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Morir de éxito: El péndulo liberal y la revolución española del siglo XIX1

Isabel Burdiel





«True and False are attributes of speech, not of things. And where speech is not, there is neither Truth nor Falsehood».


(Th. HOBBES, Leviathan, I, 4)                


Quizás la característica más sobresaliente de la historiografía española e hispanista de los años noventa haya sido la sistemática, y en buena medida convincente, revisión del mito del fracaso como leit motiv de la historia contemporánea de España. La vieja imagen de estancamiento y/o anomalía española ha sido sustituida por la identificación de tendencias de cambio a largo plazo que, tanto desde el punto de vista socioeconómico como político, siguieron pautas evolutivas europeas aunque con diversos grados de atraso relativo y con dificultades específicas. La vieja teleología negativa, que buscaba en el siglo XIX las raíces más cercanas y evidentes de las traumáticas experiencias de la guerra civil y del franquismo, ha ido perdiendo consistencia al tiempo que se revisaba el mito historiográfico clásico de la revolución burguesa fracasada como pieza angular del paradigma del fracaso y la anomalía de España.

La crisis de los años treinta del siglo XX deja de ser, por lo tanto, la culminación dramática de la larga trayectoria de limitaciones y resistencias al cambio que anclaron a la sociedad española en el antiguo régimen, convirtiendo la dictadura del general Franco en el último eslabón de la cadena de fracasos que alejó secularmente a España de Europa occidental. Por el contrario, hoy parece evidente que la dictadura franquista fue una de las salidas posibles, pero no inevitable, de la crisis europea global de los años treinta, dentro de la cual deben entenderse los problemas y las soluciones ensayadas en la España de la época. De la misma forma, la pacífica transición a la democracia, y la incorporación a la unión Europea en condiciones de desarrollo económico y social impensables hace veinte años, no constituyen un milagro incomprensible sino el regreso a la gran corriente evolutiva occidental tras un cambio de dirección y un retroceso temporales2.

El impacto historiográfico y mediático de este cambio de perspectiva coincide sin duda con la más optimista de las autopercepciones que la población española haya tenido jamás en su historia contemporánea. De hecho, es un elemento central en la creación de una memoria histórica alternativa al agonismo de 1898 y a su larga sombra sobre la conciencia de sucesivas generaciones de ciudadanos e historiadores3.

Las páginas que siguen son producto, tanto de la celebración de ese cambio de perspectiva, como de cierta incomodidad intelectual ante las tensiones analíticas no resueltas que está produciendo en la historiografía reciente sobre el siglo XIX. En términos generales, comparto la preocupación de quiénes advierten de los peligros de una homologación excesiva -y excesivamente autocomplaciente- entre las experiencias española y europea occidental. Especialmente por lo que se refiere a la sustitución de la vieja teleología negativa por otra positiva, cuyo anacronismo analítico estaría ahora situado no ya en el horizonte de la guerra civil y del franquismo, sino en el de las condiciones que hicieron viable la pacífica transición y consolidación de la democracia en España tras la muerte del general Franco.

En términos más concretos, me preocupan los efectos (advertidos o inadvertidos) que sobre la valoración del liberalismo revolucionario decimonónico parece estar teniendo la combinación de una historia que enfatiza las continuidades en la identificación de tendencias de desarrollo a largo plazo, y la quiebra general en la historiografía europea del concepto clásico (liberal y marxista) de revolución burguesa.




- I -

Más allá de la disputa sobre la existencia o no de una auténtica revolución durante el siglo XIX español, el resultado más interesante del debate de los años setenta y primeros ochenta consistió precisamente en la revisión del valor hermenéutico que cabría seguir atribuyendo al concepto mismo de revolución burguesa. Por una parte, el diálogo con la llamada historiografía revisionista europea permitió conectar la experiencia española con la más general de las diversas (y escasamente normativas) vías de tránsito del antiguo régimen a la sociedad liberal. Hoy en día parece obvio para la mayoría de los historiadores en activo que, ni en España ni en Europa, se puede seguir hablando de revoluciones triunfantes o fracasadas sobre la base de la constatación, o no, del traslado del poder político de la nobleza a la burguesía o, en términos más generales, de las relaciones socioeconómicas feudales a las capitalistas. El concepto de revolución así definido, y compartido en su momento por la historiografía marxista y la liberal, ha dejado de cumplir cualquier función relevante en la investigación histórica4.

Por otra parte, el debate de aquellos años sirvió para cuestionar la tradicionalmente centralista historia de España, estimulando una diversidad de estudios locales y regionales mucho más cercanos a la realidad histórica de la profunda fragmentación en los espacios socioeconómicos y políticos de la primera mitad del siglo XIX. La disolución de la «gran narrativa española» fue acompañada por un proceso similar respecto a las nociones clásicas de nobleza o burguesía. La variedad de situaciones, aspiraciones y posibilidades de los que antes se concebían como grupos más bien homogéneos, y nacionales, ha forzado desde entonces la utilización sistemática de un plural estratégico (noblezas, burguesías) que implica, tanto el reconocimiento de la diversidad interna de esos grupos, como el desasosiego conceptual ante la pérdida de las categorías clásicas de análisis5.

