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Abajo

Narváez

Benito Pérez Galdós





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ArribaAbajo- I -

Atienza, Octubre.- Dirijo hacia ti mi rostro y mi pensamiento, consoladora Posteridad, y te llevo la ofrenda de mi vida presente para que la guardes en el arca de la futura, donde renazca con toda la verdad que pongo en mis Confesiones. No escribo estas para los vivos, sino para los que han de nacer; me despojo de todo artificio, cierro los ojos a toda mentira, a las vanas imágenes del mundo que me rodea, y no veo ante mí más que el luminoso concierto de otras vidas mejores, aleccionadas por nuestra experiencia y sabiamente instruidas en la social doctrina que a nosotros nos falta; veo la regeneración humana levantada sobre las ruinas de nuestros engaños, construida con los dolores que al presente padecemos y con el material de tantos yerros y equivocaciones... Asáltame, no obstante, el temor de que la enmienda social no sea tan pronta   —6→   como ha soñado nuestra desdicha, de que se perpetúen los errores aun después de conocidos, y de que al aparecer estas Memorias en edad distante, encuentren personas y cosas en la propia hechura y calidad de lo que refiero; que si la Historia, mirada de hoy para lo pasado, nos presenta la continuidad monótona de los mismos crímenes y tonterías, vista de hoy para lo futuro, no ha de ofrecernos mejoría visible de nuestro ser, sino tan sólo alteraciones de forma en la maldad y ridiculez de los hombres, como si estos pusieran todo su empeño en amenizar el Carnaval de la existencia con la variación y novedad pintoresca de sus disfraces morales, literarios y políticos.

Esto pienso, esto temo, esto discurro; mas no me arredro ante la sospecha de que los futuros nada puedan o nada quieran aprender de mí, por no sentirse peores que yo, o estimarse incapaces de mejora; que en último caso, no habrán de negarme que mis defectos son el abolengo de los suyos, y mis faltas semilla de las que ellos estarán cometiendo cuando me lean, muy satisfechos de ver que los predecesores no les llevamos ventaja en la virtud, y de que en vanidades y simplezas allá se van los presentes con los pretéritos. Sin meterme, pues, a discernir si mis amigos de la Posteridad son más tontos que yo, o por el contrario más despiertos, sigo poniendo en el papel el traslado fiel de mis actos y de mis intenciones, historiador y crítico anatómico de mí mismo. Y lo primero   —7→   que tengo que hacer en esta nueva salida de mi conciencia al campo de la confesión, es explicar a la Posteridad el por qué de la gran laguna de mis apuntes, suspensos desde el último Junio hasta los días de Octubre en que renacen o despiertan de un largo sueño. No vean en este paréntesis una voluntad perezosa, sino más bien atareada en demasía y solicitada de mil externos incidentes, y añadan, para mi completa disculpa, estorbos materiales de mi trabajo, como verán por lo que sin pérdida de tiempo voy a contarles.

