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Mujeres de letras. Escritoras y lectoras del Siglo XVIII

Mónica Bolufer Peruga


Universitat de València


«A la labor dedico algunos ratos,
otros en la lectura me divierto,
y la pluma me ponen en la mano:
gusto, y obligación al mismo tiempo»1.




Introducción

El problema que en estas páginas pretendo evocar es el de la emergencia de la lectora y la escritora como figuras históricas en los orígenes de la modernidad. Pese a las limitaciones que han pesado sobre la relación de las mujeres con las letras, muy particularmente la realidad de una alfabetización siempre inferior a la masculina y la idea, variable en sus formulaciones a lo largo de los tiempos, de que su capacidad intelectual y las funciones sociales que les correspondían no aconsejaban extender su saber más allá de límites tasados, a lo largo de la Historia siempre ha habido mujeres que han leído y que han escrito. Sin embargo, es en la época moderna, a partir de la invención de la imprenta, cuando la relación de las mujeres con la lectura y aun la escritura, su papel como consumidoras y productoras de cultura escrita, experimenta una trascendental mutación, como parte de las transformaciones que irán ampliando la difusión de la cultura escrita desde el círculo estrecho de los doctos a ámbitos sociales más amplios2. Desde entonces, lectoras y escritoras, sin dejar de ser figuras minoritarias, alcanzan una relevancia y una proyección social hasta ese momento desconocida. Las lectoras, como un sector del público en crecimiento y cada vez más solicitado por autores y editores. Las escritoras, en calidad de personajes que comienzan a desbordar la consideración de «excepcionales» logrando una mayor visibilidad. Un doble proceso que, iniciado en los orígenes del periodo moderno, experimentaría una notable aceleración en el siglo XVIII, con los avances (limitados) de la educación y la alfabetización y la circulación más amplia del impreso.

Como todos los rasgos de modernización, este desarrollo no puede interpretarse unívocamente en clave de progreso (a mayor lectura y escritura, mayor libertad para las mujeres) sino que, aunque abre para ellas posibilidades nuevas, implica también nuevas o renovadas formas de constricción. Por ello, cualquier intento de dar cuenta de estas transformaciones hade tener presente su ambigüedad y, sobre todo, interrogarse sobre los significados múltiples que la lectura y la escritura tuvieron para las mujeres.

El término «mujeres de letras», más amplio que el de «escritoras» o «intelectuales» permite evocar estas distintas facetas de la relación de las mujeres con el mundo de la cultura escrita, incluyendo a una diversidad de figuras femeninas que tienen en común su vinculación asidua con lo escrito, a través de la lectura, la escritura e incluso la conversación: desde aristócratas protectoras de las letras o anfitrionas de salones, a mujeres de condición menos encumbrada que pretendían obtener de la escritura un provecho económico o una proyección personal, o que simplemente amaban los libros3. Además, ese termino, de uso en la época, como el de «literatas», permite, por su ambigüedad y sus connotaciones, a veces elogiosas y con frecuencia negativas, comprender la ambivalencia que suscitaba en el siglo XVIII la relación de las mujeres con el saber, en un tiempo en el que se clama por su educación, pero las realizaciones son limitadas, y muchas las inquietudes que se suscitan4.

Y es que pese a los proclamados propósitos de remediar la «ignorancia» de las mujeres, en el siglo ilustrado los límites del saber que se considera aceptable para ellas se amplían tan sólo ligeramente. La figura de la intelectual se entiende todavía, en buena medida, como una excepción, circunscrita a los catálogos de «mujeres ilustres» (donde las sabias del pasado comparten elogios con las reinas o guerreras) o a los actos solemnes, abiertos a un público selecto y glosados en discursos laudatorios, en los que algunas niñas precoces de encumbradas familias exhibían sus conocimientos, como lo hicieron M.ª Rosario Cepeda y Mayo en Cádiz en 1768, Pascuala Caro, hija de los marqueses de la Romana, en Valencia en 1781 o M.ª Isidra de Guzmán y La Cerda, hija de los marqueses de Montealegre, investida en 1785 doctora y catedrática honoraria de la Universidad de Alcalá5. Más allá de estas figuras singulares, que celebran la excepcionalidad sin pretender convertirla en norma, y permiten a las familias y a las autoridades alardear de su talante culto e ilustrado, la desconfianza hacia el saber en las mujeres se mantiene: la figura, tan frecuente en la literatura del siglo XVIII, de la «bachillera» o mujer pedante viene a expresar, en clave satírica, la idea de que las mujeres deben formarse, en todo, para mejor cumplir con sus obligaciones como madres educadoras, amables esposas y anfitrionas o contertulias agradables, sin rivalizar con los hombres en el universo del conocimiento.






Experiencias de lectura

Como resultado de expectativas sociales e intelectuales tan diferenciadas para ambos sexos, que se traducían en prácticas educativas profundamente desiguales, las lectoras constituían, como los hombres y todavía más que ellos, apenas una pequeña minoría de la sociedad española6. La disparidad en las cifras de alfabetización para ambos sexos no desapareció, sino tan solo se suavizó ligeramente, a lo largo de los siglos XVIII y XIX: así, proyectando los resaltados de un buen número de estudios locales, se ha afirmado que los porcentajes evolucionaron desde un 4% de la población femenina alfabetizada y 30% de la masculina hacia 1750-59, a un 13'46% y 43% respectivamente a finales del XVIII7. Cierto es que, además de presentar amplias diferencias regionales y sociales, estas cifras, basadas en los índices de firmas, en una época que disociaba el aprendizaje de la lectura del de la escritura, aceptando en mayor grado para las mujeres el primero que el segundo, pueden encubrir, como advierte Fernando Bouza, casos de semialfabetización, es decir, de mujeres (y, en menor medida, hombres) incapaces de firmar que, sin embargo, sí sabían leer e incluso poseían libros8. Sin embargo, la asimetría entre los sexos resulta elocuente, y, muy visible todavía una centuria más tarde (en 1887 dos de cada tres mujeres españolas mayores de 10 años, frente a uno de cada dos varones, eran analfabetas), no se reduciría de forma significativa hasta bien entrado el siglo XX9.

Más reducido aún, e imposible de conocer de forma precisa, sería el numero de lectoras y lectores reales, es decir, de personas que usaban de la lectura con cierta asiduidad. Sin embargo, los numerosos testimonios que a partir del siglo XVI se refieren con extrañeza a la lectura como práctica habitual entre las mujeres (de manera particular entre las élites urbanas) y la representación más frecuente de las lectoras en la iconografía y la literatura, tal como recuerda Fernando Bouza, expresan la percepción de que se estaba produciendo un cambio, y que «las posibilidades de una cotidiana familiaridad femenina con lo escrito habían ido en aumento» (BOUZA, 2005, 175). Una percepción que se agudizará en el siglo XVIII, al compás de la ampliación y diversificación de los escritos que circulan de forma impresa10.