Sorprendentemente, sin embargo, ni siquiera este último desasosiego ha sido capaz de suscitar un nuevo debate general sobre el problema de «la revolución española». Las tensiones teóricas implicadas en la disolución de las viejas categorías, y sus efectos concretos sobre la comprensión global de la ruptura liberal del siglo XIX, permanecen enteramente sumergidos sin que por ello dejen de producir resultados historiográficos evidentes. Entre esos resultados me parece especialmente desafortunada la posibilidad de que el viejo esquema explicativo, construido en torno a la noción de revolución burguesa fracasada, sea sustituido sin más por una atribución implícita o explícita de irrelevancia a las convulsiones políticas de la primera mitad del siglo XIX, por lo que respecta al cambio social y económico a largo plazo. Es decir, por una argumentación que considera que la ruptura jurídica y política con el antiguo régimen absolutista no inauguró nada que no existiese previamente y que, en todo caso, contribuyó muy poco a la configuración de las ya muy establecidas tendencias hacia el cambio en la estructura social y económica española desde el siglo XVIII6.

Creo que no exagero al afirmar que las soluciones ofrecidas desde esa óptica para explicar las relaciones posibles entre acción política y cambio social guardan un extraño parecido de familia con la antigua valoración del carácter superficial del liberalismo revolucionario español. Más aún, so capa de descartar la noción clásica de revolución, lo que acaba produciéndose es un tipo de argumentación cerrada, construida en torno a los rasgos clásicamente atribuidos a una revolución auténticamente burguesa y liberal, que corre el riesgo de utilizar baremos y distinciones que presuponen lo que rechaza. En el camino de este proceso de reflexión -estéril por circular-, la vieja noción de revolución permanece intacta, aunque ahora en el armario de la ropa fuera de temporada, mientras se refuerza una vez más una consideración de lo político deudora de la más rancia y economicista de las nociones estratigráficas de la realidad social7.

En mi opinión, sin embargo, criticar el concepto clásico de revolución, al tiempo que se utiliza como referente para minimizar su impacto en el cambio social decimonónico, no resuelve el problema sino que lo elude y enmascara. En último término, y más allá de su evidente incoherencia argumentativa, la perspectiva de análisis resultante se revela incapaz de responder a la pregunta central: ¿por qué, en lugar de esperar a la bendita y pacífica transición en materia de ordenamiento político y socioeconómico, los liberales españoles creyeron necesaria una acción política violenta, que se consideró a sí misma como revolucionaria e implicó una amplia movilización social, para lograr imponer la desamortización, la desvinculación, la abolición del diezmo y los señoríos, la libertad de comercio y de expresión, la igualdad legal y el régimen representativo de gobierno?

Las páginas que siguen no pretenden ofrecer una reflexión global y acabada al respecto. Pertenecen al género más modesto de la formulación de interrogantes no resueltos, o evitados, por lo que respecta al papel desempeñado por la acción y la retórica revolucionarias en la liquidación del antiguo régimen en España, y a la forma en que estuvieron implicados en ese proceso los logros y las limitaciones del liberalismo decimonónico. En este sentido, el debate de finales de los años noventa no puede seguir reproduciendo, con ropajes aparentemente nuevos, los interrogantes de hace veinte años.

Para evitarlo quizás sea aún necesario recordar, en primer lugar, que la consideración de las convulsiones políticas de 1808-1844 como relevantes para la explicación del cambio socioeconómico de la España decimonónica no implica, necesariamente, atribuirles su origen ni requerirles la capacidad de provocar un cambio radical e inmediato al respecto. En segundo lugar, no supone tampoco una relación inevitable entre proyecto liberal y proyecto revolucionario por lo que respecta a las vías de salida posibles ante la quiebra del absolutismo, español o no. Por último, la combinación de la constatable heterogeneidad social y política del liberalismo, y el carácter intensamente local de sus prácticas (en continua tensión -aquí y en toda Europa- con sus supuestos universalistas), no implica su disolución en un magma de diversidades sin proyección nacional. Lo que sí hace es condenar al fracaso analítico cualquier intento de seguir utilizando el viejo concepto de revolución como baremo para medir el carácter frontal (o no) del conflicto entre absolutistas y liberales, entre nobles y burgueses, portadores todos ellos de valores culturales y de reproducción social radicalmente alternativos. Concebida así, la revolución española (y cualquier otra) se convierte en un arquetipo incapaz de explicación histórica concreta, tanto por vía positiva como negativa.

Desde todos estos puntos de vista, el impacto del liberalismo revolucionario español resulta ciertamente incomprensible divorciado de la dinámica y de las tensiones procedentes del antiguo régimen, de la misma forma que no se entiende bien si sus características y trayectorias se abstraen de los retos que implicó la crisis de la monarquía absoluta a partir de 18088. La perspectiva, en todos estos sentidos, no es la de la «modernización» (política y socioeconómica) de finales de siglo, ni tampoco la de algún tipo ideal de sociedad tradicional previa. Hay una tierra de nadie entre ambos mundos ideales que obliga a concretar algunas cosas y a analizar el proyecto liberal en sus propios términos y desde su propio horizonte contemporáneo, tanto español como europeo. En palabras de José Várela Ortega, lo que interesa es saber qué papeleta querían resolver los liberales españoles, de qué asignatura se examinaban y qué posibilidades (variadas) tenían de aprobarla o fracasar en el empeño9. Desde luego, la opción que no tuvieron fue la de optar por un «no presentado». Las páginas siguientes están dedicadas a demostrarlo.




- II -

Los años treinta del siglo XIX, al suponer la consolidación hegemónica de un nuevo tipo de liberalismo que abandonaba las tesis más radicales de Cádiz y del Trienio, obligan a tener en cuenta todos los argumentos contrarios a la tesis que quiero defender: el carácter rupturista que adoptó la confluencia entre liberalismo y revolución en España, y la trascendencia histórica de la misma para entender la evolución posterior de nuestro siglo XIX.