Es el caso que los señores de Emparán, hostigados sin duda por mi bendita hermana Sor Catalina de los Desposorios, querían apresurar los míos con María Ignacia, apretándoles a ello, o impaciencias de la niña, que anhelaba la dulce coyunda, o el recelo de que yo me volviese atrás, renegando a deshora del consentimiento que di. Esta segunda hipótesis, como explicación de tales prisas, debe atribuirse a la desconfiada monja antes que a los Emparanes, cuya voluntad había yo ganado con mis demostraciones de afecto. La verdadera razón del precipitado acontecimiento no debió ser otra que un dictamen de los principales doctores de Madrid acerca de los nerviosos achaquillos de mi futura, pues según oí, opinaron unánimes que la niña no entraría en caja mientras no tomase la medicina que llamamos marido. Ved por qué móviles farmacéuticos me llevaron una mañana de fines de Julio   —8→   al convento de la Encarnación, en cuya sacristía entramos libres María Ignacia y yo, y esclavos salimos el uno del otro, enlazados por una moral cadena que en toda nuestra vida no podíamos romper. No describiré la ceremonia, poco aparatosa en verdad, conforme al gusto de mi nueva familia, que era también el mío: una vez que nos dimos el sí, y significamos con la unión de las manos el venturoso empalme de las existencias, recibidas las bendiciones, oída la Epístola y cuanto quiso endilgarnos el curita que nos casó, fuimos en coche a La Latina, a recibir los plácemes de mi hermana y de otras monjas muy reverendas, de quienes hablaré en su día. Allí se nos sirvió un chocolate espléndido con bollos y bizcotelas entre jazmines, agua de limón en cristalinos vasos, alternados con búcaros de claveles y rosas, todo ello tan delicioso que nos daba la falsa visión de un desayuno en la Corte Celestial. La vanagloria de mi hermana se traslucía en el rayo ardiente de sus ojos, que por los huequecillos de la doble reja nos flechaban, y las otras monjas no parecían menos ufanas de la victoria que habían ganado. «¡Ay, hermano mío -me dijo Catalina, embellecida por el júbilo-, bendito sea el Señor, que me ha dejado ver este gran día! No dejaré de alabar su misericordia mientras la vida me dure. ¡Feliz tú, feliz tu esposa, que parecéis nacidos y cortados para constituir una santa pareja, y realizar en la tierra los fines más puros! Obra de Dios, no nuestra,   —9→   es este matrimonio; como obra de Dios, sus frutos serán divinamente humanos y humanamente divinos». Oímos atentos y conmovidos esta corta homilía mi mujer y yo, y metimos mano por segunda vez a las bizcotelas y bollos, dejando las bandejas poco menos que limpias, y apuramos los vasos de limón, que con el calor de aquel día y el sofoco de la ceremonia, nuestra sed no acababa de aplacarse.

Del convento fuimos a casa, y a las doce se sirvió la comida, a la que asistieron como quince personas, los carlistones amigos de la casa, Conde de Cleonard, Roa, Sureda; Doña Genara representando la rama de Baraona, y por mi familia mis dos hermanos con sus respectivas esposas, las cuales de la infladura de la satisfacción no cabían dentro de sí mismas. Tampoco referiré pormenores de la comida, larga y agobiante por causa del calor, y abrevio mi relato para llegar al más importante suceso, que fue la libre partida, a primera hora de la noche, en viaje de novios, con el fin de llevar nuestra luna de miel a la soledad y frescura de Atienza. En silla particular de posta, adquirida espléndidamente por D. Feliciano, salimos con dos servidores, la doncella Calixta para cuidar de mi esposa, y el criado Francisco, en calidad de mayordomo y asistente de ambos para todo servicio de viaje y de casa, hombre excelente, de fidelidad y diligencia bien probadas. Magnífico era el coche, los criados selectos, y para completar   —10→   tan buen avío llevaba yo un bolso con surtido abundante de monedas de oro y plata, y Francisco un cinto con doscientas onzas, como para hacer boca, pues la cartera de viaje contenía libramientos para cobrar en Guadalajara o Zaragoza (en previsión de viaje más extenso) cuantas cantidades pudiéramos necesitar.

