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Naguib Mahfuz y el desarrollo del cine egipcio

Alberto Elena





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La todavía reciente concesión del Premio Nobel al gran escritor egipcio Naguib Mahfuz ha contribuido sin duda a un tímido, pero necesario, acercamiento a la literatura del mundo árabe y ha promovido la traducción de algunas de sus obras a las distintas lenguas occidentales (incluida el castellano), así como un cierto número de análisis y comentarios más o menos exegéticos. A resultas de ello Mahfuz, sin sernos plenamente familiar, no es ya un desconocido en nuestros lares.

Ahora bien, prácticamente ninguno de los trabajos recientemente consagrados a Mahfuz ha hecho hincapié en la que sin duda es una faceta fundamental de su obra, a saber: su variada y multiforme relación con el cine egipcio a lo largo de un cuarto de siglo (indudablemente más amplia y fecunda que su conocida vinculación a la Organización Estatal de Cine y Televisión de aquel país). De hecho, Mahfuz es -indirectamente, pues no se trata de un cineasta en sentido estricto- uno de los grandes artífices del renacimiento de la cinematografía egipcia en los años cincuenta y sesenta de la mano de un fecundo realismo social, vía hasta entonces poco transitada en la misma. El más claro precedente es el célebre La voluntad (1939), de Kamal Selim, auténtico giro copernicano en la trayectoria del cine egipcio por mor de la mera descripción realista de la vida en los barrios populares cairotas. Sin embargo, la herencia de este film no habría sino de cobrarse a medio plazo, ya que desde los Estudios Misr o Gizah realizadores como Fatin Abdelwahab, Ahmed Badrakhan o Henry Barakat siguieron inundando el mercado interior (y, a decir verdad, el de todo el mundo árabe) con ficciones tan irreales como ingenuas. El cine de teléfonos blancos o la inspiración hollywoodiense sofocaban cualquier tentativa de expresión original en un medio más que acomodaticio entregado con placer a su función de   —356→   fábrica de sueños. La irrupción de Salah Abu Seif, Yussef Chahine y Tawfiq Salah en el panorama de los años cincuenta vendría a modificar significativamente dicho cuadro, dotando a su país de un cine maduro y riguroso, pero sobre todo comprometido socialmente y próximo a una realidad tradicionalmente negada en la pantalla. Naguib Mahfuz, de manera en absoluto casual, estuvo directamente vinculado a tan importante inflexión.

La más inmediata y evidente asociación de Mahfuz al cine, aunque desde luego no la más significativa, pasa por la adaptación de varias de sus novelas a este otro medio. Es difícil precisar el número exacto de obras de Mahfuz adaptadas al cine (o a la televisión), pero probablemente ronda la docena y media, tratándose invariablemente de producciones egipcias. Por no referirnos sino a sus obras máximas, El callejón de Midaq (1947) y la famosa trilogía cairota -Entre dos palacios (1956), El palacio de las pasiones (1957) y La azucarera (1957)- fueron llevados al cine con más pena que gloria por Hassan al-Iman. No mucho mejor fue la suerte corrida por La codorniz y el otoño (1962), El camino (1965) y El mendigo (1965), en manos de Hussam al-Din Mustafa, o de El espejismo (1948), llevada al cine por Anwar al-Shinawi. La creación de ambientes estuvo más conseguida en las adaptaciones cinematográficas de Jan al-Jalili (1946) o Café Karnak (1974), obra de Atif Selim y del joven Ali Badrakhan, respectivamente, más tampoco puede hablarse de films memorables. Por su parte, Amor bajo la lluvia (1973) fue recreada en la pantalla por Hussein Kemal con bastante poco acierto, pese a la colaboración del propio Mahfuz en el guión del film. Con la excepción del gran Abu Seif, tan sólo Kemal al-Skeikh parece haber logrado reflejar adecuadamente en la pantalla el mundo del novelista, no tanto por su adaptación de El ladrón y los perros (1961) como del extraordinario Miramar (1967), aunque fuera a costa de privarlo de la riqueza de perspectivas del original literario al introducir una narración lineal y suavizar la amargura del texto de Mahfuz. Cabe, decir, pues, que para el desarrollo de la cinematografía egipcia las adaptaciones de las novelas de Mahfuz -con independencia de su éxito popular- han desempeñado un papel más bien anecdótico y están lejos de haber marcado nuevas orientaciones o tendencias en la misma.

