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Música y sociedad en el siglo XX: ensayo de crítica y estética desde el punto de vista de su función social

Adolfo de Salazar



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LA CASA DE ESPAÑA EN MÉXICO

I

SERIE DE OBRAS ORIGINALES

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OBRAS DEL AUTOR

MÚSICA Y MÚSICOS DE HOY (Mundo Latino, Madrid, 1928).

SINFONÍA Y BALLET (Mundo Latino, Madrid, 1929)

LA MÚSICA CONTEMPORÁNEA EN ESPAÑA (La Nave, Madrid, 1930).

LA MÚSICA ACTUAL EN EUROPA Y SUS PROBLEMAS (Yagües, Madrid, 1935).

EL SIGLO ROMÁNTICO (Yagües, Madrid, 1936).

HAZLITT EL EGOÍSTA Y OTROS PAPELES (Yagües, Madrid, 1935).

TRADUCCIONES

A. EAGLEFIELD HULL: La Harmonía Moderna (Revista Musical, Madrid, 1915).

F. C. S. SCHILLER: Tántalo o el Futuro del Hombre (Revista de Occidente, Madrid, 1926).

OBRAS MUSICALES

TRES PRELUDIOS PARA PIANO. J. and W. Chester, Londres.

TROIS POEMES DE PAUL VERLAINE (Canto y piano). -Ídem.

RUBAIYAT (Cuarteto de arco). Max Eschig et Cie., París.

ROMANCILLO (Guitarra o piano). Ídem.

CUATRO CANCIONES SOBRE TEXTOS DE POETAS ESPAÑOLES DE LOS SIGLOS XVI Y XVII (para voces agudas). -Ídem.

EN CURSO DE PUBLICACIÓN

LAS GRANDES ESTRUCTURAS DE LA MÚSICA (Introducción al estudio de las formas).

LA MÚSICA EN LA SOCIEDAD EUROPEA (desde comienzos de la época cristiana hasta el siglo XVIII).

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Para Eduardo Villaseñor
Única edición autorizada por el autor.
Queda hecho el depósito, que marca la ley. Copyright
by La Casa de España en México.

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Impreso y distribuido para
La Casa de España en México
por el
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Av. Madero, 32.
MÉXICO, D.F.

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portada

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Opinar es teorizar.


(JOSÉ ORTEGA Y GASSET: La rebelión de las masas, p. 108).                


Este ensayo está compuesto por el texto, convenientemente ampliado, de las conferencias que sobre el tema enunciado en el título leí en ocasiones recientes en diferentes entidades culturales de España y América.

Lecturas de esta índole son raras en nuestros centros docentes, y, por lo tanto, me he visto obligado a no perder de vista el nivel cultural medio de auditores no muy versados en asuntos musicales, que, aunque frecuentemente no sean concurrentes asiduos a los conciertos, parecen interesarse por la Música como fenómeno histórico y social en la evolución del arte.

No me dirijo, pues, a los musicólogos especializados, sino al lector de buena cultura. Por otra parte, éste debe comprender que en un paisaje tan amplio como el que procuro otear desde una alta perspectiva de síntesis histórica, no me ha sido posible descender a grandes profundidades mi a detalles minuciosos. Apenas puedo, en el espacio a que se reduce este ensayo, señalar   —VIII→   los accidentes significativos y el sentido y dirección de sus líneas relevantes.

Merecería la pena de volver sobre cada tema aislado para estudiarlo más ceñidamente. Es posible que, mediando el tiempo, si me falta menos que la voluntad, y menos que ambas cosas la suficiente competencia, lo haga respecto a alguno de los aspectos que más me sugestionan. Añadiré solamente ahora que el propósito que me ha guiado en este ensayo consiste en deducir, en virtud de la comparación entre la música actual y su evolución en épocas pasadas, cuál es la situación en que este arte se encuentra, cumplido el primer tercio del siglo XX, desde el punto de vista de su prosperidad objetiva y de su función social.

Para ello he procurado mostrar cuál es son los rasgos más netos en la estética que dirige a los compositores del siglo XX y en virtud de qué procedimientos traducen sus impulsos. La congruencia entre ambas cosas es por demás interesante, y su relación con la función social que el arte de la Música desempeña es fuente de deducciones para el futuro, cuya materia es lo que nos importa exponer aquí.

Un análisis de tal situación no puede limitarse a una obra determinada, ni aun a muchas de ellas tomadas aisladamente. Lo capital consiste en encontrar el espíritu informador, del que cada obra   —IX→   y aun su autor no son sino exponentes variables. Por eso he evitado hacer mención de un número excesivo de títulos y de nombres, ateniéndome a lo estrictamente indispensable, sustancialmente representativo. El perfil del paisaje, la prosperidad o decadencia de su vegetación, su estructura geológica, aparente o subterránea, sus condiciones climatológicas, es lo que aquí me interesa. Su botánica o su entomología caen aparte, en otro género de escritos de índole descriptiva.

P. S. Una edición de este ensayo estaba en visos de publicación en julio de 1936, en España. No he tenido noticia posterior de lo que pueda haber ocurrido con ella, pero como a la altura de 1939 se hacían necesarias algunas correcciones -que han sido llevadas a cabo en la impresión presente- queda dicho que esta es la única edición autorizada.

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Les historiciens blâmèrent une tendence, dirent-ils, aux généralisations trop rapides. D'antres blâmèrent ma méthode; et ceux qui me complimentèrent fûrent ceux qui m'avaient le moins compris.


ANDRÉ GIDE: L'Immunoraliste, p. 145.                


Quant aux quelques philosophes, dont le rôle eût été de me renseigner, je savais depuis longtemps ce qu'il fallait attendre d'eux; mathématiciens ou néocriticistes, i1s se tenaient aussi loin que possible de la troublante réalité et ne s'en occupaient pas plus que l'algébriste de l'existence des quantités qu'il mesure.


Ídem, p. 146.                






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ArribaAbajoSumario general


Capítulo I

Perspectivas Hacia el Pasado


Carácter de un siglo. Invitación a las revalorizaciones históricas. Primeros apuntes del perfil de nuestra época. Eugenesia y axiología. El siglo, medida convencional de tiempo. El juego de las generaciones. Ciclo de tres generaciones como unidad temporal en la conciencia viva de la Historia. Metáfora de los siglos cortos y de los siglos largos. Espíritu de un siglo. Siglos de conciencia masculina y siglos de conciencia femenina. Siglos de acción y siglos de reacciones. El contacto entre los siglos XVIII y XIX en la Música. Mozart y Beethoven. Contacto entre el XIX y el XX. Tchaikowsky y Debussy. Antinomia típica dentro del primer tercio del siglo XIX: Beethoven-Schumann. Ídem del siglo XX: Debussy-Strawinsky. Hipótesis de un músico standard del siglo XX.

La función social en el arte. Ópera y concierto. La música en la Iglesia católica y en la protestante. La Misa y la Cantata. El Oratorio. La Sinfonía. La música popular natural y la música popular ciudadana. Las formas románticas. poemas sinfónicos y piezas pianísticas. El virtuoso   —XIV→   y el solista. Recital de piano y recital de lieder. Modificaciones en la forma. Un ingrediente estético nuevo: la «materia».

El nuevo siglo. Simbolismo poético e impresionismo pictórico. Concentración e individualización. Técnicas disociativas. El espectador, laboratorio de la síntesis. Decaimiento de la conciencia social artística. Sus tónicos. Artificialidad de éstos. Nuevos agentes estéticos. Formación de una nueva conciencia social del arte.




Capítulo II

Las Grandes Formas: La Estética


Función general y características de las grandes y de las pequeñas formas. Aspecto demótico de las grandes estructuras. Aspecto intensivo, selectivo de las pequeñas. Peligros en el extremo límite de ambas. Fenómenos de simbiosis entre sus caracteres respectivos. La Misa y la Ópera. Formas derivadas. La fe en la época polifónica y en el Romanticismo. Religiosidad y laicismo en Beethoven. Esteticismo y tecnicismo en el siglo XIX. Los movimientos sociales y su influjo sobre el porvenir de las formas grandes y pequeñas en el arte.

La Ópera como gran forma nacida del genio del idioma. Forma colectiva por excelencia después de la Misa. Transformación de la función social en la Ópera primitiva. Nacimiento de la ópera bufa. Su significado. La ópera romántica alemana. Influencia recíproca entre ella y el sinfonismo alemán. El «nacionalismo». Su doble juego: popularizante y fragmentador. Complejo «redentorista» en   —XV→   el Romanticismo y consiguientemente en el Nacionalismo. Pesimismo de la ópera romántica y optimismo de la ópera bufa. El elemento cómico. Zarzuela española y teatro nacional. Intervención en ellos del elemento cómico. Universalidad de los elementos trágicos y circunstancialidad de los cómicos. Impopularidad de la ópera histórica. Reacción popular en la Opereta. Distinción entre pequeñas formas y obras breves, y al contrario. La ópera impresionista guarda las cualidades disolventes de las pequeñas formas. Salvación en el arcaísmo y las grandes formas religiosas. Oportunidad del ballet ruso. Tradición y modernidad en el ballet. Su anti-impresionismo. Esteticismo de sus últimas tendencias. El ballet queda cortado en su evolución. La muerte de Diaghileff. Ensayos recientes. El estímulo de las pequeñas formas en el teatro. El «divertimiento». Las marionetas.




Capítulo III

Las Formas pequeñas: La Técnica


Doble modo de manifestarse la función artística según que se dirija a vastas audiencias o públicos limitados. Diferente contenido estético de las formas grandes y de las pequeñas. Especies dentro de cada género. Sentido dinámico de las formas: movimiento sintético en las grandes; analítico en las pequeñas. Formación de las épocas polifónica y armónica. Sentido prosódico de la cadencia y de la resolución de la disonancia. Conflicto entre disonancia y consonancia como drama interno del sentido armónico. Es la fuente de la evolución de dicho sentido. Consecuencias dinámicas y expresivas. La modulación, principal conquista de la época armónica. Su evolución. Color armónico.

