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Más cómicos ante el espejo

Juan A. Ríos Carratalá





En la primavera del 2001 publiqué el libro Cómicos ante el espejo, donde hice un repaso crítico de las autobiografías y memorias de los actores españoles. Ya entonces señalé que estábamos ante un fenómeno editorial en plena efervescencia. La prueba es que en tan sólo unos meses se han añadido nuevos títulos a una ya larga serie de obras de estas características escritas o «dictadas» por los cómicos. El objetivo de la ponencia es repasar dichas novedades bibliográficas, comprobar hasta qué punto modifican las conclusiones aportadas en el citado libro y, sobre todo, reflexionar sobre las causas de un fenómeno editorial jalonado por verdaderos éxitos de ventas. Aprovecharemos, por lo tanto, la oportunidad brindada por este seminario para completar lo iniciado en Cómicos ante el espejo.

Antes de enumerar las más destacadas novedades, es preciso señalar una triste circunstancia: el fallecimiento de tres de los actores a los que más atención presté por su aportación a este género autobiográfico. Mi libro acabó siendo en buena medida un retrato generacional de los cómicos donde las voces de Fernando Fernán-Gómez, Paco Rabal, Miguel Gila y Adolfo Marsillach tenían un destacado protagonismo. A lo largo de estos meses los tres últimos han fallecido y, al margen de tan lamentable pérdida, esta circunstancia ha sido aprovechada por las editoriales para reeditar sus memorias. Podríamos pensar que como homenajes a sus populares autores, cuyas muertes tuvieron más repercusión en los medios de comunicación que en los oficiales. Algo, por otra parte, coherente con la trayectoria de unos individuos con importantes puntos en común.

La lógica, no obstante, nos lleva por unos derroteros más prosaicos donde el interés económico es fundamental. Hasta la muerte del autor es un motivo de promoción y, sin llegar a los excesos relacionados con Cela, también la de estos cómicos fue motivo de un relanzamiento de sus obras. En cualquier caso, estas interesantes memorias -sobre todo, la de Adolfo Marsillach- leídas tras el fallecimiento de sus protagonistas acrecientan el valor testimonial de una generación de actores a punto de desaparecer. Nos queda el recuerdo de tantas películas y representaciones, pero también unas obras polémicas y vitalistas que en esta segunda aparición tal vez lo sean menos. El modelado y la defensa de una imagen propia en parte son sustituidos por una lectura donde el recuerdo y algo de nostalgia pueden condicionarnos. Espero que no lo suficiente como para eliminar el sentido primigenio de unas obras donde los autores hicieron gala de vitalidad y sentido crítico junto con una orgullosa afirmación de su condición de cómicos.

Veamos ahora las últimas aportaciones de sus colegas en el género autobiográfico, donde se engloban obras de muy distintas características que van desde el diario (Ramón Fontseré) y las memorias (Albert Boadella, May Carrillo) hasta las biografías escritas por periodistas que han contado con la colaboración de los propios actores (Imperio Argentina, Concha Velasco). Una variedad cuya confusión es potenciada por unas estrategias editoriales que, no conformes con convertir en autores a los más variopintos personajes «mediáticos», también intentan que confundamos las memorias con las biografías.

