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Montes de Oca

Benito Pérez Galdós





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ArribaAbajo- I -

En los cuarenta andaba el siglo cuando se inauguró (calle de la Abada, número tantos) el comedor o comedero público de Perote y Lopresti, con el rótulo de Fonda Española. No digamos, extremando el elogio, que fue el primer establecimiento montado en Madrid según el moderno estilo francés; mas no le disputemos la gloria de haber intentado antes que ningún otro realizar lo de utile dulci, anunciándose con el programa de la bondad unida a la baratura, y cumpliendo puntualmente, mientras pudo, su compromiso. La exótica palabra restaurant no era todavía vocablo corriente en bocas españolas: se decía fonda y comer de fonda, y fondas eran los alojamientos con manutención y asistencia, así como los refectorios   —6→   sin pupilaje. Es forzoso reconocer que si nuestros antiguos bodegones y hosterías conservaban la tradición del comer castizo, bien sazonado y substancioso, los italianos, maestros en esta como en otras artes, introdujeron las buenas formas de servicio y un poco de aseo, o sus apariencias hipócritas, que hasta cierto punto suplen el aseo mismo. No fue tampoco reforma baladí el sustituir la lista verbal, recitada por el mozo, con la lista escrita, que encabezaban los ordubres, estrambótica versión del término hors d'œuvre. Lo que principalmente constituye el mérito de los italianos es la introducción del precio fijo, la regla económica de servir buen número de platos por el módico estipendio de doce reales, pues con tal sistema adaptaban su industria a la pobreza nacional, y establecían relaciones seguras con un público casi totalmente compuesto de empleados y militares de mezquino sueldo, de calaveras sin peculio, o de familias que empezaban a gustar la vanidad de comer fuera de casa en días señalados o conmemorativos.

Para dar a cada uno lo que le corresponde con imparcial criterio histórico, conviene indicar que no fueron Perote y Lopresti verdaderos innovadores en materia y formas de comer, sino más bien los que divulgaron aquel   —7→   arte precioso en la vida de los pueblos. Ya Genieys había dado a conocer las croquetas, los asados un poquito crudos, las chuletas a la papillote y otras cosillas; pero Lopresti popularizó estos manjares poniéndolos al alcance de los bolsillos flacos, acreditando su saber, así como la equidad paternal de sus precios. Al propio tiempo superaba a Genieys en los arroces a la valenciana y milanesa, así como en el bacalao en salsa roja; era maestro en el cordero con guisantes, en el besugo a la madrileña, en la pepitoria, en los macarrones a la italiana, y principalmente en los guisotes de pescado y mariscos a estilo provenzal o genovés. En el renglón de vinos, el poco pelo de la clientela limitaba el consumo a los tintos de Arganda o Valdepeñas para pasto, y un Jerez familiar y baratito para los libertinos domingueros, y para los que iban de jolgorio, con mujerío o sin él, a horas avanzadas de la noche. En estas francachelas de un carácter confianzudo y pobretón, no se conocía el champagne. El agua, de que algunos parroquianos hacían considerable gasto, se anunciaba como de la Fuente del Berro; mas era de la Academia o de la Escalinata. En el servicio de vinajeras introdujeron los italianos cristalería fina en armaduras elegantes, y presentaban los mondadientes en   —8→   gallitos y monigotes de porcelana. Inferior era el lujo en la mantelería y lienzos de mesa, de dudosa blancura los más días del año.

Por todo ello tuvo la Fonda Española un éxito tan rápido como lisonjero, y el público invadió desde los primeros días el modesto y lóbrego local de la calle de la Abada, recinto que aún conservaba olor y trazas de logia masónica, piso bajo con dos rejas a la calle y entrada por el portal. Era éste ancho, con zócalo de azulejos negros y blancos como tablero de ajedrez, bien alumbrado a prima noche por un farolón de dos mecheros, obscuro a última hora y expuesto a tropezones, que a veces eran graves, sin contar el desagradable quién vive de las humedades mingitorias. Adoptaron los dueños, porque no podía ser de otro modo si habían de tonificar el establecimiento, el horario francés, dando la comida fuerte por la noche, con supresión de cocido. Al mediodía, servían almuerzos de seis y ocho reales, con huevos fritos y uno o dos platos, y el invariable postre de pasas y almendras con añadidura de un bollito de tahona, régimen que las casas huéspedes han perpetuado como una institución hasta nuestros días, y será preciso un golpe de revolución para destruirlo.

Fue uno de los primeros fundadores de la   —9→   clientela el benemérito D. José del Milagro, que, aunque cesante en todo el tiempo que vivieron los dos Gabinetes moderados presididos por D. Evaristo Pérez de Castro, habíase agenciado algunos modos de vivir, honradísimos, y podía permitirse almuerzos de seis reales, y comiditas de ocho. Como tributo a una firme amistad antigua, los italianos le concedían rebajas discretas y abríanle créditos de una y de dos semanas, confiando en que el agraciado guardaría reserva sobre este privilegio para no desmoralizar a la parroquia. Debe advertirse aquí, para evitar juicios temerarios acerca de aquel digno sujeto, que estaba viudo desde el 38; que una de sus hijas, notable arpista, se había casado con un bajo italiano de la compañía de la Cruz, la otra con un subteniente de la Guardia Real, y que los chicos menores vivían en Illescas con su tía Doña Tránsito. Campaba, pues, el buen hombre por sus respetos, y ganándose la pitanza con traducciones de leyendas históricas o de historias poéticas, y con tareas de contabilidad, vivía suelto, libre, en solitaria y a veces triste independencia, viendo venir las cartas políticas, esperando la ruina del llamado Moderantismo y el triunfo del Progreso, que debía llevarle a la holgura y descanso de la Administración. En cuantito   —10→   llegara el Progreso, y agarraran la sartén sus ilustres prohombres, nadie podía disputarle a Milagro su placita de diez y ocho mil, digno premio del fervor consecuente, acendrado, incorruptible con que había defendido siempre las libertades públicas.

Correspondía Milagro a la generosidad de los italianos corriendo la voz de la excelencia y baratura del establecimiento, y a los pocos días ya eran feligreses D. Víctor Ibraim, castrense del 2.º de la Guardia, y uno de los hermanos Fonsagrada, teniente del 4.º, con otros individuos de que se dará conocimiento. El más calificado entre estos era un D. Bruno Carrasco y Armas, manchego de buena sombra, de insaciable apetito y de mucha correa en el discurso, que llevaba cuatro años en Madrid gestionando la resolución de un embrolladísimo expediente de Pósitos; hombre que pasaba por rico y que lo acreditaba convidando espléndidamente a los amigos cuando las esperanzas del pronto arreglo de su negocio le ponían de buen temple. Siempre que almorzaban juntos Milagro, Ibraim y Carrasco, se establecía entre los tres una feliz comunidad de criterio para juzgar las cosas públicas. Unánimes convenían en el aborrecimiento del régimen imperante, persuadidos de que la viuda de Fernando VII   —11→   era la mayor calamidad arrojada por Dios sobre las pobres Españas.

A todos excedía Milagro en la firmeza de su convicción y en el ardor con que últimamente la manifestaba. Aquel hombre sin ventura, a quien hicieron escéptico las turbaciones políticas; aquella víctima, aquel mártir que había sufrido con admirable resignación los desastres que al individuo y a la familia ocasiona todo cambio de gobierno, llegó a comprender que la neutralidad y la falta de convicciones son la mayor de las desventajas en el orden social, y que por tal camino, por lo mismo que es el más derecho, no se va a ninguna parte. Sus dolorosas cesantías, sus hambres y escaseces demostráronle la necesidad de poseer un temperamento vivo, ya sea real, ya figurado, para no quedarse a la cola en el movimiento general. El manso, el prudente, el descreído que se planta y espera, es arrollado por la multitud que avanza ciega y ardorosa. Sentó plaza, pues, el buen Milagro, curado al fin de su insana neutralidad, en las falanges del Progreso, y se puso en las filas de vanguardia, enarbolando, si no la bandera, el primer trapo de colorines que encontró a mano.

Una noche de Julio convidó el manchego sin tasa, agregando Jerez y licores, no ciertamente   —12→   porque tuviera buenas noticias de su asunto, sino porque las tenía detestables, y la desesperación le indujo a echar la casa por la ventana, difiriendo sus esperanzas y colocándolas en el día no lejano del triunfo de los libres. En la boca y en el corazón de los amigos reverdecieron las tales esperanzas con el contento que dan el buen comer y un beber abundante a costa de generoso anfitrión. Al segundo plato el gozo era inefable, a los postres vocinglero. Los roncos acentos de Ibraim y su ceceo bárbaro llenaban la sala expresando las ideas más audaces, con escándalo de algunas orejas timoratas. De pronto se levantó un vejete que con tres individuos comía en una mesa lejana, y llegándose a la del manchego, insinuó una protesta en tono humorístico un tanto destemplado. Véase la muestra: «Oí patadas y dije: 'caballería tenemos'. Señores, se les saluda. ¿Qué hablan ustedes ahí de Reinas y Ministerios, ni qué entienden de esto los caballeros del margen?... Y usted, señor de Milagro, no se agazape ni vuelva la cabeza, que ya le he conocido, y sus facciones, aunque hace un siglo que no nos vemos, no se me despintan. No vale, no, hablar mal de los moderados, después de haber comido con ellos a mandíbula batiente. ¿Pues qué quería usted, alma de Dios? ¿Que le   —13→   tuvieran colocado toda la vida, y encima... le nombraran canónigo? ¿No han de comer los demás? ¡A fe que hay pocos padres de familia entre los moderados, con seis, siete y hasta doce criaturas!... Hoy les toca el pesebre a los morenos, mañana a los blancos... Si usted quería pan perpetuo, ¿por qué no aprendió un oficio, como lo aprendí yo, que a los catorce años ya me ganaba un cocido trabajando en la orfebrería con mi amigo Leandro Moratín? ¡Ja, ja, pues no me sale usted ahora con pocos humos!... ¿Qué espera mi hombre del Progreso? Tonto, más que tonto: pida limosna antes que limpiarle las botas a Linaje, y no se fíe de Espartero, que repartirá todos los piensos, digamos destinos, entre los animales manchegos, o sea los vecinos de Granátula. Esto lo veo yo... ¡ja, ja... y el que no lo vea es porque tiene ojos en la cara, no en el entendimiento... ja, ja!».

-No le había conocido, Sr. D. Carlos Maturana -dijo Milagro adoptando el tono zumbón, después de pintar en su rostro, en sucesivas expresiones, la sorpresa, el enojo y la hilaridad-. Con esas barbas que se ha dejado, da usted el pego a sus buenos amigos.

-No me disfrazo para conspirar, como usted, ni uso bigote de moco para adular al Duque.

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-No adulo... los pelos de mi cara siempre significaron libertad.

-Antes iba usted afeitado.

-Ya no, para no parecerme a los curas.

-Cuéntele eso a su compañero, el castrense que me oye.

-Este no es obscurantista.

-Ya; es retinto.

D. Víctor Ibraim echó mano a una botella. Acudió D. Bruno a contener la ira del Capellán, y apaciguándole con un gesto y cuatro voces de lo más crudo, volviose risueño hacia el diamantista y le ofreció una copa de Jerez, acompañada la oferta de estas campechanas expresiones:

«Si me ha llamado usted animal, y recojo la alusión como hijo de Granátula, aunque no pariente de D. Baldomero, yo le llamo a usted zopenco, y con estos insultos terribles no hacemos más que pasar el rato... porque aquí venimos a pasar el rato, no a pelearnos por una Reina ni por un General. Beba usted, y luego nos diremos cuatro cuchufletas, si tiene humor de jarana. Estos amigos son pacíficos... Yo no he venido a Madrid a pedir un puesto en el pesebre, sino a que me hagan justicia».

-¡Justicia! -repitió Maturana empinando-. A eso vienen todos, y luego... En fin, señores,   —15→   perdonen mi desenfado. Hablaba como hablamos hoy todos los españoles, como un loco. No hagan caso: sin quererlo, dice uno mil desatinos. ¡Feliz España si fuera la tierra de los mudos! Sr. Ibraim, si le llamé a usted retinto fue por pasar el rato. Seamos amigos.

-Siéntese el buen Aguilera.

-¿Qué hay de noticias?

-Nunca sé nada que sea de oposición... Sólo sé que nuestra excelsa Reina sigue su viaje triunfal por Cataluña, y que no faltará quien le acuse las cuarenta al caballero de Granátula.




ArribaAbajo- II -

Entablaron luego coloquio amistoso: si la acción del Jerez lo encendía más de la cuenta, no tardaba en enfriarlo D. Bruno arrojando en las ascuas su buen sentido, su pasta conciliadora y un lenguaje hábil para contentar a todos. Según Maturana, por el comunicado de Mas de las Matas, que más bien era manifiesto, Espartero merecía la destitución, y Linaje cuatro tiros. Cierto que no había un Gobierno bastante fuerte para ponerle el cascabel al gato... Un hombre existía con hígados bastantes   —16→   para arrancar el bastón de manos del Duque; un hombre, sí, de grande ánimo y convicciones profundas: D. Manuel Montes de Oca; ¿pero qué podía un solo individuo, por animoso que fuera, entre tantos que creían resolver las cuestiones con discursos, con arreglitos y dimes y diretes? ¡La conciliación! ¡Buena conciliación nos diera Dios! La soberbia de Espartero no cabía dentro de las leyes, y era forzoso resquebrajarlas para hacerle hueco.

Con no poca dificultad, tartamudeando y corrigiéndose a cada instante, expresó el castrense andaluz opiniones enteramente contrarias a las del diamantista. D. Manuel Montes de Oca no era más que un barbilindo que no servía para nada. Sus habilidades consistían en componer versitos clásicos de la escuela del Sr. Reinoso, y pronunciar discursos acaramelados imitando a Martínez de la Rosa. Todos sus actos como político y como escritor eran los de un Quijote chico que había tomado a María Cristina por Dulcinea, y al moderantismo por ley de la andante caballería. Esto lo dijo Ibraim con formas premiosas y groseras, que traducimos al lenguaje usual para no afear con ellas estas páginas.

Con palabra más fácil, aunque algo entorpecida por el Jerez, hizo Milagro el panegírico de   —17→   Espartero llamándole libertador, pacificador y apóstol de todos los adelantos. ¿No había concluido la guerra, o estaba a punto de concluirla? ¿No le debía España el completo exterminio de las hordas de la reacción? Pues suyo era el país, suyas las leyes, suya la autoridad y todo aquello que llamamos cosa pública. Desde que el mundo es mundo, desde Moisés a Bruto, desde Guillermo Tell a Cromwell, y desde Bonaparte a Espartero, el que ha tenido la fuerza y la razón ha tenido la cosa pública en el bolsillo. ¿Para qué nos servía esa Reina, viuda de Fernando VII, casada hogaño con un Muñoz, dama graciosa y bonita, cuya linda mano movía el timón de la nave como si este fuera el abanico? ¡Cuánto mejor gobernaría Espartero, hombre de buen puño! El trono de Isabel necesitaba un protector macho, y España un Regente bien bragado y de muchísimos riñones. Que viniera pronto y colocara en sus puestos a los funcionarios probos, destituidos por la infame moderación. Viniera, sí, antes hoy que mañana, a traernos la justicia, eliminando de las oficinas a los pancistas, intrigantes y gorrones, y dando la merecida redención a los pobres mártires de la política.

