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ArribaAbajoCapítulo II

Las Grandes Formas: La Estética


Los dos aspectos más significados de la función social que la música desempeña en todo período histórico, con una unidad reconocible en cada ciclo cultural, corresponden como cosa más propia de ellos: al aspecto demótico del arte, las grandes estructuras sonoras, las grandes formas musicales, grandes no sólo por la longitud, aglomeración de elementos, suntuosidad en el estilo de la dicción y extensión del radio de acción, sino correlativamente por la riqueza y complejidad de su fisiología orgánica; y el aspecto aristocrático, selecto, refinado, intensivo, no exento de cierto hieratismo, a las formas pequeñas. Aquéllas, las formas grandes, se dirigen en términos generales a la masa; estas otras a, un público especializado. Por lo tanto, aquéllas están movidas por una gran fuerza expansiva y buscan la catolicidad de forma, a fin de imponerse directamente a la masa de auditores, a la que transmiten mensajes que, aunque provengan de una procedencia individual, aspiran   —56→   a la pluralidad humana: en ellas, lo individual quiere convertirse en expresión universal, y lo personal es sólo la fuerza dinámica de la expresión. La generalidad de la función no obliga a la reciproca, es decir, que una obra de gran forma no por eso ha de tener un alcance forzosamente colectivo, ni una obra de forma pequeña ha de ser forzosamente de una calidad aristocrática por esa sola razón. La trayectoria inversa a la anterior se encuentra en las formas pequeñas: lo que es expansión, pluralización en las grandes, es, en las pequeñas, concentración de pensamiento, represión de fuerza, análisis de elementos. Si las grandes proceden de dentro a fuera, transformando el sentimiento del artista en símbolo musical capaz de ser recibido por la conciencia social, en las formas pequeñas el artista procede de fuera adentro; recoge los datos ofrecidos por la materia sonora articulada y los disgrega en sus elementos, a los cuales impregna de una sustancia íntima y personal, en una combinatoria cuya complicación se basa en una sucesiva aceptación de convenciones simbólicas, y, por lo tanto, en un creciente hieratismo de significado, y exterior apariencia jeroglífica. Se comprende cuál es el peligro que amenaza a cada uno de esos dos grupos de formas: lo expansivo de las grandes conduce a la vaguedad; lo represivo de las pequeñas,   —57→   a lo arbitrario. Mas, en las épocas sociales en que ambos grupos de forma realizan una función genuina, ésta obliga a un intercambio entre ellos que sostiene el equilibrio y la vitalidad; de tal modo que por el crecimiento normal de la función y el proceso de asimilación y necesidad de nuevo alimento, llega a ocurrir, y tal ha sido el caso constante de la música en el siglo XIX, que las formas pequeñas aumenten su radio de acción, mientras que las grandes intensifiquen la suya merced a la aceptación de ingredientes propios de las pequeñas.

Este fenómeno de simbiosis ocurrió según dos fases. La primera fue la del ascenso a la categoría de gran forma de otras que anteriormente a Beethoven no tenían sino la de formas pequeñas, a saber: las formas pianísticas y las concertadas de cámara. El hecho fue posible por razón de la estructura idéntica en su época entre las grandes y las pequeñas, esto es: la forma Sonata, general a todas ellas. La causa inmediata del hecho fue la creación del recital de piano y de cámara, bajo el estímulo del concierto sinfónico.

La segunda etapa de este intercambio consiste en llevar al tipo sinfónico un linaje de matices expresivos y procedimientos de combinación técnica, de laboratorio, por decirlo así, que eran peculiares de las formas pequeñas. No ya de   —58→   aquellas que hablan ascendido de categoría, como la sonata y el cuarteto, sino de la música intimista, de la kleine stück, que tiene en Schumann su mejor representante por lo que se refiere a la caracterización expresiva, o, dicho de otro modo, por la acentuación del gesto sonoro; y en Chopin, por el poder expresivo y colorista de la armonía y la riqueza ornamental melismática. El traslado de estos elementos de expresión íntima e individual a la gran música sinfónica se opera cuando los compositores dejan de encontrar que el piano es una orquesta en, miniatura suficiente para su voluntad expresiva, y aspiran a expresarse en una orquesta efectiva, a la que, en consecuencia, aplican un modo de tratamiento analítico y disociativo. El hecho está consumado en la música llamada «impresionista» en los primeros años del siglo XX, y, calificadamente, con Debussy.

La ilusión del medio ambiente en que se movían los impresionistas pudo hacerles creer que se producían en los términos propios de las grandes formas, y de este modo, Debussy, que en sus Nocturnos, o en La Mer y en Images llegó a dar al impresionismo su máxima dimensión, trabajaba encarnizadamente desde apenas terminado el Preludio para el Après midi d'un faune en la ópera Pelléas et Melisande, que es la obra cumbre   —59→   del impresionismo musical llevado al terreno de la forma de mayor volumen que exista: la ópera, conforme años antes había intentado en La demoiselle élue una especie de oratorio, ya que la Cantata de escuela L'enfant prodigue apenas merece incluirse por su circunstancialidad en esta serie de razonamientos.

Pero, como digo, se trataba más bien de una ilusión. Lo que caracteriza a las formas grandes no es sólo la consecuencia en el estilo, en la expresión y en la manufactura, esto es, la constancia en el principio estético, sino precisamente el sentimiento de unidad general producido por la continuidad del esfuerzo en una gran línea ininterrumpida que se eleva desde el comienzo, prosigue su curva dinámica, para no descender más que en la recapitulación final, una vez cumplid a su misión.

Este sentimiento interior de la unidad es el principio fundamental de las formas grandes, y si puede analizarse técnicamente en las del tipo sinfonía, en cambio es impreciso en su formulación, aunque no sea menos evidente, en aquellas grandes formas que tienen una tectónica preestablecida menos rigurosa, como la Misa, fuera de lo puramente litúrgico (ver nota *14 del apartado Notas), el Oratorio, la Cantata y la Ópera, formas integradas por piezas sueltas en las que, sin embargo, no se encuentra   —60→   el carácter fragmentario, disuelto, oscilante de las grandes formas impresionistas. El hecho de que exista una cierta rotación formularia en las grandes formas, compuestas por una sucesión de piezas integrantes, no impide ni estorba para lograr ese sentimiento de totalidad que el compositor encontraba en la correlatividad entre su idea y su esfuerzo creador, ya al mantener el esquematismo de la rotación en los tiempos de la Misa y de la Sinfonía, ya cuando prescinde de ella y crea alteraciones nuevas.

