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ArribaAbajo-VIII-

Epopeya, elegía y reivindicación del paraíso El espejo de lida sal y Maladrón


Los libros que siguen a Mulata de tal están firmemente anclados en el clima que esta novela ha, no tanto inaugurado, como vuelto de actualidad y acentuado, significando una marcha de decidido acercamiento a la región más íntima y sentida por el artista. Son los años en que, en su destierro de Génova, compone el extraordinario poema Clarivigilia Primaveral (1965), que hace y rehace una segunda vez, como él mismo indica en una de sus cartas:

Tuve aquí en Génova, a la mano un magnetófono, una inmensa soledad, ni un solo ruido, alojados como estamos lejos de la ciudad, entre colinas y el mar, en un séptimo piso, y casi rehice el poema. Su estructura, desde luego, ha quedado igual, pero muchos versos cambiaron, otros desaparecieron, y, en fin, que está bastante reformado. Pero «para mejor», como dicen en mi tierra. Creo que ahora sí está a la medida de lo que la imperfección humana puede lograr. Valéry decía que en un poema lo imperfecto debe uno atacarlo de toda forma, reducirlo a ceniza, si es preciso, cuando eso depende de uno, de su voluntad de trabajo, de su posibilidad de inspiración, pues siempre quedará, decía Valéry, lo que de imperfecto hay en toda obra humana, pero imperfección que ya no depende de uno, ni de su empeño, ni de su afán, ni de su voluntad.[...]423.



El poema, sobre el tema del origen de los artistas y las artes, lleva al lector hacia un ámbito de sacralidad mágica cautivadora en el cual no desentona la serie de leyendas de El espejo de Lida Sal, que Asturias publica en 1967, el año mismo en que recibe el Premio Nobel de Literatura, y que parecen representar la vuelta definitiva del artista al mundo mítico y mágico mesoamericano, en una fusión armoniosa de niveles temporales, donde el pasado se actualiza y el presente difumina sus confines repitiendo el clima de los orígenes del mundo.

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Ya el «Pórtico» de El espejo de Lida Sal, introduce programáticamente en una dimensión íntima y fabulosa del mundo guatemalteco, realidad-sueño, especie de paraíso anclado para siempre en regiones válidas del sentimiento por encima del tiempo. Los planos de la realidad y el sueño se funden, como ya en las Leyendas de Guatemala, con una fuerza creativa que atesora los resultados alcanzados en Mulata de tal, afirmando la madurez de Asturias a través del largo arco de su creación.

En la perspectiva de «paisajes dormidos», sobre los cuales llueve una «luz de encantamiento y esplendor», resalta el «País verde», a través de una deliberada acentuación ya en sí mítica y religiosa del color:

País de los árboles verdes. Valles, colinas, selvas, volcanes, lagos verdes, bajo el cielo azul sin una mancha. Y todas las combinaciones de los colores florales, frutales y pajareros en el enjambre de las anilinas, Memoria del temblor de la luz. Anexiones de agua y cielo, cielo y tierra. Anexiones. Modificaciones. Hasta el infinito dorado por el sol424.



El contacto con el clima del Popol Vuh es nuevamente evidente, pero el esplendor del paraíso terrenal, creado por los dioses progenitores, descrito en el libro sagrado de los quichés, es acentuado originalmente por Asturias, acudiendo a matices de luminosa transparencia, tonos cálidos de colores en la gama verde-oro, que transforman en materiales preciosos los elementos de la naturaleza, sean ellos cosas, vegetales, animales, aves o reptiles.

Las metáforas y la caracterización como único e insustituible del mundo que el artista describe, subrayan el signo mágico e irrepetible de Guatemala, paraíso terrestre y celeste al mismo tiempo, fusión de realidad y magia, en un tiempo sin tiempo. La serie de las notaciones, frases breves, tiende a subrayar el valor del detalle; las repeticiones adjetivales, las exclamaciones mesuradas, representan la condición extra-humana de ese mundo; el rápido sucederse de las series verbales da vida interior e intensa a un paisaje aparentemente dormido en el resplandor de su belleza, en el cual, al contrario, todo vive, tiene voz y movimiento. Las menciones de vegetales y animales, la alusión a edades geológicas, a huracanes celestes, la nota polícroma de las aves, la presencia de vestigios ilustres de una civilización remota, el acento puesto en los minerales y las piedras preciosas, que en sí encierran la sugestión de las civilizaciones difuntas, de las que han acabado por ser símbolo, acentúa el clima mágico donde se confunden las edades.

El tiempo, indiferenciado y eterno, domina enigmático el paraíso, donde el hombre vuelve a ser la miserable criatura que los progenitores fabricaron para su propio gusto egoísta. Las leyendas reunidas en el libro no lo desmienten.

Cuatro años después de publicados los cuentos de El espejo de Lida Sal, Miguel Ángel Asturias publica otra novela singular, Maladrón (1969), libro que   —157→   confirma su vuelta al mundo mítico mesoamericano, la adhesión profunda del escritor al clima de la maravilla y el significado que representa para él una bien individuada región espiritual, la del mundo precolombino, con inevitables incidencias sobre el presente. La vuelta decisiva y ya desarmada al mito, si por un lado supera los acentos del crudo realismo en la denuncia, no silencia en el narrador su compromiso, expresión de su moralidad.

En Maladrón el peso de la realidad es cada vez menor, se diluye en la invención fantástica, pero no por ello está menos presente. El tiempo de la acción es el remoto del fin del mundo indígena maya-quiché y la conquista española, pero las implicaciones de este acontecimiento se presentan como muy actuales. Si en las Leyendas de Guatemala Asturias había querido recrear el múltiple mundo indohispánico de Guatemala, a medio camino entre la época de la conquista y el tiempo actual, en una especie de radiografía del alma compleja de su gente, y, a distancia de años, en Mulata de tal, acentuando los caracteres barrocos y mágicos de Hombres de maíz, había representado las peculiaridades y los conflictos de un universo que veía a punto de sucumbir frente al advenimiento de la civilización de la máquina, en Maladrón resucita el clima de tragedia en el que el paraíso indígena naufraga frente a las huestes hispánicas, contemplando también la trágica y poética locura de los recién llegados, que los induce a meterse en los sorprendentes caminos del mundo conquistado, en la vana tentativa de dar realidad a los sugestivos espejismos en los cuales, con ciega constancia, creen.