Acogía Maturana con cascada risilla senil las manifestaciones egoístas de su amigo, y el buen   —18→   manchego, tomando muy en serio su papel conciliador, discurría una componenda que sería felicísima si fuese práctica. ¡Lástima grande que Doña Cristina hubiera incurrido en la flaqueza de emparentar secretamente con Muñoz; lástima grande también que Espartero se hubiera precipitado a desposarse con Doña Jacinta Sicilia! Si uno y otro estuvieran solteros en aquel crítico momento de la historia patria, con una simple boda se realizaría la felicidad de la nación, afirmando la paz para siempre y repartiendo entre las dos familias o bandos los puestos administrativos. Casado el Progreso con la Corona, se casaban y refundían todos los derechos, y comían todas las bocas y se acababan todas las hambres; el contento general traería la general justicia, y la hartura sería el fundamento de la felicidad; no habría ya pronunciamientos, ni logias ni cadalsos, y daría gusto ver cómo marchaban fácilmente los asuntos, cómo prosperaba el trabajo, cómo hallaban su acomodo los pobres, y los acomodados la riqueza, y los ricos la opulencia; daría gusto ver despachados en un periquete los expedientes de arbitrios, los expedientes de Pósitos, los Pósitos, ¡Señor!, que eran la tela de araña en que se enredaban y perecían, como pobres moscas, los hombres más honrados de la nación.

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Soltó la risa con mayor estrépito D. Carlos Maturana, y levantándose se volvió a la mesa de donde había venido. Su reír picante, recorriendo la sala, era como si al andar se soltaran rodando por el suelo las cuentas de un rosario. Un tanto corrido, dirigía Milagro hacia la distante mesa los cristales de sus gafas; mas como era tan cegato, ni aun con los vidrios podía distinguir a los dos comensales del diamantista, a quienes este comunicaba su risa burlona.

«Dígame, Ibraim -preguntó al capellán-: ¿conoce usted a esos tipos que comen o han comido con D. Carlos?».

-El que ahora se burla de nosotros -replicó D. Víctor- no es para mí cara desconocida. Le he visto mil veces; me han dicho su nombre; pero en este momento no puedo traerlo a mi memoria. El muy sinvergonzonazo se ríe en nuestras barbas mirándonos con un ojo solo, porque es tuerto.

-Ya, ya le conozco -dijo el manchego-: es ese poeta... demonches... autor de una comedia que la llaman Moríos y vereislo.

-¿Poeta, tuerto... Muérete y verás? -exclamó el buen Milagro dando un palmetazo en la mesa-. Bretón de los Herreros.

Presuroso y también tocado de risa, corrió a   —20→   la mesa del rincón más distante, y acogido por el poeta con un apretón de manos, oyó estas palabras de cordial benevolencia:

«También aquí disputamos, también nuestra mesa es un campillo de Agramante, o Cortes en miniatura, con izquierda y derecha, oposición y mayoría. Maturana y yo somos el orden establecido, vulgo Ministerio, y este señor...».

En un paréntesis hizo el poeta la presentación de su amigo, un joven alto, moreno, de rostro varonil y hermoso, que denunciaba la profesión de las armas, disimulada por el traje civil: «Mi amigo, casi paisano y casi pariente, D. Santiago Ibero, teniente coronel de los Ejércitos Nacionales, propuesto ya para coronel... Fabulosa carrera, pero bien ganada; que éste no es de los de farsa».

-¡Vivan los héroes -vociferó Milagro-, que nos han librado al fin de esa plaga indecente de la facción! ¡Ibero!... un nombre que no falla. Llamándose así no hay más remedio, señor mío, que ser español valiente y liberal.

-Lo que decía -continuó Bretón-. D. Carlos y yo somos en esta mesa el pobre Gobierno, y Santiago los señores de enfrente. Figúrese usted si estará forrado de liberalismo el niño este, que ha sido y es el brazo derecho de Zurbano. Un cuerpo cubierto de heridas y una cabeza   —21→   de viento. Ya me lo dirá, ya me lo dirá cuando los años le amansen el genio, y cuando vea... porque todo es cuestión de ver pasar cosas y personas, reinados y gobiernos, tiranías y revoluciones. ¿Qué edad tienes, Santiago? ¿Treinta y dos? Ya me contarás tu progresismo cuando rebases de los cuarenta, si es que yo puedo alcanzar el tiempo de tus desengaños, pues la vida que llevamos los españoles no es para llegar a viejos. Sólo los que se pasan el día y la noche politiqueando, como este Milagro, realizan el de vivir mucho, porque con todos comen, y en todas las salsas mojan su mendruguito.

-Pido la palabra. El pelo que ha echado un servidor de ustedes -replicó el aludido- bien a la vista está, y los frutos de mis intrigas pueden calcularse por la opulencia en que vivo... Bromas a un lado, el Sr. de Ibero nos dirá si podemos dar la guerra por concluida, o si aún nos queda en Cataluña y Aragón algún rabo faccioso que desollar.

-Atrasado está de noticias el amigo Milagro -dijo Maturana, echándole familiarmente mano al cuello-. ¿No sabe la noticia de esta tarde, la retirada de Cabrera después de la paliza que le ha dado León en Berga? Ya no hay guerra, señores; ya no hay más que política, lo   —22→   que a mí no me parece un grave mal, pues España es un enfermo que no puede vivir sino a fuerza de sangrías... No reírse. La política sola paréceme más mortífera que la política con guerra. La una corrompe, la otra purga... En fin, los que vivan lo verán.

-Se acabó la facción... ¡Viva Espartero!

-No cantemos victoria tan pronto -indicó Bretón guiñando el ojo con malicia-, que en este bendito suelo, el último tiro de una guerra civil es el primero de otra. Ya nos estamos preparando para un pronunciamiento; que nuevas tropas, ¡vive Dios!, no es bien que estén ociosas. ¿Verdad, Santiago, que os pronunciaréis?

Contestó Ibero gravemente que en el ejército del Norte y del Centro nadie pensaba en insurrecciones, a menos que la libertad peligrara. «Ya pareció aquello -manifestó el autor de Marcela, acompañando su dicho con toquecillos de tambor sobre la mesa-. Siempre que queréis sublevaros nos habláis de los peligros que corre la señora Libertad, a la cual yo comparo con la monja pudibunda que preguntó cuándo tocaban a violar. Eso decís ahora vosotros, pillos, demagogos, jacobinos; eso decís: '¡Que violan!'. Y os equivocáis, porque nadie ha pensado ni piensa en atropellar la virtud de vuestra diosa.   —23→   Aquí no viola nadie más que vosotros, los liberales, que cada día os fumáis una ley más o menos virgen».

-D. Manuel -dijo Milagro, vivamente interesado en la cosa pública-, déjese de bromitas y vamos al grano. Sr. de Ibero, si no hace mucho que ha venido usted del Maestrazgo, sabrá qué opiniones privan en el Ejército, si seguiremos con la regencia una o la estableceremos trina...

-Yo no sé nada de eso -replicó el militar-. Allá no pensamos más que en perseguir al enemigo.

-Que nos cuente sus hazañas -propuso el diamantista-, pues más debe interesarnos un poquito de historia, por breve que sea, que todos los chismes masónicos.

-No tengo hazañas que contar -afirmó Ibero, sacando la petaca y ofreciendo puros, que todos aceptaron, menos Bretón-. Mis proezas no han sido más que el cumplimiento de un deber sagrado, sin ninguna función heroica ni cosa que lo valga. Estuve en las acciones de Segura y Castellote, ambas muy reñidas. Me encontré en el sitio de Morella y en los combates que hubimos de dar para posesionarnos de parte del país circundante; pero no presencié la rendición de la plaza ni la fuga de los carlistas,   —24→   porque tuve que venir a Madrid con una comisión del servicio...

-Comisión de que no nos dirá una palabra, ni nosotros hemos de fastidiarle con preguntas -apuntó Maturana-. Ya sabremos del pronunciamiento cuando oigamos el primer berrido.

En este punto de la conversación, y mientras Ibero denegaba festivamente, riendo y gesticulando, llegó el mozo con la botella de Jerez, brindándoles de parte de los señores de la otra mesa. Un gesto campechano del diamantista y un llamamiento jovial de Milagro produjeron la reunión de dos grupos; mas no cabiendo en una mesa, parte de Milagro y la totalidad del corpacho de Ibraim, ocupaban la inmediata. Una rápida presentación hecha por D. José, cantando los nombres, unió a los seis individuos en accidental intimidad. El rumboso D. Bruno, que ni a tiros quería soltar el lucido papel de anfitrión, mandó traer vino y puros de a dos reales; rechazó Bretón el exceso de bebida, protestando de su templanza, ya que hacerlo no podía de la de los demás; festejaron Maturana y Milagro la esplendidez del conterráneo de D. Quijote, abalanzó su ávida manaza Ibraim hacia los puros, y todos parecían dispuestos a prolongar   —25→   la placentera reunión hasta hora muy avanzada. Y cuando por la retirada lenta de los parroquianos íbanse quedando solos los seis puntos de la improvisada tertulia, gozosos de poder alborotar un poquito si el cuerpo y los espíritus así lo pedían, dejábase ver Lopresti con mandil y gorro blanco, saludando risueño a los señores con su atiplada mujeril voz. Era en él costumbre salir, terminado el trabajo, a recrearse oyendo las observaciones que sus feligreses le hicieran sobre los platos del día, o las alabanzas de su maestría culinaria. Acercose tímidamente dando las buenas noches, y Milagro, con el sombrero echado atrás, la mirada fulgurante y el labio trémulo, llegose a él y le ofreció una copa, diciéndole: «Ínclito Cayetano, brinda por la libertad, por la regencia trinitaria, por el Duque nuestro padre, que a todos nos sacará del Purgatorio... Amén».

En tanto, interrogado por Carrasco, amplió Maturana las noticias recientes: la Reina, después de ser recibida en Lérida por Espartero con todos los honores de rúbrica, continuaba su viaje a Barcelona. Trabose en seguida acalorada discusión de principios, llevando la voz D. Santiago Ibero y D. Carlos Maturana por las ideas liberal y moderada respectivamente. «Yo no entiendo de política -dijo el militar con sinceridad   —26→   y convicción-; no sé lo que son partidos, ni para qué existen las logias; pero declaro que creo en la libertad y la tengo por cosa excelente. Antes de haber leído lo mucho y bueno que sobre la libertad han escrito hombres muy sabios, sentía yo en mi alma la fe de esta idea, y con entusiasmo la adoraba. Antes que en mi entendimiento, estuvo en mi corazón el deseo de que los pueblos fuesen libres. Amo a mi Patria tanto como a mi familia y a mí mismo: quiero para ellos los bienes del progreso. Alguno me hablará de los males que ocasiona: yo los reconozco; pero los males son chicos y pasan, los bienes son grandes y quedan. Creo que con libertad, igual para todos, tendremos ilustración, dignidad, riqueza; sin libertad caeremos en la ignorancia, en la pobreza y en la ignominia. Si esto es un disparate, no pierdan el tiempo en demostrármelo, pues no hay razones que destruyan mi idea. Más que convicción clara es esto fe ciega. Yo no discurro: creo. Yo siento; no razono. Así soy, y así pido a Dios que me conserve».

Murmullo de entusiasmo, en el cual el vocerrón1 de Ibraim y la voz femenina de Lopresti formaban las notas extremas, acogió las palabras del militar, que a fuer de sencillas y leales casi eran elocuentes. Bretón se levantó,   —27→   y abrazando a su amigo le dijo: «Te admiro, Santiago... y te compadezco. Adiós, hijo mío. Señores, divertirse. Mi mujer me riñe si entro tarde».

Maturana reservaba en lo profundo del pensamiento sus opiniones: antes del discursillo de Ibero había reclinado su cabeza, haciendo almohada con los brazos en el respaldo de la silla, y se quedó dormidito, como una criatura a quien padres viciosos obligan a trasnochar.




ArribaAbajo- III -

Pasaron días. De nuevo aparecen en la Española comiendo juntos Carrasco y Milagro, y en una mesa próxima Ibero con un señor desconocido. Una y otra vez los parroquianos fundadores se aproximaron con llaneza cordial al caballero alavés, movidos de una simpatía misteriosa. Dígase, para encontrar la explicación de tal sentimiento, que movía sus corazones la confianza en las ideas que Ibero expresaba. El fatigado pretendiente y el viejo cesante buscaban los rayos de un sol que desde el momento de la aurora, y aun antes de ella, ya calentaba un poquito. Maturana fue alguna vez con su   —28→   sobrino, y gracias a este supo mantenerse en una templanza que le quitaba todo su mérito de personaje cómico per accidens. Era, en el estado ordinario, un señor apreciabilísimo, de una sensatez ejemplar y desabrida. A Bretón no se le vio más por allí. Ibraim fue una noche con Fonsagrada, al cual se juntaron luego dos sujetos de los llamados del bronce, acompañados de una bulliciosa trinca de mozas alegres... Corrieron más días. El calor arreciaba; Madrid era un páramo ardiente sin agua, sin alegría, sin placeres, ambiente apropiado a la desesperación y a la locura; el Ministerio Pérez de Castro había sufrido nueva metamorfosis, echándose por tercera vez tapas y medias suelas; en el quita y pon de Ministros, sólo permanecía inmutable D. Lorenzo Arrazola, el conciliador sempiterno; tenebrosa confusión reinaba en la cosa pública, y todo anunciaba sucesos inauditos.

Una noche de aquel Agosto triste de Madrid, de aquel bochornoso mes casi siempre precursor de tempestades en nuestro calendario histórico, comió Ibero en la Española con un capitán de la Guardia, y hallábanse ya rematando el postre de pasas y almendras, cuando se presentaron Milagro y el manchego, ya bien comidos al parecer, pues el uno traía puro en   —29→   la boca y el otro palillo, y llegándose a la mesa con aire misterioso, dieron a entender a medias palabras que tenían que tratar con el alavés de un asunto grave y delicadísimo. Para dar mayor solemnidad a su mensaje, Carrasco propuso a Ibero que se dejase llevar al rincón opuesto de la sala, vacío de gente, donde podrían secretear a su gusto. No creyendo bastante reservado aquel sitio, hubiérale llevado Milagro a la cocina, o a lugares más recónditos. Impaciente Ibero, y tomando a broma los aspavientos de sus amigos, que parecían padrinos de duelo o conspiradores de profesión, les incitó a explicarse pronto y con menos arrumacos.

«Calma, señor mío, que ya le enteraremos con todo el sigilo que el caso requiere».

-En este ángulo, hablando bajito y con disimulo, como si tratáramos, verbigracia, de una cuestión faldamentaria, estaremos bien seguros. El hecho es que...

-Yo, yo... -dijo D. Bruno reclamando la primacía.

-El caso es que...

-Déjeme a mí, querido Milagro. Vamos por partes. No nos hagamos un lío. Recordará el señor de Ibero que hace días le hablé de mi sobrino, Modesto Gallo...

-Sí, sí; grande amigo mío.

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-Como usted, teniente coronel del Ejército.

-Subtenientes nos conocimos, y desde capitanes hemos peleado juntos, haciendo vida común, compartiendo las penas y alegrías de la guerra, los peligros de siempre, las glorias de algún día.

-Pues bien -dijo Carrasco con una solemnidad que casi era terrorífica-: Modesto ha llegado.

-¿Aquí? ¿Dónde está? Quiero verle -exclamó Santiago con no menos sorpresa que alegría.

-Poco a poco -indicó Milagro, queriendo llevar el espinoso asunto con la pausa que su extrema gravedad requería-. Ha llegado ayer. Le hemos visto esta noche.

-Y al tiempo de saludarnos nos ha preguntado si sabíamos de usted, y dónde podríamos encontrarle.

-Yo también quiero verle, ¡caramba! ¿Dónde está?

-Calma; no perdamos la serenidad.

-Necesita hablar con usted esta noche... ¡ojo!... esta noche.

-Vamos allá.

-Quieto... No se entere la gente. ¿Ve usted? Ya nos miran.

-Esto es ridículo. Parecemos conspiradores.

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-Chitón...

-Prudencia, amigo mío.

-En fin, ¿dónde veré a Modesto? ¿Para en casa de usted o en alguna posada?

-No sabemos dónde mora. Vino a mi casa con la urgencia de que le buscáramos a usted esta noche... sin falta.

-Tiene usted que verse con él inmediatamente -susurró Milagro en voz tan baja que apenas se le oía.

-¿Pero si no sabemos dónde está, ¡Cristo!, cómo he de verle?

-Silencio. Usted le encontrará sólo con dirigirse sigilosamente y sin comunicarse con nadie a donde yo le indique.

-¡Pues acabe usted de explicarme, ajo!...

