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Mujer y novela: prescripciones sociales en la España de la Restauración

Carmen Servén Díez


Universidad Autónoma de Madrid



El propósito del presente trabajo consiste en determinar algunas de las prescripciones sociales que se proyectan sobre las mujeres lectoras de novelas en la España de la Restauración. A estos efectos, resulta útil revisar los criterios que sobre la novela y su repercusión existían en la época, así como las opiniones que se sustentaban sobre la índole de lo femenino.

De acuerdo con los datos disponibles, a lo largo del siglo XIX la novela fue el género de expresión escrita más difundido y con mayor proyección en los distintos grupos sociales1, pero sobre ella convergieron las suspicacias de moralistas y conservadores. En materia de moral, la Iglesia Católica era el punto de referencia obligado, y su posición frente a la lectura ya había quedado establecida en el siglo posterior al Concilio de Trento (1545-1563): se trata de una práctica peligrosa que debe ser controlada2. En cuanto al componente político de la novela, su potencial ideológico se hizo evidente desde la eclosión de la narrativa romántica popular y socializante3.

En vísperas de la época que nos ocupa, Cándido Nocedal4 se refirió, en su discurso ante la Real Academia, al rechazo que la novela ha provocado tradicionalmente entre los moralistas. El nuevo académico explicaba entonces que la novela no es en sí misma perjudicial ni abominable, aunque lo eran muchas que por entonces se daban a la imprenta: porque en ellas se vierten «mentiras infames» sobre el matrimonio y la mujer, porque extienden ideas condenables y porque atacan la organización social y el principio de autoridad. En suma: las novelas de mediados de siglo, cuya modalidad más extendida era el folletín desaforado, despertaron los recelos de los conservadores, tanto por su incidencia sobre la moral como por su capacidad subversiva.

Esta línea de pensamiento, empobrecida y radicalizada, se hará común en moralistas católicos y sectores ultraconservadores a lo largo de la Restauración. Años más tarde reconocerá el P. Muiños en la revista agustiniana:

... he de confesar francamente que en el campo católico abundan las prevenciones contra el género novelesco [...]. Cuando se ve que la mayor parte de los males que deploramos son debidos a la novela, convertida en arma de ataque contra la religión, la sociedad y las buenas costumbres, ¿no merece indulgencia el que, por atender a intereses más sagrados, da en el extremo de aborrecer la novela?5.


La reticencia contra la novela no se produce a raíz de la eclosión naturalista en nuestro país; antes de que aquí se difundan los postulados de Zola, el género suscita rechazo en los medios confesionales. La Ilustración Católica, revista cultural católica afín al carlismo, inserta en cuatro números sucesivos de 18786 un larguísimo artículo de Á. de Valbuena en que éste reconoce la enorme influencia ejercida por la novela sobre el conjunto social a la par que la cubre de denuestos:

Si por lo que ha sido comúnmente [la novela], y por la influencia que en la vida particular y social ejerce y ha ejercido, hubiéramos de juzgar este género literario, sin gran pena lo veríamos borrado en la vasta escala de las bellas producciones del humano entendimiento.

[...]

... aunque creamos firmemente que cuantas menos novelas se escribieran y cuantas menos se leyeran sería mejor, y aunque nos parezca menos malo para la mayoría de las personas no leer ninguna que leer las mejores, sin embargo, dada la influencia que de hecho alcanzan las novelas en nuestros días, parécenos necesario hacer algunas consideraciones...


Así, a la par que muestra su escaso aprecio por el género, el articulista atribuye a las novelas una gran influencia social, que vincula al hecho de que han despertado una gran afición entre los jóvenes. Asegura además que fueron las «románticas aberraciones y extravagancias» lo que provocó en el público español una «descomunal afición a la novela» y se refiere también al «oscuro lodazal de la novela contemporánea». Atribuye un papel subversivo a las novelas, que proporcionan a un público ignorante sesgadas visiones de las instituciones nacionales y religiosas, «llevan a confundir el mundo real con el ideal», y pintan con colores demasiado vivos el vicio, la corrupción y el pecado, de manera que, aun castigándolos en unas pocas páginas finales, el mal ya está hecho.