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Desbordamiento del cromatismo hasta Tristán. Reacción diatónica en la música «nacionalista». Precipitación hacia el frisson nouveau. El «modernismo» como ley dinámica. Los teóricos. Principios generales de la nueva armonía. Temperamento de la escala. Escalas especiales. Escala de doce notas o duodécuple. Escala de tonos enteros. Construcción de acordes. Escritura a varias partes reales. Omnitonalidad. Politonalidad. Atonalidad. Espaciamiento de la disonancia y color tonal. Microtonalismo. Polirritmia. Nuevas formas: principios elementales de la forma en Música. Repetición y alternación. Vitalidad rítmica constructiva y sentido recapitulativo. Primitivismo. Música eléctrica y mecánica.




Capítulo IV

Perspectivas Hacia el Futuro


Comparación entre el ritmo funcional del siglo XX y el del XIX. Cambio de la primera generación romántica (Beethoven, Schubert) a la segunda (Schumann, Chopin). Examen de los tipos formales en la primera treintena del siglo XIX y su situación precaria en la primera treintena del siglo XX. Anemia en la función social y desvío en la función técnica. Sentido de la técnica en el siglo XIX y en el XX. Complicación y eficacia. Un fenómeno típico de la época: la propaganda. Espejismos que produce. Ley de equilibrio entre la fuerza social de la obra y la receptividad del público. El artista actual, público de sí mismo.

Sermo nobilis y sermo vulgaris. Cuándo se echa de ver la diferencia. Fuerza expansiva del sermo vulgaris y fuerza de penetración del sermo nobilis. Su relación con el movimiento   —XVII→   ascensional o decadente de la sociedad. El lenguaje musical actual. El latín en el humanismo italiano. El letrado y el vulgo en el Renacimiento. Deformación profesional del humanista. Casta de letrados. «Barbarie del especialista». Renovación aportada por los destacados de la masa. Aristocratismo y popularismo de los Médicis. Lenguaje ni culto ni rústico para uso de cultos y rústicos. El «bello latín» deja de ser lengua para convertirse en posición estética. Reflujo del latín humanista y su corrupción. Artificiosidad de la vida de corte en Italia bajo la dominación española. Los dialectos. Decaimiento de las grandes formas teatrales. Preciosismo en las formas pequeñas. Teatro y baile popular.

Remedios folklóricos. Cocina y farmacia. Su doble peligro: esterilidad o cultismo. El ingrediente popular en Strawinsky. Y en Falla. Caducidad del «nacionalismo» musical. Periclitación del arte musical tal como se le concibe todavía. Muerte y transfiguración. Perennidad en la historia de la función musical. Conceptos correlativos entre las organizaciones sociales superiores y lo suntuario. Lo mágico y lo suntuario como potencias estatales. La danza concebida como dinámica de lo suntuario. Evolución del concepto de lo suntuario. La técnica y la cultura, última fase de ese concepto. Un tipo-tópico de música en cada época coincidente con el rasgo tipo-tópico de un momento social. Falta de definición de la sociedad actual. Sus rasgos más perceptibles vienen por la técnica aplicada. Boga de la música mecánica. Inestabilidad de las formas en los momentos de transición social.

Posibilidad de que el siglo XX sea un «siglo corto». Diferencia profunda entre las ideas y los tipos artísticos propios a los principios y los finales de los siglos cortos.   —XVIII→   Insuficiencia de los datos actuales para formarse idea de los tipos futuros de Música. Transformaciones insospechadas en la evolución musical. Insospechadas, sobre todo, para la sociedad en trance de cambio. Juego constante en el proceso evolutivo. Semilla cultista evolucionada en un medio popular.

Ley de las funciones armónicas. Su extensión al sentido formal y funcional. Oposición entre Shoenberg y Strawinsky. Si la historia se repitiese. Cálculo de mayores posibilidades, necesidad de cultivar todos los aspectos del arte, aun los más antitéticos, sin destruir nada por principio estético. Escepticismo en los principios. Confianza en la perenne vitalidad del arte.





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ArribaAbajoCapítulo I

Perspectivas Hacia el Pasado


Ya antes de las agitaciones políticas que tan profundamente están alterando la economía social y espiritual de Europa se preguntaban los pensadores qué rasgos característicos, qué hechuras de nuevo tipo podrían definir mejor al siglo en curso. Semejante inquisición no es un afán baladí, pues es propio del hombre consciente un ánimo de conocimiento de sí mismo y del medio en que se halla sumergido: conocimiento, éste, del presente cuya dimensión va a ensanchar enseguida en una doble perspectiva: hacia el pasado, que es lo que se llama historia, y hacia el futuro, que es lo que se llama política.

Este tema: «carácter de un siglo», ha ejercido siempre en los pensadores atractivo y sugestión especiales; porque, cuando se presenta en albor, todos los elementos capaces de servir a una especulación aun temprana apenas están cuajados; de manera que como esa especulación ha de ser, por fuerza, somera y ha de entrar en, ella en considerable porción la fantasía; la «interna convicción»   —2→   del pensador más que una lógica rigurosa; cierto sentido adivinatorio, por decirlo así, y una propensión a confiarse en la inalienable experiencia del factor «gusto», resulta que para hacer aceptables las conclusiones -aun a sabiendas de su provisionalidad-, es menester deslizar en ellas una cierta proporción de ese sutil emoliente espiritual, que se llama la ironía. No de otro modo me atrevería yo a brindar a la consideración del lector ciertas sugestiones que apenas pueden recabar para sí el grave apelativo de «teorías»; por más que, a la altura de hoy, haya habido lugar suficiente para ver qué hay en ellas de imaginario y qué de cierto.

Con todo el interés que pueda presentar un tema semejante, parece que la pregunta no se levanta hasta el momento en que algo nos advierte de su novedad, señalando algún conflicto o discrepancia con lo habitual; esto es, cuando es posible tornar conciencia de que la corriente de los hechos, en su lenta transformación, llega a producir cambios sensibles en la vida social. Ocurre pronto que se echa de ver por algunas coincidencias, la intromisión misteriosa de ciertos agentes, de ciertos factores comunes, algo, pudiera decirse, como puntos, siguiendo los cuales con una línea ideal comienza a trazarse un dibujo,   —3→   un perfil; esto es, el rasgo característico y simbólico de la nueva época.

No surge, pues, este interrogar por el modo propio de un siglo hasta que no se han cuajado suficientemente dentro de su curso algunos hechos diferenciales. Tal diferenciación implica conciencia, examen introspectivo del saberse viviendo dentro de la pauta trazada por aquellos rasgos, y esta conciencia parece que sea, a su vez, uno de esos rasgos propios de nuestra época que ha comenzado su curva inquiriendo, primero, por virtud de qué perfiles se dibujaba mejor el carácter de un siglo pretérito a fin de tener más a la mano, por decirlo así, más plásticamente, la imagen propia de cada etapa transcurrida del tiempo, permitiéndonos un juego fácil, «visible», de la Historia convertida de este modo en experiencia viva, otra vez, con una realidad sui generis en nuestra mente.

Ahora bien: según nos informan ciertos pensadores en los que creemos ver mejor acusada su sintonía con el ritmo vital de nuestro tiempo, hay dos rasgos muy característicos del siglo actual. Uno, que se presta a devaneos novelescos, es la Eugenesia. Otro, es la Ciencia de los Valores. Nótese que ambos no son sino modos de considerar la Vida como objeto de especulación práctica y que si la Ciencia de los Valores remueve   —4→   hondamente los cimientos de nuestro mundo y es la causa más poderosa de cuantas revoluciones estremecen el tinglado de lo social, la Eugenesia no habría de ser, en resumen, sino el arte de producir seres susceptibles de vivir un estado de cosas predeterminado por conceptos de la Vida1, análogamente a lo que los sociólogos de hoy, dictadores, Duces o Führeres quisieran lograr imponiendo a fortiori ese concepto en las sociedades actuales que, privadas de sus auto-derechos por decreto (del mismo modo que en la Eugenesia lo estarían por medio de la previa selección biológica), dejarían de ser sociedades para convertirse, simplemente, en «masas»: vocablo típico de nuestros días.

La Eugenesia, por fortuna todavía en embrión, es un modo de abrir aquella perspectiva hacia el futuro de una política que se ejercería sobre los cromosomas de la misma manera que hoy se intenta ejercerla sobre los individuos. La Ciencia de los Valores, enfocada hacia el pasado abre la perspectiva de las reconstrucciones históricas y así ocurre que simultáneamente con el afán de conocer, y enseguida de valorar nuestro actual modo de Vida, surja la necesidad de hacer lo propio con el pasado, es decir, con la Historia, a fin de restituirle valores efectivos en   —5→   aquello que solamente se nos presentaba bajo una convención fiduciaria; y así unidos el pasado y el presente por una cadena de valoraciones conmensurables bajo idéntica unidad vital, intentárase su transmisión a las generaciones futuras con el fin de satisfacer la ley primordial de la Vida: la perduración, ley primordial que en el plano de la cultura (y bien que pervertida por aberraciones de orden político), significa la transmisión de lo «histórico».

Fue tras de 1914, al encenderse la guerra europea, cuando se difundió rápidamente por el mundo este modo nuevo de sentirse vivir, o de valorar la Vida: pasada, es decir, la Historia, y presente: esto es, la estructura social. El nuevo concepto fue como un volcán cuyas lavas invaden en estos mismos momentos las regiones extremas de Europa y se preparan a cruzar los océanos. Si Hermann Schneider tuviese razón, para que una primera revolución sea efectiva precisa confirmarse con otra segunda. La guerra de 1936 sería como esa posdata o revalidación de la de 1914. Entre ambas, los rasgos definitorios del siglo en curso se han troquelado tan enérgicamente que apenas cabe ya desconocer el rostro con que nos mira nuestra época; el modo y el tono con que vibra el ambiente vital en que estamos sumergidos   —6→   y con el que hemos de vibrar sincrónicamente.

