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ArribaAbajoCapítulo IV

Perspectivas hacia el futuro



Savez-vous ce qui fait de
la poésie aujourd'hui et de la
philosophie surtout, lettres
mortes? C'est qu'elles se sont
séparées de la vie.


ANDRÉ GIDE, L'Immoraliste, pág. 170.                


Expuestas sintéticamente las circunstancias en que nace el siglo XX, y examinado el paso que siguen las producciones más señaladas de su primer tercio, se hace posible y es además necesario examinarlo a la par del ritmo seguido por las que presidieron el nacimiento del siglo XIX. De este modo aparecerá más claro en qué puntos persiste o varía el sentido de la función social de la Música en nuestra época, en razón de la conciencia social del tiempo en que vivimos.

El hecho inicial más significativo del siglo XIX consiste en el cambio de función social impreso por Beethoven a los tipos de arte sinfónico y de cámara del siglo XVIII, a saber: 1º. Con la   —146→   gran sinfonía hace posible el espectáculo «concierto sinfónico» para una gran masa de auditores, la cual se siente inflamada por el contenido humanista de la música beethoveniana. 2º. Transforma el arte del cuarteto, de su aspecto limitado de diletantismo aristocrático, en forma libre que depende en su estructura de un contenido expresivo cada vez más íntimo y concentrado. 3º. Las formas pequeñas de la música, en relación a la gran forma sinfónica, a saber, la sonata para piano y para cuarteto de cuerda, quedan convertidas, poco después de Beethoven y merced a sus sucesores, en formas grandes de un nuevo tipo de concierto público: el recital de piano y de música de cámara.

Weber aporta al teatro semejante cambio de función social, haciendo de la Ópera un producto de fuerte esencia popular e iniciando la relegación del virtuoso vocal.

Schubert lleva desde el pueblo al salón burgués la música de canto y de danzas populares y crea con ellas un nuevo tipo de función en las formas pequeñas. Sobre esta base y no sobre la de Beethoven se apoya el arte intimista de la segunda generación romántica (ver nota *29 del apartado Notas), arte refinado, que se vierte dentro del individuo y no de la masa. Estos son los hechos más señalados de la primera treintena del siglo XIX.

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Los más señalados de la primera treintena del siglo XX son: mientras que el concierto y la ópera parecen prolongar su función social en pleno declive, es decir, que la tal función periclita, agotándose, tipos nuevos de arte aparecen, el más importante por su extensión social, el cinematógrafo sonoro, que equivale en sus rasgos generales al teatro popular con música del XIX, tanto por su superposición de escena visual y de acompañamiento sonoro, como por su apelación a la pluralidad de espectadores.

Mientras que se presencia la posibilidad de una evolución en ese arte aún rudimentario, ninguna perspectiva se ofrece como transformación del tipo recital y concierto, cuya vida se sostiene de un modo cada día más artificioso y siempre como prolongación de una función social cuyo contenido parece exhausto. Si el concierto sinfónico, de organización antieconómica hoy, y, por lo tanto, amenazado de muerte, se lleva a las grandes masas atendiendo a un criterio de democratización del arte y de alivio económico, el resultado conduce a otra forma de agotamiento por la falta de renovación en el repertorio, ya que las obras capaces de interesar a las grandes audiencias parecen haber consumido su comunicatividad, mientras que la mayor parte de las que se construyen en el siglo XX   —148→   retraen su sentido a públicos cada vez más restringidos.

A su vez, las obras inspiradas en la música popular, tratadas según la estética denominada nacionalista a fines del siglo último, o han perdido eficacia o han evolucionado en tipos superiores de arte. En los años de la gran guerra, la música sintió ya sed de elementos populares y exóticos que la fecundaran, encontrando un cauce de refresco en la música negroide, y en general en todas las de un exotismo lejano. Su influencia se extendió en seguida a las formas pequeñas, repitiéndose, en cierto sentido, el período que en este siglo corresponderla a la influencia de Schubert, los Lachner y los valsistas vieneses en el siglo XIX; pero mientras que estas formas pequeñas ochocentistas evolucionaron en términos de nivel estético superior, impulsadas por el movimiento romántico vital en su época, las actuales formas de danzas influidas por las aportaciones exóticas no han seguido semejante movimiento ascensional, por no existir hoy impulsos estéticos análogos a los sugeridos por el movimiento romántico. El sentido democrático y de gran extensión popular que pudieron traer esas formas pequeñas quedó en seguida satisfecho, y el producto que se obtuvo agotó pronto su contenido, como los tipos de arte menor   —149→   que nacían y desaparecían rápidamente en la segunda mitad del siglo XIX y cuyos representantes más caracterizados fueron la romanza de salón (de prestigioso abolengo...), el cuplé y las varietés junto al espectáculo escénico que se calificó de «género ínfimo»: formas disminuidas de arte en las cuales no se encontraba ya ninguna de las cualidades que permitieron la prosperidad de las formas pequeñas tras de Schubert y cuya acción en la evolución de la música del XIX fue tan decisiva.

Examinando, pues, ambos tipos de creación artística propios del siglo XIX, en su pervivencia dentro del primer tercio del siglo actual, se observan dos conclusiones generales: 1ª. Parecen vaciarse progresivamente de la función social que les dio razón de existencia. 2º. Esa anemia vital procura compensarse aportando otros elementos de alta consideración intelectual, capaces de mantener, durante cierto tiempo, el prestigio en que dichas formas de arte eran tenidas en una de las escalas de valores típicas del siglo XIX y que continúa a lo largo del siglo XX, es decir, la escala de valores técnicos.

Dicho en otras palabras, se compensa la falta de sustancia vital merced al prestigio de la técnica: esto es semejante al recurso de sustituir en un organismo decadente su metabolismo   —150→   funcional merced a la ingestión de sustancias minerales compensadoras. Es sabido que si la fisiología no reacciona a tiempo, el organismo perecerá envenenado. Semejante intoxicación se observa en la mayor parte de la música actual según un doble proceso: 1º. Por complicación en la parte tectónica, estructural de la música, esto es, intoxicación por exceso. 2º. Por trastorno, détournement, desvío de la función propia de la técnica, o como si dijéramos, por equivocación en el régimen medicinal de un enfermo a consecuencia de un diagnóstico equivocado. La intoxicación proviene aquí del extravio de la función técnica.

