianos hacer. Pero, si se hace con esa saña con que se escriben muchos campos pagados y aun hasta con amenazas de muerte, esto no es defender la verdad ni el amor. Esto es el egoísmo más craso, y están pecando más gravemente que las deficiencias que puedan encontrar en nosotros, predicadores de la palabra de Dios, que, como humanos, estamos expuestos también a cometer errores. Pero si los cometemos, no es con la saña, con ese espíritu criminal de amenazar de muerte al predicador.

Convirtámonos de corazón. Nosotros sacerdotes tenemos que convertirnos también, y la parábola del samaritano es un toque de Cristo bien directo a la gente de Iglesia, no sólo a los sacerdotes. Pensemos aquí también, queridos religiosos, queridas religiosas, movimientos cristianos matrimonios cristianos todos ustedes que vienen a misa los domingos, todos tenemos que examinar nuestra conciencia a la luz de esta sincera parábola del Buen Samaritano. No nos complacemos en denunciar los pecados y las deficiencias del mundo pecador. Tenemos que partir, como comienza la misa, golpeándonos el pecho para reconocer nuestras propias culpas, porque es desde un arranque de sinceridad y de amor, desde donde debe de comenzar el amor al prójimo y el conocimiento de nosotros mismos.

EL HOMBRE, CORAZÓN DE LA CREACIÓN

¿Pero qué tiene el hombre para que le tengamos tanto respeto? Hermanos, yo quisiera que recordáramos hoy esta página de San Pablo, para vivirla, pensando en nosotros mismos. Si se dice que por la palabra eterna de Dios fueron creadas todas las cosas y son creadas para él, una de esas creaturas soy yo, es cada uno de ustedes. Hemos sido creados por Dios y lo que no hizo en las otras cosas, lo hizo conmigo, con ustedes. El santuario íntimo de la creación es el hombre. Porque en ninguna otra cosa puso Dios tanto de sí mismo como en el corazón de un hombre, de una mujer, de un niño, de un anciano, de un joven.

¿Qué es esa originalidad del hombre en medio de la creación? Ser libre, ser inteligente; pero, sobre todo, esa inmensa capacidad de amar. La Ley de Dios es el amor; y por eso, el escritor del Antiguo Testamento nos dice: no tienes que irlo a buscar al otro lado del mar ni en las alturas del cielo; en tu propio corazón está el Reino de Dios. Sientes que amas, pero no de cualquier manera. Ama con ese amor que ha hecho santos a los santos. Qué felicidad sintiera, hermanos, si como fruto de esta palabra que yo les estoy transmitiendo de parte de Dios, despertara en la intimidad de cada corazón que me escucha, la inquietud   —126→   de hacer florecer más esa capacidad de amor que lleva, ese respeto a su propia dignidad; y desde su propia dignidad y su propio amor, respetar la dignidad de los otros, amar a los otros, porque somos en esta capacidad de amar. No somos nosotros, lo hemos recibido de Dios. Así se llama en la Biblia esa donación de una familia o unos amigos íntimos, en aquel bocado, en aquella compartición de la felicidad de comer, se están dando a sí mismos. Dios nos hace ese «ágape», nos da su amor, para que nosotros también, desde nuestro corazón, demos hacia Dios y hacia el prójimo también como una invitación a cenar, un ágape, en que nos sentimos felices porque compartimos con Dios y con todos los hombres, sin excepción, esta inmensa capacidad de amar.

Amamos, porque somos el corazón de la creación. Ni la estrella, ni la flor, ni el pájaro, ni la aurora, ni el mar, ni el paisaje, tiene lo que tiene un hombre: capacidad de amar. Él le da sentido a la aurora y al pájaro y a la flor; porque es el hombre con capacidad de amar el que corta una flor y le da su sentido de amor para entregarla a un ser querido. Es el que le da sentido al concierto de los pájaros y de las auroras, para elevarse a Dios y decirle: «¡Qué bellas son tus obras, Señor, qué digno eres de alabanza!».

Por eso, cuando el hombre no ama, cuando el hombre no usa esa capacidad de corazón que Dios le ha dado en medio de la creación, ya es un réprobo. Y el infierno comienza, cuando se comienza a odiar. Una de las cartas más bonitas que me llegan, entre las muchas de estos momentos, es la de una persona que me dice: «Le doy gracias porque mi corazón era un infierno de odio. Yo no miraba más que maldad por todas partes y en nadie tenía confianza; pero cuando he comenzado a reflexionar en lo bueno que es Dios, en la necesidad de perdonar que usted nos predica, siento que me voy transformando y me voy sintiendo más feliz».

Yo sé, hermanos, que esta palabra está llegando a muchos corazones que son infierno, corazones que odian. Los que escribieron esa amenaza contra los jesuitas son plumas de infierno. Los que han matado a nuestros queridos sacerdotes son almas infernales mientras odiaban y mataban. Los que no pueden ver a la Iglesia sin sentir el rencor, el resentimiento, son corazones que están ganados por Satanás. Satanás es el odio, la envidia, el mal. Hay muchos corazones, me da lástima pensar que todavía tienen el tiempo de llenarse de amor, arrepentirse y volverse a Dios, deponer sus armas, sus actitudes belicosas. Todo aquel que tortura a otro hombre es infierno. Todo aquel que desprecia la dignidad humana y la conculca está inspirado por Satanás, no es el amor.

EL AMOR TRANSFORMA AL MUNDO

El amor es lo único que puede transformar al mundo. Por eso decíamos, el domingo pasado, que si de verdad en el gobierno hay ansia de paz, tiene que ir a las raíces de la paz: justicia y amor. Un amor que nos haga perdonarnos, que nos haga botar las armas para darnos el abrazo de hermanos. Un amor que nos haga levantarnos hacia Dios y decirle: Gracias Padre porque me diste capacidad   —127→   de amar; no quiero perderla en una sofocación de infierno; que deponga estos odios, esta envidia, esta mala voluntad. Y entonces decía Pablo VI cuando miramos al hombre con amor, ya hemos llegado a los linderos de Dios; porque ese hombre que amamos y respetamos es imagen de Dios. Y entonces, no cuesta cumplir el primero de los mandamientos: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente con toda tu alma con todo tu ser. Tanto es así, hermanos, que nuestra ocupación en la eternidad será esa: amar glorificar, ser felices con Dios nuestro Señor.

Y por eso, ya en esta tierra, no hay alegría más grande ni ocupación más noble que la de los santos que trabajan con el corazón puesto en Dios. No quiere decir esto una beatería que sólo piensa en Dios y no piensa en los deberes de la tierra. Si en la parábola del Buen Samaritano tenemos la condenación de todo aquel que piensa honrar a Dios y se olvida del prójimo; ni el sacerdote, ni el levita ni ningún hombre, que por ir a misa, por ir a adorar a Dios, por estar pensando en Dios, se olvida de las necesidades del prójimo. Y este es uno de los movimientos que la Iglesia actual está impulsando; y muchos, cuando se habla del hombre, están pensando que ya la Iglesia se apartó de su destino eterno. El Papa, al clausurarse el Concilio Vaticano II, desmintió esta acusación. Si nos inclinamos al hombre necesitado, angustiado, en su pobreza, en su miseria, es porque el corazón está puesto en Dios.

Y en la medida en que cumplimos nuestro deber, nos ganamos la vida en el trabajo que tenemos, con el sueldo que se nos da, de cualquier manera; pero no lo hagamos por el sueldo, no lo hagamos por quedar bien con nadie, hagámoslo por amor de Dios. Uno de los reclamos más bellos de la esencia del hombre es la de la mano del mendigo que se tiende y le dice: «Una limosnita por amor de Dios». Qué campanazo de santidad nos da ese mendigo. Cuando tú haces las cosas por amor a Dios, esa acción es santa. En la intención del hombre está su modo de ser. Si un hombre da una limosna a una joven por seducirla y pecar con ella, es un perverso. Pero si esa misma limosna la pone en las manos de esa joven necesitada por amor de Dios, es un santo. Y por eso los ojos perversos de los hombres, no pueden mirar intenciones buenas en quienes lo hacen por amor de Dios. Pero esa es la santidad. Esa es la santidad, hermanos; por eso la santidad no está al otro lado del mar ni en las alturas del cielo, está dentro de su propio corazón. Cuando tú haces lo que haces por amor de Dios, todo ese quehacer es santo.

AMOR EN EL TRABAJO

Construían una catedral y no de estos hombres observadores, se fue preguntando a los trabajadores mientras picaban las piedras de una hermosa catedral gótica: «Y tú ¿por qué trabajas?» Le dice un materialista: «Porque si no trabajo no como, porque el sueldo de picar estas piedras sirve para ganarme el pan y comer». Le pregunta a otro: «¿por qué trabajas tú?» «Porque no hay cosa más bella que las catedrales góticas y cada piedra que pico pienso que es una colaboración al arte». Era un hombre un poco más espiritual, pero no había   —128→   llegado a la cumbre. Le pregunta a otro humilde obrero: «Y tú, ¿por qué picas piedras y no te aburres de estar picando todo el día esas piedras?» Y le contesta el santo obrero: «Porque es para una catedral, porque desde allí se elevarán muchas plegarias a Dios, y yo anticipo ya en mi trabajo la oración. Estoy picando piedras y orando». Esto es santidad. Tres hombres haciendo la misma cosa, pero el uno perdiendo sus méritos para Dios y el otro ganando todo para Dios.

Queridos hermanos y hermanas cuántos quehaceres estamos haciendo esta reflexión. Yo, pastor de una diócesis mis queridos hermanos sacerdotes en colaboración en este trabajo pastoral religiosas que santifican su vida obreros, esposos, madres de familia, profesionales, estudiantes, pudiéramos preguntar: ¿Por qué trabajas? ¿Y en este momento, por qué predicas? Si yo lo hiciera por ganar aplausos estaba perdido. Pero si yo lo hago, hermanos, con la sinceridad con que quiero hacerlo, de llevar una palabra de Dios a conmover los corazones para elevarlos hacia Dios y para que todos juntos, deponiendo odios, rencores, malas voluntades, construyamos un mundo según el corazón de Dios; y cada uno desde su propia vocación, trabaja en su trabajo por más humilde que sea -vender escobas barrer las calles, atizar la hornilla, todo eso es trabajo noble se hace por amor de Dios- tendríamos una patria de santos y no habría tantos criminales. Se depondrán del corazón tantos odios, habría más amor. Qué cuenta más severa nos va a pedir Dios a los salvadoreños, que nos ha dado cosas tan bellas, corazones tan capaces de heroísmo; pero que lo estamos poniendo muchas veces al servicio del odio, de la división, de la represión, de la desunción, del ultraje, de la tortura. ¡Qué cuenta más severa se dará del que pudo amar y odió!

En la tarde de la vida, te pedirán cuenta del amor, dice una hermosa poesía de San Juan de la Cruz. No lo olvidemos: en el atardecer de tu vida cuando tu vida, decline como el sol en el ocaso, esto te pedirá cuenta el Señor. No de lo mucho que hiciste, no de las obras exteriores -que muchas veces son propensas a la vanidad- sino del amor que pusiste en cada una de tus cosas. Este es el mensaje de hoy, queridos hermanos. Por eso hemos repetido siempre: la violencia no es evangélica ni cristiana. La fuerza de la Iglesia es el amor.

Ayer, compartí con más de mil maestros de escuelas y de colegios una tarde inolvidable, pero lo más inolvidable es una frase de una profesora que todavía está vibrando en mi corazón. Me dijo: «Como usted ha sembrado amor entre los maestros, está cosechando este amor». No es gran cosa la que he hecho; pero si yo que apenas siembro un poquito de amor, tengo la dicha de recoger tan grandes cantidades de amor, hermanos, yo les quiero decir lo mismo. No puede nacer lo que no se siembra, no se puede cosechar lo que no se siembra. ¿Cómo vamos a cosechar amor en nuestra República, si sólo sembramos odio? Sembremos amor, aprovechemos todas las circunstancias, las más difíciles, como son perdonar al enemigo; y las más chiquitas, como son hacer las cosas más ordinarias. Démosle a nuestra vida un sentido de inspiración de amor y veremos como el mundo se transforma sin tantas cosas exteriores, porque el Reino de Dios no está al otro lado del mar ni en las alturas del cielo, sino en la intimidad de tu propio corazón.



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ArribaAbajoLa Virgen del Carmen

16 de julio de 1977

Santa Tecla

Zacarías 2,14-17

Lucas 2,15b-19

... a la iglesia del Carmen de Santa Tecla, el 16 de julio, es una gracia de Dios; porque este lugar, así como tantos carmelos populares de nuestra república, nos los obsequia Dios para que nosotros, los pastores del pueblo salvadoreño, encontremos un apoyo directo, una confirmación de nuestro trabajo, de nuestra predicación, que es bendecida nada menos que por las manos bondadosas de la Virgen María. No hay predicadora más atrayente que la Virgen del Carmen en medio de nuestro pueblo; porque así como vemos aquí la iglesia del Carmen de Santa Tecla repleta de fieles, estoy imaginando yo también las parroquias, los pueblos, donde este día los sacerdotes son incapaces de colmar el ansia espiritual de las almas que buscan a Dios. Es como decía el Papa Pablo VI, hablando a los encargados de los santuarios marianos, que estos lugares hacen visible el poder invisible que conduce a esta Iglesia de Dios. Y en esta hora, en que la Iglesia salvadoreña se renueva, precisamente por la persecución, qué dulce es encontrarse con las miradas de la Virgen, miradas aprobatorias, miradas de consuelo, miradas de ánimo. He aquí, pues, que nuestra presencia en este santuario carmelitano debe despertar en nosotros lo que la Virgen quiere despertar en esta Iglesia de 1977.

Yo me imagino, hermanos, que la piedad de cada uno de los que hemos venido a honrar a la Virgen del Carmen lleva la angustia y la esperanza que   —130→   llevaba aquella plegaria de Simón Stock, el superior de los carmelitas, que viendo su orden perseguida, levanta sus ojos al cielo para decirle a la Virgen que les dé una señal de protección. Y es que a través de Simón Stock y del escapulario nosotros remontamos esta devoción hasta aquellos orígenes casi legendarios del monte Carmelo, donde la tradición recuerda que unos hombres piadosos -todavía en el Antiguo Testamento, sin que María viviera, sin que Cristo existiera, nada más que en las promesas de la Biblia- intuyeron la ternura y el poder de esa mujer tan emparentada con el Redentor prometido de la Biblia; y la amaron sin conocerla y fueron sus primeros devotos. Y de allá arranca, del monte Carmelo, el origen de esta congregación, Orden del Carmen, que floreció, pero que fue perseguida y que un día Simón Stock, viéndola así acosada, pide a la Virgen su protección. Y la tradición nos cuenta que la madre del cielo bajó con el escapulario en sus manos para decirle a Simón Stock: «Esta es la señal de protección que te traigo. Todo aquél que muera llevando este santo escapulario no verá las llamas del infierno». Y la protección de la Virgen se hizo sentir tan poderosa que aún ahora, a siglos de distancia y aun donde no hay carmelitas, está el santo escapulario, como una protección de la Virgen, llamando al pueblo y sintiendo que el pueblo es un hijo predilecto de la Virgen María.