No acabaría si a relatar me pusiera el trámite sin fin de las despedidas y del besuqueo con que agobiaron a mi esposa su madre y la innumerable caterva de sus amantes tías, de la rama de Baraona y de Emparán, y Genara y las demás amigas, y las criadas todas; si describiera el silencioso lagrimeo de D. Feliciano y los tiernos adioses de los íntimos de la casa, y de los parientes, entre los cuales no eran mis hermanos y cuñadas los menos hiperbólicos en las demostraciones. Creí que aquello no tenía fin, pues terminada una ronda de besos que restallaban en las mejillas de María Ignacia, empezaba otra ronda, y entre tantas babas, pucheros y suspiros, se repetían sin cesar las recomendaciones de que escribiéramos, de que nos cuidáramos, de que nos guardásemos del relente al apuntar del alba, y los votos ardientes por nuestra felicidad... También a mí me tocó parte de aquellas efusiones, y hasta sobras del amante besuqueo; sentí regado mi rostro por el llanto de las señoras mayores, y la impresión de sus labios en mi frente y mejillas. Fue precisa la autoridad de D. Feliciano para   —11→   poner término a los adioses, y hubimos de arrancar a mi mujer de los brazos de Doña Visita, que allí quedó medio desmayada. A estrujones nos metieron en el carruaje, y este arrancó por la calle de Alcalá en dirección de la Puerta del mismo nombre, cuyo arco central franqueamos ya de noche; y cuando nos vimos fuera, Ignacia, y yo respiramos cual si nos sintiéramos libres de un peso y ligaduras oprimentes. En aquel punto fue común y acorde en los dos la primera sensación de vivir el uno para el otro, para nosotros mismos y para nadie más; por primera vez advertí en mi esposa la satisfacción de hallarse en mi compañía sin más testigos que los criados, y bajo el yugo de mi exclusiva autoridad. Con la vaga ternura de sus miradas, más que con sus balbucientes razones, me decía que para ella era yo toda su familia, y que el amor nuestro reducía los demás afectos a secundaria condición.

No habíamos llegado a las Ventas del Espíritu Santo, cuando me pareció advertir que la memoria de los amados padres y tías se iba desvaneciendo a cada vuelta de las ruedas del coche, y que la pobre niña entraba en la vida nueva con ganas de gustarla, y de morar apaciblemente en el campo florido del matrimonio, desligada ya de la protección paterna, innecesaria. A mí convergían todos los estímulos de su voluntad y los vuelos tímidos de su imaginación juvenil: yo era su centro de atracción y de gravedad;   —12→   a mí volaba y en mí caía, respondiendo a mis pensamientos con la sumisión de los suyos... La presencia de los criados llegó a sernos de una molestia intolerable, por lo cual resolví que no en Guadalajara, sino en Alcalá hiciéramos la primera paradita, que había de ser etapa capital en la existencia de Ignacia, esposa mía desde aquel descanso en calurosa noche... Habíamos pasado la divisoria que nos transportaba en alegre vuelo a valles muy distantes de aquel en que se meció la inocencia de la señorita de Emparán, y aunque para mí los valles pasados y los venideros no diferían grandemente en ciertos órdenes, no dejé de notar en mi ser algo grande y bello, imponente armonía de satisfacciones y responsabilidades.

El calor nos impedía mayor celeridad en nuestro viaje: caminábamos en las horas frescas de la madrugada y en las primeras de la noche. Por mi gusto habría ordenado que anduviera nuestro vehículo más aprisa; pero mi mujer no mostraba deseos de llegar pronto: hacíala dichosa el vivir errante, y se encariñaba con la repetición de etapas y paraditas, aunque fuese en mesones incómodos o en poblachos míseros, como las que hicimos, por gusto de ella y al cabo también mío, en la Venta de Meco, en Hontanar, en Sopetrán, y en un solitario y umbroso bosque junto a las Casas de Galindo, y a la vera del manso Henares. Debo decir también que cuando pernoctamos en Alcalá   —13→   y aun un poquito antes, María Ignacia dio en mostrarme zonas desconocidas de su espíritu, como si dormidas facultades fuesen con el nuevo estado despertando en ella. Era como una planta mustia que súbitamente reverdece y echa flores, sin que antes se viera muestra de botones ni capullos en sus deslucidas ramas. Sorprendiome mi mujer con rasgos de ternura primero, de ingenio después, que no creí pudieran brotar de su ser imperfecto, o que tal me parecía. Y lo más extraño fue que sus propias facciones sin encanto lo adquirían gradualmente, por virtud de la inesperada presencia de ciertas donosuras del entendimiento. Fue para mí criatura vuelta a criar, o mujer que en forma de mariposa salía del caparachón del gusano. ¿Sería duradera esta ilusión de un recién casado? Aún no es tiempo de contestarme a la pregunta que entonces me hice.

