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¿Morfosintaxis? ¿Sintactosemántica? «El problema de la división de la Gramática»

Sebastián Mariner Bigorra





No se figurarán fácilmente los organizadores de este merecidísimo homenaje cuánto acrece mi gratitud a su cordial invitación la que les debo por su posterior aceptación del título de estas atrevidas páginas. Como puede observarse en él, la parte que lleva entrecomillada coincide adrede con el que fue subtítulo de una obra del homenajeado1, recién salida de la imprenta cuando tuve la suerte de conocerle a mi llegada a nuestra inolvidable Granada. Difícilmente podía haber un tema que me permitiera testimoniarle tan entrañablemente mi admiración y agradecimiento por cuanto aprendí de su sólida ciencia y comunicativa amabilidad a lo largo de un lustro de convivencia imborrable.

Quede muy claro, de entrada, que, si hoy pueden ponerse entre interrogantes de duda los enunciados de las dos soluciones que, sucesivamente, se habían ido dando por parte de quienes consideraban que la distinción entre Morfología y Sintaxis seguía constituyendo un problema, ello no se debe a ninguna mayor habilidad por mi parte, sino a que, en el cuarto de siglo transcurrido, el progreso de la ciencia lingüística ha permitido soslayar no pocas de las dificultades que habían dado lugar al problema mismo. Excusado es decir que tampoco ninguno de estos adelantos como tales, ni siquiera en su capacidad resolutoria, será presentado aquí como de cosecha propia. Mi labor es únicamente recapituladora: trataré de mostrar que, en los condicionamientos actuales, distintos de los de más de treinta años atrás, la dilucidación de varias cuestiones -heterogéneas entre sí, por cierto- puede hacerse confluir en lo tocante a una posible delimitación entre Morfología y Sintaxis (y entre ésta y la Semántica, en lo que a la pretendida Sintactosemántica se refiere), de modo que no sólo coincidan en sus resultados a este respecto, sino que, pese a su heterogeneidad, se apoyen mutuamente para poder sugerir que el problema de dicha(s) división(es) carece de la virulencia que en aquellos tiempos había llegado a adquirir.

Mas, dado que el mero desmonte de los ingenios de ataque autorizaría a temer que las piezas puedan ser nuevamente armadas, osaré incluso desarmar al adversario, intentando probar cómo, en rigor, dichas piezas pueden organizarse de forma satisfactoria a propósito de lenguas como la castellana, para cuya Gramática se venía hablando tradicionalmente -con uno u otro nombre para la primera de las partes- de Morfología y Sintaxis por separado. Esta continuación positiva de la precedente crítica negativa irá acompañada, con vistas a una mejor corroboración, de una atención a dos cuestiones de la propia lengua castellana -el género y la negación- que confío que puedan contribuir a demostrar el movimiento andando, ejemplificando, al menos, cómo -incluso con referencia a una misma cuestión- caben en estas lenguas enfoques morfológicos, sintácticos y semánticos en diferentes grados.




I

Puede ser justificable que la revisión de los aludidos cambios de enfoque empiece precisamente con la de la doctrina que históricamente dio lugar a que se suscitara el problema: la exigencia de Ries2 de una investigación conjunta de formas y funciones, basada en que los paradigmas de aquéllas no las agrupan, a veces, según criterio estrictamente formal, sino a tenor de las funciones que desempeñan. Es cierto que, p. ej., cast. «amamos» acaba como «queramos», e incluso «amemos» como «queremos»; sin embargo, no se encasillan dos a dos en unos mismos modos según la igualdad de la terminación, sino todo lo contrario, cruzadamente: «amamos» con «queremos», y «amemos» con «queramos». Análogamente, en latín, REGI, no se equipara a DOMINI, sino a DOMINO, pese a la coincidencia de terminación con el primero y discoincidencia con el segundo. No basta, pues, con la mera observación de las formas: podría ser insuficiente (para poder alinear, p. ej., en un mismo caso genitivo a REGIS con DOMINI, pese a la diferente desinencia) o, incluso, errónea (si se insistiera en querer buscar equivalencias entre REGI y DOMINI, «amamos» y «queramos», etc.).