Por eso les digo, hermanos, en esta hora de 1977, que todos conocemos como una hora de persecución a la Iglesia; con sus sacerdotes asesinados, expulsados, torturados; con tanto terror que se mete en las filas de la Iglesia que trabaja; en fin, es demás recordar estas cosas tristes, pero es para decirles que es una hora en que los carmelitas, como todo católico que sienta con la Iglesia de verdad, levanta los ojos a la Virgen y le pide una señal de protección. Y en esta iglesia, que rigen con tanto fervor los padres jesuitas, la oración de súplica, de protección, se hace concreta.

Yo quisiera que esta plegaria eucarística en honor de la Virgen del Carmen, pidiendo protección para la Iglesia en El Salvador y para la paz de la República, se concretara de manera especial pidiendo por los padres jesuitas, precisamente en esta hora, amenazados criminalmente de muerte. Nos conmueve esa serenidad de estos hombres de Dios; comprendemos ahora lo que significa esa formación del jesuita en la escuela de los Ejercicios Espirituales, donde le pide a Cristo oprobios, humillaciones, cruz, sacrificio. Y cuando los ve venir, no se espanta; los ha pedido, los ha deseado. Porque el jesuita es otro Cristo que tiene que esperar, a cambio de su bondad dada al mundo, la ingratitud.

Pero, hermanos, nosotros que sentimos que los jesuitas son una parte viviente de la Iglesia y que en esta hora de prueba a su ministerio están dando el ejemplo maravilloso de su serenidad, de su entrega a la causa de la Iglesia, aun cuando sea necesario morir como Cristo, nosotros pedimos a Dios con toda el alma, a la Virgen del Carmen, una señal de protección para estos soldados de Cristo y de su Iglesia. Y entonces la Virgen nos responde con su escapulario, la promesa de siempre, que yo quisiera interpretar en el mensaje de esta mañana: la Virgen nos ofrece una promesa de salvación. Pero, en segundo lugar, no es una salvación solamente después de la muerte. Es una salvación que nos reclama   —131→   el trabajo también aquí en las cosas temporales, en la historia. Y entonces nos reclama la renovación interior, el Reino de Dios que ya comienza en esta tierra, en nuestro propio corazón.

1. LA VIRGEN NOS OFRECE UNA PROMESA DE SALVACIÓN

Sí, en primer lugar, digo que el escapulario de la Virgen del Carmen es un signo de la esperanza de salvación que lleva todo hombre en su alma, en su corazón, en su vida. El que muera llevando esta librea no verá las llamas del infierno. Es una promesa de salvación. Pero yo quisiera desengañar a muchos y decirles que no es una promesa falsa, o sea, que no se apoya en la realidad de cada uno de nosotros. La promesa de la Virgen, quiere despertar en el corazón del hombres, ese sentido escatológico, es decir, esa esperanza del más allá: trabajar en esta tierra con el alma y el corazón puesto en el cielo, saber que no se instala nadie en este mundo, sino que peregrina hacia una eternidad, que las cosas de la tierra pasan, que lo eterno es lo que permanece. Es, ante todo, esto: ¡La trascendencia!

La Virgen, como la Iglesia, como Cristo, nos ofrecen un mensaje trascendente y esto ya le da a la Iglesia una originalidad que no la tiene ninguna otra promesa de liberación.

Los marxistas, los movimientos de liberación de la tierra, no están pensando en Dios, ni en la esperanza del cielo; y por eso se diferencian enormemente. Aunque la Iglesia habla también de liberación, habla también de una reivindicación, de un orden social más justo, no pone su esperanza en un paraíso de la tierra. La Iglesia quiere un mundo mejor, pero sabe que la perfección no se dará nunca en esta historia, que está más allá, una salvación de donde vino la Virgen, un destino en ese cielo donde la madre nos espera, un destino en aquel paraíso de donde tuvo su origen el escapulario, lazo que nos amarra a esa eternidad. Nadie se pone el escapulario pensando sólo en paraísos de la tierra; al contrario, pensando en la salvación eterna, en que al morir me voy a salvar. Esto es muy bueno, cultivémoslo, no lo perdamos de vista; es lo primero en el mensaje de la Virgen: la espiritualidad.

Y cuando el Padre Santo, recogiendo la opinión de todos los obispos del mundo, expresada en el sínodo de 1974, escribió la famosa exhortación sobre la evangelización del mundo actual, el Papa dice que se oyó, a través de los obispos, el clamor de las inmensas miserias del mundo. Y los padres y el Papa hablan de liberar al mundo de esas miserias. Pero, el Papa también insiste con los obispos que la primacía de la salvación cristiana es lo espiritual, lo celestial, lo eterno. Que nunca un hombre que trabaja por la liberación en la tierra tiene que olvidar esa esperanza de cielo.

Hermanos, reafirmemos en esta mañana carmelitana nuestra esperanza de ese cielo del cual nos habla tan elocuentemente el santo escapulario de la Virgen, y llevémoslo siempre, pensando en esa eternidad donde se nos pedirá cuenta del trabajo de esta tierra.

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2. UNA SALVACIÓN QUE RECLAMA TRABAJO EN LA HISTORIA

Pero, en segundo lugar, y esto es lo que no comprenden muchos en esta hora, y esto es necesario comprenderlo, porque es mensaje también de la Virgen. Desde muy pequeños, creo que todos ustedes como yo también recogíamos con cariño y agradecimiento un privilegio de la Virgen del Carmen, un privilegio sabatino, que dice que todos aquellos que mueran llevando el escapulario, la Virgen, va a bajar a sacarlos del purgatorio, si acaso han ido allí, el sábado siguiente a su muerte. No se trata de un dogma de fe; el que no lo quiera creer no está obligado a creerlo, no peca si lo niega. Pero, los que tienen cariño a la Virgen, saben que para la Virgen, que todo lo puede ante Dios, es muy posible. Y aun teológicamente, o sea, según los principios y los criterios con que la Iglesia procede, también vemos la posibilidad.

Más todavía, ¿qué cosa es una indulgencia plenaria, que la Iglesia puede conceder y concede abundantemente? La indulgencia plenaria es el perdón pleno del pecado y de la deuda que el pecado contrajo, de tal manera que, si una persona muere después de ganar una indulgencia plenaria, no tendrá purgatorio; ni siquiera esperará al sábado siguiente. En el mismo instante en que uno muere perdonado por completo de sus culpas y de sus deudas, tendrá parte ya en el reino de los cielos. El purgatorio existe para purificar las deudas que no se pagaron en esta tierra. Pero, si una indulgencia que la Iglesia administradora de la redención de Cristo aplica a un alma que emigra a la eternidad, se gana ciertamente, el cielo inmediatamente. Y la indulgencia plenaria supone el perdón de los pecados, el arrepentimiento de un alma que se debe desapegar de todo afecto al pecado. No puede ganar una indulgencia plenaria, ni será digno del cielo, quien muera llevando en el corazón un afecto pecaminoso; porque todo eso ofende a Dios y no puede entrar nada manchado en el reino de los cielos. El que gana una indulgencia plenaria tiene el corazón desprendido de todo pecado, apartado de todo lazo que lo ata a las cosas pecaminosas y un alma arrepentida del pecado, desapegada de toda pasión desordenada. Con el ansia de ganar esa indulgencia del cielo, ciertamente tendrá algo más que un privilegio sabatino; y la Virgen sabrá cumplir con ese corazón, desprendiéndolo de todo lo malo.

Pero, siempre desde niños, aprendimos también una cosa, y es lo que yo quiero inculcar hermanos, en esta mañana sobre todo: que no es cuestión de que la Virgen se comprometa a salvarnos sin el esfuerzo de esta tierra. Hablando del privilegio sabatino se decía que cada uno guarde castidad según su estado de vida, y en la castidad quisiera comprender yo todos los deberes temporales, toda la moral, todo aquello que Dios nos manda y nos aconseja. De ahí, que si el santo escapulario es un mensaje de la eternidad, un mensaje de lo escatológico, del más allá; el escapulario también es un mensaje del más acá, el escapulario es también un reclamo de esta tierra, del cumplimiento de los deberes en este mundo; y todo es lo que la Iglesia está acentuando en esta hora. Y cuando la Iglesia reclama una sociedad más justa, unas riquezas mejor distribuidas, una política más respetuosa de los derechos humanos, la Iglesia no se   —133→   está metiendo en política, ni se está haciendo marxista-comunista. La Iglesia está diciéndoles a los hombres lo mismo que el escapulario: sólo se salvará aquel que sepa manejar las cosas de la tierra con el corazón de Dios. Y como hay muchos injustos en esta hora y hay muchos atropellos a la dignidad humana, y hay muchas injusticias con el pobre y el pobre también las comete contra el rico, hay muchas situaciones de pecado.

Así lo dijeron los obispos autorizados por el Papa reunidos en Medellín: en América Latina hay una situación de pecado, hay una injusticia que se hace casi ambiente y es necesario que los cristianos trabajen por transformar esta situación de pecado. El cristiano no debe tolerar que el enemigo de Dios, el pecado, reine en el mundo. El cristiano tiene que trabajar para que el pecado sea marginado y el Reino de Dios se implante. Luchar por esto no es comunismo. Luchar por esto no es meterse en política. Es simplemente el evangelio que le reclama al hombre, al cristiano de hoy más compromiso con la historia. Un carmelita que llevara el escapulario, «Como la Virgen prometió que me iba a salvar, ya no trabajo en esta tierra», no se salvará. ¿Quién le asegura que va a morir con el escapulario? Cuántos pecadores que se confiaron así temerariamente a la hora de morir se arrancaron el escapulario y murieron sin el santo escapulario.

OBLIGACIONES DE TRABAJAR POR EL BIEN

Dice el Concilio: todo aquel que no trabaja en el cumplimiento fiel de la Ley de Dios, en el manejo de las cosas temporales, está ofendiendo a Dios. Está ofendiendo también el amor del prójimo. Es un perezoso, no hace nada por el prójimo, y está poniendo en peligro su propia salvación. Allí no solamente purgatorio sino infierno, para aquel que, pudiendo hacer el bien, no lo hizo. Es la bienaventuranza que la Biblia dice del que se salva, de los santos, porque pudo hacer el mal y no lo hizo; y al revés se dirá del que se condena: pudo hacer el bien y no lo hizo; tuvo en sus manos riquezas que pudieron hacer felices a sus hermanos y por egoísmo no lo hizo; tuvo en sus manos el poder que pudo cambiar el rumbo de la República y hacerla más feliz, más justa, más pacífica, y no lo hizo. Todo aquel que tuvo en sus manos la capacidad, la responsabilidad y no la supo aprovechar será también reclamado en el juicio final y en el juicio de su propia vida. El escapulario de la Virgen, pues, no puede apartarse del evangelio de Cristo, y la Virgen no puede decir una cosa distinta de la que dice la doctrina de la Iglesia, porque la Virgen es un miembro de la Iglesia, Madre de la Iglesia, y no tolerará nada que se predique o se haga contra la Iglesia.

Queridos hermanos, en esta mañana, en que la Virgen del Carmen a nuestra súplica de protección nos responde con su santo escapulario a este pueblo salvadoreño, como a Simón Stock esta es la señal de salvación. Y el Concilio Vaticano II explica qué es salvación.

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EVOLUCIÓN DE LA TRADICIÓN DE LA IGLESIA

Hermanos, en ciertos ambientes tradicionales no se quiere oír que la salvación es un concepto, como todas las cosas de la tradición del evangelio que evolucionan. La tradición es la misma, la que Cristo entregó a los apóstoles. No puede cambiar. Pero, evoluciona según las necesidades de los pueblos y de los tiempos. Cuando Cristo habla de salvación hay que entenderlo como la Iglesia de 1977 asistida por el Espíritu Santo entiende qué es salvación.

Cuando la Virgen presenta, hace más de ocho siglos, el escapulario como prenda de salvación, la Virgen entiende esa palabra, como la entiende la Iglesia en la medida que en cada tiempo va siendo necesario explicar qué es salvación. Y la salvación según la doctrina actual de la Iglesia auténtica, inspirada por el Espíritu Santo, dice: no basta decir «la salvación del alma». Fíjense bien, que mucha gente dice: «Con tal de que salve mi alma, aunque viva de cualquier modo». No, pero es que no vas a salvar tu alma sola; es que el Concilio dice: no basta salvar el alma. Es salvar al hombre; alma y cuerpo, corazón, inteligencia, voluntad. El hombre como individuo y el hombre como miembro de una sociedad. Es la sociedad la que hay que salvar. Es todo un mundo, decía Pío XII, el que hay que salvar de lo salvaje para hacerlo humano, y de humano, divino. Es decir, todas las costumbres que no estén de acuerdo con el evangelio, hay que eliminarlas si queremos salvar al hombre. Hay que salvar, no el alma a la hora de morir el hombre; hay que salvar al hombre ya viviendo en la historia. Hay que darle a la juventud, a la niñez de hoy, una sociedad, un ambiente, unas condiciones donde pueda desarrollar plenamente la vocación que Dios le ha dado, y que no por ser pobre se quede marginado y no pueda entrar a la universidad. Hay que proporcionar al ambiente unas situaciones en que el hombre, imagen de Dios, pueda de veras resplandecer en el mundo como una imagen de Dios, participar en el bien común de la República, participar en aquellos bienes que Dios ha creado para todos. Esta es la doctrina de la salvación.

Si la Virgen hablara a un Simón Stock de 1977, al darle el escapulario, le diría: esta es la señal de protección; una señal de la doctrina de Dios, una señal de la vocación integral del hombre, para salvación del hombre entero, ya en esta vida. Todo aquel que lleva el escapulario tiene que ser un hombre que ya vive su salvación en esta tierra, tiene que sentirse satisfecho, poder desarrollar sus capacidades humanas para el bien de los demás.

CAMBIO DE ACTITUD

Hermanos, yo les suplico que tratemos de comprender esta hora solemne en que la Iglesia se renueva. Precisamente porque no se le quiere comprender y al predicar esta doctrina como yo he tratado de exponerla hoy, se la tergiversa, se dice: se está metiendo en política, está volviéndose comunista. Y entonces viene la persecución, la represión contra los cristianos, contra los sacerdotes. Mientras no nos comprendan este lenguaje de salvación en el sentido actual de la Iglesia, siempre estaremos en ese mal entendimiento de quienes no quieren comprender a la Iglesia.