Pero el principio alternativo, cuya formulación era una herencia de los periodos clásicos y esencialmente del vienés, parecía ya a los románticos de la segunda generación una influencia vertical, paralizadora, que conservaban cuando abordaban las grandes formas sin un deseo manifiesto de renovación, corno Schumann en sus sinfonías, pero que modificaban considerablemente en aquellas obras que como el Fausto y el Manfredo o El Paraíso y la Peri responden directamente a su sentimiento romántico. Estas obras, cualquiera que sea el calificativo genérico que lleven, muestran la última consecuencia en tiempos románticos de una de las formas grandes de más interesante fluctuación a lo largo de su existencia, la Cantata tanto como el Oratorio,   —61→   que es el eslabón con que la Cantata se une a la gran forma colectiva por excelencia: la Misa.

Bien que la Cantata tenga un aspecto religioso y otro profano, la diferencia consiste sólo en la clase de texto elegido, pero funcionalmente ambas son la misma cosa, lo cual ocurre en el Oratorio. Ambas formas son la consecuencia de la función musical concebida como expresión del sentimiento religioso en la sociedad. Cuando la función social en términos musicales deriva hacia el teatro en la segunda mitad del siglo XVIII, ambas grandes formas, Cantata y Oratorio, decaen y se anquilosan6. La gran Cantata de Bach, que él eleva a considerable altura, desaparece con él mismo. Posteriormente, la Cantata se relega a ocasiones episódicas en las que el carácter social y en cierto modo religioso predomina, así en las Cantatas Francmasónicas de Mozart, y alguna ópera suya como Il re pastore, que se confunde con la cantata profana, tanto como otras obras de Haydn. En los románticos, la Cantata vive corno forma de excepción para que solos y coros y orquesta interpreten textos poéticos que se aproximan en esencia al teatro, aspiración permanente en el movimiento romántico, pero que por su hechura especial no tienen posibilidad de ser llevados a la escena. O bien   —62→   persiste la Cantata romántica como forma anquilosada para solemnidades del carácter indicado. La pervivencia del tipo Cantata en la Inglaterra romántica y postromántica es un ejemplo claro de su función dentro de una sociedad lenta para las transformaciones sociales.

El Oratorio es una de las grandes formas prerrománticas que el Romanticismo conserva gustoso, porque su doble aspecto sinfónico y vocal le permite construir obras de vasta dimensión a las que puede aplicar el nuevo espíritu de la música dentro de un ámbito de religiosidad que es, de hecho, inalienable a las grandes estructuras sonoras, lo mismo que a las grandes arquitecturas. Sólo la aplicación cambia, y la aspiración anterior, que era el Templo, puede llamarse después Palacio de Justicia, Palacio del Imperio, Ministerio, Palacio de Exposiciones o de industrias, Teatro de la Ópera o Cinematógrafo. La penetración de los estilos modernos en el sacro recinto de la Misa ha sido practicada entre discusiones, y únicamente tolerada cuando la música, aunque careciese del aspecto severo e imponente del canto llano o de la gótica monumentalidad de las grandes estructuras contrapuntales, estaba dictada por un sentimiento de verdadera religiosidad, como en Beethoven o en Liszt. La profunda diferencia entre la religiosidad del romántico   —63→   y la fe del músico en las grandes épocas polifónicas consiste en que el romántico expresa sus sentimientos «propios» tan fervorosos como se quiera; pero no es, como en aquellos otros tiempos de Palestrina o Lasso, el eco directo de la fe multánime. El Romanticismo sentía la religiosidad en la manifestación exterior, pero podía discrepar, y discrepa frecuentemente, del principio dogmático. La Revolución Francesa sentó entusiasmada el principio de la «Misa laica», y, sustituyendo el principio por otros de nueva entronización, creó grandes obras corales y sinfónicas donde el hombre se divinizaba, el Creador dejaba de ser el Dios del Vaticano para convertirse en el padre de la Humanidad, en el Ser Supremo, de la Razón y de la Justicia, y la comunión de todos los seres se hacía, no con las divinas sustancias, sino bajo la evocación embriagadora de la alegría por su redención civil y de su libertad política.

El sentido religioso cambia en el siglo XIX. La sociedad de la Iglesia y sus fieles está sustituida por el nuevo concepto del Estado y sus ciudadanos; pero cuando por virtud del principio suntuario se necesita enaltecer el nuevo sentimiento religioso, las formas universales y constantes de lo suntuario se repiten; a saber: magnitud del local, riqueza decorativa, ordenación   —64→   rítmica de las masas y ceremonias mágicas, en suma, la Música en su más amplio despliegue de fuerzas. Un mito común a todas las épocas y civilizaciones guardará el contacto entre las solemnidades eclesiásticas y las civiles de nuevo cuño: el culto a los muertos, que en el nuevo caso es el culto a los héroes. Así, el Romanticismo, desde sus primeros tiempos, cultiva con especial fervor el Requiem, las Sinfonías fúnebres y triunfales. Cuando Beethoven escribe una Misa a su gusto, vierte en ella su concepto romántico, de la divinidad, y, recíprocamente, cuando, tras de rendir homenaje a los principios románticos del heroicismo, del madrigal amoroso, del amor a la naturaleza, de la embriaguez dionisiaca (en cada una de sus sinfonías), le toca escribir otra sinfonía sobre el gran terna de la Libertad y de la alegría de la Redención, se ve forzado a recurrir al doble ingrediente de la orquesta y los coros, fundamental en las grandes formas de procedencia religiosa.

Este carácter de religión laica tan propio de los primeros años románticos persiste en toda la obra de Beethoven y está indisolublemente ligado a su concepto de la forma sinfónica entendida como gran forma de la nueva religión social del siglo XIX en oposición a la gran forma profana de esa misma época que era la música escénica,   —65→   la ópera de Rossini. Nicht diese toene, dice, aun cuando, a seguida, haga ver que su tratamiento del solista vocal no ha podido escapar a la técnica virtuosista del gran italiano.

El público religioso que después de la Misa habla sido llamado a fiestas musicales menos solemnes y de un sacratismo menos profundo, como el Oratorio y la Cantata, deriva tras de Beethoven al concierto sinfónico concebido como fiesta espiritual de la más honda procedencia. Incluso en sus primeras manifestaciones, el concierto se titulaba «Concierto espiritual» (ver nota *15 del apartado Notas), y aún no enteramente emancipado de la tutela eclesiástica, era la forma de ejercicio de las más nobles facultades en épocas del año en que la Iglesia llamaba a sus fieles a un recogimiento mayor que lo acostumbrado en la vida social; así, las fiestas especiales de la Cuaresma duraron en España hasta muy entrado el siglo.

