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ArribaAbajo- XX -

«Para el caballero de anoche... ¿Acierto? Respóndeme».

-Es verdad lo que dices. No puedo negártelo.

-Pues ahora... has de decirme quién es.

-Te cuento el milagro, el santo no.

-¿No me darás siquiera alguna explicación para que pueda yo formar juicio...? ¿Es pasión antigua?

-Sí.

-¿Anterior a tu casamiento?

-No: después...

-¿Y es el único amor de tu vida?... el único verdadero y desinteresado, quiero decir.

-El único...

-¿Por qué lo tenías tan oculto? ¿Cómo llegó a tanto tu disimulo de esa pasión, que te formaste un carácter artificial para desorientar a cuantos te conocíamos?

-Lo guardaba porque era verdadero, porque era lo único bueno que yo conocía... Lo tenía bien guardadito en mi sagrario, sin que nadie lo viera, y a solas lo adoraba.

  —210→  

Daba Rafaela estas respuestas sin mirar a su confesor, inclinada hacia adelante, con las manos ante la boca, soltando las palabras por entre los dedos, como si estos fuesen la reja del confesionario.

«Muy bien -dijo Ibero, abrasado de curiosidad-. No me conformo, amiga querida, con que cuentes el milagro sin nombrar el santo. Necesito conocer a este; dime pronto su nombre».

-Eso sí que no puede ser.

-No hay excusa. Si no me dices el nombre, la confesión no vale.

-La confesión vale sin el nombre. Ningún confesor pregunta nombres, Santiago.

-Pues yo los pregunto, porque no soy un confesor como otro cualquiera; soy un amigo.

-Los buenos amigos deben ser discretos.

-Dímelo, por Dios... te lo suplico.

-Imposible... no insistas.

-Pues necesito saberlo -dijo Ibero alzando la voz-. Es conveniente que lo sepa. Rafaela, no me obligues a tratarte con dureza.

-Con amenazas conseguirás lo mismo que sin ellas, pues aunque yo viera la muerte sobre mí, y aunque de contestar yo a tu pregunta dependiera mi vida, respondería lo que has oído ya. No puedo decirte más.

Tenacidad tan formidable reveló la pobre   —211→   mujer en esta declaración, que Ibero retrocedió dolorido y algo colérico. No esperaba tal entereza; y como a terco no le ganaba nadie, hizo mental juramento de no salir de allí sin domar la fierecilla. No habiéndole resultado eficaz la investigación directa, acordó emplear la parabólica, con rodeos y hábiles artificios de palabra. «Ya que no me digas el nombre, dame al menos alguna referencia de tus relaciones con ese sujeto, para que yo conozca la extensión de tu desgracia y pueda aconsejarte los mejores remedios. Quedamos en que le conociste después de casada... ¿Fue antes de separarte de tu marido?».

-Antes.

-Corriente... Le conociste y te agradó... Sin duda es persona de superiores atractivos... aunque también se dan casos de que las mujeres se vuelvan locas por hombres vulgares y sin ninguna gracia... Bueno: quedamos en que le quisiste ciegamente. ¿Tuvo tu hermana noticia de esta pasión?

-Sospechas, indicios... siempre sin saber quién era la persona.

-Es, sin duda, persona de posición más alta que la tuya. Esto se ve claramente y no puedes negarlo.

-No lo niego... Es mucho más alta.

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-Bien. En tus amoríos, de fijo hubo interrupciones, ausencias... A pesar de esto ¿era tu pasión durable, continua?

-Para mí como eterna, como lo que no puede tener cambio ni fin... Para él... Pero muchas cosas quieres saber.

-«Para él no» ibas a decir... Vamos, que le veías un día, otro día... pasaban semanas, meses quizá sin verle... ¿Puedes decirme si esto era antes o después del primer Ministerio Pérez de Castro?

-No me hables a mí de ministerios. ¿Qué entiendo yo de política?

-Es para precisar fechas... Otra cosa: ¿ese hombre tan amado por ti te daba esperanzas de que tú llegarás junto a él a una posición más regular, a una posición en que no tuvieras que avergonzarte de quererle?...

-Nunca me dio esas esperanzas.

-Luego eras para él un pasatiempo, un juguete para días, para horas quizás, menos, mucho menos de lo que has sido para nosotros...

-No sé... -murmuró Rafaela, los ojos húmedos, mirando al techo.

-Ahora, compagíname esa pasión que has pintado como sublime, con la otra pasión tuya de lujo. Yo, la verdad, no acierto a juntar en un solo corazón, en un solo carácter, dos querencias   —213→   tan distintas, la una tan ideal y por lo fino, la otra tan baja.

-¿No entiendes eso? -dijo Rafaela mirándole como compadecida de su ignorancia en punto a pasiones-. Pues yo gustaba del lujo, y me lo procuré por todos los medios que se me venían a la mano. No pudiendo subir a las alturas por la escalera natural, dejaba que los diablillos me subieran volando. Yo quería subir... Más fácil me era verle... a él... arriba que abajo, y arriba podría de algún modo atraerle, abajo no.

-Otra pregunta se me ocurre, y es delicada. Vas a darme la mejor prueba de amistad, contestándola lealmente. Dime: en el tiempo mío, en mi corto reinado, ¿veías y tratabas a ese hombre?

-No: te juro que no. No estaba en Madrid.

-¿En dónde estaba?

-Eso no te importa. Si hubiera estado aquí, ya ves si soy leal, te habría...

-Me habrías engañado... dilo claro.

-Quizás no. Habría tenido el valor de decirte: «Santiago, no te quiero, no puedo ser tuya».

-Bien. En tiempo de Catalá y de Don Frenético has tenido frecuentes entrevistas con tu ídolo. Eso no lo negarás... Bueno. Lleguemos   —214→   a lo que podríamos llamar historia contemporánea, calentita... En estos días, deseando retenerle, te determinaste a salir de tu casa para gozar de alguna libertad. ¿Puedes decirme si le veías siempre en la calle de San Hermenegildo?

-Allí nunca... Fue una casualidad que nos vieras salir de aquella casa.

-Ya, ya comprendo. Vuestro nido era este, este el asilo de amor. Pero anoche supiste, no sé cómo... eso ya me lo dirás algún día... supiste que los que se reunían en aquella casa corrían peligro de ser descubiertos, y te faltó tiempo para llevar a tu amante el aviso de que se pusiera en salvo.

-No... no... eso no es cierto -replicó Rafaela desconcertada-: fue porque tenía que hablarle...

-¿A qué iba tu hombre a esa casa?

-Yo no lo sé... ni me importaba... Nos veíamos allí...

-Has dicho antes que allí no eran las citas de amor. Te contradices. Si en todo lo anterior has dicho la verdad, ahora no la dices: te lo conozco en la cara. Fuiste a dar el aviso, la voz de alarma... Por eso, a poco de entrar tú, salieron los mochuelos, uno a uno, o en parejas... ¡y que no llevaban el paso poco vivo! ¿Ves   —215→   cómo sé la verdad, aunque tú quieres ocultarla?

-No sabes la verdad: la supones, la inventas para desorientarme. Ya no contesto a más preguntas. He confesado lo que debía confesar: lo demás no te importa.

-Ya verás si me importa -dijo Ibero lanzándose al método capcioso para buscar la luz-. Tampoco querrás revelarme los nombres de los que estaban reunidos con tu ídolo. Yo los sé... Aquel alto, que salió con otro de regular estatura, era D. Leopoldo O'Donnell...

-¡Pero si O'Donnell está de cuartel en Pamplona!

-¿Y tú cómo sabes eso?

-Lo sé... no sé cómo.

-¿Niegas que uno de los que salieron era O'Donnell?

-Yo no niego ni afirmo; no sé.

-¿Niegas que el que salió solo, después de la pareja, era D. Manuel de la Concha?

-¡Yo qué sé de Conchas ni conchos! Déjame en paz...

-¿Y me negarás también que entre los conjurados estaba un capitán indigno, llamado Vallabriga, pequeño, lívido, bilioso?... Claro, todo lo niegas... no has visto nada... Esta niña inocente pasa junto a los volcanes sin enterarse...

  —216→  

-Estás loco... yo no entiendo una palabra de eso -dijo Rafaela temblando de frío-. Me harás un gran favor dando por concluida mi confesión. No puedo más.

-Mucho siento mortificarte, Rafaela; pero la confesión no está concluida. Vuelvo a mi tema. Fáltame la clave de todo... el nombre.

-He dicho que no.

-¡El nombre!... Es necesario que yo lo sepa -dijo Ibero golpeando el suelo con el pie.

-Si hasta el día del Juicio final estás preguntándomelo, por los siglos de los siglos te responderé yo que no lo sé, que no me da la gana de decírtelo.

La obstinación de Rafaela, absolutamente inexpugnable al parecer, produjo en Santiago un arrebato de ira. Nunca la creyó capaz de guardar un secreto, imitando a los héroes, defensores de plaza sitiada. Nuevas intimaciones del Coronel dieron el mismo resultado. Ni había podido escalar por sorpresa los muros, ni abrir brecha en ellos con furiosa embestida.

«¡Mira que conmigo no se juega; mira que estoy decidido a no salir de aquí sin tu respuesta!».

-Estate todo lo que gustes.

-Pues aquí me planto -dijo sentándose-. No lo tomes a broma. Primero te cansarás tú que yo.

  —217→  

-Cansada estoy de oírte, puedes creerlo; pero no por eso me rendirás. El callar es fácil... Yo callo y tú alborotas.

-Te digo que conmigo no juegas -gritó Ibero poniéndose en pie con súbito movimiento, y conminándola con reiteradas expresiones de amenaza, airado, descompuesto, brutal.

-No te vale tu fiereza -dijo la Milagro con dignidad flemática, envolviéndose en su manto, como un romano en su toga-. ¿Qué es lo peor que podrías hacerme? ¿Matarme? Pues a ello, Santiago. Aquí me tienes. No chistaré, ¿Crees que muerta he de decirte lo que viva me callo? ¿O piensas que amenazándome con puñal o pistola has de hacerme hablar no queriendo yo? Pruébalo. ¿Traes pistolas?

-No juegues, te digo.

-Espero el tiro en completa tranquilidad. Apúntame a la sien... aquí. Ya ves. No me muevo... ¿O es que no traes arma de fuego? Pues ahí tienes la espada. ¿De qué te sirve ese chisme, si con él no me atraviesas el corazón, en castigo de que no quiero responderte? Haz la prueba, hombre... Ya ves... soy más valiente que tú.

La actitud de la Milagro, que sentía o afectaba una rigidez de voluntad y un estoicismo a toda prueba, desconcertó a Ibero, sin aplacar   —218→   su ira, antes bien, encendiéndola más. En un tris estuvo que las amenazas verbales se trocaran en bárbaras obras; pero el hombre supo echarse todo el freno, que tal era su principal virtud, y espaciando su cólera con pasos de tigre por la estancia, vinieron a resolverse sus furores en una brutalidad pueril. Cogió una silla, y de un solo golpe contra el suelo la hizo pedazos. Las astillas saltaron. El trozo de respaldo que le quedó en la mano voló a estrellarse contra la pared.

«¡Qué culpa tendría la pobre silla!» exclamó Rafaela.

-Alguna tuvo... En ella se sentaría ese hombre -dijo Ibero casi sin aliento, poniendo en su voz un matiz de humorismo lúgubre.

Siguió una pausa larguísima: en el espacio de ella sonó un reloj en la vecindad; después otro más lejano. ¿Qué hora era? Ninguno de los dos lo sabía; ninguno se cuidaba de apreciar la marcha del tiempo. Pero debía de ser muy tarde, porque el velón parecía próximo al total consumo de su aceite. Ibero se sentó al fin, diciendo, ya con voz más reposada: «Quedamos en que de aquí no me muevo hasta que hables. Mestizo de las razas de Aragón y Álava, soy más terco que la terquedad».

Se acomodó en un sillón, poniendo delante   —219→   una silla para estirar las piernas. Y ella, entapujándose más y cerrando los ojos: «Eres dueño de estarte aquí todo el tiempo que quieras: así se verá quién es más terco. Nos dormiremos, tú con tu curiosidad, yo con mi angustia».

Transcurrió otro largo espacio de tiempo, en cuya longitud bostezante sonaron los relojes, dando un número de campanadas que ninguno de los dos se cuidó de contar. De improviso, y como si continuara una tranquila conversación suspendida por la pereza, Ibero preguntó a su amiga:

«¿Y ese hombre es casado? ¿Tampoco esto querrás decírmelo?».

-Es soltero; pero como tú, vive prendado de una señora ideal, de una Dulcinea; a esa mujer, más que verdadera para él, soñada, consagra su alma toda... Le pasa lo que a ti, que la dama está muy alta, y no podrá, no podrá llegar a ella...

-La altura de la mía no es tanta... ¿Por qué no he de llegar?

-Pues él no llegará, no llegará.

-¡Enamorado de otra! -dijo Santiago compasivo y triste-. Y a ti que tanto le quieres, que sólo por él tienes alma y corazón; a ti, Rafaela, que para él vives, te trata como a una   —220→   mujer a quien se encuentra en la calle, y en la calle se deja... ¿No es esto?

-Eso, o poco menos es.

-¡Dime su nombre, y te juro...! Vamos... no me conoces, no sabes de lo que es capaz Santiago Ibero... te juro que le persigo, le cazo, y te le traigo amarradito de pies y manos. Voy viendo que es un miserable ese hombre... Merece una lección dura.

-Pero no podrás tú dársela ni hay para qué. Mi destino es el sufrimiento, la muerte, y nadie me salva... Todo por querer a un hombre... Naturalmente, ha visto en mí una mujer extraviada... ¿Y cómo podría yo convencerle de que tal vez no lo sería si él me quisiera?

-Esas cosas no caben dentro del convencimiento. Lo que tú dices, es el sino... Tu desgracia no tiene remedio. Pídele a Dios que te dé el olvido.

-Lo pido; pero ya verás cómo no me lo da. Le querré siempre, y ahora más, ahora más.

-Explícame una cosa. ¿Anoche, disputabais sobre si os separaríais o no?

-Cierto: él decía que no era conveniente que nos viéramos más; yo que no puedo vivir sin verle. Las razones que él daba no puedo decírtelas. Fue una lucha tremenda... y en medio de la calle... Él no quería más que alejarse...   —221→   alejarse... y yo correr tras él, trincarle fuerte y no soltarle más. Por fin, hizo lo que quería. Yo me vine aquí desolada, el corazón partido en no sé cuántos pedazos. Pasé una noche horrible, y esta mañana ¡ay de mí!, recibí una carta suya...