Siempre que nos hallábamos solos, dábame Ignacia muestras felices de aquel su renacimiento a la gracia, y tal poder tenía su mudanza espiritual, que hasta en su fea boca se me antojó iniciada una metamorfosis, obra milagrosa del Arte y la Naturaleza. Era, sin duda, el momentáneo influjo de la exaltación matrimoñesca en sus verdores iniciales, y debía yo temer de la severa realidad la pronta remisión de las cosas a su verdadero punto. Díjome una noche Ignacia: «Cuando vean mis papás lo buena que estoy, no lo van a creer. Ya pensaba yo meses ha que casándome contigo no serían   —14→   menester más medicinas. Pero aunque así lo creía, me daba vergüenza decirlo. Esto de la vergüenza fue mi mayor tormento desde que te conocí, Pepe mío... Delante de ti estaba yo tan vergonzosa, que ni a mirarte a mi gusto me atrevía... ¡Vaya una estupidez! Y cuando me quedaba sola, echábame las manos al pelo y me arañaba la cara, diciéndome: 'Por esta vergüenza maldita va a creer Pepe que soy una bestia...'. Y no lo soy, ya lo has visto... Aquí tienes la causa de los arrechuchos que me daban. Todo era pensar en ti, y rabiar de verme tan mal formada, y por lo mal formada, vergonzosa... Yo te quería, Pepe, y le pedí a Dios muchas veces que te murieras antes que casarte con otra».

Y otra noche: «De ti me habló una mañana Sor Catalina, y con lo que me dijo quedé tan enamorada, que sin haberte visto nunca, te conocía ya y estuve pensando en ti todo aquel día. Por la noche tuve un fuerte ataque y pegué muchos gritos, y no podían sujetarme. No era más que las ganas de verte y de tenerte a mi lado... Pues aunque nunca te había visto, ni sabía que existieras hasta que Sor Catalina me habló de ti, ya éramos antiguos conocidos, Pepe, pues yo me imaginaba que vendría un hombre muy fino y muy guapo a ser mi marido, y que me haría muchas fiestas, y que yo me abrasaría de amor por él... A solas conmigo, no tenía yo vergüenza, y sin hablar, decía todo lo que se me antojaba».

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Y otra noche: «Cuando nos visitaste por primera vez, la impresión que recibí fue de que eras como un ángel con levita, corbata, y lo demás que vestís los hombres... Por la noche no hacía más que llorar, llorar, y a nadie quería decir el motivo de lo afligidísima que estaba. Pero mi tía Josefa, que es la que me adivina cuanto pienso, se acostó conmigo, me arrulló como a un niño, y dándome golpecitos en la espalda, me decía: 'No llores, boba, que con él te casarás, quiera o no quiera'. Por lo visto, tú no querías, Pepe. Ya sé la razón: tu delicadeza, tus escrúpulos de caballero por ser yo más rica que tú. Bien me lo dio a entender la Madre Catalina una tarde, pintándote como el dechado de la caballerosidad, con lo que mi amor por ti fue ya locura. Una noche mordí las almohadas y las desgarré con mis dientes... Otra me tiré al suelo, y descalza, a obscuras, anduve a gatas por mi alcoba buscando un botón de tu chaleco que se te cayó el día de tu primera comida en casa. Yo lo había recogido sin que nadie me viera, y lo puse debajo de mi almohada. Con las vueltas que di, sin poder dormir, se me cayó... Habías de verme como una cuadrúpeda buscando el botón... Pues mira, lo encontré: en un relicario lo guardo... Lo encontré hozando en el suelo como los cochinos... lo descubrí por el olor, o no sé por qué... Ya ves cuánto te quería... Yo confiaba en las promesas de tu hermana, que siempre me decía: 'Dios lo hará, Dios lo hará'. Y acertó   —16→   la santa señora, porque Dios lo hizo, y ahora te tengo bien cogidito... y ya no te me escapas, Pepillo; ya no te me escapas, ratón mío... que tu gata tiene las uñas muy listas y... aunque juegue contigo, no creas que te me vas, no... porque te cazo, te cojo, te aprieto, te como, te trago...».