¿Qué podemos saber acerca de esas lectoras? ¿Cuáles son las fuentes que nos permiten aproximamos a sus experiencias de lectura? Una de ellas son las listas de suscripción, modalidad nueva de comercialización de las obras literarias y de la prensa periódica, aparecida en el siglo XVIII. Estas, sin embargo, tan sólo reflejan, de algún modo, las preferencias de un sector particular del público, aquel que podía permitirse realizar el desembolso del importe de una obra antes de su salida y que deseaba que su nombre figurase públicamente, y resultan todavía más engañosas en el caso de las mujeres, pues ocultan a muchas lectoras tras los nombres de sus padres o mandos. Así, según el estudio de Elisabel Larriba, de un total de 8526 abonados a la prensa española entre 1781 y 1808, tan sólo 216, es decir, un 2'5%, fueron mujeres11. Entre ellas, y prescindiendo de algunos casos particulares (como el de mujeres dedicadas a la reventa, las titulares suscritas en representación de un negocio familiar o las mujeres de la familia real, cuyos nombres tenían más bien un valor simbólico), pueden identificarse dos colectivos principales. Por una parte, saltan a la vista las señoras nobles (un 32'8 %), que componen un grupo de suscriptoras asiduas, con frecuencia abonadas a varias publicaciones, y entre la que destaca un núcleo de damas de la alta nobleza vinculada a la Junta de Damas de la Sociedad Económica Matritense. Por otra parte, se adviene la presencia creciente de mujeres no adscritas a la nobleza titulada miembros de la hidalguía o los grupos burgueses y profesionales que integraban dos tercios de las suscriptoras a la prensa y componen también la mayoría de las suscripciones femeninas a novelas sentimentales y didácticas como La nueva Clarisa de Mme. Le Prince de Beaumont (27'8% de suscriptoras, de éstas un 80% sin título nobiliario), Adela y Teodoro de Mme. de Genlis o la Historia de Amelia Booth de Fielding -con un 16'6% y un 18% de suscriptoras respectivamente- (BOLUFER, 1998, 300-301).

Una segunda fuente son los inventarios post-mortem, vinculados al reparto testamentario de los bienes. En ellos, a lo largo de la época moderna, las mujeres titulares de bibliotecas suelen poseer colecciones de libros más reducidas que las de los hombres de su misma condición social, muy sesgadas, por lo demás, en su contenido hacia lo religioso, lo que traduce tanto los resultados de la educación, que insistía en la conveniencia para las mujeres de lecturas piadosas, como la práctica frecuente de dividir en los legados testamentarios los libros en función del sexo, dejando a las hijas los devotos12. Además de que, como se ha señalado en ocasiones, es muy posible que los inventarios infrarrepresenten la literatura de ficción, frecuentemente impresa en libros de pequeño formato y escaso valor material.

Algunas damas, sin embargo, reunieron colecciones de libros importantes por su volumen y más diversificadas en lo que respecta a su contenido. En el siglo XVIII, la duquesa de Osuna encargaba a sus administradores la adquisición de obras, solicitaba catálogos italianos y novedades literarias de París e intercambiaba libros y opiniones con literatos como Moratín13. A la marquesa de Guadalcazar y Mejorada se le requisaron en 1787 en la aduana 129 libros, mientras que la duquesa de Liria reunió un total de 327 títulos y 1217 volúmenes en latín, francés e inglés, incluyendo algunos prohibidos (LARRIBA, 1998, 165-166). M.ª Antonia del Río y Arnedo, traductora de Mme. le Prince de Beaumont y de Saint Lambert, formó una biblioteca bien nutrida, en particular de obras didácticas y novelas, independiente de la de su marido, aunque ambos compartieran el gusto por los libros, que transmitieron a sus hijos, entre ellos el futuro bibliófilo Luis Usoz y del Río14. La erudita Josefa Amar consultó la Biblioteca Real y la de San Ildefonso en Zaragoza, además de la biblioteca familiar, rica en obras de Medicina15.

Un tercer indicio acerca de las lecturas femeninas lo constituyen las advertencias contenidas en las propias obras acerca de quienes autores e impresores anticipan o desean que sean sus destinatarias. El interés por atraer a ese público potencial, unido a la voluntad de moralizar y conducir los comportamientos de las mujeres, dio como resultado desde el siglo XVI, y con particular intensidad a partir del XVIII, la proliferación de publicaciones que se dirigen a ellas, solicitan su atención y se ofrecen a procurarles instrucción y entretenimiento. Son estas obras de moral y economía doméstica, al estilo de la Instrucción de la mujer cristiana (1524) de Luis Vives o La Perfecta Casada de fray Luis de León, a las que vienen a añadirse en el Siglo de las luces tratados de divulgación sobre «medicina doméstica» y «conservación de la infancia», de autores españoles (Bonells, Iberti...) o extranjeros (Raulin, Tissot, Buchan, Ballexserd, Landais...), así como relatos sentimentales e instructivos, al estilo de la Biblioteca entretenida de las Damas (1797-1798). De forma muy especial, la prensa periódica, nuevo instrumento de comunicación y de conformación de la opinión pública, constituye a las mujeres en destinatarias de halagos y exhortaciones, sátiras y artículos instructivos, y deja espacio a la colaboración de las lectoras, imaginarias o reales, a través de cartas en ocasiones enviadas por mujeres y en otras escritas por los propios periodistas16. Un proceso que culmina en periódicos que se decían escritos por damas, aunque dirigidos aun público de ambos sexos La Peinadora Gaditana (1763-1764) de «Beatriz Cienfuegos» y Pensatriz salmantina (1777) de «Escolástica Hurtado», así como en publicaciones específicas, de las que sólo llegó a ver la luz el Correo de las damas (1804-1807), siendo denegada la licencia de impresión a otros proyectos como el Diario del bello sexo (1795), el Diario de las damas (1804) o el Liceo general del bello sexo (1804).

Como todo producto comercial, la literatura dirigida a las mujeres responde a una demanda, a la vez que contribuye a crearla y a orientarla. La lectura de las mujeres, estimulada por las modestas mejoras en las cifras de alfabetización y las prácticas educativas y por la ampliada oferta editorial, fue a la vez bienvenida, contenida y encauzada por moralistas y editores. Ya en el siglo XVI, la mayor familiaridad de las mujeres con las lecturas en romance, religiosas o profanas, en particular la creciente popularidad de que gozaban entre un público amplio también femenino, las novelas de caballerías, había despertado inquietudes por razones morales y doctrinales. Y es que, como bien señala Femando Bouza, resultaba más aceptable la figura excepcional de la mujer humanista lectora de obras eruditas (al modo de la Magdalia, personaje de los Coloquios de Erasmo) que las lectoras corrientes de obras en lenguas vulgares17.