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Quiera la Virgen del Carmen, pues, en esta mañana, no solamente afianzar a sus fieles seguidores que llenan el templo y los templos carmelitanos de todas las iglesias. Desde aquí, yo quisiera saludar con todo entusiasmo a esas comunidades que siguen a la Virgen del Carmen y que se aglomeran en torno de los altares de la Virgen en todos los ámbitos de nuestra República. Y quisiera decirles que recibieran hoy el escapulario como Simón Stock, pero con la comprensión de 1977, para que cada carmelita se convierta en un verdadero seguidor del evangelio actual, el que necesita hoy la Iglesia redentora de los hombres de hoy; y que también, hermanos, sea la Virgen del Carmen y su santo escapulario un toque de gracia para los que no nos comprenden, para que se conviertan, para que sepan que no los odiamos sino que los queremos, que no queremos que se pierdan porque no colaboran a construir un orden temporal más justo, que queremos que la Virgen los llame también a ellos, a los que pueden transformar una sociedad, porque tienen en sus manos el poder; o aquellos que secundan la persecución de la Iglesia, pagados por los interesados en mantener esta situación que no se puede seguir manteniendo; que todos éstos que se oponen a este reinado de Cristo de Justicia, de paz y de amor en el mundo, sientan que los llama Dios también a ellos, hay campo para todos, también para los perseguidores que, como Saulo, se conviertan a ser verdaderos apóstoles del evangelio en esta hora en que celebramos a la madre de todos los carmelitanos. La madre tiene un corazón tan amplio que no solamente está abrazando aquí a los presentes que han venido con cariño sino que siente -perdonen- también, tal vez más amor por aquellos que no están con su Iglesia, por los que la ofenden, por los que la acribillan. Sabe Ella, como las madres lo saben bien, que los hijos más perversos, más desgraciados, son los que están más cerca de su corazón, y quisiera que se convirtieran para sentirse hermanos de todos los que ella ama y los quiere en su cielo.

Este es el mensaje, según mi humilde pensamiento, hermanos, y yo les agradezco que me lo hayan atendido con tanta atención. Quiero agradecer a los padres del Carmen el honor y la dicha inmensa que me han dado de poder compartir con esta comunidad tan fervorosa de Santa Tecla, carmelitana, el homenaje que le estamos tributando a nuestra Señora; y ahora, junto con la Virgen, porque Ella es también una creatura, una mujer de nuestra raza, unámonos en el espíritu de la Virgen para ofrecerle a Dios el sacrificio que recoge el trabajo de todos ustedes: el amor, la devoción, las preocupaciones, las angustias de todo el pueblo representado aquí por ustedes. ¡Cuántas lágrimas, cuánto dolor!, pero puesto en el altar, en las manos de la Virgen, se van a convertir por la virtud del misterio eucarístico en el sacrificio de Cristo; y sabemos que María es grande, porque fue la que nos trajo a Cristo. De sus entrañas, de su corazón, arrancó la redención del mundo y ahora cuando celebramos la eucaristía en una hora de angustias y esperanzas tan solemne, haga que esta eucaristía celebrada en esta Iglesia tan bonita del Carmen redunden una bendición copiosa de paz para toda nuestra República. Así, sea.



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ArribaAbajoIglesia de la Arquidiócesis

17.º Domingo del Tiempo Ordinario

24 de julio de 1977

Génesis 18, 20-32

Colosenses 2, 12-14

Lucas 11, 1-13

Esta misa, transmitida por radio, desde la Catedral y celebrada por aquél servidor del pueblo de Dios que tiene el encargo de ser el signo de la unidad en toda la Arquidiócesis, siempre me parece que resulta como una reunión de familia. Yo quisiera que así nos sintiéramos en este momento de reflexión: una familia, que no tiene prisa que un fin de semana llega al hogar para ver cómo andan las cosas de familia, para ayudar, para colaborar. Comprendo que al mismo tiempo que se reúne la familia, si esta familia es muy importante tiene muchos enemigos, que la observan para criticarla, o quién sabe, lo que más le pido al Señor, para convertirse. Qué diéramos porque todos esos observadores que desde su radio nos están escuchando, no nos oyeran con el afán de los fariseos, para ver en qué lo cogemos, sino con el cariño de la familia, para ayudarlo, para el engrandecimiento de ese Reino de Dios, que nada malo puede traer a la Patria. Al contrario, cuanto más cristiano es un hombre, es mejor ciudadano. Entonces, en este ambiente de familia, hermanos, yo quiero que compartamos las alegrías, las esperanzas, también las angustias y problemas que deben ser comunes a todos. Cada uno tiene sus propios problemas; y dichoso el hombre que tiene problemas, porque aquel que dice que no tiene problemas es tan pobre que no se da cuenta ni siquiera que vive, porque todo el que vive tiene problemas.

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Pero respecto a esos problemas íntimos de cada familia, los que ustedes y yo hemos traído como cosas personales para encomendárseles al Señor, en general las encomendamos; son nuestras, nada humano es ajeno a su corazón, dice el Concilio, hablando de la Iglesia. La Iglesia es tan humana que siente como suyos esos problemas, del dolor de estómago de su niño en la casa, de la deuda que no puede pagar, del empleo que no puede conseguir, todo eso nos toca de lleno; lo sensible, la angustia de los que sufren injustamente son problemas.

Pero, como Iglesia, como comunidad, esta semana ha sido muy rica. Yo quiero destacar el testimonio de santidad, de serenidad, que nos han dado nuestros hermanos los padres jesuitas. Ha sido una semana en circunstancias de amenazas trágicas, y sin embargo ninguno ha huido. Cuentan que un jesuita muy joven, se llamaba Luis Gonzaga, en el recreo surgió la conversación: «¿Si en este momento viniera el juicio final qué haríamos?», y unos decían: «Yo correría a la Capilla para que me encontrara rezando»; otro: «yo iría al estudio para estar trabajando»; y Luis Gonzaga dijo: «Yo seguiría jugando, porque esa es la voluntad de Dios». Me parece que esta frase de Luis Gonzaga ha sido como el tema de los jesuitas en esta semana: ¿dónde quisieras que te encontrara el 21 de julio? Nadie ha huido. Todos dijeron: «en nuestros puestos». Muchas gracias, padres jesuitas porque así se ama la verdad, así se ama el deber, así se ama la vida cuando es vocación. Que venga la muerte, no importa, me encuentra en mi puesto. Ojalá todos los cristianos viviéramos en esta hora esa serena valentía que solamente la puede heredar el que sabe que está trabajando en el verdadero bien, aun cuando abundan las calumnias queriendo desfigurar todo su noble trabajo.

Y siempre a propósito de los jesuitas, quiero destacar y agradecer al pueblo cristiano las múltiples manifestaciones de solidaridad. Entre ellas me han conmovido mucho las miles de firmes, que casi constituyen un volumen, que le mandaron al Señor Presidente, todos los pobrecitos favorecidos con Vivienda Mínima. ¡Qué ejemplo más bello! Y la carta del padre Ibáñez es el testimonio de unos hombres que sienten que no todo está perdido, que hay gratitud, que nuestro pueblo es noble, que no todo es calumnia, que hay verdadera nobleza en el corazón del pobre, que agradece y siente quiénes son sus verdaderos amigos. También me conmovió la adhesión de los jóvenes, jóvenes estudiantes, muchos de ellos sin duda de alta categoría. Es que la nobleza en cualquier categoría social que se encuentre tiene que ser ésa, la que agradece el bien que se le hace, no la que olvida el haber sido lo que son, precisamente gracias a aquellos que ahora persiguen. A los religiosos y religiosas, también, que se han volcado en solidaridad con los hermanos jesuitas, mi agradecimiento de padre de esta familia, como quien siente a todos sus hermanos unidos. Es un nuevo gozo el que he sentido esta semana de que los jesuitas no están solos y si acaso ha surgido de una voz cristiana una palabra innoble, de poco amor y poca solidaridad, sí me entristece. Pero quiera el Señor que estos cristianos que en los momentos de la prueba no saben mostrar su unidad de su solidaridad, porque a ellos en lo personal no les toca el problema, se conviertan y sepan que no hay   —138→   un católico, mucho menos un sacerdote, mucho menos un obispo que no sienta como propio lo que toca a un hermano, aunque en lo personal no simpatice con él. Es mi familia, y me lo tocan, me tocan a mí.

Quisiera que aprovecháramos esta circunstancia, pues para apiñar más esa unidad. Bendito sea Dios. Y a propósito de solidaridad, quiero también agradecer y destacar un estudio precioso. Quiero decirle a su querido autor: que me ha arrancado lágrimas, cuando he leído ese estudio acerca de la correspondencia que estoy recibiendo a montones y que gracias al padre Guevara, encargado de este asesoramiento de la noticia y del informe de la curia, se ha llevado a un estudio psicológico, profundo, pastoral, como trazuma en esos millares de cartas, la mayoría de campesinos: pero no exclusivamente, también gente de sociedad, que comprende y vive el problema y no se cierra en un egoísmo que da frío, sino que trata de comprender. Y más aún de religiosos, de confederaciones de sacerdotes de fuera del país, de conferencias episcopales, es decir, reuniones de obispos nacionales, de cardenales, voces de Europa, de obispos que han visto allá en la prensa, en los informes, la triste figura que está dando El Salvador, perseguidor de la Iglesia.

Y gracias a Dios, la gallarda figura de este Reino de Dios, impávido y sereno ante la persecución, que se quiere negar, pero ella vive en carne propia. Es un testimonio, hermanos, que me llena de una satisfacción tan profunda, porque es la mejor aprobación, aunque haya presiones en contra y críticas duras al actuar del Arzobispado y de la Arquidiócesis; sin embargo: «Vox populi, vox Dei». Aquí sí siento yo que es la voz de Dios que en el humilde mensaje de una carta hecha con faltas de ortografía, con lápiz, o con la finura de una máquina IBM de los Estados Unidos o de Europa, viene el testimonio de admiración, de solidaridad a nuestra Iglesia, a nuestros sacerdotes, a nuestros religiosos y religiosas, a nuestros colegios católicos, a la postura de la Iglesia. Que hasta se ha llegado a decir, nada menos que el primado de Inglaterra: «Su figura de la Arquidiócesis es estímulo para la Iglesia de todo el mundo».

Hermanos, lejos de nosotros el orgullo, porque nada de lo que está sucediendo es nuestro. Es cosa de Dios. Es el Espíritu Santo que ha encontrado la tierra abonada en la Arquidiócesis.

Yo sólo los invito a que sigamos viviendo esa solidaridad. En el número de Orientación de hoy, se ha comenzado a publicar este precioso estudio, de quiénes son los que me han escrito, a quién es a quien le escriben, sintiendo en esta humilde persona la presencia de una Iglesia que es la esperanza del campesino, que da que pensar al capital, al gobierno, cuando es sincero en escuchar este diálogo de reflexión y que pone a la Iglesia en su verdadero puesto, como dice -y este es otro saldo rico de esta semana: yo leí esta semana el estudio sobre los días trágicos publicada en ECA, la revista de la Universidad José Simón Cañas. Yo les recomiendo (es un estudio) como una lectura teológica analizando qué es lo que ha hecho la Iglesia en estos días. Y dice claramente, ya para terminar; la   —139→   Iglesia desea que nuestro país supere la crisis actual, quiere que se restablezca el orden y la justicia, quiere que a ella también se le permite unirse a todas las fuerzas realmente interesadas en la construcción de un país más justo y quiere que se la entienda, y que cese por lo tanto tanta difamación y persecución contra ella. La Iglesia quiere ganar también su batalla, pero aunque la perdiera, creemos que ha ganado la batalla fundamental, pues la historia recordará que en los momentos de mayor crisis en el país, con todas sus limitaciones y yerros, la Iglesia humanizó el país con limpieza de su palabra, la honradez de sus acciones, la fortaleza en el sufrimiento y la opción por los desposeídos». (Estudios Centroamericanos (ECA), XXXII, p. 316).

Un precioso estudio, después de decirnos cómo la Iglesia ha devuelto la confianza, la esperanza, la historia, la palabra, la honradez. Gracias a Dios, católicos, hemos vivido en la intimidad de nuestra Iglesia lo verdaderamente noble, la verdad, la sinceridad, mientras a nuestro alrededor una cortina de humo, de mentiras, de distorsión de noticias, de falsedades, de calumnias. La Iglesia ha vivido, gracias a Dios, y lo recordará la historia, una hora de sinceridad, aun cuando no se le ha querido comprender. Ustedes, sí. Y yo les agradezco, queridos sacerdotes, religiosos, religiosas, movimientos católicos, grupos de base, parroquias promovidas. ¡Cómo han vivido ustedes esta hora preciosa! Digámosla, cultivando.

Otro saldo que yo quiero recordar y agradecer es la respuesta a la pregunta que yo hice en un diálogo por Radio: ¿cómo quieren que se celebre el próximo 6 de agosto? Y me ha dado un gusto enorme ese sentido de fe, de piedad verdadera en torno de nuestro Divino Salvador. Todos quieren que se limpie de ese sentido profano esta fiesta que debería de ser la evocación más bella del Libertador de nuestro pueblo y de la verdadera liberación que la Iglesia predica ¡El Divino Salvador! Vamos a recoger todas esas sugerencias y, desde el próximo jueves, nuestros encargados de la radio van a ocupar las horas de la Oficina de Información y Prensa para predicar, por radio, una novena del Divino Salvador, motivada por estas sugerencias, por estos temas de actualidad. Les suplico, pues, que desde el jueves a la 1.00 de la tarde, a las 8.00 de la noche y a las 5:45 de la mañana, sintonicen esta emisora YSAX, y reflexionemos lo que significa para la Patria tener un patrono tan bello, tan divino como el Divino Salvador del Mundo. Y preparémonos.

Y el 5, la víspera de la gran fiesta, que será una fiesta de oración, han dicho muchos. Intensifiquemos la oración. Yo quiero invitar a todos los queridos párrocos para que el 5 en todas sus parroquias sea un día de preparación, de oración y penitencia, que se confiese el mayor número de hombres, y mujeres, y niños y jóvenes, para que vengan en la peregrinación del 6 a comulgar la mayoría. Y el 5, allá en la Basílica del Sagrado Corazón, donde está la imagen que luego viene en la tradicional procesión de la Bajada, invitamos a todo San Salvador, para que vaya a orar; los grupos de oración que ya viven, gracias a Dios, en nuestras parroquias, concéntrense en la Basílica, intensifiquemos la oración por la Patria.

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La bajada, en ese pleamar que viene de toda la República, gracias a Dios, ese atractivo que nadie tiene más que el Divino Salvador, se convierta en un clamor de esperanza de esta patria, al que se transfigura, en las horas del dolor y el sufrimiento, en la gran esperanza del Transfigurado. Y el 6, nuestra misa mayor será de campaña, ahí en la puerta mayor, frente a la plaza. Quisiéramos que todas las parroquias trajeran su propio estandarte para que a la hora de la comunión, sus propios párrocos -queremos que todos los sacerdotes estén en esta Concelebración, que ningún párroco se quede-. Sería señal de poca adhesión a la fe del pueblo y de la jerarquía y del Divino Salvador la ausencia, muy significativa, de un solo sacerdote. Que todos estamos aquí junto al Divino Salvador de la Patria. Si no hay ausencia verdaderamente justificada, interpretará el pueblo muy mal la ausencia de un solo sacerdote. Queremos que sea la fiesta del pueblo del Divino Salvador, una concelebración donde todo sea la piedad y el fervor de nuestra nación.