De todo cuanto concierne al hombre nada hay más sublime ni necesita una evaluación más perentoria que la vida misma. La vida es el espacio de tiempo que el hombre existe sobre el planeta; si se quiere, todo el tiempo durante el cual se guarda memoria de él. Y con ser tan admirable asunto conocer la dimensión de la vida, no se ha sabido encontrar un término de relación que la haga computable. Vida y tiempo se han confundido en una común unidad, y la computación astronómica del tiempo sirve para sumar unidades de vida: siglos, años, meses, días.

La vida en sí, sin embargo, tiene manifestaciones tan claras que bastan ya para entender la longitud de su existencia. Un hombre es joven, es maduro, es viejo; y, en términos generales, cada una de estas magnas divisiones de la existencia del hombre está señalada por la entrada en el mundo de una generación nueva. Cuando un hombre pasa de la simple juventud a la edad en que florece su hombradía, pongamos hacia los treinta años, una nueva cosecha humana se apresta a hacer su presentación. Treinta nuevos años durante los cuales la generación recién llegada crece y se dispone a suceder en su actuación a la generación: de sus genitores, que durante ese   —7→   tiempo han dado su fruto más espléndido. Un instante se paran frente a frente ante el tajo el padre y el hijo; y mientras la potencia creadora de éste crece, la de aquél disminuye. Antes de que el hijo haya alcanzado la plenitud de su trabajo, la generación anterior siente periclitar sus fuerzas. Esta comparación entre el alza y la baja en ambos dinamismos es origen de dramáticos conflictos en la evaluación de su trabajo (ver nota *2 del apartado Notas).

Normalmente, el plazo de treinta años asignado a la generación de los padres en la segunda época de su existencia es excesivo y sus fuerzas han decaído desde años antes. Pero ocurre también que en otras ocasiones la intensidad y merito de la labor realizada no cede ante el empuje de la generación recién llegada y aunque ésta prefiera sumarse al movimiento de sus padres y aportar facultades físicas frescas mejor que novedades espirituales. En semejantes casos, un tercer período de existencia prolonga la validez del trabajo de la primera generación, con lo cual trabajo de la primera generación, con lo cual su decadencia y sustitución no se verifica en la generación de los hijos, sino, en la de los nietos.

Así se presencia continuamente este juego de las generaciones, al examinar el aspecto de la vida humana dentro del espacio de cien años, que parece ser la unidad máxima de computación   —8→   viva y consciente del tiempo en la Historia. Y digo unidad máxima porque nuestra capacidad de apreciar la variedad de aspectos de la vida humana se ejercita bien en ese lapso de tiempo, en el que incluso llega a apreciar rasgos característicos definidos y logra dotar a un siglo determinado de un color especial; pero una unidad mayor, como es el milenio, no sirve sino para medir movimientos demasiado generales; eras de cultura en las que la Historia, mejor que fenómeno vivo, se convierte en concepto más o menos abstracto (ver nota *3 del apartado Notas).

A fin de tener un término de referencia, si no enteramente exacto, a lo menos constante en la Naturaleza, propongo que se tome como unidad ese ciclo entero de generaciones que encierra prácticamente el crecimiento, apogeo y decadencia de un movimiento espiritual.

No todos los hombres son actores en ese juego, pero todos son espectadores más o menos pasivos, colaboradores en él, mal que les pese; lo mismo si coadyuvan al movimiento como si le sirven de rémoras. A lo largo de su vida, un hombre normal se forma conciencia viva de ese movimiento en sus tres etapas, a poco que ayude una elemental cultura. Entre su convicción en la decadencia de un cierto aspecto de la vida espiritual y su conocimiento vivido o aprendido   —9→   de sus fases de apogeo y crecimiento, y entre su apreciación del proceso ascensional de otro movimiento que le es coetáneo, se ejerce toda la capacidad de comprensión histórica natural, o, por decirlo así, de la comprensión viva de un período histórico de que es capaz un hombre. Todo hombre, al llegar a su periodo de madurez, es capaz de comprender directamente, como fruto de su propia experiencia, qué ideas o linaje de formas sentimentales y vitales están en su período de madurez, cuáles decaen y cuáles inician un nuevo orto. Según el lugar que ocupe en la marcha de un siglo, esto es, según la treintena en que se halle, se mostrará propicio para denominar a cada una de esas fases de una manera particular: supongámosle colocado dentro de la segunda treintena: la fase periclitante será aquella que se le aparece como una prolongación inoperante ya de unas ideas o sentimientos que maduraron en el siglo anterior: época de los abuelos. Es la época « vieja». La fase que encuentra su mayor sazón será la preparada por sus padres y maestros: es una fase que fructifica en el siglo nuevo, pero que no es propia del siglo nuevo. Lo que es propio de este nuevo siglo, lo que se siente como producto típico de él y en cuya elaboración se siente colaborador, es aquella fase,   —10→   vaga aún, incierta, que ve abocetarse para un futuro próximo.

Hoy, por ejemplo, en la segunda treintena del siglo XX, parecen fructificar sistemas políticos del tipo autocrático e imperialista que no son sino productos que vienen arrastrándose desde el siglo anterior. Si, aparentemente, asumen una forma nueva es porque esos principios políticos han experimentado un remodelamiento al chocar con otros principios asimismo viejos: los sistemas democráticos e igualitarios.

Pero ni bolchevismo ni fascismo ni nacionalsocialismo son productos típicos del siglo XX, sino que tras del nuevo contenido que les dan sus experiencias y sus luchas, formarán la etapa transitoria que conduzca, vencido el siglo, a las formas políticas auténticamente novecentistas. Difíciles hoy de predecir; pero no por eso parece arriesgado adjudicar un carácter transitorio a las actuales políticas de agresión, y no por el hecho simplista de que toda agresión sea pasajera.

La repartición territorial que actualmente se lleva a cabo en Europa por los llamados «hombres fuertes» (no monarcas de sangre, sino procedentes del medio demótico) viene a reproducir2   —11→   el estado de cosas mantenido en el siglo XVIII por la ambición de las casas reinantes, prolongado tras de mediar el siglo por la conquista de la hegemonía política. Análogamente, al derrumbamiento de la poderosa monarquía francesa, ápice de la civilización occidental en su tiempo, (siglos XVII-XVIII) parece que pueda homologarse el del Imperio Británico (siglos XVII-XVIII), que se anuncia como cosa irremediable.

Pero no nos es posible continuar por este camino.

Según que el período de madurez de un movimiento espiritual llene el espacio de una o dos generaciones, ocurrirá que el tiempo de cien años de que se compone un siglo será excesivamente holgado, o, por lo contrario, parecerá estrecho, corto. Un ciclo de ideas formado en tres treintenas compondrá lo que sin ningún rigor ni compromiso, sino como una simple metáfora, propongo llamar un «siglo corto». Un ciclo de cuatro treintenas, o de cuatro generaciones, un «siglo largo» (ver nota *4 del apartado Notas)*. En la historia de la civilización   —12→   europea parece repetirse esta combinación de un siglo corto unido a un siglo largo, y viceversa. Siglos cuyo contenido característico, lo que les da color, el conjunto de circunstancias que responden a la denominación «espíritu del siglo», se evapora antes de terminar normalmente; o bien, siglos en los cuales perdura durante largo número de años el espíritu del siglo anterior (ver nota *5 del apartado Notas).

Sin entrar en detalles pueriles que quitarían a esta proposición la ingenuidad que no puede perder sin que cayese en el ridículo, quisiera recordar cómo los tres grandes movimientos espirituales (en su acepción artística y literaria especialmente) que, tras de los siglos medios, pueden trazarse en la época moderna, parecen responder a esa alternativa entre siglos cortos y largos (ver nota *6 del apartado Notas).

Permítaseme, sin impaciencia, explicar, bien a la ligera, por supuesto, la sucesión de tres grandes movimientos espirituales en las artes y en las letras: el Renacimiento, el Barroco y el Romanticismo.

Si, al salir del arte gótico, inquirimos los síntomas que predicen el advenimiento del nuevo espíritu, los encontramos ya, en la segunda mitad del XIV, en la arquitectura de las logias florentinas. El cuatrocientos, el siglo XV, es el enorme   —13→   siglo del Renacimiento italiano y el que da cima y máxima expansión al movimiento poético levantado por Dante, Boccaccio y Petrarca a lo largo de todo el siglo XIV, il secolo aureo, como lo llama De Sanctis, tras de la fina cultura trovadoresca del doscientos desde las tierras de Provenza hasta Sicilia y en seguida por toda la Italia. Solamente al entrar el siglo XVI es cuando el Renacimiento se extiende por Francia y España; pero en seguida cambia de carácter y, más que conservar el espíritu del cuatrocientos italiano, predice al Barroco, que es el gran asunto del siglo siguiente, tras de la inspiración clasicista del Sansovino, Vignola o el Paladio, como en la música ocurre con el clasicismo vienés antes del Romanticismo, y en el quinientos con el nuevo espíritu que, desprendiéndose de la polifonía medieval, lleva consigo una acentuación considerable del sentido armónico, la cual habrá de transformar enteramente los estilos pasados, en un auge espléndido de la monodia acompañada que llena todo el siglo XVII, el siglo del Barroco, con lo que podría considerarse su arte gemelo: la Ópera (ver nota *7 del apartado Notas).