En el siglo XVIII, los antiguos argumentos advirtiendo del peligro de las lecturas femeninas si éstas no estaban cuidadosamente dirigidas se intensifican y renuevan, en un contexto de ampliada circulación de lo impreso18. Para los moralistas, resultaba notable e incluso recomendable que las mujeres leyeran, pero debían hacerlo con el propósito de fortalecer su moral, instruirse sus deberes y ocupar útilmente su ocio, evitando lecturas que, como las novelas, estimulasen su imaginación, en detrimento de la moral o les hicieran albergar sueños sentimentales y ambiciones intelectuales que no les eran propias. Requisitos que autores y editores se brindaron a colmar, según se reitera en recomendaciones sobre la biblioteca femenina ideal, como el catálogo de la «librería» de «Doña Leonor», adaptado del Spectator inglés y publicado en el Semanario instructivo de Salamanca (n.º 2, 4 de julio de 1795).

Sin embargo, por mucho que educadores y periodistas se esforzasen por encauzar a las lectoras en un sentido exclusivamente utilitario y moral, sus prácticas de lectura escapan muchas veces de esos límites para abrir nuevos horizontes. Frente a las fuentes de carácter cuantitativo (listas de suscripción, inventarios de bibliotecas, declaraciones de autores y editores...), que nos hablan de posesión de libros o de estrategias editoriales más que de prácticas concretas y personales de la lectura, revisten un particular interés las observaciones que algunas mujeres nos han dejado sobre sus experiencias y gustos o las conclusiones que acerca de ellos podemos extraer de sus escritos. Las experiencias individuales son, por supuesto, diversas: hay tantas formas de lectura como mujeres, distintas en su condición social, su formación, sus gustos y su talante personal. Existen lectoras piadosas, como la duquesa de Villahermosa, quien declinó solicitar, como hacían tantos aristócratas de su tiempo, licencia para leer obras prohibidas19. Hay lectoras apasionadas de la ficción, como aquéllas a quienes Josefa Amar reprocha sus preferencias: «La afición que muchas mujeres tienen y la ignorancia de asuntos dignos hace que se entreguen con exceso a los romances, novelas y comedias» (AMAR, 1994, 185); lectoras eruditas, como ella misma, amante de desplegar su saber libresco y para quien la lectura fue parte indispensable de su actividad y su imagen pública como intelectual, a la vez que una forma de afirmar su autonomía, lectoras amantes de la soledad habitada por los libros, como Josefa Jovellanos, quien escribe su hermano Gaspar el 2 de enero de 1805: «los momentos que logro estar libre de toda especie que me domine y con un libro de mi gusto en las manos... soy tan feliz que no me cambio por todo el mundo»20 Y encontramos lectoras «arrepentidas», como Rosario Romero, traductora de las Cartas peruanas de Mme. de Graffigny, quien asegura haber abandonado sus frívolas lecturas de juventud («las Comedias de Calderón, las Novelas de Doña María de Zayas y otras obras de este jaez») en beneficio de otras provechosas, aunque su elección de traducir una novela filosófica y crítica sugiere que entendía como tales mucho más que las consabidas lecturas piadosas y de instrucción doméstica21.

Los testimonios de las mujeres muestran, pues, que la lectura fue para ellas una experiencia con múltiples significados: instrumento de aprendizaje doméstico y disciplina moral, pero también tiempo para sí, ocasión íntima de placer y esparcimiento mecanismo de evasión, llave de acceso al mundo del saber y desprestigio intelectual o, en palabras de Josefa Amar, de la «fama y gloria inmortal».

Cabe concluir, pues, que en la época moderna la lectura entre las mujeres se amplía y diversifica en su alcance social. Si ya en los siglos XVI y XVII las lectoras ejercieron una cierta influencia en la configuración y difusión de géneros literarios tales como la literatura de espiritualidad en lengua vulgar, la literatura cortesana y las novelas de caballerías o amorosas, en el XVIII comienza a emerger de forma nítida como un sector del público al que editores y escritores tienen cada vez más en cuenta. Obviamente, la lectura fue para ellas, como para los hombres, una experiencia muy diversa en su orientación y sus significados. Leer por devoción, por placer y entretenimiento, por identificación con ciertos valores morales o ideológicos, por distinción, para sentirse y mostrarse como integrantes de un círculo selecto de personas afines con quien compartir pareceres, a través de la lectura en común, la conversación o la correspondencia. Todos esos y otros significados tuvo la lectura para las mujeres. Sin embargo, entre ellas pueden apreciarse algunos elementos comunes. De forma particular, la experiencia de leer es para muchas mujeres una ocasión para el retiro y el recogimiento, la intimidad y la soledad; una práctica de afirmación personal de su independencia y autonomía de criterio; un rasgo que las identifica y las distingue como mujeres de letras, con capacidad y aspiraciones intelectuales.




Empuñando la pluma

De la lectura, algunas mujeres, en número creciente, dieron el paso de tomar la pluma para plasmar por escrito su pensamiento. Sin embargo, no resulta tan fácil definir que podemos entender por escritora en los siglos modernos. No se trata todavía, desde luego, de una figura profesional. Si el escritor que vive de sus obras constituye en España, todavía en el siglo XVIII, una realidad muy limitada, su equivalente femenino apenas existía en nuestro país por esas fechas. La figura que más puede aproximársele es la de María Rosa de Gálvez, dramaturga de éxito que obtuvo ingresos de sus obras, ampliamente representadas y publicadas en su época, y cuya producción y trayectoria vital y profesional han sido objeto de interesantes revisiones en los últimos tiempos22. Pero, con esa posible excepción, habrá que esperar al menos al siglo XIX para que se den en España, en alguna medida, las condiciones que habían permitido en Inglaterra desde finales del siglo XVII, así como en Francia entrado el XVIII, a un buen número de mujeres (novelistas, traductoras, autoras de obras pedagógicas...) desarrollar una sólida carrera literaria e incluso mantenerse económicamente del producto de su trabajo23.