DEBER DE DENUNCIAR EL PECADO

Porque, queridos hermanos, esta riqueza de vivencia de nuestra semana que estamos terminando o comenzando, yo la quiero enfocar desde las palabras de Dios que se han leído hoy. Es muy fácil decir: «No hay persecución». Pero, cuando uno analiza a la luz de la palabra de Dios cual es la misión de la Iglesia, sí hay persecución. A la luz de la palabra de hoy, aparece que la Iglesia tiene el deber de denunciar el pecado. La primera lectura es una página del pecado social, y de las otras lecturas aparece la otra misión de la Iglesia: elevar los hombres en la oración a la verdadera promoción, cuya pirámide, dice el Papa, consiste en el trato del hombre con Dios. El hombre verdaderamente libre es Moisés, es Abraham, es el caudillo del pueblo o el pueblo que habla con su Dios. Fijémonos en la primera página: los pecados que se denuncian contra este pueblo son muy graves, dice Dios a Abraham y «vengo a ver», con mis propios ojos. Es una imagen bella, antropomórfica, Dios como si se hiciera hombre; naturalmente que es una figura retórica, bíblica, que representa a Dios como un hombre que viene a darse cuenta, como a inspeccionar él mismo, a ver los pecados de su pueblo.

Se trata de los pecados de Sodoma y de Gomorra. No dice propiamente la Biblia cuáles eran; pero sí, una interpretación bastante auténtica parece que se trata de desórdenes lujuriosos muy feos, el pecado de la carne. Los pecados sociales cambian, pero lo substancial es lo mismo. Los obispos reunidos en Medellín en 1968 dijeron que en América Latina hay también un pecado social, «situación de pecado» son las palabras textuales. Parecen duras, pero cuando uno piensa ¿qué es el pecado? El pecado es la muerte de Dios, es lo que ha sido capaz de llevar a Dios hasta morir en una cruz, porque sólo así se puede perdonar. El pecado es el atropello a la ley de Dios, es como pisotear el designio de Dios, el pecado es irrespeto a lo que Dios quiere; y entonces el hombre que quiere buscar su felicidad fuera de Dios, o contra Dios, pone su felicidad en las creaturas, en el dinero, en el poder político, en la carne, en la lujuria, en un   —141→   amor adulterino. Es darle la espalda a Dios por una creatura, llámese dinero, llámese política o lujuria, como sea. Lo que pasa es que ese Dios, despreciado, ofendido, reclama a este pueblo: «Los pecados de este pueblo son muchos y vengo a ver», y el castigo se cierna ya sobre el pueblo pecador. Y, se dijo en Medellín, es una situación de pecado, de injusticia social que clama al cielo.

Yo creo que todos sentimos que esta realidad clama al cielo. El pecado social, hermanos, Monseñor Pironio -y que conste que yo estudio la teología de la liberación a través de estos teólogos sólidos, como es el cardenal Pironio, que actualmente es prefecto de una de las congregaciones del Papa, hombre de la plena confianza del Papa- analiza el pecado social de América Latina y dice: la ofensa a Dios en esta desigualdad social que viven nuestros países se puede explicar, primero: porque los hombres no comprenden su dignidad y no se promueven y viven un conformismo que verdaderamente es opio del pueblo. Esto hay mucho, hermanos. Los ricos que no piensan que ellos sólo son los culpables del pecado social; también los perezosos; también los marginados que no luchan por conocer su dignidad y trabajar por ser mejor; todo aquel que se adormece y está tranquilo, como que otros la realicen su propio destino, está pecando también.

De ahí que la Iglesia tiene que promover a ese hombre adormecido, y por eso los centros de promoción campesina, los grupos de reflexión de la Biblia, todo esto promueve; y gracias a Dios vamos viendo muchos obreros, campesinos, gente marginada que va conociendo su dignidad. Y en la medida en que conoce su dignidad, despierta también a la gran injusticia que lo está marginando. Si yo soy también hijo de Dios, si yo también tengo que despertar, yo también tengo que ser partícipe en la política del bien común de mi patria, yo también tengo derecho a los bienes que Dios ha creado para todos. No por la lucha de clases ni la violencia, porque la Iglesia, repetimos, no predica el comunismo. Ciertamente, codo con codo con todos aquellos que van luchando por las reivindicaciones sociales, económicas, políticas, ella lleva en su corazón una mística muy distinta de otros liberadores. Ya porque ven a la Iglesia compartiendo una tarde feliz con los maestros de escuela, ya la llaman colaboradora de ANDES. La Iglesia está de acuerdo con las justas reivindicaciones de los maestros, pero desde un punto de vista cristiano, desde Cristo, y jamás la Iglesia por simpatizar con un movimiento de la tierra va a renunciar a su Dios, a su promoción como hijo de Dios.

EN LA LÍNEA DEL EVANGELIO

Que se tenga muy en cuenta esto: que la postura de la Iglesia promoviendo al hombre no sigue las líneas del comunismo, sino las líneas del evangelio. Esta es una clase de pecado, y la Iglesia tiene que luchar. Y si la Iglesia, promoviendo campesinos, promoviendo marginados, es tenida como subversiva, y que por eso se le expulsa y que por eso las persecuciones contra éstos, se está persiguiendo a la Iglesia. Porque la Iglesia no puede dejar de promover al hombre,   —142→   para decirle: «No te duermas eres hijo de Dios, trabaja tu dignidad, sé artífice de tu propio destino, trabaja en tu propio bien común». La Iglesia no puede dejar, no puede renunciar a esta misión de promoción que el evangelio mismo le obliga a predicar. Y los colegios católicos y los centros de juventudes y tiene que despertar la verdadera conciencia del hombre que ha estado muy marginado y que ha sido cómplice del pecado social.

Pero hay otra fuente de pecado, dice Monseñor Pironio, es también el pecado personal de aquellos que acaparan lo que Dios ha creado para la felicidad de todos. No se dice que vayan a repartirlo; es una objeción estúpida que muchas veces le han tirado a la Iglesia, cómo va a repartirse por igual, y mañana todos habrán acabado con todo. No se trata de eso, se trata de una transformación de la propiedad privada, que respetando la propiedad privada le sepa dar un verdadero sentido social que no consiste solamente en producir más, sino en producir más para bien común de todos; se trata de que lo que Dios ha creado y hace fructificar en nuestras tierras lleve felicidad a tanta gente que no tiene lo necesario. También esta es una fuente del pecado social que, como en Sodoma y Gomorra, clama al cielo y hace venir a Dios también a investigar cómo andan las cosas.

Pecado social también que clama al cielo, la marginación en política: todos los hombres han recibido de Dios una capacidad para aportar al bien común. El no dejar que se realice el hombre, aportando al bien de la nación lo que él puede dar, es también un abuso de poder. Es también como un acaparamiento de bienes que Dios ha dado para todos. He aquí, que la Iglesia no puede callar ante esas injusticias del orden económico, del orden político, del orden social; si callara la Iglesia, sería cómplice con el que se margina y duerme un conformismo enfermizo, pecaminoso o con el que se aprovecha de este adormecimiento del pueblo para abusar y acaparar económicamente, políticamente y marginar una inmensa mayoría del pueblo. Esta es la voz de la Iglesia, hermanos; y mientras no se le deje libertad de clamar estas verdades de su evangelio, hay persecución. Y se trata de cosas sustanciales, no de cosas de poca importancia; es cuestión de vida o muerte para el Reino de Dios en esta tierra, donde Cristo ha querido establecerlo. Por eso, el pecado institucionalizado, pecado hecho ambiente.

Ya sabemos, hermanos, que el pecado depende del corazón de cada uno, pero del corazón de cada uno procede el organizar una sociedad con estructuras injustas, donde no se puede desarrollar el hombre como imagen de Dios. De ahí, que todos los pudientes de la política, los pudientes de la economía, los dirigentes sociales, los profesionales, los capacitados, la Iglesia también, como acabo de leer, quieren, tenemos que aportar, para hacer lo que Dios quiere que los designios de Dios no sean frustrados con el pecado de los hombres. Lo que sucedió en Gomorra y en Sodoma fue precisamente que los hombres buscaban la felicidad fuera de Dios, como hoy la está buscando América Latina también, una felicidad sin Dios, contra Dios, destruyendo la imagen de Dios en la tierra que es el hombre.

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LA ORACIÓN Y EL DESARROLLO PERSONAL

Y el otro papel de la Iglesia, en la otra hermosa página del evangelio: «Maestro, enséñanos a orar», y Jesús les enseña: «Padre» la hermosa palabra que todo lo arreglaría, si todos supiéramos decir «Padre» al Creador de todas las cosas, y sentiríamos hermanos a todos los hombres, y le pidiéramos: «venga tu reino», el anhelo supremo del corazón del hombre, porque cuando venga tu reino a la tierra habrá más justicia, más amor, habrá más igualdad entre los hombres, más fraternidad. Perdónanos, porque somos pecadores. Hermanos -y esto es hermoso- la oración es la cumbre del desarrollo del hombre. El hombre no vale por lo que tiene, sino por lo que es. Y el hombre es, cuando se encara con Dios y comprende qué maravillas ha hecho Dios consigo. Dios ha creado un ser inteligente, capaz de amar, libre.

Si alguno de ustedes que está siguiendo conmigo este desarrollo del pensamiento no reza y dice que no tiene fe en la oración, yo le invito a hacer este ejercicio intelectual: desarrolla tu capacidad personal, extiende tus cualidades, recoge todas tus alabanzas y aplausos que has recogido. Mira qué grande eres, casi eres un Dios. Por eso te crees Dios, por eso no rezas. Pero por más que extiendas tu ser, tus capacidades, si tú sientes que hay un misterio más allá, y que esa inmensidad tuya se siente abarcada por esa otra gran inmensidad; en ese momento estás rezando. Rezar no quiere decir perder tu grandeza; rezar quiere decir ensanchar tu grandeza. Rezar no quiere decir que vas a esperar de Dios lo que tú puedes hacer. Realiza lo que tú puedes hacer, pon en juego toda tu técnica, inventa los regadillos para tus campos, abono a tu tierra, alimenta tu ganado lo mejor que puedas, y cuando hayas hecho todo eso, reza. No lo esperas todo de Dios, porque tú has hecho todo lo que puedes, pero dejas en las manos de Dios lo demás. Haz como aquel que ya dijimos una vez aquí, los que prepararon todo un sistema de un viaje a la luna, y un técnico cristiano dice: «La técnica ha hecho todo lo que se podía hacer. Esperamos que va a ser un éxito. Pero ahora nos toca rezar para que Dios bendiga nuestro trabajo», esto es rezar, hermanos. No es empequeñecer. Cuando uno reza, esperando que Dios lo haga todo y uno cruzado de brazos quiere que Dios lo haga, esto es un Dios falso. Pero cuando uno trabaja, desarrolla su mentalidad, su capacidad de organización, y entonces le dice a Dios: «Señor, a pesar de todo este misterio de grandeza que soy yo, entiendo que tú eres más grande, que me abarcas, que me comprendes, que me completas».

Cuando el hombre reconoce esta limitación, está en el máximo de su desarrollo. En cambio, cuando el hombre no reza y cuando el hombre pone toda su confianza en su capital, en su dinero, oigan esta frase de la encíclica Populorum Progressio de Pablo VI: «Uno de los indicios más seguros del subdesarrollo moral del hombre es la avaricia», querer tener, cuando el hombre confía en sí y se cree capaz de todo, y en su dinero y en las cosas de la tierra y le sale sobrando Dios, pobrecito, es un subdesarrollado moral. Cuando el hombre sabe rezar y confiar en Dios, es un superdesarrollado, el hombre que ha encontrado su verdadera vocación.

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REZAR COMO SE DEBE

Pues para esto está la Iglesia, hermanos, para enseñar a rezar. Pero para enseñar a rezar como se debe no aquella oración que adormecía, confórmate, vive pobre, a la hora de la muerte Dios te dará un cielo. Eso no es cristianismo, por eso nos dijeron a los cristianos que dábamos opio al pueblo, y ahí tenía razón el comunismo, porque ellos trabajan mientras los cristianos sólo rezaban y no hacían nada. Pero, aquí le gana el cristianismo al comunismo: cuando trabaja como comunista y espera en Dios como cristiano, ven qué diferencia hermanos, porque la Iglesia tiene que trabajar esta doble promoción, de despertar al hombre que desarrolla sus capacidades y hacerlo esperar en Dios, el trascendente, sin el cual, hemos dicho en la oración de hoy, nada es válido, nada es poderoso. Esta libertad: si se le llega a dar a la Iglesia esta libertad. Por eso hemos dicho al gobierno que el diálogo será precisamente para aprender a hablar el mismo lenguaje: un grupo de reflexión de parte del gobierno, y un grupo de reflexión de parte de la Iglesia, para no llamar subversión y política lo que es promoción evangélica y cristiana, para no expulsar sacerdotes sólo porque enseñan a trabajar y rezar en ese verdadero sentido moderno de la evangelización. Cuando se reflexione y se dé un ambiente de confianza a la Iglesia, que trabaja por esta promoción, la Iglesia está dispuesta perfectamente a la colaboración para esta humanización del hombre, humanización del capital y del trabajo, que no es otra cosa lo que la Iglesia quiere.

Yo creo que el mensaje es suficientemente claro y la palabra de hoy respalda plenamente con el ejemplo de Sodoma de buscar una felicidad de espaldas a Dios; con el ejemplo de Abraham, buscando siquiera diez hombres justos y no encontrándolos en un ambiente de pecado, con el ejemplo de Cristo. Y terminemos aquí, hermanos, con la segunda lectura donde San Pablo nos dice que Cristo es como el gran documento donde están escritos todos los pecados de los hombres y que, clavado en la cruz, quedó desautorizado para que los hombres fuéramos perdonados. Yo no encuentro una figura más hermosa, más elocuente, que ésta de San Pablo describiéndonos a Cristo en la cruz, como un papel del diablo cobrándose los pecados de los hombres, pero que Dios borra con el sacrificio de su hijo.

Ya el pecado no tiene derecho sobre el hombre. Ya el demonio no tiene que reinar en el mundo. Es el Reino de Dios, que Cristo ha ganado con su cruz y su sangre, y los cristianos tienen que trabajar con ese Cristo, morir si es necesario en esa cruz; pero no echar pie atrás, trabajar, hermanos, por una verdadera promoción que siga haciendo de esta Iglesia de la Arquidiócesis, una Iglesia que de veras sea fiel al evangelio, que sepa trabajar y que sepa rezar, que sepa promover hombres que sepan ser con Dios constructores de un mundo mejor.