Las intenciones del escritor se revelan claramente desde el subtítulo de la novela: «Epopeya de los Andes Verdes». El clima de El espejo de Lida Sal tiene su continuación inmediata en la nueva novela, pero el «País verde» ya no es visto solamente como un paraíso mágico, sino con la añoranza y la nota de experimentada tragedia de un paraíso perdido, destruido en su intacta pureza por la llegada de «seres de injuria», los españoles conquistadores, llegados «de otro planeta» para poner término a la paz de un «mundo de golosina», poblado de gentes tranquilas, «venados» y «pavos azules». Un mundo maravilloso, situado en un tiempo sin tiempo, con todas las sugestiones del bien desaparecido, firmemente reivindicado425.

Como siempre, en las novelas de Asturias hace falta prestar atención a los epígrafes. En el que precede las primeras páginas de Maladrón se resume la atmósfera espiritual en que se desarrolla la investigación del escritor. Lo que a primera vista no parece plenamente corresponder es el subtítulo de la novela, «Epopeya de los Andes Verdes»; en efecto la dimensión épica ocupa solamente los siete primeros capítulos del libro, por un total de 49 páginas sobre la 217 que constituyen   —158→   la edición bonaerense. La novela parecería sufrir, así, de cierto desequilibrio, en cuanto estaría formada por dos partes de dimensión diversa y diversa intención: en la primera, la más breve, la epopeya del pueblo Mam; en la segunda, la parte más consistente, la odisea de algunos españoles que persiguen el sueño de descubrir la conjunción de los océanos, uno de los muchos mitos que fascinaron a los conquistadores y que correspondían en la realidad concreta con una apremiante necesidad logística.

Corte tan neto entre las dos partes, sin embargo, no pone en peligro la unidad de la novela. La epopeya de los Andes Verdes constituye el telón de fondo sugestivo para que sobre él se desarrollen las aventuras de los descubridores. Escribe acertadamente Amos Segala que este libro, de estructura «eminentemente lírica y abierta», le permite al narrador «pasar rápidamente a climas, a rituales, a identificaciones ideológicas diversas, y aparentemente inconciliables», y probablemente el subtítulo «Epopeya de los Andes Verdes», lo puso Asturias «como para pedir un suplemento de libertad»426. En realidad se trata de una epopeya que acaba en elegía: la tragedia de un pueblo vencido, el indígena, a la que corresponde más tarde la derrota del grupo de españoles que se aventuraron en el misterioso mundo centroamericano.

La estructura de Maladrón revela una elaboración que lleva a resultados de especial relieve en el orden de varios motivos: van de las descripciones del paisaje a la representación de la tragedia humana, a la nota de complacido humorismo. El valor de la novela, desde el punto de vista de la invención lingüística, está sobre todo en la originalidad con que, en los numerosos diálogos de los protagonistas hispánicos y Zaduc, adorador del «Maladrón», el narrador recrea el castellano de tiempos de la conquista, y lo hace con la felicidad de un dominador del idioma, artífice excepcional que se complace del neologismo y el matiz inédito. Insertado en la prosa de Asturias, de signo tan especialmente poético, el lenguaje del siglo XVI no desafina; el autor hace que desborde del diálogo a los pasajes descriptivos, liberándolo de todo sabor arqueológico.

En una conversación el escritor subrayó el valor de la novela en cuanto a aportes de estilo; hasta llegó a declarar el abuso que cometía con el idioma, virtiendo en las páginas de Maladrón todo el castellano que conocía, enriquecido de indigenismos y arcaísmos, en una reacción programática al movimiento de empobrecimiento de la lengua que veía en auge, en ese entonces, en América latina. De ahí «el uso y abuso del idioma con toda la mano y la manga larga»427.

A este resultado expresivo contribuye fundamentalmente la lección de los grandes prosistas hispánicos: Quevedo, y especialmente Cervantes, del cual Asturias afirmaba había aprendido a adjetivar, y que definía «el genio que ha logrado   —159→   colocar los adjetivos mejor», haciendo particular referencia al insuperable ejemplo de la carta a Dulcinea. De los escritores del Siglo de Oro reconocía que era deudor por la «lujuria», la «magia» del idioma, pero también declaraba su deuda hacia algunos exponentes de la Generación del 98, Baroja sobre todo, de quien decía: «nos da esa idea anárquica de la lengua»428.

No inferior, sin embargo, es la deuda que Asturias tiene con el mundo indígena, al cual hacía remontar el barroquismo que en toda su obra se manifiesta, afirmando: «si yo tengo algo barroco es por esa forma indígena»429; igualmente atribuía a la raíz indígena ciertas peculiaridades estilísticas suyas, como el paralelismo, la multiplicación silábica, la alusión, ese decir las cosas sin decirlas: «nada dice directamente el indígena sino a través de subterfugios», afirmaba430.

La estructura de Maladrón, en la sucesión de sus breves capítulos, en su abrirse con la descripción de un universo fuera de la normalidad, se conecta directamente con la forma y el clima de los textos sagrados maya-quiché, anunciando en el destino otoñal de la naturaleza el ocaso de todo un mundo:

Al final del verano, entre la tempestad de hojas secas que el viento del Norte arrebata, muele contra las piedras y reduce a polvo [...], cada hoja sedienta se enrolla sobre el pedúnculo para hincharse y morir; al final del verano, entre la pavesa del sol y la tostadura de la helada, campos y monte marchitos devorándose en la perspectiva de ocres, jaldes, amarillos, parduzcos [...]431.



