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Narrar y describir. Representaciones de España en las «Aguafuertes Españolas» de Roberto Arlt

Sylvia Saítta





Son dos Españas, la del norte y la del sur. O quizás más -y por eso, Madrid es «la capital de todas las Españas» (Arlt 2000, 33). Es la España que Roberto Arlt recorre durante más de un año, pero es también la España leída en las novelas por entregas de Luis de Val y Pérez Escrich, en la picaresca, en las guías de viaje, en las novelas de Pío Baroja, en los ensayos de Unamuno, de Ortega y Gasset, de Barrés. Es la España musulmana, cuyos rasgos moriscos habitan en el sur de la península, pero es también la austera y laboriosa España del norte del país. Es la España de la pandereta y de los mantones, de los paisajes pintorescos y de los panoramas de tarjeta postal, pero es también la España negra que asoma en Toledo, en los cuadros de El Greco, en las series de Goya. Es la España castiza, atravesada por las historias de sus reyes y de sus clérigos, pero es también la España proletaria, politizada, al borde de la guerra civil. Son dos Españas, o quizás más, las que Roberto Arlt narra y describe a lo largo de las doscientos veinte notas que se publican en el diario El Mundo de Buenos Aires, entre el 25 de febrero de 1935 y el 22 de julio de 1936. Son las Aguafuertes Españolas -aunque sus títulos cambian a medida que el viaje avanza y son, entonces, Aguafuertes Gallegas, Aguafuertes Asturianas, Aguafuertes Vascas o Aguafuertes Madrileñas- que Arlt escribe durante un viaje que comienza a bordo del Santo Tomé el 14 de febrero de 1935 y finaliza el 22 de mayo del año siguiente, cuando el vapor español Cabo San Agustín arriba a Buenos Aires. Durante esos meses, Arlt envía sus notas a El Mundo desde todos los puntos de su recorrido: varias ciudades de Andalucía (Cádiz, Barbate, Vejerde la Frontera, Sevilla, Granada, Algeciras, Málaga y Jerez); algunas ciudades africanas de Marruecos (Tánger y Tetuán); las ciudades gallegas Vigo, Pontevedra, Santiago de Compostela, Betanzos y La Coruña y las asturianas Oviedo y Gijón; ciudades del País Vasco (Bilbao, Baracaldo, Guernica) y de sus alrededores, como San Sebastián y Eibar; Madrid, Toledo, Barcelona.

En cada una de estas ciudades, como en sus notas porteñas, Arlt se entremezcla con hombres y mujeres para compartir con ellos sus fiestas populares y sus actividades; escucha sus anécdotas en bares, calles y cafés, y reconstruye así el panorama de lo que está sucediendo en un país conmovido por la intensidad del conflicto político e ideológico que estallaría dos meses después del regreso de Arlt a Argentina. Arlt se maravilla por la calidez del pueblo español, pero se asombra ante la miseria de los barrios pobres y la cantidad de desocupados que pueblan las calles; arma el cuadro económico de la península e intenta comprender una situación política que se presenta turbulenta y próxima a estallar. Las fiestas religiosas, el panorama cultural, los movimientos nacionalistas e independentistas, el problema agrario, junto con la descripción de monumentos, iglesias y ciudades: todos los tópicos de una España atravesada por una fuerte crisis política y social son los universos por los cuales Arlt transita intentando dar respuestas y vaticinando catástrofes.

Desde cada ciudad, desde cada pueblito en los que se detiene el tren a lo largo de sus recorridos, Roberto Arlt escribe. Y saca fotos. Porque Arlt, en tanto periodista moderno, viaja para escribir mientras viaja; sus crónicas no son el resultado público de unas percepciones de carácter privado, ni tampoco son el producto de una misión cultural o política encomendada por el Estado. Si Arlt viaja es porque su escritura periodística y su mirada de repórter son las condiciones de posibilidad de la existencia de su viaje, sus únicos pasaportes de escritor asalariado. Arlt viaja, precisamente, para escribir crónicas de viaje, para continuar en España con las tareas de periodista que diariamente desempeña en El Mundo, el matutino que, desde que salió a la calle en mayo de 1928, publica sus Aguafuertes Porteñas. Periodista viajero entonces, o como lo define el mismo diario, globbe-trotter moderno que, con una Kodak y una máquina de escribir, propone la narración de un viaje que difiere de la de quienes lo precedieron: si en sus viajes, los escritores Manuel Gálvez, Arturo Lagorio o Jorge Max Rodhe, con una «miopía» de «vago hijo de estancieros» o de «argentinos con plata», describieron paisajes exóticos, ruinas, monumentos arquitectónicos y otras «pamplinas arqueológicas» y se olvidaron de que «en los países que visitan hay una mayoría que vive y trabaja, que en todos los territorios recorridos hay industriales y fábricas que nosotros ni sospechamos» (Arlt 1975, 73-76), Arlt, en cambio, proyecta algo diferente. «Veré con mis ojos. Meteré la nariz y la cabeza y los pies y las manos y todo el cuerpo dentro de aquello» (Arlt 1935a), dice antes de partir; «Voy a España para convivir con el pueblo y las masas de sus ciudadanos. Recorreré aldeas y villorrios, a pie, en mulo o en camionetas» (Arlt 1935b), promete en su nota de despedida de Buenos Aires. Ver, tocar y oler; sumergirse entre la gente; caminar... Por eso, y para enfatizar el pacto de lectura que propone a sus lectores porteños, en Cádiz, y recién llegado a España, cuando un parroquiano con quien comparte la mesa de un café le pregunta: «¿Ha visto usted la Plaza de Topete y de las Flores? ¿La Puerta de Tierra y la magnífica vista que desde allá se contempla? ¿La calle de San Rafael? ¿La Alameda? ¡Vamos! ¡Cádiz es la bendición de Dios! Para ciudad bonita, ésta», Arlt le responde: «Mi estimado amigo: todo lo que usted me dice se encuentra en el tomo diez, página 320 de la Enciclopedia Espasa. Mis lectores, en la Argentina, esperan otra cosa. Están hartos de tarjetas postales bonitamente iluminadas. Hábleme usted de lo que hay de humano en este lugar, de lo triste y de lo alegre; del sufrir de las gentes. Allá en la Argentina, que es un pedazo de España, quieren saber de estas cosas» (Arlt 1935e). Por eso, y para vivir «entre el pueblo y con el pueblo» (Arlt 1935d), Arlt se alojará, a lo largo de todo su recorrido, en pensiones, en hoteles baratos, en casas de familia, evitando así los hoteles de primera clase a los que considera -muchos años antes de la tesis de Marc Augé sobre los no lugares-, «escenarios cosmopolitas de las grandes ciudades», ajenos a sus habitantes por su artificiosidad y lejanía1.