De forma más amplia y también más ambigua, es posible definir como autoras, en los siglos modernos, a aquellas mujeres que han dejado obra escrita. La publicación de ésta no debe considerarse como requisito indispensable porque algunas mujeres condicionadas por las convenciones que les requerían modestia y reserva, o bien por las dificultades prácticas de la censura o financiación de los impresos, nunca dieron sus obras a la imprenta e incluso en ciertos casos (como los de María Egual, poetisa barroca o la marquesa de Grimald, M.ª Francisca de Navia -1726-1786) destruyeron hacia el final de su vida todos sus escritos. Por estas razones, muchos han desaparecido con el tiempo, y otros siguen sin duda ocultos en archivos privados. Por otra parte, si bien podemos admitir que es consustancial al concepto de escritora la voluntad de proyección pública de su obra, ésta puede tomar otras formas distintas a la impresión y reducirse a círculos más reducidos (las compañeras de convento o de orden, grupos selectos de amigos o familiares), en forma de manuscritos para una circulación restringida o de obras representadas en teatros privados, aristocráticos o conventuales. Es el caso de muchas autobiografías espirituales y otros escritos religiosos que no llegaron a la imprenta, así como de piezas teatrales como El Eugenio o La sabia indiscreta de M.ª Lorenza de los Ríos, marquesa de Fuerte Híjar, o El aya de M.ª Rita Barrenechea, condesa del Carpio (1750-1795)24.

Un buen número de estudios desarrollados en las últimas décadas han contribuido a desvelar aspectos hasta hace poco desconocidos o desenfocados de las relaciones de las mujeres con la producción escrita en la España moderna. Es el caso, entre otros, de los trabajos de síntesis recogidos en la Historia de las mujeres en España y Latinoamérica, dirigida por Isabel Morant, que se hacen eco de las aportaciones más recientes. Así, Fernando Bouza pone de relieve la cotidianidad de la relación que un buen número de mujeres -minoritario sin duda, pero más numeroso de lo que hubiera podido pensarse- sostenía con la escritura en los Siglos de Oro (BOUZA, 2005, 181-183 y 186-191). Esa relación pasa por su participación en el negocio librario, como sucedía en otros lugares de Europa, en calidad de propietarias de oficinas tipográficas o librerías, con frecuencia en tanto que viudas, esposas o hijas de libreros o impresores, o bien como editoras (es decir, costeando la impresión de un libro). Pasa también por la escritura de cartas, por sí mismas o bien dictadas a otras personas, tal como sucede con frecuencia tanto entre mujeres analfabetas como, en el otro extremo de la escala social, entre aristócratas que empleaban los servicios de un secretario, a veces una mujer más joven de su propia familia. Y asimismo, pasa por el uso, tan poco conocido como fascinante, de tablillas barnizadas, soporte frágil y efímero a medio camino entre el libro y la joya, para inscribir anotaciones, pensamientos o memorias. Por otro lado, los trabajos de James Amelang, Sonia Herpoel o Isabelle Poutrin han revelado que las mujeres contribuyeron, de forma mucho más intensa de lo que se creía, a la producción de escritos autobiográficos de diversos tipos: memorias, cartas, muy abundante a lo largo del periodo, pero ante todo autobiografías religiosas, género en el cual Teresa de Jesús estableció el modelo individual más importante de autobiografía femenina de toda la Europa de la época25. De ese modo: cabe considerar que las mujeres contribuyeron de forma destacada en la Europa católica, a través de la práctica mística y de la escritura autobiográfica, a desarrollar pautas de reflexión y representación del sujeto que se encuentran en las bases del individualismo moderno, y que basta tiempos recientes se consideraban privativos de la cultura protestante26.

El resultado de todos esos estudios sugiere que la relación de las mujeres con la cultura escrita fue sin duda más intensa y variada, y menos alejada de la experiencia de otros países, de lo que se tendía a pensar, al menos en la España de la temprana Edad Moderna. Por lo que respecta al siglo XVIII, frente a su imagen tradicional como una época de escasa actividad literaria femenina, entre el mundo de las escritoras del Barroco y la emergencia de las autoras románticas a partir de 1830, los estudios de las últimas décadas han desvelado el incremento en el número de autoras que dieron a la prensa sus escritos y, sobre todo, su mayor presencia pública, en un tiempo en el que los impresos circulaban más ampliamente y ejercían una influencia creciente en la configuración de la opinión. En su excelente síntesis sobre la actividad de las escritoras en los siglos XVII y XVIII M.ª Victoria López-Cordón nos recuerda lo que un erudito como Serrano Sanz advirtió ya a principios del XX: la existencia de un buen número de mujeres que escribieron con voluntad de perdurar y de lograr una proyección social27. Y a la luz de los estudios recientes, todavía muy incompletos, es posible trazar un retrato colectivo de las escritoras, en el que se rebaten muchos tópicos y se advierten, junto a las notables diferencias individuales y sociales entre ellas, algunos rasgos comunes.

La explotación sistemática de repertorios eruditos (en particular los Apuntes para una biblioteca de escritoras hispanas de Serrano Sanz y la Biblioteca de autores españoles del siglo XVIII de Aguilar Piñal), la mejora en la catalogación de los fondos antiguos y el uso de documentación sobre censura de libros han permitido establecer de forma más precisa (aunque todavía provisional) la nómina de las escritoras y sus obras, localizando textos que se creían perdidos, corrigiendo algunos errores de identificación y descubriendo otros28. Así, para el final del periodo moderno, el siglo XVIII, época en la que la presencia de las mujeres en el ámbito de la cultura escrita se hace más asidua y más visible, sabemos de la existencia de unos dos centenares de «autoras», cifra en apariencia elevada que, sin embargo, conviene puntualizar, en la medida en que la mayoría de ellas publicaron tan solo una o muy escasas obras, muchas dejaron textos inéditos, y pocas llegaron a desarrollar una carrera literaria. Cierto es que es todavía mucho lo que falta por saber. Datos tan básicos como el número y naturaleza de los escritos femeninos publicados en el siglo XVIII y de aquellos que se conservan manuscritos no se encuentran aún plenamente establecidos. En cualquier caso, no es sorprendente, dados los modestos parámetros del mercado editorial y las graves carencias de la educación femenina en España, que la comparación con otros países europeos, en particular en los casos de Inglaterra y Francia, resulte poco halagüeña, tanto en lo que concierne al número de escritoras como al volumen de su producción y a la difusión de sus escritos. Convendría profundizar en esa comparación con el fin de precisar si tal disparidad tuvo un carácter constante a lo largo de la época moderna o bien si, como parece posible, las semejanzas pudieron ser mayores a principios del período, agudizándose, en cambio, el desequilibrio en el siglo XVIII, en la medida en que las formas tradicionales de escritura femenina, de carácter fundamentalmente religioso, iban cayendo en desuso, sin que llegaran del todo a suplirlas los nuevos modos de participación de las mujeres en una cultura más secular cuyo desarrollo en nuestro país, como sabemos, fue lento y problemático.