Como cualquier otro movimiento político, el liberalismo español se desarrolló mediante la incorporación, renuncia y/o adaptación de sus ideales programáticos generales al cambiante escenario nacional y europeo del primer tercio del siglo XIX. A la altura de 1830 puede ser más operativo concebirlo no tanto como un sistema unificado de pensamiento dividido o no en varias corrientes, sino como un estado de opinión política (un nuevo «sentido común») producto de su propia historia de enfrentamiento y contaminación con el absolutismo reformista o radical, ilustrado o ultramontano. Concebido así, creo que es posible analizar mejor la red de relaciones, y de interpretaciones, en las que operó y se fue formando. También aquellas que consiguió crear y/o modificar durante los largos años de resistencia al absolutismo que siguieron a la experiencia constitucional de 1812.

En este sentido, el triunfo histórico de aquel primer liberalismo debe valorarse de forma distinta a como se ha hecho hasta ahora. No se trata tanto (aunque también) de medir el grado de representatividad social y política del liberalismo gaditano. Es bastante obvio que los diputados de las Cortes sitiadas en Cádiz por las tropas napoleónicas no representaban a la nación en cuyo nombre actuaban. Pero, ¿qué era la nación en aquellos primeros momentos más que una consigna política que buscaba crear la realidad que decía representar? El verdadero peso del primer liberalismo, y su creciente diseminación social en los años que siguieron al fracaso de la experiencia gaditana, debe valorarse allí donde su disponibilidad como lenguaje para la acción política provocó una reestructuración sustancial de los términos y posibilidades de la misma; es decir, en el ámbito local y provincial.

Cuando los liberales de Cádiz articularon en un lenguaje nuevo la vieja batalla por el control del poder algo cambió sustancialmente en esos ámbitos. De hecho, ése fue el gran legado de la primera generación liberal a la cultura política posterior. Desde entonces, el poder absoluto y los intereses en torno a él congregados se vieron forzados, como hubiese dicho Thomas Hobbes, a «ver doble»10. Es decir, a proyectar su permanencia, y sus fuentes de legitimidad, en un marco de referencia cuyas reglas y supuestos habían cambiado. A partir de 1812 hubieron de definirse en relación con la agenda liberal de primera hora, incluso (o sobre todo) cuando trataban de condenarla y anularla. En esto consiste la victoria crucial y la trascendencia indudable de la labor de las Cortes de Cádiz y de aquel laboratorio de pruebas del liberalismo gaditano que fue el Trienio Liberal de 1820-1823.

Sin embargo, y esto es igualmente relevante, las experiencias de Cádiz y del Trienio demostraron también la imposibilidad de subvertir totalmente el contexto lingüístico y social del absolutismo. La transgresión de sus límites no pudo ser nunca completa de la misma forma que ninguna experiencia revolucionaria lo es nunca por entero y radicalmente. Su proyección política debe ser comprendida como producto contingente de los juegos del lenguaje, liberal y absolutista, durante los veinte años de agonía de la monarquía de Fernando VII. Es en ese contexto de comunicación e impregnación mutuas donde la idea de revolución -el término mismo tal como fue utilizado por los contemporáneos- alcanza algún tipo de «verdad» o «falsedad» discernible para los historiadores11.

Por ello, la división interna del absolutismo durante el reinado de Fernando VII -producto y a la vez elemento de crisis de legitimidad del régimen-, tiene una importancia crucial para entender el desarrollo táctico de la opinión liberal mayoritaria por lo que respecta a lo que Irene Castells ha denominado «la utopía insurreccional del liberalismo» español12. El abandono de la misma no puede relacionarse exclusivamente con el fracaso de las diversas conspiraciones y pronunciamientos para lograr el apoyo necesario. Tampoco fue sólo resultado del temor del liberalismo respetable ante los peligros, ya contrastados, de involucrar a las clases populares en el proyecto liberal. A corto plazo, fue determinante la apertura de un horizonte político -nacional e internacional- que ofrecía la posibilidad de articular un pacto «desde arriba» que permitiese, tanto a la Monarquía como a la sociedad en su conjunto, dejar de «ver doble». Es decir, acercar a España -en palabras de Juan Antonio Llorente desde el exilio- a «las naciones civilizadas que han querido, quieren (y querrán justísimamente, pues las luces no retroceden) aniquilar todo gobierno despótico, y establecer una monarquía constitucional en que los derechos del hombre, los del ciudadano, los del rey y los de su pueblo, estén aclarados y sostenidos para que prevaleciendo la justicia, sea permanente la tranquilidad pública, se ame al soberano que protege la libertad individual, y que fomenta (no con palabras, sino con obras y buenos reglamentos) las ciencias y fábricas, industria, manufacturas, artes, agricultura y comercio»13.

Manuel Bertrán de Lis, un comerciante liberal que había sostenido la Constitución de 1812 y su reinstauración en 1820, que había arriesgado su dinero tanto en comprar tierras desamortizadas como en préstamos diversos a la monarquía arruinada de Fernando VII, es un buen exponente del proceso de adaptación de ideales y programas a las necesidades prácticas de una nación civilizada. Así, sin olvidar que su familia había empeñado (literalmente), junto con su dinero, la vida de uno de sus miembros en conspirar activamente contra la Monarquía, Bertrán de Lis podía asegurarle a ésta en 1831 que «ha habido y hay medios de labrar la felicidad de la nación, y tener al fin una constitución estable que asegure para siempre las personas y propiedades de los ciudadanos que forman la sociedad, sin los escollos de la revolución»14. No es casualidad que aquella propuesta de constitución estable sin revolución llegase a la Corte tras el triunfo de la revolución francesa de 1830 y en el momento mismo en que el escenario político español parecía desbloquearse con el nacimiento de la infanta Isabel y la confirmación por Fernando VII de la Pragmática Sanción que cerraba el paso a las aspiraciones realistas congregadas en torno al infante Don Carlos.