Pero hoy no es preciso seguir infiriendo de aquí que, para poder llegar a las alineaciones debidas, sea necesario el conocimiento de las funciones que las formas desempeñan, de modo que no puedan trazarse sus paradigmas sin que se estudien a la vez, dichas funciones: valores del Gen. y Dat. para los casos; íds. de objetividad y exhortación, etc., para los modos. Una exigencia tal comportaría desconocer la posibilidad de aplicación y capacidad probatoria de un procedimiento tan habitual y acreditado como es la conmutación. No es menester que se conozcan las (y menos todas las) funciones de los citados casos o modos; basta con poder asegurar que las de REGI no coinciden con las de DOMINI, sino con las de DOMINO, y las de «amamos» con las de «queremos»; es suficiente con que se sepa que son o no son las mismas, cosa que es absolutamente compatible incluso con la ignorancia total de cuáles son. Ejemplificando, en efecto, a fortiori, es perfectamente pensable un competente lingüístico incluso analfabeto -hasta de los que no tienen de los «modos» otra noción que la que los hace equivalentes a «modales» («buenos modos», «malos modos»)-, para quien resulte del todo adquirido -ya en el plano de los reflejos, que no en el de la reflexión- lo que para un estudioso extranjero suele ser francamente lioso, p. ej., «es seguro que les amamos / queremos» frente a «no es cierto que les amemos / queramos».

Cabe, por consiguiente, un estudio del todo científico de esas formas separado del de sus funciones: es bastante, para lenguas usuales, con atender a la práctica de sus usuarios; en las hoy sólo conocidas mediante textos, hay que contentarse -pero es también suficiente- con las conmutabilidades que la respectiva Filología permite establecer, observando, p. ej. cómo unos mismos contextos -p. ej., la dependencia de PLACERE- ofrecen REGI y DOMINO. Lo cual no quita que pueda ser útil, didácticamente, el no separar del todo, máxime en métodos de adquisición de lenguas de manera progresiva. Pero -nótese- de modo exactamente al revés de como lo «permitían» los epígonos de Ries, que negaban la posibilidad de autonomía científica de la Morfología, si bien autorizaban, por razones de utilidad práctica, el estudio previo de paradigmas formales, antes que el de las funciones respectivas, especialmente cuando éstas eran amplias y complejas.

Una separación, pues, a la que De Saussure no llegó de pleno3; pero le dejó preparado el camino al prestigiar las oposiciones y las relaciones como el fundamento de la señalización lingüística. Sobre todo, al distinguir en éstas entre asociativas y sintagmáticas, sentaba una base científica para la distinción: las con el resto de los elementos del grupo entre los que se selecciona el que se emplea, pueden ser materia de la Morfología; las con el conjunto de los miembros del contexto, lo son de la Sintaxis. Al escribir yo, hace un momento, «dos», he seleccionado entre «el, la, los, las»; al elegir «los», lo he hecho por la presencia de «elementos», en tanto que, a su vez, «resto» y «contexto» han determinado la selección de «el». El estudio de las relaciones de «el» y «los» entre sí y con «la» y «las» da pie a una Morfología; el de las que median entre «los» y «elementos», a una Sintaxis. Respectivamente, a lo que la tradición llamaba «paradigma (morfológico) del artículo» y «concordancia (sintáctica) del artículo con el nombre a que se refiere»4.




II

Al continuar con la revisión de las dificultades que se habían opuesto a una distinción entre Morfología y Sintaxis, parece que toca tratar inmediatamente del gran avance que ha supuesto la consideración, también postsaussureana, de la no diametralidad estricta de la intersección de los ejes según los que el maestro había hecho cortarse la Sincronía y la Diacronía5. Un estado de lengua no es adecuadamente representable mediante la célebre recta horizontal del «eje de la sincronía», del mismo modo que tampoco la evolución diacrónica lo es de elementos aislados, cada uno de los cuales constituya un eje en su transformarse: lo hace como elemento de un sistema que evoluciona con interrelaciones entre dicho elemento y los demás. Aquí interesa ahora, sobre todo, lo que afecta al eje horizontal: no conviene pensar en una línea nada más, sino en una relativa superficie, pues en un mismo momento histórico, sincrónicamente, puede haber en una lengua no sólo unos elementos sistemáticos, sino todavía restos de sistemas anteriores y gérmenes de posibles sistemas nuevos. No, pues, algo in esse, sino in fieri. Así, p. ej., en el verbo castellano las formas en -ré, -rás... -rán mantienen todavía en algunos contextos el valor de obligación de las perífrasis que les dieron origen: «Amarás a Dios sobre todas las cosas» (y así, el resto del Decálogo); «Queridos padres: Sabréis que...»; pero este sentido ya no es el mayoritario; para él se recurre mucho más a una recreación de la propia perífrasis con otro orden de las palabras y con de explícito: «Has de amar», «habéis de saber». Frente a estos giros perifrásticos, las formas soldadas son más bien de sentido futuro, prospectivo: «Me dirá que me quiere...» = no a «me ha de decir...», sino a «estoy previendo que hable así». A la vez, para este valor prospectivo se ha presentado un sucedáneo, la perífrasis «ir a + infinitivo» (p. ej., «va a decir..»), que quizá llegue un día a ser el auténtico prospectivo castellano, lo que permitiría a las formas sintéticas quedarse con sólo el valor modal de presentes probabilitivos6: «serán las seis» = «probablemente son las seis».