¿Quiénes son estas mujeres de letras? Todavía en el siglo XVIII, más de un tercio de ellas son religiosas, grupo social que había dominado ampliamente la escritura femenina en los siglos anteriores. Aunque algunas escribieron la historia de su orden o la vida de sus miembros más venerables, e incluso piezas de teatro (como en el Siglo de Oro Marcela de San Félix, hija natural de Lope de Vega), el hecho de que abunden entre ellas especialmente la poesía religiosa y la autobiografía espiritual por orden de su confesor muestra, como señala López-Cordón, que la mayoría accede a la escritura a través de la experiencia íntima, con frecuencia la mística, cuyo carácter personal favorecía la conciencia individual y permitía trascender las limitaciones del sexo, en la línea de las doctrinas neoplatónicas y agustinianas según las cuales las almas carecían de él (LÓPEZ CORDÓN, 2005). Sin embargo, las hubo también que cultivaron formas de escritura profana y que aprovecharon las nuevas estrategias de difusión como en los casos de Josefa Jovellanos y M.ª Gertrudis de Hore. La primera de ellas, hermana del célebre ilustrado, escribió, antes y después de ingresar en la comunidad de agustinas recoletas de Gijón, poemas de circunstancias, impregnados de las ideas reformistas de su tiempo29. La segunda, que vivió desde los 38 años en el convento de capuchinas de Cádiz, es autora de una extensa obra poética, parcialmente publicada en la prensa de su época, que incluye algunos textos religiosos pero reviste fundamentalmente carácter amoroso, y en la que se aprecia el conocimiento de la poesía española y europea del siglo, así como una crítica a la condición de las mujeres en el matrimonio y en las relaciones con los hombres (MORAND, 2003). Los ejemplos de estas dos mujeres, que tomaron los hábitos a una edad madura, tras haber participado ampliamente, como seglares, en la vida social, las tertulias y las lecturas propias de una minoría ilustrada, cultivada y elegante, y que siguieron manteniendo en su existencia religiosa sus contactos con el mundo, muestran que los límites entre que pudiéramos considerar «tradicionales» y «modernas» en la escritura de mujeres no siempre fueron nítidos.

Junto a las religiosas, destaca en segundo lugar entre las escritoras el grupo compuesto por damas de la nobleza, con frecuencia de la aristocracia cortesana, entre las que cabe señalar figuras como las condesas de Lalaing (traductora de Mme. de Lambert y Le Prince de Beaumont) y del Carpio (autora de las comedias Catalín y La aya), las marquesas de Fuerte Híjar (autora de una vida del conde de Rumford, de un elogio a la reina y de dos comedias, El Eugenio y La sabia indiscreta) y Espeja (traductora de Condillac y Zanotti) o la condesa de Montijo (traductora de Le Tourneux y autora de memorias, informes y panegíricos como secretaria de la Junta de Damas). Con frecuencia sus escritos no fueron sino una más de sus actividades intelectuales, junto a la promoción de artistas y literatos o el mantenimiento de tertulias y salones, y quedaron manuscritos o fueron destinados a una circulación restringida entre un círculo selecto de amigos, en una época en la que publicar en nombre propio se consideraba en muchos casos todavía una práctica plebeya e indigna de la condición aristocrática, como han demostrado Raquel Bello para el caso de las escritoras portuguesas o Norma Clarke en el contexto británico30. A no ser que, según precisa López-Cordón, esa actividad quedara autorizada por su carácter institucional, por ejemplo, con ocasión de pronunciar los elogios anuales a la reina que formaban parte del ritual establecido para la entrega de premios de la Sociedad Económica de Amigos del País de Madrid y la Junta de Damas de Honor y Mérito.

A estas escritoras de condición nobiliaria las caracteriza, en general, una actitud confiada, apoyada en una educación, si bien por lo común menos cuidada que la de sus hermanos, superior a la de otras mujeres, y en la seguridad que les proporcionaban sus contactos familiares y sociales, Y es que, en calidad de su rango, estaban habituadas a frecuentar espacios menos compartimentados, en los que las relaciones de dependencia no se ajustaban siempre a la supeditación entre los sexos, y mantenían una experiencia de relación privilegiada con la cultura a través de las redes clientelares y la práctica del mecenazgo (LÓPEZ CORDÓN, 2005, 214-215). Así, por ejemplo, Cayetana de la Cerda y Vera, condesa de Lalaing, defendió con vigor ante los censores su traducción de Las Americanas de Mme. Le Prince de Beaumont, al serle denegada la licencia en razón de su sospechosa ortodoxia, y lo hizo en un tono lleno de aplomo que contrasta con la humildad que solían mostrar autores y autoras en su correspondencia con el juez de imprentas31.

Diferenciándose de estas dos figuras clásicas de la escritora, la religiosa y la aristócrata, destaca a lo largo del siglo XVIII la presencia cada vez más destacada entre las autoras de mujeres pertenecientes a los estratos intermedios de la sociedad, vinculadas a familias de burguesía comercial o, con más frecuencia, del mundo de las letras, las profesiones liberales o burocráticas o la milicia, como fue el caso de la propia Josefa Amar, de Gracia Olavide, Josefa Jovellanos, M.ª Gertrudis de Hore o Margarita Hickey y Pellizzoni, la mayoría de ellas con cierta tradición familiar de estudio y actividad intelectual. Apoyadas en un entorno relativamente favorable, a la vez que desprovistas tanto del prestigio consustancial a la condición nobiliaria como de las recompensas que, en forma de cargos y honores, obtenían del estudio sus padres, hijos o hermanos, buscan, quizá en mayor medida que las aristócratas, la fama y reconocimiento que puedan brindarles las letras. Algunas de ellas cifraron en la escritura expectativas económicas. Bien conocido es el ejemplo de M.ª Rosa Gálvez, autora de poesías y obras teatrales de éxito, pero hay también otros casos más modestos, como el de Mercedes Gómez, autora de una Pintura del talento y carácter de las mujeres, adaptación poco afortunada de una obra francesa ya traducida al castellano, cuyo empeño en vencer los reparos de los censores, que le negaron la licencia de impresión, revela que buscaba obtener del producto de su trabajo algún alivio para sus penurias materiales32. Sin embargo, lo que más se aprecia en ellas, por ejemplo en la propia M.ª Rosa Gálvez, como en Margarita Hickey o Josefa Amar, es una ambición intelectual de ser consideradas por sus contemporáneos, eruditos y literatos, como sus iguales, sin renunciar por ello a expresar un punto de vista particular. La escritura fue para ellas una forma de satisfacción personal, un espacio propio y un modo de afirmación en una época en que la educación de las mujeres se definía ante todo de forma utilitaria, pero también una forma de proyección pública, una práctica con la que trataron de obtener fama y reconocimiento33. Ambición que ha de expresarse, en la mayoría de ocasiones, de forma velada, puesto que el saber en las mujeres seguía provocando desconfianza, pero que se adivina con frecuencia bajo las protestas más o menos formales de modestia, y a veces aflora con mayor claridad, como en el caso de Josefa Amar: «la fama y la gloria inmortal acompañan al mérito dondequiera que se encuentre» (AMAR, 1994, 67).

