Narrativa paraguaya actual: dos vertientes1
Renée Ferrer
[Indicaciones de paginación en nota.2]
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Poco se sabe en realidad de la narrativa paraguaya actual, exceptuando las obras de los escritores que trabajaron en el exilio, el cual, si bien marcó a fuego sus existencias, fructificó en una palabra tan densa como certera y resplandeciente.
Nuestra literatura de ficción procede de dos vertientes bien definidas. Una, gestada en el exterior, hija de la diáspora provocada por las convulsiones políticas, las luchas fratricidas y «la treintenaria noche» de la dictadura «stronista», y otra, tributaria de un encierro que lleva sobre sí la huella del cerrojo y de la persecución.
El aislamiento de nuestro país, debido a estas lamentables circunstancias políticas y a sus características geográficas de mediterraneidad, nos ha condenado al desconocimiento de cuanto se hizo dentro de este espacio que se ha dado en llamar «el pozo cultural», al decir del poeta Carlos Villagra Marsal, o «la isla sin mar», según Juan Bautista Rivarola Matto, o «esta pequeña isla rodeada de tierra», en palabras de Augusto Roa Bastos.
A pesar de las condiciones adversas que provocaron una evidente desactualización con respecto a los centros principales de cultura; no obstante la censura o, en el mejor de los casos, la indiferencia a la que estuvieron sometidos los artistas, por obra y desgracia de un régimen totalitario, se gestó en el Paraguay una narrativa que tiene más de una treintena de autores contemporáneos, sin contar los consagrados extrafronteras3.
La narrativa producida en el destierro por escritores que llevan la carga del extrañamiento se benefició de una extensa difusión; en tanto la otra, troquelada dentro de los límites asfixiantes de un país donde disentir con el sistema provocaba el ensañamiento, el ostracismo o la cárcel, sobrelleva el estigma de lo incógnito y aún la sombra de la inexistencia.
Es cierto que nuestra narrativa tuvo un desarrollo tardío y que no cuenta con una tradición centenaria como otras del continente latinoamericano; pero es de justicia acotar que floreció en el Paraguay, a comienzos de siglo, una generación llamada del 900, cuyos integrantes, si bien se abocaron al estudio de la historia, poseídos por el ethos nacionalista, por las secuelas de la derrota de la Guerra de la Triple Alianza y los conflictos del momento, escribieron obras que, debido al alto contenido estético de su —2→ prosa y la tendencia a la fabulación, pueden considerarse un antecedente prestigioso de nuestra prosa de ficción.
Hay otro elemento que agrega complejidad a nuestra literatura. El bilingüismo hispano-guaraní condicionó casi toda la producción de los últimos cincuenta años, llevando a los narradores a la búsqueda de soluciones diversas en su esfuerzo por integrar la lengua soterrada al discurso narrativo en castellano. Dicha actitud de fidelidad hacia el código lingüístico predominante se observa tanto en los escritores del destierro, como en aquellos que padecieron el confinamiento interior.
Estas obras que portan los signos de la paraguayidad, gestadas fuera de las lindes del propio territorio con bastante antelación a la que se desarrollará en el país, inaugura no sólo la modernidad, sino una corriente criticista, cuestionadora de la realidad, opuesta a aquella otra, costumbrista, que nucleó a nuestros primeros escritores en torno a los temas del folclore, las tradiciones y los mitos guaraníes.
La modernidad y el sentido crítico nos llegarían desde el exterior, a través de los primeros libros de Gabriel Casaccia, Hombres, mujeres y fantoches (1930), El Guajhu (1938), Mario Pareda (1939) y El pozo (1947). Pero es con su novela La babosa, aparecida en 1952, y con El trueno entre las hojas de Augusto Roa Bastos, del mismo año, que nuestra narrativa traspone las puertas de la contemporaneidad.