Adoptando las formas de disimulo más exquisitas, el manchego sacó de su bolsillo un papel, un cartón, la mitad de una tarjeta, y presentándola a su amigo con delicadas afectaciones de naturalidad, le dijo: «Con esto se encaminará el Sr. D. Santiago al sitio propuesto por mi sobrino. Yo le diré la calle, número de la casa y piso... y no hay que perder tiempo, señor mío; despáchese usted... pague la comida, despídase de su amigo, sin darle a conocer este negocio, y vámonos a la calle. Aquí no me atrevo a decirle lo que aún ignora».

  —32→  

Obedeció Ibero, y una vez los tres en la calle obscura, desembuchó Carrasco lo que del misterioso mensaje aún quedaba en su cuerpo. La casa en que el teniente coronel Gallo citaba a su amigo era un piso segundo en el número 13 del Postigo de San Martín.

«¿Y qué tengo yo que hacer allí? -dijo Santiago perplejo y de mal talante-. Esto me huele a tapujo masónico... Yo no soy masón, para que ustedes lo sepan».

-Ni yo -iba a decir D. Bruno; pero Milagro se apresuró a cortarle la palabra con manifestaciones que, si no revelaban escuetamente las fórmulas rituales del masonismo, eran de la casta más próxima.

-Tampoco nosotros; pero blasonamos de liberales, queremos la felicidad de la patria, y contribuimos en nuestra esfera humilde al triunfo de los buenos.

-Nada, Sr. de Ibero -declaró con austeridad Carrasco-: cuando mi sobrino le llama a usted a ese punto, es porque se le necesita, es porque... se le estima útil, indispensable como quien dice. No se trata de un cualquiera: se trata de un bizarro jefe, cuya autoridad puede ser de gran peso... en fin, yo no sé... hablo por corazonadas, pues Modesto nada me ha dicho...

-Como si lo dijera -añadió el cesante-.   —33→   Podrá ser que si usted no acude a la cita, los acontecimientos sigan un curso... es un suponer... un curso torcido, distinto del que anhelamos todos. Poco tiene que andar el Sr. Ibero, pues el Postigo de San Martín lo tenemos aquí propiamente... a dos pasos... Le llevaremos hasta el mismo portal del 13. Conozco la casa, que es la más antigua de la calle, y en ella estuvo la panadería de los frailes allá en los tiempos ominosos.

Ibero se dejó llevar. Si el cariño de su compañero le avivaba el paso, se lo contenía el temor de lo desconocido y la sospecha de que le llevaban a una encerrona para envolverle en alguna maraña política. Recordaba el carácter de Gallo, un chico excelente, intrépido militar, amigo intachable; pero de cascos muy ligeros, así en cuestiones de mujerío como en las que atañen a la vida pública. De una impresionabilidad excesiva, se remontaba fácilmente de los afectos a las pasiones; su fácil palabra y su asimilación más fácil todavía fomentaban en él los entusiasmos bruscos, el ardor sectario; no sabía querer sin violencia, ni profesar opiniones sin llevarlas hasta el delirio. Tal era Modesto Gallo, a quien Ibero reconocía en aquella forma novelesca de darle cita con media tarjeta, con el sigilo teatral del mensaje confiado   —34→   a dos amigos. Por último, a los temores del alavés se sobrepuso la curiosidad, y cuando se aproximaba con sus conductores al Postigo de San Martín, ya se le hacían largos los minutos para llegar a la solución del enigma.

«¿Será prudente que nos veamos a la salida?» preguntó el honrado manchego, vacilando entre el miedo y la curiosidad.

-¡Sabe Dios -indicó Milagro alardeando de discreción-, si el Sr. de Ibero podrá contarnos...! No, no: resoluciones tan graves no se comunican ni al cuello de la camisa. Vámonos; no está bien que rondemos la calle.

-¡Oh!, no... ¡Podrían creer que nosotros...! Vámonos de aquí -dijo Carrasco sintiendo frío.

Era el temor de la persecución policiaca, que por primera vez en su vida contristaba su ánimo; y no era sólo temor, sino repugnancia y algo que ofendía su dignidad. ¡Verse él, español pacífico y acomodado, padre de familia, señor de ganados y tierras; verse, pensaba, en trotes de persecución, traído y llevado por guindillas inmundos! No: el papel de víctima política, fuera por esta o la otra causa, no cuadraba, no, a su hidalga condición. Amaba la libertad, mas que por propio conocimiento, por lo que de tal señora había oído decir y contar; pero no sentía ganas de martirio por ninguna   —35→   religión política; sólo un gran ideal le movía: el satisfactorio despacho de un triste expediente de Pósitos.

Al despedir al militar, quiso Milagro arrancarle la promesa de que acudiría luego al café del Siglo; mas no consiguió sino una vaga respuesta condicional sobre este punto. Retiráronse viéndole perderse en el lóbrego zaguán, y avanzando silenciosos hacia la plazuela de las Descalzas, Milagro imaginaba trastornos inminentes, a la medida de su loco deseo, y Carrasco sentía, en medio del sofocante calor estacional, ráfagas de frío, el sobresalto de la conciencia, que le afeaba sus concomitancias con gente intrigante y revoltosa. Las sombras de la noche aumentaban su recelo, y agarrándose al brazo de su amigo, aceleró el paso para llegar pronto a la Puerta del Sol, que ya en aquellos tiempos era lo menos obscuro y solitario del viejo Madrid. Para mayor intranquilidad del buen compatriota de Sancho Panza, creyó ver desusado movimiento en la Puerta del Sol, y grupos más compactos que de ordinario frente al Principal. Quiso D. José aproximarse y meter sus narices en el gentío; pero el manchego le llevó a empujones diciéndole: «Amigo mío, no olvidemos que somos ciudadanos pacíficos, honrados... quiero decir   —36→   que no nos metemos en quitar y poner ministros. Allá se las hayan... Adelante: allí, junto al reverbero, parece que leen La España o El Guirigay maldito. ¿Habrá noticias? Ya nos lo dirán en el café. ¿Tendremos libertad? Que la traigan con mil pares; pero nosotros no nos metamos, D. José, no nos metamos... Somos gente de orden».

Subió el buen Santiago al segundo piso de la misteriosa casa; llamó tirando de un sucio cordón; le atisbaron por un ventanillo reforzado con cruz de hierro, y franqueada al fin la puerta, viose ante un hombre escueto que lo mismo podía parecer torero de invierno que sacristán de las cuatro estaciones, el cual, previo examen de la media tarjeta, le introdujo y encerró en una estancia con las paredes cubiertas de imágenes, estampas piadosas y objetos de devoción. Oyendo el intenso murmullo de pláticas muy vivas en próximos aposentos, entretuvo el corto plantón contemplando a la luz de un quinqué pestífero las estampas milagrosas y un retrato de Gregorio XVI con el ropaje bordado en mostacilla, y de pronto se vio sorprendido por su amigote Gallo, que le abrazó con toda la rudeza cariñosa que gastar solía.

«Chiquío -dijo Ibero-, explícame pronto esto. ¿Qué me quieres?».

  —37→  

-Ya te lo diré... aguarda un poco -replicó Gallo, sintiéndose cohibido, premioso en su sinceridad.

-Siento voces. ¿Qué gente es esa? ¿En dónde estoy?

-Entre amigos... Llamado por mí, no debes temer cosa mala. Esta noche conocerás a un hombre... ¡qué hombre, Santiago! Es el más noble, el más digno, el más caballero... ¡con un talento, chico, con una penetración y conocimiento de las personas, de las cosas...!

-¿Quién es? ¿No puedo saber su nombre antes de verle?

-Ya lo sabrás, sí... ahora lo sabrás -repuso el otro algo turbado-. Pero empecemos por decirnos tú y yo algunas palabras, pocas... tirémonos, si es necesario, cuatro mordiscos... Somos amigos; debemos confiarnos el uno al otro el estado de nuestros corazones en punto a... Más claro, confesémonos tú y yo lo que pensamos de esta quisicosa que llaman la situación.

-Lo que yo pienso ya lo sabes -afirmó Ibero con severidad.

-No se piensa lo mismo en campaña que en Madrid. Allá pensamos en batirnos, en defender la vida; aquí en buscar la verdad, en defender los principios...

-¡Metafísico estás!... Menos retórica y más   —38→   franqueza, Modesto. ¿Somos o no somos amigos?

-Amigos hasta morir. Siéntate un momento. Hablaremos como hermanos.

Arrogante y garboso era el tal, y muy bien le caía el nombre de Gallo. Menos que mediana era su estatura; pero no había otro mejor plantado ni que mejor retratara en su continente la bravura indómita y en ciertas ocasiones provocativa. Su encrespado cabello parecía una cresta; sus ojos despedían el fuego de Marte; usaba bigote espeso, largo y caído, imitando el personal estilo de su adorado jefe, Don Diego León. Su voz vibraba en las disputas como clarín guerrero, y acompañábala con gesticulaciones de una energía despótica. Argumentaba cerrado el puño y solidificándolo como una maza de hierro. Empuñaba el argumento como una lanza.




ArribaAbajo- IV -

«Tú has venido aquí -dijo Gallo- como uno de los hombres de confianza del General en Jefe, para preparar...».

-No hemos preparado nada; no hacemos más que sostener... La misión del ejército es   —39→   apoyar a la opinión pública y oponerse a los que quieren ir contra ella.

-¡Inocente! Hablas como El Correo Nacional.

-Hablo como hombre de verdad y como soldado de honor.

-No lo dudo, chiquío. Pero niego que seas tú el único que interprete lo que llamamos la opinión. No constando en ninguna parte de una manera clara lo que la Nación siente y desea, todos usamos el derecho de ser sus intérpretes; y yo, que también tengo mi criterio y aunque bruto, ¡ajo!, sé formar juicio de las cosas, sostengo que el país no quiere la preponderancia de D. Baldomero, ni ve con buenos ojos que se pretenda rebajar la dignidad de doña María Cristina, tratándola como a una mala patrona.

-Veo, querido Gallo -dijo Ibero levantándose-, que no estamos ya juntos frente a un enemigo común: estamos el uno frente al otro, cada cual en su terreno. Somos dos amigos... enemigos. Apenas sofocada una guerra civil, inventamos otra para nuestro uso particular.

-De los capitanes afortunados nacen los grandes ambiciosos, digo yo. Ahí tienes la peor calamidad de las guerras, que nunca son tan malas y desastrosas como cuando concluyen.

  —40→  

-En suma, querido amigo, creo que ya hemos hablado bastante. Confieso mi error. Yo creí que todos los Generales formados a la sombra de Espartero apoyaban la Causa liberal en contra de la camarilla moderada.

-Algunos hay para quienes no existe más causa que la de la Reina, cuyo nombre está escrito en nuestras banderas y en nuestros corazones... corazones muy brutos, ¡ajo!, pero muy leales.

-Háblame con franqueza. ¿Es León el único que resueltamente está contra Espartero?

-No: hay más. Pasa revista en tu memoria a la plana mayor de nuestro ejército. Fíjate en lo más brillante, en lo más ilustre, en lo más inteligente. Entre esos, elige lo mejor de lo mejor. Resultará que todo lo bueno está contra el ídolo.

-¡Ay, amigo mío! -dijo Ibero con profunda tristeza-. Convéncete de que has dado un golpe en vago llamándome, y déjame salir de aquí. Estoy violento, y de seguro te estorbo.

Hizo ademán de retirarse, y el otro le retuvo estrechándole afectuosamente las manos. En el mismo instante oyéronse voces y ruido de pasos. Alguien entraba o salía.

«Aguárdate -indicó Gallo, bajando la voz-,   —41→   deja que salgan esos. Aún tenemos algo que hablar...».

-La reunión concluye -dijo Ibero, poniendo atención a los ruidos de voces y pasos que indicaban la salida cautelosa de un número de personas difícil de apreciar por el oído-. Tienes razón: algo falta que decir. Lo que ha pasado esta noche entre nosotros, y lo que no ha pasado, todo, todo, quedará en el mayor secreto.

-Naturalmente. He contado con Santiago Ibero ¡re-Dios!, que es contar con la decencia misma, con la caballerosidad.

-¿Puedo ya tomar la puerta, chiquío?

-No. Abuso de tu amistad reteniéndote un poquito más. Has formado mala idea de mí, y quiero rehabilitarme en tu concepto. No quiero que quedes bajo la mala impresión de la tosquedad con que yo expreso mis ideas: quiero que estas lleguen a ti por boca mejor que la mía, por la persona de que antes te hablé... No: no te dejo ir sin que le veas. Dame ese gusto, hombre... no te hagas el interesante. Ya no hay en esto compromiso alguno, ni aquí se trata de conspiración, ¡ajo!, ni de narices. Somos dos amigos que oyen la palabra hermosa de un tercer amigo, y así le llamo porque sé que te cautivará. No tengas ningún recelo, ¡contro! Repito que no hay en ello compromiso...

  —42→  

-Por agradable que sea hablar con hombres tan eminentes, yo creo que debo retirarme.

-Aguarda un momento. Pues nada tenemos que hacer aquí, ni se ha de resolver cosa alguna, quizás salgamos juntos los tres. Aguarda te digo, no más que dos minutos.

Sin dar tiempo a que Ibero hiciese nuevas observaciones, salió Gallo, y a los pocos instantes volvió acompañado de un sujeto, a quien presentó en forma solemne: «D. Manuel Montes de Oca, ex-Ministro de la Corona».

La primera impresión de Ibero fue de disgusto, como de quien se ve objeto de una emboscada. Permanecieron los tres un instante mudos, esperando cada cual que uno de los otros dos dijese la primera palabra. En este breve lapso de tiempo, el enojo de Ibero se dulcificó ante la fisonomía grave, dulce y melancólica del joven gaditano, a quien conocía por su nombre, un poco altisonante, y por su fama de caballerosidad. Habíasele imaginado viejo, adusto y con cara de pocos amigos; y viendo su juventud, su hermosura, su expresión soñadora y romántica, sus azules ojos, que antes revelaban las tristezas del poeta que las energías del sectario, reconoció que nuestra existencia no es más que un tejido de errores, y que gran parte del tiempo que vivimos lo empleamos en   —43→   la necesaria rectificación de juicios y creencias.

«No sé cómo pedir a usted perdón -dijo Montes de Oca a punto que los tres se sentaban- por haberle traído a una reunión, cuyo objeto, momentos antes de llegar usted, dábamos ya por fracasado. Ha sido usted muy oportuno en llegar tarde, y así no hay para nadie ni sombra de compromiso. Con media palabra me ha dicho Gallo que no habríamos podido contar con usted. Más vale así, ya que nada hemos hecho ni podremos hacer por ahora. Ello es muy triste; pero de una realidad que a todos se impone».

-Llegando tarde es menos violenta para mí la negativa que yo habría dado a los que, por lo visto, se reunían para defender una causa perdida.

-Por el momento quizás -dijo Gallo-. Luego veremos.

-En política -afirmó Montes de Oca acentuando su expresión de tristeza-, el momento presente es lo que más importa. Al intentar dar una batalla nos hemos encontrado sin fuerzas y, lo que es peor, sin terreno. Usted, Sr. de Ibero, piensa que somos locos, y en ello tiene mucha razón... Pero no: el único loco soy yo, y las personas a quienes he querido hacer partícipes de mi delirio han tenido el buen acuerdo   —44→   de dejarme solo. Respetando las ideas de usted, y en la esperanza de que usted, como hombre leal, respetará las mías, yo me permito emplazarle para dentro de un año, de dos... Entonces veremos dónde está la sinrazón y dónde la cordura.

-Las convicciones arraigadas, señor mío, aunque sean erróneas, merecen siempre respeto. Reconociendo que el proceder de usted en este asunto es obra de una alucinación, celebro infinito que mis compañeros no hayan querido o no se hayan atrevido a secundarle.