Cuando Fernando VII murió en 1833, con la Pragmática en vigor a pesar de las rocambolescas escenas de La Granja, resultaron evidentes al menos tres cosas. La primera, que las fuerzas de la reacción absolutista no encontraban intrascendente la posibilidad de una reforma política, por mínima que fuese. La segunda, que de esa mínima posibilidad dependía la regente María Cristina para transmitir el trono a su hija. La tercera, comprensiva de las dos anteriores, que existía ya un pacto entre el absolutismo templado y el liberalismo reformista con el objetivo de ofrecer una vía de salida a la Monarquía española tras años de caos financiero y administrativo, y de creciente deslegitimación política. El resultado fue el Estatuto Real de 1834 y el estallido de la primera guerra carlista.

Es difícil infravalorar el impacto de la guerra civil en la extensión social y la evolución del proyecto liberal de los años siguientes. La implicación, voluntaria o forzada, de la población en una contienda enconadísima de casi siete años de duración fue una escuela de movilización y concienciación política indudable. El triunfo del carlismo implicaba (al menos retóricamente) una vuelta de tuerca más en el alejamiento de España de «las naciones civilizadas» hasta los peores años de la reacción fernandina. Incluso para aquellos sectores que no eran estrictamente liberales, pero tampoco declaradamente reaccionarios, la debilidad de la monarquía de Fernando VII y su incapacidad para ofrecer soluciones financieras y administrativas viables, había llegado a asociarse más con la intensa actividad de la oposición apostólica que con los ocasionales desórdenes provocados por las conspiraciones liberales. En ese contexto, como recuerda Josep Fontana, el vago pero operativo populismo de las bandas de voluntarios realistas, su «odio a los ricos», habría de alentar la mayoritaria adhesión de las élites socioeconómicas del país a la monarquía de Isabel II15.

Al menos en parte, esto servía para explicar, desde el punto de vista de absolutistas moderados como el marqués de Miraflores, el hecho de que «acudieran a defender los derechos sucesorios de Isabel lo más granado de la Corte y el Reino, y la flor de la grandeza española [...] la mayor parte de los ricos propietarios, de todo el comercio, de gran número de individuos ilustrados, del clero y del ejército en su mayoría y, en fin, de todo hombre que vale algo en el orden social [...] la reunión de los intereses esenciales del país»16.

Por su parte, liberales moderados como Martínez de la Rosa habían llegado ya a conclusiones similares respecto a la necesidad de «allegar defensores a la causa de Isabel II, llamando en su apoyo a las clases que por su nacimiento, por su saber, por su riqueza, ejercen mayor influjo en la nación que no las turbas proletarias inclinadas a D. Carlos». La garantía de estabilidad para las «clases influyentes» no era desde luego el carlismo pero tampoco lo eran, a su juicio, «las curas maravillosas de los empíricos, sino las mejoras prácticas en el gobierno; a las teorías de la imaginación ha sucedido el examen de los hechos; y desacreditados los sistemas extremos, sólo se ocupa la generación actual en resolver el problema más importante para la felicidad del linaje humano: ¿cuáles son los medios de hermanar el orden y la libertad?»17. Para personajes mucho más modestos pero decisivos en el horizonte de cambio de la época, como por ejemplo el propietario valenciano José Císcar i Oriola, diputado en las Cortes del Estatuto, la cuestión se resumía en que «para él, en quitándole los feudos y señoríos de sus tierras, todo iba bien»18. Más allá de aquel horizonte mínimo, tan peligroso era el liberalismo radical como el carlismo. Este último representaba un tipo de desorden social (y económico) quizás mucho más incontrolable que el primero; especialmente si el liberalismo moderaba sus propuestas políticas y actuaba buscando preservar la seguridad de las personas y propiedades de los ciudadanos que forman la sociedad.

Hasta aquí, aquellas interpretaciones que destacan la posibilidad de una reforma desde arriba, como primer impulso de la revolución española, tienen razón19. El juego político en las instituciones del Estatuto, controladas por el absolutismo templado y con la Corona como arbitro, podía desbloquear la situación sin necesidad de ningún tipo de ruptura violenta. De hecho, tanto la experiencia española como la europea reciente, parecía avalar que ese camino era el más corto y el más seguro para evitar, tanto la temida revolución como los excesos de la reacción. «Las revoluciones -escribió Martínez de la Rosa en su Espíritu del Siglo- se producen por no estar de acuerdo las instituciones con los intereses actuales de una sociedad». Así, aunque «no son nunca necesarias como lo son los fenómenos de la naturaleza [...] las reformas son, sin embargo, muchas veces necesarias. El medio más seguro de hacer que sean imposibles las revoluciones, es comprender aquella necesidad y hacerle de buen grado los sacrificios que reclaman». El régimen de la Restauración francesa, sobre el que reflexiona el político español, «admirable por tantos conceptos», hizo crisis «cuando, en mala hora, se vio amenazada por la Corte de Carlos X la obra de su augusto hermano (y) el pueblo se sublevó»20.