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ArribaAbajoSentir con la Iglesia

18.º Domingo del Tiempo Ordinario

31 de julio de 1977

Eclesiastés: 1, 2; 2, 21-23

Colosenses: 3, 1-5. 9-11

Lucas: 12, 13-21

Muy Queridos radio-oyentes:

Este domingo que, según el lenguaje litúrgico, se llama domingo 18.º del Tiempo Ordinario, no he tenido la dicha de celebrar con ustedes la eucaristía, porque, como ya les avisé, he tenido que partir a Costa Rica para celebrar allá una reunión de carácter episcopal con representaciones de los episcopados de Centro América, México y el Caribe. Pero, gracias a la técnica, puedo dejar mi voz grabada en una cinta magnetofónica, para estar con ustedes siquiera en estos momentos de reflexión sobre la Palabra de Dios que se lee precisamente este domingo.

Voy a ofrecerles pues, en primer lugar, las lecturas que hoy ofrece la Iglesia a nuestra consideración, y después, haremos juntos nuestra reflexión como una comunidad, como una diócesis que se alimenta de la Palabra de Dios.

La primera lectura está tomada del Libro de Eclesiastés, en el capítulo primero:

«Vaciedad sin sentido dice el predicador. Vaciedad sin sentido, todo es vaciedad. Hay quien trabaja con destreza, con habilidad y acierto, y tiene   —146→   que legarle su porción al que no la ha trabajado. También esto es vaciedad y gran desgracia. ¿Qué saca el hombre de todo su trabajo y de los afanes con que trabaja bajo el sol? De día, dolores, penas y fatigas; de noche no descansa el corazón. También esto es vaciedad.

Palabra de Dios.

Te alabamos Señor.

La segunda lectura es de la carta del apóstol San Pablo a los colosenses en el capítulo 3.

Hermanos, ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto y vuestra vida está con Cristo, escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis juntamente con él, en gloria. Dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros; la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría. No sigáis engañándolos unos a otros. Despojaos de la vieja condición humana con sus obras, y revestíos de la nueva condición que ya se va renovando como imagen de su creador, hasta llegar a conocerlo. En este orden nuevo, no hay distinción entre judíos y gentiles, circuncisos e incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y libres; porque Cristo es la síntesis de todo y está en todos.

Palabra de Dios.

Te alabamos Señor.

El Señor esté con vosotros.

Lectura del santo evangelio, según San Lucas.

En Aquel tiempo dijo uno del público a Jesús: Maestro dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia. Él le contestó: hombre, ¿quien me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros? Y dijo a la gente: mirad guardaos de toda clase de codicia pues, aunque uno ande sobrado su vida no depende de sus bienes. Y les propuso una parábola: Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos. ¿Qué haré? No tengo dónde almacenar la cosecha. Y se dijo: haré lo siguiente. Derribaré los graneros y construiré otros más grandes y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida. Pero Dios le dijo: Necio esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será? Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.

Palabra de Dios.

Te alabamos Señor.

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Consagrando ya una reflexión a esta divina palabra que hemos escuchado quiero pensar concretamente en esta Arquidiócesis, en la que estamos haciendo esta reflexión para alimentar nuestra comunidad. Y vaya ante todo un saludo a todos los queridos radio-oyentes, una invitación cordial para que nos preparemos espiritualmente a la celebración de nuestra fiesta patronal, el Divino Salvador del Mundo el próximo 6 de agosto.

Quiero dedicar también un pensamiento muy cariñoso a la comunidad que vive y se alimenta de esta palabra divina allá en el Citalá. Es un simpático pueblecito en la frontera de nuestra república con Honduras, donde tuve la dicha de celebrar el Corpus, con las religiosas y aquella fervorosa comunidad, el lunes recién pasado. Les agradezco la acogida tan bondadosa que me dispersaron y que fue nada más un signo de la acogida que siempre dan a esta palabra. Supe allá un rasgo generoso que yo quisiera proponerlo como ejemplo a muchas comunidades. Y es que los domingos, como allá no tienen sacerdote se reúnen en la Iglesia habiendo convocado a la gente con los repiques; y a la hora de la misa de nuestra Catedral ellos sintonizan allá su radio, oyen la misa hasta la hora de la comunión, cuando las hermanas distribuyen la comunión a aquella comunidad y terminan haciendo oraciones propias. De esta manera esta palabra, de la homilía de Catedral, llega a aquella comunidad que la recoge con el mismo fervor con que aquí lo hacemos en nuestro templo máximo. Les felicito por este gesto tan original; y ojalá que muchas comunidades en cantones y pueblos donde no hay sacerdotes se alimenten de esta manera de la reflexión espiritual de la palabra de Dios.

Cuando regresábamos, con el querido párroco de La Palma, el padre Vito Guarato, visitamos la cabecera parroquial, La Palma. Y nos hemos dado cuenta del fervor que allá alimenta el espíritu de aquella comunidad parroquial. Y una cosa muy original es una vida espiritual que se traduce en gestos prácticos de vida, como es el taller titulado «La Semilla de Dios». Bajo la dirección del Señor Fernando Llort y sus colaboradores, está creciendo allá una comunidad, que al mismo tiempo que desarrolla sus habilidades manuales, crece en el Espíritu, en la reflexión de la palabra de Dios en la oración. Que el Señor bendiga esta obra suscitada por el Espíritu Santo y que toda la comunidad de La Palma crezca. Ha sido un alimento para mi espíritu de pastor el haber visto lo que puede hacer una comunidad cuando comprende esa encarnación de la Palabra de Dios en la vida práctica. Y cómo quisiéramos que todos estos conflictos y situaciones sociológicas económicas, políticas del mundo, se resolvieran así como lo están resolviendo en La Palma: con un gran amor y un gran sentido del trabajo y un gran espíritu de oración.

También queremos recoger con agradecimiento el esfuerzo que están haciendo los encargados de los diversos aspectos de preparar la próxima celebración del Divino Salvador del Mundo. Hay un activo comité de sacerdotes y laicos que han tomado a su cargo los diversos aspectos de esta complicada celebración. Decimos complicada porque queremos hacerla espléndida, para que   —148→   el Divino Salvador del Mundo reciba el homenaje de la Arquidiócesis y de la Patria y nos bendiga copiosamente. Ya el programa es conocido, y los encargados de desarrollar los diversos detalles están trabajando intensamente y con gran amor a nuestro Divino Redentor.

Hemos anunciado para el 5 de agosto por la mañana una convivencia del Apostolado de la Oración en la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús. Hemos llamado también a todos los católicos, a la tradicional «Bajada» que será a las 4 de la tarde y que será transmitida por radio, los que no pueden asistir, sírvanse de sus aparatos receptores sintonizando YSAX y los que asistan a esta tradicional «Bajada» procuren también poner al servicio de la muchedumbre sus aparatos receptores sintonizándolos en esta emisora.

Por la noche del 5, llamamos a todos los que quieran hacer oración por la Patria a la catedral. Allí, junto con los grupos de oración junto con el Movimiento de Renovación en el Espíritu vamos a intensificar bajo la guía y la inspiración del Espíritu Santo, una oración por nuestra Iglesia y por nuestra patria. Y el 6 a las 9 de la mañana, esperamos a todas las parroquias bajo sus estandartes en la Plaza Barrios frente a Catedral donde tendremos la dicha de honrar al Divino Salvador del Mundo con una solemne concelebración.

Hemos repetido los fines meramente espirituales, de esta celebración y rogamos a todo los salvadoreños que no se dejen guiar por la mala voluntad, y por eso, no vayan a interpretar mal las intenciones de la Iglesia que solamente quieren ser la de honrar al Divino Salvador del Mundo y atraer sus bendiciones sobre este querido pueblo, tan dichosamente puesto bajo el nombre dulcísimo del Divino Salvador.

Y junto a estos hechos que hemos recordado y que forman parte de la trama de nuestra vida eclesial, pensemos en tantas otras cosas que forman nuestra vida diaria. Pensemos en nuestros campos necesitados de lluvias; pensemos en nuestras cosechas esperadas; pensemos en toda la belleza de nuestros paisajes; en la vida de nuestros país. Ojalá pudiéramos verla en toda su profundidad. Y, precisamente para eso, nos invita la palabra de Dios de este domingo, para que sepamos ver las cosas en su verdadera perspectiva.

Este es el mensaje que yo quisiera subrayar hoy para ustedes y para mí queridos radio oyentes, el mensaje de la trascendencia. Trascendencia es una palabra que quiere significar la perspectiva hacia lo eterno, hacia Dios, hacia lo divino. Sólo cuando se mira el mundo, las cosas, las riquezas la tierra hacia Dios que les dio origen, las cosas tienen sentido. Cuando miramos las cosas, las riquezas y los bienes de la tierra, sin tener en cuenta a Dios, las cosas se hacen vanas. Así lo describe el Concilio en una de sus frases lapidarias de la Constitución de la Iglesia en el Mundo de Hoy. «La creatura, sin el Creador se desvanece». Y voy a leerles todo ese párrafo del Concilio que me parece el mejor comentario de las lecturas de hoy. Está en la Constitución de la Iglesia en el Mundo Actual en el número 36, y dice así:

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Muchos de nuestros contemporáneos, parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia.

Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo, que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar, con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada en una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las realidades de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevando, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe.

Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios, y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras. La creatura sin el Creador desaparece. Por lo demás cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Más aún, por el olvido de Dios, la propia creatura queda oscurecida.

Hasta aquí el Concilio, y digo que este es el comentario más autorizado de las lecturas bíblicas de este domingo, porque, cuando el Antiguo Testamento nos dice: «Vaciedad sin sentido, vaciedad sin sentido, todo es vaciedad» Es una perspectiva de la creación, prescindiendo del creador. Todo es vano de veras. Las cosas no tienen sentido en sí misma. Solamente esa autonomía que nos ha dicho el Concilio, es decir, las cosas tienen su ser, su belleza, su propio valor, porque Dios se lo ha dado. Y en este sentido, sí recobran toda su belleza cuando las cosas se miran con esa trascendencia, con esa orientación, con esa perspectiva hacia Dios. Entonces ya no son vaciedad, sino que tienen propia belleza, pero teniendo en cuenta que todo lo están recibiendo de Dios.

En este sentido también hay que analizar el evangelio tan precioso de nuestro Señor Jesucristo de este domingo. Cuando le dice a aquel hombre que le pedía la colaboración para que su hermano repartiera su herencia, y Jesús le dice que   —150→   no es juez de estas cosas temporales, le está diciendo que mire hacia el origen de las cosas, que no son la fuente de la felicidad, que no es en tener como los hombres son felices, sino en tener las cosas, pero mirando hacia Dios y la voluntad de Dios hacia estas cosas. «Mirad, -les dice Cristo- guardaos de todas clases de codicia, pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes».

He aquí una amonestación de los bienes terrenales hecha por Cristo. La Iglesia, como Cristo, no está puesta en el mundo para ser juez o árbitro de los bienes temporales. La misión de la Iglesia, ha dicho claramente el Concilio, no es de carácter social, político o económico, sino que es una misión religiosa. La misión de la Iglesia es darle a las cosas, a la política, a los bienes de la tierra, su dimensión religiosa, su trascendencia. Por eso, la Iglesia siente como más íntimas las cosas de la tierra, porque las sabe unir con la voluntad de su Creador. Y tiene que denunciar, cuando estas cosas creadas los hombres las están subordinando al pecado.

No es así como Dios quiere que se manejen las cosas. No es la codicia la ley de las cosas de la tierra. No es el egoísmo, no son los bienes tenidos sólo para hacer felices a unos pocos. Es la voluntad de Dios, que ha creado las cosas para la felicidad y para el bien de todos, lo que nos exige a nosotros en la Iglesia a darles a las cosas su trascendencia, su sentido según la voluntad de Dios.

Lo que sucede cuando el hombre pierde esta visión de la trascendencia lo describe maravillosamente la parábola del evangelio de hoy. Aquel rico que hacía consistir su felicidad en haber cosechado mucho, llenar sus graneros y pensaba darse una gran vida disfrutando de sus cosas. Se había olvidado de la muerte, se había olvidado de Dios; y por eso el evangelio le recuerda: «Insensato, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?». Esta es la vanidad que dice la primera lectura: haber trabajado tanto, para adquirir tanto, y tener que dejarlo. No se lleva las cosas materiales, solamente se lleva el haber usado las cosas materiales según la voluntad de Dios. Solamente acompañarán en el juicio eterno del hombre sus actitudes internas: el haber manejado las cosas de la tierra, sin perder la perspectiva de la trascendencia, unir a Dios.

Y esta es, pues, la misión de la Iglesia en el mundo actual: el reclamarle a los hombres que miren con trascendencia todas sus actitudes, todas sus cosas; lo político, lo económico, lo social, todo lo de la tierra; los deberes temporales, los derechos humanos, todo lo de la tierra, tiene que ver mucho la Iglesia con ello, no porque ese sea el fin de su misión. Porque su misión tiene que ser, cabalmente, darle el sentido trascendente, orientar hacia Dios los corazones de los hombres. Y desde los corazones de los hombres, convertidos hacia Dios, crear un mundo mejor, un mundo más conforme a la voluntad de Dios, en que todos nos sintamos, hermanos todos con un sentido de trascendencia hacia el Creador.

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Queridos hermanos estimados radio-oyentes, esta es la palabra del Señor en este domingo 18.º del Tiempo Ordinario. Ha sido para mí una satisfacción haber recordado, junto con ustedes, que la vida y las cosas que la vida nos da no tiene sentido. Son vaciedad, se disipan, se diluyen, mientras no las veamos en su origen, que es Dios, que les está dando el ser, la belleza, la consistencia. Y si de Dios vienen su belleza, su consistencia las cosas de la tierra que manejamos no las podemos manejar sin tener nuestros ojos clavados en Dios para preguntarle cómo quiere que las manejemos. Que no nos olvidemos de Dios, que no nos olvidemos de que un día tenemos que darle cuenta, y que nuestra actitud, frente a las cosas de la tierra, recibirá una respuesta de Dios, que será un premio o un castigo. Que se manejen las cosas de la tierra como Dios quiere que se manejen y no de otra manera.

Por cumplir este deber, la Iglesia sufre la persecución, la incomprensión. Pero la Iglesia no puede hablar de otro modo, y tiene que inquietar a los hombres que se quieren dormir sobre sus bienes, sobre sus triunfos, sobre sus poderes. Y la Iglesia tiene que recordarles como Cristo en el evangelio de hoy: Insensatos, ¿que no sabéis que hay que dar cuenta a Dios de esas cosas? ¿Qué habéis olvidado que las cosas tienen su razón de ser, su existencia, su consistencial, su valor, su belleza, sólo porque Dios les está dando esas cosas?

Manejadlas pues, como Dios quiere que las manejemos, con un sentido de trascendencia. Y elevándonos a Dios, terminamos nuestra reflexión con una bendición que con cariño de Pastor quiero impartirles.

La bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre vosotros. Amén.



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ArribaAbajoLa Iglesia, cuerpo de Cristo en la historia

Fiesta del Divino Salvador del Mundo

6 de agosto de 1977

Daniel 7, 9-10. 13-14

II Pedro 1, 16-19

Lucas 9, 28b-36

Querido hermano, Monseñor Rivera Damas, queridos hermanos presbíteros queridos fieles, salvadoreños que llenan esta plaza junto a la fachada del alma madre de la Arquidiócesis o que, a través de la radio, siguen con interés este homenaje de la Patria al divino patrono.