-El tiempo hará lo que yo no he podido hacer. Quizás es conveniente que el mal madure y crezca, para destruirlo más pronto y desarraigarlo. En los momentos críticos de la vida de los pueblos, no es fácil saber dónde está la alucinación y dónde la claridad del juicio. Alucinan los triunfos repentinos, no la desgracia; la usurpación puede ser un delirio; el derecho no lo es. Y en cuanto a la nobleza de los móviles, yo le invito a usted a que haga un paralelo, una comparación entre los que defienden la fuerza material y los que patrocinamos la espiritual. Dígame usted qué cree más digno y noble: si alentar el poder ciego de las armas, o apoyar la ley representada en lo más augusto, que es la Monarquía; en lo más hermoso,   —45→   que es la mujer; en lo más sagrado, que es la infancia.

-Sr. de Montes de Oca, usted es elocuente; yo, pobre soldado, no sé más que sentir. Siento las ideas... no sé si digo un disparate. En mi corazón, en mi cabeza dura, las junto con el honor, con el deber militar, con la idolatría de mis jefes, bajo cuyas órdenes he derramado mi sangre; las junto también con el amor de mi querida Patria, de la libertad, a quien adoro sin saber por qué... y con todas estas cosas hago un solo sentimiento, que es mi vida. Así soy, y así me encontrará usted siempre. Conmigo no podrá usted ganar batallas, y yo haré cuanto pueda para que las pierda.

-Dejemos para lo futuro las lecciones que podamos recibir el uno del otro -dijo Montes de Oca-. Por hoy, ya que entre los dos no resulte amistad, separémonos como caballeros que somos. Me reconozco vencido antes de combatir. No abusen ustedes de su poder antes de ser vencedores. Declaro que si yo tuviera fuerza material, impediría la usurpación que se prepara. Entre los defensores de ella hay muchos que la creen odiosa, brutal; pero no se atreven a combatirla. Yo me atreveré, por poco que me secunden, y espero que mi ejemplo traerá prosélitos a esta santa causa. Prepárese   —46→   usted, y los que como usted piensan, a las audacias de un enemigo terrible: ese soy yo, se lo advierto desde ahora para que sean implacables conmigo, como yo lo seré con ustedes. De seguro verán en mí una actitud quijotesca, una pasión que por querer remontarse a lo heroico, resulta ridícula. No me importa: está en mi naturaleza el acometer las empresas grandes que casi parecen imposibles, y no porque lo sean me acobardan a mí... En la expresión de su cara, oyéndome, veo que mis arrogancias no le asustan ni le enfadan.

-En efecto -replicó Ibero-: me agrada su tesón y lo admiro.

-No, no puede considerarse perdida -afirmó Gallo con cierta brutalidad de gesto y de palabra- una causa que tales leones cría.

Levantose Montes de Oca, y después de dar algunos pasos por la estancia detúvose ante los militares y les dijo: «Lo que ahora tememos algunos, lo que ustedes preparan, lo que unos amigos de Espartero niegan con hipocresía y otros anuncian con insolencia, será un hecho dentro de veinte, treinta o más días... qué sé yo cuándo. ¿Y este atentado se consumará sin que en el ejército español, donde hay tantos hombres de honor, se desenvaine una sola espada para impedirlo...? Usted lo cree   —47→   así... yo no, yo no puedo creerlo... Si lo creyera, maldeciría a mi Patria...».

Honda impresión hicieron en el alavés estas palabras, a las que no pudo contestar sino con otras torpes y balbucientes. Era un rudo soldado incapaz de filosofar sobre cosas públicas, un monomaniaco del patriotismo, que no entendía bien las razones contrarias a la breve fórmula de su demencia. Ello no impidió que sintiera misteriosa simpatía por el gaditano, viendo en él un desdichado caballero que se prendaba de los imposibles y a pelear se disponía, solo y triste, por una idea rancia y sin lucimiento... ideas de capa y espada, cosas de la edad media, o de cualquiera edad donde no había progreso.

La despedida fue breve. Ibero le estrechó la mano, sintiendo, y así lo dijo, no ser su amigo. El otro se fue delante, dejando tras sí un suspiro, y hasta que no le sintieron en el tramo más bajo de la escalera, no se determinaron los militares a salir, para dejar entre ellos y el paisano un largo espacio de calle. Descendieron silenciosos, lentamente, y en la calle no vieron más que media docena de vecinos que huyendo del calor de las habitaciones, hacían su tertulia en las aceras, mientras los chicos jugaban en el arroyo. De los portales y cuartos bajos salía un olor de humanidad comprimida   —48→   que destapa sus madrigueras para no ahogarse.

«Estáis locos» fue lo único que Ibero dijo a su amigo, aproximándose a las Descalzas.

-Es verdad -replicó el otro, sacando con dificultad las palabras del cuerpo-. Locura es pelear uno contra veinte. Que triunfen, y sólo con el hecho de triunfar, nos ponen en la proporción de veinte contra uno... ¿Qué es lo que ahora pasa? Que no hay oposición. Pero en España la oposición se forma en cuatro días después del éxito. Nace como la mala hierba, y crece como la espuma. Verás, verás... Yo lo he dicho: para poder apedrear bien a un ídolo hay que ponerlo arriba... Arriba, y bien alto, para que no se pierda ni una china, ¡ajo! Di que estamos locos. Los locos son ellos, y tú, Santiago, tú...




ArribaAbajo- V -

Al día siguiente de este suceso recibió Ibero orden de partir para Valencia, conduciendo cuatro compañías de Borbón y dos de San Fernando. Las únicas personas que de política le hablaron el día de su partida fueron los inseparables Milagro y D. Bruno, sin que ninguno de los dos obtuviera de él ninguna referencia   —49→   de la misteriosa reunión del Postigo de San Martín. Medroso, turbado por la visión continua de graves disturbios, el manchego se mostraba pesimista, con más ganas de volver al terruño que de continuar en Madrid su inútil via-crucis de oficina en oficina. En cambio, D. José soñaba despierto con una revolución pacífica y absolutamente limpia de sangre, que nos trajera la justicia y el reinado de la honradez; jarana filosófica, ante la cual habrían de prosternarse todos, reconociéndola buena, eficaz y definitiva, como principio de una era de perdurable ventura. «Este país se gobierna con una hebra de seda, señores -decía con tenaz convencimiento, que parecía fe religiosa-. Y lo que es una revolución pacífica, que resuelva de una vez todas las cuestiones, no ha de faltarnos. Yo, yo me comprometo a ello sólo con que me dejen tres días de Gaceta. Nada, nada: es cosa sencillísima... Tres días de Gaceta me bastan, y si me apuran, dos... Soy sastre viejo, conozco el paño. Pero, Señor, ¿no es principio de los principios la voluntad nacional? Pues teniendo esta bien manifiesta, basta con un cúmplase. Que se cumpla, y todo el mundo boca abajo. Y no me salgan los moderados con la tecla de que la santísima voluntad de los españoles no es clara como el agua. España clama libertad con justicia,   —50→   y honradez en todas las esferas, y al pedirlo señala con el dedo bien tieso quién puede darnos el bien que no gozamos. ¿Lo quieren más claro? Pues para claridades, ahí tienen lo que ocurrió al paso de la Reina por Zaragoza. El pueblo aclamó con mayor estruendo a la señora Duquesa de la Victoria que a la propia doña María Cristina. ¿Y eso? Pues a cada instante vemos demostraciones no menos elocuentes de la voluntad de la Nación... Yo gobernante, ustedes gobernantes, ¿qué haríamos? Decir cúmplase... y cumplir... Ya ven a qué sencilla fórmula se reduce todo mi sistema. ¡Cumplir, cumplimiento! Y no más trapisondas, no más discusiones, no más derramamiento de sangre... Declaro que no soy partidario de la violencia, ni de los tumultos, ni de que se haga uso de las armas... No se ofenda usted, querido Ibero, si le digo que a todos los militares, en tiempo de paz, les mandaría yo a sus casas, quedándose sólo una corta fuerza para contener a los malhechores... ¿Para qué necesitamos tanta tropa una vez que todo quede establecido en regla? Para nada. Más bien servirán ustedes de estorbo que de ayuda... Y luego, un gasto fabuloso, inútil, mi querido D. Santiago. Yo emplearía las tres cuartas partes del presupuesto de guerra en fomentar la riqueza pública, y por cada   —51→   fusil que suprimiera plantaría un árbol, y en vez de regimientos, pondría Sociedades de Amigos del País, y los cuarteles se convertirían en Universidades, y las banderas servirían para adornar las imágenes en nuestros templos... en fin, poca fuerza y mucha ilustración. Que me dejen la Gaceta, y verán qué pronto...».

Hubiera seguido desarrollando con fácil vena sus proyectos, producto inagotable de su reciente desvarío político, si el buen Ibero, que comúnmente se interesaba poco en la aplicación de los principios, por serle más grata la contemplación mental de los mismos en abstracto, no acelerase la despedida. Deseáronle los dos amigos, y otros que a la sazón llegaron, un viaje feliz, y partió a la cabeza de las seis compañías. Era un anochecer caluroso. Para no fatigar inútilmente a sus soldados, Ibero dispuso aumentar las jornadas nocturnas, abreviando las caminatas durante el día. No podría imaginarse peor tiempo de viaje, siquiera este fuese de tropa, que en toda ocasión debe y sabe ir a donde la llevan. Los caminos eran polvo, el aire fuego; del sol diríase que arrojaba la luz a torrentes y con ella el polvo, y del suelo, que ensuciaba y resplandecía. Y al través de aquel territorio arábigo, seco y ardiente, que media entre las puertas de Madrid y las riberas del Jarama,   —52→   los soldados iban locos de alegría; el calor y la sequedad eran su elemento; ni el peligro ni el temor de guerra podían inquietarles; no aguardaban ni perseguían a un enemigo fiero; no les faltaban alimentos, ni agua, ni obsequios de vino; era su viaje un paseo triunfal por los pueblos feos tras de los cuales vendrían pueblos bonitos, y en todos ellos encontraban muchachas de distintos pelajes a quienes embromar. El contento de la tropa, soltando chispas a lo largo del árido camino, iba prendiendo fuego y levantando llamas de alegría: para los pueblos era una dicha el paso de la tropa, y esta no deseaba sino que España fuese del tamaño de todo el mundo para que la marcha no tuviese fin. ¿Qué más podía desear el soldado sino que le pasearan por el mapa, viviendo y gozando sin funciones de guerra? Vida más deliciosa no podrían soñar los pobres hijos del terruño español, destinados poco antes a matarse despiadadamente. Hermosa era la paz, y grande entre los más grandes el que la había traído...

En medio de la infantil alegría de su tropa, Ibero iba triste, agobiado por el calor. Recorría largas distancias sin hablar con los compañeros que le rodeaban más que lo necesario para los actos del servicio. Como D. Quijote   —53→   en sus horas de melancolía soñolienta, dejaba tomar al caballo el paso que quisiese, y contemplaba las vagas líneas del horizonte, o las nubes, si por acaso las había en el cielo, o las ondas de polvo que el viento llevaba consigo, arreándolas como a una recua de fantasmas. No se crea que el militar adormecía su entendimiento en un éxtasis de cosas políticas, discurriendo si tendríamos mayor o menor grado de libertad. Esto le interesaba, le había interesado en los tiempos de la campaña activa; mas desde los meses que precedieron al abrazo de Vergara, Ibero había sufrido la brusca invasión de una enfermedad del espíritu muy propia de sus años viriles, la cual por venir algo tardía entró con más fuerza, cogiéndole de un extremo a otro todo el campo de la naturaleza física y moral, sin que quedase parte alguna que no estuviese afectada por tan grave dolencia. Que esta era el amor, fácilmente se comprende; un amor como los que se estilaban en aquella época: abrasador, exclusivo, con tendencias lloronas y funerarias, sabores de amargura y relámpagos de lirismo.

La historia era de las más comunes. Apenas conocía Santiago el amor más que por inclinaciones o caprichos insubstanciales, cuando se prendó de una señorita de La Guardia, a quien   —54→   había conocido en la niñez y en la juventud florida de ella, sin que jamás se le ocurriera que viniese a ser la dama de sus pensamientos. Ello fue repentino, obra de un par de tardes apacibles; se inició en una fiesta popular; siguió desarrollándose en un paseo junto a la iglesia, después en un refresco que dio el cura párroco al señorío principal de la villa; y para determinar el incendio de la grande alma de Ibero, no hubo más combustible que unas palabritas de simpatía disimulada con donosas burlas; después otras de él que debieron de ser de lo más atrevido dentro del comedimiento social, y luego... un par de cartas muy respetuosas con las indispensables fórmulas de rendimiento y ternura. Obtuvieron estas una cortés acogida, que ya significaba mucho en la condición de la niña, y a tal demostración siguieron bromas delicadas que encerraban veras muy dulces; en sucesivas entrevistas se marcó el gusto que recibía la señorita de verse amada por un joven tan gallardo como Ibero y de tan honrosos adelantos en la carrera militar; mas no queriendo entregar su alma sin la preparación y trámites que pide la decencia, echó por delante risueñas esperanzas, con las cuales el hombre se tuvo por amante dichoso. Pero ¡ay!, en cuanto le alejó de La Guardia la dura obligación militar, ya   —55→   no fue vida su vida, sino un martirio continuado, pues lo mismo le atormentaban sus alegrías delirantes que sus lúgubres tristezas. Un correo amoroso, enviado y recibido de tarde en tarde, sostenía su pasión en el punto de mayor ardimiento. Cartas recibió en Miranda, en Morella, en Madrid, y cartas expidió desde aquellos y otros puntos. No queriendo dudar, dudaba; la niña, fuese por estudio, fuese porque así lo dictaba la realidad, a lo mejor salía proponiendo ruptura. ¿En qué se fundaba? En razones de familia muy atendibles que no podían exponerse por cartas; en repentinas veleidades de vocación religiosa, que despertaban en Ibero furiosos celos de Jesucristo... Ello es que el hombre no vivía, y sus inquietudes subían de punto con la idea mortificante de no ser grato a la familia, que si le apreciaba como a un joven de mérito, de honrada progenie y buen acomodo, quizás no le creía digno de poseer un bien tan grande como la niña de Castro Amézaga, noble por los cuatro costados y poseedora de un rico patrimonio. En el aburrimiento y soledad de aquel viaje a Valencia, sus temores y tristezas se resumían en el propósito de dirigir una expresiva carta al Sr. de Navarridas no bien llegara al término de su caminata. Urgía despejar la terrible incógnita. Pensando en ello,   —56→   ocupada la mente noche y día por la linda imagen de su dama, iba el hombre tragando leguas, bebiendo polvo, espaciando la vista por las llanuras abrasadoras o distrayéndola en los cerros piníferos; cumpliendo como una máquina sus deberes militares, sin más gusto que el de tolerar a los soldados todos los esparcimientos que no fueran escandalosa violación de la disciplina.

Nada ocurría en el cansado viaje que alterara la desazón tediosa del alma de Ibero. ¡Si al menos hubiera guerra, enemigos que combatir, ocasiones de exponer la vida y de ganar nuevos laureles! ¡Acabarse la guerra cuando él se hallaba casi a las puertas del generalato! La faja hubiera sido un título ante el cual los Navarridas no podrían mostrarse inflexibles... Pero ya no había que pensar en nuevas campañas, pues Espartero había asegurado la paz por mucho tiempo. ¡Qué cosas trae la vida, Señor! ¡Él, Santiago Ibero, que había peleado sin ambición, movido tan sólo del ardiente amor de la libertad, y del gusto de afianzarla con las armas, apenas terminada la lucha sentía en su alma el gusanillo, la avidez de más altos títulos y empleos para deslumbrar con ellos a una noble familia! Y no era él hombre para despreciar la paz, ni haría cosa alguna que contribuyese   —57→   a renovar los pasados horrores. Su conciencia antes que todo. Si no le daban la niña de Castro, no podría vivir. La muerte sería la solución, un morir no menos glorioso que el de los campos de batalla, pues lo mismo daba caer a los pies de Cupido que a los pies de Marte, que tan dios era Juan como Pedro.