Con ello cabe afrontar el enfant terrible que en el propio Congreso parisino protagonizó la dificultad de que se llegara a una definición de la palabra como ente lingüístico. Superados los criterios con que anteriormente se pretendía calificar (el logicista: «unidad de sentido», y el fisicista: «unidad acentual»), que habían impedido la admisibilidad del concepto de palabra en lenguas con vocablos compuestos y con posibilidad de más de un acento (cfr. cast. correveidile), los enfoques que habían venido a substituirles (fundados en el orden fijo de los elementos y en la imposibilidad de intercalar otros entre los que constituyen la unidad «palabra») habían visto esgrimir en su contra, a propósito del futuro portugués (p. ej., teréi), la posibilidad de intercalación de clíticos entre los elementos de que etimológicamente se halla compuesto (p. ej., ter-lo-éi), tal como en sus orígenes lo había permitido también el correspondiente castellano, cfr. p. ej., «verlo he otra vegada / si es verdad o si es nada» en el Auto de los Reyes Magos. En la actualidad, cabe una consideración superadora de la frustración de 1948: «teréi» es una palabra in fieri; no ha llegado aún a tener siempre soldados sus elementos: cada vez lo están más, pero no del todo. Que en un estado de lengua haya palabras todavía constituyéndose no debe impedir, ahora, que se le reconozca la posibilidad de que sea una lengua de palabras; otras cosas pueden estar también fraguándose (y llegar luego a buen fin o no), cfr. en el propio castellano la recién aludida categoría del probabilitivo «serán» frente al prospectivo «van a ser», y regresiones como, p. ej., en la del género, guardés frente a guarda7 (¿cuál predominará? o ¿se especificará cada una y llegarán a oponerse, de modo que la segunda caracterice necesariamente a quien ejerce la vigilancia compartiéndola con su esposa, en régimen «familiar»?), etc.

Queda removido, pues, el obstáculo qué impedía hablar de «lengua de palabras» a propósito de las flexivas como la portuguesa, castellana, latina, etc., es decir, aquellas donde las diferencias de forma de las palabras son lo que realmente constituye la base de la expresión de categorías para las que, a veces, se hace difícil aislar unos morfemas, como puede ocurrir en las amerindias y finougrias. Mientras resulta fácil que en, p. ej., hijas se analice la s como terminación de pl. (frente a hija) y la a como morfema de femenino (frente a hijos), es muy difícil delimitar qué indica pluralidad y qué dat. o abl. en, p. ej., ROSĪS (forma, encima, de un «tema en -A» ¡sin ninguna A!), o reconocer en amamos, 1.ª de pl. con solidaridad de uno y otro accidente, qué es lo que en la desinencia amalgamada indica la persona (¿la -m-? ¡Falta en amo!) y qué el pl. (¿-os? ¡Falta en amáis! O ¿tal vez sólo la -s, que se halla en amamos y en amáis? ¡Falta en aman!). Esta argumentación por el lado negativo queda, además, corroborada por el hecho positivo de que en estas lenguas cabe que una misma serie de fonemas, en el mismo orden y con los mismos prosodemas, signifique cosas diferentes según se piense que está constituida por un número de palabras o por otro, esto es, según que -tal como quedó indicado arriba a propósito de los criterios de delimitación de palabras- admitan o no posibilidades de variación en el orden o de intercalación de otros elementos. Así, p. ej., en el sintagma / separóelrrelóx / hay dos significados posibles, según se lo piense constituido por cuatro palabras, «se paró el reloj» «el reloj se detuvo», o por tres, «separó el reloj» «apartó el reloj»; para el primer sentido cabe una intercalación «se me paró el reloj», que en el segundo no sería posible, sino sólo «me separó el reloj»; igualmente es posible en general, e incluso más abundante en algunas modalidades hispánicas, en el primer supuesto, un orden «paróse», mientras que es imposible en el segundo8.

