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Nada llega a perderse

Sergio Ramírez






Contar para vivirlo

Debe ser el mes de junio de 1997. En esa mañana del valle de México nublada ya de gases tóxicos, cuando los vehículos se desbocan de ida y vuelta por los vericuetos de las autopistas, bajo apresuradamente frente a las puertas del Sanborn's de Perisur, porque traigo ya cinco minutos de retraso, y tras buscar ávidamente descubro por fin a Gabo que muy cerca de la entrada revisa con disimulo una revista, como si fuera el protagonista de una película de espionaje, pero apenas me ve abandona su aire de conspirador y viene hacia mí con su corto paso militar que tiene también algo de cumbia, sacando pecho, la sonrisa abriéndose bajo el bigote entrecano, me toma por el brazo con los dedos que aprietan como una tenaza, y me conduce hacia el restaurante entre la gente que por milagro no nota su presencia.

Nos habíamos citado la noche antes al final de la cena en su casa del Pedregal de San Ángel a desayunar aquí, «tú y yo tenemos que hablar todavía», me dijo, una conversación siempre pendiente que nunca es suficiente, y cuando nos sentamos a la mesa junto a la baranda de fierro, y la muchacha disfrazada de tehuana de Diego Rivera trae los grandes menús recubiertos de plástico, debo aceptar, condolido, que cinco minutos es un retraso demasiado prolongado para alguien que como él se atiene a la más rigurosa puntualidad, tan ajena a las informalidades y los desenfados del ardiente trópico de donde ambos venimos.

Nos hemos citado para seguir hablando de literatura, y para intercambiar noticias sobre libros recién leídos, o autores recién descubiertos, que anotamos meticulosamente, él en una pequeña libreta, yo en el revés de una tarjeta de visita. W. G. Sebald y Los anillos de Saturno, Esperando a los bárbaros de Coetzee, Su Santidad Juan Pablo II y la historia oculta de nuestro tiempo, de Bernstein y Politi, que es él quien me recomienda; y como no agotamos lo que tenemos que decirnos, va a dejarme en su carro a la casa de los Barcárcel en Tlalpan, donde siempre me quedo, y por seguir conversando nos perdemos, seguimos por todo Insurgentes hasta casi la salida a Cuernavaca, al pie del Ajusco, y ya casi nos está dando el mediodía sin parar de hablar, un extravío dichoso porque a lo mejor nos importa poco encontrar el camino correcto.

De política tratamos casi siempre poco, y menos aún de la revolución naufragada de Nicaragua. Ya había pasado el tiempo en que hablábamos de ese tema sin cesar, desde la vez que nos conocimos en Bogotá, en agosto de 1977, cuando llegué a buscar su ayuda en la conspiración para botar a Somoza, y me recibió esa vez en los estudios de la RTI, donde se rodaba para entonces la serie basada en La mala hora, en una oficina llena de monitores y casetes de cintas de tres cuartos de pulgada, sin que resultara ningún esfuerzo convencerlo de que el triunfo de la revolución sandinista se hallaba a las puertas, y lo que necesitábamos de él era que fuera a Caracas a plantearle al presidente Carlos Andrés Pérez el reconocimiento del nuevo gobierno.

Fue cumplidamente a Caracas, le contó aquella historia inverosímil al presidente, quien la creyó, y sino triunfamos entonces de todos modos no faltaría mucho. Pero hoy, tras tanta agua corrida debajo del puente, y lejos ya yo de aquella revolución pervertida por la codicia, su único comentario casual sobre el tema es lacónico, y certero como una pedrada: «a mí, me estafaron».

Gabo se sabe de corrido a Rubén Darío, y cuando yo lo cito mal, me corrige, baldón para quien aprendió a leer en rima dariana en la escuela de párvulos, con La cabeza del Rawí y La Sonatina. Hoy, vamos a empezar hablando de Las bellas durmientes de Yasunari Kawabata, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1968. Se trata de una historia de terrible belleza, que no necesita durar muchas páginas: clientes ya viejos acuden a una casa de citas donde habrán de encontrarse en el silencio de los aposentos con muchachas desnudas, y narcotizadas, a las que está prohibido hacer despertar. Pueden pasar la noche en el lecho a su lado, pero no pueden tocarlas. Uno de esos ancianos visitantes de la casa va a encontrarse, entre el espanto y el delirio, frente al muro final de su vida, imposible de abrir, como símbolo de la decrepitud y de todo lo perdido para siempre.

Fascinado como estaba por la historia, quería emprender un remake, volviendo a escribirla, y con afán de detective se había puesto ya sobre las pistas literarias que le ayudaran a desentrañar la factura del libro y sus entretelones misteriosos; pero al fin dejó ese proyecto, y se decidió mejor por sus memorias, Vivir para contarlo.

Entonces surgió ese relato esplendoroso que empieza con el regreso a Aracataca en compañía de su madre, Luisa Márquez, que va allá a vender una casa, la casa, la única en el mundo, la vieja casa de los abuelos; de esta manera sabremos que toda escritura es siempre un retorno al origen, la vuelta remorosa e insistente al punto de partida, porque «nada llega a perderse, la memoria acumula tesoros, secretos que crecen entre la oscuridad y el polvo», según las palabras de Nabokov, y lo veremos descorrer los cerrojos que guardan los aposentos clausurados de Cien años de soledad y todos sus relatos anteriores al año de gracia de 1967, porque «el fin de toda nuestra búsqueda será volver al lugar donde comenzamos», según la sentencia de T. S. Eliot en los Cuatro Cuartetos.

Es lo mismo. Es lo mismo la literatura que la vida, los recuerdos que la imaginación, un espejo nublado de cara a otro lleno de la luz de la tarde frente a la vieja estación del ferrocarril bananero en Aracataca, toda una tramoya armada por el viento sólo para que la madre pueda exclamar: «¡Dios mío!» al ver tanta desolación y ruina, y para que así puedan ella y el hijo conjurar el olvido.

Managua, octubre 2002





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