A pesar de este panorama permanece, por encima del agostarse de la naturaleza, el verdear eterno de la cordillera: «al final del verano sólo queda verde la gran cordillera flotante como nube sembrada de aéreos pinos, cipreses voladores y cumbres de cuya excelsitud no dan cuenta nieves eternas [...]»432. En la situación de la naturaleza Asturias refleja la del pueblo Mam en el choque con los españoles: mundo que acaba y sin embargo no muere.

Se ha hablado, a propósito de Maladrón, de un «especimen indiano de dudosa ortodoxia», que vendría a continuar, después de escasos veinte siglos, en la épica occidental, los poemas homéricos, o que al menos de alguna manera se rebela a los «moldes consagrados» de género y personajes433. Observación interesante que confirma la intención épica de la novela, la cual en su primera parte pone de relieve la lucha impar de los indígenas contra los españoles. El esplendor del mundo de «golosina» subraya la tragedia, que es sobre todo de hombres y mentalidades, frente a una nueva realidad que los indígenas no comprenden.

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En este sentido, Miguel Ángel Asturias vuelve a representar el clima que domina los textos sagrados del área náhuatl, en su concepción cíclica del mundo, según la cual el advenimiento de cada nueva edad acontecía con la extinción violenta de la que la había precedido. El choque entre españoles invasores e indígenas representa concretamente este momento crítico. La crisis se manifiesta sobre todo en el vértice de la sociedad, entre quienes están calificados para interpretar la historia y el destino del pueblo indio. La guerra se desarrolla entre dos mundos distintos; es un «choque de Dioses, mitos y sabidurías»434, no una guerra de religión, sino de magias435. Pero la magia ya ha perdido su valencia para el «Mam de los Mames», quien percibe exactamente que el choque es entre una técnica y medios desarrollados de la guerra y una concepción elemental de ella, totalmente superada. Caibilbalán, el jefe, repudia, por consiguiente, la magia, como repudia la guerrilla, porque tiene una concepción ya distinta, más moderna del Estado436.

Por encima de la tragedia del pueblo indio, por sobre la destrucción del mundo maravilloso, «nube terrenal en que nace el maíz»437, por encima de los horrores de la guerra y el sacrificio de los indígenas, que se lanzan sobre el hierro de los enemigos para arrestar la destrucción de su pueblo438, domina la naturaleza hamlética de Caibilbalán. Su desconfianza en la magia es ya desconfianza en los dioses y tormento para sí: «El Señor de los Andes Verdes lleva y trae sobre sus hombros, la noche entera, el peso de sus dudas»439. Son estas dudas que lo pierden; se le dará la culpa de la derrota de su gente, será destronado, degradado a simple taltuza y confinado en el «País del Lacandón y el mono», mundo sin tiempo, algo así como si lo exiliaran a otro planeta.

Caibilbalán es un héroe desdichado, ya vencido antes de su derrota material. Representa un momento nuevo para el mundo indígena y se pierde por su capacidad racional. En este personaje Asturias ha querido representar la pérdida fatal de su gente frente a la técnica europea; las grandes masas que se mueven en la guerra, indias y españolas, son el trasfondo idóneo, rico en luces y sombras, dominado por las fantasmagorías del mito y los datos mágicamente transformados de la realidad, para que resalte su índole compleja e íntimamente atormentada. El narrador representa esta complejidad distribuyendo los datos de su preocupación y de su duda a lo largo de varios capítulos, hasta su pérdida final. En medio sitúa los grandes murales de la guerra, donde todo se mezcla, hombres y animales, vegetales y cosas, realidad e irrealidad, en lucha los unos contra los otros. El resultado es la creación de un mundo mágico-trágico cuyos colores, cálidos o difuminados, quedan inconfundibles en la narrativa hispanoamericana.

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Para representar la magia del mundo que entiende celebrar, Asturias acude a frecuentes comparaciones y al contraste. Al paisaje otoñal con gérmenes ineluctables de ruina de la primera página, sigue la descripción de los Andes Verdes, «cerros azules perdidos en las nubes»440, entre «siembras y resiembras de lo bello, flores sean dichas, de lo dulce, frutas sean dichas, dicha sea todo»441. A este panorama de ensueño que se presenta ante los invasores, troncos gigantescos de árboles milenarios, montañas verdes y barrancos sombríos, al recuerdo de las deslumbrante bellezas de la costa marina, se contrapone el paisaje sofocante y hostil en el que ha sido confinado el depuesto Señor de los Mames. Contrasta con el primor de los Andes Verdes, «su ombligo, su cuna, su juventud, su vida...»442, el aspecto hostil del nuevo país, «su exilio, su vejez de guerrero-taltuza y acaso su muerte»:

la selva cálida, húmeda, el agua podrida, la sabana sin fin, los micos sociables, los monos peludos, las serpientes de barbas amarillas, los venados, las ciudades de piedra blanca, sin desenterrar, la escalofriante esgrima de los colmillos de los jabalíes, el retemblar de la selva y el atronar de los árboles, palmeras, escobillos, guamales, derribados al paso de las dantas que se abren camino en lo más intrincado del bosque [...]»443.



La enumeración detallada de animales, vegetales, insectos, lleva a veces a Asturias a juegos de palabras que, si nada añaden a la belleza de la página, valen sin embargo para demostrar una vez más sus capacidades inventivas de fantasía y lenguaje, el gozo que él mismo experimenta con su creación artística444.

El clima indígena lo resucita el narrador sobre todo acudiendo a formas expresivas típicas de la mentalidad oborigen. En el capítulo sexto el diálogo entre Caibilbalán y sus guerreros, que le reprochan el rechazo de la guerrilla y la magia, por consiguiente la pérdida de su nación, está totalmente moldeado sobre la alusión y el uso de un lenguaje metafórico que resucita formas rituales cuyo modelo primero es el Rabinal Achí445, adopta un estilo que no dice nada directamente, lo que es característico del formalismo indígena. El clima que representa la epifanía del pueblo Mam resulta convincente a través de las iteraciones en la lamentación fúnebre sobre el cuerpo del héroe Chinabul Gema, caído en combate. El acento de épico se convierte en elegiaco; la prosa de Asturias resucita originalmente los ritmos solemnes de la poesía maya, en la celebración del guerrero, que en la desventura ve consagrada su grandeza. En el Canto general Neruda ha proclamado   —162→   que el hombre es más grande que el mar y que sus islas446; Miguel Ángel Asturias lo confirma con acentos no menos profundos:

-¡Ojos cerrados de Chinabul Gemá! ¡Ojos cerrados del mam!...