Para tener una idea de lo que fue ese episodio que se acaba de proclamar, la transfiguración de Cristo, que lo presenta luminoso y blanco ante la humanidad, bello y atrayente hasta arrancar de la ambición de Pedro una permanencia definitiva junto a él: «¡Que bueno es estar aquí!» -para tener una idea- basta mirar este pueblo. Y yo os diría, queridos católicos, que todos nosotros, la Iglesia, somos aquí la transfiguración de Cristo: un pueblo que se ilumina por la fe, que lo alienta una gran esperanza, que lo conglutina un gran amor. Somos de verdad la gloria del Señor, máxime cuando tomamos conciencia de que ese nombre glorioso de nuestra patria es un regalo de predilección del Señor. Tratamos de honrarlo, de recibirlo con cariño y de tributarle este hermoso homenaje de la mañana del 6 de agosto, todos los años. Y no es una fantasía poética   —153→   decir que este pueblo es la transfiguración de Cristo; es la realidad teológica, evangélica del sublime ideal de Cristo al hacer su Iglesia.

PRESENTACIÓN DE LA SEGUNDA CARTA PASTORAL

Fechado con esta bellísima fecha del 6 de agosto, voy a tener el gusto de obsequiar a la Arquidiócesis mi segunda carta pastoral, que llevará como título: «La Iglesia, Cuerpo de Cristo en la Historia». Y los pensamientos que ahora quiero exponeros aquí, son un resumen de esa pastoral, que ya desde ahora quisiera recomendarles su estudio, para que se disipen algunas dudas, y para que se aclare más la confianza de aquellos que han prestado una adhesión incondicional a la línea de la Arquidiócesis, que sabe que va ciertamente por los caminos de Jesús. Y para aquellos que todavía guardan reservas, que aman la Iglesia, pero que todavía sospechan si el Obispo se ha hecho comunista, si los sacerdotes están predicando subversión y violencia y, sobre todo, para aquellos que la odian y la calumnian, sepan que están calumniando al Cuerpo del Señor, y se conviertan.

Comenzamos por preguntar si estos cambios evidentes de la Iglesia moderna, son una traición al evangelio o son un cambio exigido por su fidelidad del evangelio. ¿Y cuáles son esos cambios? Los presentamos de dos maneras.

IGLESIA EN EL MUNDO

En primer lugar, la Iglesia ha comprendido que vivía un poco de espaldas al mundo, y se convierte para dialogar con el mundo. Y, en el Concilio Vaticano II, escribe toda una hermosa constitución que se llama así: La Iglesia en el Mundo Actual. La Iglesia no es una extraña del mundo. Todo lo humano toca su corazón, y ella siente que ha de convertirse a un diálogo más evidente con este mundo que le debe de interesar. Son ustedes, sobre todo los pobres, los que sufren, los que son atropellados, los marginados, los sin voz. Y la Iglesia se identifica con ese mundo que sufre, pero no exclusivamente. Con todos los hombres que construyen el mundo.

UNIDAD DE LA HISTORIA

Porque (esta es la segunda manera de presentar el cambio actual) vivíamos como dos historias paralelas que solamente se encontrarán allá después de la muerte. Y se predicaba a la historia de la tierra, a la historia de la Patria, como un conformismo, como un algo que no me interesaba, viendo al cielo. Pero la Iglesia, reflexionando que la Biblia misma no es otra cosa que la historia de un pueblo, pero toda ella trenzada con la historia de la salvación, toda ella penetrada del designio salvador de Cristo, ha concluido que no hay historia profana e historia de la salvación, sino que la historia de todo pueblo, es el marco concreto en que Dios quiere salvar ese pueblo por medio de su Iglesia. Y la Iglesia se identifica con esa historia, y la Iglesia marcha con la historia, y les   —154→   dice a los salvadoreños: tenemos que salvarnos con nuestra propia historia, pero una historia que está toda ella penetrada de la luz de la salvación, de la esperanza cristiana. Y toda la historia de El Salvador, y toda su política y toda su economía y todo lo que constituye la vida concreta de los salvadoreños tiene que iluminarse con la fe. No tiene que haber un divorcio. Tiene que ser la historia de la Patria, penetrada del designio de Dios, para vivirla con fe y con esperanza, como una historia que nos lleva a la salvación en Cristo.

FIDELIDAD DE LA IGLESIA A CRISTO

¿De dónde toma la Iglesia este cambio tan extraordinario? Hasta el Papa, cuando clausuraba el Concilio, ya acusaba a aquellos que decían: «El Concilio se ha olvidado del evangelio por convertirse a los hombres». Lo mismo que se dice ahora aquí: «Se ha olvidado la Iglesia de su misión, para hacerse política; para hacerse marxista, para predicar revolución y odio». Acusan a la Iglesia en lo que más le duele, porque precisamente ese lenguaje nuevo de la Iglesia es mandado por su fidelidad al evangelio, a Cristo. Gracias a Dios, que año con año, el 6 de agosto, nosotros podemos ver, en el rostro de Cristo Transfigurado, su complacencia con su Iglesia a su rechazo a una Iglesia que lo ha traicionado. Pero, resulta que el 6 de agosto de 1977, encuentra un pueblo atraído por Cristo, en la solemne Bajada de ayer por la tarde, en la vigilia nocturna de oración que llenaba la Catedral y hoy con esta hermosa misa de campaña, en que las parroquias vienen a decirle a la Iglesia que van por el camino de Cristo, que el rostro iluminado de Cristo es como la brújula del peregrino, que le señala que su camino va bien.

La Iglesia se vuelve a Cristo, para preguntarle como Pablo: «¿Quién eres?» Y si la Iglesia se olvidara de preguntarle a Cristo: «¿Quién eres para seguirte, para prestarte mis pies y caminar por los caminos de la historia de mi patria y mi boca para proclamar tu mensaje y mis manos para ir a llevar y trabajar tu reino?», si se olvidara la Iglesia de Cristo, Cristo mismo le saliera al encuentro el 6 de agosto de cada año para preguntarle como a sus apóstoles: «¿Quién dicen los salvadoreños soy yo?» Y la Iglesia le tendrá que decir con lágrimas en sus ojos, con escupidas en su rostro, manchado su manto virginal: «Me han tratado de traidora, me han roto la túnica, me han escupido la cara con campos pagados, me han manchado y me han dicho lo peor que le puede decir un infame a una esposa fiel: que he sido infiel a mi matrimonio contigo, que me he vendido a ideologías extrañas». Y el Señor la consuela para decirle: «Si tú dices que yo soy el que presenta el Padre en esta mañana, tú vas por caminos de verdad».

Y así es, hermanos. Acabamos de escuchar la palabra del Padre eterno: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadle». Y nosotros sabemos que, siguiendo a esta Iglesia de 1977, no nos hemos apartado del Hijo amado de Dios, y que este 6 de agosto, como aquí, el primer 6 de agosto que fundó Pedro de Alvarado, en los albores de esta ciudad, ahora convertida en una gran metrópoli, es la misma   —155→   fe, la misma fe que de España vino a predicarse a los corazones, la misma fe que en 1977, naturalmente con los cambios del Vaticano II y de la conferencia que reflexionó en Medellín, está diciendo que un Cristo auténtico y verdadero sigue siendo el Cristo de esta Iglesia, un Dios y un hombre verdadero. Dios, que es el único que puede dar explicación al principio y al fin de cada vida humana, el que puede conocer mejor que nadie el misterio del hombre y de la historia de El Salvador, rey de nuestra historia. Y hombre, que se encarna hace veinte siglos, Dios que se hace hombre en una historia de un país dominado por una potencia extranjera, y que vive su Palestina, su Nazaret, como la debe vivir un salvadoreño su propia historia de El Salvador. Y desde allí Cristo nos enseña que su encarnación es precisamente aquel mensaje, aquella predicación, que San Marcos sintetiza en el principio con esta frase lapidaria: «El tiempo ha llegado. El Reino de Dios se acerca. Convertíos».

Convertíos a la buena nueva. La buena nueva que Cristo trajo, era el anuncio de una gran esperanza, la configuración de una humanidad donde todos se sintieran hermanos, y a Dios, Padre de todos los hombres. Y en el esfuerzo en conocer a ese Dios verdadero, conocerían que el hermano hombre es imagen de Dios. Y en el esfuerzo de amarse los hombres y de no dividirse en clases sociales, en odios, en venganzas, en ese esfuerzo, el hombre también se acerca a Dios.

LA IGLESIA, CONTINUADORA DE LA OBRA DE JESÚS

Este mensaje, del Reino de Dios que se acerca, es el que la Iglesia sigue predicando. El Reino de Dios se acerca, y cuando los hombres comprenden este mensaje de hace veinte siglos, en los labios de los evangelizadores de 1977, se aman, hacen comunidad y detestan las diferencias. Y saben que no puede ser Reino de Dios allí donde reina el pecado. Y dicen convertíos. Y la conversión es la palabra de orden de la Iglesia. No predica contra los poderosos con odios ni resentimientos, sino con el amor del que quiere que se salven, que se conviertan. Para eso ha venido el Hijo de Dios. Y se convirtieron los ricos del tiempo de Jesús, pocos, pero se convirtieron, para hacer de su riqueza un sentido de fraternidad con los demás. Y se convirtieron los pecadores, y encontraron en Cristo la alegría de sentirse hermanos sin diferencias, nada más que todos hijos del mismo padre. Esto sigue predicando la Iglesia.

Por eso, cuando a la Iglesia se le acusa de subversiva, se le acusa de que predica el odio, de que divide las clases sociales, se le está calumniando en lo más doloroso y delicado de su conciencia. La Iglesia jamás predica el odio. La Iglesia siempre predica el amor. Y la Iglesia, cuando reclama lo que llamó la asamblea episcopal de Medellín «la violencia institucionalizada», tiene que gritar violenta como los profetas, cuando violentos gritaban contra el orden injusto de su tiempo. No es que la Iglesia predique violencia, sino que han provocado otros la violencia, el odio, la tortura, el dolor, la desigualdad social, y la Iglesia tiene que ser fuerte en su lenguaje, porque es el de Cristo, que sin odio ni   —156→   venganza, quiere arrancar del reino del pecado a las almas, para ponerlas en el Reino de Dios.

Esto, a lo largo de la historia, la Iglesia lo ha ido predicando. Y tiene la alegría de sentirse fiel a Jesucristo, aun cuando en ciertas circunstancias de la historia no haya sido tan fiel y haya tenido que pedir perdón. Porque, como dijimos los obispos, en el mensaje del 5 de marzo: «El que denuncia está dispuesto también a ser denunciado». Y lo he dicho yo muy concretamente que estoy abierto al diálogo, y todos aquellos que en nuestra predicación y en el mensaje que la Iglesia les predica encuentren algo inconveniente, o indebido, acérquense, corríjannos, ayúdennos a predicar mejor. Pero sabremos que si hay en el lenguaje o en la forma, cosas tal vez inconvenientes, imprudentes, estamos convencidos que, en la sustancia del mensaje, estamos al lado de Cristo.

Como Cristo, una preferencia para el que sufre, no para parcializarnos, sino para señalar a todos el camino de la caridad, el camino del amor, y para decirle a todos que también los pobres tienen que convertirse. Que la situación de injusticia social que reina en nuestro continente no es culpa sólo de los ricos y los poderosos. Que también aquellos pobres que no se quieren promover, que viven en la pereza, que no tratan de rehacer sus vidas y vivir como hijos de Dios, también están colaborando a la situación de injusticia social, y la Iglesia predica la promoción. Y por predicar esa promoción del hombre, por despertarlo de su conformismo enfermizo y ponerlo activo, como artífice de su propio destino, la Iglesia tiene que sufrir; porque todos aquellos que quieren tener masas adormecidas, hombres incapaces de criticar, gente incapaz de rehacerse, de hacer su misma historia, sentirán que les quitan esa triste situación de la explotación del hombre por el hombre. Por tanto, la Iglesia, predicando este mensaje de liberación auténtica en Cristo, promueve a unos y arranca a otros del egoísmo, y les dice a todos, como Cristo en su tiempo, que hay que dejar el pecado, que hay que convertirse a Dios, que el Reino de Dios está cerca y que seremos culpables si no colaboramos con su construcción en este mundo.

LA ARQUIDIÓCESIS DEL DIVINO SALVADOR

Y así llegamos, hermanos, a la última parte de la pastoral que les voy a ofrecer muy pronto, y que en esta mañana yo la ofrezco ya al Señor, como un precioso ofertorio de la Arquidiócesis, lo más bello de estas hostias, que junto con mis queridos hermanos sacerdotes, colaboradores de esta evangelización tan difícil, vamos a ofrecerle al Padre Eterno. Es que esas hostias representan toda una Arquidiócesis, una Iglesia particular, que le puede decir al divino transfigurado en esta mañana que es su esposa fiel. Que si en algo ha manchado su vestido, se purifica en la penitencia, en la conversión, y que se vuelve a él para quererle ser fiel. Y que considera que todo cuanto se ha calumniado a la Iglesia es injusto y que hace un llamamiento a los católicos fieles para pedirle a Dios la conversión de los que la han odiado y la han calumniado. Que no es odio lo que predica la Iglesia, sino amor. Y si alguna vez la palabra es violenta, es para   —157→   arrancar del reino el pecado y convertir en el Señor. Que no es marxista, que la Iglesia no se ha comprometido con ningún sistema social. Que en los sistemas, la Iglesia sólo defiende su ética religiosa, y así como dice que el comunismo ateo es incompatible con su trascendencia y su fe en Dios, también ha dicho que el materialismo del capitalismo liberal es ateo, es idólatra, porque adorando su dinero y por defender su dinero no le importa calumniar la dignidad de los demás. Está pecando también gravemente.

La Iglesia, defiende esa ética de su religión, de su amor a Dios, y en cualquier sistema esto es lo que le interesa. No hacerse marxista o capitalista, sino decirle a los marxistas y a los capitalistas que se conviertan de su materialismo, para que con ella adoren al único Dios verdadero y sus inquietudes sociales las conviertan en un afán de construir el verdadero Reino de Dios, que nos haga sentirnos hermanos a todos. Que la Iglesia no hace política, porque ha aprendido en el Concilio Vaticano II que hay una autonomía de la autoridad civil. Y ella, Iglesia, tiene también su autonomía. Y que, cada uno en su campo, tienen que colaborar para el bienestar común. Esta es la gran política de la Iglesia: el bien común. Y tiene el derecho, por su función moral en el mundo, de denunciar los abusos de la política y decir al poderoso que no es Dios, que si algo tiene para mandar es porque Dios le ha permitido y, por tanto, que tiene que medir sus leyes, sus actuaciones, conforme a la ley del Señor. Pero, que ningún poderoso, como los primeros cristianos lo decían a sus cesáreas, a sus emperadores, no era lícito quemar incienso ante ellos, porque no eran dioses, y que entonces era la obligación del cristiano, del predicador, del sacerdote, obedecer a Dios antes que a los hombres y no dejarse encadenar por condiciones que le ponga la autoridad civil. Es Dios el que le ha dicho lo que tiene que predicar; y esa santa libertad mejor la soportará callando en absoluto, pero no congeniando, compartiendo honores; cuando a la Iglesia esos honores, esos privilegios, esas compañías le pudieran servir de desprestigio y de perder un poco esa autoridad moral que, gracias a Dios, tienen la Iglesia.