Los estragos que se atribuyen a la lectura de novelas llegan a ser enormes. Prudencio Sereñana y Partagás, por ejemplo, asegura que «la lectura de novelas inmorales, es á no dudar otra de las causas que predisponen á la mujer á entregarse en brazos de la prostitución...»7.

De ahí que, como ha señalado Jean François Botrel8, en los años ochenta todavía se intenta prohibir o controlar la lectura de las novelas al uso, y se recomiendan Trueba, Fernán Caballero, Alarcón o Pilar Sinués como antídotos del mal.

Todas estas precauciones morales y sociales que perduran contra la novela, se conjugan con una particular concepción de lo femenino. En el período transcurrido entre 1870 y 1890 son numerosas las publicaciones de trabajos en periódicos, revistas y libros que tienen como principal objeto de atención a la mujer9. Se discute la «emancipación» o la «regeneración» de la misma y se exponen opiniones para todos los gustos. En lo que respecta a la formación y actividad intelectual femenina, las posiciones se decantan a la vista de dos cuestiones fundamentales: el destino social de la mujer y la constitución orgánica femenina.

La ideología de la domesticidad, triunfante a partir de los años cincuenta10, marcaba un destino único a la mujer: el hogar doméstico, donde primero como hija, y luego como esposa y madre, había de transcurrir toda su vida. Pese a la reticencia que frente al ideal doméstico expresaron mujeres tan respetadas como Concepción Arenal11; durante el último cuarto del siglo XIX es común continuar identificando a la mujer con «el ángel del hogar». En esa línea se manifiestan los colaboradores de importantes publicaciones como la Revista Contemporánea, que en los años ochenta y noventa inserta sendos y largos artículos de Eliseo Guardiola Valero12 y José María Escribano Pérez13. De ahí que toda actividad intelectual femenina venga a ser admitida como medio de mejorar su desempeño como esposa y como madre, pero no como motor que la induzca a emprender un vuelo lejos del hogar. Así, Escribano Pérez (p. 523) es partidario de ensanchar los horizontes de la mujer y mejorar su instrucción,

pero sin que por esto pueda ni deba olvidar nunca las buenas condiciones morales de que necesita estar rodeada para desempeñar el gran papel que le está encomendado por Dios desde el principio de la creación, cual es ser fiel compañera del hombre y madre de familia.


Del mismo modo, Elíseo Guardiola Valero (p. 458) declara que admite una «educación proporcional» en la mujer y aboga por sus derechos civiles, pero declara que

... lo que no podré ver nunca sin una repugnancia invencible, es que se quiera confundir el destino social de los dos sexos y se les crea llamados a desempeñar igual papel en la marcha de la sociedad y de la historia.


Además, es imprescindible recordar que durante la década de los setenta y aun bien entrada la de los ochenta, siguen escribiendo y publicando sus manuales de conducta, sus revistas y sus novelas de buenas costumbres, esas «escritoras virtuosas» que hacen de la apología de la domesticidad su programa ético y estético14. La intensa campaña de difusión de un modelo burgués de mujer doméstica y virtuosa está aún en pleno desarrollo.

Por su parte, la prensa católica frente a la posibilidad de que la mujer se emancipe del hogar doméstico, se pregunta «¿A dónde vamos a parar?»15 y asegura que resucitar el tema de la emancipación femenina «es volver al paganismo más degradado».

Cierto es que, desde el exterior, llegaban aires de emancipación. En las revistas más conocidas encontramos noticias sobre la marcha de la cuestión femenina en otros países. En este sentido son interesantes artículos como el que escribió Mme Coignet para la Revue Politique et Litteraire y que es reproducido por la Revista Europea en dos números consecutivos16: tras citar repetidamente a John Stuart Mill como adalid de la causa femenina, la autora explica con detalle cómo las damas inglesas han extendido la esfera de su actividad, y termina asegurando que el ideal doméstico, tal como se maneja en la época, está llamado a desaparecer para dar lugar a una nueva concepción del papel de la mujer en el mundo. Mucho más conservador se muestra Ricardo Medina en su análisis sobre «La emancipación de la mujer en Inglaterra»17, aparecido en la misma revista años más tarde.