¿Qué escriben estas autoras, y por qué? Huelga decir que los géneros y formas de escritura más frecuentemente escogidos por las escritoras responden a una combinación de factores entre los que cuentan su condición y circunstancias sociales, su formación, gustos y preferencias literarias e ideológicas, sus oportunidades y contactos con el mundo de las letras y la necesidad de adaptarse a las convenciones que pesaban sobre las mujeres de letras34. Así, entre la producción escrita y/o publicada por mujeres, ocupa el primer lugar la poesía. Una actividad vinculada con frecuencia a los certámenes poéticos o tertulias literarias de tradición barroca, como es el caso de la Academia del Buen Gusto, presidida por la marquesa de Sarriá a mediados del siglo XVIII, y en la que al parecer leyeron sus versos también otras aristócratas, como la marquesa de Estepa o la condesa de Ablitas. Por otra parte, en las últimas décadas del siglo, la poesía conocería una nueva forma de difusión a través de la prensa periódica, donde publicaron versos un buen número de mujeres, con frecuencia ocultas bajo pseudónimos de difícil identificación, y aparecieron también poemas atribuidos a autoría femenina, aunque escritos en realidad por los propios periodistas35. Todo ello no significa que no existiesen géneros poéticos considerados poco adecuados para su sexo, como la épica, lo que explica que Margarita Hickey al publicar en sus Poesías varias una oda al militar de D. Pedro Cevallos recurriese a la opinión favorable, expresada por escrito de un literato influyente, Agustín Montiano, para cargarse de razones antes el público y la crítica36. Sin embargo, por lo general en los siglos modernos escribir versos aparece como una actividad tolerada e incluso ensalzada en las mujeres, en mayor medida que otras prácticas intelectuales de signo más claramente erudito.

Al lado de la poesía, el teatro tenía también cierta tradición aunque menos extendida, como forma de escritura practicada por algunas mujeres, sobre todo en dos contextos sociales bien diferenciados. Por una parte, en relación con su actividad como actrices o empresarias teatrales (cabe recordar aquí que en los Siglos de Oro se conocía como «autor» o «autora» a la persona titular de una compañía, con frecuencia de carácter familiar); es el caso, por ejemplo, de la actriz María Laborda, autora de la comedia La dama misterio. O bien, en otro contexto social, más elitista, la escritura teatral aparece relacionada con el mundo de los salones y tertulias, algunas de las cuales contaban con teatros privados, en cuyo marco se representaban comedias para una selecta concurrencia, según debió suceder con las obras de la condesa del Carpio o la marquesa de Fuerte Híjar.

Como se ha señalado anteriormente, todavía en el siglo XVIII ocupan entre las obras de mujeres un lugar muy destacado, si bien decreciente, los escritos religiosos. Además de los numerosos ejemplos de poesía piadosa y de circunstancias, asistimos a los últimos coletazos de una tradición de fuerte arraigo en los territorios hispánicos desde finales del XVI, la de las autobiografías «por mandato», que alcanzó una enorme popularidad siguiendo el modelo de la Vida de Teresa de Jesús. Este tipo de escritura, partiendo de la humildad y la sumisión al juicio de la Iglesia y del director espiritual, situaba a sus autoras en una posición de autoridad, apelando a su comunicación directa con Dios que le permitía, hasta cierto punto, sortear las presiones de sus superiores eclesiásticos. Y, si bien es cierto que el género había entrado en decadencia desde finales del siglo XVII, todavía produjo a lo largo del XVIII algunos ejemplos, muchos de ellos por estudiar, como la Relación de varios hechos de mi vida de la religiosa valenciana Mariana Cuñat.

La prosa de ensayo adquiere una importancia particular en el siglo XVIII, correspondiendo generalmente a la literatura moral y reformista, a veces vinculada a la actividad de instituciones ilustradas y de beneficencia, como la Junta de Damas de la Sociedad Económica, cuyas socias, en el desempeño de sus responsabilidades, hubieron de redactar con frecuencia cartas, informes y memorias, bien de carácter interno o para ser elevadas a las autoridades, así como elogios a la reina. Pero es el caso también de obras pedagógicas y morales, que van desde el célebre Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres (1790) de Josefa Amar a otros trabajos menos conocidos o inéditos, como la Educación y estudios de los niños y las niñas, obra manuscrita de Ana M.ª Espinosa y Tello, hija de los condes del Águila (SERRANO SANZ, 1901; 1975, I, 397-398). Son formas de escritura que quedan legitimadas, a los ojos del público y de la crítica, por sus propósitos morales y filantrópicos y que testimonian de la adhesión de un buen número de mujeres de las élites urbanas, nobles y burguesas, a los objetivos reformistas.

En contraste, muy escasa es la producción novelística de mujeres en el siglo XVIII, con sólo dos relatos originales, vinculados a la tradición barroca de la novela corta, los de Clara Jara de Solo (El instruido en la corte o las aventuras del extremeño) y María Egual (El esclavo de su dama), así como algunas traducciones, a las que nos referiremos más adelante. Ello diferencia radicalmente el caso español de otros, como el francés o el británico, en los que las mujeres figuraron entre las más destacadas cultivadoras de lo que fue en el siglo XVIII un género literario en boga, de creciente aceptación entre el público. La explicación puede radicar en el descrédito que sufría la novela en España, por razones de preceptiva literaria, pero sobre todo de índole moral. En efecto, la imagen negativa de la novela barroca implicó a autoras que había cultivado con éxito el género, como Leonor de Meneses, Mariana Carvajal y, sobre todo, María de Zayas, cuyos relatos siguieron siendo leídos y reeditados a lo largo del siglo XVIII, pero se convirtieron para los ilustrados en el contramodelo de aquello que las mujeres debían leer y, llegado el caso, escribir. Y si la novela amorosa y cortesana al estilo del siglo XVII era severamente censurada, tampoco la nueva novela sentimental, la llamada «novela inglesa», pese a sus explícitos propósitos morales, se libraba de la desconfianza de quienes temían su influencia sobre las costumbres37. Todo ello, sin duda contribuiría a disuadir a las escritoras, que precisaban de una imagen impecable ante la opinión pública.