Muy distinta ha de ser, sin embargo, la valoración de la estrecha valoración de Mahfuz con distintos realizadores egipcios. Algunos de estos (Niazi Mustafa, Hassan Ramzi o el ya citado Hussein Kemal) no parecen haber ganado mucho en el envite, mientras que otros (como Atif Selim) acusaron su influencia de manera desigual. Selim, que había contado ya con Mahfuz como guionista en sus films Han hecho de mí un criminal (1954) y El ingrato (1956), ambos mediocres, remontó el vuelo con Nosotros, los estudiantes (1959), un más que estimable trabajo en cuyo guión colaboró con su colega Mohamed Abu Yussef,   —357→   a partir de un argumento original de Tawfiq Salah, para ofrecer una interesante recreación de las movilizaciones universitarias de finales de la década de los cincuenta. La apuesta por el realismo social tan característico del mejor cine egipcio de esos años se plasmó asimismo en la opera prima de Tawfiq Salah, El callejón de los necios (1955), un film muy diferente a los que ulteriormente realizaría éste, cuya aguda observación de la vida cairota lleva la marca innegable de Mahfuz, guionista de excepción para el prometedor debutante.

La auténtica importancia de Mahfuz para el cine egipcio reside, no obstante, en su colaboración con los dos maestros indiscutibles del mismo: Yussef Chahine y Salah Abu Seif. Para el primero escribió el guión de tres films, muy diferentes entre sí, que no se encuentran entre lo mejor del autor, pero que son en cambio enormemente significativos desde el punto de vista del desarrollo del moderno cine egipcio y constituyen testimonios excepcionales de la actitud de sus artistas e intelectuales ante la historia reciente del país. La primera de dichas colaboraciones fue Yamila (1958), una exaltación del proceso de independencia argelino a través de la figura de la resistente Yamila Bouhired. Film combativo, dotado de un vigoroso aliento épico, Yamila no consigue elevarse por encima de sus propuestas, preso tal vez de las exigencias que la urgencia del tema imponía, más representa como pocos un cierto espíritu progresista que vendría a ser característico del cine árabe de los años sesenta (en muy buena medida por efecto de la propia revolución argelina).

La segunda colaboración con Chahine es un film histórico, Saladino, el victorioso (1963), una recreación de las gestas del gran caudillo árabe, así como una tentativa de reescribir la historia de las Cruzadas desde el punto de vista oriental. Pero, significativamente, Mahfuz y Chahine (cristiano) subrayan mucho más el componente árabe-nacionalista que el propiamente religioso, y de este modo el film deviene una apenas velada exaltación del nuevo gran líder del mundo árabe, Gamal Abdel Nasser. De hecho, pocas dificultades podía encontrar el muy sensibilizado público egipcio (recordemos que la exhibición de Sansón y Dalila, de DeMille, había sido prohibida por la escasa pertinencia de mostrar a un judío vencedor de cualesquiera enemigos) para descifrar el mensaje y así Saladino, que pasa por ser el mejor film histórico realizado en el mundo árabe (aunque no esté exento de ingenuidad en su plena aceptación de las convenciones hollywoodienses, y los trajes y pelucas parezcan recién alquilados), puede y debe también ser leído como una mirada sobre el Egipto -y el mundo árabe- de comienzos de los años sesenta y como una decidida apuesta pronasserista.

La perspectiva ha cambiado ya por completo en La elección (1970), un film realizado tras la derrota de 1967, en el que Mahfuz y Chahine ofrecen bajo el   —358→   ropaje de un thriller (género cultivado con cierta frecuencia por el novelista) una parábola bastante críptica sobre el ambiguo papel de los intelectuales en la sociedad egipcia. De este modo, y apesar de sus imperfecciones, La elección inaugura una más profunda reflexión sobre el tema en el cine de Chahine (piénsese en su inmediato, y esta vez espléndido, El gorrión), mientras que el desecanto y la amargura que irradia tampoco están ausentes de la obra de Mahfuz en ese momento (Miramar, por supuesto, pero también Amor bajo la lluvia o incluso muchos de los cuentos del periodo 1968-1973).

Pero, en el mundo del cine, el alter ego de Mahfuz no podía ser otro que Salah Abu Seif, con quien colaboraría en una decena de films. Nacidos ambos en los barrios populares de El Cairo (Mahfuz en Gamalia; Abu Seif en Bulaq), prácticamente de la misma edad (el novelista es tres años mayor que el cineasta), simpatizantes uno y otro de la izquierda egipcia (Mahfuz estaba a la sazón con el socialismo; Abu Seif era compañero de viaje del partido comunista), apóstoles convencidos -en un momento dado, al menos- del realismo social, la suya estaba llamada a ser una colaboración fructífera. Cuando ésta comenzó en 1948 con Las aventuras de Antar y Abla (un film impersonal sobre los amores legendarios de un esclavo y la hija de un señor en la Arabia pre-islámica, que cosechó no obstante un éxito espectacular), Mahfuz acababa de abandonar su ciclo de novelas faraónicas para iniciarse en la literatura realista, en tanto que Abu Seif (un montador experimentado, que había recibido una formación adicional en Italia en plena fiebre neorrealista) contaba sólo con dos films en su haber, uno de ellos una nueva versión de El puente de Waterloo, de Mervyn LeRoy. Ambos se encontraban, pues, en un período de maduración y sin duda la estrecha colaboración que entablaron resultó fecunda para uno y otro (no hay ni siquiera por qué dudar de que, como asegura Abu Seif, Mahfuz aprendiera con él a escribir guiones).