El Barroco inunda todo el seiscientos y lo rebasa, a su vez. La supuesta reacción clasicista de los músicos vieneses es, paladinamente, la consecuencia de llevar el estilo de la ópera a la sinfonía;   —14→   es decir, que es una consecuencia del espíritu barroco, y Mozart, el llamado clásico por excelencia, es la figura musical estrechamente sincrónica con el Rococó. Un nuevo espíritu, a su vez, que se alza tras los hijos de Bach; pero más por la apariencia que le presta la entrada del bies italiano que por una nueva relación entre materia y forma. Es Beethoven quien, en el último tercio del siglo, va a servir de levadura de la masa musical, en un proceso de fermentación que irá a parar en derechura al Romanticismo. Así, pues, desde que el Renacimiento se inicia, hay como tres siglos largos, que serían el XV, siglo máximo florentino; el XVII, siglo del Barroco, y el XIX, el siglo romántico.

Todos ellos «nacen» antes de terminar sus predecesores y. se prolongan después de comenzado cronológicamente el siguiente. Su inicio se origina en un momento de reacción academicista, clasicista (aunque más en la apariencia que en lo profundo del sentido), dirigida contra el recargamiento de materia en que habla degenerado la abundancia anterior. Estás reacciones son, digámoslo así, el dique que detiene definitivamente la vieja corriente. Aprovechando la pausa, una gran marejada que se prepara en lo hondo, asciende a la superficie y lo arrastra todo.

Para no salirnos demasiado del cuadro al que   —15→   debemos ajustarnos, voy a detallar un solo ejemplo, que es el más reciente para nuestro sentimiento y para nuestro concepto vivo de lo histórico: es la comparación entre el siglo XVIII y el siglo XIX, dentro de este orden de ideas. El siglo XVIII, dentro del cual se prolongan durante varias décadas las ideas normativas cuajadas en el siglo anterior, elabora sustancias ideales y políticas que ya tienen expresión y realidad concreta en los últimos años, pero, que sólo alcanzan su plenitud en el siglo XIX. (Recuérdese que el Dante muere en 1321 y Beethoven en 1827). Es, pues, el siglo XVIII un siglo como recortado por ambos extremos, un siglo materialmente corto, aunque esté preñado de un contenido que sólo dará la totalidad de su expansión en el siguiente, de tal modo que el siglo XIX -que ya está realmente nacido en las últimas décadas del anterior con sus ideas políticas-, su liberalismo, su sentido científico y en general cuanto concierne al Romanticismo (ver nota *8 del apartado Notas), vive todo él para dar a tan enorme contenido la expansión necesaria, de tal modo que sus aspectos últimos, sus consecuencias de última hora, estrictamente lógicas en su necesidad vital, rebasan mucho más allá el límite cronológico, prolongándose durante bastantes años dentro del siglo actual. Sólo en fecha muy reciente se comienza a percibir con alguna claridad   —16→   la existencia de rasgos que no son más una prolongación de los que caracterizaron al siglo XIX, rasgos que parecen específicos del siglo XX. El siglo XIX, que nació espiritualmente hacia 1770, con las Confesiones de Rousseau, parece periclitar tan solo en estos momentos que vivimos tras de iniciarse la segunda guerra europea, y mientras que las primeras generaciones del XIX, mostraban su oposición neta al espíritu del siglo XVIII, la conciencia general de la sociedad a la que pertenecemos se nutre aún de esencias típicamente ochocentistas, mientras que esos rasgos nuevos, que quizá lleguen a integrar el perfil definidor del siglo XX, sólo son percibidos todavía por las gentes dotadas de más finas antenas y de las de más largo alcance (ver nota *9 del apartado Notas).

Si mi proposición de que existen unos siglos largos y unos siglos cortos pudiera admitirse, aun a modo de simple hipótesis auxiliar, y, en consecuencia, que el siglo XVIII es un siglo corto y el XIX un siglo largo, el hecho llevarla consigo cierto simil fisiológico, a saber: un siglo corto es como un período de embarazo, de gestación; breve período de tiempo comparado con la vida normal del fruto parido. Los siglos cortos son siglos de conciencia femenina y lo masculino se da mejor en ellos como reacción. Vienen fecundados por unas ideas de gran potencia, albergadas en el   —17→   cerebro dinámico de unos cuantos hombres de genio, pero cuya vigencia en su tiempo no llegó a convertirse en estado de conciencia social. Esos hombres viven fuera de la sociedad de su tiempo, son calificados de espíritus peligrosos y revolucionarios; pero, en rigor, son la levadura que va a hacer fermentar el pan (ver nota *10 del apartado Notas). Lo que ese siglo preñado hace es gestar el nuevo estado de conciencia social, cuya vida constituye el asunto del siglo siguiente, del siglo largo, como es el XIX respecto del XVIII; siglo, el decimonono, de conciencia masculina, que está preocupado por el gran negocio del vivir, que todo él vive sin más transformación notable que la que resulta de su propia juventud, madurez o decrepitud, pero dentro del cual «no se resuelven nuevas revoluciones», aunque se anuncian para el siguiente. Lo que hace el siglo largo es confirmar la revolución larvada en el anterior, vivir el nuevo estado de cosas (ver nota *11 del apartado Notas). Todo hace suponer que el siglo XX ha de ser un siglo corto cuya tormentosidad está a la vista, y durante el cual la gran potencia vital del siglo XIX caerá en su decrepitud antes de que las nuevas generaciones hayan logrado su robustez. Un siglo viejo lleva de la mano a un siglo niño y ejerce sobre él una tutela precaria. La conciencia general social popular, no logrará emanciparse de aquélla   —18→   hasta muy, entrado el siglo en curso, y el nuevo fruto de sus entrañas no habrá de nacer, acaso, hasta sus últimas décadas. Lo que actualmente se busca con el nombre de espíritu del siglo XX quizá no aparezca claro en sus perfiles a los ojos de la conciencia popular hasta que esté a punto de terminar, como ocurrió en el siglo XVIII. Los movimientos del siglo XIX no transformarán todavía, el XX, sino que prepararán el resultado final en el sentido con que las revoluciones del siglo XVII en Inglaterra prepararon, a lo largo del siglo XVIII, la revolución francesa; ahí nace el siglo XIX y con él el Romanticismo. ¿Puede sospecharse que el siglo XX haya de presentar rasgos espirituales sensiblemente comparables a los que fueron típicos del XVIII?

La acción es propia de los siglos largos; las reacciones, de los siglos cortos. Los siglos cortos consumen su sustancia (como conciencia social) dentro de su propia existencia, pero aparte de esa vida limitada, egoísta, por decirlo así, perfecta en sus apariencias, exquisita, se engendra en otra parte de su ser fisiológico un feto que desgarrará sus entrañas al nacer el siglo nuevo. Este ser no ha sido engendrado por lo que es característico de la conciencia social de la época, sino por gérmenes venidos de fuera, potencias extrañas a ella que la fecundan.

  —19→  

En contraste, el dilatado siglo siguiente presenta un cambio de términos: la conciencia popular se nutre constantemente de las esencias propias al siglo y todos los movimientos populares o aristocráticos se basan en esas esencias. Nada, hay en él que sea extraño o ilógico en la línea de su evolución. Si se tiene en cuenta que el gran asunto social del siglo XIX fue el principio de libertad individual, que, acarreaba pluralmente el principio democrático, se verá clara la profunda diferencia que existe entre el régimen despótico jerárquico de las antiguas monarquías y los despotismos sociales que son el gran tema de nuestros tiempos nuevos. No es imposible pensar que a lo largo del siglo XX no asuman aspectos semejantes a otros periclitados en el siglo XVIII, pero como ellos serán pasajeros, ya que la cultura del mundo es radicalmente distinta en sentido de la de aquellas épocas.

Es hora de ceñir estas observaciones generales sobre los, caracteres distintivos de los dos siglos en contacto respecto de los cuales guardamos más viva conciencia histórica, al objeto de este ensayo, es decir al arte de la Música, del que queremos examinar en qué puntos de su hechura actual mantiene contacto con el arte del siglo XIX y cuáles son propios del siglo que estamos viviendo   —20→   y cuya primera treintena acabamos de sobrepasar.

Para fijar mejor las ideas voy a desarrollar dos grupos de oposiciones entre músicos muy representativos: uno, de fines de un siglo; otro, de comienzos del siguiente. La primera oposición o contraste comparativo la haré entre Mozart y Beethoven; la segunda, entre Tchaikowsky y Debussy: podrá verse, si he conseguido exponerlo con claridad, que el proceso evolutivo se cumple entre cada grupo de esos músicos de una manera semejante, esto es, que el fenómeno de desplazamiento de unas moléculas en cada una de esas combinaciones químicas es semejante, porque también lo es la combinación; pero, en cambio, su sentido es enteramente distinto: en el primer caso el proceso va de un siglo corto a un siglo largo; en el segundo al revés, según toda probabilidad.

Mozart es el músico más representativo de la segunda mitad del siglo XVIII. Esta segunda mitad del siglo XVIII está señalada por el modo con que sus músicos, esencialmente Haydn y Mozart, reciben la influencia lírica de la ópera italiana y saben darle una forma sinfónica estricta, respondiendo a la propensión heredada de sus antepasados alemanes de la primera mitad de ese siglo, pero de los que repudian unos procedimientos   —21→   técnicos obligados por un sentido melódico que les resultaba anticuado. (Así ya, desde el último hijo de Bach respecto de su padre, cuyas enseñanzas abandonó para trasladarse a Italia a recibir las del P. Martini). Mozart, que nace al mediar el siglo, recibe la influencia tectónica, constructiva, de Felipe Manuel Bach, pero no el sentido melódico de Juan Sebastián, con su escritura netamente horizontal. En el sentido expresivo, melódico, y en el tratamiento armónico que corresponde a este nuevo sentido cantante, Mozart recibe la influencia italiana desde sus primeros viajes, en plena infancia. Mozart, que muere pocos años antes de terminar el siglo XVIII, ha consumido enteramente todas las posibilidades de la forma Cuarteto-Sonata-Sinfonía propias del llamado clasicismo vienés, y tras de él queda sólo el amaneramiento académico a lo Dittersdorf o la renovación de un Betthoven.