No es exageración decir que la Sinfonía beethoveniana representó pronto en el concierto sinfónico del siglo XIX un papel análogo al de la Misa en las religiones cristianas. En ella recibía el auditorio ochocentista sus divinas sustancias y el cuerpo y la sangre del nuevo Mesías. La comunidad se llama ahora «público». Y cada vez que un músico cree ver una congregación de fieles tras de la masa de auditores, cualquiera que   —66→   sea el sentido de la idea religiosa imperante, sus obras escritas dentro de las grandes formas asumen un carácter religioso, como se comprueba, «desde dentro» en las Cantatas de Schumann, en las Sinfonías de Liszt, en Parsifal, en Bruckner y en Franck mejor aún que en sus obras de un carácter religioso oficial, como sus Misas y Oratorios. En las postrimerías del Romanticismo, el Requiem de Brahms cierra el ciclo abierto por el de Berlioz, para prolongarse tardíamente en Inglaterra con las obras sinfónico-vocales de sus músicos hasta el momento actual, según conviene a la lentitud de evolución de la vida social inglesa, desde el advenimiento de la casa de Hanover, con la subsiguiente influencia de la música alemana y el paulatino olvido de la gran época musical inglesa, desde el tiempo de los Tudor a los isabelinos.

Paul Bekker observa justamente que, o bien la música sagrada domina a la profana en cada época histórica, o bien ésta domina a aquélla: una equipotencia de ambas no parece observarse. Lo primero ocurre en épocas de formación, lo segundo en épocas de disolución. El predominio o la decadencia de la Música está implícito en esa opinión del gran crítico alemán en consonancia con la función social desempeñada. Pero el siglo XIX; que en el aspecto analítico presentaba   —67→   tendencias tan fuertemente disolventes, era, en su sentido político, hondamente constructivo. Construía un nuevo tipo de sociedad, que fue la sociedad burguesa, la clase media. Solidario de este nuevo tipo social es el auge del concierto sinfónico, que responde en cierto modo a una forma de música de intensidad espiritual y de alcance social religioso, en el sentido de que sus manifestaciones están dictadas por principios superiores: el esteticismo y el cientifismo, típicos del siglo XIX.

Ambos principios, si están aliados no ya a un sentido de' construcción social, sino al prurito analítico y disolvente, darán origen a todo el movimiento seguido en el ochocientos por las formas pequeñas, con su última fase actual ultraesteticista y supertécnica. ¿Es aventurado suponer que si uno de los rasgos característicos del siglo XX consiste en su tendencia hacia la formación de un nuevo tipo social, la Música vuelva a asumir caracteres de música religiosa? Este nuevo tipo social que parece buscarse en los momentos actuales proviene del movimiento democrático del XIX, bien como consecuencia evolutiva en el socialismo democrático, bien en las formas de socialismo autocrático, como el comunismo y el fascismo. Si estas tendencias triunfasen, la muerte de las pequeñas formas   —68→   actuales de arte, refugio del individualismo más agudo de perfiles, parece irremediable, al ser barridas por formas de gran empaque en sus manifestaciones llenas de un contenido elemental capaz de imponerse por su esquematismo simbólico a las masas. Todos aquéllos que sienten afición y gusto por la Música se aterraran, conmigo, ante la perspectiva de una emisión de sinfonías patrióticas, humanitarias, sociales, proletarias, economistas, etc., mientras que todos nos dedicaríamos a buscar, como el entomólogo al insecto raro y delicioso, al músico solitario que fabricaría una música individualista, especie de grillo cantor a la puerta de su agujero. Realmente, la doble tendencia está ya iniciada cualesquiera que sean los resultados de la lucha social. Las formas, pequeñas, laboratorios de todos los experimentos en el orden técnico que he de detallar en el capítulo próximo, tienden a desaparecer a lo menos como función social robusta, cediendo parte de sus descubrimientos a formas de mayor tamaño que se asimilan los nuevos modos de proceder para someterlos a una elaboración propia de las formas grandes, y éstas, además, apuntan hacia un sentimiento de índole religiosa que, en la actualidad, no se manifiesta más que bajo una apariencia protestante de Salmos, Cantatas, Oratorios breves,   —69→   en todos los cuales se observa: 1º. Que el sentimiento estrictamente religioso es más bien frío y convencional, como en la Sinfonía de Salmos de Strawinsky, correlativamente a sus obras clasicistas de asuntos paganos. 2º. Que las obras que aluden a asuntos religiosos, bíblicos o mitológicos, lo hacen más en un sentido sugestivo y pintoresco que fervoroso. Finalmente, que, aunque en las últimas producciones rusas e italianas parece apuntar en germen el espíritu político que las domina, ninguna obra lo denuncia de un modo inequívoco, y no existe aún sustancialmente «Sinfonía comunista» ni «Cantata fascista» fuera de algunos títulos ambiciosos7. Si la deducción no parece demasiado arriesgada, me atrevería a sugerir que, por lo que se refiere a la música, el movimiento indicado, de ser cierto, se intensificaría indudablemente en lo sucesivo; pero que si las formas políticas actuales   —70→   no cuajan en formas artísticas definidas, es porque son puramente transitorias (ver nota *16 del apartado Notas).

Hay una gran forma, la gran forma musical colectiva y congregacional por excelencia después de la Misa, y es la Ópera, que alcanza su último esplendor y decadencia en el siglo XIX. Espectáculo señorial y privado en sus comienzos, se transforma en la segunda mitad del siglo XVIII por la fuerza fecundante de la comicidad italiana, en la que es factor sine qua non la cualidad cantante y voluble del idioma; que permite sustituir el lenguaje hablado por una forma especial de recitado cantilénico. Sin él, la Ópera verdaderamente tal no existiría más que en sus variedades de música episódica para el teatro, pero no en su cualidad de gran forma musical. Volveré en seguida sobre este punto primordial, cuya magnífica proposición y exégesis debemos a Paul Bekker.

El italiano es al recitativo lo que el latín al canto litúrgico, y ni la Misa hubiera podido existir sin éste, como gran forma orgánica, ni la Ópera sin aquél, en este mismo sentido (ver nota *17 del apartado Notas).

Pero no sólo no habría existido como forma de arte, sino que ni aun como género teatral habría podido existir. El desarrollo de la Ópera, en efecto, se debe a su función social siempre creciente, y esto, precisamente, en el país, en que tiene   —71→   nacimiento como fruto artístico nacido del genio del idioma. La Ópera nace justamente con el movimiento ascensional del italiano, del toscano, hacia una gran altura artística una vez desprendido de la tutela del latín como sermo nobilis.

De una parte, el Renacimiento8 y los tiempos que siguieron su impulso buscaban la formación de una forma espectacular que reuniese en una síntesis todos los elementos de que se podía disponer: coros, solistas, orquestas, suntuosidad decorativa, forma de arte que equivaliese en la sociedad burguesa, cada vez más numerosa, cultivada y rica, de la república florentina a las manifestaciones de la sociedad eclesiástica.