Que el ingreso de Arlt a España sea por el sur del país implica, entonces, un desafío: cómo no quedar atrapado en las redes del color local, en las «postales bonitamente iluminadas», si las primeras ciudades que se visita -Cádiz, Sevilla, Granada- están pobladas de panderetas, gitanas, patios andaluces y mendigos; cómo escapar de todo el repertorio que los viajeros románticos franceses -Mérimée, Víctor Hugo, Dumas y Gautier- cristalizaron en una representación de España donde, como analiza Beatriz Colombi, tres órdenes de la descripción -tipismo, pintoresquismo y costumbrismo- fueron respectivamente aplicados a sujetos, espacios naturales y cuadros sociales (Colombi 1994, 116). En la primera nota escrita en Cádiz, Arlt exhibe la confrontación entre una España ya conocida a través de su música, las referencias literarias y las fotografías, y el espectáculo de las multitudes urbanas, donde predominan los trabajadores vestidos de «traje azul de mecánico», las gorras, las alpargatas y las caras proletarias:

«Y, sin embargo, los mantones existen. Los he visto con mis propios ojos. ¡Pero son tan escasos! Y los patios andaluces también existen. De mármol blanco, de azulejos dorados, de fuentes de piedra color piel de mujer. Mantones, música, mármoles, son verídicos. Sí; pero usted abre los ojos, desvía la vista del zaguán maravilloso, y tropieza con las multitudes de hombres de traje azul y gorra de torta, igual que en el cromo de dos reales. Y entonces, usted se toma la cabeza. Comprende que ha entrado a otro mundo del cual no sospechaba ni la existencia de una punta de su uña. Albéniz se evapora del cerebro. Usted se aferra a Murillo, y Murillo haciéndole una mueca burlesca se escapa de sus pupilas y en ellas, de prepotencia, como un golpe de agua que rompe el dique harto endeble, penetra nuevamente la enorme y numérica multitud gris, que a pesar del día frío y ventoso, camina con las manos en los bolsillos de su pantalón de tela azul, una bufanda atornillada al pescuezo y la visera de la gorra sobre la frente. Inútil que trate de escaparse, amigo mío. Inútil que trate de tararear "Cádiz" de Albéniz. Ellos están allí. Y usted no puede esquivarlos. Métase por donde quiera, tome los callejones más torcidos, las cuestas más empinadas, por donde entorne los párpados se los encontrará. Constituyen la cifra extraordinaria. Y entonces, usted comprende y se dice: "Los literatos que han escrito sobre España, me han engañado. No han visto nada porque estaban ciegos, o no querían ver"».


(Arlt 1935c)                


En esta tensión entre el color local y la realidad política, entre el monumento y las masas proletarias se ubican las Aguafuertes Españolas de Roberto Arlt. Porque la narración de los modos del vivir de hombres y mujeres, el relato de la situación económica de las distintas regiones españolas, la búsqueda de hipótesis sobre las confrontaciones políticas entre las derechas y las izquierdas o entre el gobierno central y los nacionalismos regionales, son los elementos que separan a estas notas de la crónica pintoresca y la tarjeta postal.

En este sentido, Arlt asume las formas del antiguo viajero, las de aquel que, a diferencia del turista moderno -que, apurado, describe el colorido abandonando de este modo el relato de las experiencias intersubjetivas-, estudiaba las costumbres de los hombres de los pueblos lejanos para describírselas a sus compatriotas (Todorov 1991, 347). Arlt se interesa precisamente por la experiencia de quienes viven y trabajan en cada región de España; entabla con ellos vínculos personales, escucha el relato de sus vidas, aprende los rudimentos de sus oficios -que en muchos momentos comparte, como en la pesca de sardinas en una trainera de Barbate o en el descenso a una mina en Oviedo-, para convertirlos, después, en protagonistas de sus crónicas. Con nombre y apellido, y posando en muchas fotos, el cabo Porrita, las gitanas La Golondrina y La Chata, el torero Pepe Gallardo, entre tantos otros, tienen una historia que contar. Pocos grandes nombres habitan las Aguafuertes Españolas, y cuando lo hacen, como son los casos de Manuel de Falla y de Jacinto Grau, desmienten toda estatura heroica. Mientras Manuel de Falla, de quien Arlt tiene «una admiración sin límites», es un anciano «delgadito, fino, consumido», atemorizado por los ruidos y las enfermedades (Arlt 1935j), el gran dramaturgo don Jacinto Grau, «el mejor autor teatral de la península», se revela como un don Juan que acecha a jóvenes mujeres en el metro de Madrid (Arlt 2000, 84-87).