Con ello se remedia, pues, la dificultad que todavía quedaba para una distinción entre Morfología y Sintaxis en estas lenguas, a saber, la planteada, sobre todo, por la Glosemática: si la Morfología es un estudio de formas, también la frase tiene forma. Al poder distinguirse la palabra de la frase, cabrá a lo sumo que se discuta la adecuación de la nomenclatura; pero, en las lenguas donde dicha distinción sea válida -y en tanto en cuanto lo sea-, nada parece poder oponerse a una investigación concreta de las formas de las palabras (la «Morfología» ante la que se plantea el problema) y otra, asimismo concreta, de las formas de la frase (parte de la «Sintaxis», según figuraba en el enunciado del problema también).




III

Ello desemboca, poco menos que automáticamente, en el reconocimiento de que no era precisamente en la Sintaxis donde tocaba estudiar los valores de las distintas formas de las palabras: si de valores se trata (duración, posesión, interés, instrumento, etc.), es a la parte de la ciencia lingüística que se ocupa del significado, la Semántica, a quien corresponden su investigación y exposición. Como puede verse, en el siglo y pico transcurrido desde Ries, ha llovido, a estos efectos, mucho. Hasta el punta de que ni siquiera el sentido de los sintagmas cabe hoy alinearlo en la Sintaxis: toca a la Semántica también; tan semántico es el valor de interés de la forma latina DOMINO como el del giro cast. «para el dueño», que le equivale9. No, pues, como ya De Saussure en dicho lugar sugirió, una división entre el estudio formal y el semasiológico dentro de la Sintaxis, sino un suum cuique fundamental y básico: una Semántica que, teniendo como objetivo los significados expresados lingüísticamente, englobe no sólo los de significante léxico -a los que fue dedicada desde su apadrinamiento por M. Bréal a fines del s. XIX-, sino también los de significantes gramaticales, que a lo largo de lo que va del XX se ha conseguido poner también en la platina de su observación10.

Lo procedente, eso sí, será señalar las relaciones que pueda haber entre cada una de ambas partes de la Gramática y la Semántica, que no necesitan ser siempre las mismas o, al menos, ser de idéntico grado. También en la Sintaxis, en efecto, hay áreas que carecen de relación con el significado. No sólo en la Morfología -a la cual se la ha podido tener siempre como relativamente más superficial y mecánica- pueden hallarse determinadas características de las palabras sin repercusión significativa ninguna, o escasa, frente a las que la tienen plena: tal, p. ej., el morfema cast. -s, capaz por sí solo de oponer el significado de «múltiple» al de «único» en los ya vistos hijas e hijos frente a hija e hijo, pero que puede no indicarlo en bodas frente a boda (cfr. «Las bodas de Caná», dicho de un solo casamiento) y que habitualmente no lo indica en tijeras frente a tijera: lo corriente es que de un solo instrumento pueda decirse tijeras y que, cuando se metaforiza «sastre de buena tijera» no haya que entender que corta con sólo una de las piezas que se articulan en unas tijeras, sino también con dos. Algo paralelo puede señalarse en terrenos típicamente sintácticos: ¡tan lejos está de ser exacta la pretensión -aquí ya impugnada en 1I- de que a la Sintaxis le correspondiera el estudio de los valores! Un aspecto del estudio lingüístico tan característicamente sintáctico como es el del orden de palabras puede ofrecer, en una misma lengua, una gama de conexiones tan variada como la que acabamos de ver ejemplificada con respecto a un morfema. Mientras es del todo importante para el sentido el orden «el cuarzo raya el vidrio», hasta el punto de que «el vidrio raya el cuarzo» no sólo significaría la viceversa, sino que sería falso en tanto que lo primero es cierto, puede no tener que ver con el sentido el que se diga «él no raya» o «lo raya él», y nada atañe al significado el que hay que decir, so peligro de agramaticalidad, «se me raya» y no *«me se raya»: tan nada, que ni siquiera cabe objetar que sea un sentido; cualquier maestro que lo corrija, afanoso, en labios de su alumno indocto, no podría negar que lo ha entendido a la primera, pese a que tampoco deja de tener razón al reprenderle que «no se dice así».