Ha sido fenómeno ejemplar y constante del siglo XIX el desarrollo del tecnicismo en el sentido de su creciente eficacia. Coincidentemente, por ley económica, la eficacia tendió a la eliminación de agentes superfluos, de tal modo que la complicación creciente de la técnica provino, no de aglomeraciones inútiles, y por lo tanto perjudiciales, sino por consecuencia de la progresiva riqueza de conocimientos y de aprovechamiento de fuerzas: toda complicación que no esté dictada por una multiplicación de la eficacia es complicación viciosa, destinada a morir tan pronto como un nuevo mecanismo más sencillo sea capaz de obtener el mismo resultado;   —151→   o bien si un mecanismo más complicado ofrece un rendimiento cuya utilidad está dictada por determinadas ecuaciones. Como se sabe, se han creado graves problemas de índole económica a consecuencia del aumento en progresión geométrica de la producción tras de un aumento en progresión aritmética de los factores de trabajo y de consumo.

En el arte, el fenómeno inverso parece presenciarse: a un aumento en progresión geométrica del esfuerzo creador responde un aumento en progresión aritmética dé su eficacia en el medio social: la pérdida en la función conduce paulatinamente al agotamiento.

Mientras que el principio mecánico evolutivo dice que a la misma eficiencia debe responder mayor simplicidad, vemos que en todo el arte musical contemporáneo se observa exactamente lo contrario; esto es, que a un progresivo refinamiento en la contextura sonora, exquisitez de procedimientos y de mezclas armónicas y de color, sutilidad en el encaje de los ritmos, etc., corresponde una menor eficacia sobre el público. Durante cierto tiempo se ha pensado que dicha complicación de la técnica provenía de la necesidad de ir sustituyendo un material sonoro agotado en sus posibilidades expresivas, y que su primera escasez de eficacia en el público   —151→   era transitoria, porque provenía de una falta de entrenamiento de éste en los nuevos procedimientos y en la nueva estética a que respondían, es decir, de su falta de cultura inicial, que se esperaba quedase rebasada poco tiempo después.

En general, algo semejante ha ocurrido en cada momento en que una personalidad potente ingresaba en el arte; pero esta desorientación fue tanto más breve cuanto que la aportación del nuevo genio estuvo más dentro de la función social del arte de su tiempo o fue capaz de hacerla evolucionar en la propia medida de su genialidad, lo cual viene a ser un fenómeno correlativo. En semejantes casos, el genio desconocido encontraba pronto su acomodo y la manera de dirigirse a un público, más o menos limitado; porque, por ambas partes, había una necesidad fundamental de entenderse. Aun en los casos más dramáticos, los artistas «no entendidos» en su generación, lo eran en la siguiente, lo cual en nada trastorna el juego normal de la sucesión de generaciones. El artista procedía habitualmente por tanteos, y partía de una base muy amplia tradicional. No sabía «exactamente» lo que quería, ni sus auditores tampoco; pero esa serie de tanteos preliminares le eran a él tan útiles como a la masa de público, y al cabo   —153→   de algunos de ellos, cuando el artista no había rebasado aún su época de madurez, la perfección de su estilo personal estaba ya conseguida, y un público cada día más numeroso se sentía capacitado para comprenderlo.

En la inmensa mayoría de los casos, la aportación personal, con las modificaciones técnicas consiguientes, apenas modificaba lo establecido sino en una proporción modesta. La parte más sensible del cambio consistía en la novedad en la expresión y en la de las ideas o sentimientos comunicados, que pertenecían a un linaje u orden de propósitos estéticos lo suficientemente distintos de lo establecido para que pudIeran pasar por revolucionarios. Pero los fundamentos generales del arte, por lo que a forma y prosodia se refiere, cambiaban relativamente poco. Esta trayectoria ha sido subvertida enteramente en la última fase artística, es decir, dentro de este siglo. Al producirse el divorcio con las grandes masas como consecuencia de la trayectoria intimista seguida por la música, unos productores, los que no quisieron perder el contacto con esas grandes masas, pensaron que su salvación consistía en la repetición de los modelos llamados clásicos, y comenzaron a producir un arte de segunda mano, tanto en las altas esferas artísticas como en las más bajas. A ello   —154→   contribuyó la enseñanza de las escuelas oficiales con sus procedimientos para la composición «standard», o sea de arte según determinado modelo.

Como reacción contra ese arte de calco y copia, otra parte de los productores creyeron, más lógicamente, que el arte debía evolucionar en el sentido determinado por las causas del divorcio; esto es, en un sentido cada vez más refinado como expresión, materia utilizada y confección técnica. De este modo, la música, cada vez más alejada de las masas, adquiere paulatinamente un carácter críptico, y, consecuentemente, su público va reduciéndose al formado por la clase misma de productores, a los que se añade un coro cuyas reacciones no están dictadas por el fenómeno artístico que presencian, sino por otras razones de índole político-social, de propaganda basada en la petición de principio del buen tono, etc. Es lo que se ha llamado el esnobismo, que, al reclutar gran parte de sus fuerzas entre las gentes ricas, consigue suplir por medios indirectos la anemia económica que aquejaba a este modo de producción del arte. Como la propaganda y el esnobismo -juntamente con una cantidad nada desdeñable de gentes que realmente sienten un placer en este arte, más otra masa inerte de concurrentes por   —155→   hábito y costumbre pasiva- dieron origen, ya desde fines del siglo, a la constitución de sociedades especiales, y como la divulgación creció en una proporción desconocida, pareció que se creaba un nuevo público que aumentaba mecánicamente a impulsos de una nueva mecánica de reclutamiento. Un espejismo se presentó así, al crearse un público especial dentro del público general, esto es, siguiendo una trayectoria inversa a la que el crecimiento de auditores siguió desde el público especializado del siglo XVIII al público general del XIX.

Este espejismo tiende a su evaporación al intensificarse las causas que lo crearon, o sea el creciente sentido críptico del arte de estos últimos años. Impulsado con un fuerte movimiento el deseo de aguzar los rasgos expresivos y el de presentarlos dentro de procedimientos técnicos enteramente desusados, la técnica pasó pronto a un primer plano, relegándose a último término la idea estética. Cada vez más en precario ésta, no tardó en ser suplida por fórmulas convencionales, tan breves e inoperantes como fuese posible, mientras que se construía sobre ellas un edificio teórico, en la mayor parte no menos convencional y forzado, fruto de elucubraciones personales que no respondían a ninguna necesidad estética, sino al movimiento   —156→   centrífugo y disolvente iniciado desde las primeras obras del siglo, desde Debussy como cabeza visible.