Toda la teoría liberal sobre el carácter de las revoluciones contra el antiguo régimen está contenida en estas pocas frases. En ellas resuena la lectura directa de François Guizot y la experiencia acumulada de todo un sector mayoritario del liberalismo europeo que, como ha señalado Dieter Langewiesche, «se hizo revolucionario contra su voluntad» apostando siempre, de hecho, por un «lento pero ininterrumpido progreso» que trataba de evitar la revolución como la peor de las alternativas posibles de reforma. Como para sus congéneres europeos, para los liberales españoles de los años treinta (incluidos los progresistas) «las alteraciones no debían proceder del ejercicio del derecho revolucionario sino como resultado del cambio constitucional definido por el parlamento»21.

Todos ellos sin embargo, incluido Martínez de la Rosa, eran conscientes de que para lograr aquellas alteraciones básicas que habrían de hacer innecesaria la revolución era tan importante la paciencia liberal como la actitud de la Corona respecto a las condiciones mínimas de un «lento pero ininterrumpido progreso». Más aún, en España aquella posibilidad pendía del hilo de una guerra civil de resultado muy incierto. La cuestión crucial era, por lo tanto, hasta qué punto la labor en las instituciones del Estatuto iba a ser refrendada por la Corona legítima de Isabel II tras cuyo poder simbólico se hacía la guerra y se trataba de evitar la revolución. Eso no ocurrió.

A lo largo de todo un año de intensa actividad política, la Regente rechazó o archivó todas y cada una de las más bien modestas peticiones de las Cortes consultivas en materia de milicia urbana, derechos políticos, reorganización de los ayuntamientos y diputaciones, revalidación de los empleos y ventas de bienes nacionales procedentes del Trienio, abolición de impuestos y gravámenes de tipo señorial, etc.22 Mientras, en las ciudades y en los pueblos la impunidad con que actuaban los carlistas contrastaba crudamente con la represión por parte de las autoridades locales de cualquier manifestación radical de liberalismo. El periódico valenciano El Turia resumía así la situación en que se sentía atrapado incluso un órgano de opinión declaradamente moderado: «Si, que Dios no lo permita, una ceguera inexplicable, una larga serie de errores nos condujese a la terrible crisis de tener que escoger entre la revolución y el despotismo, hemos sufrido demasiado los errores del último para no atenernos a la primera»23.

Merece la pena detenerse en la expresión «que Dios no lo permita». Como ya he señalado antes, tanto la experiencia española como la europea habían demostrado lo peligroso que era recurrir a la violencia política para imponer el programa mínimo liberal. Su resultado inevitable era una quiebra de legitimidad del poder en su conjunto y una fractura interna de las élites que quebraba los «intereses comunes a todos los propietarios», alentando una movilización popular y radical de resultados no siempre controlables. Sin embargo, la obstrucción regia a las reformas aprobadas en las Cortes, y el avance del carlismo en todos los frentes, obligó al liberalismo español (tanto moderado como progresista) a escoger lo que había intentado evitar desde la muerte del Rey24. Las sublevaciones masivas de 1835 y 1836, durante las cuales la autoridad del gobierno fue cuestionada en prácticamente todas las ciudades importantes del país y transferida a Juntas locales y regionales, crearon un escenario político nuevo, de soberanía múltiple, en el contexto de una guerra civil que, contra todo pronóstico, había conseguido generalizarse. En la terminología de Charles Tilly, aquello era lo más parecido a una situación revolucionaria clásica, capaz de desembocar (o no) en una revolución abierta25.

Incluso entonces, sin embargo, la mayoría del liberalismo español intentó evitar esa última opción. Las Juntas de 1835, con una fuerte presencia de liberales moderados primero, y de progresistas después, actuaron en casi todos los lugares como barreras frente al radicalismo de corte doceañista. Por una parte, toleraron algún linchamiento, depuraron discriminadamente a los carlistas de las administraciones locales y permitieron en casos aislados la quema de conventos como medida de presión (oficialmente repudiada) para forzar «desde abajo» la desamortización. Por otra, actuaron firmemente contra cualquier intento de llevar las cosas más lejos -por ejemplo, la quema de la fábrica Bonaplata en Barcelona- y mantuvieron constantemente abiertos los cauces de comunicación con el gobierno central. En el momento en que la regente cedió ante la presión y nombró como primer ministro a Juan Álvarez Mendizábal, las Juntas devolvieron inmediatamente el poder a Madrid y colaboraron activamente en la represión de aquellos sectores que intentaron evitarlo26.

Un nuevo paquete de reformas comenzó a ser negociado entonces incluyendo el reforzamiento de las milicias urbanas, la exclusión oficial de Don Carlos de la línea de sucesión al trono, la depuración de los empleados carlistas de la administración del Estado, la recuperación de las leyes de desamortización y abolición del régimen señorial, así como la reforma del Estatuto y la ampliación de la ley electoral. Este era el programa mínimo (y muy probablemente máximo) al que aspiraba el liberalismo respetable de mediados de los años treinta. Sin esas premisas básicas no parecía posible contemplar la posibilidad un pacto social y político que alejase el peligro cierto de involución. Por ello, cuando la Regente se interpuso de nuevo en el proceso de cambio pacífico en las instituciones y forzó la destitución de Mendizábal a los pocos meses de iniciar su gestión, «complicó singularmente la situación excitando -en palabras de un cónsul francés de provincias- la irritación más violenta y pronunciada entre una multitud de hombres influyentes que se habían mantenido en calma hasta el momento»27. Para esos hombres influyentes, y a pesar de las opiniones actuales de ciertos teóricos de la modernización de España a largo plazo, lo meramente político no resultaba en absoluto intrascendente cuando todo estaba en la balanza, y cuando la actitud de la Corona parecía avalar los rumores de una nueva intervención francesa destinada a forzar un pacto dinástico con el carlismo.