El grito se pierde en la planicie. Es inmensa la planicie, pero es más grande el héroe.

-¡Ojos cerrados de Chinabul Gemá! ¡Ojos cerrados del mam!...

El grito se pierde en las cumbres. Es inmenso el Ande. Son inmensos los Cuchumatanes, pero es más grande el héroe.

-¡Ojos cerrados de Chinabul Gemá! ¡Ojos cerrados del mam!...

El grito se pierde en el cielo. Es inmenso el cielo, pero es más grande el héroe447.



La unicidad del héroe destaca en la serie de comparaciones con las expresiones caracterizantes y míticas de la naturaleza guatemalteca y en la alusión al cielo, que es adonde van a residir los héroes, los cuales asumen por su desdichado heroísmo categorías divinas:

Suena el agua subterránea, como si fuera llanto el eco de los pasos del Señor de los Andes Verdes, al ir subiendo con los despojos de Chinabul Gema hacia lo más alto del país Cuchumatán [...].

-¡Ojos cerrados de Chinabul Gema! ¡Ojos cerrados del mam!...

El grito se pierde abajo en los barrancos. Son inmensos los barrancos, pero es más grande el héroe.

-¡Ojos cerrados de Chinabul Gema! ¡Ojos cerrados del mam!...

El grito se pierde en lo más alto de los Cuchumatanes, mientras sube el cuerpo del héroe en brazos de Caibilbalán, cubierta la faz ensangrentada por el plumaje verde del ave de los libres.

-¡Ojos cerrados de Chinabul Gemá!...

El grito se pierde en las cumbres repetido por el eco, la tempestad y el huracán.

-¡Ojos cerrados de Chinabul Gemá!...

El grito se pierde en el cielo. Es inmenso el cielo, pero es más grande el héroe.

-¡Ojos cerrados de Chinabul Gema! ¡Ojos cerrados del mam!...448



La elegía termina con un ritmo pausado, que concluye la celebración y el encumbramiento del héroe. Asturias es una vez más aquí el «Lengua» de su gente; a través de su palabra la historia se convierte en fábula con implicaciones religiosas. Los datos temporales se transforman en un momento vago, los orígenes de la   —163→   Conquista, que no es necesario ni útil fijar con fechas exactas. La poesía fluye sin parar penetrándolo todo. Es legítimo pensar -nunca Asturias lo ha negado449 que esta primera parte de la novela ha sido concebida primeramente como poema, más tarde prosificada y continuada con la narración de las gestas del grupo de aventureros en busca de la conjunción ístmica, «dónde según creencias se juntan los Océanos en nupcias de sal blanca, sin igual»450, realización de aquella «fábula verdad» que, según Pedro Paredes, uno del grupo, es la característica del mundo americano:

¡Fábula verdad son estas Indias, islas y tierra firme en que estamos! [...]. Tóqueme a mí descubrir el lagrimal por donde los dos mares fluyen, se penetran, se juntan, mezclan sus sales, funden sus colores, reúnen sus peces, aúnan sus corrientes, la del Norte babosa de sargazos, la del Sur amorosa de especias451.



El mismo clima de poesía encontramos en la descripción del mundo mesoamericano, en la que se repite, con originalidad, la atmósfera maravillosa del Popol Vuh. Cromatismos delicados transforman los datos de la realidad en algo mágico:

Es la nube terrenal en que nace el maíz. El primer grano de maíz que hubo en la tierra. El puma rosado se refugia en sus colinas antes de bajar el tiempo del cielo. Tempestades blancas. Rebaños de témpanos de hielo. Costas y majestad de mar cubierto de glaciares. Espumas salobres y borrascas de látigos de nieve, antes de bajar el tiempo del cielo al fruto, edad del árbol, del cielo al trino, edad del pájaro, del cielo a la palabra, edad del hombre.[...]452.



Entre colores e impresiones de luz y sonido surge el mundo de Asturias, en suspenso entre la atmósfera ritual y la realidad mágica. El alba la representa el artista como en los orígenes de la creación del mundo, en un clima religioso y solemne:

En los fuegos arden las resinas sagradas. El humo blanco de copal masticado por las brasas se alza a saludar la aurora. Espirales que suben en columnas a sostener el cielo, la belleza del día, sus ámbitos, sus benéficos dones. Orientes rosados, cada vez más rosados, cárdenos al rasgarse la neblina, de fuego y oro al dibujarse el sol. Poco a poco se alumbran las nubes, las colinas, los árboles. Porosidad de los seres para la luz y la tiniebla. Absorben la   —164→   luz y la tiniebla, como la esponja el agua. No anochece y ya es oscuro el bosque. No amanece y ya es claro el barranco453.



También el recuerdo confina con el sueño, transforma las cosas en magia. Blas Zenteno, «al que llaman Redoblas, por gigante y hablador», evoca un mundo de golosina, intentando impedir a sus compañeros la loca aventura en busca de la conjunción oceánica. En la descripción que Asturias hace del clima y la abundancia de frutos de la costa celebra nuevamente la unicidad de su mundo:

clima de pluma de paloma entre palmeras con sombra de pelo de mujer, brisa marina bajo los abanicos de los cocales y a la mano, por el suelo, los cocos, y los plátanos rosados de carne de niño vegetal, y los mangos confitados en trementina, y la caña de azúcar, y los zapotes rojos, y las granadillas, y las tunas, y los nances, y las cerezas, y los membrillos, y los caimitos, y las guayabas, los duraznos, los matasanos y las piñuelas...454



El amor por el mundo tropical americano se evidencia en este pasaje y no será infrecuente después en la narrativa de América: valga el caso de Alejo Carpentier en El recurso del método, donde el Primer Magistrado, en su exilio de París, asiste a la resurrección de un fabuloso universo a través de las variedades de frutos, pasteles y carne que le depara su «Mayorala» mulata. El narrador cubano crea un extraordinario bodegón de golosinas, mientras que Asturias representa la maravilla de su mundo con un respeto que podríamos definir sagrado455. Ante la injuria de la gente extranjera el mundo maravilloso se presenta totalmente indefenso; el orden perfecto y originario de valores positivos se hunde; el paraíso sucumbe ante el asalto del infierno, porque «¡De otro planeta llegaron por mar seres de injuria...!»456.