La novela Hijo de hombre (1960) de Augusto Roa Bastos marca la frontera entre el realismo y el vanguardismo paraguayo, debido a los recursos estilísticos y estructurales que maneja. Roa Bastos prosigue su labor con El baldío (1966), Los pies sobre el agua (1967), Madera quemada (1969) y Moriencia (1969), insistiendo en la marginalidad del hombre paraguayo, con quien se siente solidario. En 1974 publica su original novela Yo el supremo, que constituye un «mosaico magistral de los caminos renovadores emprendidos por la narrativa hispanoamericana experimentalista de los últimos años»4. Luego de un largo silencio, nuestro Premio Cervantes 1989 nos brinda La vigilia del Almirante (1992), donde explora la personalidad de Cristóbal Colón utilizando generosamente la intertextualidad con la prosa espléndida que lo caracteriza, y posteriormente publica El fiscal (1993), donde transita el itinerario penitencial del exiliado.
A su vez, Gabriel Casaccia suma títulos a su ya profusa producción. Conjugando lo psicológico con lo social, como es característico dentro del contexto de su obra, escribe La llaga (1964), y más tarde Los exiliados (1966), que aborda el tema de la desesperanza frente a la imposibilidad del retorno; más tarde Los herederos (1975) y finalmente Los Huerta (1981), donde «los personajes son símbolos de objetos» y los protagonistas en definitiva son el tiempo, la soledad y la muerte. Cierra la bibliografía casacciana Cuentos completos (1984), que recoge la totalidad de sus relatos.
Por la senda de la magia poética y la denuncia de la realidad va la obra de otro poeta desterrado y desgarrado por la distancia. Rubén Bareiro Saguier, quien gana el premio Casa de las Américas en 1971, con su libro de cuentos Ojo por diente, aparecido previamente en francés bajo el título Pacte de sang. Bareiro Saguier conjuga en su escritura un arduo ejercicio poético con una brillante economía verbal, para penetrar hasta la médula en el sufrimiento de un pueblo con —3→ el cual se siente dolorosamente consustanciado. La narrativa de Bareiro Saguier constituye otro ejemplo de inserción de la lengua soterrada en el discurso narrativo, tal como lo hicieron Juan Rulfo y José María Arguedas, y esa utilización del castellano paraguayo la podrán apreciar en la adaptación de su cuento «Parecido a mi finado (Salmón y dorado)», donde se adentra en las raíces lingüísticas de nuestra comunidad, rescatando la palabra marginada, y haciéndose cargo de la memoria colectiva de un pueblo «que porta las cicatrices de una historia dramática y de un presente asimismo doloroso»5.
Su obra narrativa prosigue con El séptimo pétalo del viento (1984), donde devela las desdichas de su comunidad y del extrañamiento, volcándose, esporádicamente, hacia una veta más cosmopolita. No puede pasar desapercibida en los cuentos de Bareiro Saguier «la delicada y sugerente tensión entre el realismo social y la imaginación poética propia de la narrativa vanguardista hispanoamericana»6, que lo convierte en uno de nuestros escritores más sustanciosos.
El cuento de Rubén Bareiro Saguier que integra el unipersonal Mujeres de mi tierra, testimonia la tragedia de la nación paraguaya, encarnada en una víctima de la arbitrariedad y el desconsuelo frente a la desaparición de un ser querido. Casos como éste han dejado cicatrices imborrables en numerosas familias paraguayas, y el autor con esta denuncia se coloca a la cabeza de aquellos escritores que han desenmascarado la opresión a la cual estuvimos sometidos.
En el cuento «Solo un momentito», se percibe cómo el autor potencializa al máximo la desgracia mediante la utilización de un lenguaje poético, que lo emparenta con Juan Rulfo. De este cuento, en que un adolescente es condenado a muerte y la orden es ejecutada por el tío, les leeré:
Interesante narrador es Rodrigo Díaz Pérez (1924), quien agrega a su obra poética varios libros de cuentos, todos escritos en los Estados Unidos de América, donde reside. En ellos, Díaz Pérez además de rescatar las vivencias de la infancia, se pronuncia contra la dictadura. A su primer libro Entrevista (1978) le siguen Ruidos y leyendas (1981), Incunables (1987), Ingavi y otros cuentos (1985) y Hace tiempo... mañana (1983), donde evidencia el desconcierto «del hombre del norte» ante el absurdo de verse envuelto en situaciones donde la violencia y el despojo trasgreden y niegan los más elementales derechos humanos.