Imperio Argentina (2001) es la protagonista, que no autora, de unas memorias escritas «con la colaboración de Pedro Manuel Víllora». Supongo que algo más haría este joven novelista y dramaturgo en una meritoria tarea que solventa los a menudo inevitables problemas de unas «memorias dictadas». Al igual que hiciera Agustín Cerezales con las de Paco Rabal y él mismo con Sara Montiel, intenta trasladarnos con la máxima fidelidad el relato de una Imperio Argentina cuya consideración como actriz supone una reducción de su verdadera dimensión como mito de una ya lejana España. Tal vez sea esta circunstancia el más grave problema para un libro que debería haber sido una biografía basada en el testimonio de la protagonista, pero también en otras fuentes documentales. Si se hubiera seguido esta opción es probable que la condición de mito de la protagonista hubiera quedado mejor trazada. La anciana actriz y cantante muestra unas lógicas limitaciones a la hora de analizar el porqué de su éxito. Pocas veces supera el anecdotario más o menos jugoso o el testimonio tan sincero como carente de una necesaria perspectiva. Esta última la podría haber aportado un buen y reflexivo conocedor de su trayectoria. Alguien capaz de plantear un contexto donde las peripecias vitales y profesionales de Imperio Argentina habrían tenido un significado más trascendente y menos anecdótico. La obvia intención comercial de la editorial Temas de hoy, verdadera especialista en este tipo de libros, hace inviable la opción de un retrato biográfico de dichas características. La necesidad de presentar a la protagonista como supuesta autora de unas memorias para reforzar la promoción del libro, aun a riesgo de falsear la realidad del proceso seguido, prevalece sobre cualquier otra consideración. Se opta, pues, por un modelo convencional que nos decepciona, aunque entretiene y satisface cierta curiosidad.

Parecidas limitaciones presenta el trabajo de Andrés Arconada (2001) a la hora de dar forma al supuesto «diario de una actriz», Concha Velasco. Al margen de lo inadecuado del subtítulo, no debemos poner pegas a un trabajo acorde con los parámetros de lo que se entiende como una autobiografía dictada, en la que el verdadero autor se limita a ordenar y exponer la suma de recuerdos y reflexiones de la actriz. El problema es que esta opción puede satisfacer los objetivos comerciales en la misma medida que deja insatisfechos a quienes leemos estas obras con una intención que va más allá del mero entretenimiento. Dada la «presencia mediática» de Andrés Arconada, una circunstancia cada vez más decisiva en las estrategias de ventas, la editorial le permite aparecer como el autor del «diario», algo conceptualmente absurdo como es evidente. También es cierto que su nombre queda relegado a un segundo plano en una portada copada por una sugerente fotografía de la actriz, toda una declaración de intenciones coherente con el contenido. Pero esos pequeños «privilegios» no los lleva al interior del libro, donde la voz dominante y exclusiva es la de Concha Velasco. De nuevo se desaprovecha la posibilidad de incluir una reflexión sobre la imagen hasta cierto punto contradictoria de una actriz hábil a la hora de atraer a diferentes públicos. También lo es en un libro donde juega con inteligencia las bazas que le son más favorables. Se aleja de un chismorreo tan habitual en las «memorias» de otras colegas (Sara Montiel, Maruja Asquerino...) y se centra en la imagen de la infatigable y modélica profesional que tantos éxitos ha alcanzado en teatro, cine y televisión. Sigue a su admirado Fernando Fernán Gómez en el callar cuando es oportuno, incluso a riesgo de defraudar a algún lector conocedor de determinados episodios de su trayectoria personal, y perfila con indudable habilidad una imagen que no se separa un ápice de la que siempre ha intentado transmitir. Queda en el tintero la recepción de esa misma imagen entre su público o un análisis con un mínimo de profundidad de algunas de las obras y películas en las que ha intervenido Concha Velasco. Lo primero habría requerido un desdoblamiento imposible dados los parámetros creativos utilizados, así como la intervención de alguien capaz de beber en otras fuentes que no sean las de la propia actriz, tal y como hiciera Fernando Méndez Leite (1986). Lo segundo, un criterio crítico y una capacidad de reflexión pocas veces compatible con la orientación comercial de estos libros.