Por otra parte y a consecuencia de la perfección y constante expresividad del idioma y de la forma poética, se buscaba su incorporación a la música en términos distintos del procedimiento habitual en la época, que consistía en la repartición del texto entre las diversas voces de la polifonía. De la creciente necesidad de expresión nace el estímulo que lleva a la homofonía   —72→   acompañada, y este estímulo responde a un concepto de vuelta a la Naturaleza, a lo natural, semejante al que sirvió de lema para el movimiento Romántico. El movimiento progresa acentuando dramáticamente la voz y dando al acompañamiento un valor armónico creciente. Del predominio de uno u otro elemento nacería, tiempo después, la división entre el concepto de la Ópera como forma desarrollada del aria vocal o como forma representada de la armonía orquestal.

El arte de la polifonía, arte practicado por maestros cuyas iniciativas estaban reguladas por los hábitos inveterados en una profesión de carácter, marcadamente corporativo, y que no tenía los caracteres liberales e individuales con que hoy se considera al artista creador, quedaba enfrente del otro arte, del canto homofónico, practicado por artistas no profesionales, sino que procedían del campo de la poesía, los cuales, por el espíritu sintetizante del. Renacimiento, no sólo eran poetas, sino cantantes e instrumentistas, además. Ahora iban a ser inventores de la música que cantaban. Como los trovadores de antaño, cuyo arte renovaban en cierto modo, se dirigían a un público que no era ya el del camarín regio, pero que seguía siendo el público escogido de deleitantes refinados y de gentes   —73→   reunidas alrededor de un magnate. Solamente que el arte se tomaba entre ellos con una seriedad mayor y no era tanto un entertainment como una aspiración hacia un modo más elevado de vida; deseo de crear una forma de otium cum dignitate que mantuviese reunida a la sociedad en términos de gran elevación espiritual. La Ópera recién nacida respondía a la necesidad de crear una función social de tipo, inteligente, espiritual, tan elevada como fuese posible merced al refinamiento de los elementos puestos en juego y la riqueza y abundancia de éstos.

El siglo XVII es, para Italia, tiempo de gran depresión política, repartido su suelo entre reyes extranjeros, y en notoria decadencia las regiones con gobierno propio. (V. B. Croce, España en la vida italiana durante el Renacimiento, cap. XII, «La decadencia hispanoitaliana».) Mas en su vida interior, los espíritus mejor dotados y la parte más sana de la sociedad italiana reaccionaban poderosamente (Ídem, cap. VI, «La protesta de la cultura italiana contra la invasión española»), y, especialmente en el arte del teatro, de gran novedad y capacidad de universal atracción, pusieron un interés ardoroso que iba a dar frutos rápidamente sazonados (ver nota *18 del apartado Notas).

Siguiendo la trayectoria indicada en la elevación   —74→   del idioma, dos regiones que poseían un fuerte sentido regional en su habla tanto como en sus costumbres, Venecia y Nápoles, se apoderaron de la nueva forma artística y la desarrollaron por su cuenta. Importa decir que cuando Monteverde fue a Venecia en 1613 no existía allí aún ningún teatro fijo, en el sentido en que hoy lo entendemos, con una función social definida por su reiteración. Cinco años antes, miles de gentes congregadas en Mantua para escuchar su Ariadna rompían en sollozos al oír la famosa lamentazione9.

El primer teatro con existencia fija data, en Venecia, de 1637. Poco después, su número ascendía a dieciséis, todos ellos fundados por particulares10.

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La aportación de los napolitanos al desarrollo de la ópera es capital desde sus primeros tiempos, porque si Monteverde da a la ópera veneciana una profundidad dramática que gana el corazón de la muchedumbre, Alejandro Scarlatti logra la perfección de la forma en la ópera como ampliación evolucionada del «aria». Y cuando la ópera scarlattiana ha rebasado el marco primitiva al quebrar unos limites exhaustos que le imponía la política dominante con sus monarquías extranjeras y su vida de corte, alejada del sentir popular, es precisamente Nápoles quien crea, tiempo adelante, la forma del pequeño teatro musical por excelencia: la ópera bufa11 (ver nota *19 del apartado Notas).

El tipo de vida social en los demás países de Europa modificó, en diversos sentidos, la evolución de la Ópera, adaptándola a formas menos vocales y más rítmicas en la Francia de los Borbones, transformándola en la Opera-ballet de gran aparato escénico, predominante sobre el musical, género que tiene en España un eco en las producciones teatrales de gran boato de Lope de Vega y Calderón, con quienes colaboran nuestros más grandes ingenios de la época y   —76→   otros extranjeros, muy superiores en su aportación espectacular respecto a sus colaboradores musicales (ver nota *20 del apartado Notas).

En Alemania, la Ópera cae prisionera de las cortes reales y, como en las de España, es un arte de importación y de lujo. Cuando algún ingenio alemán intenta ofrecer una ópera con texto vernáculo a la burguesía de la época, no preparada para el nuevo espectáculo y suficientemente nutrida musicalmente con la música eclesiástica que le suministraban los conductores espirituales de la Reforma, el ofrecimiento cae en el silencio (ver nota *21 del apartado Notas). Si Haendel, llevado a Inglaterra por unos monarcas alemanes, logra prosperar, es porque sabe unir al arte del Oratorio, decaído en Italia por obra de los avances de la Ópera, pero sustancial a la sociedad luterana, su propio impulso sajón, refinado por su contacto con la ópera italiana. En cambio, su coetáneo Juan Sebastián Bach, aunque no impermeable a los aires tramontanos, desarrolla su genio creador en un arte netamente imbuido de espíritu alemán, ya tan incongruo con las generaciones jóvenes, que desaparece prácticamente con su persona. He indicado cómo alguno de sus hijos, Juan Cristián, el más joven, marcha a Italia. El más viejo de sus hijos músicos, Carlos Felipe Manuel, que es el lazo entre la tradición   —77→   y los tiempos nuevos, sólo fructifica, a través de su hermano menor, en un músico en quien la cepa vernácula madura al sol italiano: en Mozart (ver nota *22 del apartado Notas).