-En que te daba la despedida...

-¡Para la eternidad!... -dijo Rafaela, rompiendo en un llanto desgarrador-. Se despedía... ya no nos veremos más... Su esfera y mi esfera son tan distintas, que no caben más aproximaciones... Así lo escribía... Me recomendaba la calma, la formalidad, y buscar en otro amor más ajustado a mi esfera... la... no sé qué... Me mató con esta carta... ¡y adiós para siempre! ¡Qué ingrato!

-¡Qué infame, dirás, qué monstruo de egoísmo!... Rafaela, dame la carta.

-La he roto -respondió la infeliz, anegada en llanto.

-Se podrá leer recogiendo los pedazos.

-Los he quemado.

-¿Las cenizas...?



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ArribaAbajo- XXI -

El amarguísimo llorar de Rafaela, inútilmente combatido por las palabras consoladoras del buen Ibero, vino a parar en una congoja o espasmo con imponente anarquía de nervios, gritos de dolor, convulsiones, tentativas de arrancarse mechones de su espléndida cabellera. El Coronel y los dueños de la casa se confundieron en el auxilio de la dolorida, prodigándole cuantos cuidados eran del caso; pero entre tantos médicos que aplicaban, ya remedios comunes, ya las exhortaciones cariñosas, sólo el tiempo obtuvo resultado feliz. Al rayar el día, desgastada la energía nerviosa de la pobre mujer, acostáronla, y pena y trastorno entraron en la natural sedación. «Ahora te duermes -le dijo Ibero al despedirse-, y mañana, más tranquilos tú y yo, te diré lo que pienso. No te asustes: ya no te haré preguntas. Nada quiero saber; me doy por vencido, y levanto resueltamente el sitio que te puse... Veremos si aplaco a Manuel, y una vez reducido a la conformidad, lo que no creo difícil si tú me ayudas   —223→   un poquito, te llevaré a tu casa... Adiós, hija, que duermas».

Se fue el hombre, rendido del largo asedio, no satisfecho de sí mismo, pues habría sido más caballeroso que desde las primeras declaraciones de ella respetase su silencio. Aún no sabía si Rafaela, después de la incompleta confesión, se había empequeñecido o agrandado a sus ojos. Sintió un estupor extraño ante la imagen de ella, que apartar no podía de su mente: era Rafaela otra persona; la Perita en dulce perdíase en las brumas del pasado, como el recuerdo de personas muertas; en su lugar otra mujer aparecía.

Los quehaceres de aquella semana no distraían a Ibero de su cavilación tenaz. Rafaela era otra; Rafaela no era tal y como él la había visto, víctima de una equivocación, de un error de los sentidos y del entendimiento. ¿Valía más o valía menos después de manifiesta en su genuino ser? A la resolución de este acertijo consagraba el Coronel sus horas, y si fatigado del mental devaneo lo arrojaba de su mente, pronto se le introducía en la bóveda cerebral con sutileza de ladrones, agregándose a otras ideas de muy distinta calidad, a ideas políticas, a ideas del servicio militar. Véase por qué no puso sus cinco sentidos, como parecía natural, en   —224→   la elección de Regente, suceso memorable que debía despertar en él entusiasmo vivísimo por haber prevalecido la Regencia única, recayendo el voto parlamentario en el salvador y pacificador de las Españas, D. Baldomero Espartero. El día en que acudió a felicitarle con la oficialidad de su regimiento, encontró Santiago al señor Duque menos satisfecho de lo que creía, sin duda porque abrumaba su conciencia el peso de la responsabilidad que la Nación había echado sobre sus hombros. No encontró tampoco en Doña Jacinta ninguna señal de vanagloria, y oyó de sus labios esta frase donosa: «¡Ay, Santiago, más quiero reinar en la Fombera, en medio de un pueblo de patos y gallinas, que regentar en España! Este corral no es para nosotros».

Cuando esto pasaba, ya el Coronel había dado nuevo testimonio de su inaudita bondad a las desdichadas hijas de Milagro, pues no sólo consiguió arrancar de la mente de Catalá, con un trasteo ingenioso, las ideas trágicas que hacían temer mayores escándalos, sino que condujo a Rafaela a su casa y la devolvió al cariño de sus hermanas2 y hermanitos, inventando todas las historias necesarias para cohonestar la ausencia. Fuera que su sino adverso no se hartaba de perseguirla, fuera que el Señor   —225→   quisiera imponerle el castigo que merecían sus culpas, ello es que la pobre mujer no pudo gozar de la tranquilidad que su casa, tras las pasadas tormentas, le ofrecía, porque a los pocos días de entrar en ella, cayó con una insidiosa enfermedad que hubo de agravarse inesperadamente, degenerando en tabardillo. Altísima fiebre, delirio, pérdida de toda energía fueron los síntomas predominantes, y pasaban días y semanas con alternativas de mejoría y retroceso, sin que a la postre pudieran la familia y el médico esperar una solución que no fuese la irremediable. Ibero no dejaba pasar día sin ir a informarse, y en los de peligro acudía dos y hasta tres veces, traspasado de compasión cuando las noticias eran tristes, y alegrándose si observaba en las caras de Cavallieri o de María Luisa señales de esperanza. En ningún caso pretendía verla, temeroso de que su presencia despertara en la paciente recuerdos desagradables. María Luisa le contaba todo: el número de cucharaditas de medicina que había tomado, las tazas de caldo, las personas por quienes preguntaba.

Se administraron a Rafaela los Santos Sacramentos en primeros de Mayo, siendo la confesión larga y compungida, y en el acto del Viático edificó a todos por su piedad. A la semana   —226→   siguiente sobrevino un estado que calificaron de mejoría por la desaparición de la fiebre; pero su debilidad era tan extremada, que se le trastornó el sentido. «Anoche y esta mañana -dijo María Luisa al Coronel, que ni un solo día desmintió su puntualidad- nos ha dado una sesión de política. ¡Cómo tiene la cabeza la pobre! Dice que vamos a tener otra revolución; que se sublevarán las tropas para quitar a Espartero la Regencia que ha robado, y dársela otra vez a la patrona de los moderados, Doña María Muñoz... ¡Qué risa! Lo cuenta todo como si lo viera. Dice que O'Donnell y otros militares que andan por París lo están fraguando, y que muchos que aquí pasan por fieles están metidos en el ajo».

Ninguna observación hizo Ibero sobre estos delirios, y a los pocos días, cuando se decidió a penetrar en la alcoba, apenas cambió con Rafaela las expresiones comunes en visitas a enfermo. Grande era la demacración de la joven, tristísima la máscara que el estrago morboso había puesto en su dulce fisonomía. Los ojos se comían toda la cara, según la expresión de María Luisa. Nunca había visto Ibero retrato más vivo de la Magdalena, por su expresión de espiritualidad y de sentimiento intensísimo. El cabello espléndido aumentaba la semejanza;   —227→   sólo faltaban una calavera y una cruz tosca, para que fuese perfecta. Después de recomendarle que se alimentara poquito a poco, para recobrar la salud y el vigor, salió el hombre de la visita más triste que había entrado, y la imagen de la convaleciente ejerció una tenaz persecución sobre su espíritu. Llegó en aquellos días a sentirse contagiado del enflaquecimiento de su amiga: también él se contaba los huesos; también era mucho espíritu y escasa materia, y tomaba el cariz de un escuálido penitente del yermo; también perdía el apetito, y sentía un ardentísimo amor de la meditación y la soledad.

Entre las innumerables cosas raras que le pasaron al Coronel Ibero en la primavera y verano del 41, se mencionarán algunas que no parecen indignas de la historia. Apenas se dio cuenta de que había disminuido el interés ansioso que comúnmente le inspiraban las noticias y correspondencia de La Guardia. Fue, en verdad, estupendo que faltasen un mes las cartas sin que él lo advirtiese ni de ello se inquietara; y cuando el correo las trajo, no se alegró todo lo que debía leyéndolas, ni saboreó con la fruición de otras veces su lisonjero contenido. Otro singular caso de los que le turbaron entonces fue que una tarde, casi una noche, pues   —228→   anochecía, vio en la Puerta del Sol a un caballero que le recordó al misterioso acompañante de Rafaela en la calle de San Hermenegildo. ¿Era o no era? Su primera impresión fue la de una perfecta conformidad del rostro de aquel sujeto con la imagen que en rápido instante vio la noche de marras. Después dudó... Salía del Principal el señor aquel con tres personas, una de las cuales era conocida como de las más afectas a la situación; los otros dos pasaban por moderados rabiosos. Violes Ibero perderse entre el gentío, y se retiró tratando de cotejar en su mente facciones con facciones: las del sujeto que acababa de ver y las de otro personaje de historia que conoció en cierta casa donde por sorpresa le metieron una noche amigos oficiosos. No le fue difícil establecer la concordancia entre el sujeto que a la sazón veía y el del Postigo de San Martín; mas la de éste con el caballero de Rafaela, no le salía. Tan pronto le parecía el uno más alto, tan pronto más bajo el otro, y el aire, color y andares no eran los mismos. No hubieran quizás embargado su ánimo estos cotejos en otras circunstancias; pero en aquellas no podía librarse, por extraña rutina de su mente, de consagrarles más atención de la que sin duda merecían.

La persona con quien más intimó en aquel   —229→   tiempo fue su paisano Bretón, que desde el tropiezo de La Ponchada, pieza infeliz en que ridiculizó a la Milicia, venía corriendo un temporal duro, agravado por la cesantía. El infeliz poeta, desamparado de la administración, no tuvo más remedio que tirar de pluma, y su fecundidad fue en aquel año progresista más prodigiosa que nunca. En el Liceo y en el Príncipe estrenó varias obras con vario éxito, ocultando a veces su nombre, temeroso de los milicianos, que, por atreverse con todo, también faltaban al respeto a las musas. Ibero tomaba la causa de Bretón como propia, llevando al teatro en las noches de estreno una imponente alabarda, compuesta de los amigos de Saboya y de toda la gente decidida que podía reunir. Pero así como el más tranquilo refugio de Bretón fue por entonces el Liceo, mansión neutral, apacible templo de la poesía y las artes, también Ibero buscó en aquel oasis la frescura y descanso que su alma necesitaba. Allí se encontraba una noche, oyendo recitación de versos, cantorrio de cavatinas y salmodia de discursos, cuando fue a buscarle con prisa el ayudante de su regimiento de parte del Brigadier Linaje. «Creo, mi Coronel -le dijo al salir-, que nos mandan a Vitoria».

No tardó en confirmar el secretario del Regente   —230→   la disposición que a satisfacer venía, después de tanto tiempo, los deseos del caballero alavés. Al fin los hados benignos, y en su nombre el señor Duque de la Victoria, levantaban el destierro de un corazón amante para que corriese al lado de su ídolo, poniendo fin a una separación que era la mayor crueldad de los tiempos pretéritos y futuros. Pero como en aquel periodo de la vida de Ibero venían a producirse todos los sucesos con un contrasentido que era burla de la lógica y juguete de la razón, resultó que la noticia de su traslado, en vez de inundar de resplandores el alma del Coronel, condensó sobre ella nubes, dudas, tristezas... No sabía lo que era aquello, porque si su voluntad, por el movimiento adquirido, persistía en querer lanzarse al Norte, al propio tiempo el alma toda se le inmovilizaba en una inercia estúpida, contra la cual poco podían voluntad, antiguos deseos y compromisos.

Como era forzosa la obediencia, no había que pensar ni en discutir la orden. De labios de Linaje oyó confirmada la disposición; mas no era Vitoria el punto de su destino, sino Pamplona, a las órdenes del Capitán General Ribero: probablemente se le daría un mando en la brigada de su antiguo jefe y maestro, Zurbano. Esto le desconcertó, pues había presumido que al frente   —231→   de Saboya iría. No, no: Saboya quedaba en Madrid, y él iba sin mando, con otros dos jefes, Seisdedos y Clavería, criados también a los pechos de D. Martín. «Se conoce -pensó Ibero- que del Norte vienen soplos de frío, y hay que templar aquel ejército con soldados de los que echan lumbre. Pues, Señor, al Norte, a la guerra. Olor de sangre me da en la nariz. Venga bendita de Dios, si ha de ser para bien mío y de la libertad».

Habiéndole marcado un plazo improrrogable para la salida, no se despidió más que de los que habían sido sus subalternos, de los amigos Bretón y Espronceda, y de la familia de Milagro, a la cual consagró todo el tiempo de que en su último día de Madrid pudo disponer. María Luisa lloraba su partida como la mayor desgracia que sobre la casa podía recaer, y Cavallieri no hacía más que suspirar con grave diapasón de bajo profundo. Rafaela, ya levantada, mas sin poder moverse de un sillón y recobrándose muy lentamente de su debilidad, sostuvo con él un corto diálogo en que le aconsejó precaverse contra las balas. Cuando al Norte se le mandaba con tanta prisa, era que teníamos guerra en puerta. Que esta sería implacable, cruelísima, sanguinaria, ella lo sabía por seguros indicios, por sueños terroríficos y pesadillas   —232→   espantosas que aquellas noches la atormentaban. Llevado de una secreta inclinación a pensar y sentir como Rafaela, apoyó Ibero los vaticinios lúgubres de su amiga. También él había tenido sueños horribles, y veía los ríos del Norte enrojecidos por española sangre. Si Dios así lo permitía y quizás lo ordenaba, ¿qué remedio había más que cumplir la soberana voluntad? Diéronse las manos, apretándoselas fuertemente durante un tiempo, que no se sabe cuánto tiempo sería, y Rafaela le miró de un modo singular, con piedad y dulzura inefables, o al menos, él así lo veía. Tal impresión le hizo aquel mirar, que creyó llevarse los ojos de ella dentro de los suyos... Y pronto hubo de ver que ni cuando él dormía, dormían los ojos intrusos... siempre alerta, siempre cebándose en un mirar continuo, eterno.