En el tanteo al que todos los artistas de real personalidad se han visto obligados para acomodar ciertos aspectos formales y técnicos a sus necesidades expresivas, presidía siempre, si el proceso era genuino, una cierta ley de equilibrio entre el productor y su público (digo «su» intencionadamente para distinguir una primera minora más inteligente, de la masa general) finamente observada por aquél, y que se traducía en una literatura exegética de tonos melodramáticos. Es lo que se ha llamado el dolor del artista, los sufrimientos del artista, la tragedia del artista, etc. Pero dicho artista, si lo era verdaderamente, no perdía nunca en su conciencia el sentimiento de esa ley de equilibrio, que no se formulaba claramente, ni es fácil de formular, pero de la cual hay un síntoma claro, y es el apoyo o el desasimiento del público.

Al convertirse los artistas productores en público de sí propios, con sus ardientes partidismos o contrapartidismos acérrimos y la agitación consiguiente, se acentuó el fenómeno de espejismo que he señalado. Pero la ley de equilibrio estaba rota y paulatinamente la conciencia social iba abandonándolos, relegando este movimiento   —157→   a un núcleo especializado de la sociedad contemporánea, sin real acción en la conciencia social de nuestra época. La situación es tal, que, en los casos extremos, el artista productor se ha convertido en autoconsumidor, como lo saben bien los editores de música, o en proveedor de pequeños grupos adictos cuya acción dentro de las fronteras patrias o fuera de ellas se organiza prolijamente en virtud del trabajo de entidades ad hoc. La gran función social ejercida por la Música en tiempos anteriores, tanto como función social religiosa, aristocrática o burguesa, se anquilosa paulatinamente y se reduce en nuestros días a una actividad secundaria y especializada, más propia del tipo coleccionista, como la numismática o la filatelia, que una función de carácter social. Así ha nacido lo que hoy se denomina, en la esfera del auditor, el «coleccionista de audiciones». Unos coleccionan audiciones de obras clásicas, otros de obras modernas o ultramodernas, lo mismo que se coleccionan pipas o azagayas.

Hay, pues, un doble síntoma, síntomas graves que acusan una periclitación de lo que entendemos por arte musical, en el siglo presente, según un concepto que procede enteramente del anterior. Estos síntomas son: la pérdida de   —158→   función social y el desvío del sentido técnico; por decirlo en términos biológicos: la atonía del funcionamiento fisiológico y la fatiga de los órganos sometidos a un trabajo inadecuado. La fatiga aumenta a causa del abuso de excitantes particulares que aceleran la destrucción de la armonía orgánica. No hay que ser zahorí para predecir el resultado. Si el enfermo no cae en buenas manos y no es conducido rápidamente a un sanatorio, su defunción es cuestión de tiempo. Pero ¿es que hay sanatorios para este género de enfermedades sociales?

*  *  *

La diferencia entre un sermo nobilis y un sermo vulgaris se produce en el arte no en su período de apogeo, sino poco después, cuando comienza a desprenderse de ella un sector que desvía el sentido de la función social general en funciones secundarias; bien en una trayectoria ascendente o descendente. No es fácil determinar en los primeros momentos si esa nueva trayectoria es lo uno o lo otro, y frecuentemente se confunde la extensión del radio de acción con el movimiento ascensional en la categoría de un arte; o, mejor todavía, se considera como decadente la limitación del radio de acción sobre la sociedad contemporánea. Es menester   —159→   esperar cierto tiempo para poder decidir a la vista de las reacciones producidas. Un movimiento en apariencia decadente puede engendrar estados de opinión cada vez más intensos, y ese dinamismo en el sentido de profundidad puede trocarse tiempo después en extensión. A la inversa, una extensión del área receptiva puede ir, y lo va frecuentemente, en menoscabo de su fuerza de penetración, lo cual acarrea una debilidad próxima.

La depuración de un sermo nobilis respecto de un sermo vulgaris puede ser seguida de una u otra consecuencia: el sermo nobilis termina por desterrar al vulgaris, creando un nivel letrado superior, o inversamente, puede terminar en un eufemismo anémico. Uno u otro fenómeno se producen, como puede comprobarse históricamente, según que la discriminación del idioma vulgar en idioma selecto responda a un movimiento ascensional de la vida social del momento o al contrario. En nuestros días, la música de más alto porte se ha divorciado en su idioma de un modo tan radical respecto al lenguaje de la música vulgar (por no decir popularesca, o de barrios bajos), que aquélla es perfectamente incomprensible para los habituados a esta otra música de tipo menor. No es que una lengua romance nazca de un bajo latín,   —160→   después de ser éste un descenso provincial del idioma metropolitano, sino al contrario, es decir, que un idioma integrado por giros, modos de dicción y vocablos seleccionados se separa del idioma general: 19 Para expresar conceptos especializados, lo cual da origen a los argots de oficio. 2º. Por amor a la forma misma de la expresión, separadamente del concepto que deba expresar. En el primer caso, el lenguaje de laboratorio se corrompe en la medida de lo especial o críptico de su contenido, yendo a parar en una jerga. En el segundo, el divorcio con la idea que hay que expresar llega a tal término que ésta tiende a desaparecer conforme los modos especiales de dicción se hacen más cerrados en su convencional elegancia. En gran parte de los casos, parece que esto es lo que ocurre actualmente en la música contemporánea.

¿Es que el nuevo lenguaje que la técnica actual de la armonía y su concepto de la tonalidad han llegado a crear se debe a la necesidad de expresar conceptos para traducir los cuales era incapaz el sermo vulgaris de la armonía y tonalidad clásicorrománticas? En los capítulos anteriores se ha dado la respuesta, al encontrarnos con que la mayoría de los compositores que más acentuadamente utilizan esos procedimientos reaccionan ante estímulos expresivos netamente   —161→   románticos, mientras que se estima concluso el ciclo de los compositores impresionistas a causa de la limitación de su horizonte expresable. La mayor parte de los descubrimientos técnicos de éstos, que respondían a una trayectoria lógica y legítima, puesto que intentaban servir a ideas de nueva circulación, han sido asimilados por aquellos otros de un modo menos orgánico que adjetivo, lo cual no es la mayor garantía de permanencia.