En tiempos de Mozart apunta ya en Alemania el deseo de la sociedad burguesa para llevar a su seno la ópera señorial italianizante de la corte, y, con ese deseo, el de establecerla sobre las bases de su propio idioma. Es el gran trabajo de Gluck y de Mozart. El espíritu más denso, más germánico, por decirlo así, de Gluck le lleva hacia la «ópera seria», o sea el tipo dramático, para lo cual no encuentra una hostilidad marcada en el idioma rebelde a la música (dentro de las formas italianizantes de la música vocal predominante en aquellos momentos) que es el alemán. Pero Mozart hace esfuerzos inauditos para lograr en alemán un tipo de «ópera bufa». Las realizaciones de ambos músicos en el teatro, por notables que sean, no pudieron tener más que una importancia transitoria en la sociedad alemana del siglo XVIII, y si se tiene en cuenta que la Ópera como forma musical nace del espíritu del idioma y que su aceptación popular, es decir, su eficacia como función social, no podrá realizarse más que si ha logrado esta involución del idioma en términos musicales, se comprenderá por qué la Ópera no prospera   —78→   en Alemania desde este punto de vista hasta que en tiempos románticos ingresa en ella, con Weber, el alemán del pueblo, cualesquiera que sean las limitaciones impuestas por el estilo del momento. Por otra parte, mientras que la Ópera evoluciona permanentemente en Italia i instancias del instinto vocal, en Alemania se desarrolla a expensas del instinto instrumental, propensiones en uno y otro caso que proceden de la predisposición fundamental dictada por el genio del idioma.

El instinto teatral latente en la base del Romanticismo, y que es su más poderosa fuente dinámica (aliado a la gran creación del espíritu romántico alemán, que es el arte sinfónico), propondría un cambio de influencias recíprocas, que señalan con su tinte especial la evolución de ambas grandes formas en Alemania: la música sinfónica se dramatiza constantemente; la música teatral, la Ópera, se sinfoniza en la misma proporción. Así, en sus límites extremos, Wagner puede llegar al más absurdo y gracioso de todos los errores estéticos, a proclamar que la ópera italiana es un arte falso, cuando, al contrario, la ópera italiana, desde el punto de vista de lo que la Ópera significa, es lo único genuino y auténtico. Dejo aparte la estimación de los puros valores musicales, que por lo que a Italia   —79→   se refiere, y determinantemente por lo que se refiere a la Ópera, son valores medidos con la escala vocal, de ningún modo con la sinfónica. La más perfecta enseñanza de esta reacción del público burgués del XIX está ofrecida por Stendhal en su biografía de Rossini, que es, para quien sepa entenderla, un tratado de estética de la época y el más claro ejemplo del sentido de la función social desempeñada por la Ópera en ese momento.

Parece evidente que, en tales circunstancias, la Ópera no podría continuar desempeñando una función dentro del siglo XIX -como tal género teatral, conviene repetirlo- más que dentro de su concepción vocal, es decir, de la forma italiana. Si la forma alemana vive fuera del público alemán es porque se la concibe como música sinfónica dramatizada mejor que como real forma teatral, al paso que en la Alemania de nuestros días la forma vocal italiana en sus últimas consecuencias, con el «verismo» en primer término, goza de una vida social y de una popularidad tan grande como en todos los demás países no germánicos, mayor aún que en Francia, cuya Ópera, más congruente con el espíritu del idioma, puede sustituir al teatro musical italiano.

Mientras que los compositores alemanes de   —80→   Ópera en estos últimos tiempos, con Schreker, D'Albert, Schillings o Korngold, han procurado crear un tipo de ópera verista derivado del italiano, los compositores de raíz tradicionalista se han esforzado en los países germánicos por crear una ópera moderna que responda al sentido nacional del romanticismo alemán. Mejor dicho, del romanticismo en general, por esencia nacionalista, puesto que el hecho capital del Romanticismo consistió en la emancipación de las normas unitarias, generalizantes, propias del clasicismo, y que anteriormente tenían un carácter imperativo, mágico y religioso. Emancipación del individuo y, solidariamente, de los grupos minoritarios con caracteres originales que permanecían aprisionados bajo el concepto de un Estado unitario. Es lo que se ha llamado el «nacionalismo»12, aunque, políticamente, una nación sea algo más que un conjunto de rasgos diferenciales, del mismo modo que el individuo no logra «personalidad» respecto del individuo-masa por la posesión de caracteres accesorios no cuajados en una definición formal.

Semejante proceso de emancipación de los principios generales ha dado al arte o a la política del Romanticismo su aire redentorista y a   —81→   sus artistas o políticos su especial mesianismo, del que está infectado el siglo XIX y lo que le sigue. Este aspecto redentorista aparece en casi todas las producciones de índole religioso-colectiva de los compositores románticos, sobre toda otra consideración, al paso que en Beethoven, menos eclesiástico que hondamente religioso en su más amplio sentido, la redención se encomienda, no al Cristo, sino a la idea de un Dios bíblico de más añeja procedencia. Del mismo modo, el teatro romántico, y el wagneriano en primer término, tienen como tema inspirador casi constante el de esa famosa redención que en términos políticos afecta formas utópicas seguidas de prácticas sangrientas. ¿Redención de qué? Del dolor producido por el pecado. La redención, absurdamente, no se hace merced a una cesación del dolor y por una devolución de energías vitales al dolorido enfermo, sino gracias al apaciguamiento de toda actividad producido por la muerte. Amor y Muerte son los términos de todo teatro romántico; en los italianos, como fenómenos normales de la vida, sin complicaciones ulteriores; en los alemanes, con un consiguiente corolario redentorista.

De semejante manera de entender el mundo huyó desde el primer instante la ópera bufa. Y mientras que en la ópera seria 1 y su derivada la   —82→   ópera romántica sólo intervenían potencias de disolución, la ópera bufa afirmaba su fe en la vida, apelando únicamente a las potencias vitales más enérgicas y, entre ellas, a la picardía, que es una manera de esquivar toreramente el bulto al dolor y a la destrucción. Cuando bajo el estímulo del movimiento nacionalista en el siglo XIX comenzó a prosperar el teatro nacional, la ópera nacionalista, el principio romántico se cumplía por el hecho de recurrir, a algún episodio histórico seguido de prisiones y matanzas, al que se dotaba, como fuente dinámica patética, de algún episodio amoroso, siempre desgraciado. O bien se ponla de manifiesto algún vicio o virtud predominante del carácter nacional, capaz de producir grandes catástrofes. La utilización de músicas populares se hace a la vez para seguir el estímulo pintoresco, inalienable, como fácilmente se comprende, de todo nacionalismo, pero también bajo el influjo popular al que respondía la ópera bufa, pues que esas músicas populares, casi siempre alegres, van infundidas en los episodios cómicos que no pueden faltar en una obra escénica nacionalista si se quiere que la gran masa social se interese por ellas. Así, la ópera nacional resume la costumbre practicada en el siglo XVIII en Italia, Francia y España de injertar espectáculos cómicos entre los actos, de solemne andadura, de la   —83→   ópera seria13; y esta fusión de elementos es típica del teatro popular musical español en su zarzuela14. Cuando la intervención de lo cómico tiene carácter excepcional, la masa de auditores lo agradece doblemente: así, por ejemplo, en Los maestros cantores, y hace de tal espectáculo su preferido. Al contrario, en los países donde lo cómico es función natural, como en Italia, su elevación a grandes alturas artísticas, como en el Falstaff de Verdi, no logró mantener su contacto con el público, y éste se desentiende de tales obras. Como el dolor es universal y lo cómico no prospera más que bajo circunstancias muy determinadas, los públicos internacionales acogen fríamente la parte cómica de las óperas nacionalistas; comprenden bien la trágica, pero no se dejan conmover por ella, ya que afecta a gentes de tan lejana condición; no se preocupan por el gran conflicto histórico que plantean sus   —84→   argumentos y, en resumen, sólo admiten pasajeramente y con un interés superficial la parte pintoresca de cantos y danzas nacionales. Es el caso del teatro nacional del siglo XIX y la razón de su decadencia en el siglo actual. Recuérdese el Boris Godonnof de Mussorgsky, que tan profundamente influyó sobre Debussy, según se admite corrientemente, más no como tal teatro, sino por las novedades musicales que su autor aportaba, mientras que a nosotros sólo llega a interesarnos por la fuerza dramática, de viejo teatro, que ponga el protagonista en sus escenas más aparatosa y, circunstancialmente, por la novedad de su tratamiento coral y la de su recitativo melopéyico.