Tras esta primera experiencia cinematográfica de Mahfuz, las siguientes entregas del tándem serían Llegará tu día (1952), una adaptación cairota de Thérèse Raquin, de Zola (al que Abu Seif volvería a recurrir, ya sin Mahfuz, en 1960 con El esplendor del amor, curioso título tras el que se esconde La Béte humaine) y Raya y Sakina (1953), inspirado en el caso real de dos asesinas de damas ricas en la Alejandría de los años veinte. Es entonces, luego de este aprendizaje, cuando la colaboración pasará a dar sus mejores frutos con títulos como El monstruo (1954), Juventud de mujer (1956), El matón (1957), Ladrón de vacaciones (1958), Vía sin salida (1958), Soy libre (1958), Entre el cielo y la tierra (1959) y el excepcional Principio y fin (1960) (El Cairo, años treinta [1966] es un simple epílogo a este rico y multiforme pilar del realismo cinematográfico egipcio). Los tres films realizados en 1958 son claramente menores, mientras que Entre el cielo y la tierra -pese a ser uno de los films preferidos por su realizador-   —359→   es un insólito huis clos con catorce variopintos personajes atrapados en un ascensor, que se aleja del tono habitual de la producción de Abu Seif en esos años. Pero El monstruo, una sórdida historia ambientada en los bajos fondos de una aldea del Nilo durante la ocupación británica; Juventud de mujer, un no menos intenso y tenebroso drama pasional también en ambientes rurales, y El matón, otra historia pasional en el turbio mundo de los mayoristas de frutas de El Cairo, son obras señeras del cine egipcio y constituyen los máximos exponentes del realismo de los años cincuenta tan deudor, por lo demás, de Mahfuz. Se trata de films formalmente muy elaborados, a medio camino entre la herencia del neorrealismo italiano y del realismo poético francés, con diálogos muy bien construidos y, no menos importante, excelentemente interpreta dos por algunos de los mejores actores y actrices egipcios (memorables son, en particular, las interpretaciones de la famosa bailarina Tahia Carioca en Juventud de mujer y El matón).

Pero la obra maestra de Abu Seif (y probablemente de todo el cine egipcio, junto a Estación Central, de Chahine) es Principio y fin (1960), inspirada en la novela homónima de Mahfuz (publicada en 1949). Adaptada por el propio novelista, Principio y fin disecciona implacablemente el mundo de la pequeña burguesía cairota a través de la historia de un ambicioso arribista que logra hacer carrera en el ejército gracias a los «sacrificios» de sus hermanos: uno, subsistiendo humildemente como maestro en provincias; otro, sumergiéndose en el mundo del hampa y finalmente su hermana, prostituyéndose en secreto para poder pagarle los estudios. El trágico desenlace pone la guinda a un melodrama desaforado sobre el papel, pero prodigiosamente equilibrado en su plasmación cinematográfica (con más que notables interpretaciones de Omar Sharif, Sanaa Gamil y el inefable Farid Chawki). En pocos otros films ha servido la estructura tradicional del melodrama mejor que en éste para retratar toda una sociedad (el barrio en el que vive la familia opera como microcosmos privilegiado ante el escalpelo de Mahfuz y Abu Seif) y una época (los últimos años de la ocupación británica), por no hablar ya de su ajustado reflejo de las pasiones y miserias del ser humano. Film absolutamente a (re)descubrir, y no sólo por los interesados en el cine egipcio o en la obra de Mahfuz, Principio y fin desmiente la leyenda que presenta la contribución de éste al cine como un trabajo puramente alimenticio y eleva a Abu Seif muy por encima del nivel medio de sus colegas. Y si, en efecto, fue éste quien enseñó al reciente Premio Nobel a escribir guiones a finales de los años cuarenta, justo es convenir que el discípulo aprendió bien sus lecciones y enriqueció al maestro (y a algunos otros cineastas) con sus profundas y lúcidas crónicas de la moderna sociedad egipcia y sus no menos desencantadas miradas sobre la condición humana.   —360→  






ArribaBibliografía

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