LA UNIDAD DE LA IGLESIA

Hermanos, la Arquidiócesis puede ofrecer ahora al Eterno Padre, junto al divino transfigurado, una Iglesia unida, bendito sea Dios. Aquí la presencia de este presbiterio, pocas veces vista en la historia de nuestra Iglesia, es la señal de que los predicadores de la palabra de Dios estamos de acuerdo en que lo que su obispo va dirigiendo, heredado de mi venerable predecesor, Monseñor Luis Chávez y González, es una línea de pastoral que no la estamos inventando hoy. Viene del Concilio Vaticano II, viene de los cambios necesarios de una Iglesia que, precisamente por ser el cuerpo de Cristo en la historia, tiene que preguntarle a Cristo: «¿Cómo quieres que hable en esta hora de la historia?» Y Cristo me dice: «Tienes que hablar distinto de como se hablaba hace cuatro siglos, en la Edad Media, en los primeros años. Soy Cristo, que va contigo.

Necesito tu boca para predicar a los hombres de 1977 el lenguaje que ellos necesitan».

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Es la unidad que se ha hecho sentir, hermanos, de múltiples maneras. Acabo de llegar de una reunión del extranjero, donde mis hermanos obispos de Centro América y a través de cartas de todo el continente, han manifestado una solidaridad conmovedora con esta Iglesia de la Arquidiócesis de San Salvador. Lo cual nos está diciendo, junto con esas cartas humildes de nuestro pueblo, o cartas de profesionales, de estudiantes universitarios, que se apiñan todos en torno de esta Iglesia evangélica, que, muy lejos de haber traicionado el evangelio, está siendo hoy la Iglesia del divino transfigurado.

EL TESTIMONIO DE UNA IGLESIA PERSEGUIDA

Y decimos a Cristo también, que le ofrecemos una Iglesia manchada de sangre, una Iglesia con sus vestidos blancos pero manchados de persecución. Ha habido persecución, hay persecución, porque teológicamente persecución quiere decir: impedir el mensaje de la Iglesia. Y esto ha sucedido. Se ha impedido el mensaje auténtico de la Iglesia. Se quiere poner cortapisas, poner medidas, cómo se debe de predicar. Y nosotros es a Cristo a quien tenemos que oír, como en esta mañana nos ha dicho el Padre Eterno: «A él oídle; lo que él os diga es lo que tenéis que predicar». Y hemos sufrido la persecución en los sacerdotes. No es necesario repetirlo. Todos saben y tienen conciencia que también la Iglesia es perseguida en los destinatarios de su mensaje, en su pueblo, en sus campesinos, en sus grupos de reflexión, donde se siembra el espanto, el terror y muchos con miedo no se pueden acercar; eso, en lenguaje auténtico, debe llamarse persecución. Pero la Iglesia levanta sus ojos al divino esposo en esta mañana para decirle: «Te doy gracias, porque mi esperanza en ti y mi entrega a ti despierten en la persecución más ánimo en mis hijos», y todos están dispuestos aun a dar su vida por defender esa fe que tienen que profesar.

LA ESPERANZA DE LA IGLESIA

Y finalmente, hermanos, es la Iglesia de la esperanza. Qué gran esperanza ha despertado la Iglesia en nuestros corazones, precisamente porque ya no encuentra su fuerza en las cosas de la tierra. Porque le han fallado sus fuerzas que los hombres le ofrecían interesadamente, y ha sabido despedirse de todo eso para serle fiel al evangelio y, en su pobreza, saber que está con los pobres y que todo aquel que quiera vivir con ella y ser feliz con ella y vivir las esperanzas que ella vive, tiene que apoyarse en la debilidad del Cristo ultrajado, en la debilidad de la Iglesia esposa de Cristo, en su pobreza, en su evangelio, en su seguimiento auténtico del Señor.

Y así sentimos, como San Pablo, que en nuestra debilidad somos fuertes, porque Cristo, el Omnipotente, es más fuerte que todas las fuerzas del mundo. Y tenemos esta esperanza, esta esperanza también que queremos extender como patriotas, porque somos hijos de una patria. Y cómo no vamos a sentir, hermanos, que esta patria tenga su rostro tan feo allá en el exterior. Lo acabo de comprobar. Mientras que la Iglesia luce su belleza y su fidelidad, nuestra pobre   —159→   patria sufre la fealdad de una figura que tiene que componer, y la Iglesia quiere ofrecer esa cooperación: la defensa de la dignidad humana, de los derechos humanos, la dignidad de Dios respetada en medio del pueblo; porque sólo así, respetando la ley de Dios, se le podrá dar a la Patria su verdadero rostro de belleza que merece, aquella que recibió de Cristo, el nombre más bello, la Patria del Divino Salvador.

Abrigamos esta esperanza, la esperanza de que no sólo la Iglesia continúe trabajando en su autenticidad, en su belleza, en su unidad, sino la esperanza de que esta Iglesia embellecida en la persecución, comprendida por sus mismos perseguidores, sin odios, sin resentimientos, sabrá poner todo el rico potencial que Cristo le ofrece, para santificar las familias, para santificar la política, para santificar la economía, para hacer que también en El Salvador, Cristo pueda decir. «El Reino de Dios está cerca. Convertíos».

¡Divino Salvador del Mundo!, poniendo por intercesora a tu santísima madre, la Reina de la Paz, que es también patrona de El Salvador, te pedimos que esta esperanza de la Iglesia, que este pueblo que representa hoy tu transfiguración, goce la alegría de que sus esperanzas son cumplidas. Así sea.



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ArribaAbajoEl Divino Salvador del Mundo

19.º Domingo del Tiempo Ordinario

7 de agosto de 1977

Sabiduría 18, 6-9

Carta a los Heb. 11, 1-2. 8-9

Lucas 12, 32-48

Estimados hermanos:

En esta semana, la Iglesia de la Arquidiócesis ha vivido su gran apoteosis patronal. Yo quiero felicitar al pueblo por su fervor, por su entusiasmo para con su divino patrono, y agradecer de manera especial a todas las personas, sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos, que contribuyeron de una u otra forma a esta esplendorosa festividad del Divino Salvador.

También, esta semana nos deja un saldo de luto, el jueves dimos sepultura en Cojutepeque, a un sacerdote venerable de nuestro presbiterio, al padre Manuel Guardado, de 79 años de edad. Una vida oculta como la violeta, pero como la violeta llena de una hermosura muy espiritual. Un hombre muy inteligente; era doctor y pasaba su vida estudiando. Un ejemplo de una ancianidad que está al día en el pensamiento de la Iglesia. Entre los testimonios de su entierro, me gustó mucho escuchar al párroco de Cojutepeque, el padre Ayala, decir que a pesar de la diferencia de edad, el padre Guardado era para él una guía, y con él comentaban. Él vivió intensamente esta renovación de la Iglesia en el Concilio Vaticano II y en Medellín y en vez de escandalizarse, como muchos más jóvenes que él, sabía que la Iglesia no se puede equivocar. Amaba a su Iglesia, y por eso   —161→   la siguió hasta el final de su vida; y a pesar de sus ochenta años, el padre Guardado era un hombre al día con el pensamiento de la Iglesia. Cómo quisiéramos que ese espíritu de un anciano se trasladara a toda la comunidad y a todas las edades, para ponerse al día con el pensamiento de la Iglesia. Que esta es precisamente la lástima más grande de nuestro tiempo, el no querer comprender a esta Iglesia.

Y a pesar de todas las cosas de esta semana, y mejor dicho, valiéndose de la historia concreta de nuestra patria, de nuestras familias, de nuestras diócesis, Dios está operando su salvación. Ayer les anunciaba que va a salir publicada una pastoral. Una carta pastoral es el magisterio con que los obispos presentamos las orientaciones a la diócesis, y en esta pastoral queremos precisamente, orientar a muchas mentes confusas, los que por buena voluntad se sorprende de estos cambios actuales de la Iglesia, como que tambalea su fe, y dudan. Y les queremos decir allí que no hay razón para dudar. Los que con mala voluntad persiguen a la Iglesia, esos son pecadores contra el Espíritu Santo, y eso, sí, no es una gracia muy especial de Dios. Es lástima, costará convertirlos.

La pastoral va dirigida, pues, al pueblo bueno, al pueblo de buena voluntad o a aquellos que dudan con buena voluntad, buscando la luz y la verdad. Y no perdemos la esperanza tampoco de que también los de mala voluntad, los que la persiguen y calumnian, los que, como dice la Sagrada Escritura, han pervertido su corazón por servir más a las criaturas que el Creador pidamos, hermanos, para que todos nos convirtamos de verdad al Señor. Y en esa pastoral está el pensamiento que hoy se ilumina maravillosamente con la palabra de Dios.

UNIDAD DE HISTORIA PROFANA E HISTORIA DE SALVACIÓN

Uno de los cambios de la Iglesia actual es haber roto esa dicotomía, esa separación entre la Iglesia y el mundo; porque también ha comprendido la unidad de la historia profana con la historia de la salvación. Se había creado en nuestra espiritualidad, en nuestro modo de pensar como Iglesia, que el mundo era despreciable. Que la historia profana de los hombres, era como un para-mientras, como un tiempo de prueba, y que iba paralela con la historia espiritual de la salvación de Dios. Había una separación casi infranqueable entre lo material y lo espiritual, entre lo profano y lo sagrado; y se aconsejaba una especie de conformismo: pasemos la vida, la historia, como se pueda, y ya vendrá el cielo, la salvación eterna; procuremos no condenarnos en el infierno. Y así teníamos de la historia algo separada de nosotros.

Pero cuando la Iglesia actual, profundizando en su meditación -sobre todo en la palabra de Dios escrita en la Biblia-, llega a descubrir que Dios tiene un designio para salvar a los hombres, precisamente valiéndose de su historia profana, que es en la historia de su pueblo de Israel donde Dios va tejiendo su designio de salvación, y ese paradigma se realizará en las historias de todos los pueblos. La historia de El Salvador, con sus próceres, con su política, con sus propias   —162→   lacras, con sus propias cosas buenas, con sus preocupaciones, es la historia de los salvadoreños, y en esa historia de los salvadoreños es donde Dios quiere encontrarse con los salvadoreños y salvarlos.

MISIÓN DE LA IGLESIA: SANTIFICAR LA HISTORIA

De ahí que la Iglesia, como Reino de Dios en esta tierra, ama esa historia, ama a la Patria más que ningún otro. Pero, como Reino de Dios, quiere que el Reino de Dios se refleje en todas las páginas de la historia. Y por eso, porque se ha identificado más con este mundo, con esta historia, la Iglesia tiene que ver las sombras del misterio de la iniquidad, que es el pecado. Porque si la historia profana, por su parte, no coincide con la salvación, con los designios salvíficos de Dios, es por su culpa, es porque los hombres, los salvadoreños, la hemos hecho pecaminosa, hemos hecho reinar el pecado en la historia, y la Iglesia que está con Dios, y no con el pecado, tiene como misión derribar el pecado de la historia. De ahí que tiene que haber momentos muy conflictivos entre la Iglesia y la historia, porque ella no puede tolerar el pecado y sabe que su misión es santificar la historia de El Salvador, liberarla de todo aquello que la hace esclava del pecado. Esta es la misión de la Iglesia y de los que formamos la Iglesia, no sólo de los sacerdotes, sino también ustedes, queridos católicos. Los bautizados son el Reino de Dios.

Y así escuchamos en el evangelio de hoy la palabra dulcísima de Cristo a sus apóstoles, a sus católicos: «No temáis, pequeño rebañito». Qué título más hermoso. Parece como despectivo, como cuando uno piensa: ¿pero es que en la muchedumbre de la Bajada y en la misa de campaña del 6 de agosto sólo había pueblo? ¿No había gente distinguida? Sí, había mucha gente distinguida, pero lo que a la Iglesia le interesa no es, ella no se apoya en la categoría social, económica o política de la gente. El pueblo, precisamente, ese pueblo que sigue a Cristo con entusiasmo, esa es la auténtica historia. No aquellos que ponen ídolos en la historia para apartar la adoración del verdadero Dios. Y por eso el pueblo auténtico de Cristo, el pueblo auténtico de Dios aunque se califique así: el pueblo es el pequeño rebañito. No es cantidad de gente, ni cualidad de gente lo que a Dios le interesa, sino aquel pequeño rebaño escogido por él, porque a él le ha entregado el reino. «No temáis, pequeño rebañito, porque a vosotros se os ha entregado el reino».

LA FE DE ABRAHAM: COMIENZO DE LA SALVACIÓN

Y en la primera lectura, cabalmente, es ese pueblo escogido de Dios. ¡Qué bella aparece la historia de la salvación en las tres lecturas de hoy! Sería una bella clase de catequesis la que yo quisiera dar ahora, una revisión de la historia de la salvación, que comienza con aquella vocación de Abraham. San Pablo -si es de él, porque hoy la crítica estudia muy a fondo la carta a los Hebreos- pero sea quien sea el autor, la carta a los Hebreos es un análisis de la historia de Israel en la cual está inyectada la historia de la salvación.

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Un israelita, pastor humilde, es escogido por Dios (siempre los pobres) y a este pastor de Israel, Dios le dice; «Te he escogido. Deja tu parentela y tu tierra y dirígete a la tierra que yo te mostraré». Y este hombre cree. Esta palabra, de este domingo, es un llamamiento a la fe, y el personaje más hermoso de esta fe es Abraham, padre de los creyentes. Porque escuchando de Dios que le dice, «Te he escogido, ven, te voy a mostrar una tierra», sin saber dónde es esa tierra, deja lo seguro, se desinstala, y va creyendo a la palabra. Esto es la fe: creer a la palabra de un Dios que no me puede engañar. El sabe dónde es esa tierra, yo no sé donde. Pero yo dejo mi tierra, mi seguridad, mi ganado y me voy con él. Y comienza peregrinar, comienza la peregrinación de la fe, sin rumbo, sin destino. El destino más seguro es la palabra de Dios. Y Abraham camina sin rumbo, solamente dirigido por Dios.

Otra prueba le va a hacer el Señor. Le ha prometido que de él va a nacer un pueblo donde serán bendecidas todas las naciones del mundo. Pero ya es anciano y su mujer, Sara, es anciana y estéril. ¡Lo imposible! Sin embargo, Dios lo ha dicho, y cree. Y cuando un día la esterilidad de Sara se funda con su hijo, Isaac, Abraham salta de gozo, porque de aquel hijo ha de descender el pueblo que Dios ha prometido. ¡Y qué cosas absurdas de Dios! Le dice: «Me vas a sacrificar a tu hijo», y Abraham, obediente, va con Isaac al monte, y ya está dispuesto a clavar el puñal para sacrificar a su propio hijo de sus esperanzas. Porque, dice San Pablo comentando ese momento, Abraham sabía que Dios es capaz hasta de resucitar a los muertos. Es la fe lo imposible. Y este momento, en que Abraham va a matar a su hijo y Dios lo detiene porque solamente quería probarle su fe, lo compara con la fe de los cristianos que creen en aquél que murió en la cruz y resucitó y vive. Isaac es la figura del Cristo muerto, porque Dios lo pedía muerto y resucitado, porque Dios le devolvió la vida.