ArribaAbajo- XXII -

Como se le señaló la ruta de Soria y Alfaro, no había que contar por el momento con una escapadita a La Guardia. Divertido habría sido para Ibero el viaje si el hombre se encontrara en mejor disposición de ánimo, porque sus   —233→   compañeros Clavería y Seisdedos eran los caracteres más abonados para la vida de bromas y regocijo: de un viaje molesto y con mil peripecias fastidiosas hacían un divertido Carnaval. La caminata por pueblos alcarreños y sorianos fue una continuada serie de escenas cómicas, incluyendo en este género, no sólo los encuentros felices, los galanteos y comilonas, sino también los peligros, retrasos, vuelcos y fatigas. Pasaron el Ebro por Alfaro, y ansiosos del descanso que sus molidos cuerpos necesitaban, siguieron hasta la nobilísima ciudad de Olite, asentada en un llano fértil. En la corta guarnición encontraron no pocos amigos, entre ellos Baldomero Galán, Gobernador militar de la plaza, que se tuvo por dichoso de obsequiar al Coronel Ibero aposentándole en su casa, donde tanto él como su digna esposa, Doña Salomé de Ulibarri, se desvivieron por hacerle grata la existencia en el tiempo que durara su descanso. Regalada era allí la vida por la abundancia y variedad de comestibles de la tierra, y por el esmero y arte que en el condimento de almuerzos, comidas y cenas ponía la señora de Galán, la cual, entre paréntesis, era una mujer guapísima, de ojos negros, deslumbrantes, de aire desenvuelto y franco, el habla graciosa con golpes de baturrismo.

  —234→  

Muy bien lo pasó D. Santiago en tal compañía. Llevole Galán a visitar las hermosas ruinas del castillo, predilecta morada de los Reyes de Navarra en siglos remotos, y estando el Coronel con su patrón y amigo embebecido en la admiración de los soberbios baluartes corroídos por el tiempo, de los gallardos torreones festoneados por lozanas hierbas que en las grietas crecían, vio salir por entre los muros del despedazado monumento a un hombre, cuyo rostro le causó singularísima impresión de estupor y miedo. Era rostro conocido; no se le despintaba. Mirándole atentamente, advirtió su condición de caballero, que el traje no desmentía; tras él, saltando también por entre los sillares arrumbados, iba otro sujeto, que saludó cortésmente a Galán al paso. Apenas les vio desaparecer entre las ruinas, pidió Ibero informes acerca de ellos a su comilitón, y éste le satisfizo con lo que sabía: «El que me ha saludado es D. Francisco Tiemblo, vecino de Olite, persona, según dicen, de mucha sabiduría en achaque de historias, el que aquí más entiende de lo que fueron y significan estas piedras antiguas. De memoria le refiere a usted todos los letreros, y le explica las figuras que vemos en las iglesias de San Pedro y Santa María y en el convento de Claustrales, madriguera frailuna que   —235→   fue. El señor que va con él es de Madrid, según creo, y aficionado también a estas quisicosas de la caballería andante. Por lo que le oí no hace muchas tardes, paseándonos aquí con varias personas del pueblo, pienso que es poeta, de estos que lo tienen por oficio, pues a cada triquitraque soltaba un verso y se pasmaba delante de las ruinas, que visita de día y de noche. No le conozco, ni D. Francisco me ha dicho su nombre, o porque no lo sabe o porque no quiere decirlo».

-Y ese señor arqueólogo ¿qué opiniones tiene? ¿Es liberal?

-¡Anda, anda... si es más moderado que Judas!

No hablaron más del asunto, y se fueron a comer. Ibero pasó una tarde tristísima, negándose a toda distracción y a los pasatiempos de billar, damas o ajedrez que Galán le propuso. Creyendo la patrona que le había hecho daño la copiosa comida, preparábale infusiones de diferentes hierbas, que el Coronel no quiso tomar. Pasó la noche luchando con el insomnio, perseguido por la imagen de Rafaela, que no le dejaba vivir, le mordía el pensamiento (así como suena), y armaba un terrible desconcierto revolucionario en su desquiciada voluntad. Procuraba desecharla; pero ella, la pertinaz imagen   —236→   de Magdalena penitente y cabelluda, hacía que se iba, y tornaba más luminosa, más bella. Lo peor del caso era que a ratos gozaba tanto en contemplarla, que no cambiara aquel goce por ningún otro del mundo. Hacía propósito de imponerse el correctivo de huir de la Milagro para siempre, de no volver a estar donde ella viviese; pero dudaba que pudiera cumplirlo. Grande era la atracción del abismo: ¿se arrojaría en él, o emplearía el tiempo mirándolo desde la boca, para que con la continuada vista de la hondura se le pasaran las ganas de arrojarse?

Dispuso la partida hacia Pamplona para la mañanita del tercer día, y la noche precedente, después de cenar, le dijo Galán con misterio: «Ha venido a verme el amigo Tiemblo con la incumbencia de que el señor aquel de las ruinas, el poeta, desea hablar un ratito con usted, mi Coronel. Me pregunta si debe venir aquí, o si prefiere usted ir a su casa, que es la posada de Fadrique, la mejor del pueblo. Me temo que éste trae la mala idea de leerle a usted versos, pues yo sé que a otros los ha leído, y en verdad que no han quedado satisfechos, por ser muy melancólico lo que el tal discurre. Para mí que está algo tocado. ¿Qué contesto?».

-Que iré a su posada mañana temprano -replicó Ibero con propósito de hacer lo que decía;   —237→   mas al amanecer, después de otra noche de cruelísimo desvelo, sintió desgana horrible de acudir a la cita. El personaje incógnito, fuera o no quien sospechaba, le infundía miedo, un terror instintivo, primario, y no porque de él temiese ningún daño material: temía que su presencia, su habla, despertasen un tumulto de pasiones, quizás sentimientos contrarios, el odio, la admiración, el cariño, la envidia...

No, no, no. Mejor era que partiese sin verle. ¿A santo de qué venía tal entrevista? No mil veces: él se largaba por su camino, y quisiera Dios que en ningún punto se encontrara con el caballero hermoso y triste. Firme en su propósito, partió con sus compañeros, y el otro, que desde muy temprano le esperaba, saliendo al balcón de su aposento siempre que sentía pasos en la angosta calle, se descorazonó cuando ya muy avanzada la mañana le dijeron que el señor Coronel Ibero, con los comandantes Seisdedos y Clavería, llevaba una hora de camino en dirección de Tafalla.

«Nos ha dado un buen quiebro -dijo al melancólico, sin ánimo de consolarle por aquel contratiempo, un individuo que desde la tarde anterior le acompañaba y al nombre de Gallo respondía-. No lo esperaba de un chico tan atento... Por supuesto, como nada habíamos   —238→   de sacar, más que nosotros pierde él, perdiendo su opinión de persona fina. Y pues este pueblo ruin ha dado ya de sí todo lo que podía dar, vámonos con viento fresco a Estella, de donde bajaremos a Viana, para seguir luego a La Guardia...

-Vámonos -repitió el otro suspirando, sin poder desechar el enojo del desaire sufrido-, y en otra parte seremos más afortunados, aunque voy viendo que no se encuentran caballeros a la vuelta de cada esquina. El siglo los va descastando, y llegará día en que no se halle uno para un remedio. Vámonos.

En un cochecillo derrengado partieron antes de mediodía hacia Tafalla, y sin entrar en esta ciudad siguieron a Estella por Larraga y Oteiza, con calor sofocante, respirando un aire seco y polvoroso. A media tarde comenzó a cubrirse el cielo de nubes pardas, que avanzaban del Oeste, y con ellas de la misma parte venía un mugido sordo, intercadente, como si por minutos se desgajaran los montes lejanos y rodando cayeran sobre la llanura. No era floja tempestad la que se echaba encima. Para zafarse de ella, apalearon los viajeros al infeliz caballejo que tiraba del coche; mas no obtuvieron la velocidad que deseaban. Descargó la primera nube antes que llegasen a Oteiza. El iracundo   —239→   viento quería revolver los cielos con la tierra, y durante un rato el polvo y la lluvia se enzarzaron en terrible combate, como furiosos perros que ruedan mordiéndose. Los giros del polvo querían enganchar la nube, y esta flagelaba el suelo con un azote de agua en toda la extensión que abrazaba la vista. El polvo sucumbía hecho fango, y retemblaba el suelo al golpe del inmensísimo caer de gotas primero, de granizo después. Los campos trocáronse un instante en lagunas; retemblaba el caserío de las aldeas como si quisiera deshacerse, y los relámpagos envolvían instantáneamente en lívida claridad la catarata gigantesca. Grandiosa música de esta batalla era el continuo retumbar de los truenos, que clamaban repitiendo por todo el cielo sus propias voces o conminaciones terroríficas, y cada palabra que soltaban era llevada por los vientos del llano al monte y del monte al llano. Como al propio tiempo caía el sol en el horizonte, y la luz se recogía tras él temerosa, iban quedando obscuros cielo y tierra, y la tempestad se volvía negra, más imponente, más espantable. En la confusión de ella se perdieron, como la hoja seca en medio del torbellino, los cuitados viajeros que a media mañana habían salido de Olite en un mezquino carricoche. Se les vio luchar contra los elementos   —240→   desencadenados, avanzar por en medio de la espesa lluvia y del desatado viento, queriendo achicarse y escabullirse; pero tal navegación era imposible, y en la revuelta inmensidad desaparecieron bien pronto el carro y caballo y caballeros.

Para encontrar nuevamente a los que aquel día desafiaron a la irritada Naturaleza, hay que dejar pasar días, meses, y no habrá que rebuscar media España para dar con ellos, pues reaparecen a cara descubierta y a plena luz en la por tantos títulos ilustre ciudad de Vitoria, cabeza del territorio alavés. Álava, con Navarra, Guipúzcoa y Vizcaya, es la tierra que podríamos llamar del martirio español, el fúnebre anfiteatro de sus luchas de fieras, y el redondel en que se han despedazado los gladiadores, por el gusto de las peleas y la embriaguez de la sangre. Allí las cañas han sido siempre espadas, los corazones hornos de coraje, la fraternidad emulación, y las vidas muertes. Allí las generaciones han jugado a la guerra civil, movidas de ideales vanos, y se han desgarrado las carnes y se han partido los huesos, no menos ilusos que los niños jugando a la tropa con gorros de papel y bayonetas de junco. Pues allí, en una de las cabeceras del territorio éuskaro, que los liberales no entregaron jamás a la facción,   —241→   aparece el melancólico galán de la causa de María Cristina, levantando bandera negra contra el Regente, a quien declara usurpador, y haciendo tabla rasa de toda ley y estado posteriores a la renuncia de la Gobernadora en Octubre del año anterior. Ya tenemos en campaña otra guerra fratricida, en nombre de principios más o menos claros, invocando el sagrado lema de la defensa de la débil mujer contra el varón fuerte, de los derechos de la sangre contra los artificios de la soberanía nacional.

D. Manuel Montes de Oca, el más ardiente paladín de la Regencia de Cristina, el que la proclamó condensando en una idea política el sentimiento poético y la caballeresca devoción de su alma soñadora, noble en su delirio, grande en su loco intento, al propio tiempo insensato y sublime, gigantesco y pueril, aparece en Vitoria al frente de un artificio de Gobierno, con poderes reales o figurados del soberano ausente. Sin pararse en barras, contando con la insurrección de generales en Zaragoza y Pamplona, sostenido en Vitoria por la guarnición que se subleva al mando del Comandante General Piquero, entra en funciones como Presidente de la Junta Suprema de Gobierno, mientras llegaba Doña María Cristina, con una resonante proclama en que dice:

  —242→  

La Nación no reconoce, vosotros (a los nobles vascongados y navarros se dirigía) no podéis reconocer como válida y legítima la renuncia del Gobierno de la Monarquía hecha por Su Majestad en Valencia, porque fue, y así lo ha declarado Su Majestad, un acto insolente de fuerza...

Doña María Cristina es la única Regente y Gobernadora del Reino; la única tutora de las ilustres huérfanas llamadas a regir los destinos de esta Nación tan rica de gloria como escasa de ventura. Esta es la bandera de los leales; esa bandera se levanta hoy en todos los ámbitos de la Monarquía española... Los generales más ilustres, los militares valientes, los que ganaron en campos de batalla honrosas cicatrices, los que nunca faltaron a la fidelidad ni nunca cometieron el crimen de perjurio, siguen esa bandera magnífica y radiante que conduce a la victoria. Ella es el símbolo de nuestra santa Religión y de nuestra católica Monarquía... Con ella triunfaremos nosotros como triunfaron nuestros padres.



  —243→  

ArribaAbajo- XXIII -

Armado de nuevo el sangriento juego nacional, los desgarrados pendones, un tanto sucios ya del largo uso sin la renovación conveniente, se vieron otra vez en alto añadiendo a sus lemas el de la sacratísima Religión. Para mayor gloria de esta, se levantaban en armas cuatro caballeros, hijos de la política los unos, del ejército los otros, y por dar mayor fuerza a su audaz aventura, agregaban a su bandera el programita de restablecimiento de fueros, cebo magnífico para llevarse consigo a toda la población éuskara, pisoteando el Convenio de Vergara. Bien, bien. ¡Qué delicioso país, y qué historia tan divertida la que aquella edad a las plumas de las venideras ofrecía! Toda ella podría escribirse con el mismo cuajarón de sangre por tinta, y con la misma astilla de las rotas lanzas. El drama comenzaba a perder su interés, por la repetición de los mismos lances y escenas. Las tiradas de prosa poética, y el amaneramiento trágico ya no hacía temblar a nadie; el abuso de las aventuras heroicas llevaba rápidamente al país a una degeneración   —244→   epiléptica, y lo que antes creíamos sacrificio por los ideales, no era más que instinto de suicidio y monomanía de la muerte.