El nacionalismo musical ha revestido diversas maneras en las naciones europeas que tenían un arte de líneas definidas, y su consecuencia sobre el siglo XX es, asimismo, diferente en cada caso. Las que ya hablan hecho una experiencia histórica, primero con el teatro romántico y en seguida con la gran ópera meyerberiana, no tenían por qué repetirla, y buscaban preferentemente alguna anécdota de color local para inyectarle a fuerte presión pasiones violentas. Carmen y La Arlesiana de Bizet son el mejor y más señalado ejemplo, pronto repercutido en la España de Bretón y Chapí. Éste es, sobre todo, el caso de los países latinos en quienes la concepción de la ópera nacional como episodio histórico fue una idea culta derivada o de la gran ópera, o de las teorías wagnerianas, o del nacionalismo ruso y checo. En resumen, era precisamente un punto de vista antipopular, y por lo tanto las obras así concebidas estaban ya quebrantadas desde su base. Al mismo tiempo, el triunfo de la música wagneriana y su invasión en el mundo entero como consecuencia del auge del concierto sinfónico presentaba un tal carácter de dominio que la reacción se produjo inmediatamente, porque contradecía el principio liberal sobre el que se asienta el Romanticismo, y aunque los alemanes viesen en esa música una fuerte raíz nacional, su ejemplo desde el punto de vista del teatro no podía cundir más que en aquellos países que carecían de óperas concebidas como evolución del núcleo vocal; así se explica la existencia de las óperas nacionalistas del oriente europeo, más o menos basadas en el wagnerismo, mientras que intentos análogos en Francia, por ejemplo, con D'Indy, o en España con Pedrell, no lograrían estado en la conciencia pública, cualesquiera que fuesen los beneficios producidos entre los compositores nacionalistas por la doctrina que esos maestros propagaban. La reacción más fuerte se hizo notar, pues, por los caminos de la ópera vocal. Massenet   —86→   en Francia y Puccini en Italia son las figuras culminantes, y sus obras, fuera de la categoría estética que críticamente se les asigne, respondían con exactitud a todos esos puntos señalados como vitales en la conciencia social, y, consecuentemente, vendría su notorio triunfo.

Ese teatro francés e italiano nacía, sin embargo, con un handicap: el de la gran categoría que daba al teatro lírico una música como la de Wagner. El núcleo social más culto, o sea el que reacciona más débilmente ante estímulos pasionales, tenía que ver con cierto desdén la mediocre calidad que, por comparación con la música sinfónica germánica, tiene la música del teatro moderno en los países latinos. Pero el público de mayores masas, sin dejar de interesarse eventualmente por la música sinfónica, acudía con mejor voluntad a la llamada del teatro sentimental de los franceses, o naturalista de los italianos. Una escisión profunda dividió ya en las últimas décadas del siglo pasado a los aficionados del concierto y los aficionados de la ópera, que, frecuentemente, se mostraban inconciables. Era la lucha entre la música como función natural y la música como función cultural. El triunfo del nacionalismo en música, tan brillantemente logrado en Rusia y en España, principalmente,   —87→   ayudó a resolver esa disyuntiva, y la función natural venció a la cultural.

¿De qué manera? Merced al ingreso en las costumbres burguesas y populares, desde mediados del siglo, de un género de teatro ligero que servía de compensación al énfasis de la gran opera meyerberiana, el cual le servía de mofa, y, de paso, de cuanto se le antojaba. Ese género, que es el de la opereta, tenía un entronque popular muy acentuado en la comedia con arietas, ballad-oper inglesa, singspiel alemán, vaude-ville francés y tonadilla española, géneros que no hay que confundir con la ópera bufa italiana, según queda apuntado. De aquella opereta francesa procede, a su vez, pese a sus antecedentes históricos, la zarzuela española de mediados del siglo XIX, que es su género similar en España, pero no de la komische-oper alemana, porque esta variedad es la consecuencia engendrada por la ópera bufa en Alemania tras de verse la imposibilidad de adaptar a su idioma el recitativo melopéyico italiano.

Pero con los matices peculiares a cada nación y la mayor o menor proporción del elemento cómico o dramático en cada una de esas variedades, todas son semejantes entre sí y realizan la función de sustituir en el gran público a las grandes formas de la Ópera. No son, pues, formas pequeñas   —88→   verdaderamente, sino especies de menor cuantía de un mismo género. Por eso el título de «opereta» es perfecto, mientras que la «ópera bufa» que sí es una forma pequeña, no lleva implícito ningún diminutivo. A este punto conviene dejar bien asentado que una miniatura, reducción o reproducción achicada de una obra grande, no es por eso una forma pequeña, por ejemplo, un pisapapeles hecho con la Victoria de Samotracia: puede ser una forma degenerada o en decadencia, pero no una forma pequeña, como una Tanagra. De la misma manera, una Sonatina de Czerny o Kulhau, no es una forma pequeña, sino una forma grande abreviada, mientras que una Sonata de Scarlatti, más breve aún, es, como género, una forma similar a la gran Sonata posterior15.

Es lo que me he propuesto sugerir cuando, al hablar del Impresionismo, dije que llevaba lo propio de las formas pequeñas a la vasta extensión de las grandes formas, engañado por un espejismo. Sin paradoja o exceso de sutileza puede pensarse consecuentemente si Iberia y El mar, de Debussy, no siguen siendo pequeñas formas, a pesar de su dimensión, proporcionalmente mayor que la acostumbrada.