Laura Juárez ha analizado los usos del dispositivo del color local en las notas que Arlt escribe en España para afirmar que «no sortean las trampas de lo exótico, lo típico y lo pintoresco» pues «retoman algunas de las fórmulas por él rechazadas de la escritura de viajero»: la exaltación pintoresca de la celebración religiosa que busca y se deleita en la peculiaridad del color local; la hipérbole en torno al lujo y el color, donde los violetas, los rojos, el dorado y el brillo de la pedrería y las tonalidades plata, escarlata y azul, circunscriben el panorama de la mirada en la visión; la fascinación de una mirada abarcadora, que no desestima los detalles del «esplendor»; la retórica del goce de la mirada que tiene una realización formal en la enumeración acumulativa, taxonómica y exacerbada (Juárez 2010, 88). No obstante, esta presencia de lo pintoresco se diluye en una perspectiva que mira al ras de la calle, que posa su mirada en los bordes de lo pintoresco y de lo típico. Las notas dedicadas a la Semana Santa en Sevilla son, en este sentido, paradigmáticas. Porque a diferencia de los turistas que inundan Sevilla durante las festividades, Arlt llega a la ciudad quince días antes y, por lo tanto, comienza la descripción de los festejos desde antes del inicio, en sus preparativos. En consecuencia, su mirada registra la puesta en escena misma del color local; revela sus artificios y sus tinglados en la descripción de los pintores que lavan puertas y enlucen fachadas; los albañiles que refaccionan los frentes; los colchoneros que cardan lana en los patios; los dueños de fondas que barnizan el esqueleto de las camas mientras sus hijas decoran los macetones de palmeras; los peones de limpieza que encalan los muros de las habitaciones; los carpinteros que refaccionan las armaduras de los pasos; los tapiceros que ponen en condiciones la ornamentación de los templos; los electricistas que tienden las instalaciones de luz en calles y plazas; los sastres, las bordadoras y las zurcidoras que reparan las capas de las vírgenes que desfilarán en los pasos... Arlt posa su mirada sobre quienes construyen el escenario turístico; conversa con hoteleros, «nazarenos», comerciantes; observa a los «forasteros» -como si él no lo fuera- con curiosidad. Este punto de vista se sostiene aun durante los desfiles religiosos, cuando Arlt, además de describir con mirada fascinada el esplendor de vírgenes, iglesias y cristos, detalla lo que sucede debajo de los pasos y capta, por ejemplo, el movimiento de las puntas de las alpargatas que asoman debajo de los tapices. Después de haber visto el desfile de ochenta pasos en seis días, describe escenas donde prevalece una mirada encantada que se sumerge en el color, la magnificencia y el esplendor pintoresco de la festividad religiosa y la fiesta pagana; no obstante, el exceso enumerativo, que yuxtapone imágenes, sonidos, colores y formas, aleja a estas descripciones del lugar común de la tarjeta postal:

«Todos los metales sobre los que se posa la vista son preciosos; las varas de las insignias son de plata, y de plata los incensarios, y de plata los cálices y candelabros, y de plata los angelillos de los zócalos y los jarros repujados, y las ánforas y los signos de Muerte, y los pedestales de las imágenes, y de plata trabajada, roída, mordida, los zócalos del "paso", las cornetas de la cofradía, y las cañas del palio; y de oro los palios, y los trencellines, y los velos de las imágenes, y los lirios de los nimbos, y también los galones de los palios son de oro, y las franjas de puntillas de oro, y también de oro son los marcos de terciopelo, y sus verduguillos y losetas, y de oro las cadenas, las medallas, los escapularios, las arracadas y las pulseras, y las dalmáticas son de terciopelo bordado en oro, y gemas preciosas, amatistas y brillantes, y de terciopelo rojo los astrológicos bonetes de los penitentes, y de terciopelo violeta las vestiduras de los Cristos, y de tisú de plata las sayas de las Vírgenes, y sus capas son jardines de orfebrería, donde ponen en la velluda extensión de los terciopelos celestes y verdes, su corteza de relieves de oro y de plata, las imágenes de los Patronos, leyendas de santos y símbolos de penitencia».


(Arlt 1935d)                


«Voces. Voces infatigables. Gritan los vendedores de corujos, manises, roscas, mariscos, patatas fritas, avellanas, jeringos, pasteles, agua; gritan los vendedores de helados, pollos, bocadillos, barquillos, torrijas y guindas; circulan entre la multitud voceando su mercancía y haciendo crujir sus cestas, cajones, bandejas y palos, los fotógrafos ambulantes, los corbateros, los lustrabotas, los niños harapientos, los ciegos que tocan la guitarra, los pañueleros, los globeros y los vendedores de pirulines».


(Arlt 1935g)                


El sortilegio del color local reaparece en su cruce con la mujer sevillana, porque en los rasgos de la mujer sevillana y, sobre todo, en sus modos de vida, se revela para Arlt la «costumbre mozárabe, infiltrada en el tuétano andaluz» (Arlt 1935h). Y así como es «morisca la belleza de las sevillanas» (Arlt 1935i), oriental es «la magnificencia de la semana santa en Sevilla» (Arlt 1935d), porque en los pasos, sus imágenes, «la Virgen, Jesús, los Apóstoles, Soldados y Judíos comparecen vestidos como ídolos asiáticos» y en la procesión religiosa brilla «el esplendor de Arabia en Sevilla, la opulencia de Asia en Europa» (Arlt 1935d).

El orientalismo de España era ya un lugar común tanto en la mirada de los románticos franceses como en la prosa de Sarmiento. Que Arlt ingrese a España desde el sur, sumado al hecho de que viaje a Marruecos durante los primeros meses de su estadía en la península -donde vive la experiencia oriental en toda su plenitud2-, tiñen de orientalismo su modo de percibir tanto las costumbres y los paisajes andaluces como las ciudades del resto del país. La variable orientalista es una constante en el modo en que Arlt piensa tanto la situación social y el mundo laboral de la península, como también los vínculos entre España y Europa, el sur y el norte, el presente y el pasado.