Los primeros días del alzamiento fueron risueños, días de esperanzas y de ciego optimismo. Vista la insurrección desde Vitoria, que parecía ser su centro y atalaya, la idea sediciosa prendía en todo el territorio vasconavarro como el incendio en la seca mies. A la voz de Montes de Oca, que lanzaba a los pueblos endechas rimbombantes, responde Bilbao, sublevándose también con su Diputación al frente, y parte de la Milicia Nacional. Montes de Oca tira de pluma y devuelve a la invicta villa en un decreto el derecho de Bandera y otros privilegios abolidos; en Miranda toma partido por Cristina el Provincial de Burgos, que a Vitoria se dirige para dar su apoyo al movimiento; Portugalete y Orduña se pronuncian también; el cura de Dallo y el escribano Muñagorri reúnen al instante sus partidas y se lanzan por collados y montes a matar liberales. En tanto daba mayor vuelo a la insurrección el General D. Leopoldo O'Donnell, que había ganado el regimiento de Extremadura y un escuadrón de Caballería, y con ellos proclamó la bandera de Cristina y Fueros en la ciudadela de Pamplona. En Zaragoza, Borso di Carminati echaba mano al segundo   —245→   regimiento de la Guardia Real, y salía con él para llevárselo a O'Donnell. Toda esta fuerza, con el batallón y los escuadrones que Piquero había sublevado en Vitoria, eran una base admirable de insurrección. Ya vendrían luego más pronunciamientos de tropas donde menos se pensara, que bien se había trabajado en la seducción de jefes. Todo era empezar: los primeros que se lanzaron daban la mejor prueba de iniciativa heroica, de que luego tomarían ejemplo los reacios y pudibundos. Pero las más risueñas esperanzas de los aventureros de Vitoria estaban en Madrid, donde levantarían la propia bandera media docena de adalides militares, los más ilustres de nuestro ejército, la flor de los héroes de la última guerra. En cada correo creían recibir el notición de que la Regencia elegida por las Cortes era un cadáver, y de que sobre él se alzaba ya la soberanía incuestionable de la Reina Gobernadora, devuelta al amor de España.

En su residencia oficial de la Diputación trabajaba D. Manuel Montes de Oca sin dar paz a su mente ni a la pluma, despachando los asuntos varios que en aquel embrión de Gobierno pendían de su autoridad como vicario indiscutible de Doña María Cristina, y desempeñaba su papel con tal fe y ardor, que era lástima   —246→   no fueran aplicados a más práctico objeto. De noche, cuando hallaba algún espacio para dar reposo a su fatigado espíritu, solía pasearse solo o con un par de amigos fieles por la soledad del Campillo, núcleo de la antigua ciudad, o recorría las calles concéntricas que lo cercan; y en verdad que no podía espaciar sus ilusiones por sitios más apropiados al carácter feudal y poético de ellas. Los monumentales caserones habitados por el silencio, las calles que en rueda circundaban el primitivo recinto, encorvándose unas sobre otras, y enlazando su término con el punto de partida, reproducían al exterior el giro poético de la imaginación del paladín que amaba el pasado, y lo llevaba de continuo en el pensamiento, en una u otra forma, siempre volteando sobre sí mismo. La colegiata, majestuosa en el barroquismo de su robusta torre; los palacios del Cordón, de Álava y de Bendaña, que hablaban con sus rostros de piedra el lenguaje medieval, le acariciaban los pensamientos y se los hacían más luminosos. ¿Por qué no habíamos de ser lo que fuimos, nación de santos y de héroes? ¿Por qué no habíamos de restablecer las grandezas de la sangre y de la inspiración, del militar coraje y de las virtudes sublimes? Al par que esto, deseaba la ilustración, la libertad con medida, la   —247→   práctica de todas las virtudes domésticas y públicas, y el culto de las artes y las letras. La grosería le enfadaba; la irrupción de las muchedumbres ignorantes, que imponer querían su fuerza, su garrulería y suciedad, le sacaba de quicio, y por encima de todo poder ponía el histórico, que en el caso de autos recibía mayor realce del consorcio feliz de la soberanía con la belleza y de la majestad con la gracia.

Era, en suma, D. Manuel Montes de Oca representación viva de la poesía política, arte que ha tenido existencia lozana en esta tierra de caballeros, mayormente en la época primera de nuestra renovación política y social. Desde que se introdujo la novedad de que todos los ciudadanos metieran su cucharada en la cosa pública, empezaron a manifestarse los varios elementos que componían la raza; y si vinieron al gobierno los hombres de temperamento peleón y los militares de fortuna; si entraron los abogados y tratadistas con todos los enredos de su saber forense y su prurito de reglamentación, no podían faltar los trovadores, que se traían un ideal de la ciencia gubernativa, derivado, más que de la realidad, de los manantiales literarios. Más de cuatro poetas o trovadores hemos tenido en la vida pública de este siglo de probaturas; que ellos son fruta espléndida, abundantísima,   —248→   de uno de los seculares árboles del terruño español, y gran daño han producido anegando las ideas en la onda sentimental que derramaron sobre algunas generaciones. El pobrecito Montes de Oca, por ser de los primeros y haberle tocado la desdicha de venir con su lira en una época tumultuosa y candente, fue víctima del error gravísimo de querer dar solución a los problemas de gobierno por la pura emoción; pagó con su vida su desconocimiento de la realidad; merece una piedad profunda, porque era espejo de caballeros y el más convencido y leal de los poetas políticos. Otros que vinieron después han perecido ahogados en su propia inspiración.

No transcurrieron muchos días de Octubre sin que las ilusiones de los revolucionarios de Vitoria (en nombre de la Reina Cristina y por su expresa delegación) comenzaran a marchitarse. Por el lado de Zaragoza y Pamplona no iban las cosas muy a gusto del Presidente del gobiernillo provisional, porque la tropa que sacó Borso di Carminati, vivamente perseguida por el General Ayerbe, no quiso pasar de Borja, capitularon los oficiales, algunos soldados volvieron a la disciplina y otros se dispersaron, quedándose solo el infeliz caudillo italiano, que pronto había de ser cogido y fusilado. En las   —249→   Provincias Vascongadas no contaba la insurrección con éxitos notorios, porque desde San Sebastián avanzó Alcalá, aventando a toda la chusma de Muñagorri y del cura de Dallo; y si bien Urbistondo y los miqueletes bilbaínos adelantaban algo en el interior de Vizcaya, se veían amenazados por Iturbe y Simón de la Torre, que permanecieron fieles a Espartero. En tanto Zurbano, con los Provinciales de Laredo y Logroño, se posesionaba de Miranda, preparándose a invadir la Llanada. El incansable guerrillero supo aprovechar la torpe división que los insurrectos habían dado a sus fuerzas, y avanzó resueltamente, ocupando el puente de Armiñón; al paso encontró a siete miñones que llevaban despachos de la Diputación rebelde, y les fusiló sin piedad, dispuesto a hacer lo mismo con Piquero y con todo jefe insurrecto que encontrase, cualquiera que fuese su categoría.

La noticia de estas atrocidades, fruto natural de la guerra, tal como aquí comúnmente se hacía, llegó a Vitoria juntamente con la mala nueva del fusilamiento de Borso en Zaragoza, y un desaliento tristísimo se apoderó de los que habían abrazado la causa sentimental. Pero el esforzado corazón de Montes de Oca no se abatió con aquellos reveses, ni amenguaron su confianza en el triunfo definitivo. De alguna   —250→   parte había de venir el remedio, por ser divina la causa que defendían, como pleito del derecho contra la usurpación, y, en cierto modo, de lo bello y delicado contra los avances de la grosería y del prosaísmo.

No tardó el gobernante sedicioso en verse poseído del delirio medieval, a que le llevaba su numen político informado en el Romancero, y se metió en el peligroso callejón de las represalias, de que difícilmente se sale: la muerte de los miñones le indujo al error de poner a precio la cabeza de Zurbano. Creyó, sin duda, que no faltarían en su mesnada hombres con la ferocidad suficiente para cortar aquella cabeza y llevársela, con lo cual creía fácilmente decapitado el cuerpo soez de la bestia patriotera y repugnante que arrancado había su diadema a la más hermosa de las reinas de fábula. Suelen tener sus quiebras estos dramáticos arranques, y entonces se vio más que nunca la inseguridad del procedimiento, pues Zurbano no parecía dispuesto a dejarse degollar; al contrario, marchaba por la Llanada resuelto a cercenar todas las cabezas que pudiese, y hacer con ellas espantoso adorno de los caminos.

En esto, el General Aleson ocupaba los desfiladeros de Pancorbo y Rodil, con numerosa   —251→   hueste, partía de Burgos para perseguir a O'Donnell y desbaratarle si salía de la ciudadela de Pamplona. Iban tomando cada día peor cariz las cosas del naciente reino cristino, tan mal fundado en los cerebros de unos cuantos calaveras del ejército y la política: de pronto supieron el fracaso de la intentona de Madrid, el combate en la escalera de Palacio y la fuga de los audaces caudillos, que en plena Corte habían concebido el proyecto, más propio de gigantes que de hombres, de secuestrar a la Reina y llevársela a Vitoria, sede provisional de su autoridad. Todo ello era absurdo, propio de un partido de orates, y así salió... Mas no se crea que el desengaño traído por estas noticias se comunicó al espíritu alucinado de Montes de Oca, ni que desmayó su temeridad, no: de su cabeza, en que bullía la leyenda; de su corazón, inflamado en sentimientos de monarquismo romántico, brotaron nuevas energías; y cuando los hombres prácticos, sabiendo la ocupación de la Puebla por D. Martín, mostraron el gravísimo peligro de continuar en Vitoria, se obstinó en permanecer en ella, organizando una defensa que por lo brava y tenaz emulara las de Zaragoza y Gerona. Tal era su pensamiento cuando la insensata empresa de restauración estaba perdida, y los más ardientes   —252→   auxiliares de ella no pensaban más que en la fuga o en el escondite, aguardando a que pasara el nublado para procurarse una saludable reconciliación con el Regente. Pero Montes de Oca no cejaba. Abrazado había la causa de la Señora, y enarbolado su bandera con un ardor semejante al de los cruzados que iban a combatir por el sepulcro de Cristo; otros procedían por egoísmo y despecho; él por una fe generosa, y por la devoción, que otro nombre no puede dársele, de la Reina que era su ídolo. No daba entrada al miedo en su corazón, ni cuartel a los arbitrios de la cobardía, ni a componendas o transacciones. Era hombre macizo, homogéneo, sin las complejidades que la vida moderna exige a todos los que en ella buscan algo de provecho. ¡Lástima de primera materia, tan sólida y pura, en un siglo que no suele emplear para sus grandes obras lo puramente elemental, en un siglo de combinaciones y de alquimias cada día más complicadas! Toda la caballería del bravo Montes de Oca, toda su exaltación de gobernante poético, tenían por ideal sostén la soñada más que real persona de una Reina, cuya capacidad para dirigir a la Nación no había sabido manifestarse claramente. Él, no obstante, adoraba en ella, creyéndola adornada de atributos intelectuales y morales no   —253→   menos efectivos que los de su seductora belleza. Valía más el Quijote que la dama, y era ella menos ideal de lo que la suponía el ofuscado caballero. Si en la imaginación de este ahechaba perlas, a la vista de todo el mundo ahechaba trigo candeal superior la buena de Aldonza Lorenzo.




ArribaAbajo- XXIV -

Semejante a los héroes de un cuento infantil, se obstinaba Montes de Oca, falto de todo recurso y amenazado de una deserción total de su gente, en defenderse dentro de Vitoria, sacrificando la vida de esta ciudad al orgullo de una causa que no debía interesar grandemente a los hijos de Álava. Ya que la victoria se presentaba difícil por el momento, quería el caballero un poco de leyenda, y si Dios disponía que él y sus fieles pereciesen ante un enemigo superior, se enorgullecía pensando concluir a la numantina. Pero las nubes que ennegrecían el horizonte eran cada vez más temerosas, y aunque el hombre continuaba insensible al miedo, confiado siempre en los auxilios imaginarios   —254→   que había de recibir de nuevas sublevaciones, por fin le determinó al abandono de la plaza un hecho que hubo de abatirle los ánimos más que el aluvión de tropas enemigas y la merma creciente de las suyas. Fue que los generales que iban contra Vitoria agregaron a la orden del día un papel enviado de Madrid, dando cuenta de la comunicación de nuestro Embajador en París, D. Salustiano de Olózaga, el cual venía con el cuento de que la propia cosechera, Doña María Cristina, le había dicho, mutatis mutandis: «¡Pero si yo no sé nada de esa insurrección, ni tengo nada que ver con esos locos! No sólo soy extraña al movimiento, sino que lo repruebo terminantemente». El efecto que esto hizo en el valeroso paladín ya puede suponerse: no creía que el cuento del diplomático fuese verdad; teníalo por una de tantas mentiras diplomáticas, empleadas como resorte político; no le cabía en la cabeza que habiendo Cristina puesto en manos de los sublevados armas y bandera, renegase de sí misma y de su causa cuando la conceptuaba perdida, y llamase locos a los que por ella daban su sangre y su honor. Esto no podía ser: tales villanías, cosa corriente en el carácter falaz de Fernando VII, no cabían en la nobilísima condición de la Reina, toda rectitud, lealtad y entereza, según   —255→   Montes de Oca. Sobre esto no tenía duda el exaltado caballero, y la ideal Soberana no desmerecía en su pensamiento por las malicias de Olózaga. Lo que agobió su ánimo valeroso fue que aquellas mentiras entraron fácilmente en los cerebros de todos los que le rodeaban; que el vecindario de Vitoria les dio fácil crédito, y las aceptó hasta con gozo, viendo en ellas el mejor pretexto para dar término rápido a la insurrección, y librarse de los desastres y apreturas de un sitio. Ya no podía Montes de Oca sostener la moral de la plaza, ni menos el entusiasmo, harto ficticio y ocasional, por la que fue Gobernadora; cayó de golpe desde la cumbre de la poesía política a una realidad miserable. Llegaba el momento de huir, exponiéndose a una muerte ignominiosa, la del pirata o bandido. Salió, pues, de la plaza, acompañado de Piquero y de los militares y paisanos comprometidos, sin más tropas que los miñones y algunas compañías de Borbón. Muy distante ¡ay!, se hallaba de la ocasión en que puso a precio la cabeza de Zurbano; nadie pensaba en traérsela, y en cambio, Rodil pregonaba la de Montes de Oca, ofreciendo por ella diez mil duros... Vamos, no era mal precio, dado el escaso valor que ordinariamente tenían en el mercado de nuestras guerras civiles las cabezas humanas,   —256→   aun siendo de las mejor provistas de sólidos tornillos.