Abraham es el primer creyente en el Misterio Pascual. Aquel hijo de su esperanza ha surgido casi de la muerte, una muerte que le llevaba ya su obediencia y su fe en Dios. Y San Pablo alaba esa fe, como la fe de los cristianos que creen en un Cristo muerto, pero en un muerto que ha resucitado y vive por los siglos. Así la fe de Abraham es el signo de nuestra fe; y cuando ese Abraham muere aun sin conocer la tierra que Dios le había prometido, sus hijos, los patriarcas del Viejo Testamento, viven de esa fe, saben que Dios no puede engañar. Parecen ilusos en medio de los pueblos profanos, y sin embargo aquella fe le da consistencia a esa historia.

DIOS SALVA A SU PUEBLO

Cuando en Egipto un prisionero de los patriarcas es el principal en las horas difíciles de la historia de Egipto -y miren cómo Dios lleva la historia no sólo de su pueblo Israel, sino de Egipto, porque de Egipto va a partir otro capítulo precioso de la historia: Moisés. Es el confidente de Dios, y Dios le ha dicho: «He oído el clamor de mi pueblo, quiero redimirlo. Tú vas a presentarte al Faraón para decirle que deje salir a mi pueblo a la tierra que yo le tengo   —164→   prometida». ¿Hasta cuándo Dios va a cumplir esa promesa de la tierra prometida a Abraham? Todavía no hay tierra en el mundo, y sin embargo la fe de Israel, sigue esperando, esa fe, pero ya se vislumbra la libertad de un pueblo oprimido. Y Moisés, a pesar de su incapacidad -«Quién soy yo para presentarme al Faraón», con toda su potencia política, con su ejército, con sus carros- la prepotencia humana ante la pequeñez humana, esos son los momentos de la historia de Dios.

Y la esperanza y la fe anima a Moisés, y Dios está con aquel pueblo. Y comienza el éxodo, el segundo libro de la Biblia. Léanlo, hermanos. En los momentos de la represión de El Salvador, de nuestra tierra, no desesperemos. Mucho más difícil era la situación de Israel en Egipto. Y el éxodo es el canto de victoria de Dios. Y la primera lectura de hoy del libro de la Sabiduría capta precisamente ese momento en que el pueblo de Israel en aquella noche santa en que el ángel del Señor va a pasar, matando a todos los primogénitos de Israel, para castigar el crimen de Egipto, que ha matado a los hombres de Israel.

Hermanos, no hay crimen que se quede sin castigo. El que a espada hiere, a espada muere, ha dicho la Biblia. Todos estos atropellos del poder de la Patria no se pueden quedar impunes. Y el ángel exterminador pasó por las tierras de Egipto, y aquella noche hubo llanto en los hogares de Egipto, porque Dios castigaba los crímenes del Faraón. Que terrible la autoridad cuando no cumple su deber, cuando quiere hacer prevalecer la fuerza de las armas contra la inerme impotencia de los pueblos. Lloraba todo Israel, y en cambio el pueblo oprimido comienza su éxodo y el libro sagrado nos ha leído hoy una de las páginas que comentan esa noche santa. Nos ha dicho el libro de la Sabiduría, aquella noche los israelitas sintieron que Dios cumple su palabra. Iniciaron entonces la celebración pascual. Aquel comer la lechuga y el cordero matado era la primera Pascua. Desde entonces, todos los años, Israel celebraba aquella noche de la libertad, y pasó en Cristo a los cristianos la Pascua cristiana, que sigue siendo el recuerdo de un pueblo oprimido, pero al que Dios libera por su esperanza y su fe en el Señor.

EN CRISTO, SALVACIÓN PARA TODOS LOS PUEBLOS

Y en Cristo, San Pablo y el evangelio de hoy recogen toda esa historia, la historia sagrada, que en Cristo comienza a hacerse la historia de todos los pueblos. Dichosos los pueblos que acogen a Cristo como redentor. En Él está el cumplimiento de la promesa de Abraham. En Él está la realización de la libertad hecha por Moisés. En Él se cumplen todos los profetas y todos los patriarcas. Aquel pueblo que Dios prometió, Abraham, y que Abraham comenzó a buscar sin rumbo, sólo en la fe en Dios, fue el pueblo de Israel, que conducido por Moisés llega a la tierra prometida, que no es tanto una geografía, sino que es más que todo un pueblo de santos, de profetas, que llega a florecer en una virgen que será madre y será Virgen, María, de cuyas entrañas nace por fin la promesa hecha a Abraham, el Redentor verdadero no sólo de Egipto sino de todos los pueblos: Cristo nuestro Señor.

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Por eso, ayer, día del Salvador del Mundo, El Salvador se estremece porque siente que toda la emoción de Israel, toda la riqueza de las promesas de Dios, todo el anuncio de los profetas, está cumpliéndose en Cristo, nuestro patrono, nuestro Salvador y en él serán salvas todas las naciones, ha dicho Dios. Y El Salvador también será salvo, y todos los pueblos que pongan en él su confianza. «No temáis, pequeño rebaño», le dice Cristo a su pueblo, porque aunque parezcáis insignificante, pequeño, a vosotros se os ha dado el reino. Vosotros sois Abraham; vosotros sois Moisés; vosotros sois la nueva Israel; vosotros lleváis en las entrañas como vida, la libertad; vosotros lleváis el canto de victoria. Aunque aparentemente aparezcáis oprimidos, sufriendo el desprecio de los demás, la grosería de los poderosos, vosotros vais con Dios.

LA FE Y LA ESPERANZA SALVARÁ AL MUNDO

Lo que quiere la palabra de hoy, hermanos, es sembrar la fe y la esperanza en cada corazón. Por eso, la esperanza tiene que ser, junto con la fe, lo que nos hace distintos, a los verdaderos católicos, de aquellos que han perdido la fe y la esperanza y la han puesto en las cosas de la tierra. No es el poder político, no es la sabiduría de los hombres y de la técnica, no es la prepotencia del dinero la que va a salvar al pueblo. Salvará al pueblo esta fe en la pequeñez y en la humillación de Cristo; salvará esta esperanza en el poderoso salvará esta fe en Dios nuestro Señor. Ninguna revolución de la tierra que quiere construir un mundo mejor sólo a base de odios, de violencia, de secuestros, de resentimientos, podrá ser el verdadero Reino de Dios. Dios no camina por allí, sobre charcos de sangre y de torturas. Dios camina sobre caminos limpios de esperanza y de amor.

Querido pueblo salvadoreño, que las fiestas patronales del Divino Salvador despierten en nosotros la fe de Abraham, la esperanza de Moisés, la fe y la esperanza del pueblo, que aun en medio de sus opresiones, confiaba en el Señor; y el Señor llega, llega cuando tiene que llegar, no cuando lo queramos nosotros. Vivamos esta esperanza.

Hay un capítulo precioso del Vaticano II que me parece el más bello comentario de estas lecturas de hoy, cuando Cristo nuestro señor dice que el reino de los cielos se parece al que espera en la noche al patrón que ha de venir. Ay de él si se descuida en esa noche, si pensando que no vendrá más, se comienza a golpear a los mozos y a las criadas y a sentirse dueño de la casa. Cuando venga el Señor, lo sorprenderá; que no era dueño de la casa, no era más que un simple sirviente. En cambio, aquellos criados fieles, que están preparados y, según el vestido oriental ampuloso, se ciñen la cintura para estar prontos al trabajo y cuando venga el Señor no tiene más que correr y abrir y servirle; dichosos, dice Cristo, porque el mismo Señor será su servidor, de alegría de tener unos criados tan fieles.

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ESTAMOS ESPERANDO LA PLENITUD DEL SEÑOR

Esta noche, en espera de ese mañana, en espera de esa venida del patrón, es la historia del mundo. Dice el Concilio: «La Iglesia, que ya inició en Cristo resucitado hace veinte siglos la renovación del mundo, está esperando la plenitud de esta perfección con la venida del Señor». No nos olvidemos, queridos católicos, somos los sirvientes en espera del Señor que ha de venir. ¡Ojalá no lo olvidara nadie! Ni aquellos que se han sentido dueños del mundo, porque tienen en sus manos los poderes. También ellos son los criados del Señor que ha de venir. Y el evangelio termina terriblemente: aquel que se le ha dado más, mayores responsabilidades, será juzgado con mayor severidad -aquel que ha recibido más y pudo hacer feliz al mundo con sus bienes, y solamente vivió de sus egoísmos, como el criado de la noche que se sintió dueño de todo lo que tenía, como si soñara. Están soñando. Vendrá el día, los despertará; y se encontrarán que frente al dueño de las cosas, frente al dueño de los pueblos, frente al Señor de la historia.

Estamos esperando, y esta esperanza no es ilusión. El Concilio nos invita a dar razón de nuestra esperanza. No es una esperanza irracional. No es una esperanza que predica conformismo: «Confórmese, ya van a tener la felicidad del cielo». No predica así la Iglesia -la Iglesia, precisamente en las lecturas de hoy, dándonos el sentido escatológico de la Iglesia. No como San Mateo: el primer evangelio también nos presenta esa escatología, ese venir de Cristo, pero casi como despreocupándose de este lado de la historia. En cambio, San Lucas, que escribía en un ambiente pagano, donde se le da sentido a las cosas presentes, sigue dándole valor a las cosas presentes. Son bellas las cosas de la tierra; es precioso el dinero, el oro. Esa ambición, la autoridad, el poder, todo eso vale mucho. Pero San Lucas dice: sí, vale mucho. Manéjenlo, pero como quien espera a quien tiene que darle cuenta. Es lo que dice el Concilio, que ha aprendido a dialogar con este mundo presente y le dice al mundo: sí, todas las cosas de la tierra son preciosas. El amor del matrimonio es bello. La belleza de las creaturas, Dios la ha dado. Todo es hermoso, pero cuando se tiene el sentido de su trascendencia, de un Dios que las ha creado y de un Dios que ha de pedir cuenta en el uso de esas cosas.

ESPERAR Y CONSTRUIR EL REINO DE DIOS

Tanto es así, que el juicio final no solamente será de la conducta individual de cada hombre, se pedirá cuenta del pecado social, de aquel pecado que, naciendo del corazón del hombre, cristaliza en situaciones injustas, para ser castigado no solamente en el hombre que lo comete, sino en la sociedad que ha hecho de aquel pecado un pecado social. Y así también el bien, la virtud del hombre, no solamente será premiada en él, sino en la sociedad feliz que refleje en esta tierra el Reino de Dios. Y por eso nos llama a trabajar un mundo más justo, más equitativo, donde todos nos sintamos verdaderos hijos de Dios en peregrinación hacia el Reino. No es una esperanza ingenua, esperando que en esta tierra los hombres vamos a construir ese mundo definitivo. Para la Iglesia no existe en esta tierra, en esta historia, ese mundo definitivo; pero sí pide que se refleje, en esta historia, ese mundo definitivo que estamos esperando.

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Que si somos lógicos con esa esperanza de un mundo donde nos amaremos como hijos de Dios y no habrá enemistades ni violencias ni rencores, hay que tratar de trasladar esas cualidades a esta historia de la tierra y todos -gobernantes, ricos, poderosos, sobre todo ellos que tienen en sus manos las capacidades de transformar una nación, que están más obligados a reflejar esa esperanza y esa fe. Y nosotros, pequeño rebaño, la historia de la Iglesia, la más humilde entre las sociedades de El Salvador, porque no vale ella por la categoría de su dinero o de su política, sino por la esperanza del corazón de sus hijos, el más humilde campesino, la más humilde mujer del pueblo, viviendo esta esperanza y esta fe, pidiéndole al Señor, educando a sus hijos, dando testimonio de esta esperanza, está también colaborando con los poderosos para construir el Reino de Dios en esta tierra, como Cristo ha querido. Ha venido ya el Reino de Dios; está en vuestros corazones.

NUESTRA ESPERANZA ES LA VERDADERA REALIDAD

¡Qué hermosa sería la fe y la esperanza de los cristianos si se tradujera, no sólo en oración individual, sino también en esta proclamación pública, de que Dios quiere su reino en esta tierra! Yo quisiera que todos mis queridos hermanos, sacerdotes, religiosos, religiosas, colegios católicos, comunidades cristianas parroquiales, viviéramos esta certidumbre de nuestra fe y de nuestra esperanza. Que no estamos con una quimera, con un conformismo, estamos viviendo la realidad que dice San Pablo de aquellas cosas que no se ven; pero no por no verse, no son las cosas más reales. La realidad, aunque no se mire, aunque no brille como el oro, aunque no seduzca como el halago de los poderes, es la verdadera realidad, la que esperamos, no por nosotros mismos -que esto es lo grande y en esta consideración termina esta homilía-, es que nosotros no somos ilusos; es que nosotros confiamos, como Abraham, en la promesa que ya no es sólo promesa, sino que, desde que Cristo resucitó, es realidad. El Cristo resucitado que en la noche de la vigilia aquí, en Catedral, oímos a los grupos de oración gritar: «¡Cristo vive!» Cristo vive, hermanos. El Divino Salvador del Mundo no es una ilusión en la piedad del corazón, es un personaje, Dios-hombre que vive, centro de la historia, y que nos empuja a todos a construir un mundo verdaderamente digno de esa vida que no perece. En él está nuestra esperanza.

Si se ríen de nosotros, como sé que se ríen cruelmente cuando están torturando a nuestros catequistas y a nuestros sacerdotes, «¿Dónde están sus esperanzas?», y creen que es más fuerte el fusil que los golpea y el tacón que los patea, que la esperanza que llevan en su corazón. La esperanza será después de todo eso. Todo eso quedará, como quedó sepultado en las aguas del mar Rojo aquel ejército. En el mar Rojo quedó sepultado el ejército que se creía prepotente   —168→   contra el pueblo de Dios y la esperanza del Señor cantó la victoria en aquel canto de Moisés: señal de la victoria eterna que cantaremos todos si de veras vivimos con la humildad de Abraham, de Moisés y de todos los santos que han vivido en la tierra sabiendo que en Cristo resucitado se ha decretado ya la transformación del mundo y que nadie la puede detener.

Cristianos, trabajemos con Cristo, afiancemos muy hondo, en la santidad y en la oración, esta esperanza y esta fe. Que las circunstancias actuales de nuestra Iglesia y de nuestra patria, en vez de apagarnos esta llama, la haga brillar más hermosa y sentirnos más cerca de que Dios está más cerca del que espera en él y del que cree en él. Así sea.