Se ha querido comparar esta creación de un sermo nobilis dentro de la música del nuevo siglo con la adopción del latín por los humanistas italianos de la baja Edad Media, en los propileos ya del Renacimiento. Un somero repaso a este movimiento ideal, por tal modo extraordinario, aclarará mejor nuestras ideas. Que unos hombres de agudo espíritu y movidos por la fuerza de unas ideas insólitas busquen su expresión en una lengua muerta, apenas conocida más que por una casta letrada, es un hecho extraordinario que nos advierte sobre la limitación y especialización de la función social desempeñada por semejante género de literatura: esto es, el divorcio que plantea con la conciencia popular y, mejor dicho, el desdén hacia ésta, cuya existencia apenas se daba por válida, para dirigirse a otro tipo de conciencia social más alta, residente   —162→   en las clases cultas, las únicas eficientes en la marcha de la sociedad, a lo menos en determinado período de la historia italiana; período circunstancial bajo cuyas apariencias latían fuerzas que no tardarían en hacerse presentes de una manera que quiero recordar, porque aclara mi idea respecto al juego de fuerzas entre el artista creador y la sociedad de su época, con su acción y reacción recíprocas.

La adopción normal del latín entre los humanistas italianos parte, como se sabe, de Petrarca. Todavía el Dante, que era cuarenta años más viejo que él, se complacía al oír sus versos recitados por los trajinantes, en el camino real, y por los herreros que los apañaban, forjando herraduras en el yunque cantante. En sus epístolas familiares, Petrarca solicita el tributo de los doctos y desprecia el homenaje de la plebe. Acentuando este impulso restrictivo, Poliziano, tiempo adelante, incluso oscurece su latín24, seleccionando el escaso público de eruditos capaces ya de entenderle. Desde Leonardo Bruni al comenzar el siglo XV hasta Francisco Guicciardini, cien años después, se tiene al pueblo por   —163→   cosa sospechosa, si no es que se le considera como una cantidad informe de necios. Con los aires de erudición se crea una aristocracia de letras, y como a ello acompaña el fino comportamiento social, las buenas maneras, esa aristocracia literal asciende a los palacios de los regidores, en quienes refina la bárbara sangre querellista y guerrillera, enseñándoles a la par el aprecio por el hombre de letras y por las obras de arte, cuya suntuosidad colabora en su autoridad y poderío merced al deslumbramiento del vulgo. El humanismo italiano traslada el centro de gravedad de la sociedad, que no cae ya en la masa estrictamente sometida a reglas de carácter trascendente y procedencia divina, como en la Edad Media, sino que lleva ese centro de gravitación a núcleos aristocráticos que se erigen en dictadores de leyes. La unidad del universo medioeval en su aspecto de estado religioso con su doble corriente, se rompe en el cuatrocientos, y una causa eficiente en esta ruptura consiste en el estado de espíritu creado por la intelectualidad letrada, en seguida apoyada por la aristocracia gobernante, de tal manera que esa adopción del latín, que parecía críptica y retrogradista hacia los núcleos de sociedades monásticas, ejerce un influjo insospechado: la creación de grupos rebeldes a la autoridad apostólica; y aunque en   —164→   un principio despóticos y aristocráticos, sirven de levadura en la masa del pueblo, la cual se siente ganada de semejantes estímulos. El humanismo latinizante, que en la especie produce un tipo de «deformación profesional» inteligentemente expuesto por Ph. Monnier en su estudio sobre Le Quattrocento, o de «barbarie de especialistas», como lo denomina Ortega y Gasset, resulta ser una semilla exótica cuyos gérmenes maduran en pródigos frutos.

La aristocracia del arte y de las letras se diferencia de la aristocracia de sangre en un detalle fundamental: en que no se hereda. Es una selección por el espíritu, y el espíritu surge donde le place. Las nuevas generaciones de artistas y letrados salen del reservorio universal, del gran orco que es el pueblo. Frecuentemente no pierden contacto con él: si algunos hablan un lenguaje críptico entre colegas, el recuerdo enternecido de sus compañeros de infancia les vuelve a los campos. Sobre todo en las artes plásticas no cabe oscuridad de lenguaje. El pueblo siente su emoción y dirige la vista hacia lo alto. Cuando Lorenzo de Médicis sucede al gobierno de sus padres y abuelos, la voz de su sangre popular habla en él con tanta energía como la voz de su inteligencia, cultivada en los mayores refinamientos. El latín y el griego no   —165→   son lenguas comprensibles para el vulgo florentino; pero éste recibe indirectamente su influencia por la virtud de los ingenios esclarecidos y el beneficio de sus creaciones, que, en un conjunto de excelencias sociales, han logrado un nivel de vida magnífico y lo han dotado de tal fuerza dinámica que produce un tiro de chimenea merced al cual el pueblo florentino se ve impulsado en una corriente ascensional. La erudición, de área limitada, resucita artes, letras, fiestas de mucho más dilatado radio de expresión, y todo ello no prosperaría y perecería por asfixia si no se llamase al pueblo para que participase en la euforia intelectual que la irradiación del espíritu produce25. Lorenzo de Médicis liba en las flores más escogidas que los grandes ingenios literarios le ofrecen; pero la miel que el suyo propio destila no revierte en esos cálices, sino que busca el camino de aquellas masas que tan jovialmente le acompañan en sus fiestas. El espíritu refinado por el humanismo está latiendo en la base de sus poesías; pero Lorenzo quiere que su lenguaje, como lo quería el Dante, sea   —166→   comprendido por el menestral y el artesano, por el erudito y el gañán. No es menester ni hablar en culto ni hablar en rústico. Puede hablar en el idioma que ya era tan puro y gentil en el Alighieri y que constantemente puede mejorar en la forma, guiado a la vez por una inteligencia cultivada y un sentimiento netamente popular. Así, el latinismo de los humanistas, críptico y minoritario, desaparece, como toda innovación voluntaria y sistemática, toda vez que ha comunicado su movimiento ascensional, de gran vitalismo, a la enorme corriente de la masa dotada de un impulso coincidente. La función restringida del primer movimiento intimista se ha convertido en amplia función social (ver nota *30 del apartado Notas).