La desconcertante epopeya de los buscadores de la conjunción oceánica -«Ellos no querían conquistar, sino descubrir. Descubrir las compuertas en que el Eterno ordena a los grandes bueyes azules "¡Juntad vuestros testuces!", y los deja uncidos al istmo que tiene forma de yugo»457- comienza concretamente a   —165→   partir del capítulo octavo. Ángel Rostro, Duero Agudo, Quino Armijo, Blas Zenteno no representan solamente lo negativo de la conquista, sino también lo que de positivo lleva en sí como espíritu de aventura, capacidad de fantasía -reviviscencia de los mitos-, manifestación de valor personal.

En estos personajes se realiza el primer encantamiento de la naturaleza americana sobre el europeo. Su «locura» tiene algo inevitable y voluntario al mismo tiempo. Los hombres que se alejan de las huestes conquistadoras para seguir la quimera de la conjunción de los océanos, parecen vivir fuera del tiempo real; sólo les llega una última noticia: la de la caída de la gran fortaleza de los Mam. En torno suyo se interrumpe toda conexión con el mundo desde el cual llegaron. En el silencio que les rodea experimentan el terror físico que acompaña a los que se pierden en tierras incógnitas. Es como si en ellos se repitiera el terror histórico del hombre cuando se da cuenta de que han sido cortados los lazos que le mantenían unido a su pasado y se encuentra solo, en poder de las fuerzas de una naturaleza desconocida. Los protagonistas de la empresa oceánica se sienten asaltados por la «horrorosa duda de si se habían quedado solos en el mundo, aniñamiento que les cortaba el resuello», tienen la impresión de vivir en una suerte de embrujo que aumenta el miedo, «condenados a ir a pie hasta el fin de los siglos por aquel paraíso de lagos y volcanes»458.

Para representar un mundo tan diverso del hispánico, cuya misteriosa esencia no puede alcanzar quien viene de fuera y es, en sustancia, «bárbaro» -porque Asturias considera bárbaros a los conquistadores, comparada su rustiquez con el refinamiento cultural del mundo precolombino-, el narrador acude a un intenso juego fantástico, aprovechando una vez más la lección aprendida del surrealismo. Los mitos indígenas le ofrecen un concreto auxilio y él se demora con evidente complacencia en su elaboración, con resultados realmente notables en el ámbito de la desrealización de la realidad. En la novela el mundo indígena se puebla de seres extraños, que cruzan como exhalaciones, revestidos de colores simbólicos incomprensibles:

Un hombre tiñoso, tiña de arcoiris, todos los colores del iris en las manos y en la cara, un dedo azul, un dedo verde, otro rojo, violeta la frente, amarillos los párpados, una oreja naranja y otra oreja celeste, se cruzó con ellos en una ciudad desierta, deshabitada [...]459.



En este mundo se celebran ritos curiosos y sugestivos: los de los «tremolantes», adoradores del gran Cabracán, volcán-dios, «supremo hacedor de terremotos»460; de los «oscilantes», que cuelgan de los árboles cabeza abajo, «frutos con ojos»461, semiescondidos entre las frondas de una ceiba enorme, que pueblan de   —166→   «gorjeos semejantes a voces humanas»462. Hombres medievales, los descubridores creen vivir los encantamientos de los libros de caballerías, ven en los hombres «caballeros desdichados» a los que hace falta llevar su ayuda para que se rompa el embrujo463.

La equivocación marca apenas la distancia entre un mundo complejo y la ingenuidad de los españoles. En la América que están pisando todo les oculta su significado y, a pesar de ello, o acaso precisamente por ello, todo contribuye a subyugarlos. Sugestionados por el ambiente hasta los caballos de los conquistadores y los del ex-pirata Ladrada, ya naturales de América, mantienen una larga conversación. Fácil es ver en este coloquiar de los animales la influencia del cervantino Coloquio de los perros. También Roa Bastos lo tendrá presente en el coloquio que mantienen los dos perros del dictador, en Yo el Supremo464.

La indígena Titil-Ic, «Eclipse de Luna», es el único trámite entre el mundo indígena y el mundo hispánico. Amante de Blas Zenteno, de ella procede el fruto de la esperanza futura, puesto que el hijo que da a luz representa la fusión de las dos razas. Asturias acepta como positivo el mestizaje; no podía ser de otra manera, porque él mismo era mestizo. Acaso siguiendo las teorías de Vasconcelos en La raza cósmica, ve en la fusión racial el comienzo de una promesa grandiosa. El indio Güinakil le susurra al oído a Titil-Ic una frase que resuena luego repetidas veces a lo largo de la novela: «¡Todo está ya lleno de comienzos!»465. Mientras el padre del niño, movido por la agorera belleza del firmamento, entreteje fantásticas quimeras en torno al «vástago de dos razas fundidas ya para siempre como dos Océanos de sangre, nacido en estas Indias de padre advenedizo y nativa madre, bajo un cielo que creía estrenar esa noche todas sus estrellas»466.