La salida fue tristísima, nocturna, sigilosa. Antes de que amaneciera, en la rápida marcha por el puerto de Arlabán hacia Vergara, desertaron las compañías de Borbón, y se fueron a Miranda para presentarse al General de Espartero. Celebraban consejo los fugitivos para determinar el camino que debían seguir. No pocos oficiales comprometidos señalaron como la mejor dirección de escape la de la costa Cantábrica; sabían de un barco preparado en Lequeitio para recoger a los que quisieran fiar su salvación al mar. Montes de Oca, aunque marino, prefirió seguir por tierra la derrota de la frontera; despidiéronse allí no pocos amigos y compañeros de locura, entre ellos el comandante Gallo y otros que andando el tiempo fueron generales, y se encaminaron hacia la costa; Montes de Oca, acompañado tan sólo de Piquero, de los señores alaveses Marqués de Alameda, Ciorroga y Egaña, y de ocho miñones, siguió adelante. En Mondragón despidieron a los miñones, pues para nada necesitaban ya la fuerza militar, y cuanto menor fuese el número de fugitivos más fácilmente podían deslizarse por montes y cañadas hasta ganar el boquete de Urdax. Pero los miñones no quisieron   —257→   separarse de los desdichados restos del Gobierno cristino, cuya suerte debían correr todos los que en tan necia desventura se habían metido. En Vergara se alojó la caravana en las casas exteriores de la villa, no lejos del histórico lugar donde se habían abrazado Espartero y Maroto; cada cual se arregló como pudo en humildes aposentos o mechinales, y a media noche el sueño dio algún descanso al asendereado cabecilla de la insurrección y a los que aún le seguían, más comprometidos ya por la amistad que por la política.

Media noche sería cuando turbaba el silencio de aquella parada lúgubre el cuchicheo de los ocho miñones, alojados en una cuadra, donde moraban también una mula y una pareja de vacas. Los pobres chicos, desvelados por la inquietud, se condolían de su perra suerte. ¿Quién demonios les había metido en aquel fregado, ni qué iban ellos ganando con que la Cristina le birlara la Regencia a Espartero? En verdad que habían sido unos grandes idiotas, apartándose de la ley que ligaba sus vidas y su honor militar al Gobierno establecido. ¿Quién les metía en el ajo de quitar y poner Regentes? ¿Quién les hizo instrumento de la ambición de unos cuantos caballeros de Madrid, y de media docena de militares que querían empleos y cintajos?...   —258→   ¡Y que no era flojo el riesgo que corrían los pobrecitos miñones! Desde Vergara a la frontera ¿quién les aseguraba que no toparían con un destacamento de tropas leales? En un abrir y cerrar de ojos serían despachados para el otro mundo, y aun podría suceder que los señores que les habían arrastrado al delito alcanzasen misericordia; para los hijos del pueblo, no habría más que rigor y cuatro tiros... Aun suponiendo que pudiesen escapar, ¿qué vida les esperaba en Francia? ¿Por ventura se encargaría de mantenerles la Reina esa por quien se habían jugado la vida? ¡Ay, ay!, el pobre siempre pagaba el pato en estas tremolinas; para el pobre, en la derrota o en el triunfo, no había más que desprecios y mal pago... ¡Qué mundo este! Valía más ser animal que español.

Estas ideas rumiaban, esto se decían, y en verdad que no habría sido vituperable su razonamiento si de él no saliese, como de la fermentación el gusano maligno, un ruin propósito. A dos de ellos se les ocurrió en el curso de la conversación; pero no se atrevieron a manifestarlo. Un tercero, que era sin duda el más arriscado, se lanzó a exponer la terrible idea, y la primera impresión que en los demás produjo fue de miedo; un miedo más vivo que el de   —259→   la propia muerte. Eran hijos de familias honradas, y desde niños habían visto en sus hogares la norma de todas las virtudes, el temor de la infamia y el aborrecimiento de la traición. Callaron un rato, y la perversa idea hizo nido en el cerebro de cada uno de ellos, empollando diversas ideas que corroboraban la idea madre. El mismo iniciador de esta la explanó hábilmente, revistiéndola de aparato lógico; achicó los inconvenientes morales, agrandó las ventajas. En primer lugar, salvaban sus vidas, y esto de mirar por las vidas era cosa buena, pues para que el hombre se defendiese de la muerte, le había dado Dios la inteligencia. En segundo lugar, se ponían en buena disposición con los que mandaban: Dios había dicho que debe darse al César lo que es del César. A más de esto, ¿quién dudaba que Espartero era el más valiente entre los españoles? Zurbano no le iba en zaga en el valor; sólo que se pasaba de bruto, hablaba mal, y tenía la mano muy dura. Pero pues era el hombre que más podía en aquellas tierras, hijo también del pueblo, debían favorecer sus ideas y ponerse a su lado para todo. Por último, triunfantes o vencidos, su sino era quedarse tan miñones como antes, con la triste paga, el rancho mísero y la condición de soldados rasos. Buenos tontos serían   —260→   si no sacaban algún provecho de la trapisonda en que se habían metido. Cierto que alguien saldría diciendo si eran tales o cuales... pero ellos no habían dado el grito; ellos no habían levantado la bandera de Cristina, ni entendían de estas cosas. Zurbano había ofrecido diez mil duros por la cabeza de Montes de Oca: deber de ellos, que la tenían en la mano, era entregar aquella cabeza, la verdaderamente culpable, la que había dado el grito. Y no dijeran que era una lástima entregar al pobre D. Manuel, indefenso, para que en él se cebara el furor de los vencedores. Por fas o por nefas, la vida de D. Manuel era cosa perdida. En su persecución iban ya varias columnas, y pronto le cazarían como a una liebre. Podría suceder que entregándole ellos, se compadeciera Zurbano del infeliz señor, y que el gran Espartero le perdonase, con lo cual quedaban todos contentos, Montes de Oca con vida, y ellos, los pobrecitos miñones, con sus diez mil duros en el bolsillo, a mil doscientos cincuenta duros por barba.

El que pronunció el discursillo que extractado se copia, había empezado a estudiar para cura en Vitoria, sirviendo luego de amanuense a un escribano de la Puebla de Arganzón, y en sus diferentes tareas escolares se le había pegado   —261→   el arte del sofista. Cedieron prontamente algunos de los compañeros; para reducir a los otros fue necesario que el orador emplease lo mejorcito de su arsenal dialéctico, y al fin convinieron todos en consumar sin demora la execrable acción. La obscura noche les estimulaba... el silencio les envalentonó para un hecho que exigía sin duda más arrojo que el desplegado en los combates. El coloquio vascuence en que desarrollaron su plan y los procedimientos más seguros para ponerlo en ejecución duró apenas un cuarto de hora; y bajaban tanto la voz que apenas se oían, temerosos de que la mula y las vacas, únicos testigos de la terrible conferencia, la entendiesen y renegasen de tal villanía, como honrados animales.




ArribaAbajo- XXV -

El modo y forma de hacer efectivo su pensamiento fue para los miñones sencillísimo. Lo propuso uno que en su niñez desplegaba felices disposiciones para robar fruta en las huertas y alguna que otra gallina en los corrales. Salieron los ocho a un cercado frontero a las dos casas en que se alojaban los paladines de   —262→   la Reina, y con fuertes voces empezaron a gritar: «¡Zurbano, Zurbano!...». El efecto de este toque de diana fue inmediato y decisivo. Los caballeros durmientes saltaron despavoridos de sus lechos, y a medio vestir lanzáronse fuera por los primeros huecos que abiertos encontraron: Egaña saltó por una ventana, y a Piquero se le vio surgir por un boquete angosto que daba al campo en la parte posterior del edificio. Poner el pie en tierra y apretar a correr en busca de la espesura del monte más cercano fue todo uno. Los otros dos, tomando la salida por la puerta con más tranquilidad, no tardaron en desaparecer. Como en los incendios y naufragios, cada cual se afanaba por salvar su propia pelleja sin cuidarse de la del vecino. Dos miñones pusiéronse de guardia en la escalerilla estrecha que a la estancia ocupada por el jefe conducía, con objeto de apresarle cuando saliese, y viendo que tardaba, presumieron que se había escondido en los desvanes. Los inquilinos de la casa, un hombre y dos mujeres, que a poco de sonar las primeras voces de alarma abandonaron también sus madrigueras y vieron la veloz huida de los cuatro señores, aseguraban que el quinto de ellos no había salido. Viéronse precisados los traidores a subir en su busca, creyendo que, o se había muerto del susto, o que por   —263→   el escrúpulo de conciencia quería expiar sus culpas bajo el poder del temido Zurbano.

A las primeras luces del alba subieron dos miñones, el de los discursos y otro que blasonaba de arrojado, al aposento mísero donde reposaba en un pobre camastro el jefe de la insurrección, y le hallaron profundamente dormido. Su tranquilo sueño era la expresión de su ciega confianza en los ocho corazones alaveses a quienes había entregado su vida. Por un instante creyéronle muerto: tales eran el reposo y palidez de sus nobles facciones. Uno de ellos le llamó: «D. Manuel, Sr. D. Manuel...». No despertaba. Imposible parecía que con la batahola y vocerío que armaron los guardianes durmiese con sueño de ángel aquel hombre que reunía en su espíritu la fiebre poética y el bélico ardor. Fue preciso sacudirle de un brazo para que despertase. Abrió al fin los ojos, y miró largo rato a los dos chicarrones, sin darse cuenta de lo que ocurría. «¿Es hora de salir? -dijo-. Vamos al momento. ¿Se ha levantado Piquero?».

El más desenvuelto de los dos traidores quiso expresar el verdadero sentido de la situación, y no halló la frase propia. «Es usted preso -dijo el otro, cortando por lo sano-; los demás señores han huido; usted no puede, Don   —264→   Manuel, y ahora se viene con nosotros a Vitoria».

Empezaba el infeliz hombre a comprender la situación; pero aún no la veía en toda su trágica realidad, ni le entraba fácilmente en la cabeza la idea de que los honrados hijos de Álava le apresaban para venderle por los diez mil duros que ofrecía Rodil. Se incorporó vivamente; miró en torno suyo. No tenía armas; nunca creyó que podía necesitarlas. «¡Y vosotros -dijo- me prendéis y me lleváis a Vitoria...! Pero no lo haréis movidos del premio que dan por mí. No valgo yo tanto, amigos».

-Sr. D. Manuel -dijo el valiente, ya repuesto de su turbación-, no nos enredemos en palabras que no vienen al caso. Vístase pronto, que tenemos prisa.

-Está bien -replicó Montes de Oca, pasando brevemente de la ira a la resignación, por la virtud de su grande alma-. Me vestiré al instante. Habría sido mejor que no viniéramos acá. Mi deseo, ya3 lo sabéis, era no salir de Vitoria y esperar allí a los vencedores. Entregándome yo, los diez mil duros habrían sido para mí, aunque... ¡sabe Dios la cuenta que me harían!... Bueno, hijos: pues tenéis prisa, ahora mismo nos vamos. Dejad que me lave un poco: es costumbre mía, que vosotros sin duda   —265→   no tenéis. Amanece ya; saldremos con la fresca, y marcharemos tan rápidamente como queráis.

Partieron a escape: a los miñones se les hacían siglos las horas que faltaban para cobrar el importe de la res que vendían. Para recorrer la tiradita desde Vergara a Vitoria en el menor tiempo posible, echaron por los atajos y desfiladeros más apartados de toda población, temerosos sin duda de que algún destacamento de tropas les quitase la gloria de su hazaña y el precio de su botín. Dieron a D. Manuel un caballejo, y tanta era la prisa, que no cuidaron de llevar víveres, ni fácilmente podrían adquirirlos en las soledades por donde caminaban. Tiraron hacia Legazpi, y de allí a los altos de Aránzazu, royendo mendrugos de pan el que los tenía. En uno de los breves descansos que hicieron, más por dar alivio a la caballería que al desdichado jinete, manifestaron a éste que, hallándose preso y a disposición de las autoridades, maldita falta le hacía el dinero que aún conservaba en sus bolsillos para los gastos de la insurrección primero, de la fuga después. Dio Montes de Oca una prueba de buen gusto y de austera dignidad evitando toda discusión sobre el infame despojo, y entregoles, sin el honor de una protesta ni de un comentario, la   —266→   culebrina en que llevaba unas cuantas onzas, que no llegaban a diez, y alguna plata menuda. Y hecho esto, arrearon de nuevo.

Hablaban los miñones entre sí el idioma vascuence, del cual el infeliz preso no entendía palabra, resultándole de esto un tormento mayor: el sentirse más aislado, más lejos de su patria. Entre esta y el poeta se interponían un suelo desconocido, una gavilla de bandoleros y una jerga que nada decía a su entendimiento ni a su corazón. En el fatigoso paso por veredas y trochas, mortificado del hambre y la sed, sin otro sentimiento inmediato que el desprecio que le inspiraban sus guardianes, sufrió el desdichado caballero indecibles angustias. No había para él más consuelo que aislarse, con esfuerzo de su viva imaginación, procurando no ver fuera de sí más que la Naturaleza, y dentro las hermosuras de su grande espíritu, así en el orden moral como en el estético. Las bellezas del paisaje y del cielo, las ideas propias, que iba sacando del magín con cariño de avaro, para en ellas recrearse y volver a esconderlas cuidadosamente, permitiéronle, si no el completo olvido de su desgracia, alguna distracción o alivio pasajero. Mas las exigencias físicas del hambre y la sed le volvían a la realidad de su martirio; otra vez era el hombre   —267→   vendido, la bestia llevada al matadero por cuatro carniceros infames, y la ininteligible cancamurria vasca otra vez le cortaba el cerebro como una sierra.

La molestísima andadura del jaco, apaleado sin cesar por los miñones, magullaba los huesos del pobre jinete. Habría preferido caer al suelo y que en él le fusilaran sin compasión; pero su vida valía diez mil duros, y no podía esperar de los mercaderes una muerte gratuita. Estas ideas lleváronle a mayor resignación y a conformidad más profundamente cristiana con su fiero destino. El sentimiento caballeresco y la ilusión del sacrificio pudieron tanto en su alma, que no le fue difícil llegar a la tranquilidad ascética que permite soportar un intenso padecer, y aun alegrarse de los martirios. Instantes hubo en que se creyó dichoso de ser tan infeliz, y el goce amargo de los sufrimientos refrescaba su alma, y la erguía, y la vigorizaba para mayores resistencias. Hermoso era el dolor, bellas las angustias que preceden a la muerte. Contra nadie tenía queja. Y no creía ciertamente que la persona por quien en tal suplicio se veía un hombre de bien, fuera indigna de semejante holocausto, no. Todos los males presentes y otros peores que vinieran los sufría gustoso por la Reina, por una divinidad que no habría sido   —268→   bastante divina si no creara mártires, si ante su triunfal carro no cayeran aplastadas cien y cien víctimas. Bien sabía la Reina lo que sus fieles padecían por ella, y bien empleado estaba que los caballeros penaran y murieran, para que sobre tantos dolores y sacrificios se alzara la gloriosa redención monárquica.