Por lo que se refiere a los latinistas que siguieron fieles al principio hasta última hora, cuando ya el toscano lo habla depuesto en su calidad de sermo nobilis literario, su suerte no pudo ser sino la que cabe a quienes practican un arte del que se ha evaporado la razón de ser y queda exhausto como función social: a saber, el amaneramiento y el academismo, que es una forma legal de amanerarse. Como Monnier dice, a mi juicio, con gran acierto, «el latín clásico, el bello latín no es ya una lengua, sino una actitud», una posición estética. Pero la sangre popular late con demasiada fuerza aun en los   —167→   humanistas más sedentarios y esa posición estética superior que debla verter en bello latín bellos conceptos, no tarda en decaer hasta el nivel de la calle. Uno de ellos, Guarino, habla llegado a separar de tal modo el sermo nobilis del sermo vulgaris que pudo afirmar que la vida es una cosa y la literatura otra. La distinción no dura mucho si la literatura es flaca y la vida tiene robustas apariencias. Tras de la dignidad de un Poggio surge la procacidad de un Filelfo, y el latín empieza a servir para describir las mayores bajezas y arrojar al colega un cubo de insultos eruditos. Esta influencia de la calle, sin embargo, no es estéril, sino que, como queda dicho, contribuye poderosamente a acercar al pueblo un orden de cosas que parecían ajenas a él, lo cual, si corrompía el bello latín, esclarecía al pueblo. Esa doble corriente, que es el mejor síntoma de la vitalidad de un arte, está observada por Monnier al decir que «al llevar la antigua nobleza a las pobres cosas del pueblo, ciertos tipos de poesía popular inspiraron a algunos de entre los mejores latinistas de la corte de Lorenzo de Médicis, de tal manera que gracias a la influencia italiana se obtuvieron, por decirlo así, nuevos géneros latinos, y de la misma manera se obtuvo gracias a la influencia latina nuevos géneros italianos». Naturalmente, una   —168→   vez en marcha el italiano como lengua literaria, no le quedaba al latín sino perecer por segunda vez. O lo que es peor, sobrevivirse en precario, de lo que es testimonio, el más elocuente entre todos, la suerte del humanismo en Nápoles, donde lo popular aprieta con mayor fuerza que en ninguna parte y donde la influencia latinista llega con considerable retraso. Tras de Pontano y Beccadelli, tan populares en sus asuntos y de tan cuidado idioma, el latinismo termina su obra en Nápoles con Sannázaro, en el primer tercio del siglo XVI, con una perversión de gusto y en medio de amaneramientos que pueden persistir entre las gentes refinadas de una corte real, pero no en la discusión de una república burguesa como Florencia. La dominación española en Nápoles retrae para el uso de su corte a poetas cuyo contacto con el pueblo se hace cada vez más raro (ver nota *31 del apartado Notas). Un arte especial, el arte cortesano, superficial, vacío de contenido, pero pomposo en su ostentación, se crea lejos de todo contacto con la fuente vital fecundante. Una sociedad artificialmente sostenida crea un arte para su propio uso, el cual caerá tan pronto como aquélla, falto de mayores raíces, según se ha apuntado al hablar de las grandes formas en el segundo capítulo de este libro (ver nota *32 del apartado Notas). A su vez, las formas pequeñas caen en el preciosismo, se   —169→   amaneran, se alambican, tanto en la corte de los reyes de Aragón, en Nápoles, como en la Francia de los Luises, donde al lado de la pompa de la ópera-ballet alterna la minuciosidad preciosista de las piezas para clave. «Literatura de monarquías, dice Monnier, que crece, prospera e infecta las cortes de España, de Inglaterra, de Francia» y que forma un mundo enteramente aparte de la conciencia social de la época, la cual no late en la sociedad de los salones, sino en el pueblo llano, cuyos ecos resuenan más sugestivamente en aquellos salones que no entre las gentes modestas la preciosidad de los «clavecines» (ver nota *33 del apartado Notas). En pleno siglo XVIII, la comedia burlona o desgarrada sube a las salas de las damas; Domenico Scarlatti puede en vano abrir las ventanas de su camarín al camino de arrieros, la cuesta del Pardo o el camino real de Aranjuez. A él le llegan rumores de guitarras y canciones destempladas de los mozos de mulas. Las exquisitas modulaciones del clavicimbalista famoso apenas hallarán resonancia en el alma de un monje solitario en su celda del Escorial... Amarillos papeles, ración de eruditos.

*  *  *

El arte musical que vivimos en los momentos actuales, cumplido el primer tercio del siglo,   —170→   me parece que se hace cada vez más ajeno a la conciencia social, en la que no ejerce ya apenas una función viva, sino, todo lo más, una función cultural. Es, pues, un arte que vivirá mientras el concepto evaluativo de los agentes culturales no cambie su sistema de valoración. Pero es una vida reducida al ámbito de una vitrina; es un objeto de museo26 . De tal modo está esto claro en la conciencia de los compositores, aun de los más aturdidos, que continuamente andan yendo y viniendo al pueblo en busca de tónicos. Pero hay demasiada cocina y demasiada farmacopea en el arte actual y los gustos están demasiado refinados para que los artistas, al acercarse al pueblo, se decidan a sentarse en el figón y comerse un buen plato rústico, una buena merienda y un buen trago de vino de la tierra. Y si lo hacen, es una vez al año, como diversión y turismo, volviéndose en seguida en el autobús a casa27.

Otros destilan las esencias populares en recetas   —171→   de botica frecuentemente repugnantes al paladar y al olfato, con lo cual alejan todavía su arte del ánimo general. No deja de haber, en fin, quien se come las berzas sin aliño y las patatas con cáscara: este tipo de patanes del arte, que si no abunda no es tampoco raro, colabora a su vez en el alejamiento de la conciencia social hacia un arte que o huele a falta de ventilación o a ese indefinible olor gatuno del papel viejo de los archivos, o a farmacia, o a perfumería, o a corral. ¿Es que el buen aroma a tierra mojada, a hierba que se acaba de cortar, el perfume de la mies, aun el recio olor a moza de mesón, puede encontrarse únicamente ya en la canción popular?