Los acontecimientos, mágicos y reales al mismo tiempo, se suceden bajo la dominante presencia de un paisaje del que procede en máxima parte el clima maravilloso que envuelve toda la novela. Miguel Ángel Asturias acentúa los colores o los difumina, acude a contrastes violentos o a matices evanescentes, contraponiendo a la fuerza cromática la transparencia:

No fatigaba la distancia, sino la geometría. Del claroscuro al claroazul, al claroverde, al claroazulverdeazul, entre lianas y tapices de clorofilas que caían, independientes de los muros venidos a menos peso al hundir sus reflejos en los espejos del agua abismal, en forma de pliegues de cortinados   —167→   con ornamentos de cácteas, helechos, orquídeas, hojas pintadas, pájaros, lagartijas, insectos fosforescentes y colgaduras de quiebracajetes que eran como embutidos de trasegar cielo los de bordes azules, de trasegar luz los de bordes amarillos, de trasegar sangre los de bordes rojos...467



También el mundo subterráneo participa de estos cromatismos mágicos. La estatua viviente del Maladrón -«Señor de nuestra Muerte, intacta, total, nuestra y sólo nuestra»468-, en la gruta donde Ladrada lo está esculpiendo en madera por orden de los españoles sus adoradores, ve un universo caleidoscópico:

Torrentes de agujas de agua sola. Sola y poblada de verdeoscuros, verdeazules, verdeclaros. Esmeraldas navegables, adonde me lleváis, adónde..., si no quiero irme, quiero morir aquí, ser esqueleto verde y no esqueleto blanco como son los huesos de los que mueren en otras latitudes. Esqueleto verde, costillas de esmeraldas, pelo de algas vibrantes, restos frutales en que los insectos que forman el color verde se embriagan de oscuridad y de misterio...469



En el mundo mesoamericano hasta la muerte cobra un aspecto inédito: al color lívido de la representación europea se sustituye el verde transformador y germinativo. Hasta el Maladrón, «Hijo legítimo de la materia, Ángel de la Realidad, Señor de las cosas ciertas»470, parece no poder resistir a la atracción de la conservación, que se concretiza en un panteísmo continuamente cambiante. La América verde es un milagro inagotable, donde hasta los minerales tienen vida y las minas de oro son «piedra de ojos preciosos»471. A la enseña de la maravilla, todo parece acontecer fuera del tiempo, en una realidad vista como a través del humo del tabaco, planta sagrada de los dioses, que «separa la memoria de las cosas visibles, de los objetos que nos rodean»472.

Lo temporal desaparece. En el mundo mesoamericano la materia se resuelve en transparencia mágica y los aventureros españoles experimentan la sensación de un viaje infinito, sin fin visible, «en el humus de un mundo nuevo, sin tiempo, sin espacio»473.

Con la reivindicación de la belleza paradisíaca del mundo mesoamericano y su primitivo orden feliz, motivo dominante de Maladrón es la condena de la conquista española que este orden ha destruido. Asturias repudia la visión de una España evangelizadora, como ya lo había hecho en La Audiencia de los Confines,   —168→   drama en el que celebra al padre Las Casas. De la conquista el escritor guatemalteco denuncia en Maladrón los aspectos negativos, la codicia y la violencia. Después de las escenas de la lucha armada por la conquista de los Andes Verdes y la derrota del pueblo Mam, con la representación de los horrores de la guerra, la acción bélica ya no aparece en primer término. Se sitúa como telón de fondo, más allá del panorama natural en el que se mueven los protagonistas del descubrimiento oceánico. Permanece su significado trágico, al servicio de una interpretación sagrada del sacrificio de los indígenas: «La guerra sirve para abonar la tierra con seres humanos»474.

La figura del Maladrón, o sea del que en el Gólgota rechazó la salvación que le ofrecía Cristo, es el verdadero Dios de la conquista. Desde hacía tiempo el tema había despertado el interés de Asturias; en su obra narrativa el Maladrón está presente a partir de las Leyendas de Guatemala y sobre todo de las páginas de El Alhajadito, donde formaba parte de la realidad-sueño ante la cual el pequeño descendiente de los Alhajados experimentaba secretas vibraciones475: la leyenda del misterioso personaje agitaba su alma, pensando en ese 29 de febrero, fecha fuera del tiempo, día del Maladrón, en que la pretensión del Azacuán de fundir una campana, excepcionalmente preciosa, para glorificar al «Crucificado materialista que no creyó en el Paraíso, Nuestro Verdadero Señor y Padrecito»476, fracasó, en cuanto resultó sin voz. En El espejo de Lida Sal, la «Leyenda de la campana difunta» evoca, en cierta manera, evento parecido477.

El interés de Asturias por el Maladrón nace en realidad, como él mismo ha indicado478, de su lectura de la Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez y Pelayo, y sólo en la novela de la que trato cobra consistencia concreta, en función de condena de la conquista. Y es un motivo que, como nota agudamente Dorita Nouhaud, le permite al escritor acentuar el ludismo verbal de la novela, que se tiñe de ideología: «Ludisme d'écrivain facétieux, heureux de jouer avec la langue de ses grands devanciers espagnols, qui était la sienne tout en étant une autre», «Ludisme également hérité de ses ancêtres mayas, les poètes de la Maison du Chant»479.

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Las numerosas definiciones del Maladrón, dios de la realidad sin más allá, destructor de toda esperanza humana, van configurando en la novela su verdadera sustancia. La mayoría de los españoles que fueron a América, afirma Asturias480, eran judaizantes y entre ellos había un grupo de adoradores del Maladrón. El escritor ha puesto de relieve481 que el Maladrón se ríe del paraíso no porque se burle de él, sino porque se trata de un materialista. Elevado por el narrador a dios de la conquista, el falso dios deviene símbolo de su negatividad, «¡Señor de todo lo creado en el mundo de la codicia, desde que el hombre es hombre!»482.

Asturias les reprocha continuamente a los españoles el hecho de haber repudiado las enseñanzas de Cristo para transformarse, según las acusaciones del padre Las Casas que hace propias, en «tiranos, robadores, violentadores, raptores, predones...»483. Maladrón es por eso Señor de la conquista «en el doble papel de incrédulo y ladrón»484; su condena está en la falta de dimensión humana. Cuando Lorenzo Ladrada esculpe su imagen por cuenta de Duero Agudo, al fin de obligar a los indios «tremolantes» a rendirle culto, lo hace a su propia imagen y semejanza, o sea tuerto, y lo condena por la eternidad a predicar la materia:

tú seguirás despierto enseñando que el hombre es sólo una mezcla de sustancias vivas, hecho no a semejanza de Dios, sino a imagen y semejanza de los metales, los vegetales, los animales, el agua y la tierra que lo componen485.