¡Y los malditos alaveses arreando sin descanso, como diablos solicitados de la querencia del infierno! «Basta, hombres, basta, que ya llegaremos -les dijo Montes de Oca, compadecido del caballejo más que de sí mismo-. Por mí no importa; pero vosotros tampoco vais a ninguna fiesta. Tened lástima del pobre animal, que no puede ya con su alma». Vino la noche, y con ella redoblaron los palos sobre la cabalgadura... No corrían: volaban. En un día anduvieron diez y siete leguas, imposible jornada cuando se va en seguimiento del bien, o a realizar una noble acción. Sólo el mal hace a los hombres tan ligeros. A las nueve de la noche llegaban a las proximidades de Vitoria, donde pararon, mandando aviso por dos de ellos al General Aleson, con las nuevas de la valiosa presa que traían. Tropas llegaron al instante y se hicieron cargo del reo, llevándole con no poco aparato de fuerza a la Casa Consistorial, que entonces estaba en San Francisco, donde también   —269→   había cuartel. A la luz de tristes faroles entró el jefe de la insurrección en el aposento que le destinaron, y lo primero que con él se hizo fue registrarle para ver si tenía documentos de algún valor. En efecto: descuidado como buen poeta, conservaba en sus bolsillos dos papeles que había escrito antes de la salida de Vitoria, y que se olvidó destruir. El uno era una carta dirigida a O'Donnell en que amargamente se quejaba del abandono en que se le tenía. «Ni un fusil, ni un real, ni una comunicación he podido conseguir a pesar de mis esfuerzos... Si hubiera tenido armas, a esta hora contaría la Causa de la Reina con un ejército de 20.000 hombres... Si se pierde esta coyuntura, la Causa de nuestra Reina se hundió para siempre...». El otro era un oficio en que se leía: «Gobierno Provisional... Excelentísimo Sr.: Este infame pueblo nos ha vendido, y su Ayuntamiento ha oficiado a Zurbano diciéndole no harán resistencia y me entregarán... Se hace, pues, indispensable abandonarlo, y lo verificamos esta noche...». Aquí se ve cuán galanas cuentas hacen los revolucionarios, cuya imaginación fácilmente traduce en realidad los deseos locos. ¡Fusiles, dineros! ¿Pero de dónde los había de sacar O'Donnell? Para él los hubiera querido. Él que no sabe allegar estos ingredientes   —270→   antes de izar la bandera, que no se meta en tales andanzas.

Después de bien registrado, entraron a verle el General Aleson y el jefe político, que, según se cuenta, no estuvo cortés ni generoso con la víctima. Tras estos llegó el Coronel D. Santiago Ibero, encargado de cumplir el sanguinario bando de Rodil, lo que en realidad no exigía larga tramitación. Bastaba con identificar la persona para proceder al corte de cabeza, con lo cual quedaba fuera de combate la hidra revolucionaria. Luego declaró el reo con voz entera su nombre, el pueblo de su nacimiento (Medinasidonia), su estado (soltero), su edad (treinta y siete años menos dos meses). Otras cosas dijo que no fueron más que una nueva página de poesía política.

Al quedarse solo con Ibero, Montes de Oca le dijo afectuoso: «No es la primera vez que nos vemos».

-En el castillo de Olite...

-Y alguna vez antes.

-Alguna vez, sí señor -replicó Ibero saciando sus miradas en el rostro del infeliz reo-. No una sola vez, si es fiel mi memoria... Perdone usted que le mire y le remire... Deseaba mucho verle; pero no, válgame Dios, en esta tristísima situación.



  —271→  

ArribaAbajo- XXVI -

-Si a usted no le parece mal -dijo Montes de Oca, sin aliento casi, estirando sus miembros doloridos-, descansaré. No tiene usted idea de cómo me han traído esos perros, de Vergara a Vitoria. Creí que me quedaba en el camino, y no habría sido malo para mí.

-He mandado que le pongan a usted una buena cama, y podrá descansar. También se le traerá la cena. Yo siento mucho que usted no hubiera sido más cauto en su fuga. Debió usted salir de aquí en la noche del 17, en la diligencia que le prepararon sus amigos.

-Qué quiere usted... No tengo, no he tenido nunca el instinto de la fuga. Me siento amarrado al puesto en que me coloca mi deber. No quería Piquero que yo partiese sin él, ni quería yo dejarle aquí. Juntos nos lanzamos a esta calaverada, juntos debíamos salvarnos o perecer. No me pasó nunca por la cabeza que los miñones fueran mi Judas.

-Egaña y Ciorroga ¿por qué no impidieron este oprobio que los miñones han arrojado   —272→   sobre la raza alavesa? Si aquí mandara yo, crea usted que después de darles el dinero les mandaría hacer testamento y les fusilaría sin escrúpulo de conciencia.

-¡Ah!, esto no puede ser -replicó el reo, que de improviso apartó su mente de aquel asunto, más atento a la cama que entraron los asistentes y a designar el sitio donde debían ponerla.

Dio sus órdenes con serenidad, cual si se hallara en las ocasiones ordinarias de la vida, y volviendo la espalda al Coronel, ayudó a colocar los cojos bancos sobre que se ponían las desunidas tablas para sostener los colchones.

«Agradeceré mucho -dijo cuando los asistentes traían sábanas y abrigo- que me den lo necesario para asearme un poco: agua, cepillo, peines. Nada me molesta como la suciedad, y este viaje ha sido funesto bajo el punto de vista de la pulcritud... Mire usted qué manos... Mi pelo es un bardal...».

Dio órdenes Ibero de que se le trajesen los avíos de tocador de que se pudiese disponer, y agua abundante.

«Es triste cosa -dijo Montes de Oca quitándose el gabán y la levita, y preparándose a un breve lavatorio- que siendo yo fanático por la limpieza me vea en tal suciedad. No se   —273→   asuste usted ni me riña si le digo que mi intento ha sido lavar al país... Y ahora resulta que no se deja... como los niños mal criados que no tienen más gusto que revolcarse en el fango de los caminos... Y yo, tan aficionado al aseo general, ahora me veo en la porquería particular más repugnante, sin otro consuelo que unos cuantos buches de agua para darme un refregón en cara y manos... Pero, en fin, pronto no me hará falta el agua para estar bien limpio».

Terminada la frase con un gran suspiro, empezó sus abluciones, que la corta medida del agua había de limitar más de lo que él quisiera. Salió D. Santiago a prevenir la cena, ordenando que fuera lo mejor posible, y al volver junto al preso, le encontró refregándose el rostro con la toalla.

«Pues sí -dijo Montes de Oca expresando lo que había pensado durante el lavatorio-, la noche de marras, ¿se acuerda usted?, cuando nos conocimos en una casa... el nombre de la calle se me ha ido de la memoria... Pues yo le emplacé a usted...».

-Y yo anuncié a usted y a Gallo que esto era una locura y...

-Justamente. Cada cual dijo lo que sentía. Este desastre, que tengo por accidental, no   —274→   modifica mis ideas sobre lo fundamental. Hoy hemos sido vencidos; somos la primera fila de combatientes, que tropieza y cae. Pero detrás vienen otros y otros... No lo dude usted: triunfarán la verdad y la justicia. No puede ser de otra manera. Confirmo, pues, mi pronóstico.

-Y yo el mío... Pero no es ocasión de empeñarnos en discusiones ni en alabarnos de profetas. Los grandes cambios de la vida general vienen cuando ellos quieren, y no está en nuestra mano traerlos fuera de tiempo. ¿No piensa usted lo mismo?

-No, señor -dijo Montes de Oca, peinando con fruición su espléndida cabellera-, y dispénseme que le contradiga. Es deber del hombre impulsar los acontecimientos buenos, los que realizan la justicia y el bien, porque si nos abandonamos, si la apatía nos vence... el mal se hará dueño del mundo.

-Cierto; pero no confundamos los acontecimientos buenos, como usted dice, con los que parecen tales por la forma engañosa que les da nuestro deseo... o si se quiere, nuestro fanatismo.

-¡Fanatismo! Sí, a eso vamos a parar. El mío tiene por objeto de su culto las cosas eternas. Vea usted por qué no estoy tan afligido y   —275→   agobiado como corresponde a mi situación, según el criterio vulgar.

-Muy bien, señor mío. Pero yo sé que no pensaban mucho en las cosas eternas otros que se lanzaron a esta insensatez -afirmó Ibero, que antes de concluir la frase, cayó en la cuenta de su inoportunidad.

-Quítense ustedes el éxito, y hablaremos de lo que es insensato y de lo que no lo es -dijo Montes de Oca, ya peinado, sentándose frente al Coronel, rodillas con rodillas-. Por de pronto, este pobre vencido y condenado sostiene ahora que vale más, mucho más, hacer locuras por la justicia y la verdad que hacer cosas muy sensatas y muy correctas por la usurpación y por la mentira. Yo he cumplido con mi deber; mi conciencia no hace ahora distinciones entre la demencia y la cordura: no ve más que lo justo y lo injusto. Con lo justo estuve y estoy, con todo lo que vemos de la parte de Dios. Soy religioso: la muerte no causa terror a los hombres de acendrada fe. ¿Qué tiene usted que decir?

-Nada, nada más sino que admiro su entereza, y que me causa vivo dolor ver que hombres de tal temple... En fin, señor mío, hablemos de otra cosa, porque al paso que vamos resultará que tendrá usted que consolarme a mí y darme   —276→   ánimos, cuando lo que procede... Ea, ya está aquí la cena. ¿Tiene usted apetito?

-Regular -dijo el reo preparándose a caer sobre el primer plato-. Antes de lavarme sentía gran debilidad... Realmente necesito alimentarme para que no se apoderen de mí las ideas tristes... No le invito a usted a que me acompañe, porque habrá cenado a hora más conveniente. Los condenados a muerte tenemos unas horas absurdas para nuestras comidas.

Empezó con mediano apetito, y según avanzaba iba recibiendo más gusto de la cena. Mientras esta duró, oyéronse mugidos del viento: las persianas del único balcón de la pieza se movían con lastimero chirrido, y en los buhardillones sonaban porrazos, como de algún batiente abierto que era juguete de las impetuosas ráfagas del aire.

-Viento del Oeste -dijo D. Manuel con absoluta serenidad, sin dejar de comer-. Esta tarde, cuando bajábamos por las Peñas de Zaraya, soplaba el Sur sofocante. El cariz del cielo me dijo que antes de media noche rolaría el viento al tercer cuadrante.

-Y tras este ventarrón tendremos agua.

-Si se agarra al Sudoeste, tal vez; pero por intermitencia de las rachas, paréceme que   —277→   rola al Noroeste... Vendrá el agua... pero más tarde... No seré yo el que se moje.

-¡Quién sabe...!

-Que no, digo. Le apuesto a usted todo lo que quiera a que no me mojo...

Le vio Ibero soltar el tenedor y quedarse inmóvil, fija la vaga mirada en el mantel. Quiso decirle algo, y aun pronunció algunas palabras de vulgar consuelo; pero pronto enmudeció. Le constaba que no había esperanza: era por tanto crueldad llevar al ánimo del reo una vana ilusión, que al desvanecerse haría más acerbo su suplicio. No se le ocurrió más que la simplicidad de invitarle a dormir, buscando en el sueño la reparación de fuerzas. ¿Y para qué las necesitaba?... Más inquieto por su descanso que por su vida, el reo formuló una pregunta:

-Dígame: ¿querrán que esta noche amplíe mi declaración?

-Mañana quizás. No piense usted ahora más que en descansar.

-¿De modo que por esta noche no vienen a molestarme? Magnífico... Pues si usted me lo permite, me acostaré ahora mismo.

-Y dormirá. El cansancio es un excelente narcótico.

-Yo tengo un sueño fácil. Dormía profundamente cuando los miñones tramaban venderme.

  —278→  

-¿Y este furioso viento que hace ruidos tan extraños no le impedirá dormir?

-¡Quia! ¡No me despertó la traición, y cree usted que me despierta el aire! Ya conozco yo al viento: somos amigos. No es malo el viento, no; por lo menos, traidor no es. Mejor estaría yo ahora en medio de la mar que aquí. A un temporal duro del Oeste se le capea; a una mar gruesa se la domina poniéndole la proa; ¿pero contra estas infamias de los hombres qué podemos?

-¿Y por qué dejó usted la vida del mar por las ignominias de la política?

-¡Ah!, no puedo contestarle tan fácilmente... Mucho hablaríamos usted y yo si tuviéramos tiempo; pero ya verá usted cómo no lo tenemos... Llevarán las cosas muy aprisa, y más vale así.

-Sí: más vale... Pero no se detenga usted si quiere acostarse, ni le importe que yo esté presente.

-Gracias. Pues es usted tan amable que me permite el descanso, me acostaré.

Y diciéndolo, iba dejando sobre dos sillas próximas las prendas que se quitaba. Ibero, que desde la llegada y entrega del prisionero se sentía devorado por intensísima curiosidad, anhelando aclarar un punto obscuro de sus   —279→   breves conexiones con el interesante cuanto infeliz caballero, creyó que la ocasión era propicia para permitirse apelar a su confianza. «Señor de Montes de Oca -le dijo cuando el reo acababa de meterse en la cama-, quisiera que me sacase usted de una duda... Hemos recordado esta noche la entrevista que tuvimos Gallo, usted y yo...».

-La tengo tan presente como si hubiera sido ayer.

-Y yo... Pero no es eso. Yo estoy en que nos vimos después en otra parte.

-¿Después... cuándo, dónde? -preguntó el condenado mirándole un rato con gran fijeza.

-Si no sabe usted cuándo y dónde, es que no recuerda, o que en efecto no me vio... o que no le conviene decirlo...

-Desde la entrevista con Gallo, no volví a ver a usted hasta que nos encontramos en el castillo de Olite.

-Perdone usted -dijo Santiago notando disgusto en la fisonomía del preso-; cometo quizás una inconveniencia interrogándole... Quitar a su descanso algunos minutos es verdadero crimen. Me retiraré para que usted duerma.

-Gracias. Pues mire usted, aunque parezca mentira, tengo sueño.