ArribaAbajo- II -

El camino carretero por donde veníamos, que es el de Guadalajara a Soria por Almazán, aún no concluido, se nos acabó en Rebollosa de Jadraque, y con él la comodidad del coche. Mandamos este a Sigüenza; de aquí salieron a nuestro encuentro, prevenidos del itinerario, mi padre y mi hermano Ramón con buenas caballerías, y en ellas continuamos el viaje hasta la gran Atienza, donde ya estaba instalada mi madre con dos semanas de antelación preparando el formidable avío de nuestro alojamiento. Triunfal como entrada de reyes fue la nuestra en la muy noble y muy leal villa, en tiempos remotos tan despierta y gloriosa, ogaño pobre, olvidada y dormilona. A distancia de más de media legua por el camino de Angón, salieron a recibirnos multitud de jinetes en asnos, mulas y rocines, enjaezados con sobrejalmas y pretales de borlones rojos, precedidos del tamborilero y dulzainero,   —17→   que oprimían los lomos de unas poderosas burras blancas. En medio de la gallarda procesión vi el estandarte de la Hermandad de los Recueros, y al término de ella se me aparecieron el que venía como Prioste y otros dos que hacían de secretario y seise, a su lado un cura, que hacía el abad, de luenga capa los paisanos, el cura con balandrán, los cuatro caballeros en lucidos alazanes. Y apenas llegó cerca de nosotros la interesante cuadrilla, empezó un griterío de aclamaciones y plácemes cariñosos, mezclados con vítores o simplemente berridos de júbilo. Al punto comprendí que los vecinos de Atienza, en obsequio mío y de mi esposa, reproducían la carnavalesca y tradicional procesión llamada la Caballada, con que la Hermandad de los Recueros conmemora, el día de Pentecostés, un hecho culminante de la historia de Atienza. A la de España tengo que recurrir para dar una idea del origen de esta venerable fiesta que ya cuenta siete siglos y medio de antigüedad.

Menor de edad el Infante D. Alfonso, que luego fue el VIII de su nombre, vencedor en las Navas, anduvo de mano en mano, cogido y soltado, entre guerras y alteraciones sangrientas, por los señores feudales que se disputaban su tutela. Ya le tenía D. Gutierre de Castro, a quien el Rey Don Sancho había designado para la regencia, ya los Laras y otros tales, hasta que su tío Don Fernando, Rey de León, entró por Castilla, y apoderándose del chiquillo Rey, consiguió   —18→   que las Cortes de Soria confirmaran a su favor la entrega de Alfonsito y de las rentas reales. Hecho esto, recluye al niño en el castillo de San Esteban de Gormaz y se va para su reino. No contentos los señores de Castilla, o ricos-omes, que venían a ser algo semejantes, por el poder y la audacia, a nuestros hombres públicos, sacaron al reyecito de donde estaba y lo depositaron en el castillo de Atienza, que se tenía entonces por de los más seguros del reino... Pero luego vino otro bando de ricos-omes, y no conformes con el encierro del Rey niño, idearon robarlo y llevárselo a Ávila, empresa no fácil, porque el Rey de León, sabedor de aquellas feudales discordias, avanzaba con su aguerrido ejército, y ya venía tan cerca que casi se sentían los pasos de los honderos de su vanguardia. ¿Qué hicieron los ricos-omes? Pues confabularse con los arrieros de la villa, recueros, o conductores de recuas, afamados por su robustez, ligereza y osadía, y organizar una caravana, en la cual, clandestinamente, vestido de arrierito, fue bravamente conducido y salvado, pasando ante las barbas de las tropas leonesas, el niño que andando los años había de ser Don Alfonso VIII, el de las Navas de Tolosa.