IV

Ahora bien, que quepan relaciones de formas y sintagmas con los significados, como los hay entre éstos y los lexemas, no autoriza a nivelar los respectivos objetos de estudio, estableciendo una equivalencia entre la Morfología y Sintaxis con la Lexicología, como se había pretendido también11. Aquí, y por muchas sordinas que en diferentes aspectos haya habido que ponerle, la visión saussureana de las lenguas como «sistemas de signos» permite una diferencia, si no tajante, sí cabal entre lo sistemático y lo asistemático en estas lenguas flexivas que vienen sirviendo aquí de banco de pruebas. Es cierto que dentro del Léxico pueden hallarse oposiciones tan proporcionales y extensas como se hallan en la Morfología, y que en la Fraseología12 puede ocurrir algo parecido respecto a la Sintaxis; pero la diferencia está en que su expresión en el significante no responde a idéntica proporcionalidad. Así, p. ej., en cast. hay maneras de expresar los movimientos según sea su sentido hacia el hablante o al contrario. Ahora bien, por más que se sepa cómo se dice esto con referencia a la marcha («venir / ir»), no se tiene con ello base alguna para saber expresarlo cuando se trata del transporte («llevar» no se opone a un «*venllevar» monstruoso, sino a un «traer» que hay que aprender de memoria, que no se obtiene de acuerdo con ningún paradigma gramatical, sino que consta en el Diccionario). Análogamente, en lo que hace a los sintagmas, cabe distinguir, p. ej., entre dos regímenes de «sentar(se)» según se quede a la vera del mueble que se indica o encima de él, si se trata de hacerlo «a la mesa» o «en la mesa»; sin embargo, quien, fiando de ello y de saber que se suele dormir «en la cama» quisiera decir de una madre que dormía al lado de la cama de su hijo enfermo con un «*dormir a la cama», difícilmente sería entendido y, aun en caso de que lo fuese, no por ello podría pasar por competente en esta lengua: de ocurrírseme a mí o a cualquiera de mis paisanos, a buen seguro que el giro no dejaría de ser tildado de catalanismo, y atribuido al posible empleo de ambas preposiciones con un mismo sentido locativo, en vez de a una intención de distinguir un valor adhesivo de otro inesivo, tal como los había en «a la mesa / en la mesa».




V

El conjunto de estas partes del estudio de lenguas como las que he ido calificando de «lenguas de palabras» podría esquematizarse como propongo en el cuadro anejo13.

Cuadro

Tal como he ofrecido al comienzo, creo oportuno ejemplificar a base de dos categorías castellanas, el género y la negación, lo que he venido proponiendo a lo largo de los capítulos precedentes y esquematizado en el propio cuadro. Referiré el primero al terreno de la palabra; la segunda, al del sintagma.

Del género servirá aquí para ejemplificación sobre todo su capacidad o no de indicar diferencias entre seres hembras y seres machos en una misma especie14. Esta capacidad significativa (objeto de la Semántica, por tanto) se halla, por definición, sólo a propósito de seres sexuados. En ellos puede señalarse a base de mera palabra -esto es, aparte de que pueda hacerse por procedimientos sintácticos, de concordancia-, mediante cambios de forma sistemáticos (es decir, morfológicos), sobre todo, a base del morfema -a, que puede designar hembras con sólo añadirlo (p. ej., escritora), o cambiarlo a las terminaciones (abundantes en -o; no tanto, en -e) de los masculinos correspondientes15 (tipos hija y asistenta). Con este morfema pueden forjarse femeninos de muchos nombres y de cantidad de adjetivos, hasta el punto de que es más rentable aprender de memoria aquellos que no se forman con él que los que sí se forman. Y, por supuesto, es el que sirve para los femeninos de vocablos nuevos que llegan a tener dicho género (p. ej., dermatóloga). En cambio, son hechos de léxico los que permiten expresar esta misma oposición de significados mediante vocablos distintos; como, p. ej., madre / padre, que no llegan a constituir ni siquiera un microsistema con otras dos parejas que comportan el mismo cambio de consonantes en inicial, a saber madrastra / padrastro y madrina / padrino, dado que en éstas hay, además, cambio de vocales finales16. Nada que ver tiene -también por definición- con esta noción básica el género de los seres asexuados, aunque entre ellos los haya que presentan finales en -a opuestos a otros en -o, y con capacidad, en este caso, de exigir concordancia femenina frente a masculina como las que exigían las oposiciones que sí giraban en torno al sexo; así, p. ej., «la banca / el banco». No hay tal, en cambio (esto es, no se dispone de ninguna base que permita conocer sistemáticamente la adscripción a uno de los géneros, sino que hay que aprenderlo tan de memoria como el vocablo mismo) en casos como, p. ej., base / pase: a una misma terminación pueden corresponder un género u otro: la base / el pase. De desengañar a quien sospechara que sean sistemáticamente femeninos y masculinos los demás diacrónicamente paralelos de sus respectivos orígenes -fems. los helenismos abstractos (así, también «fase»...); mascs. los postverbales (p. ej., también «cruce»...)- se encargan, respectivamente, «el desfase» y «la pose»17.