  —280→  

-¿Y dormirá?

-Creo que sí. Cuando navegaba, dormía sosegadamente en las noches de temporal duro, siempre que no estaba de guardia, se entiende. Ahora, no sé... En fin, pásese usted por aquí dentro de un rato y lo verá.




ArribaAbajo- XXVII -

Retirose Ibero en un estado de agitación vivísima, pues la persona y circunstancias del reo, su figura, su palabra, su no afectada filosofía le trastornaban profundamente. Diera él por salvarle la vida parte de la suya; mas no estaban las cosas para esperar clemencia, ni había posibilidad de que por caminos indirectos e ilegales se desviase de la muerte la desgraciada vida de D. Manuel Montes de Oca. Fue a visitar al General Aleson para darle cuenta de las medidas tomadas para la seguridad del prisionero, de la resignación y estoicismo de este, y acordaron el plan de servicio para el siguiente día, que habría de ser en Vitoria día de luto. Tímidamente apuntó Ibero la idea de perdón; mas ni aun le dejó tiempo el General de expresarla por entero, y le mostró la orden de   —281→   Rodil, disponiendo la inmediata ejecución del preso... ¡y hasta fijaba la hora, como suele fijarse la de una fiesta! Llena el alma de amargura volvió Santiago al Ayuntamiento y a las habitaciones habilitadas para prisión y capilla. En esta los soldados de guardia dormitaban en un banco, y dos ordenanzas, asistidos por empleados del Ayuntamiento, preparaban la mesa en que se había de poner el altar: los candeleros y el Cristo estaban aún en el suelo, junto con una Dolorosa, arrimadita a la pared. Encargó el Coronel a su gente que despachase pronto la faena, evitando cuidadosamente todo ruido, para no despertar al pobre reo. Como objetaran los tales que no podían colocar el cuadro de la Virgen sin clavar alguna escarpia, les ordenó el jefe que toda operación ruidosa se aplazase hasta la mañana.

Entró luego de puntillas en el dormitorio, alumbrado por un velón delante del cual se había puesto un grueso libro de canto, haciendo de pantalla, y vio al reo profundamente dormido. El suave ritmo de su respiración indicaba un sueño dulce, y este era la forma visible de una conciencia tranquila, de un cerebro despejado de cavilaciones. Pareciole mentira al Coronel lo que veía, y admiró al mártir dormido más que le había admirado despierto. Cautelosamente   —282→   abandonó la alcoba, despidió a los que armaban el altar, pues tiempo había de ponerlo todo muy bonito a la mañana siguiente, y se quedó solo con la guardia. Poco después entró el oficial que la mandaba; acordaron entre los dos que los soldados estarían mejor en la estancia próxima, guardando la puerta por el exterior; y pues la alcoba del preso ofrecía completa seguridad, por no tener otra puerta que la de comunicación con la capilla, no era preciso poner gente en esta. El patio a que daba el balcón de la alcoba estaba perfectamente custodiado, y ni en sueños se podía temer una evasión. Además, el preso era un santo, un verdadero santo, que con su propia mansedumbre, con su resignación cristiana y filosófica se guardaba. Poco después de este breve diálogo, Ibero estaba solo en la capilla, alumbrada por dos cirios del altar, que encendió por sí mismo, pues no gustaba de la obscuridad. Se paseó de un ángulo a otro; pero asustado del ruido de sus pasos se sentó en un sillón de cuero, traído expresamente para que lo ocupase el cura en el momento de la confesión.

«Yo, que no estoy en capilla -se dijo-, no podría dormir ni un minuto en esta noche de ansiedad y amargura; y ese hombre... Pero no he visto otro como él, ni creo que exista en el   —283→   mundo. Señor, ¿de qué materia y de qué espíritu le has hecho?... ¿Esa serenidad es convencimiento de que ha luchado y muere por una causa justa? Convencimiento es, aunque erróneo, que es como decir obcecación. Hombres así quiero para toda causa que yo defienda. Buen ejemplo nos da, bueno. No lo olvidaré, por si algún día me toca la china...». Divagó un instante el pensamiento del Coronel, siempre alrededor del mismo sujeto y asunto, y vino a parar en la idea dominante: «Voy creyendo que no es el caballero de Rafaela... Avivo mi memoria, y la semejanza de este con el que vi en aquel instante breve no es, en efecto, de esas semejanzas que alejan toda duda. Aquel era más alto, y como guapo, qué sé yo... Este tiene quizás más expresión, más dulzura en el rostro... ¿En qué me fundaba yo para creer que aquel y este fuesen uno mismo? Era presunción mía... un no sé qué... el dato de ser hombre superior, de alta posición, según Rafaela me dijo; el dato de que allí estaban tramando esta revolución... No es delicado, no; no es humano que le haga yo preguntas sobre los sitios en que conspiraba». Al pensar esto, sintiéndose ya con amagos de somnolencia, oyó violentísimas sacudidas del viento y los bramidos lastimeros que daba al pasar rascándose contra las paredes   —284→   del vetusto edificio. En la techumbre sonaba también un traqueteo metálico, como si un tubo de chimenea, tronchado por el huracán y sujeto aún a su base por una tira de latón, quisiera desprenderse y volar. Entre estos desapacibles ruidos, creyó sentir también algo como un suspirar vago, como articulación de tenues sílabas... Sin duda Montes de Oca hablaba dormido, agobiado quizás por una pesadilla. Asomose pausadamente Ibero a la puerta de la alcoba, y distinguió en la penumbra el rostro del durmiente en la propia disposición en que antes lo viera, brazos y manos en la misma postura.

Instalado de nuevo el Coronel en su sillón de cuero, que, dicho sea de paso, no carecía de comodidad, estiró las piernas sobre una silla próxima, diciéndose: «Parece que el sueño de ese hombre bendito, de ese caballero sin mancilla, me contagia... No creí que podría yo pegar mis ojos esta noche... Pero no, no es esto sueño: es modorra, el gotear lento de mi tristeza... Ahora cesa el viento... gracias a Dios. Se le oye distante, no como si él se alejara, sino como si le enterraran a uno... A ese hombre hermoso, honrado y bueno, víctima de un fanatismo como otro cualquiera; vencido en la plenitud de la fuerza y de la vida, le enterraremos mañana,   —285→   no porque él se muera, que bien sano está, sino porque le matamos. Y mis soldados, por orden mía, serán los que le hagan fuego... Esto es horrible... Mentira parece que se duerma uno pensando estas cosas... Pero no es dormir: es sentir en hondo y pensar en negro... No me duermo, no».

Y diciendo que no se dormía, quedose en ese estado intermedio y confuso que es un soñar en vela, o un insomnio con descanso. Razonaba su propio soñar de esta manera: «La prueba de que no duermo es que oigo los mugidos del viento, y veo todo lo que hay en la capilla: las velas de cera, la Dolorosa, que todavía está en el suelo... Yo dispuse que se dejara para después la operación de colgarla en su sitio, y convine con Rafaela en que ella clavaría la escarpia... Debe de ser la hora convenida, porque aquí entra Rafaela Milagro con el martillo... Se acerca a la alcoba, observa, ve que duerme D. Manuel, y no quiere despertarle... Aún es pronto, mujer -dijo Santiago a su amiga, que en forma corpórea, dormido o despierto, pues esto no estaba bien claro, ante sí veía-. Luego colgaremos tú y yo la santa imagen, que, entre paréntesis, se parece mucho a ti».

Desapareció Rafaela sin que Ibero pudiese advertir por dónde, y durante un lapso de tiempo   —286→   de inapreciable dura, perdió el Coronel toda sensación de la realidad. Sonaron de nuevo las voces del viento en forma y tonalidad muy singulares. Por las rendijas de las cerradas maderas se colaban los filos del aire, y tanto se oprimían, que el sonido se aguzaba y era más lastimero y terrorífico. A ratos entraban palabras delgadas y larguísimas, que decían cosas... conceptos de estructura semejante a la de una espada. Rafaela volvió a presentarse, con el cabello suelto y una calavera en la mano, y llegándose a Ibero le dio un golpe en el pecho, diciéndole: «Eres un cobarde, un vil, si permites que le maten...».

-¿Pero qué puedo hacer yo, mujer?...

-Es facilísimo. Yo le despertaré. Mientras se viste, tú mandas que se retire toda la tropa que hay en el patio. Él y yo nos descolgaremos por el balcón. Tengo dos llaves para poder salir al otro patio y a la calle.

-¿Y yo... pero yo...?

-¡Tú!... Harás lo que me has dicho: o pegarte un tiro, o dar la cara como encubridor de la fuga, sacrificando tu honor militar. Escoge lo que te parezca mejor.

-Necesito un día para pensarlo. Déjame ahora.

El chillar horrísono de las palabras que se   —287→   introducían por las junturas taladraba los oídos del buen Coronel. Llevose ambas manos a las orejas para cortar el paso de las voces fieras, insultantes, provocativas que querían penetrar en su cerebro... Vio a Rafaela pasar velozmente de una parte a otra de la estancia y meterse en el dormitorio del reo. Hizo un movimiento para detenerla...




ArribaAbajo- XXVIII -

Vio D. Santiago al oficial de guardia, que ante él se inclinaba, repitiendo una pregunta que acababa de formular sin obtener contestación. Tuvo el Coronel la palabra en la boca para decirle: «Esa mujer que ha entrado aquí, ¿dónde está?». Pero no tardó en comprender la incongruencia de este concepto, y sólo dijo: «¿Qué hay?».

-Mi Coronel, ya es de día. Creo que el preso ha despertado. Los señores capellanes están a sus órdenes. ¿Les mando que entren? ¿Se acabará el arreglo de la capilla?

-Es muy temprano aún. Retírese usted, y los capellanes que aguarden hasta que se les avise... Yo no dormía. Es que me duele horriblemente   —288→   la cabeza. Este maldito viento...

Nuevamente solo, sintió toser a Montes de Oca, y allá se fue casi de un salto. El reo había despertado, conservando la misma postura del sueño, y recibió a su amigo con una sonrisa cariñosa y un cortés saludo. «¿Se ha descansado?» fue lo único que dijo Ibero, que recayendo en su incertidumbre, registró con inquieto mirar toda la estancia.

-Es de día -dijo Montes de Oca-. ¡Qué pronto viene!

-Aún puede usted descansar un poco; yo se lo permito.

-Lo agradezco. Aunque no dormiré más, me quedaré un ratito en la cama... Créame usted: están mis pobres huesos como si me los hubieran roto. No puedo moverme. Deme usted un cigarro.

El Coronel le alargó su petaca; cogió de la misma un cigarro para sí, y encendiéndolo en la lámpara, dio lumbre al reo. Cuidose luego de apagar la luz y de abrir las maderas para que entrase la claridad del día. Iluminado por ella, el rostro del reo salía de la noche y del sueño con marcada expresión de santidad, y cuando se incorporó con la dificultad premiosa de sus huesos doloridos, Ibero le halló más demacrado que la noche anterior, y notó en su   —289→   semblante mayor dulzura y serenidad. Pero debía de ser ilusión, efecto quizás de la débil luz matutina, porque no podía una sola noche determinar cambio tan brusco, habiendo cenado y dormido el hombre como en días normales. «Esta es la mía -se dijo Ibero sentándose junto al lecho, y viendo cómo se confundía el humo de los dos cigarros-. No encontraré mejor ocasión para salir de dudas. Haré mi pregunta con la mayor delicadeza: ¿Conoce a una tal Rafaela Milagro, viuda...? ¿Salió con ella de una casa, etcétera?...». No había encontrado aún la fórmula más discreta para empezar, cuando Montes de Oca se le anticipó planteando la conversación a su gusto.

«Las ocasiones críticas de nuestra existencia -dijo- son las más propicias para avivar en nosotros el recuerdo de cosas pasadas, a veces muy remotas, representándonos los sucesos lejanos tan vivos como si fueran de ayer; y lo más particular es que comúnmente reproducimos, en estos casos críticos, escenas, pasajes y actos que no tienen nada que ver con nuestra situación presente. Le contaré a usted un prodigio de mi memoria, si no le molesta oírme».

-De ningún modo... ¿Ha tenido usted sueños, reproducción fingida de lo que fue real...?

-Algo soñé; pero fue después, hallándome   —290→   despierto, poco antes de que usted entrara, cuando vi repetirse en mi mente un suceso de mi vida pasada... con tal viveza, amigo mío, que llegué a creer que no vivía en este tiempo, sino en aquel, y que no pasaba lo que ahora pasa, sino aquello... ¡Cosa más rara!... Óigalo usted. Ello fue el año 29: yo tenía entonces veinticinco años, ¡dichosa edad!, y era alférez de navío... No crea usted, había navegado mucho: en la fragata Temis, en la Sabina, en la María Isabel, en la corbeta Zafiro. Ya me conocían los mares... Pues, como digo, hallábame en Cádiz, cuando encalló en aquellas playas un barco de piratas, y reducidos a prisión todos sus tripulantes, resultó la más execrable patulea de bandidos que se pudiera imaginar. Sus declaraciones espantaban: incendios de buques, asesinatos de navegantes, robos inauditos, violaciones de mujeres, cuantas atrocidades ideó el infierno... El capitán, que era un francés de buena presencia y modos elegantes, lo refería todo con la mayor indiferencia, contando también las horribles crueldades que hubo de emplear para imponerse a la vil chusma que con él servía. Nombráronme a mí su defensor... y figúrese usted mi compromiso. Era el francés muy simpático, y en la cárcel, cargado de grillos, cautivaba a todo el mundo por su lenguaje fino y   —291→   discreto, y la resignación con que esperaba su sentencia. A mí también me cautivó: aires tenía de gran señor, conocimientos de historia y literatura, palabra muy amena y un don de simpatía irresistible. Naturalmente, movido de esa misma simpatía y de la compasión, quise salvarle; pero vea usted aquí lo más peregrino del caso. Verdier, que así se llamaba, no quería por ningún caso dejarse salvar. «D. Manuel -me decía-, no se empeñe usted en lo imposible. Mis delitos sólo alcanzarán perdón en el Cielo: ningún tribunal del mundo puede ni debe absolverme». Firme en su resolución, que sostenía con una tenacidad admirable, todos los esfuerzos que yo hacía para disculpar sus crímenes los destruía el francés declarando más horrores, y presentando ante el tribunal nuevos cuadros de maldad sanguinaria. Aquel hombre, créalo usted, me ponía en gran confusión. ¿Cómo negar su grandeza, no inferior a sus crímenes? «D. Manuel -repetía-, es inútil cuanto usted haga para salvarme. No quiero, no quiero. Emplee su talento en defender a otros, que también están manchados de sangre, pero no tanto como yo, y además son padres de familia, tienen hijos. Yo no tengo a nadie. No tengo más que a mi conciencia, que me manda morir».