El prestigio mágico que el mundo natural tenía para Asturias aquí se anula de pronto: las cosas ya no tienen alma y la condena de la materia bruta no podía ser más neta. El repudio y la destrucción de la cruz del Maladrón, la matanza de quienes quieren imponer su culto a los indígenas, representa la condena del espíritu negativo de la conquista, realizada a la enseña de la materia. No se trata de la cruz de los evangelizadores, sino del significado negativo que para el mundo indígena llegó, en muchas ocasiones, a representar el símbolo que los españoles levantaban según avanzaban en su conquista. No hay más que acudir al Libro de Chilam Balam de Chumayel para darse cuenta de ello486.

En la novela de Asturias el indio Güinakil rechaza al nuevo dios y denuncia duramente la negatividad de una experiencia de presunta evangelización, que acabó en dolor y lágrimas:

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-¡No otra cruz! ¡No otro Dios! ¡La primera cruz costó lágrimas y sangre! ¿Cuántas más vidas por esta segunda cruz? ¿Más sangre? ¿Más sufrimientos? ¿Y más tributos? [...] ¡Oro y martirio fueron pagados, sin tasa ni medida, por el Dios de la primera cruz! ¿Por el barbudo de esta segunda cruz, más carne de trabajo y matanzas?... [...].

-¡No habrá segundo herraje ni habrá segunda cruz! Si la primera, con el Dios que nada tenía que ver con los bienes materiales y las riquezas de este mundo, costó ríos de llanto, mares de sangre, montañas de oro y piedras preciosas, ¿a qué costo contentar a este segundo crucificado, salteador de caminos, para quien todo lo del hombre debe ser aprovechado aquí en la tierra?... Si el de la primera cruz, el soñador, el iluso, nos costó desolación, orfandad, esclavitud y ruina, ¿qué nos esperaba con este segundo crucificado, práctico, cínico y bandolero?... Si con la primera cruz, la del justo, todo fue robo, violación, hoguera y soga de ahorcar, ¿qué nos esperaba con la cruz de un forajido, de un ladrón?...487



La presencia del Maladrón, el prolijo tratar de su figura y su doctrina, la repentina animación de la escultura de madera y, en niveles remotos, los de la existencia real, que de repente cobran vida, la evocación de una voluntad negativa que repudia la salvación, acompaña a los protagonistas de la búsqueda oceánica. A lo largo de su camino se encuentran con una serie de problemas que califican en profundidad la condición humana, entre ellos el sentido de finitud que se manifiesta en la comparación entre la juventud y la desventura de la vejez: frente a la primera, «dueña de tantos caminos», está la vejez, «con sólo el sendero fatal del más allá que se torna cada día, cada hora, cada instante que pasa, en más acá...»488.

Bajo el aparente juego de palabras se evidencia la seriedad de un problema que recorre con insistencia la obra última de Asturias, reflejo de una condición personal que los años del destierro iban haciendo más amarga.

La carrera del tiempo agosta progresivamente las ilusiones, que, en palabras de Antolín Antolinares, «año tras año la vida nos va cortando o bien se nos mueren en el cuerpo»489. La infelicidad del futuro, cerrado a toda esperanza, la siente de manera especial Ángel Rostro, el cual se vuelve enemigo de sí mismo, en cuanto quiere prolongar su vida, para aplazar una muerte sin más allá: «vuéltome yo mi enemigo, mi contrario, sosteniéndome el vivir por dilatar mi muerte sin esperanza...»490. El mismo personaje debate también el problema de la existencia del alma, con argumentaciones y ejemplos fundados en su profesión de soldado: «Y si en un ejército hay diferencias y contradicciones tenedlo por demasiada probanza de que el alma existe, pues de no hacernos Dios tan grande merced, obedeceríais   —171→   como irracionales...»491. A pesar de su materialismo, tampoco Antolín Antolinares logra destruir la duda en torno a la eternidad: «Empero, la duda se me aposenta y nada por el cuerpo en lo de la eternidad. No me resigno a no tener eternidad, ¡maldita sea!»492. Una pronunciación que recuerda al Unamuno de Mi religión.

Aunque Duero Agudo intenta una explicación materialista -«el hombre tiene eternidad, no como prolongación de su persona, de su unidad, pero sí como prolongación de sus desintegraciones infinitas de la plural armonía de sus secuencias»493-, Dios es presencia tormentosa, sobre todo por su misterio, porque «puede decirse de Dios lo que no es, no lo que es»494. La negación de la existencia del más allá es lo que teme más Centeno, para el cual el tiempo es la única cosa incorpórea, mientras todo lo demás es «real, material, corpóreo»495. Y tanta es la duda, tanto el miedo en torno a estos problemas, que los adoradores del Maladrón exaltan y aprecian en su dios el valor que tuvo resistiendo a toda atracción de permanencia futura, «al no dejarse arrastrar al espejismo del más allá, para erguirse y afirmar ante la muerte que allí acababa todo»496.

La situación del grupo de españoles la resume eficazmente Antolín Antolinares cuando afirma que «Da más miedo la vida que la muerte en los ajusticiados»497, por como el hombre acaba miserablemente en la materia. La concepción cristiana del infierno es muy poca cosa frente a lo que le espera al materialista. Afirma Duero Agudo:

A todos, a todos nos arredra no seguir como personas en una segunda vida. El infierno comparado con el absoluto fin que nos espera no es nada. En el infierno, al menos, seguiríamos siendo nosotros498.