Nos dice Roa Bastos que «Rodrigo Díaz Pérez no se empeña de dotar a sus ficciones de ningún énfasis literario. Su lenguaje, su escritura, tienden, por el contrario, a la sencillez de la voz hablada, en el mejor sentido de la tradición oral; por momentos pareciera incluso que buscaran empobrecerse deliberadamente hasta encontrar el tono y el sentido de la simple crónica, la respiración natural del relato que se despersonaliza por completo. Pero es entonces cuando la voz del que cuenta modula, más allá de la letra escrita, el misterioso encantamiento de los hechos, de las cosas, de los seres animados e inanimados: su verdad audible, visible, sensorialmente palpable, impregnada de una desesperación tranquila...»7. En Díaz Pérez afirma Villagra Marsal confluyen dos vertientes, una cosmopolita, producto de sus vivencias extrafronteras, y otra donde «reverbera, más allá de los referentes textuales, el signo de sangre y sueño de la escritura en el exilio: la pasión defendida y a la vez violada por la ausencia»8.
En «La sequía», cuento que integra el unipersonal aludido, Díaz Pérez se refiere a esa gran sangría que sufrió el Paraguay durante la Guerra del Chaco. Del mismo leo unos fragmentos:
En este cuento el autor nos lleva todo el tiempo hacia una dirección: la búsqueda de desertores durante la Guerra del Chaco, y termina con un final inesperado, en que una abuela alienada sigue aguardando al nieto muerto.
Completa la lista de escritores en el ostracismo Lincoln Silva (1945) con dos novelas Rebelión después (1970) y General, general (1975).
Paralelamente a estos autores que prestigiaron nuestra literatura desde el exterior, cuya obra es ampliamente conocida gracias a su calidad estética y al acceso que tuvieron a importantes editoriales, existe una serie de narradores confinados al penoso territorio del desconocimiento.
Una de las primeras en manifestarse dentro del país fue la poetisa, dramaturga y ensayista, Josefina Plá (1909), con la selección de cuentos La mano en la tierra (1963), a la cual le seguirán veinte años después, El espejo y el canasto (1981), La pierna de Severina (1983), Muralla robada (1989) y Alguien muere en San Onofre de Guarumi (1984), donde la autora denuncia la situación de desamparo en que se ven sumidos los personajes, tanto de las áreas rurales como urbanas.
De su cuento «El espejo» cito los primeros párrafos:
En 1966, como resultado de un concurso local de novela corta, aparecen tres nuevos narradores. El poeta Carlos Villagra Marsal (1932) irrumpe en la narrativa nacional con su novela Mancuello y la perdiz (1966), un libro profundamente paraguayo por su lenguaje, la imaginería popular y la idiosincrasia del protagonista, donde «lo folclórico imbrica sus elementos mágicos con la realidad, con indudable acierto poético y recreador de un clima propio»9. Según Bareiro Saguier, el autor «se convierte con esta novela en uno de los primeros -después de Roa Bastos- en encarar el problema de la expresión literaria en el marco del sistema bilingüe paraguayo». Hay en Villagra Marsal «un denodado esfuerzo por pensar en guaraní y escribir en castellano, sin sacrificar la exactitud y la elegancia del idioma, exhibiendo no pocos rasgos del experimentalismo, como el universo mítico, la indagación sobre el lenguaje desde el lenguaje mismo, o el desdoblamiento de los narradores, años antes de la publicación de La casa verde, Cien años de soledad y Yo el supremo»10.
En un fragmento de su novela Mancuello y la perdiz, verán ustedes cómo el autor, mediante la utilización del castellano paraguayo y la traducción directa de las expresiones y las sintaxis guaraníes, alcanza las raíces de la paraguayidad con tanta frescura como precisión.
Del mismo año son: Imágenes sin tierra (1966) del poeta José Luis Appleyard, Crónica de una familia (1966) de Ana Iris Chaves de Ferreiro y La quema de Judas (1966) del dramaturgo Mario Halley Mora (1928), quien luego suma varios títulos.