Llegamos así a un punto clave de estas obras de difícil clasificación genérica, donde se mezcla lo autobiográfico con el trabajo «periodístico» de quien en realidad escribe el texto: su sujeción a la imagen previa de sus protagonistas. La popularidad de los mismos es un reclamo para la venta de estos libros, pero también una limitación contra la que pocas veces están dispuestos a actuar los editores y los propios autores. Después de muchos años de trabajar ante el público, conceder centenares de entrevistas, ser objetivo de numerosos reportajes... todos saben que su imagen está perfilada de cara a los hipotéticos destinatarios de sus memorias. Cuanto mayor sea dicha popularidad y el número de lectores, menor será la voluntad de introducir siquiera matices significativos en una imagen que, por el contrario, será reafirmada. Se puede hablar de coherencia, incluso de que esa imagen es la única real o que se pretende como tal. Pero también podemos lamentar la pérdida de la oportunidad que supone la publicación de unas memorias para ahondar en la personalidad del individuo, reflexionar sobre su trayectoria y su época e introducir temas casi siempre ausentes en las entrevistas, reportajes... En definitiva, la oportunidad de convertir las memorias en algo sustancialmente diferente a los demás recursos que un actor tiene para perfilar su imagen pública.

Las memorias de Mary Carrillo (2001) se sitúan con decoro en las coordenadas habituales de este género, pero resultan también un tanto timoratas a la hora de hurgar en aquellos aspectos que no se suelen plantear en las numerosas entrevistas que concede una destacada actriz a lo largo de su trayectoria profesional. La experiencia como novelista ocasional de Mary Carrillo, su cultura y un indudable sentido común en una actriz siempre respetada y respetable evitan defectos habituales en otras memorias de sus colegas. En este caso son las de una verdadera «dama del teatro», definición asumida por ella y subrayada por Antonio Gala en la semblanza que antecede al texto de su amiga y protagonista de algunos de sus éxitos teatrales. No es casual la elección del popular dramaturgo y novelista, al margen del interés comercial que implica la inclusión de su nombre en la portada. Su semblanza, escrita con un estilo inconfundible, marca el tono de unas memorias tan elegantes como carentes de aristas. Comprendemos que una anciana dama del teatro no va a entrar en polémicas ni plantear críticas sobre personas y aspectos relacionados con su profesión. Algunas hay, pero plasmadas en términos tan generales y prudentes que van poco más allá de lo que todos sabemos. Falta hondura y sobra ingenuidad en algunas cuestiones, donde observamos que la calidad interpretativa de una actriz no guarda necesariamente relación con su capacidad para reflexionar sobre su propio trabajo. Y, sobre todo, echamos de menos una voluntad de prescindir del corsé que supone la imagen previa de la actriz. El problema es que la autora de las memorias sigue pensando como una actriz y se siente obligada a satisfacer a sus espectadores ahora convertidos en lectores que, paradójicamente, asisten a una de las últimas representaciones, aunque sea por escrito, de la insigne «dama del teatro».

En este sentido es mucho más interesante la obra de Albert Boadella (2001), donde el polémico «bufón» asume su condición, es consciente de su imagen y, al mismo tiempo, reflexiona con una libertad desacostumbrada en este tipo de libros. Pero lo más destacado de sus memorias es la voluntad de ir más allá de un mero relato de anécdotas y recuerdos, de construir una verdadera obra de creación donde la memoria es una plataforma para el ejercicio estilístico y hasta estructural. Se asemeja así al modelo tan brillantemente seguido por Adolfo Marsillach, otro polémico actor y autor que supo jugar con su propia imagen en un desdoblamiento de una innegable eficacia creativa. Precisamente este concepto, el de creación, es la clave. Tanto Albert Boadella como Adolfo Marsillach optan por una vía en donde la sujeción al verismo, la objetividad, el equilibrio, lo político y socialmente correcto, la reivindicación de una supuesta sinceridad por encima de cualquier circunstancia... desaparecen. La decidida voluntad que siempre han manifestado a la hora de modelar, con plena conciencia, sus personajes públicos la llevan a unas memorias impregnadas de todas y cada una de las características de la ficción novelesca. Y lo hacen sin complejos gracias a la ruptura de los moldes convencionales de estas obras y la búsqueda de fórmulas adecuadas a su poliédrica y polémica personalidad; con la indudable capacidad de seducción de unos actores acostumbrados a una tarea de muchos años que culmina con estas obras, una especie de codificación de todo lo que caracteriza su imagen pública.