Hacia Galicia

Después de su recorrido por el sur español y por algunas ciudades del norte africano, Arlt llega a Vigo en julio de 1935. Desconcertado frente a la diferencia de este norte seco y austero en relación a la opulencia arábiga del sur, Arlt vagabundea, pregunta, deambula, observa y da vueltas, intentando aprehender la psicología del gallego. Queda tan fascinado por el paisaje de encantamiento que lo recibe que, en un primer momento, afirma que el paisaje explica el temperamento del hombre que lo habita: la melancolía, la espiritualidad y la dulzura del idioma gallegos serían el resultado de un paisaje que remite más al orden de lo sobrenatural y de lo maravilloso que al de la naturaleza: el paisaje gallego es «nigromántico», es un «teatro de magia» que posee una atmósfera feérica, es una escenografía poblada de espíritus, hechizos, demonios y ensueños. No obstante, a medida que avanza su recorrido por distintas regiones de Galicia, Arlt quiebra esta clásica y más previsible vinculación entre el hombre y el medio a través de una reflexión sobre el mundo del trabajo. Después de observar la labor cotidiana de pescadores y de marineros, de campesinas y de trabajadoras fabriles; de investigar los diferentes sistemas de navegación y de recolección de peces o las arduas formas de trabajar la tierra; de buscar cifras y cotejar sueldos, el paisaje cambia de signo pues deja de ser un mundo de ensueño, para convertirse en el ámbito donde es posible leer las huellas del trabajo físico de hombres y mujeres. Roto el hechizo del paisaje, Arlt cuestiona a los escritores españoles, principalmente a Unamuno y Valle Inclán, porque vinculan el paisaje al «temperamento soñador» del español y difunden una imagen que no da cuenta de cuán ruda es la vida campesina gallega; una literatura en la que el «elemento humano» está condenado a un simple y humillante papel decorativo (Arlt 1999, 98). Arlt, en cambio, lee la naturaleza en clave económica y concibe el temperamento y la psicología del gallego en relación a la economía regional:

«La musculosa psicología del español está prensada en agujero de piedra, con un guardiacivil de centinela. En estas circunstancias, mencionar la influencia del paisaje es pueril. [...] Y es que este vivir sin esperanza en ciudades muertas, donde no hay nada que hacer, este arañar eternamente campos tan parcelados que cubren ya superficies irrisorias, este dolor de vivir malamente, temblando por el granizo, por la tempestad, por la sequía y las inundaciones, esta angustia permanente de no verle escapatoria posible al terrible problema económico (que en Europa es un problema de siglos) ha modelado ese tipo humano sin esperanzas, en quienes la divagación de los intelectuales busca interpretaciones metafísicas».


(Arlt 1999, 102)                


Arlt analiza la estrechez económica de la región para compararla con la prosperidad que los gallegos alcanzan fuera de su tierra y comprende, no sin sorpresa, que el temperamento gallego se explica por los modos de producción y no por su vínculo con la naturaleza: es la economía la que estanca al español en un chaleco de fuerza que le impide desarrollarse tal cual es. Como el gallego no tolera la miseria y «antes de estirar la mano limosneando» (Arlt 1999, 51), emigra a América, la verdadera psicología del gallego se demuestra en el peón de panadería, en el comerciante, o en los dependientes de almacén que viven en Buenos Aires y no en Galicia. Por lo tanto, Arlt encuentra la «verdad» del temperamento gallego fuera de Galicia: un viaje que se presentaba como el modo de conocer otro país, otra cultura y otro temperamento le revela, paradójicamente, que el «ser nacional» del gallego se manifiesta en tierra extranjera. Es por eso que, tanto Arlt como sus interlocutores gallegos, se empeñan en borrar las diferencias territoriales: Argentina es pensada como la «segunda patria» del gallego, como un mapa familiar que es «casi una continuación de Galicia», del cual se conocen el nombre de sus calles, de sus bares y de sus barrios (Arlt 1999, 71-73).

Si la verdad de un paisaje se muestra, entonces, en las marcas que le imprime el trabajo de hombres y de mujeres, Arlt desdeña las ciudades vacías que, como Pontevedra o Santiago de Compostela, sólo exhiben murallas, catedrales y castillos que remiten a su pasado de ciudades medievales. Así, deja de reconocerse en los textos de los viajeros románticos que ha leído, pues los monumentos históricos sólo despiertan su aburrimiento y su tremenda indiferencia:

«Me siento en una roca. No experimento esa melancolía romántica que es de rigor sufrir en presencia de antiguallas. La torre se me importa un pepino. [...] Pienso que es reglamentario emocionarse frente a estas ruinas desabridas, pero permanezco indiferente. Indudablemente mi naturaleza íntima no es poética ni exquisita. [...] Enfrente estaba el Mar Tenebroso donde la geografía antigua no sabe si situar el Jardín de las Hespérides o el Imperio del Terror, pero a pesar de estas remembranzas a lo Walter Scott no consigo emocionarme. Envidio al señor de Chauteaubriand, que lloriqueaba frente a cada ruina. [...] Me marcho, al tiempo que me digo: Al diablo con las antigüedades».


(Arlt 1999, 136)                


Enfrentado a un pueblo económicamente paralizado, no hay lugar para el turismo o la búsqueda del detalle pintoresco. Sólo en las fiestas populares, como en las festividades de San Roque, en la ciudad de Betanzos, o en sus diálogos con las campesinas gallegas, Arlt recupera su entusiasmo descriptivo. Se entremezcla con la gente, comparte sus actividades, escucha sus historias y recupera anécdotas que le permiten entrever el panorama de lo que está sucediendo en esta España inmediatamente anterior a la guerra civil. Porque si en Galicia su clave interpretativa es económica, en Asturias, Arlt será el observador y el testigo de la tragedia política.




Las huellas del Octubre rojo

Asturias. Octubre rojo. La cuestión política se impone aun cuando el mismo Arlt sostiene, una y otra vez, que en tanto periodista extranjero, se siente incapacitado de comentar la temperatura política española: imposible no hablar de la revolución de octubre de 1934, cuando los mineros resistieron, durante nueve días, la dura represión de las tropas del gobierno; imposible no dar cuenta de una ciudad transformada en un cuartel, en un parque patrullado día y noche por piquetes de guardias de asalto y en una escenografía caótica de edificios arruinados. Arlt llega a Oviedo ocho meses después de la insurrección armada de los mineros asturianos que, en sólo dos semanas, abolió la autoridad política del Estado y la autoridad económica y social de la burguesía (Shubert 1986). Si en sus comienzos, la insurrección había sido presidida por dirigentes socialistas en contra del nombramiento de tres ministros de la CEDA (Confederación de Derechas Autónomas), en los distritos mineros de Asturias se unieron anarco-sindicalistas, socialistas y comunistas en una alianza obrera que sobrepasó los objetivos del levantamiento. Durante esas dos semanas, desapareció en Asturias la autoridad central, que fue reemplazada por comités revolucionarios locales que controlaron la organización militar y social de la ciudad: el abastecimiento de alimentos, la propaganda, el orden público y la justicia. Frente a la revolución, el gobierno central intervino con una dura represión por parte de las tropas nacionales y la Legión Extranjera procedente del protectorado marroquí español (Carr 1986).