La condena del Maladrón consiste en su soledad, que procede de haber destruido él la esperanza en la eternidad: «solo, completamente solo (la soledad de la materia infinita, y él no era más que materia, sustancia, naturaleza) [...]»499. Al final de su vida Antolín Antolinares vuelve a pensar en el alma y reconoce su calidad suprema, restituyéndola a su categoría inefable: «... el alma qué haría en este caso... alguna maña... el alma es maña... es lo mañoso del hombre y por eso vale más alma que no cuerpo, ¿más vale maña que fuerza?...»500.

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Los protagonistas de la búsqueda de la conjunción oceánica se pierden, entre afirmación de la materia y tormento por la duda en el más allá; en ellos fracasa, simbólicamente, la conquista. El último en ser vencido es Antolín Antolinares Cespedillos, que ha logrado escapar de la justicia de los indios «cabracánidas», junto con su hijito, su concubina, Titil-Ic, y Lorenzo Ladrada. El espejismo del descubrimiento de la conjunción de los océanos parece de repente perder interés. A partir de este momento es como si la locura se acentuara en el soldado español; deseoso de adelantarse a Ladrada en la comunicación oficial de su creído descubrimiento, huye durante dos días y dos noches, hasta que, destruido por el palmito, concluye miserablemente su vida en la materia más ínfima.

Asturias se alarga en un juego escatológico divertido, destruyendo al personaje, presentándolo en el tormento de «retortijones», «pedos» y «diarrea»501. Cuando al final Ladrada vuelve a encontrarlo y lo lleva a la extraña fortaleza con semblante humano que se levanta en el desierto -«una fortaleza cuyo frontis semeja la máscara de un guerrero soterrado, no hasta los fosos, sino hasta las fosas nasales, balconadas por pómulos y de lado y lado de la puerta, repujamientos que corresponden a las orejas del casco»502-, la muerte ya se ha apoderado de él. El narrador insiste en los detalles de la destrucción orgánica del personaje, con un sentido tan impiadoso de la miseria humana que recuerda al Valdés Leal de las Postrimerías, o pasajes de los Sueños de Quevedo: «ya había empezado en su vientre el baile de los gusanos diligentes [...]. Allí ya se los estaban comiendo hormigas, mariposones, sabandijas, cascarudos y moscas verdes»503. Con esta insistencia en los detalles más macabros, sobre los cuales, sin embargo, vierte todavía algo de su magia colorista, el escritor quiere representar el límite no tanto del hombre, como de quien no ha resuelto todavía el problema de la diferencia entre el espíritu y la materia, entre lo eterno y la nada.

Maladrón concluye con la desaparición de todos los protagonistas de la hazañosa «locura». Sólo Lorenzo Ladrada, pirata y asesino, dueño de inmensas riquezas después de haber matado a su dueño, Escafamiranda, se salva, pero lleva en sí el frío de la soledad, fruto de su conducta ligada únicamente a la materia. Su búsqueda del hijo de Antolín Antolinares y la mujer de éste, a los que quisiera mantener consigo, responde solamente al deseo de no quedarse solo: «la amaba [Titil-Ic] porque se sentía solo, inmensamente solo en aquel mundo de golosina [...]»504. El repudio de Dios y la desconfianza en el demonio lo llevan a la desesperación y a la locura, hasta que, después de una inútil tentativa para introducir su voz en el diálogo que mantienen, en la capilla del castillo-fortaleza, un Canónigo y el difunto Antolinares, reunidos y en dialéctico contraste en el mismo sepulcro, acaba por abandonar el teatro de tantos acontecimientos, montado en   —173→   una «yegua color de sal», y se dirige, para sentirse menos solo, hacia el mar: «Necesitaba la inmensa soledad del océano»505.

La novela termina como había empezado, con una nueva derrota: antes había sido la del mundo indígena, ahora es la de los españoles aventureros, a los que el mundo americano parece expulsar. Es la venganza de América hacia Europa, su desquite. Los indígenas raptan al hijo de Titil-Ic y Antolinares, lo que de positivo queda de la aventura de los conquistadores, y lo rescatan para su raza. El castillofortaleza surreal donde reside Lorenzo Ladrada, es el símbolo de un momento de recogimiento imprescindible para que pasado y presente puedan comenzar un coloquio con vistas al porvenir. Todo se ha vuelto silencio, silencio lleno de misterio; sólo se oye el ruido del viento, como si un mundo nuevo estuviera a punto de nacer, una nueva era americana a la enseña del mestizaje:

El viento sopla por las troneras, mientras al silencio misterioso de ayer y el más allá, se abren las venas de la memoria y sangran recuerdos que seca la calcinada soledad en las estancias, los patios, los sótanos, las torres, sin alma viviente506.



La frase recurrente «¡Todo está ya lleno de comienzos!», acaba por asumir para siempre un carácter emblemático. El mundo indígena penetra el mundo hispánico, lo somete y realizando una suprema síntesis abre el mundo americano al futuro. Cuando Lorenzo Ladrada, único superviviente del grupo de «seres de injuria» venidos del mar para perderse en los Andes Verdes, se dirige hacia la costa oceánica, otro capítulo se inaugura en la historia de América. El mundo vencido vuelve a la vida fundido con el hispánico, en el cual introduce los caracteres distintivos de su unicidad.

Más que un libro de catástrofes y de nostalgias, Maladrón es un libro abierto a la esperanza, a la afirmación de la permanente vigencia del mundo mesoamericano en sus valores más profundos. A la catástrofe que domina tantas páginas se opone el sueño de un futuro que salve el paraíso perdido.

La trayectoria de Miguel Ángel Asturias narrador parece concluir con este clima de los orígenes, laberinto mágico, fuente de una filosofía que se hermana con la de los grandes genios hispanos en el repudio de la codicia y la violencia y en la contemplación de la miseria del hombre. La prodigiosa capacidad de renovación del gran escritor guatemalteco tiene una nueva confirmación en Maladrón, novela que representa un momento de significado particular en su narrativa, participación amarga en los desastres de la conquista y al mismo tiempo reacción esperanzada hacia un futuro positivo para América. La prueba que la crítica esperaba después del Premio Nobel ha sido plenamente superada. En su edad más madura Miguel Ángel Asturias escribe una de sus obras más originales y profundas.



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