Tampoco. La canción popular convertida en pasto de los explotadores del folklore parece haber desecado sus salubres esencias. Sería menester refugiarse en los pueblos recónditos para encontrar un canto popular fresco y no manoseado por ese tipo de pseudo-folkloristas, tan lejano del auténtico que estudia científicamente el folklore como una rama de la Etnología como del artista creador que bebe legítimamente su inspiración en las fuentes populares.   —172→   Pero aun en aquel caso lo más probable es que el músico en trance de cacería se encogiese de hombros: el canto popular en su estado silvestre no dice nada a la conciencia artística contemporánea.

No es la trayectoria normal esa de los músicos actuales, que van al pueblo como a un balneario en busca de alivio momentáneo para sus achaques. Un arte no lava su piel con jabones salinos ni normaliza su digestión con elixires estomacales. Individualmente, los compositores pueden encontrar gran provecho esas excursiones campestres, pero el arte no, porque el arte no tiene realmente existencia histórica más que cuando existe como función viva en la conciencia de un momento social. El popularismo de Manuel de Falla, tan admirablemente trabajado en su mufla de esmaltador y de orfebre, ha producido obras de rico valor, pero tanto más rico cuanto más se alejan de la conciencia popular, como su Concierto para clavicímbalo, cuyo simple título enuncia ya elocuentemente el concepto cultista que lo ha inspirado. Si otras obras suyas, como El amor brujo, ganan extensión en el área popular es, indirectamente, por su referencia a los géneros populares, no por su valor como arte, de tal modo, que sus páginas favoritas alternan en el   —173→   repertorio de bailaoras junto a los Valverde o a los Romero, entre «bulerías» y «alegrías» a la guitarra. El negrismo eventual de Strawinsky le sugirió fórmulas del más vivo interés para el profesional, que salpimientan su música pero que en nada la acercan a las masas trepidantes ante el primitivismo rítmico del jazz o que se extasían en la sensualidad tropical de los danzones: Cuba o Hawai.

Y en cuanto a su inspiración rusa, se ha desprendido de la conciencia social europea tanto como de él mismo, en un sentido evolutivo de su personalidad análogo al de Manuel de Falla y su hispanismo; de tal modo, que el gusto que las primeras décadas del siglo actual sintieron por las músicas nacionalistas parece haberse desvanecido enteramente. Cada música popular vuelve a caer en el ámbito justo de donde salió, sin apelar a más gentes que a las del propio terruño, porque si sale de ellas es a modo de diversión pintoresca, artículo de exportación y espectáculo de varieté, lo cual nada tiene que ver con la conciencia popular estética. Simple distracción o entretenimiento, que es la manera más indecente de considerar el arte, pero que es todavía como los periódicos ingleses titulan la sección donde se habla del arte de la Música: entertainments. Es lo correlativo   —174→   a la clasificación «clase de adorno» con que la música tenía cabida en los colegios de señoritas en el siglo XIX. La decadencia del concepto burgués de la música en el último tercio del siglo XIX queda así proclamada; pero dice, al mismo tiempo, de qué modo se había hecho la música una costumbre consuetudinaria. Un niño, al jugar con un tranvía minúsculo, con un automóvil o un aparato de radio, indica suficientemente hasta qué punto profundo ha penetrado la ciencia eléctrica y mecánica en la conciencia social y de qué manera indispensable ejerce una función.

Hoy, el arte se aleja de ella conforme el deporte la gana. ¿Es que los artistas deben ir al encuentro de la masa de auditores? No más que van ella los boxeadores o futbolistas. Es la masa la que viene a ellos. ¿Porqué ese cambio? No es cosa mía el explicarlo aquí, ni lo conseguiría probablemente; pero he procurado exponer por qué proceso y por qué razones el arte de la Música, tal como lo concebimos todavía, pierde en el siglo XX su función social, es decir, por qué parece condenado a morir (ver nota *35 del apartado Notas).

Conviene no desolarse demasiado pronto: al decir que la música del siglo actual está en pereclitación y en trance de muerte no quiero significar   —175→   que el arte sonoro vaya a desaparecer sobre la faz del planeta. Esto es asunto enteramente diferente. La Música, o por lo menos una serie organizada de sonidos, ha desempeñado desde los tiempos más remotos de la prehistoria una función social. Huesos labrados de reno fueron ya instrumentos musicales; laminillas ronflantes, según que se las imprimiese, atadas a una cuerda por el cabo, un movimiento rotatorio. La cueva de Cógul, en Lérida, muestra pinturas rupestres en donde varias mujeres danzan en torno de un varón. Danzas ceremoniales, instrumentos mágicos que producen sonidos misteriosos, no se sabe por qué. En el acto de exaltación de las potencias superiores, el hombre pone en acción de presencia todo aquello que le parece más precioso. El arte suntuario nace con la más elemental forma de sociedad, y va vinculado inalienablemente a toda manifestación de superioridad: guerrera, sacerdotal, regidora. La belleza del objeto corresponde a la superioridad personal en todas sus apariencias, de tal manera, que si el guerrero o el sacerdote no son bellos, se los embellecerá ornamentándolos con objetos que, además de su preciosa sustancia, están dotados de influencias mágicas, como los instrumentos que producen ruidos entonados y capaces de regulación. Toda la suntuosidad   —176→   traída a recaudo en la sociedad de Neanderthal o de Altamira, en Cógul lo mismo que en Bizancio o en la Francia de los Luises o de los Napoleones, está puesta en movimiento, es decir, está dotada de vida merced a la danza. Cada tipo de sociedad utiliza suntuariamente sus concepciones mágicas de la belleza y de la fuerza: las decoraciones murales, los frescos de la Sixtina, los coros antifonales de la Sinagoga y de los monarcas bizantinos, el canto gregoriano, el gran órgano, los fusiles y los cañones en un determinado modo de danza plural que se llama parada, los aviones, los himnos militares, las canciones revolucionarias. El color, el gesto y el sonido colaboran en el triple simbolismo, de la organización estatal, como bandera, reverencia o saludo, e himno, de tal modo entendido por nacional que las gentes se matan (y matarse es lo más grave que puede ocurrir al hombre y a la sociedad) al estímulo producido por un trapo coloreado, por un ruido rítmico de tambores, por una tocata de trompetas. No sólo en el Senegal o en el Congo o en las islas Papúes, sino en toda la historia milenaria de Europa, hasta este instante preciso.