A diferencia del tranquilo deambular en el cual Arlt suele abandonarse al llegar a una nueva ciudad, en Oviedo tiene un plan preciso: interrogar a dependientes de comercio, acomodadoras de cine, pequeños comerciantes, artesanos y porteros para reconstruir y entender el Octubre rojo de 1934; para explicarse y entender la resistencia y el arrojo de ese pueblo y descifrar los motivos de la revolución. Sin embargo, sus intentos se frustran: la desconfianza sorda que retrae a la gente de las confidencias complican su labor de periodista pues «se desconfía de los preguntones. En cada desconocido se sospecha un espía policial o un agitador comunista. Demás está pretender informarse minuciosamente de los episodios de la revolución. He visitado la cuenca minera, nadie ha visto ni sabe nada. Si los cuarteles de la guardiacivil, volados por los cartuchos de dinamita, no dieran fe de lo ocurrido, sería difícil establecer que por allí pasó la revolución» (Arlt 1999, 145).

La imposibilidad de conversar sin la presencia de testigos armados, acrecienta en Arlt el deseo de ingresar en una mina, verdadero lugar de los hechos, como «la única forma de poder explicarse la fortaleza de sus decisiones y empuje» (Arlt 1999, 149). Mas le niegan su acceso: Arlt, que permanecía de modo anónimo en Oviedo puesto que, luego de la negativa de numerosas pensiones por albergar a un periodista, vive en la casa de un capataz que se compromete a no avisar a la policía de su presencia en la ciudad, debe entrevistarse con el vicecónsul argentino e ingresar a una mina de modo oficial. Realiza su visita a Llascares, una de las minas más modernas de Asturias, en compañía de un poco confiable ingeniero con quien desciende doscientos cincuenta metros bajo tierra. A pesar del permiso, Arlt no puede hablar con los mineros; sólo entrevé, en medio de la oscuridad, chapoteando en el fango, a «eternos fantasmas de rostros ignorados», «muñecos de betún con los dientes blancos», que viven en el perpetuo peligro de ser enterrados vivos y trabajan en condiciones infrahumanas. En la noche más oscura de la tierra, donde las tinieblas son absolutas, Arlt logra responder su pregunta: manchado de carbón como un fogonero, mientras camina a la luz del sol, concluye: «¿Qué puede significar una ametralladora o un presidio para estos hombres que viven enterrados vivos?». Nuevamente, las condiciones laborales explican, para Arlt, una psicología y un temperamento: «Entrar a la mina es entrar a la posibilidad de ser enterrado vivo. Costumbre macabra que explica la psicología del minero, su completo desprecio del peligro, su trágica familiaridad con la muerte más horrorosa, que convierte a los otros géneros de muerte en pálidas enfermedades carentes de importancia» (Arlt 1999, 155-159).

A diferencia del caso gallego, las condiciones materiales en las que trabajan los mineros explican, no sólo un temperamento sino también una posición y una actividad que son políticas. Enfrentado a los mineros, por primera vez, Arlt percibe su propia diferencia. Mientras en Galicia puede comprender al gallego porque conoce al que vive en Buenos Aires y reencuentra lo conocido en un paisaje diferente, en Asturias, en cambio, registra, con pesar, la mirada irónica de los mineros frente a la cual se descubre grotesco, con sus manos blancas y su disfraz de obrero. Pálido de miedo, la experiencia de descender a una mina lo enfrenta, esta vez, a lo radicalmente desconocido. Ya en Gijón, observando un remate en un mercado de pescado, la certeza de no pertenecer a ese mundo se confirma: mientras sus ojos intentan despertar, inútilmente, el interés de una joven muchachita que, indiferente a su presencia, continúa con su trabajo, Arlt corrobora su exterioridad con respecto al mundo asturiano y, sobre todo, su exterioridad con respecto al mundo proletario: «Hilvano estas divagaciones mientras mis ojos siguen a la elástica Greta Garbo, que carga con agilidad impresionante pesados cajones de pescado. Pero es inútil que la mire. Para ella, su hombre no puede ser otro que vista el traje de azul mecánico y boina proletaria» (Arlt 1999, 165). Mientras que antes de su viaje a Europa, Arlt caracterizaba al escritor como a un obrero de «carácter intelectual»3, cuando en la mina se viste realmente con un traje de obrero, advierte que está disfrazado. El choque con una España radicalizada pone en jaque su lugar dentro de una sociedad de clases y el traje de obrero se torna artificio.




Por las tierras de Euskadi

El periplo de Arlt por el norte del país culmina en el País Vasco, al que arriba en noviembre de 1935; su puerta de entrada a Euskadi es Bilbao, la segunda ciudad de la España industrial, donde se enfrenta a una región española que, en más de un momento, no le parece España. La extrañeza no radica en el paisaje, en las ropas, en los rostros, ni tampoco radica en la lengua, el euskara, aunque en más de un momento Arlt necesite de un traductor. La extrañeza reside, en cambio, en el encuentro con una comunidad que se piensa a sí misma como extranjera; una comunidad nacionalista, católica y antifascista, que, en el momento político en el que Arlt la observa, radicaliza sus diferencias con el Estado nacional en la disputa por su autonomía.