Por efecto del calor y del cansancio que le quitaban el apetito, al pasar las Cabrillas iba el hombre tan espiritado, que el caballo, si en ello pensara, habría podido darse cuenta de una notable disminución en el peso de su jinete y señor. Ya en el llano de Valencia, donde los soldados se entregaban a locas alegrías, convidados de la dulzura del clima y de las abundancias de aquella tierra, Ibero se sintió invadido por tristezas más crueles, que se le agarraron al hígado, al corazón, y luego despedían negros vapores hacia la cabeza. Marchando en las serenas noches, se complacía en ver espectros, que surgían a uno y otro lado del camino, y pausadamente se alejaban ante el regimiento, mirando hacia atrás con fúnebres ojos. No eran, no, las nubes de polvo que levantaba el viento, eran ilusorios o verdaderos fantasmas, seres de otro mundo, que venían a penar en este y en el propio lugar donde fueron despojados de su carnal vestidura; eran las   —58→   sombras de los infelices españoles brutalmente fusilados en los mataderos de Utiel, Chiva y Burjasot. De un suelo harto de sangre se evaporaban los trágicos horrores de la guerra para turbar los días serenos y las noches plácidas de la paz. Fuese porque estas imaginaciones le trastornaran, fuese porque al pasar bruscamente del achicharradero de la meseta central a las humedades ribereñas contrajera algo de paludismo, ello es que entró en Valencia con escalofríos y sed insana. El físico le recomendó descanso y pócimas; mas no hizo caso, atendiendo sólo, antes que a su salud, a buscar en el correo, o en la Capitanía General, las cartitas de La Guardia. Contaba con ellas como con la salida y puesta del sol a la hora marcada por los almanaques. Pero los divinos papeles ¡ay!, o no habían llegado, o andaban perdidos en los laberintos de la ciudad, quizás en manos de personas extrañas que los profanaban leyéndolos. ¡Qué abominación! Horrenda catástrofe era que se perdiesen, y crimen nefando que los violara la curiosidad. Lo primero merecía una revolución; lo segundo, un cruel castigo... fusilar sin piedad a todo español que desflorase una carta.



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ArribaAbajo- VI -

La enfermedad de Ibero no fue grave ni larga, y aún habría durado menos si llegaran las deseadas epístolas. En cambio de esta soledad del corazón, veíase mentalmente asaltado de continuas impresiones, pues los amigos le llevaban todo el fárrago de noticias que diariamente llegaban de Barcelona y de Madrid. El capitán D. Jacinto Araoz, que amaba a su superior como a un hermano, le ponía en autos de las graves ocurrencias, refiriéndolas con el calor que todo español pone en las cosas del procomún, principalmente cuando no le afectan ni mucho ni poco. En Barcelona, archivo de la cortesía según Cervantes, arca del liberalismo según los modernos, había estallado un motín. Decían los enemigos de Espartero que la trifulca era obra de Linaje. ¿Qué querían los revoltosos? Pedían, a juzgar por sus gritos, cosas muy buenas. ¡El Duque, la Constitución, nuevo Gobierno! La Reina y el General no se habían entendido en la formación del Ministerio ni en el programa de este, pues de un lado tiraban a que la nueva ley de Ayuntamientos,   —60→   violación de un principio constitucional, fuese sancionada, y de otro a que no lo fuera. D. Baldomero se atufaba y anunciaba la dimisión de todos sus cargos; la Reina no sabía de qué lado volverse, pues los hombres civiles de valía no eran la fruta más abundante en el país. Todos resultaban enanos, medrosos, obedientes a la espada o bastón de quien había sabido mantener el uso exclusivo de estos emblemas de autoridad... El motín fue escandaloso, repugnante: ni los amotinados sabían hacer revoluciones, ni las autoridades el arte y modo de contenerlas. Ocurrieron desmanes vergonzosos, actos de estúpida crueldad; moderados y liberales se injuriaban o se agredían en medio de las calles. Ante los balcones de la residencia del Duque vociferaban los unos, y ante el carruaje de la Reina los otros hacían demostraciones ridículas. Hubo no pocas víctimas, algunas gloriosas; rasgos personales de caballeresca audacia, que contrastaban con el salvajismo de la soez multitud. Terminó al fin la jarana con prisiones y bandos, y el indispensable cambio de personas en los primeros cargos militar y civil.

Por variar, el mismo 18 de Julio estallaba en Madrid otro motín, y los pobres ministros no sabían a qué santo encomendarse. Todo lo arreglaban dimitiendo; con delicadezas y remilgos   —61→   querían gobernar un país revuelto y desquiciado. Felizmente, la Milicia de Madrid supo cumplir, y todo se redujo a los himnos y vociferaciones de costumbre en calles y plazuelas, a los atropellos de gente pacífica por gente desalmada. Libertad pedían los revoltosos, y en nombre de este ideal acometían a las mujeres que llevaban galgas, o a los hombres que por su traza elegante ¡oh contradicción!, parecían enemigos del progreso. La tropa permaneció fiel a la disciplina; los ministros, pasado el peligro, acordaron que se cantara un solemne Te Deum para celebrar la paz. ¡Bonita paz nos daba Dios!... Lo más grave de todo, según el bueno de Araoz, era que Inglaterra y Francia, las dos potencias más poderosas y camorristas del mundo, tomaban partido en nuestras discordias, declarándose los ingleses por la libertad y Luis Felipe por la moderación. «Era lo que nos faltaba -decía el ingenioso capitán-: que las naciones extranjeras vinieran a enzarzarnos más de lo que estamos. ¡Vaya una paz que hemos traído, chico! Ya voy viendo que la mejor de las paces es la guerra, y que nunca están los españoles tan sosegados y contentos como cuando les encharcamos con sangre el suelo que pisan. Preparémonos para otra campaña, querido Santiago, la cual no veo clara todavía, pues   —62→   no sé quiénes serán ellos ni quiénes seremos nosotros; pero entre media España y la otra media andará el juego. A prepararse digo, que aquí la paz es imposible, y si me apuran, desastrosa, porque el español ha nacido eminentemente peleón, y cuando no sale guerra natural, la inventa, digo que se distrae y da gusto al dedo con las guerras artificiales».

Poco interés ponía Ibero en estas cosas, pues para él guerra y paz, progreso y obscurantismo, se borraban en su mente ante el inmenso problema de que llegara o no la deseada carta. Corrieron días, y al anuncio de que la Reina saldría de Barcelona para Valencia, comenzaron atropelladamente los preparativos para la recepción. Llegó Su Majestad por mar, en un vapor mercante, y desde que fue avistado por el vigía, acudieron las tropas a formar en el Grao. Agregado a la sazón Ibero al Estado Mayor, debía escoltar a la Reina hasta su alojamiento, que era el suntuoso palacio de Cervellón. Desde muy temprano se agolpaba la multitud en el puerto. Desembarcó la Gobernadora, y las primeras aclamaciones con que fue recibida al poner el pie en tierra no revelaron un delirante entusiasmo popular. Ibero la vio en el momento en que al coche subía, oído el breve saludo de las autoridades, y quedó   —63→   encantado de la gentil presencia de Cristina y de la incomparable gracia de su rostro. El mirar dulce, las lindas facciones, los hoyuelos que al sonreír se le hacían a uno y otro lado de la boca, le fascinaron. No había visto jamás mujer tan bonita, con excepción de una, de una sola, que por soberanía de amor no podía tener semejante. Y lo más extraño fue que entre aquella, la suya, y María Cristina encontraba misterioso parecido. No eran iguales el color del cabello ni el corte de la frente; pero la boca y singularmente los hoyuelos decían: «aquí estamos todos». Con tal semejanza y la impresión que hizo en él la Reina, cuya imagen llevó estampada en la mente mientras duró el trayecto del Grao al centro de la ciudad, tuvieron gran alivio las melancolías del buen alavés; casi estaba contento; veía rosados y luminosos los horizontes de la vida, que horas antes se le presentaban negros, y se sentía menos desconfiado y pesimista.

En el tránsito de las Personas Reales, las manifestaciones del pueblo resonaron débiles y frías. Habría querido Ibero más calor, más entusiasmo, que bien lo merecían los peregrinos hoyuelos y la seductora expresión de aquella sonrisa. ¿Qué importaba la insana preferencia de la Gobernadora por los moderados, si encantaba   —64→   al mundo con su gracia hechicera...? Nuevamente vio el alavés a Su Majestad al parar el coche para recibir a las muchachas que le ofrecieron ramos, y mayor fue entonces su admiración de tanta belleza, y más vivo el sentimiento plácido que invadía su alma, algo como confianza en lo futuro y retoños de esperanza. Un cuarto hora después de la entrada de la Reina en Palacio, y hallándose Santiago en el cuerpo de guardia, se le acercó presuroso su asistente, y con voces de alegría confianzuda le dijo: «Mi Teniente coronel, ¡dos cartas, dos! Ahora mismo llegaron por el correo... Ahí las tiene. Y que no abultan poco».

Cogió las cartas Santiago, quedándose un rato como si no viviera en este mundo, y las guardó en el pecho para leerlas en la primera ocasión. Como una tarabilla continuó charlando con sus compañeros, a quienes no pudo ocultar la alegría que inundaba su alma. Todas las cosas tomaron risueño color a sus ojos: la oficialidad era más diligente en el servicio; los soldados ganaban en marcialidad y compostura; los generales estaban ya de acuerdo para dar patriótica solución a las graves cuestiones; los políticos de clase civil deponían su ambición y sacrificaban al interés público todo interés personal. ¡Y la Reina!... ¡oh!, ¡la Reina!... Al retirarse   —65→   a su alojamiento, metiéndose la mano en el pecho para acariciar lo que pronto había de leer, se decía: «Esa mujer divina es quien os ha traído, adoradas cartas... Me parece poco llamarla Reina: es un ángel, una diosa...».

Las cartas no decían nada y lo decían todo. Traían las mismas dulzuras de otras, y las propias esperanzas. No fijaban el porvenir de un modo concreto, y esquivaban la cuestión capital; referían con gracia encantadora mil cosas de familia, y en medio de estas intimidades dejaban entrever el obstáculo que era la mayor tristeza del valiente militar. Luego expresaban el gozo de que hubiese terminado la guerra, y entonaban un himno a la paz. De la paz resultaría mucho bien, así a los grandes como a los pequeños. No bien las hubo leído Santiago, le asaltó el formidable tumulto de ideas para la respuesta; había tanto que decir, que difícilmente podría decirlo todo.

Días después, habiendo tomado el mando de Borbón (17 de línea), entró de guardia, y Su Majestad le convidó a comer. En su vida se había visto en trances de tanta etiqueta. El honor de la invitación le vanagloriaba, y el miedo de hacer un papel desairado le afligía; mas se tranquilizó pensando que para salir del paso bastábale su buena educación castiza, sus   —66→   hábitos de caballero y militar. No necesitaba, pues, experiencias cortesanas, pues al soldado de temple no se la había de exigir un conocimiento prolijo de la vida social. Durante la comida, y en la breve recepción que la siguió, Su Majestad estuvo con todos amabilísima, y a cada cual supo decir un concepto grato. Distinguió a Ibero, consagrándole algunas palabritas más de lo que acostumbraba, y ellas fueron tales que el agraciado no pudo olvidarlas en mucho tiempo.

«Sr. de Ibero -se dignó decir la Reina-, se cuenta por ahí que anda usted terriblemente enamorado. Aunque me consta lo que usted vale, temo que una pasión tan fuerte le distraiga del servicio...».

-¡Señora!... -murmuró Ibero en el colmo de la turbación, trémulo como un niño, viendo de cerca los lindísimos hoyuelos que daban infinita gracia a la boca de Su Majestad-. Señora... yo... digo que el servicio de mi patria y de mi Reina es antes que todo.

-Si lo sé... Mientras más enamorados, más caballeros y mejores servidores de estas pobrecitas Reinas. Y qué, ¿no se piensa ya en casorio? No descuidarse, Sr. de Ibero. Ya, ya sé... me lo ha dicho Jacinta... Una huérfana, mayorazga. Son dos hermanas.

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-Las dos de muchísimo mérito.

-Todo se arreglará. Cree Jacinta que todo irá por buen camino...

-La señora Duquesa de la Victoria -dijo Ibero, arrancándose con una audacia de pretendiente- podría interesar en mi favor a la familia de... a los señores de...

Bruscamente cambió de asunto Su Majestad, como herida de un recuerdo vago que anhelaba precisar.

«Me parece -dijo-; no estoy bien segura... paréceme que en la lista de ascensos a coronel que me han presentado ayer está el nombre de Ibero».

-Bien puede ser, señora -replicó el militar-: sé que el señor Duque me había propuesto.

-¡Coronel!... Lo habrá usted ganado bien.

-Deberé mi ascenso, más que a méritos míos, a la munificencia de Vuestra Majestad.

-Subir un escalón más en la milicia es cosa muy buena para los enamorados que desean casarse, pues cuanto más suben, más fácilmente ven a sus novias.

Oyó esto Ibero como un rumor lejano, pues atraían y fijaban toda su atención los hoyuelos jugando en derredor de la regia boca. Distrájose Cristina recibiendo el saludo del General D. Leopoldo O'Donnell y del regidor D. José   —68→   Félix Monge, que entraron en aquel momento; cambió con ellos algunas palabras; volvió luego junto a Ibero, o más bien frente a él, y por despedida le dijo: «Señor teniente coronel, ¿a quién quiere usted que hable: al Ministro de la Guerra o a Jacinta?».

-A los dos, señora -replicó Ibero con una espontaneidad que al poco rato turbó gravemente su conciencia.

Al retirarse no tenía consuelo, y furioso consigo mismo se echaba en cara la grosería de aquella respuesta. «¡Qué gaznápiro me hizo Dios! -se decía-. Debí contestar de una manera fina, con gracia y modestia, no a lo bruto... ¡En qué estaba yo pensando! Di una respuesta egoísta, ambiciosa... una respuesta moderada».




ArribaAbajo- VII -

Viviendo en sus soledades, sin dejar de atender con mecánica regularidad a su militar obligación, nada le importaban a Ibero los acontecimientos políticos, y las noticias del motín de 1.º de Septiembre en Madrid le afectaron muy poco. El movimiento no fue iniciado por la   —69→   plebe ni por los militares. El Ayuntamiento rompió plaza, declarando su propósito de no cumplir la Ley Municipal y poniéndose en frente del Estado. Era una nueva forma de revolución, a lo pacífico, como la preconizaba el buen Milagro, y ello debía de estar bien guisado, porque la Milicia se apiñó resueltamente al lado de los ediles, y el ejército fraternizó con el pueblo. Con este modo de señalar, claro es que no había de correr sangre, ni había para qué.

Llegaban a Valencia las noticias abultadas y con cierto cariz poético. ¡Qué orden tan admirable! Verdaderamente no había pueblo más digno de la libertad que el español. Así se engrandecían las naciones. Los extranjeros se admiraban de nuestra cordura, de nuestra cívica virilidad. Se repetían las frases ardientes de González Bravo, pronunciadas en el Ayuntamiento, las proclamas de San Miguel a la Milicia, y los dichos catonianos de este y el otro individuo, que entonces empezaban a figurar en la historia. Naturalmente, se formó una Junta, que asumió todos los poderes, y su primer cuidado fue dirigir una respetuosa exposición a la Reina. Todo se hacía con respeto: con respeto se convirtió un Municipio en Estado, y la fuerza pública se ponía a las órdenes de un Alcalde, con muchísimo respeto. Oyendo contar a su   —70→   amigo Araoz estas novedades, Ibero lo encontraba todo muy natural; pero no pudo menos de reír al enterarse de que en la flamante lista de secretarios de la Junta de Madrid figuraba el claro nombre de José del Milagro.

Dígase entre paréntesis que la ley de Ayuntamientos, causa de toda la trapisonda, no era más que una triquiñuela legal de los moderados para reducir a su mínima expresión la fuerza popular en los comicios, y matar de raíz las aspiraciones progresistas. Revelaron en ello, si no la suprema inteligencia de que blasonaban, una trastienda frailuna de que sus contrarios carecían. Los caballeros del Progreso, aferrados a la política sentimental, todo lo resolvían con himnos, abrazos y banderolas; los otros iban un poco más al bulto.