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La cualidad analítica, disolvente, de las pequeñas formas se afirma, en terrenos del teatro, con la ópera de Debussy Pelléas et Melisando, inaudito esfuerzo para construir un monumento con la técnica de la miniatura y que se asemeja al realizado por Alban Berg en su Wozzeck respecto al «expresionismo» ultracromático. Intentos que considero comparables al de Claude Monet al proponerse pintar un vasto friso, las Nymphéas, con la técnica disociativa del color. Lo peculiar de las grandes formas es el dinamismo de la línea, melódica o pictórica, con que se anima la gran robustez y equilibrio de su tectónica, el gran aire del perfil, sin lo cual la elocuencia o la decoración pierden toda su eficacia y tienden a desvanecerse, como en aquellos casos de Monet y Debussy. Se logra la creación de una cierta atmósfera de líneas y masas inconcretas, pero lo propio de la decoración mural y del teatro, que es la conmoción por una acción, desaparece. El teatro se convierte en un espectáculo estático, lo cual es antitético a su esencia, y por tanto, aun en los mejores casos, como Pelléas, una pura excepción.

Es natural que Debussy, que tan estrecho parentesco espiritual y sensible tiene con Massenet y Puccini, quisiera encontrar en los albores del siglo XX, un arte teatral que superase   —90→   como calidad a la voluble insustancialidad en que aboca el teatro francés, desde Thomas, Auber y Gounod a Massenet, o a la brutalidad sensacionalista en que para el «verismo». Al aplicar a su propósito los procedimientos impresionistas, Debussy fue tan lógico consigo mismo como Ricardo Strauss al llevar a su teatro los procedimientos del sinfonismo postwagneriano. Pero, en uno y en otro caso, parece como si los compositores hubieran sentido que aportaban al teatro un lastre demasiado incómodo que les privaba de la necesaria libertad de movimientos. En las soluciones dadas por uno y otro a sus respectivos problemas se observa cómo vieron un camino de salvación en las formas primitivas del teatro (en lo cual se les anticipó Wagner, que concibió su Parsifal como una especie de gran Oratorio, titulándolo Festival escénico) cualesquiera que fuesen los idiomas en que se expresaran: Debussy hizo su experiencia en El martirio de San Sebastián, que es una especie de «misterio» al modo de los tiempos medievales, con la consiguiente simplicidad expresiva y de escritura y aun un cierto colorido de modalidades antiguas. Strauss intenta la suya volviendo los ojos al «singspiel», a la comedia con arietas, para lo cual encuentra propicio un argumento del siglo XVIII, El burgués   —91→   gentilhombre, y, en todo caso, la comedia musical mozartiana, como en el Rosenkavalier, asimismo con una eliminación de ingredientes en la escritura y una voluntad de simplificación en la prosodia cantada. Es posible que lo conseguido por el músico francés y por el alemán no pase de la pura apariencia; pero, en todo caso, muestra la vía real por donde los mejores músicos de los dos aspectos esenciales de la música de fines del XIX buscaban su orientación hacia los tiempos nuevos.

Esa vía llega hasta la afirmación clasicista, arcaísta, con el consiguiente hieratismo en la expresión y en el idioma -como es lógico- de las últimas producciones de Igor Strawinsky en el terreno escénico, que corresponden, como se recordará, a sus últimas realizaciones en el dominio de la música pura. Mas no es posible comprender con exactitud las últimas obras escénicas de Strawinsky sin tener idea cabal del significado que el ballet ha asumido en estos últimos tiempos y del sentido transformador que su efímera, pero intensa revivificación en los años próximos a la guerra europea, ejerció sobre las artes de la escena.

El resurgimiento del ballet pudo ser, en la intención de Sergio Diaghileff, una idea puramente incidental, aprovechamiento eventual   —92→   de elementos plásticos que encontraba al alcance de su mano, con el ánimo de dar a conocer, tras de las grandes óperas nacionalistas y la pintura ochocentista rusa, a los jóvenes artistas de la música, la danza y la escenografía. Mas la repercusión inmediata que tuvo el ballet (llamado «ruso» por su procedencia más directa aunque fuese francés y alemán de origen y cada vez se convirtiese más en un arte europeo) en el mundo del arte se debe a razones más profundas que las de la moda, aun admitiendo que la moda sea un fenómeno que responde a complejas razones de oportunidad social y de acomodación al gusto de una minoría dotada de una fuerza impositiva. El ballet ruso llegaba en un momento en que la evolución del teatro parecía encerrada en un callejón sin salida, porque una de sus formas, la vocal, se perdía en el mal gusto, y la otra, la instrumental, revertía a la abstracción sinfónica.

El nuevo arte del ballet recogía todas las apetencias de las gentes artísticas de su tiempo, que no sabían cómo aunarlas en una forma sintética capaz de un gran alcance colectivo. Las músicas de más avanzada especie, desde el nacionalismo ruso y español a las últimas creaciones del Impresionismo, estaban admitidas en su seno; pero pronto se vio que las obras que respondían   —93→   a un criterio disolvente no respondían al espíritu de colaboración colectiva del ballet y así ocurrió que las de Debussy, Ravel, Schmitt, etc., quedaron pronto relegadas ante los avances de Strawinsky y sus más jóvenes continuadores, capaces de unir en su nacionalismo original las experiencias recientes en el terreno sonoro.

Por otra parte, el ballet, que no quería aparecer como un producto «moderno», sino que aspiraba a una consideración histórica (que en realidad tenía, pero que estaba olvidada), hizo alternar con las obras de más reciente producción las que presentaban los estilos tradicionales del ballet francés clásico de academia de puntas y tonelete de gasa. El encanto de la evocación y el repristinamiento de los viejos estilos prestigiosos ha sido un elemento utilizado por todas las artes de las primeras décadas del siglo, y en rigor hizo acción de presencia de varios modos todo lo largo del Romanticismo, desde la pintura nazarenista alemana a la prerrafaelista inglesa, que tan dilecta sugestión produjo en Debussy.