Por otra parte es notorio que la condesa de Pardo Bazán no sólo manifestó su postura personal, sino que contribuyó a introducir también los aires del exterior: se ocupó de promover y prologar el tratado de John Stuart Mill titulado La esclavitud femenina18, cuyo autor proclamaba en la primera página de su obra:

Creo que las relaciones sociales entre ambos sexos -aquellas que hacen depender a un sexo del otro en nombre de la ley- son malas en sí mismas y forman hoy uno de los principales obstáculos para el progreso de la humanidad.


Además, la Biblioteca de la Mujer, dirigida por Doña Emilia, publicó en 1893 el libro de Augusto Bebel titulado La mujer ante el socialismo [1879]19; su autor, aparte de rechazar las conclusiones de la frenología, declara que el sexo femenino está «intelectualmente más reprimido, impedido y mutilado que el masculino desde hace miles de años» (p. 354), y sin ambages «reclama la salida de la mujer fuera del estrecho círculo del hogar y su plena participación en la vida pública y [...] en las tareas culturales de la humanidad» (p. 352). La obra fue objeto de una reseña en el «Boletín Bibliográfico» de la Revista Contemporánea20; no se incluía en ella ningún comentario, ni a favor ni en contra, del contenido, pero se calificaba la obra de «brillante» y «radical».

En definitiva: sigue vigente la ideología de la domesticidad, aunque presenta fisuras. Y precisamente a esa ideología conviene un modelo de mujer y de lecturas que Pilar Sinués identificará con precisión: «lecturas ejemplares y tiernas»21, lecturas que ella y el resto de las «escritoras virtuosas» procurarán proporcionar mediante su propia escritura. De modo que se genera así toda una serie de textos narrativos y de otra índole (manuales de conducta, artículos de revista...) destinados a la mujer, y que pueden gozar del beneplácito de los moralistas más exigentes. La producción y lectura de este tipo de textos se prolonga hasta, al menos, fines de los años ochenta.

Hay peligro en la novela al uso, porque puede esconder la invitación a desertar del ideal doméstico:

Las jóvenes que leen novelas de exagerado sentimentalismo o de abundante imaginación, se hacen insoportables a sus familias y a las personas con quienes tratan; acostumbradas a respirar una atmósfera de grandezas fantásticas, de satisfacciones inverosímiles y de felicidades quiméricas, desechan por útiles motivos alianzas prudentes y ventajosas, y sienten hacia los quehaceres domésticos una invencible repugnancia22.


Pero el modelo femenino está abierto a la lectura de una cierta clase de novelas; como señala en su manual de educación Joaquina García Balmaseda23, «No privaría yo a las jóvenes que leyeran novelas, cuando éstas tengan una moralidad reconocida; pero las acostumbraría desde niñas a lecturas menos frívolas» (p. 106).

De acuerdo con el criterio de esta autora, las mujeres pueden leer «trozos escogidos de autores clásicos» (p. 107), así como «los cuadros de Fernán Caballero, los cuentos de D. Antonio Trueba, las novelas de Doña Ángela Grassi y otras de excelente fondo y correcta forma» (p. 107), entre las que figuraría el Quijote.

No concreta tanto Augusto Jerez Perchet, que en su libro La mujer de su casa24 incluye sin embargo un capítulo sobre «La lectura» (pp. 30-32). Aconseja a las mujeres que se hagan con una biblioteca propia, a partir de las indicaciones de padres, marido o maestro, una biblioteca en que «sólo deben figurar obras instructivas, útiles y de perfecta moral», porque «la lectura no ha de limitarse a un pasatiempo; es preciso que deje en pos de sí una huella». En un libro posterior25, este mismo autor encomia de nuevo la lectura a la señora del hogar, y menciona concretamente las novelas; pero es notorio que no es partidario de la lectura ociosa, sino del estudio y la reflexión.