Las diferencias culturales, políticas, sociales entre el País Vasco y el gobierno español eran de larga data; no sólo el País Vasco disponía de sus propios ejércitos, moneda y fronteras sino que su organización política se basaba en los Fueros que habían dado carácter de nación soberana a las regiones vascas, con un gobierno constituido por una democracia que había proclamado la nobleza de todos sus habitantes por el mero hecho de haber nacido en territorio vasco, sin diferencias estamentales. El movimiento independentista vizcaíno, sumado a las corrientes nacionalistas de finales del siglo diecinueve, había dado origen al nacionalismo vasco cuya institucionalización se data de 1895, cuando se fundó el Partido Nacionalista Vasco (Chalupa 1998). En abril de 1931, en la localidad vasca de Eibar, una coalición republicano-socialista proclamó la Segunda República española; desde ese momento, la dinámica política del País Vasco intentó conciliar dos posiciones: por un lado, la aspiración de republicanos y socialistas de consolidar un régimen republicano, laico y moderno en el País Vasco, en el marco de una transformación democrática en toda España; por otro lado, la voluntad nacionalista, encauzada por el Partido Nacionalista Vasco, de lograr el reconocimiento político y autónomo del País Vasco. Si bien ambas aspiraciones no eran antagónicas puesto que la Constitución de 1931 reconocía el derecho de autonomía de las regiones españolas, las relaciones entre el País Vasco y el gobierno de la república no fueron nunca fáciles por el evidente divorcio que existía entre los objetivos de la democracia republicana española - que incluía a los republicanos y socialistas vascos-, y los planteos del nacionalismo vasco representado por un partido «cristiano y populista que aspiraba a una sociedad vasca igualitaria y dinámica sobre la base de una comunidad étnica, cultural y cristiana entre las distintas clases sociales vascas» (Fusi Aizpurua 1986, 169). Cuando Arlt llega a Bilbao, las posiciones del nacionalismo vasco habían comenzado a radicalizarse como queda demostrado en el acto de homenaje a Sabino Arana realizado en San Sebastián el 24 de noviembre, cuando el dirigente nacionalista José Antonio Aguirre defiende al nacionalismo vasco como «una idea integral y completa, que empieza proclamando el derecho de Dios sobre todos los corazones de la tierra y termina reclamando la libertad de la patria para hacerla una patria digna de un pueblo noble»4.

Esta es la problemática sobre la cual Arlt reflexiona una y otra vez, cuando intenta explicarse la singularidad del pueblo vasco pues descubre que esa sociedad le resultará inaprensible si no comprende, previamente, los modos de funcionamiento del Partido Nacionalista Vasco: «no me ocuparía del movimiento nacionalista, si previamente no hubiera constatado su influencia categórica sobre la masa, y lo que es más extraordinario, la participación inmediatísima y cotidiana que en él tienen la mujer y el niño. Estas dos últimas características, evidenciadas en la actividad de los batzokis (centros de recreo, instrucción y propaganda), es lo que me ha determinado a escribir sobre este singular nacionalismo cristiano y antifascista, y que conceptúo uno de los más sorprendentes fenómenos sociales que fermentan en ese continente de pequeñas naciones, como ha sido definida España» (Arlt 2005, 77).

Para documentarse antes de escribir, y para comprender a una sociedad que le resulta, en más de un momento, totalmente opaca, Arlt va a las bibliotecas, solicita que le traduzcan los editoriales de los diarios Euskari (La Tarde), Excelcius (El Día), La Voz y los semanarios Ekin y Argia, todos ellos dirigidos por el Partido Nacionalista Vasco; conversa con sus dirigentes políticos y visita los Batzokis, centros de recreo e instrucción política para todas las edades, que pertenecen en su casi totalidad al partido. También asiste a los actos políticos y escucha a los oradores que lo decepcionan pues carecen del interés que la organización nacionalista vasca presenta en su estructura material: «Una persona medianamente capacitada en el análisis de los lugares comunes de la política utópica se desencanta ante este palabrerío vacuo. Los oradores ensalzan la pureza de costumbres, la honestidad, el sentimiento cristiano del pueblo vasco; los discursos no pasan de ser modelos de confusionismo palabrero» (Arlt 2005, 86). Decepcionado de los oradores políticos, Arlt se conmueve, en cambio, frente al espectáculo de una masa de cinco mil personas que escucha a sus representantes; se emociona frente a hombres que lloran de entusiasmo y patriotismo:

«Yo permanezco estupefacto. El espectáculo de semejante sensibilidad colectiva me desencaja los ojos. Cuando los oradores se interrumpen, la tempestad de aplausos es tan recia que los pájaros se desparraman atemorizados por el espacio. Las mujeres levantan a sus niños en los extremos de sus brazos para que puedan ver el semblante de los diputados. Las ilusiones políticas de esta masa que grita simultáneamente: "¡Viva la religión; abajo el fascismo!", desconciertan al observador más cínicamente frío».


(Arlt 2006, 87)                


Estupefacto, desencajado, desconcertado... Como en ninguna de las aguafuertes que Arlt escribe desde España, estos son los adjetivos que predominan en las crónicas que envía desde el País Vasco cuando se refiere a sí mismo. Arlt se siente incómodo durante los dos meses de su estadía; en sus notas conviven la fascinación y el desconcierto, el deslumbramiento y la desazón frente a una sociedad que es, al mismo tiempo, católica y antifascista; una comunidad que respeta los preceptos cristianos pero que conserva sus ritos paganos; la cosmovisión de un mundo en el cual los mitos y las creencias, los deportes y el trabajo, la política y la religión, la lengua y las danzas son constitutivos de una identidad y marcas de una diferencia.