  —292→  

-¡Qué hombre! Amaba el castigo.

-Se enamoró de la muerte; la muerte era su ilusión, como lo había sido antes el crimen. En fin, que me convencí de la imposibilidad de salvarle la vida, y me apliqué a conseguir para otros la conmutación de pena. Verdier subió al patíbulo, demostrando un arrepentimiento sincero, una dignidad caballeresca y una efusión cristiana que fue el pasmo de todos... Y ahora voy al fin de mi cuento. Esta madrugada, un rato en sueños, y después tan despierto como estoy ahora, vi al pirata entrar por esa puerta. No tengo duda de que hablamos y de que me dijo: «D. Manuel, que se le quite de la cabeza el redimirme. Ya me redimo yo». Y todas las escenas, todos los incidentes de la causa, cuanto hice y vi en aquellos días, se me ha reproducido con claridad maravillosa.

-En verdad que es inaudito... Yo también... yo también he visto personas y sucesos pasados, no tan remotos como los que usted cuenta... He visto...

-Y fíjese en otra particularidad: ninguna relación tiene el caso del pirata con este caso mío. ¿Por qué mi memoria eligió caprichosamente aquel suceso de mi vida para reproducírmelo ahora con tanta claridad...? ¡Pobre Verdier...! Materia de bandido, que fermentada en   —293→   la desgracia se volvió espíritu de caballero cristiano...

Callaron ambos, pensando cada cual en cosas íntimas, y no se determinaba Ibero a formular la interrogación consabida. No es delicado mortificar a los reos de muerte con preguntas que sólo interesan al interpelante, y es caritativo dejarles la iniciativa de la conversación en la angustiosa espera de la capilla. Cortó la pausa el oficial de guardia, dando al Coronel aviso de que el General le llamaba. Inmutose Montes de Oca con la repentina entrada del oficial, y se preparó a salir del lecho, murmurando: «Será tarde... y yo aquí con esta calma... Fuera pereza».

Ibero salió, aplicando con más empeño su mente a la solución del acertijo, y aunque ningún dato nuevo justificaba su repentina inclinación al término afirmativo, no cesaba de decirse: «¡Es, es... vaya si es!...». Llamábale Aleson para designar de común acuerdo la hora y el sitio.




ArribaAbajo- XXIX -

Cuando volvió a la capilla, que los ordenanzas habían arreglado en lo que se persigna un cura loco, poniendo en su lugar cada sagrado   —294→   objeto, y la Dolorosa y el Cristo, encontró a Montes de Oca en el momento solemnísimo de oír su sentencia de muerte. Habíase vestido y acicalado con todo el esmero posible en la pobreza de su cárcel, y en su rostro grave y triste no se advertía ni temor ni arrogancia. Contaba ya con la muerte, y aceptábala sin creer que la merecía, como el coronamiento más digno de su desastre revolucionario. Vivir vencido con vilipendio no era muy airoso, y la noble causa que había defendido se sublimaba con la sangre de los que intentaron ser sus héroes. A la pregunta de si ampliar quería su declaración de la noche anterior, respondió que se confirmaba en ella. Se había sublevado contra el Gobierno, induciendo a paisanos y tropa a la rebelión, porque en conciencia creía que era su deber desobedecer a Espartero. Para él toda autoridad que no fuese la de la Reina Doña María Cristina, era ilegal y usurpadora. Declarose miembro del Gobierno Provisional, que proclamaba la Regencia legítima, y como tal expidió decretos y efectuó diferentes actos gubernativos. ¿Quiénes eran sus cómplices? Todos los corazones leales. Su honor no le permitía decir más.

Dicho esto, y elegido para su confesor el cura de San Pedro, entre los dos que le presentaron,   —295→   dejáronle solo con el sacerdote. Y el buen Ibero se alejó diciendo para sí: «Es... es: ya no tengo duda. ¿Por qué lo afirmo? No lo sé... No puedo separar en mi pensamiento la imagen de él y la imagen de ella, y me cuesta trabajo convencerme de que no fue real lo que anoche vi... Y yo pregunto: ¿se acordará de ella? Quizás no. Fue un amor pasajero, aventura que se repetía en las buenas ocasiones. Él no la amó nunca... ¡Qué misterios! Ella insensata; él sensato en amores, loco en política. Se asemejan más de lo que parece. Una reina le hace a él mártir, y él ha martirizado a una pobre mujer humilde, la cual me transmite a mí su martirio. Y véome aquí siendo el último mártir. Él muere, moriremos todos uno tras otro... ¡Qué cadena de dolores y muertes!... No doy un paso sin creer que encuentro a la pobre Rafaela pidiéndome la vida de este hombre. Anoche quizás habría sido posible, dejándole escapar por la ventana, y arrojando también por ella mi honor militar y mi nombre sin tacha. Más vale así. Muera el que debe morir ahora, el que ha faltado a la ley política y a la ley de amor. Después seguirán cayendo las otras víctimas, y yo la última, la que en sí acumulará el dolor y el martirio de todas».

Fue a su alojamiento, con idea de mudarse   —296→   de ropa. Encerrado en la estancia, ni grande ni lujosa, más bien destartalada y obscura, sufrió un acceso de aflicción intensísima, que se tradujo en sacudidas convulsas y en gritos de dolor. Arrojose en el lecho, de cara contra las almohadas, y clavándose los dedos en el cráneo, no se calmaron sus ansias terribles hasta que no hubo echado en lágrimas parte del dolor que el alma le obstruía... «Yo no puedo salvarle -pensaba-. Ni debo, ni quiero. Cumpla su destino. Será dichoso. Él no hace más que morir; los demás padecemos». Y al reponerse de tan fiero trastorno, entendiendo que no era ocasión de arrebatos sentimentales, se echó en cara su flaqueza de ánimo. Si sus compañeros y subordinados, en el tremendo acto que ya estaba próximo, le veían tan afligido, con señales de haber llorado, creerían que el valiente Ibero había caído en ridículas afeminaciones. Compuso su fisonomía lo mejor que pudo. La inspección de policía que hizo en su persona fue muy rápida, y partió al cumplimiento de sus deberes. Era la primera vez, en su vida militar, la primera vez que temblaba. Ya conocía el miedo, y este le perseguía haciéndole el coco en formas pueriles. Al menor ruido se estremecía; cualquier sombrajo le asustaba. Al ver los fusiles de sus soldados,   —297→   la idea de que dispararan le causaba terror.

Procurando sobreponerse a esta ridícula mujeril flaqueza, volvió el Coronel a la capilla y encontró a Montes de Oca ya confesado. El General Aleson había entrado a visitarle. Agradeciéndole su cortesía y caridad, pidió el reo se le permitiese dar vivas a Isabel II, a la Reina Cristina y a los Fueros. En delicada forma, excitándole a renunciar a estas demostraciones inoportunas, negó su permiso el General. No debía pensar más que en Dios, apartando en absoluto su espíritu de toda idea política. Asimismo quiso el mártir que se le consintiera mandar el fuego, y con tal afán lo pedía, que hubo de acceder Aleson, recordando que había no pocos ejemplos de esta tolerancia en la rica historia del fusilamiento nacional. Pero al propio tiempo que la autoridad militar asentía, protestaba la eclesiástica: el sacerdote declaró con grave acento que el dar la víctima las voces de mando en acto de tal naturaleza, era contrario a los principios religiosos. La muerte en esta forma consumada era un suicidio, y por ningún caso la autorizaba.

Ausente el General, después de reiterar al preso sus sentimientos de piedad y cariño, se reanudó la cuestión, pues Montes de Oca insistía en mandar el fuego, y el cura, inflexible,   —298→   llevando su negativa a los extremos de la intolerancia, declaró que se retiraría si el reo no se conformaba con que diese las órdenes el oficial encargado de esta triste función. El debate fue empeñadísimo: tomó Ibero partido en él por Montes de Oca, y en apoyo del sacerdote acudieron otros dos clérigos, que hicieron gala de su saber teológico. Por fin, el mismo Coronel, viendo que se prolongaba demasiado la contienda, propuso a su amigo esta forma de transacción: «En vez de dar las voces de mando, usted dirá: Granaderos, la religión me prohíbe el mandaros hacerme fuego: el caballero oficial cumplirá este deber. Y para satisfacción de usted, no mandará el oficial; mandaré yo, que es como si usted mismo mandara con su voluntad, no con su palabra». Pareciole al condenado muy aceptable esta proposición, y los clérigos, aunque entre sí rezongaban, no dijeron nada en contra.




Arriba- XXX -

La hora se acercaba. Trajeron un breve almuerzo que D. Manuel había pedido, y de él comió muy poco, sin apetito, bebiendo algo de vino y bastante café. Sentado frente a él, Ibero   —299→   le contemplaba silencioso, sin atreverse a pronunciar palabra: tal era el respeto que aquel inmenso infortunio, soportado con tanta grandeza de alma, le infundía. En el rostro del reo se hacía visible, desde el amanecer, una lenta transfiguración. Parecía de purísima cera, la frente más blanca que todo lo demás, de una blancura ideal. A ratos, mientras comía, fijaba D. Manuel sus ojos azules en los negros de Ibero. Era el cielo mirando a la tierra.

La expresión inefable, dulce y amorosa de aquellos ojos removía toda el alma del Coronel, y tan pronto le devolvía su valor perdido como se lo quitaba por entero. En una de aquellas miradas, Ibero pensó que el reo quería decirle algo. Sí, sí: llegaba el momento de expresar la última idea de este mundo y pronunciar la palabra última de los idiomas terrestres. Habló nuevamente Montes de Oca con el sacerdote, apartados junto al altar, y luego acercose a Santiago y le dijo: «Amigo mío, le veo a usted demasiado afligido y como temeroso...».

-He tenido miedo -replicó el alavés abrazándole con efusión-; podía mi compasión más que mi entereza. Pero la presencia de usted me restablece en mi carácter, en mi valentía natural. Para no perderla en lo que pueda, me hago   —300→   cargo de que los dos vamos a morir juntos, sin duda porque merecemos el mismo fin. Con esta idea, la grandeza de usted se me comunica. Ya no tiemblo. Yo, ejecutor, soy tan bravo como el reo.

-¿Es hora ya?

-Sí... Un momento más. ¿No tiene usted algo que encargarme?... ¿No tiene algo que decirme? Aunque ha dejado escritas sus disposiciones, puede haber persona o suceso que se hayan extraviado en su memoria... persona o suceso que no merezcan olvido...

Montes de Oca, sin perder un momento su serenidad ni el tono claro de su voz, le abrazó dos veces, diciendo sucesivamente: «Este abrazo por usted, señal de un afecto que es mi mayor consuelo, después de la idea de Dios, en la hora de mi muerte... Este otro... ya ve usted que también es apretado... este otro para que usted lo transmita a las personas que me han querido».

-¿A las... a quién?

-A toda persona de quien usted sepa que me ha querido mucho... Vámonos. El tambor nos llama.

Salió sin sombrero. En el patio que daba a la calle de San Francisco esperaba una carretela. A ella subió el reo, con el capellán a un   —301→   lado y el Coronel enfrente. Muy bien cumplida por el cochero la orden de acelerar el paso, pronto llegaron a la Florida. Poca gente había en las calles y a la entrada del paseo. El honrado pueblo de Vitoria hizo al mártir los honores de un respetuoso duelo, alejándose del teatro de su martirio. Las personas que acudieron a verle pasar le compadecieron silenciosas. Algunas le miraron llorando. Durante el trayecto fúnebre, Montes de Oca habló algo con el capellán, menos con el Coronel; el sol hería de frente su rostro, y con su mano bien firme, no afectada ni de ligero temblor defendía sus ojos de la viva luz.

La parte de ciudad que recorrió dejaba en su alma impresión de soledad, de silencio, de olvido. Creyó que muriendo él, moría también Vitoria, la que había sido capital del efímero reino de Cristina. En Cristina pensaba el mártir cuando bajó del coche en el lugar donde formaba el cuadro, y al ver a los soldados del regimiento que llevaba el nombre de la augusta Princesa, de la diosa, del ídolo, de la Dulcinea más soñada que real, sintió por primera vez el frío de la muerte, y una congoja que hubo de sofocar con titánico esfuerzo para que no se le conociera en el rostro...

Pusiéronle en el sitio donde debía morir; le   —302→   abrazaron nuevamente con efusión el capellán y el Coronel. Las cláusulas del Credo gemían en los labios temblorosos. Santiago no pudo cumplir su promesa de mandar el fuego: su valor, rehecho con ayuda de Dios, a tanto no llegaba. Dos palabras dijo al oficial, mientras el bravo Montes de Oca, con acento firme y sonora voz, dirigía la breve alocución a los granaderos y daba los vivas a Isabel y a Cristina. El Credo seguía lento, premioso... la bendita oración era como un ser vivo que no quería dejarse rezar. Sonó la descarga, y herido en el vientre, el reo permaneció en pie, las manos en los bolsillos del gabán, presentando el pecho a los fusiles. Dio un paso hacia la izquierda; la segunda descarga le hirió en el pecho; se tambaleó, cayendo por fin. Pero continuaba vivo. Ibero se acercó: los azules ojos del mártir le miraron, y sus dos manos señalaron las sienes. Ojos y manos le decían: «Tirarme aquí, y acabemos». Un soldado le remató.

Sólo falta decir, por ahora, que D. Santiago Ibero no se apartó del muerto hasta que le puso con sus propias manos en la fosa, abrigándole con la tierra y señalándole con una cruz. Quédese para otra ocasión lo restante del cuento de este noble militar, el luto que guardó a su amigo, las resoluciones que tomó, instigado   —303→   por la dulce y trágica memoria del mártir, los falsos caminos por donde le llevaron sus desdichados pensamientos, y los desmayos y caídas que en ellos sufrió hasta encontrar por aviso de Dios la vía verdadera.




 
 
FIN DE MONTES DE OCA
 
 


Madrid, Marzo-Abril de 1900.