Según dijimos más arriba, junto a la cuestión del debatido destino doméstico, el otro gran factor que pesa sobre las prescripciones sociales en torno a lo femenino es la constitución orgánica de la mujer. La estructura física femenina venía siendo esgrimida como fundamento incontrovertible de su inferioridad intelectual. Las investigaciones de Franz Gall (1758-1828) sobre las proporciones del cerebro condujeron a afirmar que la mujer carece de la inteligencia del hombre. Pese a que Concepción Arenal procuró desmontar los argumentos de este investigador26, el recurso a las disimilitudes craneales para fundamentar la desigualdad intelectual y social entre ambos sexos, se sigue produciendo años más tarde en boca de algún reputado intelectual español. El conocido crítico Manuel de la Revilla, afirmaba que la mujer27 «es un término medio entre el niño y el adulto; ó lo que es igual, es siempre adolescente. Su inteligencia (salvo raras excepciones) es inferior a la del hombre; lo cual es debido a que su cráneo es más pequeño y ligero».

Todavía más frecuente era el justificar las peculiaridades intelectuales femeninas apelando no ya al tamaño craneal de la mujer, sino al imperio de sus órganos reproductores. E. Rodríguez Solís28 hace eco de las doctrinas científicas vigentes en su esfuerzo por defender a la mujer. En su libro, concede gran espacio a mostrar la peculiar fragilidad de las mujeres y, tras recoger diversos testimonios médicos, entre ellos el de Baltasar Viguera, concluye en la «sobreexcitabilidad nerviosa de la mujer» y en que ella vive sujeta «a la soberana influencia de su matriz» (pp. 87 y 93). En general, se admite que en ella se halla más desarrollado el sistema nervioso y por eso es más sensitiva (Escribano Pérez, 199) y más imaginativa o fantasiosa. En los discursos leídos en las sesiones inaugurales de año académico de la Sociedad Ginecológica Española29 se afirma por aquel entonces con respecto a la mujer: «A la impresionabilidad y movilidad que distingue su sistema nervioso coadyuva de una manera poderosa el aparato útero-ovárico...» (p. 7). Este aparato útero-ovárico interfiere claramente en las funciones perceptivas de la mujer: «la impresionabilidad del sistema nervioso, excitado e influido por el aparato útero-ovárico, no siempre permitirá la exacta trasmisión de la impresión recibida, sino que por el contrario la hará llegar un tanto desfigurada...» (p. 56).

De ahí que en ella dominen las facultades afectivas, el sentimiento; como en el hombre imperan las reflexivas, el pensamiento (Ibid.).

Toda peculiaridad femenina, incluidas las de índole social y educacional, se explican por el procedimiento de invocar su especial excitabilidad. El Doctor González Encinas, cuyo largo trabajo se inserta en números sucesivos de la Revista Europea30, se refiere repetidamente a la exquisita sensibilidad y hasta irritabilidad femenina para justificar «la disposición religiosa del espíritu de la mujer» (p. 330), su carencia de talento creador (p. 412), sus cualidades características, entre las que incluye «la dulzura, la indulgencia y la sumisión», y su destino doméstico.

En los ensayos generales que sobre la mujer se difunden, se halla el eco de todas estas afirmaciones médicas31, que siguen siendo moneda común en el último cuarto del siglo XIX. Así, en su revisión de la constitución y personalidad de la mujer a través de distintas edades históricas, Braulio Santamaría32 explica que la mujer es igual al hombre en dignidad, pero

... posee la mujer otro centro de excitabilidad peculiar suyo, que modifica extraordinariamente su naturaleza y carácter. Este prodigioso órgano es la matriz, cámara misteriosa de la perpetuidad de la especie. A esta víscera debe la mujer la delicadeza de su sensibilidad, las notables modificaciones de su instinto, la brillantez de sus dotes morales y físicas, la animada expresión de su fisonomía [...] la vivacidad de su pensamiento.


(p. 27)                


De manera que ella «queda dominada por la influencia del poderoso aparato que modifica todas sus pasiones, sus gustos, sus ideas e inclinaciones» (p. 28).

A la difusión de todas estas teorías procedentes del campo de la ciencia y que afirmaban la intensa excitabilidad y fragilidad de la mujer33, corresponde la imagen de la mujer doméstica tutelada por su marido. Quienes intentaron oponerse a esa imagen apenas encontraron argumentos científicos en los que fundarse. Así, el Dr. José de Letamendi34, que procuró defender la emancipación femenina y argumentó la identidad en especie de mujer y varón, se vio obligado a aceptar sin embargo que hay unos rasgos intelectuales específicos de hombre o de mujer.