En Madrid, capital de todas las Españas

En enero de 1936, después de casi un año de viajar por suelo español, Arlt llega finalmente a la tan ansiada Madrid. Por fin, la gran ciudad; por fin, el tumulto urbano. Madrid enloquece; Madrid apasiona. Recorre Arlt todas sus calles, de día y de noche; camina asiduamente, sin prisa, sin ningún interés preciso, con la parsimonia lenta de un enamorado que va examinando uno por uno los rasgos de la persona amada. La planta de los pies «se calienta» en sus callejuelas, la mirada amorosa se pierde en sus zaguanes y cerrojos, la voluptuosidad se acrecienta en la noche de terciopelo negro. Arlt visita el palacio de los reyes de España y el Escorial; viaja a Toledo, donde se dedica al estudio de la pintura de El Greco, «el pintor perfecto, cuidadosísimo de los más mínimos detalles», cuyas pinturas «nos causan un sobresalto» (Arlt 2000, 117). Con el paso de los días, Arlt se entrega sin resistencias al «encanto brujo» de Madrid como si se entregara a una mujer porque a Madrid, «cuando se la quiere, es del mismo modo que a una mujer que nos esclaviza, disculpándole los defectos, interpretándolos amorosamente en nuestro favor» (Arlt 2000, 108). Tal vez es por eso que quedará encadenado por siempre a su recuerdo:

«No acudas a la villa de Madrid, viajero inexperto. Madrid es la tentación. Te llamará con su manzanilla desde los colmados, donde estrepitosa alegría de hombres y mujeres te hará señales con las antenas de los crustáceos que adornan sus vidrieras; llenará de ensueños tus ojos con la verdosa luz de acuarela de sus faroles. Y terminarás enamorándote de Madrid como si fueras un crío; enamorándote de Madrid como se quiere furiosamente a la primera amante, que yo sé que por vivir en Madrid muchos hombres robaron y otros estafaron. No vayas a Madrid, que cuando tengas que marcharte los ojos se te llenarán de lágrimas...».


(Arlt 2000, 153)                


Arlt evoca a la ciudad como a una persona porque, como sostiene Marc Augé, la ciudad como persona es la ciudad social, la ciudad en la que personas pueden cruzarse y encontrarse: «la personificación de la ciudad sólo es posible porque ella misma simboliza la multiplicidad de los seres que viven en ella y la hacen vivir. [...] La ciudad simboliza a quienes viven en ella, a quienes trabajan en ella y crean en ella, y todos ellos constituyen una colectividad» (Augé 1996, 121).

Cual enamorado, Arlt se entrega a las calles de Madrid, siempre atiborradas de multitudes encendidas que van y vienen. Porque los años de la República son, en Madrid, años de gente en la calle. Carreras, manifestaciones, enfrentamientos, desfiles, huelgas, mítines, asambleas magnas: la ciudad y sus diferentes espacios son, como señala Santos Juliá, escenarios permanentes de una acción colectiva -popular, obrera, patronal, juvenil- que se expresa por medio de la concentración de masas dispuestas a desbordar los marcos de sus tradicionales encuentros y reivindicar con su presencia su derecho a la ciudad (Santos Juliá 1986, 121-140). Y por donde camina, Arlt tropieza con multitudes que, si bien entorpecen su paso obligándolo a avanzar más lentamente de lo deseado, le permiten sentirse integrado a la comunidad en la que vive. Pues en Madrid, Arlt se sumerge en «el océano de la multitud» y participa de sus fiestas populares, sus entretenimientos colectivos y sus concentraciones políticas.

Esa misma multitud, en la cual es tan fácil perderse, es la que torna más complejo establecer retratos con los cuales delimitar tipologías urbanas. Arlt, acostumbrado a la pacata sociedad de Buenos Aires, se asombra de que «en estas callejuelas, es un poco difícil diferenciar las mujeres honestas de las que no lo son, porque las honestas, al igual que las deshonestas, calzan pantuflas escarlatas y azules y acuden a la compra con el cabello suelto sobre la espalda» (Arlt 2000, 39). Sin embargo, en Madrid no hay mezcla de clases pues su población está compuesta en su mayoría por una clase media que consta, sobre todo, de empleados públicos y de estudiantes5.

Pese a su homogeneidad social, el Madrid que Arlt percibe es un espacio de mezcla entre lo nuevo y lo viejo pues se trata de una ciudad de fachadas modernas que contienen lo antiguo, es decir, lo castizo. Dos temporalidades habitan Madrid: una temporalidad moderna, que vincula a Madrid con su presente europeo, y una temporalidad arcaica, que la devuelve a un pasado africano:

«Los rascacielos de la Gran Vía no han conseguido eliminar la capa con sus pintureras vueltas de terciopelo rojo o verde, ni el sombrero de ala plana. El madrileño, o mejor dicho, el español adorna su ciudad con rascacielos para que el extranjero no pueda reprocharles quietismo africano, pero en el fondo de su provinciana pereza ha descubierto que a la civilización se le pueden entresacar fórmulas para bien vivir. Y mientras el tal orden de cosas dure, Madrid será feliz».


(Arlt 2000, 44)                


Dos temporalidades que pautan dos escenografías superpuestas y coincidentes: Madrid es, a la vez, una metrópoli moderna y una aldea de pueblo, una ciudad con resplandores de cine y un arrabal sumergido en las sombras:

«Madrid es la ciudad de los extremos opuestos. A la vuelta de los rascacielos de la Gran Vía, encontramos callejuelas alumbradas a gas. Junto a los cafés de interiores que parecieran proyectados por un escenógrafo de Hollywood, con tubos de luz blanca en vastos lienzos de muro dulcemente gris y sillones de cuero con armaduras de acero cromado, hallamos el café antiguo, el café de la covachuelería y bohemia madrileña, porque en las capitales europeas el tercio de la bohemia cuenta aun con abundantes reclutas».


(Arlt 2000, 54)                