Beethoven nace treinta años antes de terminar el siglo XVIII. Cuando llega el siglo XIX Beethoven es un hombre enteramente formado. Su producción juvenil procede de Mozart y su respeto hacia las formas heredadas es tan grande que durante mucho tiempo las conserva, aun cuando comience a llenarlas de una sustancia cuya incongruidad con el estilo tradicional se hace cada vez más patente, y con ello la interna   —22→   necesidad de dar nuevos modos de desarrollo a esas ideas. Por otra parte, el hombre Beethoven responde vivamente a las ideas políticas circulantes en su tiempo, o sea las prerrománticas en la literatura y en la política, en abierta oposición de conciencia social con las de un Mozart o un Haydn. Todavía su primera sinfonía, que medita durante largo tiempo, parece proceder del estilo, tradicional, pero sólo lo es en apariencia: su contenido posee ya un sentido expresivo enteramente distinto; y en la forma más, exterior el viejo minueto ha sido sustituido por otro tipo, cuya estructura se asemeja a la de aquella danza, pero cuyo carácter es diferente: el scherzo. Entre su primera sinfonía, que aparece en el primer año del siglo, y la segunda, muy poco tiempo posterior, el cambio se consolida. Beethoven, que muere antes de consumirse la primera treintena del siglo XIX, ha impreso a la música un cambio de función social tan radicalmente distinto al que su ponía en la época de Mozart, que, todo el siglo XIX va a acusar esa influencia; de tal modo, que la Sinfonía beethoveniana se convierte en el arquetipo de la música desde el punto de vista del auditor. Lo restringido y señorial, formulista y legalista del arte de Mozart cambia de aspecto para extender todos sus límites: el de su público, el de   —22→   su forma, el de la libertad de ideas y de su tratamiento. El arte va, de estrecho a ancho, de menos a más. El siglo XIX lleva, el signo más y ese signo se afirma en la conciencia popular (otro tanto en la Ópera, que desde la ópera bufa rossiniana se convierte en la gran ópera francesa bajo la presión de la sociedad burguesa hacia el segundo Imperio), tanto como en la mayor parte de los compositores. No, de todos; a partir de Beethoven mismo se nota ya otra corriente: la de los músicos intimistas, que prefieren producirse en formas pequeñas e inician un movimiento que busca círculos diferentes de auditores; tal, Schumann, como ejemplo más caracterizado; pero en quienes el espíritu del siglo XIX vive tan intensamente como en los partidarios de las grandes formas.

Ya aquí se presenta una nueva antinomia Beethoven-Schumann, de diferente significado a la antinomia Mozart-Beethoven, que desarrollaré en seguida al oponerla la antinomia Tchaikowsky-Debussy la antinomia Debussy-Strawinsky.

El músico que a mi juicio recoge más, acusadamente el espíritu democrático de las grandes formas beethovenianas, y las prolonga en el postrer tercio del siglo XIX, el músico tan esencialmente siglo XIX conforme Mozart era el   —24→   músico esencialmente siglo XVIII, es Tchaikowsky. Los dos nacen al mediar el siglo y mueren poco antes de que el siglo termine. Pero ambos son perfectamente antitéticos en el sentido social de su música, en el concepto expresivo, en la comprensión de lo formal. Ahora bien, el arte clásico de Mozart moría con él, obligando a un cambio de frente. Es el caso de Tchaikowsky, con quien muere el sentido populista de la sinfonía para las grandes masas. También tras de él se impone un cambio de frente. Este cambio se encuentra claramente manifiesto en Claude Debussy: el proceso ha sido esta vez de ancho a estrecho, de más a menos.

¿Es Debussy un caso aislado? ¿Procede por generación espontánea? ¿Es un recién llegado que rompe la tradición? Nada de eso; al contrario, su significado no puede ser más lógico dentro de la línea evolutiva del siglo XIX. Conforme Beethoven reaccionó bajo la influencia de las ideas liberales del siglo XVIII y encarnó el romanticismo musical del XIX, Debussy reacciona bajo la influencia de un linaje de ideas que en cierto modo es una especie de resaca de la gran marea romántica, pero que está estrictamente determinada por ella. Es el movimiento, en cierto modo regresivo y en otro aspecto progresivo, que se levanta en Alemania inmediatamente después de Beethoven y de Schubert, de inmenso alcance sobre la conciencia del «demos» ochocentista. Se inicia con Mendelssohn y Schumann, y en parte es reaccionario por lo que toca al sentido estricto de las formas, a su intimismo, a su busca de unos auditores escasos en números, pero muy elegidos y muy versados en su aristocratismo, por decirlo así: sólo que estos aristócratas son de un cuño nuevo, de un atuendo netamente romántico, mientras que el sentido de tal música es progresivo por la creciente agudeza que supone en la manera de expresarse, en lo incisivo de las fórmulas expresivas y de la forma que les corresponde, que no es escolástica, sino que se transforma incesantemente (y en este punto cabe decir que otro tanto ocurría en Mozart, cosa que hoy parece rara de asegurar porque se ha perdido la conciencia viva de ese período histórico) siempre a impulsos de una fuerza interior, lo cual es propio del espíritu del siglo XIX tanto para las grandes formas como para las pequeñas.

Esta corriente minorista que sigue su curso dentro de la gran riada del romanticismo democrático y plural, prosigue aguzando sus líneas características en Chopin y tras de él alcanza el apogeo de sus cualidades en Debussy, donde se echa de ver sobre todo el auge con que ha   —25→   llegado a prosperar una propensión que ya apunta en Schumann, y que es propiedad inalienable, de Chopin: la belleza de la materia, cualidad evidente en la música mozartiana después de no haberlo sido en sus predecesores alemanes, pero que fue norma imperativa en los músicos franceses del siglo XVII, esencialmente con François Couperin, quien, como Debussy, vive en un siglo largo y prolonga su influencia en él siguiente para desvanecerse apenas transcurrida la primera treintena de ese nuevo siglo.

Resumo, para dejar mejor sentadas mis proposiciones, de este modo:

I.

a) Couperin vive en un siglo largo y muere en un siglo corto en el que se extingue su influencia al llegar la segunda generación de este siglo.

b) Mozart nace, vive y muere dentro de un siglo corto en el que se desarrolla y extingue el ciclo de su actividad e influencia.

II.

a) Beethoven nace en un siglo corto cuyas influencias recibe y transforma, llenando con la suya propia todo el siglo siguiente, el siglo XIX, siglo largo por excelencia.

b) Schumann nace, vive y muere en un siglo largo; el ciclo de su actividad se extingue dentro de él, pero su influencia se prolonga indirectamente, caso semejante al de Juan Manuel   —27→   y Juan Cristián Bach en el siglo XVIII, situado entre su padre y Mozart.

III.

a) Tchaikowsky nace, vive y muere dentro de un siglo largo, de cuya sustancia se nutre, extendiéndola sin renovarla. Su misión está agotada al llegar el siglo nuevo.

b) Debussy nace al mediar, un siglo largo y muere antes de transcurrir, la primera treintena del siglo XX. Su influencia en el nuevo siglo, como la de Beethoven en el suyo, es, en el terreno estético, inmensa, de, tal modo que si, como se ha dicho reiteradamente, Beethoven hizo posible la música del siglo XIX, Debussy hace posible la del XX. Pero apenas Debussy muere, nace otra corriente, que procede estéticamente y evolutivamente de él, aunque no de sus ideas, conforme Schumann procedía estéticamente y evolutivamente de la influencia llevada por Beethoven a la Música, pero no procedía directamente de las ideas de éste. La nueva corriente, semejante históricamente a lo que Schumann significa dentro del gran mar beethoveiniano, es la que impulsa a Strawinsky en el siglo actual, nacido bajo el signo de Debussy, conforme el XIX había nacido bajo el signo de Beethoven. Si mis teorías, o mejor dicho estas tímidas proposiciones, fuesen ciertas, resultaría que como la corriente iniciada por Strawinsky va a fluir dentro   —28→   de un siglo opuesto en sus características a aquel donde fluyó la corriente schumanniana, el resultado será distinto; a saber, que la influencia de Strawinsky vendrá a ser semejante a la de Juan Cristián Bach en el siglo XVIII, colocado entre Juan Sebastián Bach y Mozart, y no como la de Schumann, nacido en un siglo largo y colocado entre Beethoven y Debussy como extremos de él. ¿Dará nacimiento el siglo XX, como varias veces se ha sugerido, a algún Mozart?

La pregunta dejará de parecer trivial tan pronto como se eche de ver que la producción en serie de la música mecánica actual, la necesidad de una música standard (por ejemplo, en el cinematógrafo) se encamina hacia la conquista de nuevos tipos de forma sólidos, constantes, aceptables por toda clase de públicos, y en los cuales las diferencias serán más bien específicas por lo que se refiera a la inspiración de cada autor que no por lo que afecte al género standard del tipo formal. Podría, pues, decirse que este nuevo Mozart (en el sentido simbólico del vocablo) podría presentarse, lógicamente, bajo los siguientes aspectos: reaccionaría contra la estética dominante en el primer tercio del siglo XX, es decir, contra el Impresionismo. Reconocería el influjo formalista de algunos compositores   —29→   actuales, (por más que la futura forma standard parece que haya de estar construida enteramente de nuevo, de pies a cabeza), pero desechando su sentido expresivo. El «melos» de este músico futuro provendría más bien del último movimiento popularista que se observase (la influencia operistita, en Mozart). Alcanzarla seguramente una gran perfección de forma, y su radio de acción podría extenderse a públicos limitados y aristocráticos sin perjuicio de que su arte fuese comprendido y gustado por otros públicos menos refinados, más sin crear en ellos un estado de conciencia estética. Por fin, ese arte habría de agotarse con él mismo, y grandes acontecimientos espirituales y profundos cambios en el sentido de la función social incapacitarían su vigencia en la nueva sociedad que le sucediese.