Llegamos por este camino a una conclusión que no por obvia deja de ser necesaria su repetición: las memorias suelen resultar más interesantes en la medida que los autores manifiestan una voluntad creativa y se alejan de los modelos más trillados donde el pacto con el lector, de acuerdo con las teorías de Philippe Lejeune (1994), se establece en unos términos tan ingenuos como falsos. Albert Boadella, como Adolfo Marsillach y Fernando Fernán-Gómez, es un creador que en esta ocasión utiliza un personaje al que conoce muy bien. No por ser él mismo, sino porque es su propio personaje ya apuntado en numerosas ocasiones, pero que en esta disfruta de un contexto inmejorable para completarlo con todo tipo de matices. El resultado es un protagonista enriquecido por un juego creativo donde lo importante no es la sinceridad o el verismo, sino el propio personaje como tal. Polémico, provocador, inteligente, hábil, lúcido... sus memorias pueden gustar más o menos en la medida que nos sintamos o no identificados con sus posturas, pero no creo que nos dejen impasibles. En definitiva, hace con ellas lo mismo que con sus obras teatrales, son una creación más dentro de su ya larga trayectoria.

A estas circunstancias en el caso de Albert Boadella se suma una voluntad polémica y hasta de provocación, consustancial con su concepción del teatro y que también se manifiesta en esta ocasión. A diferencia de otros cómicos dispuestos a quedar bien con todos en unas obras que acaban siendo tan políticamente correctas como insulsas, las Memorias de un bufón son fieles al título e incluyen dosis de polémica y provocación que, en ocasiones y al margen del interés narrativo que implican, favorecen la aparición del elemento crítico. Un «bufón» no siempre es lúcido, a veces resulta inoportuno y a menudo se deja llevar por una tendencia a lo caricaturesco. Es una diferencia que aleja la obra de Albert Boadella de la de Adolfo Marsillach, no menos subjetivo pero más equilibrado al modo de los personajes clásicos que tan bien conocía. El actor y director catalán opta por el trazo grueso propio de un bufón frente a la fina ironía de su colega y conciudadano. Es una cuestión de gustos, mentalidades y hasta de estéticas donde se revela una coherencia absoluta con el resto de sus facetas creativas. Pero en cualquier caso ambas perspectivas, tan conscientemente asumidas, enriquecen unas memorias alejadas de la mera enumeración de recuerdos y anécdotas.

Otro modelo interesante es el del diario, ya utilizado con relativo acierto por Fernando Fernán-Gómez en la segunda y ampliada edición de sus memorias (1998), en cuya parte final incorpora las notas de un diario de rodaje. El conjunto resulta así incoherente, pues en aras de una apresurada decisión editorial se pierde la perspectiva inicial que tan brillantes resultados había dado. Prefiero no opinar sobre otro supuesto diario como el probablemente adulterado de Luis Escobar (2000). Bastante más interesante, y hasta insólito en nuestro panorama editorial, es el de Ramón Fontseré publicado con el título de Tres pies al gato. El compañero de Albert Boadella y destacado protagonista de los últimos montajes de Els Joglars recopila las notas de su diario que van desde el 4 de marzo hasta el 22 de septiembre de 1999. Coinciden las mismas con los ensayos y el estreno de Daaalí y son completadas con dos breves anexos de notas correspondientes a los ensayos de Ubú President y La increíble historia del Dr. Floit & Mr. Pla. Estos anexos apenas aportan algo de interés a las páginas dedicadas al proceso que va desde el primer contacto con el personaje del pintor catalán hasta el estreno de la obra teatral. En ellas Ramón Fontseré plantea algo inédito en el panorama editorial español: el trabajo diario de un actor que se enfrenta a un nuevo reto profesional. En otras obras escritas por cómicos se ha abordado el tema, pero nunca con esta precisión atenta a los más pequeños detalles donde se combina lo profesional con lo personal siempre bajo la forma de un diario entendido en su sentido literal. El riesgo es evidente, pues se parte de los pequeños detalles de una experiencia cotidiana donde no sucede nada extraordinario. A diferencia de las autobiografías de cómicos en las que encontramos solapamientos con libros de viaje, relatos de aventuras, polémicas..., y en donde cada estreno se aborda de forma que los preparativos se convierten en una apasionante aventura de incierto final, aquí sólo se plantean unos escuetos apuntes sin ningún tipo de adherencias. El resultado podría haber sido anodino, pero Ramón Fontseré lo evita con una habilidad azoriniana en su preciso relato de lo aparentemente nimio. Al final, nos sentimos partícipes de una labor profesional en absoluto idealizada, donde se resta trascendencia a un proceso creativo concebido como un trabajo cualquiera y comprendemos mejor la tarea desempeñada por el admirable protagonista de los últimos montajes de Els Joglars.