Y en cuanto cogió el cetro, quiso premiar la bizarría y tesón de los arrieros de Atienza concediéndoles el privilegio de llamarse caballeros, y el de constituirse en Hermandad o Cofradía para practicar entre sí la caridad y ayudarse en los trabajos de la   —19→   vida. Desgastada por el tiempo, llega esta Hermandad a nuestros días, y anualmente, en el de Pentecostés, celebra su hazaña con un como simulacro de ella, a la que se da el nombre de la Caballada, y empieza en procesión para concluir en jolgorio y comistrajes al uso moderno. Con la idea de obsequiarnos a mi mujer y a mí (pienso que por sugestión de mi madre) organizaron la nueva salida de la Caballada de este año, la cual sorprendió y divirtió grandemente a María Ignacia. Para que comprendiese la significación de aquel lindo espectáculo, le di la explicación histórica que aquí reproduzco. Más que por mi propio contento, por la sorpresa y alborozo de mi mujer agradecí la delicada invención de agasajo tan pintoresco, y a las aclamaciones con que nos recibían contesté con vivas a la Hermandad, al glorioso pendón y a todos los recueros presentes, herederos de la hidalguía de los pasados.

En la falda oriental de un cerro coronado por gigantesco castillo en ruinas, el más insolente guerrero de piedra que cabe imaginar, está edificada la Muy Noble y Leal villa realenga. Sus casas son feas y caducas, rodeadas de un misterio vivo; sus calles irregulares invitan al sonambulismo; en sus ruinas se aposenta el alma de los tiempos muertos. Dos órdenes de murallas la cercan, quiero decir que la cercaban, porque de la exterior sólo quedan algunos bastiones y los cubos. Y de las puertas que antaño   —20→   daban paso desde el campo al primer recinto y de este al segundo, permanecen dos en lo exterior y dentro no sé cuántas, que no me he parado a contarlas. Por la que llaman de Antequera hicimos nuestra entrada con cabalgata y pendón, y si bullicio hubo fuera, mayor fue dentro, con la añadidura de los chiquillos de ambos sexos y de las mujeres, que por todas las ventanas y ventanuchos de la carrera asomaban sus rostros, y lanzaban exclamaciones de sorpresa y alegría. La comitiva recorrió toda la calle Real hasta la plaza del Mercado, y entrando luego por el arco de San Juan a la plaza donde está la iglesia de este nombre y la casa de mi madre, llegamos al término del viaje y de la ovación. El cura D. Juan de Taracena, que en la Caballada venía como abad, y el Prioste D. Ventura Miedes, habíanse adelantado hasta mi casa para prevenir a mi madre. Apenas llegamos a la plaza, acudió el cura a tenerme el estribo, y antes que el compás de mis piernas se desembarazara de la silla, me cogió el hombre en sus atléticos brazos, y con violento apretón privome de resuello. Fue la primera vez en mi vida que me oí llamar Marqués, confundidos en familiar lenguaje la llaneza y el cumplimiento. «Ven aquí, Pepillo, hijo mío... ¡Qué guapo estás y que caballerete! Bendiga Dios al Excelentísimo Sr. Marqués de Beramendi».

Pasé de unos brazos a otros. En aquel vértigo, dando y recibiendo saludos, perdí de vista a mi mujer. Después me contó que,   —21→   apenas bajada del caballo por mi hermano Ramón, llegáronse a ella unas mujeres con blancos delantales, y cogiéndola en brazos sin pronunciar palabra, la llevaron como en volandas adentro y por las escaleras arriba. Fue como un paso milagroso, de santo arrebatado al cielo por manos de serafines. Como recibe Dios a los bienaventurados, así la recibió mi madre, y puesta Ignacia en un cómodo sillón, cual una imagen en sus andas, encargáronle que no se diera la molestia de ningún movimiento y le trajeron una taza de caldo. Tomándolo estaba cuando yo subí por mi pie, seguido del cura, del Alcalde D. Manuel Salado y otras eximias personalidades del pueblo, y mi madre me cogió por su cuenta para besarme amorosa y decirme tiernas palabras... El júbilo de la santa señora me inspiraba cierta inquietud: la fuerza del contento, a su cuerpo da a pasmosa agilidad, a su rostro arrebatos de color, a su mirada un centelleo vivo, a su boca una continua tentación a la risa... Temiendo que diese con su alegría en los límites de la locura, la incité al reposo; pero no me hacía caso. Alarmado la veía yo entrar y salir por esta y la otra puerta con un vertiginoso tráfago de menesteres, órdenes que dar, necesidades a que atender, inconvenientes que prevenir. Y era que en la crítica ocasión de nuestra llegada, habíamos de obsequiar a los ilustres recueros organizadores de la cabalgata. Felizmente abreviaron ellos la recepción, y repitiendo sus bienvenidas y   —22→   ofrecimientos, tocaron a retirada, después de poner en la ventana de mi casa el histórico pendón de la Hermandad, en señal de que se me nombraba Prioste por todo el año corriente.