He aquí el gran principio que determina la vigencia, prosperidad y agotamiento de un arte: su función social. Toda la evolución del arte está dictada por la influencia recíproca y contraria de dos polos de acción: uno es la función social, otro es la fuerza creadora del artista, su inalienable aportación. Cuando ambas han logrado ejercer armoniosamente su doble juego, la curva evolutiva del arte se ha cerrado en una   —30→   forma perfecta; perfecta, pero conclusa. Nuevos elementos dinámicos son necesarios para que el arte prosiga su corriente. Período de nebulosa tras del cual comienza de nuevo la ordenada alternativa entre esos dos polos, núcleos atractivos y repulsivos de las fuerzas creadoras del artista y las receptoras de la sociedad para la que trabaja. Nos importa mucho examinar de qué manera se ejerce la función social del arte en nuestra época, y no encontramos mejor medio que el de la comparación histórica, según acabamos de hacerlo (ver nota *12 del apartado Notas).

Las manifestaciones más grandes de la música contemporánea considerada en su aspecto social son la ópera o drama lírico por una parte y el concierto sinfónico, al cual puede añadirse la importancia asumida dentro del siglo XIX por los recitales de música de cámara. Esta importancia de los recitales, mejor aún que los dos grandes aspectos anteriores, muestra el cambio de función social que experimenta la música en el siglo XIX. Mientras que el recital de música en un solo instrumento era un entretenimiento casero, y el concierto de instrumentos era propio de los camarines de la sociedad rica, el siglo XIX quiere sacar al gran público esas costumbres privadas. Ese arte necesariamente íntimo y reservado se convierte en pasto de una muchedumbre,   —31→   si no tan extensa como la que acude al concierto sinfónico o a la ópera, a lo menos mucho más dilatada que en los recitales de música de cámara, género que no dejó nunca de conservar el indicativo de procedencia. Hemos de ver en otro capítulo que tampoco perdió nunca, a pesar de su trasplantamiento, las cualidades intimistas que presidían su composición, lo cual dio origen a fenómenos interesantes que posteriormente detallaremos con el cuidado que exigen, porque una de las causas de evolución en la Música depende de ese sentido esotérico, por decirlo así, de la música de cámara.

Aun las dos formas grandes de audición musical, la ópera y el concierto, no tenían en el siglo XVIII el carácter social que el XIX les confirió. La ópera, la mayor parte de las veces, era un espectáculo excepcional al que podía asistir una gran cantidad de auditores, pero en calidad de convidados a fiestas organizadas por magnates o fiestas de corte. El verdadero popularismo de la ópera alcanza su consolidación tras de la ópera bufa y ópera cómica italiana y con las compañías trashumantes italianas que se hicieron ya espectáculo favorito de los públicos de toda categoría en los primeros años del siglo XIX. El joven Rossini pasó muchos de sus años juveniles empleado en ese menester de un lirismo urbano,   —32→   y muchas de sus óperas fueron escritas para servirlo. La enorme popularidad de Rossini, de la que Stendhal da tan ferviente testimonio, comparándola con la del propio Napoleón, que fue el gran virtuoso dé la política internacional, significa en el orden de ideas que desarrolló un fenómeno semejante, paralelo, al de la popularización de los conciertos sinfónicos en tiempos de Beethoven.

El concierto sinfónico, durante la juventud de Beethoven, no era, como la ópera antes de Rossini un espectáculo habitual de la sociedad filarmónica. En varias capitales de Europa se iniciaba ya desde los años de Haydn un movimiento de creciente aceptación de este género de espectáculo que llevaba a las salas de los teatros y a las naves de las iglesias un género; de arte que, pluralmente considerado, apenas existía más que de este modo: es decir, considerado como función religiosa. La música religiosa aplicada exclusivamente, al culto realizaba una misión que más que función de arte social tenía un significado suntuario; de tal modo que, mientras las Iglesias no perdieron de vista este significado de la función musical en el templo, la categoría de la música ejecutada se mantuvo siempre en un elevado, nivel de arte. Sólo cuando tras de la Reforma se entendió a la música del templo como   —33→   un medio de atraer a los fieles y de satisfacer sus gustos o comprensión de la Música, solicitando su colaboración en ella, ese nivel comenzó a decaer, al hacerse ingresar en el canto coral melodías populares o tradicionales de fácil entonación y tratamiento armónico. Desde ese instante la calidad de la música era cuestión particular del maestro cantor. La enorme diferencia, entre la música de un Palestrina en la Iglesia católica y la de un Bach en la luterana consiste en que la primera estaba sustentada en principios formativos y espirituales que le eran impuestos por coerciones de índole religiosa, mientras que en Bach procedían directamente de su propia genialidad, de tal modo que el nivel tan elevado del arte de Bach hace excepción entre sus contemporáneos (no entre los mejores, naturalmente), mientras que la elevación de sentimiento era general, en tiempos de Palestrina, a la normal polifonía eclesiástica. La aportación personal de Palestrina, o la supuesta aportación expresiva de Victoria, la elegancia de un Guerrero, eran cualidades marginales en ese arte; en el de Bach eran cualidades esenciales para la manera de apreciar el valor del arte.

Un proceso semejante ocurrió con la aportación personal de un Haendel en la música religiosa en Inglaterra, pero de un modo aún más   —34→   elocuente por lo que se refiere al cambio de función social de la música sagrada en la primera mitad del siglo XVIII. Mientras que Bach creaba en Alemania su especial tipo de Cantata, forma de música religiosa más liberal que la música de la Misa, pero que en Alemania procedió directamente de la misa luterana (en la que Heinrich Schutz había injertado, mediante el siglo XVII, el estilo monódico italiano), Haendel consolidaba en Inglaterra la boga del Oratorio. Ambas formas tienen por objeto alimentar el sentimiento religioso de un público en masa, intensificándolo merced a la influencia de la música; más eclesiásticamente, por decirlo así, en la Cantata de Bach, que evolucionaba en tal sentido después de sus comienzos casi operísticos; más espectacularmente en el Oratorio de Haendel, cuyos modos y estilos se confundían, con frecuencia, en su manufactura, con los de sus óperas (ver nota *13 del apartado Notas). De tal modo la corriente social del melodismo iba por el cauce de la ópera o de la sinfonía, que al desaparecer los dos grandes alemanes, tan unidos aun a la gran tradición polifónica, ésta periclitó juntamente con las formas Cantata y Oratorio, mientras que se levantaron en un auge de raudo vuelo la Sinfonía de Haydn y la ópera de Mozart. Inglaterra, donde el Oratorio había creado una necesidad musical en masas de público   —35→   ya grandes, responde en seguida a la sinfonía de Haydn, llamándolo para celebrar conciertos públicos en Londres. La ópera, por otra parte, ya en boga desde Haendel, sigue extendiendo su radio de acción en la sociedad inglesa3.

Todavía en tiempos de Haendel y en los de Gluck, la ópera aludía a episodios altisonantes de dioses griegos o de personajes de elevada alcurnia histórica. La corriente cada vez más engrosada por el público en favor del espectáculo lírico llevó a la ópera a ocuparse de asuntos populares, sentimentales unas veces, de alta comicidad en otras. Esto ocurre apenas el Romanticismo se extiende por Europa. Weber y Rossini son los más grandes contribuidores a la nueva función que la ópera asume en el siglo XIX.

La sinfonía, por su parte, no habría logrado su cambio de función social, pasando de las salas palaciegas a la reunión de diletantes en espacios cada vez más capaces, si los compositores no hubieran sabido llenarla con la sustancia emocional que exigía la sociedad del siglo XIX desde sus principios a consecuencia del influjo ejercido sobre ella por los novelistas y los poetas románticos. Sentimentalidad, por una parte; patetismo, conflictos amorosos de los cuales el compositor   —36→   es el protagonista, y juntamente con todo ello, un eco de la música de los campos y las aldeas que respondía a las incitaciones románticas de vuelta a la Naturaleza, y en consecuencia, inspiración en las formas y aspectos estilísticos de las artes populares; precisando, de la danza y la música popular.

Véase, en este punto concreto, la diferencia de sentido que el influjo popular ejerce sobre la música del siglo XIX y la ejercida en tiempos anteriores. En términos generales, el músico era un hombre modesto que provenía del estado llano y no pasaba de ser, en el aprecio de los señores de los siglos XVII y XVIII, más que un miembro de la servidumbre. Haydn y Mozart llevaron librea. No era extraño que los músicos, aun los de las cortes más rígidas, buscaran refresco a sus ideas en la música aldeana que hablan escuchado en su infancia, como Haydn en las aldeas húngaras. Por otra parte, gran número de danzas populares ascendían al salón, pero jamás hubieran conseguido aclimatarse en él si no hubieran perdido el pelo de la dehesa para convertirse en meras fórmulas de un esquematismo creciente. Así pudo ocurrir que las formas de danza que compusieron la suite primitiva se transformasen en esquemas de forma en los cuales el sentimiento o perfume (por decirlo así, en un   —37→   lenguaje incomprensible en aquella época) había desaparecido, para dejar sólo cuadros formulísticos que rellenaban con materia propia, la invención del compositor. En tal sentido, un músico como Haydn aristocratizaba la aportación popular en una medida comparable al modo con que un Palestrina clerificaba una canción popular en sus misas polifónicas.