Los narradores paraguayos se nutrieron reiteradamente en las canteras de la historia. Tal es el caso de Juan Bautista Rivarola Matto (1933-1991), quien escribe tres novelas -Ybypora (1969), Diagonal de sangre (1986) y La isla sin mar (1987)-, que conforman una «trilogía histórico novelesca (...) en torno a la problemática de una pequeña nación (...) aislada por la geografía y a menudo olvidada por la Historia»11, que posteriormente reunió en la obra totalizadora Bandera sobre las tumbas (1991).
Por su parte, Jesús Ruiz Nestosa (1941) escribe Las musarañas (1973), El contador de cuentos (1982) y Los ensayos (1982), cuestionando los vicios de una sociedad rígida y represora, mediante una escritura que rompe con los esquemas estéticos preestablecidos.
Si bien existe actualmente una proliferación interesante de voces femeninas, también surgieron narradores como Ovidio Benítez Pereira, Santiago Dimas Aranda, Carlos Garcete, Hugo Rodríguez Alcalá, que publica Relatos de Norte y Sur en 1983, y posteriormente El ojo del bosque (1992); algunos son localistas, como Alcibíades González del Valle o Helio Vera, otros más universales como Osvaldo González Real, quien siguiendo la trayectoria de Wells, Aldous Huxley y Bradbury, transita la corriente de la ciencia-ficción, partiendo de un presente tecnificado y alienante para denunciar la deshumanización del hombre.
De su cuento «Epístola para ser dejada en la tierra», les leo:
Helio Vera en Angola y otros cuentos (1984) despliega su dominio del «léxico y la sintaxis del habla popular, así como un hondo conocimiento de la psicología campesina (...) y la imaginería de nuestro folclore»12, utilizando la historia como punto de partida para algunas de sus ficciones. Tal es el caso de su cuento «Angola», que testimonia la presencia de sangre negra en el Paraguay, vigorizada por la invasión de las tropas brasileñas a «un país calcinado hasta las raíces por la guerra» (de la Triple Alianza), según el propio autor. Un fragmento del cuento les dará una idea de la agilidad de su prosa, que mantiene un ritmo alucinante, ritmo que muy bien puede ser el eco de los bombos africanos.
Guido Rodríguez Alcalá (1946), considerado un iconoclasta dentro de nuestras letras, comienza su obra narrativa con la novela Caballero (1986), elaborada en torno a un personaje histórico, a quien desacraliza a través de su propio discurso, a la cual le siguen Caballero Rey (1988), El rector (1991) y varias colecciones de cuentos. De su novela Caballero cito:
Juan Manuel Marcos (1950), publica en 1987 la novela El invierno de Gunter, enmarcada claramente dentro de los postulados de la postmodernidad, de la cual les leo el siguiente fragmento:
Luis Hernáez (1947) gana el Premio Municipal en su primera edición, 1992, con su obra El destino, el barro y la coneja (1989). Jorge Canese (1947), elabora su denuncia social por medio de la demolición de la estética, y Moncho Azuaga (1953), hace su acusación en Celda 12 (1991), novela que se adentra en los laberintos de la tortura y del terror.
En el cuento «Machu», de Moncho Azuaga, se puede apreciar la mezcla (jopara) de los dos códigos lingüísticos que maneja gran parte de la población del Paraguay.
Nuestra narrativa se torna por momentos testimonial, como en el caso del español Santiago Trias Coll (1946), quien con estilo periodístico registra en sus novelas las deplorables situaciones sobrellevadas durante la dictadura.
Es en la década de los ochenta que la narrativa paraguaya, escrita dentro del país, experimenta una eclosión inusitada. Por un lado autores nuevos o postergados por las dificultades editoriales publican sus obras, amparados en el empuje que la Editorial NAPA dio a los escritores nacionales. Por otro lado, la aparición de voces femeninas se manifiesta con gran fuerza y continuidad.