Sobre estas formas de circunscripción de lo novelesco y de lo femenino se cimentan las perspectivas en torno a la relación de la mujer con la literatura. La tajante prohibición de leer novelas, al estilo de la enunciada con criterios morales por el padre Claret en los años sesenta35, deja paso a otras formas de fundamentar y dictar las prescripciones sociales al respecto. Es común, desde luego, la consideración de que en todo caso el intelecto femenino debe estar orientado por libros serios, en ningún caso novelas, que suelen ser citadas como ocupación especialmente perniciosa para las mujeres, puesto que se acepta como evidencia su fogosa imaginación y su delicada sensibilidad.

En esa línea se manifestaba el obispo de Orléans, Monseñor Felix Dupanloup, en un libro aparecido por primera vez en París en 1868. El libro fue traducido y publicado en España en 188036, y se hizo muy conocido. Su autor se esfuerza por mostrar que la cultura del espíritu es un derecho y un deber de la mujer, pero procura simultáneamente deslindar el campo de las lecturas formativas y recomendadas, en el que no está incluida cierta literatura:

Hay hoy para las mujeres, no lo negaremos ciertamente, peligros reales y muy grandes que correr con las lecturas literarias, y temeríamos de una manera singular el verlas engolfarse sin reflexión en la mala o ligera literatura37.


(p. 29)                


Dado que la «sensibilidad y la imaginación están muy desarrolladas particularmente en las mujeres» (66-67), el obispo indica que «Las mujeres [...] están mucho más expuestas que los hombres en lo que leen, a causa de la vivacidad de su imaginación y de su inteligencia» (p. 32). Y constata sin embargo la afición femenina a géneros de lecturas que Monseñor considera deplorables: malas novelas, malas poesías y dramas... (p. 31).

Durante los años ochenta, otros libros de divulgación sobre la mujer o sobre la educación, recogen también la idea de que las lecturas femeninas han de ser cuidadosamente seleccionadas en atención a su singular imaginación y excitabilidad; Joaquín Olmedilla y Puig38, en su tratado sobre la mujer explica los peligros de una lectura indiscriminada:

La lectura es sin duda una de las causas que poderosamente influyen en el ánimo de la mujer. Dotada de una fantasía extraordinaria, da á los hechos jigantescas proporciones, llegando mucho más allá de lo que acaso se propuso el autor de la obra que ha sido objeto de la lectura. Por eso es conveniente que los libros que caigan en sus manos sean de condiciones tales, que no haya en ellos la sombra más leve de ofensa al buen sentido, ni la nubecula más insignificante y remota que pudiera empañar el claro sol de la rectitud y la justicia.


(pp. 97-98)                


Idéntica necesidad de seleccionar las lecturas se proclama en el farragoso ensayo que sobre educación y salud escribe Antonio Díaz Peña39. De acuerdo con este autor, la falta de un régimen de vida higiénico, así como la lectura de novelas y otros factores, causan enormes trastornos a las mujeres, que por su naturaleza deben evitar los trabajos varoniles y los profundos estudios literarios (p. 56). La lectura de novelas, especialmente las eróticas, causan males irreparables en la mujer (Ibid.). Díaz Peña muestra su tajante rechazo de la novela en general, del que se salvan raras excepciones: asegura que «La plaga de novelas que infesta al mundo» ha contribuido poderosamente a «nuestra visible decadencia» (p. 68) y que sólo como recreo especial cabe la lectura de alguna novela instructiva y genial, entre las que se destaca El Quijote. No sólo las novelas sino también los novelistas le merecen la mayor desconfianza:

El objeto de las novelas en manera alguna puede ser la sólida instrucción dirigida a formar al hombre, así como el de los licores y las bebidas espirituosas no es el de alimentar y dar salud al cuerpo. Sus autores, con rarísimas excepciones, escriben bajo el influjo de un sistema nervioso y unos órganos digestivos enfermizos que trastornan la Razón. Balzac, por medio de continuas dosis del más fuerte café, mantenía su sistema nervioso en el más alto grado de exaltación para escribir sus novelas.