El ingreso de la música popular en la música sinfónica o en la de los salones burgueses del siglo XIX se opera de un modo exactamente contrario: es su sentido llano, alegre, bailable o melancólico lo que interesa al compositor y a sus auditores. Si Rossini en Guillermo Tell y Beethoven en su Sinfonía Pastoral utilizan el Ranz de las Vacas es con propósito y ánimo sentimental, pintoresco, de evocación de paisaje y de modalidad poética en su música. Ópera y Sinfonía aumentaban consecuentemente el número de sus auditores, y extendían su función a la sociedad del siglo XIX hasta hacer de ambos aspectos musicales el arte social por excelencia, a la vez popular por el número y aristocrático por la calidad. La ópera y el concierto sinfónico reúnen en la misma sala al público de elevada posición social y al pequeño burgués. Y cuando es necesario descender el nivel artístico para ponerse al alcance del público de la calle, se recurre a los géneros menores   —38→   del teatro lírico, no concebidos ya como en su origen4, sino como edición menor y vulgarizada de la ópera. El italianismo invasor en la opereta, en el vaudeville, en la zarzuela no significa otra cosa. A su vez, la música al aire libre no ofrecerá ya al pueblo música popular, sino música peyorizada del tipo concierto, aplebeyada, capitidisminuida, para dejar bien afirmado el sentido de la función social de un tipo de música en la época.

Sin Beethoven, esencialmente, el concierto sinfónico no habría podido alcanzar su auge en los términos de alto arte, que asumió en el siglo XIX. La sinfonía beethoveniana es su principal agente, y cuantos músicos románticos desean tomar parte en el concierto sinfónico se aproximan al tipo «sinfonía» o al tipo «gran obertura de concierto» que proceden de Beethoven. De tal manera es así, que aun los músicos que no sienten interiormente el imperativo de las grandes formas, las aceptan para poder alternar en ese tipo de espectáculo sin el cual no habrían logrado penetrar en la conciencia popular de su tiempo. Esto explica el descenso que la forma sinfónica beethoveniana experimenta inmediatamente tras de él al ser practicada por los músicos movidos   —39→   por impulsos intimistas o de formas pequeñas, y explica también la paradoja de que esos músicos que transformaban las formas pequeñas de cámara de procedencia aristocrática, infundiéndolas un sentido pasional y poético netamente románticos, fuesen los mismos que concibiesen la Sinfonía como una gran fórmula, esforzándose por seguir el patrón legado por Beethoven; es decir, que mientras practicaban un sentido progresivo en las formas pequeñas, eran regresivos en las grandes. De tal modo, que cuando un gran músico como Liszt, sentía el imperativo de las grandes formas, necesitara a su vez transformarlas, según Beethoven lo hizo en su momento. Así Liszt corresponde al sentido progresivo de Wagner en el drama lírico, romántico creando el nuevo tipo de Sonata y de la Sinfonía románticas, y transformando el tipo overtura de concierto en su peculiar poema sinfónico.

Si Berlioz y Lisu fecundan el principio formal de la sinfonía beethoveniana, puede ocurrir un Tchaikowsky. Si no lo fecundan, ocurre un Brahms. Aquél sigue un sentido progresivo, pero ya próximo al final del gran empuje romántico. Brahms sigue un sentido regresivo; pero, como en efecto, el gran impulso romántico está en vísperas de agotarse, puede parecer, no sin gracia, que Brahms se acerca a una época nueva mejor que Tchaikowsky: es pura falacia.

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La corriente del siglo XIX no va, en los últimos años del siglo, y en los países latinos especialmente, por ese lado de las grandes formas. Al contrario: éstas parecen cada vez más exhaustas, lo mismo en los, sinfonistas de tono patético y sentimental, como Tchaikowsky, al que elijo por modelo, que los de tono formulario y conservador, como Brahms. El teatro mismo se agota tras del fenomenal crepúsculo wagneriano, y, cuando en los albores del siglo nuevo se intenta hacer un teatro que responda a las ideas prósperas en la música de formas pequeñas, por ejemplo, en el teatro simbolista de Maeterlinck y Debussy, la experiencia tiene por consecuencia tan sólo la caída en los breves ensayos líricos de los expresionistas, lo cual es el fracaso del teatro como gran forma. El rápido declive se observa ya en Ariadna y Barba Azul, de Dukas, que es de 1907, de tal manera que cuando Alban Berg dio en 1925 su Wozzeck, pareció operarse un milagro.

El camino que desde el siglo XIX conduce al XX con una pulsación viva y una creación auténtica que responde a estímulos reales y no ilusorios, es el de la música de pequeñas formas, cuyo origen arranca de las formas populares del lied alemán convertidas por Schubert en canción de sociedad burguesa, solidariamente a las   —41→   pequeñas formas para piano, que entusiasman a dicha sociedad en términos tales que dejan abandonada, prácticamente, la Sonata beethoveniana para piano. Lo dicho respecto de la Sinfonía beethoveniana y la posterior regresión de esa forma, hasta la sinfonía poemática de Liszt, se aplica a la forma Sonata que, desde Beethoven, no puede considerarse como una forma pequeña; de tal modo que es ella: la que sostiene el espectáculo llamado recital de piano, conforme su sinfonía mantuvo el espectáculo llamado concierto sinfónico.

El recital de piano donde las formas pequeñas tienen principalmente cabida, es, dentro del aspecto intimista, salonnier, de la música, una creación del siglo XIX en donde la función social del instrumento solista en el siglo XVIII queda enteramente subvertida. Guarda de él su calidad aristocrática en el género y cierta dificultad de apreciación, cierto hieratismo en su sentido que le dan un especial prestigio intelectual; pero, conjuntamente, se alza la enorme categoría asumida por la sonata de Beethoven, tanto por lo que concierne a forma y contenido cómo por lo referente a excelencia instrumental. En un aspecto, el desarrollo de la función social del recital de piano, con sus características especiales que quedan apuntadas, es semejante al desarrollo   —42→   del concierto sinfónico bajo este concepto de función social. Otro segundo aspecto característico del «recital» responde a una derivación del entusiasmo que la sociedad de todos los tiempos sintió por los artistas de grandes facultades, y de brillante ejecución, vocal o instrumental. Sin embargo, el solista de gran virtuosidad vivió siempre al margen de la música concebida como un juego soberbio entre forma y contenido, y tal solista no perdió nunca su peyorativo origen juglaresco; pero, gracias a él, la música se transforma al llegar el siglo XVII, y la monodia acompañada termina por desterrar el arte polifónico vocal. Toda la ópera vive, después, de él, y el desarrollo de la música instrumental le debe sus principales estímulos. Mas como éstos son de una índole exterior y circunstancial, el primitivo «concierto» de solistas o de un solista acompañado, típico del primer clasicismo italiano del siglo XVII y de la primera mitad del siglo XVIII, se vio relegado a términos subalternos, tras de la importancia asumida por la forma Sonata y Sinfonía.

Únicamente en la ópera el solista conserva su hegemonía; pero ya la ópera romántica alemana, culminada en Wagner, se esfuerza por realizar en la escena una proscripción semejante a la que experimentó en la música instrumental.   —43→   Su gran auge como solista del bel canto con fiorituras tiene tres consecuencias muy típicas en el siglo XIX, a saber: el tipo de virtuoso diabólico del que Paganini es el ejemplo fehaciente; segundo, su reflejo en Liszt; tercero, el estilo melismático y arabesco en el pianismo de Chopin.

El recital de piano nació al mediar el siglo XIX, a expensas de ese auge de la virtuosidad vocal e instrumental, de modo que en los primeros conciertos de piano-solista intervenían con frecuencia cantantes de grandes facultades, que llevaban al programa arias de ópera. Liszt, al sentirse capaz de realizar en el dominio del teclado un arte de análogos atractivos, fue el primer pianista que se atrevió a ofrecer todo un programa exclusivamente de música para teclado. Es natural que figurase en él una buena cantidad de virtuosismo, que en Liszt afectaba la forma de fantasías sobre óperas, rapsodias de temas populares y «perífrasis» de música teatral. El ejemplo respondía indirectamente a la necesidad de llevar a un público tan extenso como fuese posible el alto arte adonde Beethoven había elevado el piano con su Sonata. Sin tardar mucho, el recital para piano se formalizó como una sesión en la que figuraba alguna gran sonata y varios grupos de formas pequeñas, en las cuales, la necesidad de invención y de originalidad   —44→   propias del estímulo romántico se vela forzada a solicitar del ejecutante unas grandes facultades técnicas; es decir, de un virtuosismo no superficial ya, sino realmente subordinado a altas cualidades estéticas.

Esto último fue obra sobre todo de Mendelssohn, Schumann y Chopin, a más de Liszt, quienes, tanto en las formas pequeñas como en las formas mayores, crearon la corriente que, mejor que la altamente sinfónica, ya a desembocar en el nuevo siglo. Las formas pequeñas, de las que Schubert habla dado insuperables ejemplos, adaptados a la sociedad vienesa, se desdoblaron tras de él en dos tipos calificados: de canción de arte y de pequeña pieza pianística también refinadamente confeccionada. Esa transición se encuentra Canciones sin palabras de Mendelssohn, tras de los Impromptus y Momentos musicales de Schubert. Consecuentemente, se crea otro tipo secundario de concierto: el recital de lieder. Mas hay que añadir, que las formas mayores de los grandes compositores románticos para el piano, no proceden mucho más directamente de la Sonata beethoveniana que no procedió del espíritu de sus sinfonías la sinfonía romántica. Del mismo modo que la gran creación romántica en el terreno orquestal es el poema sinfónico, que procede de la obertura beethoveniana, las formas   —45→   mayores pianísticas proceden de la Variación de Beethoven y de sus scherzos para piano, no de su gran construcción «primer-tiempo-de-Sonata», aun tan elástica como era. Gran cantidad de las obras mayores del pianismo romántico son series de variaciones, a lo que incitó ya el propio Beethoven con sus grandes obras, integradas por variaciones únicamente, mientras que sus sonatas «al modo de una fantasía» se adaptaban más a la necesidad que esos compositores sentían de inventar continuamente fórmulas características en el terreno del teclado. Ante esta circunstancia, lo mismo que ante el progreso ininterrumpido de la técnica orquestal y del creciente interés por el colorido orquestal, les era difícil entronizar tipos cerrados de forma como la Sinfonía o la Sonata de Beethoven, en las cuales la importancia dada al contenido sentimental no progresaba mancomunadamente con el avance de la técnica instrumental y de su creciente provisión de nuevos timbres, en el sentido de lo que se ha llamado «materia» musical, al que tan decisivamente atendieron los compositores románticos desde Schumann a Chopin en un proceso cada vez más agudo que fue a parar directamente y sin interrupción en el arte de Claudio Debussy.