Tres mujeres escriben novelas en esta época. La primera en aparecer, dentro de lo que podemos denominar el boom de la narrativa femenina, es Neida de Mendonça (1933), con Golpe de luz (1983), una novela de introspección en busca de la propia identidad, a la cual le siguen varias colecciones de cuentos, donde la autora ejerce el derecho de la mujer a contarse a sí misma desde su propia óptica, con un lenguaje sugerente y poético. Leeré un fragmento de su cuento «Que la muerte nos separe», del libro De polvo y de viento (1986), escrito en forma epistolar, donde podrán notar ustedes hasta qué punto defiende la libertad de la mujer.
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Raquel Saguier (1940) se da a conocer con La niña que perdí en el circo (1987) (traducido al francés y al portugués), recorriendo con acierto, de la mano de la poesía, el territorio recobrado de la infancia. Dos años después aparece su segunda novela La vera historia de Purificación (1989), donde, con una prosa de barroquismo deslumbrante, analiza «el duro oficio de ser mujer en una sociedad patriarcal, infionada de hipocresía y autoritarismos»13. La niña que perdí en el circo es un viaje hacia el tiempo perdido, recobrado mágicamente por la autora. Leo parte del primer capítulo.
Completa la terna de novelistas aparecidas en los años ochenta quien tiene a su cargo esta charla.
Hablar de la propia obra es un compromiso serio. Baste decir que me inicié en la narrativa con La seca y otros cuentos, (1986), impulsada por la necesidad de denunciar situaciones que por sus planteamientos se adecuaban más al discurso narrativo que al poético. A este libro le sigue la novela Los nudos del silencio (1988), aparecida en las postrimerías de la dictadura, donde se defiende el derecho de la mujer a su vocación, denunciando además la situación de sometimiento que soporta la misma dentro de una sociedad machista y la violación de los derechos humanos, la tortura y la opresión sobrellevadas durante ese período fatídico. Por el ojo de la cerradura (1993) intenta develar esa otra realidad que se esconde detrás de la apariencia, y Desde el encendido corazón del monte (1994) constituye una serie de cuentos ecológicos, con ilustraciones del indígena chamacoco Ogwa-Flores Balbuena.
La actriz Ana María Imizcoz me ha hecho el honor de incorporar a Mujeres de mi tierra —13→ dos de mis cuentos: «La visita», que plantea una situación reiterativa entre la población femenina de las zonas rurales: la madre soltera, librada a sus propias posibilidades de subsistencia, y «Hay que matar un chancho», que testimonia de qué manera las pasiones, parte medular de la condición humana, pueden arrastrarnos a los más siniestros destinos.
De la novela Los nudos del silencio cito algunos párrafos:
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Es en el difícil género del cuento donde últimamente se han dejado escuchar las voces más recientes, tales como las de Sara Karlik, quien se da a conocer con La oscuridad de afuera (Santiago, 1987), al cual le siguen varios otros, donde expresa la realidad interna de los personajes, adscribiéndose a la corriente psicologista, muy frecuentada por las narradoras actuales. Carlos Villagra Marsal afirma que la autora «ingresa en la nueva narrativa del subconsciente por caminos sesgados pero precisos», mechando sus ficciones con «la continua irrupción de la función poética en el discurso/obsesión narrativo»14. Lucy Mendonça de Spinci (1932) es otra narradora de gran fuerza expresiva, que utiliza con habilidad el castellano paraguayo y el coloquio para impregnar a su obra de una vigorosa autenticidad, como se puede apreciar en Tierra mansa y otros cuentos (1987).
La poetisa Ester de Izaguirre (1924) se revela como una escritora de extraordinaria economía verbal y poderosa fuerza con Último domicilio conocido (1990); posteriormente aparecen Milia Gayoso (1962), Chiquita Barreto (1947), Margot Ayala de Michelagnoli, que hace un registro del habla popular de las zonas urbanas marginales, Nidia Sanabria de Romero, Luisa Bosio y otras.
Predomina en nuestra narrativa actual la ficción breve. En 1992, tres cuentistas pertenecientes al Taller Cuento Breve, dirigido por Hugo Rodríguez Alcalá, se dan a conocer. Ellas son Luisa Moreno de Gabaglio (1949) que, en su libro Ecos de monte y de arena, toca temas ecológicos, pronunciándose por la defensa del medio ambiente y las especies en peligro; Maybell Lebrón (1923), de quien Villagra Marsal afirma que en su libro Memoria sin tiempo ha logrado el tono dentro de la diversidad temática15, y Dirma Pardo de Carugati (1933), cuyo estilo directo, de una marcada impasibilidad, «potencia el dramatismo de sus invenciones» reunidas en La víspera y el día16.