Cundió por toda España el ejemplo de Madrid, y el pronunciamiento no tardó en ser nacional. Vencida por un superior juego, la Reina no tenía ya más que una carta, y la jugó sin vacilar: Espartero fue Presidente del Consejo de Ministros... Vio en ello Ibero la solución más natural y conveniente, pues el Duque y la Reina, las dos personas más altas de la Nación, encontrarían la forma y manera de hacer felices a los españoles, dándoles leyes justas y gobernando con prudencia y eficacia.   —71→   Siempre había sido Ibero un gran inocente, y bajo la influencia soñadora y narcotizante de su refinado amor, lo era mucho más. Pensaba como un niño, y en la paz los tonos rudos de su fiereza militar se avenían singularmente con el carácter incoloro y anodino de sus ideas. Por aquellos días recibió su nombramiento de coronel, y fue a dar las gracias a la Reina, que le recibió muy afable, sin repetir las delicadas bromas acerca del noviazgo. Sin duda la señora no se acordaba ya de tal cosa: su semblante revelaba insomnios y tristeza. La gravedad de la situación política la reconoció Ibero claramente en los hoyuelos, que aparecían algo desvanecidos y con pocas ganas de broma. Salió de la regia estancia compadeciendo a Su Majestad, y deseoso de que el Pronunciamiento le trajese días gloriosos, cosa en verdad menos fácil de lo que parecía.

Recibió el coronel con su honroso grado el mando del Príncipe, y en la toma de posesión y en los trabajos de revista de material, documentación, caja y demás, se le pasaron algunos días. Consagrose después a un rudo trabajo epistolar, mandando para La Guardia en plieguecillos de papel toda su alma y tiernísimos memoriales, y mientras escribía con destreza febril, apenas se enteró de que el recibimiento   —72→   hecho en Madrid al Duque fue un delirio, de que la Junta revolucionaria, como quien no dice nada, se permitía pedir a la Reina que diese un manifiesto reprobando los consejos de los traidores que la rodeaban; que separase de su lado a todos los funcionarios palatinos y personas notables que habían concurrido a engañarla, etc. Poco después, no fueron tan sentimentales los acuerdos de la Junta, pues se arrancó a proponer al Duque la reforma de la Regencia, con arreglo a los buenos principios. La Reina era excelente persona, según la Junta, y estaba animada de las mejores intenciones; pero en su inexperiencia encontraban un campo fácil de explotar los que aspiran a perdernos. Para no cansar (el documento es largo y mal escrito), querían los junteros asociar a la augusta persona otras que participaran con ella de carga tan pesada... y merecieran la estimación y confianza nacional.

En esto, formaba el Duque su Ministerio, lo que no le fue difícil, dueño como era de la fuerza y de la opinión, y con sus ministros en el bolsillo, tomó el camino de Valencia, a donde llegó el 8 de Octubre, harto de ovaciones, siendo la más solemne y estrepitosa la que en la ciudad del Turia dispuso y efectuó la gran mayoría del vecindario, el Ejército y Milicia. A la Cruz Cubierta salieron a esperarle generales   —73→   y jefes, el Ayuntamiento, y gentío inmenso de todas las clases sociales. Locos de entusiasmo, los chicos de Milicia y pueblo desengancharon los caballos de la carretela y tiraron de ella tan guapamente hasta el interior de la ciudad, en medio del estruendo de las aclamaciones patrióticas, que semejaba a los fragores de la Naturaleza. Comparsas y músicas unían su clamor a la delirante voz del Progreso. De balcones, ventanas y azoteas llovían flores, coronas, dulces, confites, versos del inspirado Arolas. Al llegar el pacificador a su alojamiento en casa del Marqués de Mascarell, cantaron un himno los coristas del teatro, digno remate de función tan lucida y grandiosa... No ha existido en España popularidad semejante, tanto más hermosa cuanto eran más efectivos los méritos que la justificaban. ¡Qué caminito para fundar algo grande y duradero! Ya se irá viendo, a medida que vaya clareándose el balance histórico, lo que España debió a Espartero, y lo que Espartero quedó a deber a España. Esta pobre vieja siempre sale perdiendo en todas las cuentas.

«Eso de que la Regencia sea doble -dijo Ibero en aquellos días, imponiendo su opinión a la oficialidad, mientras tomaban café en el cuarto de banderas-, me parece una inspiración   —74→   del cielo. Los dos partidos, las dos ideas se juntan y gobiernan y transigen como un matrimonio, que no se puede disolver. Si esto no cuaja, señores, será porque aquí ya no hay patriotismo».

Opinaron todos como él, y pusieron en el cuerno de la luna lo que llamaban la co-Regencia, invención de la Junta municipal y constituyente de Madrid. Mientras de esto platicaban los militares, haciendo de paso sátiras muy acerbas de los personajes moderados que componían la camarilla de la Reina, esta escuchaba en su cámara la lectura del programa ministerial, en el cual, entre vanas retóricas, se soltaba esta idea: Pero lo que más generalmente se desea es que Vuestra Majestad se acompañe de hombres prácticos en la ciencia de gobierno... Luego remachaban con este otro parrafito: Es opinión tan generalizada, que hasta en los pueblos más pequeños y que menos parece se ocupan de las cosas públicas, existe; y es tal la exigencia respecto a este punto, que la creemos irresistible, y un escollo contra el cual se estrellaría cualquier Gobierno que intentase contrarrestarla. Oyó la Reina, y no dijo si le parecía bien o mal el documento, discreción en verdad muy extraña, pues para saber lo que opinaba del programa se lo habían leído. Como para quitar a los consejeros   —75→   el mal efecto que había hecho su mutismo, requirió Cristina el Crucifijo y Evangelios para que los tales juraran, y con esto y el acto solemne de tomarles la prenda de sus conciencias, les tranquilizó, y ellos se tuvieron ya por ministros efectivos. Salieron de Palacio, y pasó un lapso de tiempo que por su importancia en aquella comedia hubo de merecer diversos cálculos acerca de su duración. Fue lo que podría llamarse un rato histórico, y su longitud la apreciaron unos en más, otros en menos. D. Joaquín María Ferrer lo fijaba en veinte minutos, D. Manuel Cortina en quince, y Gómez Becerra en media hora. Ello es que no había transcurrido después de la jura una larga existencia ministerial, cuando Espartero, que aún no había salido del palacio de Cervellón, fue llamado precipitadamente. Su instinto le anunció algo grave, y no se equivocaba el señor Duque, hombre de olfato seguro, pues al entrar en la regia estancia, la Gobernadora, nerviosa y demudada, retorciendo en sus lindas manos el pañuelo, le dijo sólo tres palabritas: «Espartero, yo abdico».

¿Qué hablaron en el resto de la conferencia, que duró más de una hora? Claro es que Espartero empleó aquel tiempo en disuadir a Su Majestad de la resolución expresada. Debió de argumentar   —76→   como ministro, como general y como caballero, y las varias razones salidas de sus labios no debieron de tener otro fin que la demostración del daño grande que al país ocasionaría la renuncia. En ningún archivo histórico consta ni puede constar aquel diálogo; pero la verosimilitud y el arte hipotético pueden reconstruirlo. Lo verdaderamente indescifrable es el pensamiento de uno y otro mientras hablaban; lo que dijeron no ofrece dificultad grande al historiador. Claro como el agua se ve que el Duque agotó todo su caudal lógico para quitarle de la cabeza a la bella Cristina la ventolera de abandonar su cargo, y que la Reina se obstinó en la renuncia, como quien ha tomado un acuerdo irrevocable, con su cuenta y razón. O anhelaba descanso, vida doméstica, goces más tranquilos que los del poder, despojado ya de todo encanto para ella, o vislumbrando un porvenir de dificultades insuperables, hacía la jugada de endosar al vecino su parte de responsabilidad. Cualesquiera que fuesen los móviles, estrategia o fatiga, ello es que la Soberana y el Soldado se separaron cada cual con su tema. No hubo acuerdo más que en la conveniencia de que sólo el Gobierno supiese la grave resolución, y de que al día siguiente se celebrara Consejo para discutirla.

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Pero ¡ay!, el Gobierno no fue más afortunado que su Presidente: los pobres ministros, que se creían en situación muy desairada ante una Reina que, mientras tomaba juramento, tenía guardado el escrito de su renuncia en la gaveta de la mesa donde estaban el Crucifijo y los Evangelios, hablaron sin tasa para disuadirla. Todo inútil. «Yo me voy, yo me voy, y yo no puedo más». Con esta misma tenacidad categórica rechazaba María Cristina todos los extremos del programa ministerial, negándose a suspender la ley de Ayuntamientos y a reconocer la legalidad de las Juntas, y abominando de la co-Regencia.

«¿Por qué Vuestra Majestad no nos dijo todo eso antes de hacernos jurar?».

-Porque no podíamos prescindir del juramento, señores míos; porque era forzoso que hubiese un Ministerio en quien resignar el poder, para que la Nación no quedase sin gobierno.

Ni con estas razones ni con otras que expuso la dama se dieron por convencidos, y acordaron dejar en suspenso la discusión, celebrando nuevo Consejo al siguiente día. En el intermedio preparose Cristina de nuevas armas dialécticas, que fácilmente encontraba en el arsenal de su camarilla, y el Ministerio, tras una   —78→   fatigosa disputa en que la fuerza lógica de seis hombres de autoridad se estrellaba en la tenaz porfía de un ser débil (hecho en verdad muy humano, que ocurre constantemente en el orden privado), se declaró vencido... Espartero y los suyos hubieron de aceptar la situación creada por la renuncia; mas no se puede determinar, a estas distancias cronológicas, si al acto de aceptar el hecho acompañó tristeza o alegría de los corazones. La actitud de Cristina tomaba toda su fuerza de la propia debilidad mujeril y del respeto y exquisitas consideraciones con que era forzoso tratarla. Había pronunciado con toda la majestad del mundo un ahí queda eso, y ya podían venir a predicarle abogados, generales y hacendistas. Si estos querían hacer un poco de historia con elementos más o menos políticos y literarios, ella sabía componerla con un mohín tan enérgico como gracioso, con un rasgueo de abanico y un estira y afloja de los expresivos hoyuelos.

No tardó en hacerse público el estupendo caso, y cada cual lo comentó como quiso, prevaleciendo el criterio de que Doña María Cristina daba muestras de gran patriotismo, quitándose de en medio para que viniesen otros a labrar la felicidad de la patria. Entre tantas opiniones, el historiador debe preferir las que rompían   —79→   los vulgares moldes del juicio de los más, revelando en su propia extravagancia un cierto poder de adivinación. A la tertulia del cuerpo de guardia de Palacio asistía diariamente un señor de edad madura, a quien llamaban Don Nicolás, no se sabe por qué, pues no era este su verdadero nombre. Gustaba de andar entre militares, sabía revolver la historia de su época y apuntar sobre cosas y personas juicios muy donosos. Valenciano neto, poseía la perspicacia levantina, el decir sentencioso, y un sentido de la realidad que los ribereños del Mediterráneo deben a la frecuencia con que les visita el espíritu de Maquiavelo.

D. Nicolás expresó una opinión que fue motivo de risa y chacota entre los circunstantes, bebedores de café y copas, fumadores de tagarninas. «Pues la razón de todo esto -dijo- es el odio que la señora ha tomado a Espartero. Le aborrece; no puede matarle con su autoridad, y le mata con su dimisión. La cosa es bien clara. ¿Cuál es para Cristina la mejor manera de hundir al Duque y de inutilizarle para siempre? Un hombre, un Rey, le arrancaría de las manos el bastón de generalísimo. Una mujer posee otros medios de venganza y castigo más eficaces... ¿Qué es ello? Pues ponerle en la situación de que la patriotería le haga Regente.   —80→   Cátate Regente por virtud y gracia de los patriotas, cátate perdido. Esto es juego muy fino, señores, la quinta esencia del saber político y humano. Para poseer esta ciencia sutil hay que ser de la otra banda, haber nacido al pie del Vesubio o del Etna. Acá somos más llanotes y atacamos al enemigo por lo derecho... ¿Qué, se ríen? Le da la Regencia; él la toma; y ella, sentadita a la otra orilla, le ve patalear y hundirse...».

Rieron, porque si el juicio era tan disparatado que no merecía los honores de la refutación, en él resplandecían la originalidad y el ingenio. Por toda Valencia cundía, entre carcajadas, con el estribillo de Cosas de D. Nicolás.




ArribaAbajo- VIII -

Ya en el trance de dar forma legal a la renuncia, el Gobierno se aplicó a endilgar del mejor modo posible la página histórica, para que los venideros tiempos no tuvieran nada que decir en punto a formalidades, y allí hubo de lucir todo su talento el que luego adquirió fama imperecedera, D. Manuel Cortina, hombre muy   —81→   fuerte en jurisprudencias y en el conocimiento de la humanidad. Resultaba dificilísimo fundamentar la renuncia de la Gobernadora, que en 16 de Septiembre había dicho en un decreto famoso que satisfaría las necesidades de los pueblos. ¿Con qué razones se justificaba la ligereza de negar en Octubre lo que un mes antes había ofrecido conceder? Aquí del ingenio político, aquí de las elasticidades del pensamiento y de la palabra, para concertar un sí con un no y fundar encima el catafalco de la renuncia. Si por su entendimiento descollaba Cortina, no valía menos por la rectitud de su conciencia; y no hallando razones públicas con que motivar ante la posteridad el paso de la Reina, creyó que debía buscarlas en el orden privado. Demostró en ello más inclinación a resolver todo conflicto con resortes humanos que con artificios forenses, y rebosando de sinceridad y buena fe, propuso a la Reina que por cimiento de la dimisión se pusiera el hecho firme, bajo el punto de vista legal, de su casamiento morganático.

Debe decirse que si lo del casamiento no era más que un rumor, la naturaleza maligna del caso le daba tanto crédito, que ya en 1840 poquísimas personas lo negaban. Últimamente, la desavenencia ruidosa entre Cristina y su hermana   —82→   contribuyó a difundir el secreto, pues Doña Carlota, refugiada en París, no halló mejor modo de distraer los ocios de su proscripción que refiriendo con pormenores de verdad todo el idilio palatino y morganático. Se cuenta que Su Alteza patrocinó un libelo que sobre la regia historia escribieron plumas venales en la capital de Francia, el cual no pudo ver la luz pública porque nuestro Embajador, Marqués de Miraflores, se cuidó de recoger toda la edición y destruirla, no sin que se escaparan algunos, muy poquitos, ejemplares.

Bueno, Señor. El sabio, el íntegro Cortina, que creía verdad lo del casamiento, y sin duda no lo tenía por delito, sí por impedimento para ejercer la Regencia, se atrevió a ser sincero con Su Majestad. Mas la viuda de Fernando VII no juzgó que había llegado aún la oportunidad de hacer público aquel suceso, o entendía que su figura histórica se achicaba enormemente si aparecía prefiriendo la actitud amorosa a la política, y sin mostrar sorpresa ni indignación denegó el caso. Ya no tuvo más remedio D. Manuel que devanarse los sesos para construir el castillete retórico que debía ser una página más de esa historia falsificada que elaboran diariamente los gobiernos con ideas muertas y palabrería de mazacote, historia   —83→   indigesta, destinada al olvido. Otra cosa será cuando no haya tanta distancia entre la psicología de Reyes o gobernantes y los moldes de la Gaceta; entonces tendremos la real historia escrita al día. Pero es muy dudoso que este tiempo llegue; resignémonos a una vida de ficciones, y a recoger los granitos de verdad que a duras penas extrae la observación del fárrago indigerible de la literatura oficial.

Aplicáronse los señores ministros a resolver diversos problemas secundarios, nacidos de la renuncia, tales como la cuestión de tutela, la disolución de Cortes, etc., y no se cayó el firmamento, ni subió el vino, ni vieron los españoles la menor alteración en su vida bonachona. Comía el que tenía qué, y todos hablaban cuanto querían de lo humano y lo divino, derrochando su aptitud crítica, que era y sigue siendo la virtud o el vicio del siglo.