Novedad del siglo XVIII es el hecho de que muchas mujeres en España, como en otros países, se dieran a conocer en el mundo literario fundamental o exclusivamente a través de la traducción38. Contribuyeron así a conectar la cultura española con las nuevas corrientes de pensamiento: desde el jansenismo (en la versión de las Instrucciones sobre el matrimonio de Le Tourneux por la condesa de Montijo) a la pedagogía (el Tratado de los estudios de Rollin, por Catalina Caso, las Obras de Mme. de Lambert, por Cayetana de la Cerda, las Conversaciones de Mme. d'Épinay, por Ana Muñoz, el Compendio de la filosofía moral de Zanotti, por la marquesa de Espeja), la ciencia y la filosofía (la Historia del cielo de Pluche, por Catalina de Caso, La lengua de los cálculos de Condillac, por la marquesa de Espeja), novelas (las Cartas peruanas de Mme. de Graffigny o Sara Th., ..., traducidas por M.ª Rosario Romero y Antonia Río, respectivamente). La traducción les permitía ampararse bajo el nombre de otro autor (muchas veces una autora) a la vez que crear márgenes de expresión personal, a través de los prólogos y notas o de la adaptación de los textos «a las costumbres del país».

No hay que olvidar, asimismo, la importancia de otros tipos de escritura, que podemos llamar semiprivada, como la correspondencia o los consejos de carácter familiar, muchas veces manuscritos, cuya conservación, por su propia naturaleza, ha sido con frecuencia precaria, de modo que en muchas ocasiones han resultado destruidos con el tiempo e incluso se ha llegado a perder la noticia de su existencia. Es el caso, por ejemplo, de las cartas de M.ª Rita Barrenechea, condesa del Carpio, consultadas todavía por Serrano Sanz, pero cuyo rastro se pierde desde finales del siglo XIX, o de las de tantas otras mujeres ilustradas (como Josefa Jovellanos o Rita Caveday Solares), desaparecidas o conservadas tan sólo parcialmente, y que tanto podrían contribuir a una mejor comprensión de su vida, su pensamiento, sus relaciones y actividades sociales e intelectuales39. Es el caso también, en otro orden, de obras como el breve manuscrito redactado hacia 1781 por M.ª Josefa Tirry, marquesa de Ureña (1748-1813), titulado Consejos políticos y cristianos de una madre desengañada del mundo y conservado en un archivo particular.

¿Cuál es fue la recepción que todas estas obras tuvieron en su tiempo? ¿Cuáles las actitudes con que las escritoras afrontaban y justificaban su actividad literaria? Ciertamente, no es fácil extraer conclusiones globales al respecto, pues cada caso individual presenta características distintas, en función del talante, el rango, la formación y capacidades de cada una de ellas, pero también de las circunstancias diversas que rodearon sus vidas, de los obstáculos o los apoyos con los que pudieron contar. Sin embargo, en términos generales cabe señalar que las escritoras aprovecharon las nuevas y renovadas formas de proyección del trabajo literario desarrolladas a finales de la época moderna, como la prensa periódica, medio en el que bastantes de ellas publicaron versos y cartas o vieron reseñadas sus obras, o como las traducciones, que permitieron a muchas dar el paso a la publicación. Todas ellas maniobraron en los márgenes de un discurso que, si bien solía celebrar públicamente sus aportaciones, lo hacía estableciendo unos límites expresos o tácitos para las mujeres de letras, de quiera se esperaba que hiciesen gala de humildad, falta de ambición y propósitos morales más que intelectuales o económicos.

A la luz de los nuevos estudios, tanto sobre el perfil colectivo de las escritoras como sobre ciertas figuras individuales que hoy nos son mejor conocidas, nos es posible tratar ya, como lo ha hecho recientemente M.ª Victoria López-Cordón, un cierto balance que arrumba tópicos muy arraigados y establece algunos rasgos comunes en la actividad de las escritoras (LÓPEZ CORDÓN, 2005). Cabe desmentir, por ejemplo, el lugar común acerca del carácter autodidacta de éstas, pues, bien al contrario, todas ellas tienen modelos en los que basarse y, en la mayor parte de los casos, una relación privilegiada con la cultura. Característica de la escritura de mujeres resulta, en cambio, la heterogeneidad de los géneros literarios o formas discursivas empleadas, así como la frecuente distorsión de las mismas, que no siempre se emplean en el sentido previsto, sino que se modifican en sus usos. Así sucede, por ejemplo, con las cartas, construidas en ocasiones a modo de verdaderos ensayos, como la Apología de las mujeres (1798) de Inés Joyes, escrita a modo de una «Carta a sus hijas»40. También con los prefacios, que con frecuencia devienen escritos autojustificativos e incluso autobiográficos, como en el caso del prólogo escrito por M.ª Rosario Romero para su traducción de las Cartas peruanas de Mme. de Graffigny (ROMERO, 1792), y con las propias traducciones, convertidas tantas veces en formas de expresión indirecta del pensamiento de las escritoras. Y es que la práctica frecuente de la escritura interpuesta, en el caso de las traducciones o, en otro plano, en el de la literatura religiosa, donde resulta habitual la intervención del confesor, constituye, como las del anonimato o la escritura bajo pseudónimo, otro rasgo común en la actividad literaria de las mujeres, que complica tanto la atribución de las obras como su interpretación. En cualquier caso, es necesario evitar una excesiva identificación entre autora y texto que lleve a leer de forma literal tópicos como el de la «modestia», que hace esgrimir casi invariablemente a las mujeres los pretextos de la obediencia o la necesidad a la hora de escribir, o justificarse aduciendo la «debilidad de su sexo» o sus cortas luces. U n lugar común que debe interpretarse, en la mayor parte de los casos, como una estrategia de presentación o una fórmula retórica por la que las escritoras trataban de congraciarse con su público, componiendo de sí mismas una imagen respetable y concordante con lo que se esperaba de ellas41.

Por lo que respecta al entorno social en el que desarrollaron las mujeres de letras su pensamiento y su escritura, cabe destacar sus dificultades de acceso al mecenazgo y a otras estrategias propias de sus homólogos masculinos, que contribuyeron sin duda, junto a otros factores, como la modestia requerida de su sexo, a restringir la publicación de sus obras y el reconocimiento público que recibían42. Al fin y al cabo, para darse a conocer en el mundo literario había que contar con protectores, relacionarse con gentes de letras y aproximarse a las instituciones, estrategias todas ellas severamente limitadas en el caso de las mujeres. El ejemplo de Margarita Hickey, que mantuvo relaciones con escritores como Vicente García de la Huerta y pudo recabar el apoyo de una figura tan influyente como la del literato y director de la Academia de la Historia Agustín Montiano resulta sin duda singular43. No obstante, en alguna medida, todas procuraron sortear esas dificultades, por ejemplo dedicando sus obras a damas poderosas, princesas o reinas, como Bárbara de Braganza, M.ª Luisa de Parma, la infanta Carlota Joaquina o la condesa de Benavente. Con todo, su participación en la «república de las letras», en el ámbito público de la actividad y el reconocimiento social vinculado a la escritura nunca llegó a ser plena. Cierto es que algunas, como María de Zayas o Ana Caro, habían participado en las academias literarias del siglo XVII, y ciertas aristócratas llegaron a desarrollar sus propias tertulias literarias en el primer XVIII, como la célebre Academia del Buen Gusto presidida por la marquesa de Sarriá. Sin embargo, quedaron excluidas -como también fue la tónica en otros países- de la formalización de tales instituciones, a lo largo del siglo de las Luces, a modo de Academias reales, en las que su admisión nunca llegó a plantearse (como, por ejemplo, en la Academia de la Historia), o bien lo fue tan sólo de manera excepcional (caso de la Academia Española, que admitió en 1785 a M.ª Isidra de la Cerda). Sólo tras un intenso debate serían admitidas en la Sociedad Económica de Madrid, e incluso en este caso bajo una fórmula específica y subordinada.