El libro de Ramón Fontseré en este sentido constituye una excepción, pues lo habitual es que las autobiografías o memorias de los cómicos sean parcas en sus reflexiones sobre la propia actividad profesional. Muchas de ellas abundan en anécdotas, dan cuenta de los estrenos más destacados o revelan detalles más o menos sorprendentes sobre el proceso seguido para realizar una película o llevar al escenario una obra. Pero pocas veces se adentran en el trabajo específico del actor. Hay excepciones señaladas en mi citado libro, algunas de ellas notables como es el caso de Adolfo Marsillach. La tónica general, no obstante, es una superficialidad en el tratamiento de un tema cuyo interés se supone mínimo para el lector mayoritario y en el que, por otra parte, pocos actores pueden manifestar algo sustancioso. El balance, por lo tanto, es negativo y se agradece la aparición de libros como el de Ramón Fontseré, tan alejado de las pompas del divismo, de «una franqueza despeinada» en palabras de Sergi Pàmies y tan inserto en la experiencia cotidiana de un actor que hace un verdadero ejercicio de estilo, en este caso como autor literario de un diario ejemplarmente planteado y escrito.

Unas memorias que no pude abordar en mi citado libro fueron las de Teófilo Calle, publicadas por la Universidad de Murcia gracias a una encomiable iniciativa de César Oliva al margen de los circuitos comerciales de las editoriales. Ajenas a las presiones de la promoción y las ventas, estas memorias son las de un actor cuya indudable valía profesional no se corresponde con la popularidad, factor clave a la hora de publicar en otras editoriales que sólo se interesan por unos individuos con una peculiar y reiterada presencia mediática. Tampoco tienen la necesidad de confirmar una imagen previa ni de satisfacer a «su público». Estas circunstancias y la capacidad reflexiva del actor favorecen la aparición de unas memorias más volcadas a lo profesional donde los investigadores encontramos un tratamiento de temas que echamos de menos en otras ocasiones. Confiamos, pues, en que distintos centros universitarios se sumen a este tipo de iniciativas para publicar memorias sin el corsé que a menudo supone la presencia de las editoriales privadas.

En esta línea se encuentra la obra de Juan Jesús Valverde, miembro del ejército de «actores silenciosos» (2002:157). Sorprende que sin el apoyo de la popularidad una editorial privada haya accedido a publicar sus memorias, que en realidad no son tales. Con más buena intención que acierto, Los pasos de un actor es una mezcla de consejos profesionales para actores principiantes, anecdotario, crónica y análisis de las obras en las que ha intervenido Juan Jesús Valverde. Su reivindicada sencillez de estilo acaba siendo un obstáculo para el interés de una obra poco definida que sólo en algunos momentos aislados consigue interesar, a pesar de la honestidad de un actor consciente y reflexivo en su trabajo.