(p. 67)                


Pero donde se hace evidente la nueva vinculación que se establece entre la constitución orgánica femenina y la lectura de novelas es en los tratados sobre diversas patologías. A través de ellos vemos como en la Restauración se articula y difunde un nuevo argumento de índole científica en torno a la necesidad de restringir las lecturas novelescas de las mujeres. Los ensayos dirigidos al público en general esgrimían razones médicas de peso para que las mujeres prescindieran de las novelas: el Dr. Ángel Pulido, en unos Bosquejos médico-sociales para la mujer40, muestra el riesgo que comporta la afición femenina a este género de lecturas. El doctor Pulido comienza explicando que la lectura útil e higiénica ha de cumplir tres requisitos principales: ha de ser moderada, no ha de excitar demasiado el espíritu y ha de ilustrar con sabias máximas la inteligencia. Considera que la pasión por las novelas quebranta de ordinario estos preceptos y suele ocasionar «perturbaciones orgánicas», sobre todo en la mujer, que es «por naturaleza, sensible y espiritual». Especialmente nocivas considera las novelas de costumbres, por sus:

Escenas ardientes, cuadros fenomenales, sorpresas inesperadas, efectos dramáticos etc., etc., he aquí lo único que se encuentra; y, confesémoslo en prueba de imparcialidad, lo que el vulgo reclama en las novelas de costumbre.

Hacer sentir, conmover demasiado, afectar profundamente el ánimo del lector, torturarle, si es posible, con emociones de todas clases, es lo que procura realizar todo autor vulgar, y lo que más vamos a combatir, persuadidos como estamos de sus malos efectos, así sobre el espíritu, como sobre el organismo en general.


(p. 53)                


Además de que las novelas «alimentan cierta vida ideal» más perjudicial que beneficiosa, producen una «sobreexcitación intelectual marcadísima». El doctor Pulido expone a continuación un cuadro desolador de una joven leyendo una novela:

La soledad y el silencio que la rodean, la muerte de la noche que amortigua la vida de todo lo exterior, la influencia de la luz sobre los ojos y el sensorio cerebral, la temperatura ardiente y fatigosa del aposento, las escenas rebuscadas que ofrece la novela, brillantemente descritas por la ardiente fantasía del autor; todo despierta y mantiene tirantes, en vibración extrema, en eretismo funcional, la irritabilidad del sistema nervioso [...] La calma y aplomo de los estudios concienzudos han desaparecido por completo, para dejar su puesto á un volcán rugiente de sentimientos, á un revuelto mar donde se sacude el oleaje de todo género de pasiones [...] He aquí el cuadro sensible y descorazonador que, cuando se repite con frecuencia, bastardea las más robustas complexiones, empobreciéndolas primero, atándolas más tarde al tormento de los estados nerviosos, entre los cuales no pocas veces se cuenta la misma locura, y precipitándolas, por último, á la muerte entre enfermedades del corazón y de los pulmones.


(pp. 62-64)                


Así, las «novelazas», son causa de «manifestaciones nerviosas en la mujer», incluidas la ninfomanía y las convulsiones. Aunque, no todas las novelas son malas, puesto que las hay que incluyen conocimientos útiles. Lo que el doctor Pulido reclama son novelas higiénicas, útiles y saludables.

Si parecen exageradas las manifestaciones del doctor Pulido, no hay más que consultar a otros facultativos de la época. Si pasamos a revisar tratados médicos especializados por entonces difundidos, hallaremos el fundamento de tantas precauciones frente a la lectura femenina de novelas. En su Tratado teórico-práctico de las enfermedades de las mujeres41, traducido al español en los años setenta, el Dr. Charles West se refiere a la histeria, terrible enfermedad que sólo afecta a las mujeres; entre sus causas incluye la frecuentación de las reuniones, los espectáculos, los conciertos, la lectura habitual de obras apasionadas o tiernas... (I, p. 158).