La Música, concebida como función social, es inalienable a toda organización humana, a toda agrupación socializada. Pero en cada caso,   —177→   sus maneras de producirse van íntimamente ligadas al concepto general en la época de lo suntuario. Lo suntuario en un momento determinado es milicia; en otro, religión; en otro, corte; luego es sociedad burguesa; en seguida se infiltra, en el siglo XIX de conceptos técnicos y culturales. En este instante nos encontramos. Lo que el siglo XX sea socialmente, eso será la música del siglo XX. Pero yo no sé qué cosa llegará a definir claramente, vulgarmente, al siglo XX de la misma manera que el minueto definió al siglo XVIII y el vals al XIX; la cornucopia y la silla de manos a aquél; el zig-zag de la chispa eléctrica y la bicicleta a este otro. De cualquier modo, si la música actual está destinada a morir y yo no me equivoco, alguna otra música, impensada en sus hechos auditivos y en su manera de actuar, se levantará en el siglo XX para sustituir a la difunta. Un momento se pudo pensar que los ritmos negros y la cacofonía del jazz norteamericano sustituirían a las orquestas europeas, llenas de efluvios impresionistas: pudo ser, porque esas músicas respondían al estado de conciencia social que se define en dos palabras: Gran Hotel. Pero todo eso pasó también. La pianola, se dijo, sustituirla al piano; el gramófono a la orquesta y al canto, la radio a todo ello. Pero la pianola, el gramófono y la radio   —178→   están en un período tan transitorio, tan poco definido como forma, aunque su función social tenga un radio de acción muy extenso, y caen en seguida en tan bajo descrédito por su abuso, que no es posible imaginar rasgos concretos en los que todos esos ingredientes, tan típicos ya del siglo XX, lleguen a cuajar. Ahora bien, el arte, pictórico o musical, no llega a plasmarse en formas definidas, es decir, capaces de ser consideradas como clásicas, representativas de un criterio concluso, si el modo de vivir no se ha asentado a su vez en un estilo (ver nota *36 del apartado Notas). Por decirlo así, no hay minueto si no hay cornucopia y no hay vals y romanza de salón si no hay quinqué de petróleo. Hoy existe una música «de maleta» que va bien con el automovilito, propicio al flirt, y hay gramolas y heterodinos que acompañan bien la danza después del té. Creer que esta clase de músicas pueda llegar a representar el siglo XX es como decir que las gentes de sus últimos años guardarán una visión de él encerrada por las líneas de una carrocería aerodinámica o la cruz de un avión. Sin embargo, no es disparate pensar que el nuevo estilo ha de venir por aquí o que, a lo menos, todo eso ha de dejar huella indeleble en el estilo nuevo.

Con todo, si la proposición que esbocé en el primer capítulo no es demasiado arbitraria,   —179→   y si el lector me ha acompañado en mis deducciones, según las cuales el siglo XX tiene más probabilidades de ser un «siglo corto», como el XVIII, mejor que un «siglo largo», como el XIX, conviene recordar que lo propio de los siglos largos es que a su final se acuerdan bastante bien de sus comienzos y que si al comenzar el siglo siguiente una élite se ha separado de los tipos característicos del siglo anterior, ellos siguen viviendo con pasable robustez en la conciencia plural; mientras que, a la inversa, los siglos cortos se olvidan de sus artistas iniciales cuando surgen otros que caracterizan mejor la nueva época; así en el siglo XVIII, con los sinfonistas vieneses y los operistas italianos, que desterraron a los polifonistas instrumentales como Bach, quien encarnaba en su tiempo mejor el espíritu del siglo XVII que el del XVIII. A lo menos según lo que el siglo XVIII significa hoy para nosotros, es decir, de la conciencia histórica que vive en nosotros bajo la especie del siglo XVII. No es, pues, un desvarío suponer que toda la música actual ceda más tarde -cuando el siglo XX haya perfilado suficientemente sus rasgos vitales y haya logrado definir, no se sabe cómo ni por quiénes, su estilo artístico- ante nuevos artistas que realizarán un tipo de música que no nos es posible concebir enteramente, porque si bien   —180→   presentimos ciertas posibles vías de acceso, no acertamos a verías convertidas en rasgos normales de una función social creada sobre esa base, al parecer hoy, tan precaria.

Esta sorpresa ha sido norma general y constante en la evolución de los géneros musicales, y en la transformación intervenía un ánimo renovador manifiesto, siempre en defensa de ideales nuevos contra el ars antiqua. Así, el siglo XIV se enorgullece de su Ars Nova, que, esencialmente polifónica, se mueve en un continente antípoda del de la Nuova Músíca monódica y dramática de los florentinos del siglo XVII. Este caso, el de la monodia acompañada, que va a dar origen nada menos que a la Ópera, muestra bien claro cómo una cultura artística puede morir para que la función resurja en un medio enteramente insospechado. La cultura del canto gregoriano, que nutre a la humanidad cristiana desde el siglo séptimo, puede morir como función aun dentro de un tipo de sociedad eclesiástica todavía vivo, de tal modo, que a partir del auge de la polifonía en el siglo xiv empieza a sentirse en retirada, para no ser ya más que un fósil desde el siglo XVI. Y la polifonía eclesiástica y sagrada podía encontrar una competencia grave, por lo que toca a su poderosa función, en la polifonía profana, que realiza en el madrigal el   —181→   tipo de forma burgués equivalente y rival del motete, del que, sin embargo, es hijuela. Pero lo que apenas hubieran podido sospechar ambas formas del arte cultista de esos siglos medioevales es que las dos iban a quedar fuera de empleo a causa del auge creciente de un arte de origen villano, pronto entronizado en cortes y salones: el arte monódico e instrumental de los trovadores y troveros. Así, pues, la gran polifonía sagrada cambia de rumbo al ingresar entre sus sutiles contrapuntos la voz de la calle con «madrigales» caccie y ballatte de los italianos del trecento, mientras que el pobre arte trashumante del juglar sube desde vados y caminos a los camarines regios, donde monarcas refinados gustan de él y lo alimentan. Cuando a fines del siglo XV los regímenes monárquicos se afirman en Europa, el arte instrumental del trovero y su monodia vocal, acompañada por el laúd, se desarrolla magníficamente en el nuevo arte de la música concertada para instrumentos. También su primera forma de estructurarse se funda en la música concertada para voces, pero también termina por reemplazarla en su función. El virtuosismo individual sustituye al arte anónimo del coro, y la Iglesia, que vio cómo las grandes formas polifónicas evolucionaron en el sentido de las pequeñas formas madrigalescas, se apodera a su vez   —182→   del virtuosismo instrumental para crear la sinfonía y la sonata eclesiásticas, formas grandes que ceden ante la fuerza de penetración de la música concertada profana, enriquecida por el arte manual de los virtuosos de las violas y de los claves; arte ante cuya boga cae el arte minucioso, complicado, refinado y de corto ámbito de la música para laúd. Cuando ese arte penetra en España, vive algún tiempo en ambientes aristocráticos y extranjerizantes, como en la corte valenciana de Germana de Foix, pero falto de savia decae, y el arte del laúd, que se practicaba sobre la vulgar vihuela, muere, aunque no sin haberle dejado en herencia recursos de que ella carecía y que asimila a lo que era tradicional y popular en ella.