Para cerrar este escueto panorama de la narrativa paraguaya, quiero reiterar esa dualidad en cuanto a su procedencia exterior-interior, destacando la preocupación constante de los escritores con respecto a nuestras raíces lingüísticas. La asunción del castellano paraguayo es un hecho corriente en la actualidad, y en esa determinación de bucear en el pensamiento de los protagonistas, rescatando del discurso mental en guaraní la expresión verbal en castellano, está, a mi parecer, el desafío y a la vez la autenticidad de nuestra literatura.
Asimismo me complace destacar la multiplicación de voces femeninas, como resultado de una autovaloración de la mujer, que tomó conciencia de su derecho a dar testimonio de sí misma desde un ángulo netamente femenino. El potencial existente en la voz de la mujer, que ahora asume su sexo y se libera, no puede sino enriquecer la literatura de cualquier región del planeta, y por lo tanto la nuestra.
Concluyendo podemos afirmar que, si bien la narrativa paraguaya ha sufrido un retraso notorio en detrimento de su desarrollo, careciendo de esa tradición centenaria que aureola a otras literaturas del continente latinoamericano, el actual caudal de escritores de ambos sexos, el ritmo de producción, la diversidad de los temas y la persistencia en el rescate de la lengua soterrada como garantía de identidad cultural, permite afirmar que en el Paraguay se está gestando una narrativa medulosa, que el tiempo se encargará de analizar.
Renée Ferrer
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Renée Ferrer
1980
—16→ —17→Escritora y poeta paraguaya, Renée Ferrer de Arréllaga ha publicado Los nudos del silencio (1988) (novela); Peregrino de la eternidad (1985), Sobreviviente (1988), El acantilado y el mar (1992) y Viaje a destiempo (1989) (poesía); y La seca (1986) y Por el ojo de la cerradura (1993) (cuentos). En 1986 su cuento «La seca» fue Primer Premio Pola de Lena en España y en 1989, finalista en el II Concurso Ana María Matute en España. En 1992 su libro Cascarita de nuez fue elegido como texto de apoyo para el programa bilingüe del Condado de San Diego, California. Realizó adaptaciones teatrales y escribió libros para niños como La mariposa azul (1987). Está incluida en diversas antologías de la narrativa y poesía paraguayas. Sus temas abarcan la libertad, la mujer y el universo cultural de Paraguay. Realizó las adaptaciones teatrales del cuento «La sequía», de Rodrigo Díaz Pérez, y «Hay que matar un chancho», de su autoría, que integran el unipersonal Mujeres de mi tierra llevado a cabo en Francia, España, y Colombia en 1993, por la actriz paraguaya Ana María Imizcoz.
Obras publicadas:
Hay surcos que no se llenan (1965). Poesía.
Voces sin réplica (1967). Poesía.
Cascarita de nuez (1978). Poesía infantil.
Galope (1983). Poesía infantil.
Desde el cañadón de la memoria (1984). Poesía.
Campo y cielo (1985). Poesía infantil.
Peregrino de la eternidad y Sobreviviente (1985). Poesía.
Un siglo de expansión colonizadora (1985). Historia.
La seca y otros cuentos (1986). Cuentos.
Nocturnos (1987). Poesía estructurada sobre la música de Chopin y Granados.
La mariposa azul (1987). Cuentos para niños.
Sobreviviente (1988). Poesía, 2.ª edición. Ediciones Torremozas, Madrid.
Los nudos del silencio (1988). Novela. Reeditada en 1992.
Viaje a destiempo (1989). Poesía.
De lugares, momentos e implicancias varias (1990). Poesía.
El acantilado y el mar (1992). Poesía.
Por el ojo de la cerradura (1993). Cuentos.
Desde el encendido corazón del monte (1994). Cuentos ecológicos ilustrados por el indígena chamacoco Ogwa-Flores Balbuena.