Otra obra, editada por primera vez en 1996, que no pude incluir en mi libro fue la dedicada a recopilar una serie de conversaciones entre los actores Carles Flaviá y Pepe Rubianes (2002), donde este último hace un amplio repaso de su trayectoria personal y profesional. La he reeditado en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes y la considero un divertido ejemplo que conecta con el irreverente sentido del humor de un actor situado en las antípodas de quienes suelen protagonizar las ediciones comerciales de este tipo de obras.

Otro libro que cabe citar es la última recopilación de artículos periodísticos publicada por Fernando Fernán-Gómez (2002). Algunos ya habían sido recopilados, pero los últimos vuelven a incidir en el tema de los «cómicos» con el componente autobiográfico tan habitual en el autor. Es una obra menor en comparación con otras suyas, pero se suma desde su modestia a la corriente que estudiamos.

Si nuestro objetivo es conocer a los actores, no tanto desde el punto de vista personal como profesional, debemos acudir también a las memorias de quienes han mantenido una intensa relación con ellos. Es el caso de los directores de cine, que también se han sumado a esta tendencia de cultivar un género en otros tiempos casi inexistente en nuestro país. En los últimos meses han sido publicadas las de dos directores muy distintos: Mariano Ozores (2002) y Juan A. Bardem (2002). A priori, es lógico pensar que lo dicho por este último va a ser más interesante en todos los sentidos. Pero conviene no caer en apriorismos que no se sustentan tras una atenta lectura. El popular director de tantas comedias se muestra más deudor con sus actores que el de Calle Mayor, bastante parco a la hora de hablarnos de quienes trabajaron con él. Del primero no podemos esperar comentarios brillantes o profundos sobre la labor de los cómicos. Sólo reconoce su aportación para el éxito de las películas y, al margen de algunas pinceladas sobre sus personalidades, nos revela detalles de su trabajo, realizado a menudo en unas condiciones tan desfavorables como habituales en el cine español de la época.

Mariano Ozores muestra un reconocimiento y una sensibilidad que no encontramos en la misma medida en Juan A. Bardem, que podría haber aportado un trabajo de mayor hondura en este tema. Sus memorias son más interesantes por múltiples razones entre las que destaca una triple dirección (personal, política y profesional) que enriquece el juego de perspectivas con una hábil estructura temporal. Incluso en algunos aspectos se equiparan a las mejores obras de este género escritas por gente del mundo del espectáculo en los últimos años. Pero de nuevo cabe lamentar que entre las cuestiones abordadas no estén aquellas que más nos interesan a quienes nos dedicamos a la historia del teatro y el cine. Se trata de una lamentación interesada e injusta, pues las memorias no se escriben para nosotros ni tienen la obligación de ajustarse a los objetivos de un investigador. También es cierto que convendría aprovechar estas obras para hacer un ejercicio de reflexión, y de autocrítica, sobre una serie de temas que no tienen un «público mayoritario». Tal vez haya una presión de las editoriales en sentido contrario, pero no creo que sea tanta y, en última instancia, obras como las de Adolfo Marsillach y Fernando Fernán-Gómez han demostrado que es compatible el éxito de ventas y el tratamiento de determinados temas.

Si las memorias de los directores de cine nos pueden ayudar a conocer a los cómicos, es lógico que también tengamos en cuenta las de los dramaturgos. Nos podemos llevar sorpresas desagradables como en el caso de las de Antonio Gala (2000), donde ni una palabra se dice de unos profesionales cuya actividad se suma a la larga lista de silencios que se dan en una obra demasiado calculada por parte del autor, tal y como ya expliqué en mi libro. Algo similar, aunque aquí el silencio haya sido sustituido en ocasiones por una desmedida verborrea, encontramos en el caso de las memorias de Francisco Nieva (2002), singular y novelesco personaje de sí mismo. Un libro de más de seiscientas páginas permite abordar una multitud de temas, pero no tanto cuando se utiliza una perspectiva tan personal como la del dramaturgo manchego. Gracias a la misma conocemos sus fobias y filias con lujo de detalles, incluidas las relacionadas con los cómicos. Pero su escasa capacidad para pasar de una autobiografía a unas memorias dificulta un acercamiento al mundo de los actores de teatro. En la segunda parte de Las cosas como fueron, absurdo título, habla de quienes intervinieron en las representaciones de sus obras. Pero sólo como actores de las mismas, nunca como individuos englobados en un colectivo que, como tal, no aparece en tan extenso libro donde se incluye algún que otro violento ajuste de cuentas con actrices como Tina Sáinz. Algo similar también se puede ver en los libros de Adolfo Marsillach y Albert Boadella, pero con una ironía y una gracia que, en definitiva, no evitan la lección que en este sentido diera un Fernando Fernán-Gómez incapaz de convertir las memorias en un ajuste de cuentas.