Santiago Ibero, cuyas tristezas se exacerbaron cruelmente en los días de la renuncia, por los motivos que él mismo dirá, se fue una mañana, la del 10 según los informes más autorizados, a la residencia del Duque su ilustre jefe, y solicitó audiencia de la señora Duquesa, que aquel día no prestaba servicio en Palacio al lado de la Reina. Tras corta antesala se dignó la señora recibirle, y no manifestó en   —84→   aquella ocasión crítica toda la afabilidad que en su bello rostro hallaban comúnmente los que tenían la dicha de tratarla: sin duda la inquietaba la próxima partida de la Reina, y anticipándose mentalmente a volver aquella hoja histórica, veía quizás obscuras y garrapateadas las páginas siguientes.

«¿Qué traes por aquí, Santiago?».

Se sentó indolente, señalándole el asiento próximo. Como Ibero, indeciso y turbado, permaneciese en triste mutismo, continuó la dama: «¿Qué te parece de esta renuncia? ¿Has visto cosa más inesperada y sin fundamento? ¿Qué opinas tú?».

-¿Yo, señora? Nada, absolutamente nada -replicó el coronel con toda su alma-. No he tenido tiempo de pensar en ello, abrumado por... En fin, no quiero aburrir a usted con mis lamentaciones.

-Sí, hijo; no hagas el Jeremías, que no estamos para llorar. ¿Qué te pasa?, dímelo de una vez.

-Vengo a suplicar a usted que interceda con el señor Duque para que me mande a Vitoria. Me ha dicho el ayudante del Sr. Linaje que el mismo día de la partida de la Reina saldrá El Príncipe para Madrid. Yo, que en tiempo de guerra jamás solicité cambio de destino,   —85→   en tiempo de paz, y viendo una absoluta incompatibilidad entre mis intereses particulares y el real servicio, estoy decidido a pedir la absoluta si no se me manda al Norte.

-¿Y por qué esa prisa de ir a Vitoria? ¿Qué se te ha perdido allí?

-Se me ha perdido, o se me quiere perder, lo que para mí vale más que cuanto existe en el mundo. Perdone usted: debí empezar por ponerla en antecedentes, para que se haga cargo de las causas de mi desesperación. En la carta que recibí momentos antes de saber la renuncia de la Reina... parece que el demonio lo hace, señora: mis alegrías y mis penas coinciden con los sucesos políticos más graves... pues momentos antes recibí una carta... ya me esperaba yo este jicarazo, que se me había anunciado en cartas anteriores... Total, que la familia quiere que rompa a todo trance, porque se ha determinado que Gracia dé su mano al Marqués de Sariñán, a fin de unir las casas de Idiáquez y Castro-Amézaga.

-¡Dios nos asista!... ¿Pero es ella quien te lo propone?

-Ella, movida, según dice, de la obediencia, del respeto a los superiores... Bien quisiera protestar de tal tiranía; pero se halla sin fuerzas para la rebelión: su voluntad, no muy   —86→   fuerte, se halla cohibida por la de su hermana, que es, como usted sabe, la que piensa y obra por las dos. A usted sorprenderá, como me ha sorprendido a mí, que Demetria, la gran Demetria, sacrifique la felicidad de su querida hermana por el marquesado de Sariñán.

-Santiago Ibero, tú no estás en tus cabales, y la pequeñuela de Castro juega con tu corazón, sin duda para ponerlo a prueba. Eres un niño; el amor te tiene tan ciego, que no ves toda la picardía de ese angelito juguetón de quien te has enamorado.

-Quizás habría pensado como usted si con la carta de Gracia no hubiera recibido otra de Navarridas en que me canta la misma tonadilla... que renuncie, que no insista; que la familia determina otra cosa por razones muy respetables... y todo ello en un tono seco y autoritario que me ha puesto, como usted ve, fuera de quicio, y con ganas de adoptar los medios revolucionarios. No me resigno, señora; no me estimo en tan poco como Navarridas quiere tasarme. Quiero que el señor párroco de La Guardia me diga esas cosas en mi cara; que Demetria también me las diga... que no me lo cuenten por cartas... que me suelten el tiro a boca de jarro si se atreven a ello... Decidido estoy a todo: si el jefe no accede a lo que le pido,   —87→   me iré de paisano. ¿Qué vale ya mi carrera militar, ni para qué la quiero?

-Pero, tonto, si pides la absoluta, bien podría ser que te hicieran menos caso. Pongamos que convenzo a Baldomero y te da el mando de un regimiento de los que están en el Norte: Farnesio, Cuenca, no sé... Vas, llegas...

-Y me persono en La Guardia, y pido explicaciones, y propongo a Gracia la rebeldía, la evasión, la fuga... Cerco la casa, la incendio; arrebato a Gracia, la robo, hago el trovador: no me arredran los lances de comedia... Y si no pudiera conseguir lo que intento, porque la familia, el enemigo, se me anticipara con precauciones y defensas, el volcán de mi alma reventaría por el cráter de la venganza... Ya lo ve usted: sin quererlo me vuelvo poeta... y hago versos... en prosa... sin que ello me resulte ridículo... Pues sí: ¡venganza, justicia!... Cintruénigo me la pagará... Pegaré fuego al palacio de Idiáquez, arrasaré la villa, no dejaré piedra sobre piedra... ¿Para qué estamos los militares más que para castigar la maldad, para meter a todo el mundo en cintura?

Rompió en franca risa la señora Duquesa, y le dijo: «Pues, hijo, medrados estamos con tus ideas... No se os han dado las armas, no, para que con ellas atropelléis a la gente pacífica, ni   —88→   para esas venganzas de teatro. ¡Pues estaría bueno!... Santiago, si sigues diciendo esos disparates, creeré que eres capaz de hacerlos; y Baldomero que se interesa por ti más que tú mismo, te mandará a un castillo hasta que te pase la calentura. Ten formalidad, y yo te prometo interceder para que te dejen ir a ver a la niña, y puedas echar un párrafo con María Tirgo... Vamos, hombre, que no serán las cosas tan negras como tú las pintas... Es que con la paz, los valientes os volvéis otros, digo yo, y todo el furor de guerra que teníais en el cuerpo os sale en forma de tonterías, y os ponéis babosos, y qué sé yo...».

-¡La guerra! -exclamó Ibero dando un gran suspiro-. Los días más penosos de la campaña, aquellos en que me vi en mayores peligros, en que sufrí más hambres, fueron, ¡ay! los más felices de mi vida... Ya no volverán.

-Ni falta que nos hace. ¿Pues qué, siempre hemos de estar peleando para dar gusto a estos señoritos alocados?

-No digo que siempre estemos en guerra... digo que aquello para mí era mejor, que me gustaba más.

-Buen provecho te haga. No, no: España quiere ahora paz, y una paz larguísima, para   —89→   que prospere todo, hijo, y seamos un pueblo ilustrado y rico.

-Así lo he pensado yo; pero no me sale la cuenta, señora.

Algo más quería decir; pero le interrumpió la entrada de Espartero. Levantose Santiago con marcial presteza al sentir el ruido de la mampara, y dando media vuelta se encontró ante la cara cetrina del pacificador, que aquel día no revelaba un temple muy favorable a las conversaciones ociosas.

«¿Qué quiere Santiago?» preguntó casi sin mirarle.

-Quiere que le mandes a Vitoria -dijo la Duquesa entre seria y festiva, poniendo toda su bondad generosa al servicio de una causa de amor harto simpática-. Y realmente tiene que hacer allí. Es una iniquidad que le quiten su novia y la casen por fuerza con otro, a estilo de comedión pasado de moda. Los Navarridas dan un bofetón al Ejército español, y esto no debe consentirse.

-¿A Vitoria...? -repitió Espartero, que engolfado en otros asuntos y pensamientos no se hizo cargo de lo que oía-. ¡Válgame Dios, qué jaqueca nos está dando esa buena señora! Hoy hemos salido locos... ¿Pero no comemos, Jacinta? No es que yo tenga ganas; pero hay que   —90→   comer, no sólo para vivir, sino para salir pronto de esa obligación de la comida, y ocuparse uno en lo que ha de hacer por las tardes... Ahora me acuerdo: tenemos que esperar a Cortina, a quien he convidado... Me parece que ya está ahí: ese es de los puntuales. Santiago, te quedarás a comer con nosotros... No hay excusa: yo lo mando. ¿Con que a Vitoria? Por ahora no puede ser. Ibero irá siempre a donde yo le necesite, y yo le necesito a mi lado... en Madrid.




ArribaAbajo- IX -

La repetición de este concepto, al siguiente día, quitó a Ibero toda esperanza de que el General accediese por el momento a trasladarle al Norte; y para colmo de desdicha, siempre que de esto se le hablaba, respondía Espartero con mayor severidad y firmeza, tomando a broma lo de la licencia absoluta, que calificó de chiquillada indigna de un hombre serio. No tuvo al fin Santiago más remedio que resignarse, ayudándole en su conformidad la bonísima doña Jacinta, que le prometió escribir a La Guardia para informarse de la intriga o cábala   —91→   matrimonial que hacía de un bravo coronel de ejército un desairado personaje de comedia sentimental. En los días que precedieron a la partida de la Reina, se distrajo con las precauciones que hubieron de ser tomadas para impedir que se turbara el orden, pues corrían voces de que la caterva reaccionaria produciría un motín en el momento de salir Su Majestad de la misa en la Virgen de los Desamparados para dirigirse al muelle. El plan era precipitarse al coche, cortar los tirantes, y haciendo de borriquitos los señores y pueblo, llevarse a la Real persona con rápida tracción a Palacio. Así desbarataban caballerescamente todo el plan de embarque, dando por nulo y sin ningún valor el acto de la llamada renuncia.

Bueno será indicar el extrañísimo estado psicológico de Ibero con respecto a la Reina, para que a nadie sorprenda que se alegraba de verla partir, aun conservando hacia ella una simpatía dulce, y compadeciéndola por la pena de separarse de sus hijas. El amor, que desatado con violencia desequilibra las facultades y centuplica la sensibilidad y la fantasía a expensas de la razón, probó de un modo excepcional todo su poder en el valiente Ibero, llevándole al delirio, y haciéndole ver en la Naturaleza y en la Sociedad fenómenos y relaciones propias de la   —92→   edad primitiva. No llegó ciertamente a un estado de locura como el de Cardenio; pero sí a creer y sentir como hijo de las selvas, de las espeluncas o de cualquier otro sitio donde no había civilización, ni ciencia, ni pacto social, sino rebaños de hombres soñadores y pacíficos ante los sublimes espectáculos del cielo y de la tierra. El bravo coronel veía signos de celestial escritura en las dispersas estrellas y constelaciones, o figuras humanas que recorrían con pausada solemnidad la inmensa bóveda; animaba con su naturalismo creador los objetos terrestres, atribuyendo a los árboles, a las peñas, a las sombras de los edificios, y aun a las cosas más innobles, figura, existencia y personalidad, y separando todas estas visiones en las dos categorías de benéficas y maléficas. Un poste, a veces, le miraba con saña; un ventanucho le sonreía; una caja de cigarros le decía: «cuidado Ibero» con fraternal interés; una banderola ondeando al viento le gritaba: «tonto, ¿por qué vives?». Aprendió mil supersticiones sin que nadie se las enseñara, y mil formas de jettatura. Reconociendo él mismo la ridiculez de aquel trastorno, actuaba sobre sí con la voluntad, y trataba de quitarse tales tonterías de la cabeza, diciéndose al fin: «¡Qué bien te vendría, Santiago, que estallase otra guerra,   —93→   para que los cuidados y peligros te limpiaran el entendimiento de esta mugre!».

Cuando llegó Doña María Cristina, la peregrina casualidad de que en un mismo día y hora apareciesen la Reina y la carta que le hizo tan feliz, fue parte a que Santiago creyera su destino amoroso asociado a la persona de la Soberana. Los hoyuelos del divino rostro de Cristina eran la cifra o representación de la divinidad misteriosa que preside al amor, y ellos le infundían esperanza, le señalaban un camino, le recomendaban la perseverancia y la fidelidad, anunciándole nuevas dichas cada vez que en público se mostraban. Pero de pronto el influjo benéfico de la regia persona trocose en maléfico influjo. Con la renuncia de la Regente en el mundo político, grande y ruidoso trastorno, coincidieron en el individual mundo del enamorado, las tristísimas nuevas venidas de La Guardia en las cartas de Gracia y Navarridas. No fue preciso más para que la Reina se trocase de ángel en demonio, entendiendo por esto un ser muy bello, pero de muy malas intenciones, que provoca desastres y ruinas sólo con una mirada. Otras mil ocasiones de probar la sombra maligna de la viuda de Fernando VII se le presentaron, pues observó más de una vez que siempre que la veía, le pasaba algo desagradable.   —94→   En fin: convertida la Reina en el genio adverso del buen militar, en la fase negra de su destino, ¿qué había de desear sino que se marchara? Y para desbaratar su poder maléfico, convenía que saliese por donde había venido: por la inmensidad del mar. Mares y cielos traen y llevan las fuerzas invisibles del mal y del bien.

Conjurado por el Gobierno y las autoridades el peligro de aquel tremendo complot para no dejar salir a la Reina, se preparó todo para la mañana del 17 de Octubre. Ibero y otros jefes recorrían desde el amanecer la carrera, disponiendo la distribución de fuerzas del Ejército y la Milicia, desde la Puerta del Mar hasta el Grao, y reforzando los puntos débiles como si se tratara de tomar posiciones para una batalla. Cuando se aproximaba la hora, vio pasar, camino del puerto, a todos los personajes que eran figuras de primero y segundo orden en el mundo oficial, luciendo sus uniformes con bandas y cruces. A las seis de la mañana, ya el corto muelle del Grao se hallaba tan obstruido por la muchedumbre de funcionarios, como en tiempos modernos por las cajas de naranjas en días de embarque. Militares había en gran número, y magistrados y clérigos, y a unos y otros hubo de señalarles Ibero los puestos convenidos   —95→   para que pudiesen ver a Su Majestad y saludarla sin confusión. Allí estaban, representando al Ejército y la Marina, el Mariscal de campo Borso di Carminati, el Subinspector de Artillería D. Casimiro Valdés, el Comandante de Ingenieros D. Juan de Quiroga, el Comandante del Tercio Naval D. José de Julián. Por el clero, iban el Chantre de la Catedral Don Miguel Soler, el Magistral D. Vicente Llopis, el Penitenciario D. Juan Broto y multitud de curas párrocos, señalados algunos por concomitancias cabreristas. De la justicia eran dignos representantes D. Vicente Fuster, Regente de la Audiencia, y el Fiscal D. Andrés Ruiz Morquecho, amigo y conmilitón de Ibero. Empleados de categoría formaban la masa obscura, sin casacas ni relumbrones, figurando entre ellos el Administrador de Loterías, el de Aduanas, el comisionado de Amortización, y tras estos los síndicos del Ayuntamiento y el Administrador interino de ramos decimales, que no era otro que aquel D. Nicolás, filósofo de la historia y profesor de maquiavelismo.

Antes de las seis llegó la Reina en coche de cuatro caballos; había recorrido el trayecto desde la casa de Cervellón sin que saliesen las turbas moderadas a desenganchar para ponerse a tirar del coche. Todo resultaba fácil y corriente   —96→   en la realidad, y la Gobernadora dimisionaria salía del Reino sin producir más entorpecimiento que una partida de naranjas. Tras ella, en otros coches, llegaron los individuos que la opinión señalaba como figuras culminantes de la camarilla: el Duque de Alagón, Capitán de Guardias de la Real persona; el Conde de Santa Coloma, Mayordomo mayor; el Marqués de Malpica, Caballerizo, y algunos otros, cuya celebridad iguala a su insignificancia. Y seguían Doña Jacinta y otras damas de la Reina llorando: algunas partían con Su Majestad, otras se separarían de ella para siempre por disposición de los hados políticos. Los Generales Seoane y Espartero formaron a un lado y otro de Su Majestad para conducirla a la falúa. La despedida fue tiernísima. María Cristina tan pronto se llevaba el pañuelo a los ojos, como saludaba a la multitud agitándolo, sin poder decir más palabra que adiós, adiós... Viola Ibero embarcarse y partir sin apartar los ojos de tierra y del gentío que vitoreaba. Los hoyuelos, si para todo el mundo eran la afabilidad y el cariño, para él fueron la expresión de una ironía diabólica.