Aún resulta difícil valorar con exactitud el grado de verosimilitud (a mi juicio bastante alto) que pudiesen tener los rumores de un inminente pacto entre la Regente y Don Carlos auspiciado por Francia y visto con recelo indisimulado por Inglaterra. El papel de España en el contexto internacional posterior a la revolución francesa de 1830 y a la ley de reforma británica de 1832, no ha sido un tema de reflexión en la historiografía sobre la revolución española. Con todo, parece claro que las implicaciones internacionales de la política interior española no hicieron sino agudizar la sensación de precariedad y de incertidumbre política ante el futuro del régimen del Estatuto y sus posibilidades de evolución hacia un régimen constitucional pleno.

Las estrechas relaciones entre María Cristina y Luis Felipe no eran un secreto para nadie, como no lo era tampoco que una solución pactada al conflicto dinástico era una baza que la Regente se resistía a abandonar. De ahí la insistencia liberal en la exclusión oficial de Don Carlos de la línea sucesoria, y de ahí también la agitación política que la posibilidad de un pacto secreto suscitó en los meses posteriores a la destitución de Mendizábal. Para la administración francesa, y para la regente, era obvio que ese pacto habría de ser una imposición respaldada por las armas y, en este sentido, una posible intervención de la monarquía orleanista no haría sino continuar la tradicional política exterior francesa que, desde principios de siglo, disputaba la hegemonía peninsular a Inglaterra. A su favor, contaban consideraciones de todo tipo, todas ellas implicadas en el esfuerzo combinado de alejar la mecha revolucionaria de las fronteras francesas («on ne cédàt rien à la revolution!») y bloquear, a un tiempo, la influencia británica en la península28. Una presencia que se había visto ya muy reforzada en Portugal y que amenazaba con extenderse a España a través del claro partidismo británico respecto a las opciones políticas representadas por Mendizábal y su grupo29.

No es extraño, pues, que en este contexto nacional e internacional el mismo tipo de liberalismo que hubiese querido quedarse en el camino de las reformas progresivas dentro del marco institucional del Estatuto decidiese optar por la ruptura abierta, invocando el derecho revolucionario, una opción sobre la que gravitaba además la memoria histórica de dos generaciones de lucha contra el absolutismo que, en 1836, podían temer con razón que en España, como siempre, ocurriese lo peor. Quizás por ello, el sentido de la historia que hoy nos parece tan claro no lo estaba tanto para los liberales españoles de los años treinta. Por ello, también, la repugnancia hacia las rupturas políticas violentas de la teoría clásica liberal de cambio social (aunque comprensible en términos de preferencias políticas, compartidas, por cierto, por los liberales decimonónicos) no resulta siempre útil para valorar el significado histórico de momentos particulares de crisis.

La sublevación de las provincias en el verano de 1836 constituye en este sentido un punto de no retorno en la revolución española. Su más espectacular acto se escenificó en el palacio de verano de La Granja, cuando un grupo de milicianos obligó a la Regente a firmar la Constitución de 1812. Desde entonces, los mecanismos de legitimidad políticos procedentes del Antiguo Régimen quedaron en suspenso y su utilización posterior como garantes e impulsores de un pacto «desde arriba» pertenece al terreno de la retórica propiciada por el liberalismo en el poder en busca de su propio sentido de legitimidad y continuidad.

Es cierto que la imposición a la Regente de la Constitución de 1812 por los sargentos de La Granja no recuperó el espíritu radical del liberalismo gaditano. Los nuevos tiempos, y un nuevo tipo de liberalismo, trajeron consigo la Constitución de 1837, mientras el sargento Gómez, cuando fue a pedirle a Mendizábal algún tipo de recompensa, encontró una respuesta difícil de digerir: «Yo nada puedo hacer por un revolucionario»30. En los años siguientes, y mientras la victoria sobre el carlismo estuvo en la balanza, fue precisamente ese liberalismo radical el más claro y firme adalid de la política y el lenguaje de la revolución. Frente a él, se fue conformando en aquellos años la propuesta moderada de pacto postrevolucionario que cierta historiografía ha retrotraído inexactamente a la forma en que se produjo la ruptura liberal.

El solapamiento continuo entre la utopía liberal y el proyecto político de la democracia es un hecho histórico, de la misma manera que lo es la lectura de la misma en clave de una sociedad de pequeños propietarios. La identificación entre ambos es un error de perspectiva histórica. El proyecto económico liberal (con la excepción quizás de la burguesía catalana) era un proyecto de reforma y mejora de la agricultura liberada de sus trabas seculares; no incluía el ideal de la democracia ni estaba orientado hacia un proyecto industrializador moderno. Aunque ese fuese uno de los horizontes abiertos por la ruptura de los años treinta, no puede considerarse (más que anacrónicamente) como el «auténtico» proyecto liberal. Otra cosa es que, durante todo el resto del siglo, las diversas presiones externas sobre la nueva esfera pública adoptasen el lenguaje revolucionario para legitimarse políticamente. De aquella tradición política surgió en última instancia la larga queja de una «revolución española» limitada, incompleta, o incluso pendiente31.