Ya sola con nosotros, mi madre enseñó a Ignacia los aposentos que había de ocupar. Inauditos refinamientos de comodidad en nuestra alcoba y gabinete encontramos, con escrupuloso aseo y tal profusión de finísimos lienzos de cama y tocador, tal bruñido de caobas y nogales, tan ingeniosa precaución contra moscas, mosquitos, hormigas y otros bicharracos, que maravillados nos recogimos en aquel rincón de un paraíso casero... Así empezó la vida ordinaria en mi casa, y así transcurrieron plácidos los días y las semanas, sin ningún cuidado por mi parte, pues todos los ponía sobre sí mi buena madre, disponiendo las suculentas comidas y la constante añadidura de golosinas, dedicadas singularmente a lisonjear el paladar de mi esposa. En esta veía mi madre un ser bajado del Cielo y de sobrenatural delicadeza. «¿Pero qué hija es esta tan divina que me has traído, Pepe? -me dijo una tarde encontrándonos solos-. ¿Ha existido jamás hermosura como la suya? ¿Dónde se han visto ojos tan dulces, igualitos a los del Cordero Pascual que tenemos en el Sagrario de la Parroquia, ni piel más fina, en cuya comparación el raso parecería estameña, ni boca más graciosa, ni cabellos más lucidos, verdaderas hebritas de oro de Arabia? Cuando   —23→   tu mujer se ríe, paréceme que todo el cielo se rasga dejando ver los espacios de la bienaventuranza. ¿Ha visto nadie encías más encarnadas que las de María Ignacia? ¿Y qué me dices de aquel cuerpo tan gordito por arriba como por abajo, que no parece sino una de esas nubes en forma de almohadón que se ven en los cuadros de gloria, y en ellos juegan los angelitos y dan vueltas de carnero?... No, no hay otra más bella en toda la redondez del mundo, hijo mío, y ahora comprendo que te enamorases de ella como un bobo, así me lo decía tu hermana, quedándote en los huesos de tanto penar y discurrir por si te la daban o no te la daban».

Hablome también aquel día y los siguientes de la urgencia de poner nuestros cinco sentidos, y aún eran pocos, en el cuidado de la sucesión. Tanto tenía Ignacia de ángel como de niña, y mirada por ambos aspectos, observábala mi madre juguetona, gustosa de ingenuas travesuras, y de correr y brincar cuando salíamos de paseo. No encajaba esto propiamente en la gravedad de una señora casada, según mi madre, la cual, mirando siempre al enigma interesante de la sucesión, intentaba sujetar a su nuera al martirio de una quietud solemne y expectante. «Hija de mi alma -solía decirle-, no pises tan fuerte... Anda con pausa, sentando bien el pie, y no cargues el cuerpo a un lado ni a otro, sino al centro»... «Ángel, no abras la puerta tan de golpe... ya ves: ahora,   —24→   con el batiente te has dado en los pechos, y parecía que la llave se te clavaba en la boca del estómago»... «Oye, no te rías así, desaforadamente, sino poquito a poco, evitando la carcajada, que te hace estremecer el hipocondrio, y podría sobrevenir una relajación. A Pepe le encargo que no diga cosas de mucha gracia que te hagan romper en risotadas, sino soserías de mediano chiste, para que te rías moderadamente, que de otro modo la risa podría ser causa de un fracasito»... «Créeme, Ignacia, cada vez que te veo dar brinquitos, cuando vamos de paseo, se me sube toda la sangre a la cabeza»... Tenemos una huerta muy amena y lozana, a corta distancia de la villa, no lejos de la histórica ermita de la Estrella, y allí solemos merendar a la vuelta del paseo. A propósito de esto, decía mi madre: «Si esta tarde tomamos chocolate en la huerta, con D. Juan, D. Ventura y D. Manuel, no te pongas a correr como una chicuela, ni a columpiarte en las ramas del nogal, que esos señores se asustan de verte tan volatinera, me lo han dicho, y también temen que sobrevenga el fracaso... Yo te encargo mucho que al sentarte en el ruedo tomes una postura circunspecta y de peso, derechita, aplomándote bien sobre el asiento sin hacer contorsiones ni cargar sobre los vacíos. Si sientes calor, abanícate con pausa y compás lento, como se estila entre señoras; si no, posas las manos una sobre otra y ambas sobre el vientre... Hágote esta advertencia, porque ayer   —25→   te movías en la silla como si tuvieras azogue en todo el cuerpo, y te abanicabas con furor, y hasta me pareció que te reías del pobre D. Buenaventura cuando nos contaba lo del celtíbero y lo del romano y lo del maldito agareno que armaban sus guerras en esta villa. Más que mil libros sabe el hombre, y aunque le entendemos como si nos hablara en griego, no podemos negarle nuestra veneración.