También es posible conocer a los cómicos a través de los libros autobiográficos de otros sujetos profesionalmente relacionados con ellos. Es el caso, por ejemplo, de Enrique Herreros (2000), autor de un anecdotario que revela algunos aspectos entre divertidos y curiosos de nuestros actores. Fernando Vizcaíno-Casas, abogado de tantos cómicos, también ha publicado varios trabajos en esa línea. Conviene tenerlos en cuenta, pero con todas las precauciones lógicas ante unas obras escritas sin el más mínimo rigor y donde se demuestra, apenas las cruzamos con otras, la escasa fiabilidad que en el caso de los anecdotarios relacionados con los cómicos ya es proverbial, como bien señalara Fernando Fernán-Gómez (1997) en un desafortunado libro sobre el tema.

Por otra parte, la teoría de la literatura se está ocupando intensamente de estas «escrituras ensimismadas» (Tortosa, 2001) y uno de los temas centrales puestos a debate es la frontera entre ficción y realidad. No estoy capacitado para ahondar en una relación tan polémica en un género de estas características, pero mi experiencia como lector me indica que si la «ficción» no funciona la «realidad» apenas interesa. Es decir, si no hay una voluntad creativa y estilística que asuma el inevitable componente de ficción que implica escribir sobre uno mismo, la supuesta sinceridad y el verismo de lo relatado quedan anclados en una declaración de intenciones sin resultados efectivos de cara al lector. Yo apuesto decididamente por las autobiografías y las memorias como obras de ficción, lo cual en ningún momento supone un menoscabo de su valor documental y de su capacidad para alumbrar determinados aspectos de un pasado recuperado desde la memoria crítica.

Dados estos presupuestos, no debe extrañar que, en relación con el tema que nos ocupa, la obra en mi opinión más interesante publicada durante estos últimos meses sea una novela escrita por Marcos Ordóñez, Comedia con fantasmas, que se centra en las supuestas memorias de Pepín Mendieta, un octogenario actor convertido en el «Rey de la Comedia» del teatro y el cine español. Este punto de partida permite al novelista y crítico teatral retratar el mundo de los cómicos desde la década de los veinte hasta la llegada de la democracia con una perfecta contextualización histórica. Marcos Ordóñez mezcla personas reales con personajes ficticios que apenas esconden su origen en otros también sacados de la historia del teatro y el cine. Combina circunstancias históricas con otras, casi siempre ligadas a los aspectos más intrínsicamente personales de los protagonistas, de pura ficción. Pero, en cualquier caso, se basa en un trabajo de documentación que, sin ser exhaustivo y con algún aislado error fácilmente subsanable, consigue asentar la novela en una realidad bien conocida y retratada por el autor.