Sin embargo, por lo que respecta a su capacidad de ruptura con el entramado jurídico-político del absolutismo, no disminuye el carácter radical del impulso revolucionario español la forma que adoptó su agotamiento. Cómo acaban las revoluciones, a manos de quién y en provecho de quién, no es el único (ni quizás el mejor) modo de valorarlas. Desde luego no las define en sus propios términos ni supone su falta de interés para explicar el cambio histórico. Como había intuido Martínez de la Rosa: «[...] el siglo que vivimos lleva consigo el germen de todas las revoluciones posibles». Un amplio sector del liberalismo, entre los que él mismo se contaba, trató durante los años treinta de reducir ese amplio espectro a una de ellas, y acabó consiguiéndolo.

Sin embargo, esa concreta revolución no se produjo, como espero haber demostrado, mediante un pacto desde arriba con la Corona como arbitro. Esta última jamás actuó como tal, fue obligada a aceptar una situación que no había dirigido y a la que se había opuesto en repetidas ocasiones. De hecho, como demuestra el asunto del acuerdo secreto con Don Carlos, uno de los elementos cruciales que explican la crisis de los años treinta fue precisamente la imperiosa necesidad liberal de limitar drásticamente la capacidad de la Corona para sostener una política propia. De esta manera, cuando en el verano de 1836 se hundió la posibilidad de que el control del cambio político estuviese en manos del absolutismo templado y de la Corona, la reforma desde arriba dejó de ser el motor del cambio y éste quedó asociado a un proceso de ruptura radical y violenta con los mecanismos, las instituciones y las formas de hacer política del antiguo régimen. En eso consiste, a mi juicio, la más clara peculiaridad de la revolución liberal española.




- III -

El resultado político de la ruptura política de los años treinta del siglo XIX en España fue una monarquía constitucional asentada sobre la exclusión de la mayoría de la población, profundamente antidemocrática, antipopular y oligárquica. Más aún, el nuevo estado nacional, oficialmente centralista, no destruyó la persistencia de las redes de poder local ni su carácter férreamente exclusivo. Sin embargo, ninguna de estas cuestiones avala las tesis de una revolución básicamente innecesaria o meramente superestructural.

Como señaló James Sheehan hace años, a pesar de su proyección global el liberalismo fue siempre intensa y característicamente local en toda Europa, y durante todo el siglo XIX. Las ciudades y los pueblos ocuparon una posición central como ámbito de desarrollo del ideario y de los intereses liberales, de las formas nuevas de sociabilidad, de actuación económica y de poder político. Esa permanencia no cuestiona en absoluto la fortaleza y la vitalidad del liberalismo decimonónico sino que, por el contrario, indica cual fue su ámbito de acción privilegiado32. La experiencia española entre 1808 y mediados de siglo demuestra precisamente lo contrario de lo que hasta ahora se ha considerado una limitación de su primer liberalismo; es decir, la eficacia de las redes locales de relación a la hora de convertirlo en una realidad nacional. En este sentido, la tensión entre región y nación no debería ser evaluada de forma rígida y esencialista, implicando la exclusión de uno de los términos a la hora de analizar la formación de las identidades políticas. En España, como en Francia, Portugal o Italia, la persistencia de identidades locales o regionales no suponía necesariamente el cuestionamiento del estado-nación. El énfasis en la nación como comunidad superior, que los liberales trataban de crear, convivió de forma contradictoria pero efectiva con la persistencia y profundización de las redes de poder local. Aquella tensión no tenía, sin embargo, como horizonte inevitable la ruptura del consenso nacional que esas mismas redes habían ido configurando, proyectando sus intereses sobre el Estado. Como han escrito, entre otros, Marco Meriggi y Piero Chiera, «la ciudad, la burguesía, el liberalismo y la nación coexistieron durante el largo siglo XIX como partes de un equilibrio inestable, como elementos constitutivos de una tensión irresuelta»33.

La inestabilidad de ese equilibrio fue particularmente evidente en España debido, precisamente, al carácter declaradamente rupturista que adoptó la crisis con el antiguo régimen en un contexto de caos económico, de quiebra financiera y de profunda crisis de legitimidad política de la Monarquía. Por ello, al infravalorarse el empuje del liberalismo revolucionario español y el alto grado de movilización política que hubo de sostener para vencer la extraordinaria capacidad de resistencia del absolutismo español, buena parte de las peculiaridades de la revolución española han quedado obscurecidas; y muy frecuentemente convertidas en su contrario. La inestabilidad política del siglo XIX -que Richard Herr atribuyó en su momento al desajuste entre la pequeña tradición local y la gran tradición nacional- podría quizás comprenderse mejor en términos de la radicalidad y la violencia que adoptó la ruptura liberal respecto a las instituciones del antiguo régimen34.

Durante un lapso de tiempo quizás demasiado largo, toda la estructura estatal estuvo paralizada o cuestionada desde el ámbito local y regional. Los años de la guerra civil actuaron en este sentido como auténticos disolventes del poder central favoreciendo e incrementando las tendencias hacia la autonomía real como medio de luchar contra el carlismo y de forzar la ruptura política, tanto en las provincias como en Madrid. Su resultado más inmediato, una vez quebrada definitivamente la resistencia absolutista, fue la estrecha patrimonialización del poder en todos los ámbitos, desde los ayuntamientos y las diputaciones, hasta el parlamento, el ejército o la propia Corona.

Por otra parte, el énfasis depositado en los derechos de la nación frente a los de los individuos, explicable quizás en las condiciones de culto a la patria que provocó la guerra contra los franceses de 1808-1814 y más tarde la guerra civil carlista, cristalizó en los años cuarenta en un modelo de actuación política que negaba ámbitos sustantivos de libertad negativa hasta extremos difícilmente homologables con otros liberalismos europeos. No hay duda de que las particulares condiciones en que se realizó la revolución española favorecieron, sin duda, el desplazamiento de la noción activa de derechos individuales de la agenda liberal y de la cultura política española, bloqueando durante todo el siglo la consolidación de un auténtico Estado de derecho.