Con mayor extensión y concreción se alude a la insania de lo novelesco en la mente femenina a lo largo del tratado del Dr. Pouillet sobre el onanismo femenino42. En el prefacio a este estudio se explica que éste es un trabajo pionero por referirse a la mujer; se recuerda que el onanismo es un vicio con importantes secuelas patológicas y se indica que es más frecuente en la mujer, por «la exquisita sensibilidad de su aparato genital» entre otras razones. Los tratamientos contemplados por los expertos incluyen procedimientos muy severos, como el uso de la camisa de fuerza o la cliteridectomía. Y entre sus causas se recogen las de índole intelectual o moral; a este respecto se indica:

La lectura de novelas ó de libros malsanos que sobreexcitan la imaginación, engendran pensamientos lúbricos y ayudan de un modo activo á la corrupción de las costumbres y a su depravación: «¡Cuántas personas de ambos sexos, exclama A. Swartz, se han convertido en esclavos del onanismo por la lectura de las novelas!», y añade: «Yo he conocido en Lille a una joven de un temperamento bilioso-sanguíneo y de una imaginación exaltada, en la que las novelas hicieron nacer esta desgraciada pasión con tanta impetuosidad, que al poco tiempo fue atacada de un temblor de las extremidades superiores y de una debilidad de la vista».


(pp. 54-55)                


Las patologías femeninas ligadas a lecturas insanas, particularmente de novelas, se hacen extensibles a los trastornos mentales. El Dr. S. Icard43, en su exposición sobre las psicosis menstruales, es decir, unas patologías nerviosas y mentales a que son especialmente proclives las mujeres durante el período menstrual y que se superan al cesar la amenorrea, desaconseja toda fatiga intelectual, y señala también:

A la fatiga de la inteligencia y del sentimiento se agrega también la triste influencia de las lecturas casuales y en cualquier libro. Tissot decía en el siglo pasado: «Si vuestra hija lee novelas á los quince años, tendrá vapores á los veinte». Creo que no estará de más recordar este consejo a las madres de familia...


(p. 146)                


Así, es comúnmente admitida la insania de las lecturas casuales y particularmente de novelas en lo que se refiere a la constitución femenina. De ahí que mujeres sensatas, que luchaban por la mejor educación de la mujer y su derecho al cultivo de la lectura y de la escritura para el público, se hagan eco de tales planteamientos. Concepción Gimeno de Flaquer44, que sigue muy de cerca los argumentos médicos del doctor Pulido, explica:

En la ardiente imaginación de la mujer suelen hacer estragos algunas novelas: por la gran excitación de su sistema nervioso, por la gran movilidad de sus músculos, es muy susceptible de recibir múltiples impresiones que suelen perturbar su entendimiento.


(p. 149)                


Como ejemplo de sus afirmaciones cita a una señorita que se «embriagaba» con lecturas de Ponson du Terrail y de Ana Radcliff:

la excitación que le originaban las lecturas hacía permanecer en vibración constante su sistema nervioso, y su calenturienta imaginación le fingía horribles fantasmas que la llenaban de terror, produciéndole frecuentes delirios.


(p. 149)                


Su hiperestesia, su atonía física, su anorexia moral, la producían completa enervación, y sólo salía de su marasmo cuando la galvanizaba la electricidad de nuevas y volcánicas impresiones recibidas en los mundos soñados en que su espíritu la sumergía [...] Su carácter se hizo insoportable.


(p. 161)                


Sin embargo, la autora aclara que sus diatribas no se refieren al género novelesco en su totalidad, porque la influencia de la novela puede ser beneficiosa o perniciosa; recogiendo la idea del Dr. Ángel Pulido señala que la novela es «una espada de dos filos». Desaconseja, por demasiado fuertes, a Espronceda, Leopardi y Heine; se queja de Dumas y Sue; tampoco el Werther, por su excesivo pesimismo, le parece conveniente; y se declara partidaria de un arte realista pero no exento de pudor. Recomienda, en esta línea, lecturas de Valera, Galdós, Alarcón, Castro y Serrano, Pereda, Pardo Bazán, Frontaura y otros.