En estas circunstancias, y aunque la actividad de las escritoras fuese creciente a finales del periodo moderno, su posición no dejó del todo de ser excepcional con respecto a la mayoría de las mujeres de su tiempo, lo que hizo que con frecuencia las relaciones entre unas y otras fuesen tensas. «De ahí su soledad intelectual», afirma M.ª Victoria López-Cordón de las religiosas, reflexión que puede extenderse, en general, a las escritoras, «entre el menosprecio de los varones y la incomprensión de las de su propio sexo, que las imposibilita para crear en torno suyo una escuela o unas discípulas» (LÓPEZ CORDÓN, 2005, 212). En efecto, aunque la escasez de las fuentes conservadas (por ejemplo, en el caso de la correspondencia) y el carácter todavía provisional de nuestros estudios no permitan afirmarlo de forma tajante, las evidencias sugieren que en España apenas existieron (quizá con la excepción de las religiosas) redes femeninas de apoyo entre escritoras, ni tampoco las aristócratas que ejercieron el mecenazgo literario parecen haber prohibido de forma particular la actividad literaria de otras mujeres, salvo en casos como el de M.ª Rosa Gálvez, amiga y tal vez protegida de la condesa del Carpio. Y, al mismo tiempo, la precariedad del mercado literario en su conjunto y el número mucho más reducido de las escritoras con respecto al caso francés y, sobre todo, británico, tampoco parece haber alentado la circunstancia contraria, bien documentada en Inglaterra, de una intensa y a veces agresiva competencia entre las escritoras del siglo XVIII, reacias a apoyar a las aspirantes más jóvenes o de menor prestigio, porque veían peligrar así su consideración social, e incluso su propia imagen de sí, como figuras «excepcionales»44.

En síntesis, y aunque es mucho lo que han avanzado los estudios acerca de la lectura y la escritura de las mujeres en los siglos modernos a lo largo de las últimas décadas, quedan aún amplios territorios por explorar en profundidad. Resulta necesario, por ejemplo, continuar y extender el estudio de bibliotecas femeninas, a pesar de las limitaciones metodológicas inherentes a ese tipo de trabajos, basados, por lo común, en inventarios notariales. Se impone también explotar de forma más sistemática y exhaustiva las listas de suscripción a novelas y otras publicaciones por entregas, cruzándolas con la reconstrucción ya realizada por Elisabel Larriba de las suscripciones a los periódicos. Confeccionar repertorios de publicaciones dirigidas a las mujeres resulta también una tarea prioritaria, que para el siglo XVIII se encuentra ya en elaboración, con el fin no sólo de estimar su volumen, género y características formales, sino de analizar sus contenidos y estrategias retóricas, su autoría y el tipo de relación que entablaban con sus lectoras, supuestas o reales45. Como lo es estudiar sistemáticamente las referencias a la lectura en textos de mujeres, que nos aproximen al significad que esa práctica cultural tuvo para ellas.

En lo relativo a los propios textos, es urgente completar la labor de localización, recuperación, depuración (corrigiendo atribuciones en ocasiones erróneas) y edición de obras de autoría femenina, que, en buena parte de los casos, permanecen inéditas o carecen de ediciones críticas modernas46. Aunque en muchos casos las obras que restaron manuscritas parecen haberse perdido definitivamente, una prospección sistemática y a gran escala en los archivos tanto públicos como privados puede permitir rescatar algunas de ellas, extraviadas o desconocidas, y al mismo tiempo, el estudio, sólo parcialmente realizado hasta la fecha, de las correspondencia que las autoras o traductoras mantuvieron con las instituciones que ejercían la censura previa, en el siglo XVIII el Consejo de Castilla y en las centurias anteriores también los respectivos órganos de los territorios de la Corona de Aragón, puede arrojar luz sobre las estrategias desplegadas por las mujeres de letras en defensa de sus intereses tanto económicos como intelectuales.

En relación con ello, resulta patente la necesidad de reconstruir los perfiles y trayectorias individuales, biográficas e intelectuales, de las mujeres de letras. Se impone reconstruir caso por caso y siempre que sea posible, como se ha comenzado a hacer tan sólo para algunas de ellas, su contexto social y familiar y el camino por el que llegaron a constituirse en escritoras; su formación y lecturas, sus apoyos, amistades y círculos de relación y los vínculos existentes entre ellas y otras gentes de letras, mecenas o protectores de ambos sexos que pudieron apoyar su carrera. Más allá de las biografías clásicas de la condesa de Montijo y la condesa-duquesa de Benavente, o de los datos aportados sobre escritoras como Josefa Amar, María Rosa Gálvez, María Gertrudis de Hore o Margarita Hickey, sigue existiendo la necesidad de reconstruir las vidas de otras mujeres de letras. Aristócratas lectoras y mecenas, como la duquesa de Alba, la duquesa de Villahermosa o las socias de la Junta de Damas, escritoras, como Inés Joyos, la condesa de Lalaing (traductora de Mme. de Lambert y Mme. Lo Prince de Beaumont), Rita Caveda y Solares (autora o traductora de unas Cartas selectas de una señora a una sobrina suya), por citar sólo algunos ejemplos. El trabajo biográfico resulta particularmente necesario no sólo por el interés de documentar esas figuras que nos son poco conocidas, más allá de los tópicos, sino también por razones historiográficas y teóricas. En efecto, el conocimiento de las vidas individuales puede contribuir a evitar una visión simplista de las normas culturales, entre ellas los arquetipos de feminidad y más específicamente, los modelos de lectora o escritora, en términos de valores hegemónicos, impuestos, que sólo pueden suscitar bien una aquiescencia pasiva, o bien una resistencia abierta por parte de los individuos, en este caso las mujeres, para entenderlos como parte de un proceso dinámico en el que hay espacio para la apropiación creativa que crea, parcialmente, nuevos significados. De ese modo podremos llegar a entender de forma más compleja y más ajustada a la realidad el papel que ejercieron las mujeres, a través de la lectura, la escritura y otras actividades intelectuales, en los procesos culturales que están en el origen de la sociedad moderna.





 
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