Estamos a la puerta del nuevo siglo. Un río se vierte en la mar plena. Vida nueva, al parecer.   —46→   Pero estamos oteando el paisaje desde un avión, y el efecto es enteramente distinto de cuando contemplamos el panorama desde una altura próxima a la costa. El mar no es la infinita extensión azul que todos sabemos, sino una serie de líneas desiguales que van desde un color blanquecino al verde intenso: la profundidad de las aguas es la que da origen al tono, reflejo del cielo. El río lleva sus propias aguas azules a bastante distancia dentro del mar; en un principio, al que si sus propias márgenes le trazasen unas líneas de fuerza en un sentido paralelo, que en seguida se hace divergente y que termina por ensancharse de tal forma que el matiz aportado por el río se funde entre los tonos verdosos marinos. A ambos lados de la desembocadura las arenas, detritos y materia muerta que arrastra consigo la corriente del río, forman extensos deltas; propileos que marcan la entrada de los tiempos nuevos.

En el siglo actual apenas hemos traspuesto esos propileos formados por el lastre del siglo último; pero la corriente azul, purificada, avanza considerablemente, ya extendida de tal modo y sin sujeción al cauce de la reacción pública, que no tardará en fundirse en la conciencia popular. Lo ocurrido con la música de Beethoven en el primer tercio del siglo pasado ocurre en éste con   —47→   toda aquella serie de novedades, tan desasosegantes en sus últimos años, y todavía materia de viva discusión durante otros muchos del actual, cuyo mejor ejemplo lo proveen las obras de Claudio Debussy, como La siesta de un fauno, que es de 1892, o los Nocturnos, terminados el último año del siglo XIX. Con Pelléas et Melisande, que se estrena en 1902, comienza el siglo XX; pero esa obra estaba trabajándose desde diez años antes. Las primeras piezas para piano, significativas de la personalidad de Debussy, datan de 1901 y poco después; en ellas se advierte todavía, junto a rasgos ya específicos de su personalidad, su procedencia de la técnica pianística romántica, Schumann y Chopin, por varios motivos, sin perjuicio de aportaciones personales, ya en crisálida, ya larvadas para poco más tarde. Otro aspecto notable del genio de Debussy, su música para canto y piano, de más atrasada fecha de creación (las Ariettes oubliées son de 1888, y los Poemas de Baudelaire de 1890), muestra aún más claramente la doble procedencia de su personalidad, las dos corrientes que formaron su espíritu, a saber: la estética del Romanticismo alemán involucionada en un movimiento literario y pictórico que, en el período de floración del genio de Debussy, se aparecía a sus con temporáneos: como el último punto de avance en todas las cualidades más primorosas   —48→   y más sensibles del arte; más propias al espíritu francés además. Me refiero a la poesía y a la pintura francesa de las últimas décadas del XIX.

Tanto en el simbolismo poético como en el impresionismo pictórico francés se observa algo análogo a lo que tras del arte beethoveniano, arte de grandes formas, significó el arte intimista de la segunda generación romántica en Alemania. Es una intensificación del espíritu romántico, pero tiene distintos modos de reacción social: en lugar de solicitar a las grandes audiencias, de lanzar abrazos a los millionen, de expansionarse en el drama lírico de gran vehemencia, se contenta con el piano, en el que busca a la vez escena, orquesta y... paisaje. Es natural que si encontraban todo eso en el dominio del teclado no lo fuese sino en virtud de un espejismo. El drama no se manifestaría más que de una manera alusiva, concentrada en fórmulas escuetas, aunque de una gran incisividad de gesto; la orquesta era un nuevo modo de apreciar calidades sonoras un poco al modo de los tocadores de guimbarda, el aparatito sonoro que se sostiene entre los dientes y resuena dentro de la caja craneana. El paisaje era solamente la ilusión de algún momento vivido con singular intensidad en un paisaje real o imaginario. El arte se refería, no a la descripción   —49→   de las pasiones humanas en su gran proceso dramático, sino a sensaciones aisladas, breves, efímeras, que, para no perder su intensidad de un momento, requerían procedimientos expresivos muy intensos en la instantaneidad de su acción. Y puesto que el drama, la orquesta y el paisaje estaban dentro del espectador y era la propia interioridad del espectador lo que había que conmover, el agente sonoro necesitarla ser una especie de medicina, o de fórmula o de llave, o de símbolo que, introduciéndose en el ánimo del paciente, desarrollase en el interior de su facultad estética toda la potencia expresiva de que tal símbolo, o forma, o llave, o especifico estaba dotado.

Se sabe cómo semejante concepto ha sido llevado no sólo al piano, en donde tuvo nacimiento y lógica prosperidad, sino incluso al teatro, con las experiencias de algunos artistas rusos. Llevar este proceso intimista al teatro es, desde el punto de vista lógico, una contradicción sustancial; pero la experiencia ha producido resultados notables. En todo caso es un experimento llevado a su limite más extenso. Entre ambos limites estará el arte musical de Debussy, y de los músicos que le acompañaron más o menos dé cerca, cuando llevaron a la orquesta sinfónica esa manera de concebir el arte, y aun introdujeron en su técnica   —50→   semejantes procedimientos, creando una técnica nueva de la instrumentación, que ha sido comparada, acertadamente a mi juicio, con el puntillismo en pintura: una técnica disociativa, de fragmentación de aquellos elementos que corrientemente se presentaban como un conglomerado de substancias sonoras o cromáticas, a fin de que los materiales al natural, como el color puro o el timbre aislado de los instrumentos, operasen no en mezclas cuya oportunidad y conveniencia estudió largamente la ciencia del siglo XVIII y del XIX, sino en yuxtaposiciones en el espacio -en la pintura- o en el tiempo -en la música-, cuya mezcla se haría en el laboratorio personal, íntimo, del espectador; el cual, como es consiguiente, recibiría una emoción cuya categoría e intensidad estarían en relación con su nivel mental o sensibilidad artística. El arte del siglo XIX, al extender un principio de siglos anteriores, hablaba al individuo después de dirigirse a la masa social; es decir, que se dirigía primero a la conciencia general en un mensaje de universales alcances. En seguida, juntamente con este mensaje, el compositor añadía términos secundarios que solamente algunos individuos de entre la masa, provistos de órganos detectores más afinados, eran capaces de captar. A la inversa, el arte con que   —51→   el siglo termina y comienza el actual se dirige a la conciencia individual en forma de breves apotegmas y sentencias cuya agudeza críptica es percibida en su total medida solamente por los iniciados. Si llega a producirse un estado de conciencia social es porque los tales iniciados se congregan en círculos de intercambio de opiniones y porque merced a un fenómeno especial, creado por el siglo XIX, hay unos órganos de ligamento y de contacto que consisten en la literatura crítica, la prensa especializada y las sociedades artísticas. Se crea un estado de conciencia que ya no procede directamente de la emoción artística, sino, secundariamente, de un trabajo de propaganda doctrinal. El concierto público tiende a ser cada vez más restringido por lo que afecta al número de oyentes que solicita, lo mismo que el museo y la exposición de pinturas, cuya razón de ser consiste en la necesidad de presentar conjuntamente las diversas experiencias individuales a fin de crear una conciencia estética colectiva. (Así, el nuevo régimen alemán ha reaccionado violentamente contra la pintura moderna, rebajándola en los museos oficiales a una categoría de «galería de horrores».) Indirectamente, por lo tanto; de tal modo que, cuando los organizadores de una y otra formas de manifestación artístico-social, siguiendo los principios de educación   —52→   democrática o de democratización de los espectáculos llevan el arte musical a las grandes masas, éstas imprimen un fuerte movimiento regresivo, colocándose en su normal punto de gravitación, o sea en la sinfonía beethoveniana5. El progreso en los gustos de una minoría que suele imponer su opinión transitoriamente en la selección de las obras no debe producir ilusiones ni equívocos. La consecuencia consiste en que mientras que la gran masa se desentiende de las manifestaciones más refinadas del arte intimista, la levadura formada por la minoría inteligente se retrae a núcleos cerrados de audiciones especializadas. Aquella mayoría toma sólo de las obras nuevas su mayor o menor proporción de espíritu viejo, esto es, siglo XIX; mientras que la minoría solicita una acentuación en la proporción del espíritu nuevo. Un antagonismo resulta en el cual, por la normal evolución de los hechos, se terminará a la larga agotando el contenido de lo viejo, pero creando núcleos mayores propicios al nuevo espíritu. Ahora bien, mientras el cambio en la conciencia social se opera, el organismo de transmisión, que es la escena o el concierto, sufre grandes contratiempos, ya que, creado en virtud de   —53→   ciertos principios y para realizar determinada función, no puede adaptarse sin quebranto a principios distintos -si no contradictorios- y a una función de diferente alcance. En nuestros días y por lo menos en nuestros países meridionales estamos presenciando esas crisis de la escena y del concierto; y aún vemos cómo surgen tipos de provisión artística nuevos, entre los cuales los más extendidos y popularizados son el cinematógrafo de una parte y la música mecánica de otra. Estamos lejos del período final de esta etapa de transformación, y por eso no se ve claro todavía qué tipo de arte nuevo, qué creación específicamente propia del siglo XX van a crear esos dos grandes agentes de la estética social. Ellos mismos están en plena evolución, determinada por las dos grandes fuerzas en oposición recíproca y contraria, es decir, la aportación de fuertes personalidades y la demanda hecha por los núcleos sociales cuya conciencia estética está aún en período de plena formación.



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