El proceso evolutivo sigue siempre el mismo juego: una semilla cultista se desarrolla dentro de una placenta popular (en su más amplio sentido social), cuyos jugos nutritivos absorbe. El arte recién nacido es un ser nuevo, en el cual lo típico del arte anterior se encuentra en él como rasgos de herencia. La vida y milagros de ese ser nuevo dependen, como de ordinario en los seres vivos, del medio ambiente y de la educación en consonancia con su propia aportación fisiológica.

En rigor, como en todos los casos donde hay que admitir una acción y una reacción, este juego   —183→   es doble: una semilla «culta» se desarrolla y evoluciona en un medio popular. Se crean así, si el medio social es adecuado, tipos vivos de arte que conservan los rasgos típicos del arte del cual nacen como caracteres de herencia, cada vez más lejanos de la conciencia viva hasta que llegan a tener, cuando es el caso, un valor fósil, como en ciertos ejemplos de folklore.

Inversamente, los tipos cultistas de arte avanzan y se desarrollan merced al empuje de elementos vitales populares que ingresan en el círculo concluso de las formas, causando la evolución de éstas si son capaces de absorberlos, por decirlo así; o, en el caso contrario, las formas mueren, dejando el paso a otras en gestación. Aquéllas quedan anquilosadas, rígidas; desaparecen de la conciencia viva del arte y adquieren una categoría «histórica».

La teoría de Bekker, antes enunciada (ver nota *37 del apartado Notas), por lo que a evolución de la armonía se refiere, como ley de las funciones armónicas, sirve análogamente para explicar la evolución del sentido formal y funcional, según queda comentado a lo largo de este ensayo. Bekker completa su teoría de este modo: «Las formas de magnitud sobrenatural, indispensables al arte expansivo de Bruckner, Mahler y Strauss, se encogen cambiándose en pequeñas formaciones muy concentradas,   —184→   pero sin parecerse en nada a los aforismos del pre-romanticismo alemán; al contrario, crecen en intensidad por medio de una comprensión y condensación exactamente igual que cuando el sonido puro se contrae en la unidad tras de la pluralidad armónica».

Mientras que Schoenberg representa para Bekker las formaciones contrapuntísticas, Strawinsky es el representante actual de las formas comprimidas. Ya he explicado cómo Schoenberg contraía a formas pequeñas los grandes principios, sometidos a la acción cáustica de su postimpresionismo ultracromático, mientras que Strawinsky dota a sus formas pequeñas de una gran capacidad expansiva a causa de su concepto primitivo del material sonoro y de su sentido clásico de equilibrio en la forma y la materia empleada, lo cual le impulsa a la busca de la gran forma, según se ve en todas las producciones de su última época, en las que aspira a una impersonalidad clásica y una extensión multánime de tipo religioso.

Llegados al fin de este libro, cabe, pues, resumir cuanto queda expuesto diciendo que la observación de los rasgos exteriores de la Música en la porción actual del siglo XX, así como su manera de ser interna y las razones de su sentido evolutivo, a más de las presunciones que para el futuro permite   —185→   hacer el estudio comparativo de la evolución del arte en los tiempos pasados, dejan abierto el camino para la suposición de que la marcha del arte musical durante este siglo haya de seguir una trayectoria inversa a la seguida en el anterior, más parecida, por lo tanto, a la del siglo XVIII que a la del siglo XIX. Es probable, por consiguiente, y cuanto se observa a izquierda o derecha parece comprobarlo, que las influencias que el siglo XIX prolonga más allá del XX y que viven en la conciencia social apegada a las formas típicas de vida ochocentistas, desaparecerán tan pronto éstas hayan sido suplantadas por las que aportan las nuevas generaciones. Un movimiento invasor, imposible de presumir hoy, penetrará con gran viveza en el nuevo tipo de vida social, y su influjo se extenderá, con su sentido, a todas las zonas de la sociedad, hasta que unos músicos geniales de tanta personalidad como eficacia técnica sean capaces de darle una forma que, al encontrarse congruente con el sentido expresivo, se reputará como perfecta y, por lo tanto, de una ejemplaridad clásica. Pero por poco tiempo, pues que los períodos de perfección clásica, estáticos y verticales, son pronto rebasados por la dinamicidad de la vida. Si las conmociones revolucionarias propias a la última parte del siglo XIX y comienzos del XX prosiguiesen su movimiento   —186→   transformador de la sociedad, y si un criterio triunfante unificase las formas de vida en cada país del mundo, como -tras de la Revolución francesa- Napoleón y el Romanticismo, un nuevo arte de alcance universal entraría como aliciente espiritual de la nueva sociedad. Mas ni siquiera puede predecirse que ese arte haya de ser la Música. En todo caso, el arte musical no parece que pueda esperar mejores perspectivas.

Mientras tanto, nada cabe hacer sino dejar obrar a la Naturaleza, que siempre triunfa de sí misma. Las culturas decaen, pero la vida continúa. El único consejo que cabe dar es el de que se intensifiquen todos aquellos actos que contribuyan a robustecer o a tonificar no importa qué aspecto del arte musical: futurista o retrógrado, individualista o socializante. No destruir nada, porque aun los aspectos más dispares son elementos de creación en la Naturaleza. Mi norma es: no causar ningún daño, ningún dolor real, en nombre de un principio ilusorio. Porque todo dolor es real, e ilusorios todos los principios.