Arlt encuentra el punto neurálgico de la ciudad, en el café, la verdadera «institución madrileña», el ámbito social por excelencia, al que busca pertenecer. Centro social, político y cultural, el café es también el lugar del ocio, del tiempo libre y de la literatura. Es así que, como en Buenos Aires, Arlt pasa tardes enteras en los cafés de la calle Alcalá en la Gran Vía, en Acuarium, Negresco, La Granja, Sahara, El Lido, El Cocodrilo, el Café del Pombo, donde lee los diarios del día y comparte la mesa con los concurrentes, a quienes escucha chismorrear constantemente de política. Porque además de la calle, el café es el mejor sitio para entrar en contacto con los españoles y conocer de cerca la situación política pues Arlt llega a Madrid en un momento muy particular de la política española, llega precisamente el 16 de enero de 1936, día del anuncio público de la formación de un Bloque Popular de Izquierdas, integrado por partidos republicanos, socialistas, comunistas y radicales, con la finalidad de participar en las elecciones a realizarse en febrero de ese año para disputar la jefatura de gobierno a Manuel Pórtela Valladares, quien había asumido en diciembre de 1935 reemplazando a José María Gil Robles, dirigente de la CEDA. Sorpresiva y poco esperada noticia, que lleva a Arlt a leer todo lo que cae en sus manos para documentarse y poder así escribir sus notas para El Mundo, y a entrevistar a varios camaradas periodistas madrileños para entender qué está pasando con esta alianza nunca vista de las masas izquierdistas españolas que se proponen disputar, vía electoral, el gobierno a las Derechas. Durante la víspera electoral, y a diferencia de la apatía con la que Arlt miraba los actos electorales argentinos, se deja atrapar por la intensidad y la violencia con que se vive cada acontecimiento. Cuando en ese febrero de 1936, el pacto del Frente Popular lleva al gobierno a una coalición de partidos de izquierda, Arlt vive con intensidad el clima madrileño, se sumerge en la confrontación callejera que sigue a las elecciones y registra una tensión social que aumenta con el paso de los días.

Además de participar de los actos públicos, Arlt analiza los discursos políticos, transcribe sus párrafos más significativos, discute con las versiones aparecidas en los diarios madrileños, lee los diarios marxistas que aparecen a toda hora. Sus notas están pautadas por preguntas sin respuesta: ante la moderación de Manuel Azaña, se pregunta si el campesinado español está dispuesto a esperar la realización de una difusa reforma agraria que neutralice los avances del marxismo y del fascismo; cuestiona a aquellos que creyeron que el triunfo de las Izquierdas contentaría a las masas puesto que «las Izquierdas rojas» son la fuerza organizada más considerable de la península con gran Incidencia en las masas; y, ante la ola de atentados, los crímenes políticos, y la organización de la huelga general, se pregunta reiteradamente si España no se encuentra al margen de una guerra civil.

La respuesta la encontrará unos meses más tarde y fuera de España. Pues Arlt se marcha de Madrid el 28 de abril para dirigirse a Barcelona, última escala de su largo viaje. Después de los días vividos en Madrid, y de la tristeza que lo embarga por haber partido, Barcelona se le aparece como una ciudad «americana, multiforme, terrible, indiferente» en la cual necesita de un automóvil, por primera vez en todo su recorrido, para trasladarse de una parte a otra. Su extensión, sus ejércitos de chimeneas, sus diagonales anchas «como campos de batalla» y «las escuadras triangulares» de sus altísimos edificios son inabarcables para una mirada que se mantenía al ras del suelo. Por eso, en Barcelona, «el método descriptivo fracasa»; las impresiones se amontonan con tal rapidez que se «llega experimentar la angustia de estar perdido en un bosque de cemento», y la ciudad se escapa de entre las manos sin que Arlt sepa «desde qué ángulo engancharla a las palabras que puedan hilvanar un artículo» (Arlt 1936). Por eso, quizás, no escribe más que una nota: España quedó en Madrid, y en Madrid quedó, también, el entusiasmo del viajero.

Con tristeza, con pesar, cargado de vaticinios pero soñando en volver, Arlt abandona España el 7 de mayo de 1936. Con el estallido de la guerra civil, y después de un vano intento de reflexionar sobre la situación política española en la página de internacionales de El Mundo donde publica cuatro notas en julio de ese mismo año, Arlt calla. Porque hablar de España lastima; porque hablar de España golpea: en noviembre de 1938, en la introducción a un relato publicado en la revista Mundo Argentino, Roberto Arlt confiesa: «Alguien me ha preguntado por qué habiendo estado durante tanto tiempo en tierras de España, tan poco frecuentemente me acuerdo de ella en mis cuentos; y es que se me parte el alma hablar de España, y recordarla cómo fue, y saberla tan despedazada...» (Arlt 1996,416).






Bibliografía citada

  • ARLT, Roberto, «Señores... me voy a España», en El Mundo (12 de febrero de 1935a).
  • ——, «Mañana me embarco», en El Mundo (13 de febrero de 1935b).
  • ——, «Llegada a Cádiz», en El Mundo (9 de abril de 1935c).
  • ——, «Carestía de la vida en España», en El Mundo (14 de abril de 1935d).
  • ——, «A Madrid, a pedir trabajo», en El Mundo (16 de abril de 1935e).
  • ——, «El esplendor de Arabia: la opulencia del Asia; tal la Semana Santa en Sevilla», en El Mundo (30 de abril de 1935d).
  • ——, «Pueblo y aristocracia en la Semana Santa de Sevilla», en El Mundo (2 de mayo de 1935g).
  • ——, «El día de la mujer sevillana. Claveles y mantillas lucen en el jueves santo», en El Mundo (4 de mayo de 1935h).
  • ——, «Belleza morisca en las sevillanas», en El Mundo (2 de junio de 1935i).
  • ——, «Con el maestro Falla. Convalecencia. El martirio de los ruidos molestos. El terror a los receptores de radio», en El Mundo (2 de septiembre de 1935j).
  • ——, «Barcelona la grande», en El Mundo (11 de julio de 1936).
  • ——, Nuevas aguafuertes (Buenos Aires: Losada, 1975).
  • ——, Aguafuertes Porteñas: Buenos Aires, vida cotidiana (Buenos Aires: Alianza, 1993).
  • ——, Cuentos Completos (Buenos Aires: Seix Barral, 1996).
  • ——, Aguafuertes gallegas y asturianas (Buenos Aires: Losada, 1999).
  • ——, Aguafuertes madrileñas. Presagios de una guerra civil (Buenos Aires: Losada, 2000).
  • ——, Aguafuertes vascas (Buenos Aires: Simurg, 2005).
  • AUGÉ, Marc, El viaje imposible. El turismo y sus imágenes (Barcelona: Gedisa, 1996). [Traducción de Margarita Mizraji].
  • ——, Los «no lugares». Espacios del anonimato (Buenos Aires/Barcelona: Gedisa, 2000). [Traducción de Margarita Mizraji].
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