Para una correcta evaluación de las opiniones más arriba recogidas sobre los efectos orgánicos de la lectura de novelas, conviene recordar algunas de las ideas vertidas por Chattier en su estudio general45: la lectura como origen de patologías diversas aparece en el discurso de los expertos europeos a partir del siglo XVIII; una lectura sin control o excesiva es considerada peligrosa, porque asocia la inmovilidad del cuerpo a la excitación de la imaginación; ya Diderot, en el Éloge de Richardson [1766], se refirió con detalle a la fuerte conmoción de la sensibilidad y al efecto sobre la imaginación que provocan las ficciones del novelista inglés. De ahí a concebir el ejercicio de la lectura como desencadenante de confusiones de la imaginación o incitador a los placeres solitarios, hay sólo un paso que los expertos decidieron dar. El resultado es un discurso medicalizado sobre los problemas que entraña la lectura, y más específicamente, la lectura de novelas por parte de las mujeres (Chartier, pp. 179-198).

Dadas las opiniones que corren en torno a la excitabilidad femenina y a la peligrosidad de la novela, muy raramente se recomendará a la mujer la actividad creativa en este campo. Sin embargo, es precisamente la exaltada imaginación de la mujer una facultad que en boca de algún tratadista aparece ventajosa para abordar la creación literaria, en cuyo vasto campo se encarecen al cultivo femenino unos géneros determinados: a decir de Escribano Pérez46, la mujer cultivará con notables resultados la elegía, la novela, la epístola y la conversación,

la novela no puede ser mejor comprendida ni más fácilmente interpretada, sino por la viva imaginación de la mujer, la que, con su extraordinaria fantasía, sabrá presentar los hechos y los personajes que intervienen en la acción con unas proporciones tan gigantescas, con un colorido tan subido en los detalles, que en verdad podrá decirse que las acciones distan mucho de la verdadera realidad, pero esto no obstante sabrá rodearlas de todos aquellos atributos que le son necesarios, cuales son la amenidad, la moralidad, la variedad, y esa serie de misterios que sirven para despertar la atención y el interés á medida que se va avanzando en la lectura.


(p. 627)                


Las opiniones sobre la mujer de alguno de los autores más difundidos y citados en la época, como Severo Catalina, reconocen a la mujer capacidad intelectual y facultades para novelar; este erudito considera que el estudio de las bellas letras es siempre simpático al carácter y condición femeninos, y reconoce que en el ámbito de la poesía y de la novela, la mujer ha producido frutos estimables (p. 369). El mismo reconocimiento a las literatas entre las que incluye a conocidas novelistas, se halla en las páginas de Ubaldo Romero de Quiñones47, defensor de la mujer mucho menos conocido y sustentador de posiciones más radicales: «notoria es la fama de que gozan en la república de las letras las Coronado, Melgar, Mendoza, Jimeno, Lozano, Tartilán, Vilches, Wilson, etc., gloria y ornamento de su sexo» (p. 223).

Sin embargo, avanzado el siglo, un colaborador del Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, avisa de que ante todo es preciso emprender estudios profundos para afrontar la creación literaria; si se pretende emular a doña Emilia Pardo Bazán y no quedarse en «sonetos para periódicos de modas ó artículos azules para revistas dedicadas al bello sexo».

Importa persuadir a las jóvenes dotadas de aficiones artísticas, de que, para hacer obras de importancia, no es camino mutilar la carrera, sino abarcar la realidad toda; y á las que se inclinen á las letras, de que el desarrollo de las aptitudes literarias pide estudios profundos. Para escribir Los pazos de Ulloa y La piedra angular, es preciso saber hacer la Vida de San Francisco, los Estudios sobre el P. Feijóo y Los pedagogos del Renacimiento48.

En conclusión: la lectura femenina de novelas se restringe en atención no sólo a factores morales, sino a consideraciones sobre el destino femenino y a argumentos médicos de diversa índole. El cultivo de la novela, y el trabajo de las novelistas, es ocasionalmente aceptado. Sobre las posiciones de los ensayistas en torno a la actividad lectora-escritora de las mujeres en el campo de la novela, se proyectan tanto el debate sobre el ideal femenino doméstico, como las exposiciones científicas que consideran los órganos reproductores de la mujer el centro de su anatomía.





 
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