En este caso, como en el de cualquier otra obra con una base argumental ligada a una realidad concreta, lo importante no es tanto la precisión en el detalle como la captación de aquello que da sentido a esa misma realidad. Pepín Mendieta a través de sus supuestas memorias sintetiza otras muchas que probablemente conocerá un Marcos Ordóñez acostumbrado a tratar con actores. Esa síntesis tiene una brillante plasmación novelística capaz de atraer a un lector que, como fue mi caso, se siente literalmente agarrado a un relato donde tantos elementos de la más tradicional ficción se entremezclan. Pero en el trasfondo de todos ellos también se encuentra una experiencia vital donde la ficción sintetiza lo que una supuesta sujeción a la realidad suele dejar más o menos disperso o incompleto. De ahí el interés de una novela que tantos claroscuros nos revela del mundo de los cómicos españoles durante un período histórico concreto. Al igual que en otras memorias, se combinan las aventuras, los amores, la fortuna, la picaresca, el éxito, el ocaso..., pero sin perder de vista la realidad histórica y profesional de unos cómicos que, por su propio trabajo, tan buenos referentes son para escribir novelas como la de Marcos Ordóñez.

Vemos, por lo tanto, que en tan sólo un año nos encontramos con un considerable número de memorias de actores o relacionadas con ellos. No es un fenómeno aislado, pues otros colectivos se suman a una tendencia cada vez más acusada que contrasta con la parquedad de otros tiempos en que este género apenas se cultivaba en España. Las causas de su proliferación tienen un matiz peculiar en el caso de los cómicos, que por diversas razones se prestan mejor que otros grupos a este tipo de obras donde tan importante es la popularidad y la imagen pública de los protagonistas (RÍOS CARRATALÁ, 2001b). No voy a repetir lo dicho en este sentido en mi libro y en el citado artículo, pero quiero aprovechar la ocasión para plantear una reflexión final sobre los peligros del exceso, una circunstancia que tan negativamente afecta a numerosos campos de nuestra realidad cultural.

Todo el mundo tiene derecho a escribir y hasta publicar sus memorias. Los actores también, por supuesto. Y en esa categoría podemos incluir a Juanito Valderrama que, aparte de cantar «a lo Valderrama», interpretó algunas infumables películas de las que Antonio Burgos saca escaso partido (2002). Nos alegramos de que estas obras proliferen en la medida que más voces se suman, con diferentes resultados, a la reconstrucción de la cada vez más necesaria memoria histórica y profesional. Pero cuando las tendencias se convierten en modas surgen algunos problemas inevitables, sobre todo los relacionados con los excesos de una oferta que sólo se justifica por las ansias de vender de determinadas editoriales.

Debemos distinguir entre la escritura y la publicación de las memorias. La primera, en cuanto ejercicio íntimo que sólo pretende dejar testimonio de un pasado personal, siempre es lícita y hasta encomiable. A veces, incluso necesaria por prescripción médica. La segunda, en la medida que ese testimonio se pone en circulación, debería cumplir unos requisitos más rigurosos y, sobre todo, una autocrítica para valorar si verdaderamente se aporta algo significativo. Si aplicamos este criterio, nos encontramos con demasiadas memorias escritas o dictadas por actores cuyo interés es nulo. O lo que es igual, son operaciones comerciales sin ningún objetivo de entre los que cabe relacionar con la escritura de una obra de estas características. Salvo el económico o el fortalecimiento de la popularidad. A veces, por incapacidad de los protagonistas o de quienes colaboran con ellos en la redacción. En otras ocasiones, por una excesiva sujeción a los parámetros más convencionales del género y a un lectorado que se pretende mayoritario. Pero lo más grave y duro de reconocer es que también cabe la posibilidad de que no tengan nada que decir más allá de los habituales anecdotarios o la lista de sus éxitos y sus amores. En cada colectivo son pocos quienes muestran la suficiente capacidad reflexiva para desentrañar en la memoria las claves de un pasado cuyo sentido vaya más allá de lo estrictamente individual. Los demás se suman a un coro de voces que puede introducir algún matiz aislado o, por contraste, resaltar la brillantez de los verdaderos solistas. Quedémonos, pues, con estos últimos y esperemos que la abundancia de autobiografías y memorias, sean de cómicos o de otros colectivos, no acabe degradando un género tan necesario y sugerente.






Obras citadas

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