Todas esas evidentes limitaciones, así como las dificultades de legitimación del Estado liberal a largo plazo, procederían sin embargo, en realidad, más que de la persistencia de modelos de actuación política «antiguos», de la radicalidad con que hubieron de imponerse los «nuevos» frente a un absolutismo político que negaba cualquier posibilidad de pacto. En este sentido, el exclusivismo social y político postrevolucionario poco tiene que ver, en un contexto europeo en el que liberalismo significaba representación política sin democracia, con la intrascendencia de las décadas revolucionarias. De hecho, fueron decisivas para la consolidación de aquellas tendencias estructurales hacia el cambio, observables ya en el siglo XVIII y consolidadas a fines del XIX, que el liberalismo español de los años treinta sintió, con razón, que estaban gravemente en peligro.

De la misma forma, el atrincheramiento autoritario y oligárquico del liberalismo español se debe menos a la existencia de un pacto prerrevolucionario, que no llegó a cuajar, que al hecho de que desde 1820, y hasta bien entrado el siglo XIX, su principal problema político consistiese en controlar, a un tiempo, la energía y la retórica revolucionarias generadas en la lucha contra el antiguo régimen y la extrema capacidad de resistencia del mismo35. Cuando la Constitución de 1845 sancionó el pacto oligárquico postrevolucionario sobre la base social del liberalismo respetable y de los intereses de las capas superiores de las clases medias, la mano tendida a los sectores del antiguo régimen capaces de integrarse en el nuevo régimen estaba cargada de un poder político del que carecía en 1833.

No estaría de más reflexionar también en este sentido sobre cuáles son las verdaderas peculiaridades españolas. La tradicional afirmación de que los grupos privilegiados del antiguo régimen consiguieron sobrevivir prácticamente indemnes a la revolución es difícil de sostener a estas alturas. Es obvio que esto no ocurrió con la Iglesia, pero tampoco lo es respecto a la vieja aristocracia36. Social y económicamente, la nobleza señorial tan sólo consiguió retener su posición allí donde ya había consolidado derechos de propiedad a lo largo del siglo XVIII, independientemente de su situación de privilegio. Es el caso de las áreas latifundistas clásicas de Extremadura, Andalucía Oriental y Castilla-La Mancha. En otros lugares tan diversos como Madrid, Cataluña, Valencia o Valladolid, sufrieron una reducción importante de sus ingresos y posesiones a medio plazo. Hoy tenemos evidencia suficiente como para saber que muchas de las grandes familias del XVIII acabaron el siglo con sus estados reducidos a menos de un tercio de lo que poseían antes de la revolución37.

Las fortunas nobiliarias que lograron sobrevivir lo hicieron en tanto que lograron adaptar sus estrategias sociales y económicas a la nueva situación de mercado y propiedad privada; es decir en tanto que lograron «modernizarse» dentro del marco de actuación y de posibilidades creado por la revolución liberal. No puede argumentarse, por lo tanto, que sus derechos fueron meramente transferidos a la nueva situación sino que fue, precisamente, esa nueva situación la que forjó una relación distinta entre la vieja y la nueva riqueza, forzando la adaptación de la primera a los modelos de actividad económica de la segunda, una recomposición de las relaciones de poder que permitió la consolidación de la sociedad de notables de los años cincuenta y, significativamente bastante más tarde, durante el régimen de la Restauración, la plena fusión de las nuevas élites burguesas y de la nobleza de viejo cuño38.

Para entonces, el parlamento español llevaba años ocupado por diputados procedentes mayoritariamente de las clases medias, dejando a la vieja nobleza claramente desplazada de los grandes centros de acción política. Muchos de esos nuevos políticos recibieron títulos de la Corona pero, por supuesto, esa situación implica algo muy distinto a que la nobleza lograse sobrevivir políticamente más allá del cada vez más estrecho ámbito de las camarillas regias, y ni siquiera allí significativamente. De hecho, una de las características en verdad peculiares de la política española decimonónica consistió en que eso no ocurrió. Si se compara el carácter plebeyo del régimen liberal español con la importancia política de la aristocracia hereditaria en Inglaterra, Alemania, e incluso en Francia, la especificidad española reside también aquí exactamente en lo contrario de lo que un día llegó a creerse39.

Por ello, quizás, Saturnino Álvarez de Bugallal, diputado de la minoría liberal-conservadora de las Cortes Constituyentes de 1869-1871 y futuro ministro con Cánovas del Castillo durante el régimen de la Restauración, no tuvo empacho en oponerse a la última revolución gloriosa con una lección de historia: «Nosotros ya hemos hecho nuestro 89; toda nuestra revolución está ya hecha [...] la hemos hecho en el año 12, en el año 20 y, por último, ha quedado constituida como una constitución definitiva desde 1833 hasta nuestros días. Desde el momento en que hemos proclamado la libertad de imprenta; desde el momento en que por la tribuna y por la prensa, por la organización especial del Estado, por la organización especial de la propiedad y por la situación en que hemos colocado al clero y al poder encargado de la gobernación del país [...] consumada estaba nuestra revolución, lo que yo llamé nuestro 89»40.

Otra cosa es que el radicalismo liberal y democrático no se sintiese incluido en ese «nosotros» y, ahogado de nuevo tras el golpe de estado de 1874, siguiese viendo doble y creyese que su 89 no acababa nunca de llegar.





 
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