Íbase al fin bendita de Dios; su ausencia daba al enamorado militar esperanzas de un cambio feliz de su sino. Era el ocaso de una   —97→   constelación adversa, que no volvería, no, a traspasar la línea del horizonte. Vio Ibero a la Reina subir la escalera del barco y agitar en lo más alto de ella su pañuelo mirando a tierra. El vapor, que humeaba ya, presuroso de salir, levó anclas y empezó a dar paletadas, no tardando en tomar carrera fuera del puerto y en emprender su marcha ceñido a la costa. El Mediterráneo, tranquilo aquel día, se puso de azul intenso para recibir y transportar a la ninfa de Parténope. Debió de recapitular la Reina en su mente, mirando las costas españolas de que se alejaba, los diez años de su vida en nuestra tierra. ¡Qué cosas pensaría, qué cosas debió de decirse!... Recordaría también su salida de Nápoles en 1829, cuando vino a casarse con el Rey odioso y feo, y cotejando aquella salida con la de Valencia, diez años después, quizás pensó que su vida transcurría entre volcanes: allá el Vesubio, aquí la Guerra Civil, y tras esta la inmensa pira del Progreso, que no esperaba más que una mecha encendida para arder por los cuatro costados... A tiempo se iba, después de haber desempeñado un glorioso papel político. Si enemigos crió, de amigos y sectarios entusiastas dejaba también buena empolladura. Hijos no le faltaban; que la Naturaleza habíala hecho bien prolífica, y si   —98→   dos tiernas criaturas quedaban aquí, otras hallaría en Francia, sin contar lo que viniera después. Más satisfecha como mujer que como Reina, se consolaba de sus desgracias políticas considerando la dificultad del cargo. Pero, en conjunto, no le había sido adversa la fortuna, y recapitulando al son de las paletadas del vapor, le salía más crecida la cuenta de los bienes que la de los males.

No tardó en perderse el vapor Mercurio mar afuera, y a las diez de la mañana, los moderados doloridos que desde el Miquelete o en altos miradores seguían con catalejos el curso de la nave por la azul inmensidad, no descubrían ya más que un tiznón sobre el horizonte. Por allí iba... ¡Qué dolor! ¿Volvería?...




ArribaAbajo- X -

Antes de terminar Octubre, ya estaba Ibero de nuevo en Madrid, hastiado del viaje de regreso, igual al de ida en aburrimiento y monotonía, sin más diferencia que la producida por el estado atmosférico, pues si le achicharraron en verano los calores, en otoño las pertinaces lluvias le mojaron y refrescaron más de   —99→   lo que quisiera. Fue casi todo el camino en la custodia y acompañamiento del General Espartero, viéndose obligado a presenciar unas cuarenta ovaciones en pocos días. Habríale gustado dar convoy a la Reina y a su hermanita; pero casi todo el camino fueron una o dos jornadas por delante, con su lucido acompañamiento de damas, caballerizos, escolta y numerosísima servidumbre. Sólo en la subida de las Cabrillas las vio y fue junto al regio coche un buen trecho. Por cierto que iban las dos niñas muy monas, picoteando con las damas que ocupaban la delantera, y dirigiendo a cada instante su voluble atención con juguetona risa hacia toda novedad de cosas o personas que hallaban en el camino. Por cierto que se fijaron en el Coronel, y aun le hicieron un poquito de burla, porque habiéndose interpuesto unos gitanos que bajaban el puerto con media docena de jumentos, se desorganizó un tanto la marcha de coches y jinetes. Ibero trató de restablecer el orden, arreó latigazos a los borricos, y la gitanería defendió su derecho al camino con graciosos denuestos. Tal incidente fue muy del agrado de las niñas, y la incomodidad de Ibero, no proporcionada quizás al motivo del lance, les hizo mucha gracia.

Desde aquel día las niñas se adelantaron y   —100→   no las vio más. Iba el Coronel en compañía de personas fastidiosas, de funcionarios sin ninguna amenidad, que no hablaban más que de política, como si nada existiese en la Naturaleza digno de atención. El 28 llegaron a Madrid, siendo recibido el Gobierno Provisional o Ministerio-Regencia, que de ambos modos se le llamaba, con todas las músicas disponibles y con las aclamaciones de ritual. El mismo día de llegada se confirió a Ibero el mando de Saboya (6.º de línea), acuartelado en el Pósito, y la primera ocupación del Coronel fue arreglar su instalación personal no lejos del cuartel y de la Inspección de Milicias, donde fue a morar el Duque con su familia. El 30 tenía ya su acomodo en una casa de la calle del Turco, agregándose a una familia riojana en calidad de huésped, pues firme en su tenaz idea de marchar al Norte a la primera ocasión que se presentase, no quiso poner casa ni embarazar su libertad. El continuo trajín militar, la dignidad de su mando, y más que nada las noticias consoladoras que recibió de La Guardia, aplazando el conflicto y reverdeciendo esperanzas, le aliviaron grandemente de su mal, y su mente se despejó de aquellos delirios supersticiosos que le habían atormentado en Valencia. Alguna vez le sobrecogían temores hondos, sin otro motivo   —101→   que presenciar la caída de una cafetera, o escuchar la desafinada voz de un ciego que pregonaba el Huracán. Pero se dominaba, consiguiendo llevar a sus nervios la disciplina, a su razón la luminosa fuerza.

Reanudando sus amistades de otros días, encontró a Bretón amable y gracioso, a pesar de las tristezas de su cesantía. Por ley que parecía obra de la Naturaleza, tal era su regularidad, el nuevo régimen le había separado del comedero de la Biblioteca, para poner en él a persona más conforme con las ideas dominantes; frecuentaba Ibero su trato y el de su familia, gozoso de la paz de aquella casa, donde moraban la honradez, la modestia y todas las gracias castizas en verso y prosa. De muy distinto género era la amistad de González Bravo, el periodista impetuoso del Guirigay, el que se puso a la vanguardia del motín de Septiembre, penetrando a la cabeza de los primeros grupos en el Ayuntamiento. El triunfo del pueblo había hecho de Luis González un energúmeno: en vez de aplacarse con el acabamiento de la tiranía moderada, se inflamaba más en ardor patriotero y en ansias de libertad. Se decía que, contrariado porque no le habían metido en la Junta, quería llevar las cosas a los extremos de la licencia y la anarquía, ayudado   —102→   de su amigo Nocedal, tipo del perfecto miliciano, el primerito en el servicio como en las asonadas. Más desinteresado que estos, movido de su loco idealismo, como poeta, y de un sentimiento popular sano y hermoso, Espronceda escribía con un rayo, pidiendo, no ya la libertad, sino la República. No se paraba en barras; no sabía contenerse retorciéndose y achicándose dentro de los moldes circunstanciales, ni quería mantenerse en el terreno común a moderados y progresistas. Su ardiente imaginación, su temple audaz, familiarizado con el libre vuelo del pensamiento, le lanzaba a las grandes empresas, y las acometía presagiando la inutilidad de sus esfuerzos. Pero ¿qué le importaba si satisfacía su ideal y se recreaba con los fantasmas creados por sí mismo? No tardó Santiago en afirmar la amistad que en el verano había contraído con Espronceda, afinándola y robusteciéndola con recíprocas confidencias. Bien conocía el alavés que las ideas de su amigo eran irrealizables, ideas poéticas y de otro mundo, ¡pero qué hermosas! Arrancaban del pasado y nos conducían a un porvenir risueño; se fundaban en lo más hermoso de nuestra alma, y pertenecían al propio tiempo al ensueño y a la razón. Contradiciéndole, movido de los respetos inherentes a su posición   —103→   militar, el Coronel gustaba de oírle, y le incitaba a desbocarse por los espacios donde jamás penetró el pensamiento de los hombres comunes. Era Espronceda el vate político, y bajo su influjo la religión liberal de Ibero se iba convirtiendo en un culto secreto de dioses lejanos.

Muy distinta era la amistad que reanudó con el buen Milagro, pues en este no veía más que un pobre maniaco inofensivo, de estos que lo sacrifican todo al ansia de vivir y a las complejas necesidades de que se ven cercados. Infatigable en su propósito de no quedarse atrás en la procesión social, D. José había logrado meterse en la Secretaría provisional de la Junta, y tales servicios prestó allí desplegando todo su saber burocrático, que a la llegada del Ministerio-Regencia halló fácil medio de colarse en Gobernación con veinte mil, y a los pocos días se le indicaba para un puesto de jefe político en provincia de tercer orden. Transformado de ropa y cara le encontró Ibero, pues se había rapado completamente al uso antiguo, quitándose el bigote de moco que le sirviera de emblema revolucionario, y se había provisto de la ropa indispensable para un funcionario de su fuste, que pronto tomaría el mando de una provincia. Sorprendió a Ibero el aire de dignidad y mesura que en sus ademanes ponía el   —104→   buen Milagro, y las ideas sensatas que derramaba de su boca.

«Vea usted, Sr. D. Santiago -le dijo la segunda vez que fue a visitarle en su oficina-, cómo se ha realizado lo que yo presagié con buen ojo. Ya tenemos el gobierno del pueblo por el pueblo; ya no hay tiranías palaciegas ni camarillas indecentes; ya no hay más que legalidad, justicia, y libertad perfectamente hermanada con el orden. Ahora procuramos que el gobierno de la Nación entre en su cauce natural, cesando en sus funciones la Junta de Madrid, después de cumplida su misión salvadora. Cierto que algunas juntas de provincias no quieren disolverse; pero la razón a todas se impondrá... ¡Qué cordura la de nuestro pueblo! ¡Qué energía en la acción, qué prudencia en el triunfo! Aquí vienen todos los días en la prensa de Inglaterra y Francia demostraciones de lo que nos admiran los extranjeros. Pasar del despotismo a la libertad sin derramamiento de sangre es gran cosa, ¿verdad? Ahora se verá lo que es España y qué reformas, qué progreso, qué adelantos... No dirá usted que se duermen los ministros, pues cada día larga la Gaceta un decreto reformista que da gusto... Así, así se gobierna. Luego tendremos el gran problema de la Regencia, que resolverán las Cortes legalmente   —105→   elegidas. ¡Y qué Cortes!... las más liberales, puede usted decirlo, que se han visto desde que tenemos régimen. ¿Será la Regencia una o trina? Eso lo dirán los doctores políticos. Luego, con un cúmplase, queda todo concluido... Aquí me tiene usted sacrificándome por la patria, pues el Ministro me retiene hasta media noche... Como hay tanta gente nueva, no saben por dónde andan. Luego la taifa moderada dejó esto en el mayor desorden: no venían aquí más que a fumar cigarrillos y a hablar mal de Espartero... Y a propósito: ¿qué tal está el Duque? Dijeron ayer que se había metido en cama molestado por un ligero ataque de retención de orina. Yo sé lo que es eso, y empleo la zaragatona, uso interno y externo. Recomiéndeselo usted, que le ve todos los días... Que se cuide, que se cuide, pues él es la columna en que descansa todo este gran edificio de la libertad...».

Hablaron luego del amigo D. Bruno Carrasco, con quien conservaba Milagro relaciones muy cariñosas. La circunstancia de tener amistad antigua y aun algo de parentesco por afinidad con el Sr. Gamboa, Ministro de Hacienda, fue para D. Bruno como la venida del Espíritu Santo, pues a más de prometerle resolver a su gusto el expediente de Pósitos, el gobierno   —106→   deseaba utilizar sus servicios en la administración, nombrándole para una plaza de consejero de Hacienda o cosa tal. Había llegado el reinado de los buenos, el predominio absoluto de la honradez. A la sazón estaba Carrasco en su pueblo, ocupado en la faena de levantar la casa para venirse a vivir a Madrid con toda la familia, apretándole a ello el vivo afán de aplicar su inteligencia y su respetabilidad a la cosa pública. «Eso, eso es lo que nos hace falta, señor mío -decía Milagro con enfática suficiencia-, y eso es lo que yo sin cesar predico. Que vengan a Madrid los hombres pudientes a dar tono a la política, para que esta no sea patrimonio de cuatro danzantes... Si me promete usted la reserva, amigo Ibero, le confiaré un proyecto que acariciamos Carrasco y un servidor de usted. Aún no sé qué ínsula me darán; pero se trabaja para que esta sea Ciudad Real. Si allá me mandan, tenga usted por cierto que Bruno sale diputado... vaya si sale. Allí tiene arraigo, bastante propiedad, numerosos amigos y deudos... y a mí, a mí que las vendo, ja, ja... No le digo a usted más».

Anunciole también D. José que viéndose mejorado notablemente de recursos pecuniarios y de posición social, había traído a su lado a los niños pequeños y a las hijas mayores, la esposa   —107→   del bajo y la del subteniente Piquero, separada de su marido por la mala vida que este le daba. Contento de la restauración de su hogar, había tomado un pisito en la calle de las Infantas, modesto asilo que se permitía ofrecer al Sr. de Ibero, por si gustaba de honrar a la familia con su presencia, en los ratos de ocio. Allí no encontraría lujo ni etiquetas; pero sí cordialidad, franqueza y alegría. Las muchachas eran muy instruiditas para lo que aquí se acostumbra; aficionadas a la música y a la literatura, y en el poco tiempo que llevaban de su nueva instalación en Madrid, comenzaban a formarse un núcleo de excelentes relaciones.

Agradeciendo mucho la oferta de casa, prometió el Coronel no privarse de la honra y agrado de tal sociedad. Milagro, al despedirle, se condolió de que no fuese la dicha completa en su familia, pues si su hija mayor y los chiquillos no le daban ningún motivo de tristeza, érale muy penosa la situación de su hija menor, esposa de un perdido y separada de él: ni casada, ni soltera, ni viuda... ¡Qué dolor! Gracias que la niña era un ángel, la misma virtud. D. José padecía lo indecible viéndola en aquel divorcio de hecho, criatura perdida para los grandes fines sociales, destinada a vivir como una monja en el hogar paterno. Véanse aquí   —108→   las consecuencias de un mal matrimonio, contraído precipitadamente, por ventolera irresistible de la muchacha y audacias del mozalbete. En fin, ya no tenía remedio. «Mis hijas -agregó D. José- son dos obras maestras, aunque me esté mal el decirlo, notables por su talento y por todo lo tocante a la exterioridad, belleza, donaire, etcétera. María Luisa, que era una notabilidad en el arpa, ha descuidado el instrumento desde que se casó; pero la obligaremos a estudiar un poco para que usted la oiga. Su esposo, Romano Cavallieri, es uno de los primeros bajos del mundo, y en Madrid no hay otro que ponga más alta la buena escuela italiana, así en ópera como en funerales. Mi hija segunda, Rafaela, fue siempre tan suave por la figura, los modales, las aficiones, y al propio tiempo tan melosa y atractiva en su manera de hablar, que unas vecinas nuestras dieron en llamarla Perita en dulce, y en casa casi siempre le dábamos ese nombre. Después de su infeliz matrimonio nada ha perdido de su dulzura y delicadeza: al contrario, parece que la conformidad con su desgracia la hace más tierna y cariñosa... En fin, amigo, no se ría usted de mis debilidades paternas... Nada quiero decirle a usted de los chicos pequeños, que han hecho en Illescas unos exámenes brillantísimos. ¡Si viera   —109→   usted las planas que me ha traído el mayorcito! Creo que serán hombres de provecho, buenos ciudadanos, buenos progresistas... Quedamos en que usted nos honrará...».

Con una afirmación cordial se despidió el Coronel, que desde el Ministerio se fue a casa de Espronceda, y después a casa de Olózaga, y de allí a ver a Pacheco, a quien había conocido en Valencia, y luego al café, donde encontró a varios militares amigos. Así mataba el tedio con sucesivas y amenas visitas, y si no lo mataba lo hería gravemente.



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