La negación castellana puede también surtir, en lo que toca al sintagma, de los cuatro ejemplos correspondientes. Tienen valor semántico, p. ej., y se da sistemáticamente el hecho de que dos negaciones se refuercen en lugar de destruirse, a diferencia de otras lenguas, la latina, sin ir más lejos, donde NON VENIT NVMQVAM no es igual a NVMQVAM VENIT, como ocurre con los correspondientes resultados castellanos, según figuran en el cuadro, sino a «viene alguna vez». Igual grado de sistematismo, pero sin repercusión en el sentido, reviste la interdicción sintáctica de que, en estas negaciones dobles, se dé el orden inverso, p. ej., «*nunca (o nadie, etc.) no viene» -tan posible en otras lenguas donde la doble negación también queda reforzada y no destruida, p. ej., en catalán «mai (o ningú) no ve»-, o el de negación única postpuesta «*viene nunca». Que ello no afecta en absoluto al sentido puede demostrarlo un título de novela relativamente difundida por la segunda mitad de los cincuenta, cuya «garra» estribaba precisamente en esta omisión de la negación antes del verbo, quedando sola la postverbal: «La paz empieza nunca». Otras anomalías, en cambio, no se pueden mencionar como sistemáticas; p. ej., el orden fijo «nunca jamás» no parece ser así de obligatorio para otras combinaciones de este último adverbio: «jamás nadie» (o «ninguno» o «nada») están tan dentro de la Norma como sus viceversas «nadie jamás», etc.; «jamás de los jamases» es un encarecimiento admitido; «*nunca de los nuncas», ¡forjado a base de su sinónimo!, está fuera de lo correcto, si no es que suene más bien a chanza o a despropósito voluntario. Eso sí: no podría ser entendido con significado diferente del que aquella dicción admitida tiene. En cambio, dentro de este nuevo plano de lo asistemático, hay que aprender necesariamente de memoria -so pena de exponerse a ser comprendido al revés, o de entenderlos así si los dice otro- los giros en que, sin negación alguna explícita, la frase se entiende como si la tuviera, a fuerza de ser usada habitualmente en expresiones con negación. Así, y por el estilo del más o menos proverbial «en mi (tu, su) vida he (has, ha) roto un plato» = «no he roto...», estos sintagmas pueden valer también como negaciones en algunas otras «afirmaciones», pero no en general; compárese, p. ej., «en mi vida ocurrió cosa igual» = «no ocurrió cosa igual» con «en mi vida ocurrió lo mismo», donde sí se entiende que ocurrió lo mismo de que se está tratando.

*  *  *

La presente propuesta no pretende una validez general. Por un lado, deja voluntariamente al margen a muchas otras posibles divisiones del estudio lingüístico, por cuanto se ha ceñido a proyectar los cuatro «progresos» sobre las dificultades surgidas en torno a una clasificación tenida por tradicional, por lo que se ha fijado precisamente en ésta y en las soluciones que dichos adelantos pueden automáticamente sugerir; ello no excluye que, desde otros fundamentos, las divisiones de tal estudio puedan ser menos, o más, u otras.

Por otra parte, también ha dejado conscientemente marginada una gran multitud de lenguas: al insistir en referirse solamente a «lenguas de palabras», no sólo excluía las muchas no flexivas, sino incluso, dentro de las flexivas, aquellas cuyas unidades, más que las palabras, son los monemas, que resultan reconocibles y aislables en cuanto elementos constitutivos de la palabra, hasta el punto de que ésta debe considerarse más bien como una realización en el decurso de aquéllos, que constituyen las auténticas realidades del sistema. Pero que algo esté delimitado, e, incluso, que en su delimitación resulte minoritario, no significa nada contra la posibilidad de su existencia real.





 
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