Situado en el conflicto producido por la decadencia de los dos tipos de ópera, el vocal o latino y el instrumental o alemán, con su mayor o menor proporción en las óperas nacionalistas, Igor Strawinsky, que a la altura de sus mejores   —94→   ballets -los modelos del género en esta última fase de tal arte- quería escribir una ópera, se encontró con la disyuntiva entre ambas formas de ópera, sin saber resolverse en favor de una o de otra. «Puedo escribir música vocal -dijo en una declaración célebre, a raíz de suspender la composición de El Ruiseñor- y música para la acción; pero ambas cosas a la vez me es imposible». El auditor que me haya seguido estrechamente comprenderá la razón de esa incapacidad, la cual no suponía sino la aguda respuesta que la sensibilidad de Strawinsky daba a las necesidades de su tiempo frente a un arte de alcance colectivo que no sabía cuál fuese, pero que, por lo pronto, se le apareció claro en el ballet donde renunciaba simultáneamente a la voz y al sinfonismo para quedarse en el gesto puro. Ahora bien; este prurito fue el que llevó a Schumann y a sus contemporáneos a buscar en el teclado un tipo de música enteramente distinto del arte sinfonista beethoveniano. Y se sabe qué realización genial e insospechada dieron los artistas de Diaghileff a la música de Schumann y a la de Chopin, a las que hasta ese instante se había considerado como perfecta ejemplificación: de lo «abstracto» siendo, en resumen, todo lo contrario.

En la total decadencia de la gran forma escénica,   —95→   la aparición del ballet vino a realizar una fermentación semejante a la producida en la música para concierto por las pequeñas formas románticas. Toda una nueva producción nace a partir de Strawinsky y sus dos grandes ballets de tal modo que, como ocurrió con la Sonata y el Cuarteto prebeethoveniano, que eran formas pequeñas y a causa de la evolución romántica se convirtieron en formas grandes, el ballet, en sus ejemplos mejor conseguidos asume, a su vez, una categoría de forma grande en el terreno escénico del siglo XX

Este movimiento parece haberse cortado en flor por razones puramente circunstanciales, pero de compleja índole. Las principales son la escasez de repertorio, el haber entrado en él, de conformidad con el principio del cual nace el ballet moderno, aquel particularismo subjetivista y el abuso de la técnica desviada de su función normal, la falta de renovación en los artistas y el rápido agotamiento del género a causa de su constante intensificación de efectos dentro del medio ambiente del esnobismo internacional más acentuado, útil en sus primeros tiempos por la gran aportación social que traía al ballet, pero al que intoxicó en seguida con su atmósfera asfixiante. La muerte de Diaghileff fue, después, tan grave suceso como el haber   —96→   derivado los fundadores del ballet moderno hacia los cauces de la música de concierto, Strawinsky en primer término, mientras que los más valiosos ensayos actuales en el terreno del ballet tienden a independizarse de la música para aceptarla tan sólo como traducción acústica de los ritmos plásticos. Es decir que el ballet tiende otra vez hacia la «danza pura» hacia el dinamismo abstracto, como en Kurt Joos, Martha Graham o el Icare de Sergio Lifar.

La eficacia que el ballet ejercía sobre la renovación escénica se vio aquí pronto detenida, pero ello no es sino perfectamente natural, porque el ballet, en su limitación al gesto exclusivo cercenaba sus posibilidades de evolución y su alcance como arte colectivo. La falta de la voz se hizo pronto intolerable: tan pronto como el ballet ascendido a la categoría de gran forma, intentaba rivalizar con las verdaderas grandes formas escénicas. Como paliativo, algunos músicos, Strawinsky entre ellos, introdujeron la voz en el tejido instrumental, a título de un instrumento nuevo, no en función humana. Esto retrotraía. el género a la vieja acepción de la voz entendida como virtuosismo de laringe, a lo cual se oponía toda la cultura, sinfónica del siglo XIX. El valor de la novedad fue puramente episódico, y Strawinsky,   —97→   tras varias experiencias, volvió al tipo del ballet clásico y clasicista en Apolo Musageta y del ballet romántico en El beso del baja, así como revivía el tipo arcaico de la Cantata para solos, coro y música instrumental en Noces, y volvía a la Ópera-Oratorio en Edipo Rey, cuyo texto en latín significa su deseo de permanecer alejado de toda expresión subjetiva y sentimental para retraerse a un objetivismo de ideas y a una universalidad de lenguaje semejante a la de las épocas clásicas y preclásicas.

Mas la corriente musical suscitada por el ballet no podía quedar en suspenso y derivó, ya al terreno de la escena en pequeñas formas teatrales, de las que Renard y Mavra son el ejemplo más claro (con El retablo de Maese Pedro en España), ya a la música pura, introduciendo en ella una fermentación rapidísima que fue uno de los más poderosos agentes de su descomposición, en los términos ya descritos.

El estímulo de las pequeñas formas en el teatro suscitado por el ballet, llevó a una revivificación del tipo «divertimiento», el cual existió en los grandes siglos de la escena dramática y lírica bajo diversos aspectos, y, calificadamente, como sainete, entremés, bailable, etc. (sin perjuicio de las consecuencias ya señaladas al resolverse esas formas pequeñas en la ópera bufa,   —98→   que sentaba categoría especial). El tipo «divertimiento» va, en nuestros días, desde el número de variété al de los pequeños espectáculos del teatro de cabaret, en El Murciélago, El Pájaro azul y agrupaciones análogas. En sus casos de mayor mérito esos breves espectáculos se comportan como género de forma pequeña, con el refinamiento de expresión, de intenciones, de tectónica y su influjo sobre el teatro grande, de todo lo cual las tres décadas de este siglo están llenas de ejemplos. A la vez alejado de la Ópera como tipo vocal y como tipo sinfónico, el teatro actual de formas pequeñas toma del ballet su esquematización de gesto y la acentuación de rasgos plásticos en la música, su incisividad expresiva, que frecuentemente adopta una manera de expresión burlesca, ya presente en el Carnaval de Schumann, y que llega hasta el Pulcinella, de Strawinsky, o el Pierrot Lunaire, de Schoenwerg, estilización de un tipo bufo italiano que, a través de sus resurrecciones ocho y novecentistas, se evade fácilmente, y elude mejor la responsabilidad de su huida de todo aspecto sentimental, vocal o sinfónico. Ironización y esquematismo que encontraron en el viejísimo teatro de marionetas un intérprete ideal.

Burla burlando, el pequeño teatro cumple así, a su modo, el destino de todas las formas de   —99→   arte musicales, grandes y pequeñas, o sea la vuelta a los tipos de arte preclásicos, donde todo rasgo personal se fundía en lo característico general para ganar de este modo la más amplia función colectiva.

Veremos cómo semejante proceso queda asimismo confirmado por la evolución interna de la técnica, merced a lo que podría llamarse la paradoja del personalismo: esto es, que el anquilosamiento de las normas generales por causa de un exceso de individualización conduce a una destrucción de las características individuales, privadas de términos comparativos y, por lo tanto, lleva, tras de un período anárquico, otra vez a la definición de rasgos generales, insospechados por los individuos, pero capaces tras de cierto tiempo de imponerse como ley.