Previo el acordado signo de inteligencia con Ignacia, yo daba la razón a mi madre en cuanto decía, para no turbar su sancta simplicitas, don del cielo que a mis ojos la elevaba sobre toda la miseria humana. Conforme conmigo, a su suegra tributaba mi mujer el homenaje de una filial obediencia, y así vivíamos en admirable paz, gozosos, descansados, dejándonos querer, y abdicando toda nuestra voluntad en la de aquel ser angélico y providente que no vivía más que para nuestro bien. Tales miramientos y cuidados, que más bien eran mimos, gastaba en el trato de su hija, que no permitía que se levantase para tomar el desayuno, y había de servírselo en la cama ella misma, dándole el chocolate sorbo a sorbo, y metiéndole en la boca el bizcocho mojado, como a los niños, con rigurosa medida de los bocadillos y de las tomas; todo ello entreverado de frasecillas tiernas, a media lengua, como si, más que con la hija, hablase con el nieto que según ella pronto había de venir al mundo. Y a mí solía decirme   —26→   muy seria: «Ya empiezan los antojitos, y si no estoy equivocada, también hay mareos...». «¡Pero, mamá -le contestaba yo-, si todavía...». Pero como no había razones que de su infundado convencimiento la apeasen, tanto Ignacia como yo dejábamos que su alma se adormeciera en aquel dulce ensueño.

Por mi padre, no menos inocente que mi madre, si bien eran de orden distinto sus candideces, venían a mí noticias de Madrid y los dejos de aquel mundo tumultuoso así en lo político como en lo social. Moderado acérrimo, el buen señor ponía sobre su cabeza, después de Narváez, al gran Sartorius que a todos nos protegía, y suscrito al Heraldo se lo leía enterito desde el artículo de fondo hasta el pie de imprenta final, sin omitir los anuncios y el folletín, que era en aquellos días Las Memorias de un Médico, por Alejandro Dumas. Terminado el gran atracón de lectura, extractaba mentalmente lo más interesante para ponerme al tanto de los sucesos, y lo hacía por el método y plan de aquel famoso periódico, que dividía todo su material en secciones bajo la denominación de Partes: Parte Política, Parte Oficial, Parte Religiosa, Parte Industrial, y por último la gacetilla, noticias de orden privado, y cuchufletas, que eran la Parte Indiferente.

Dando a cada suceso su verdadero valor informativo, que con el tiempo debía ser histórico, mi padre me contaba las incidencias del grave pleito que teníamos con la   —27→   Inglaterra, por haberse atrevido Narváez a dar los pasaportes al inquieto y entrometido Embajador Bullwer; y repetía trozos del Times (pronunciado como lo escribimos), y los discursos que sobre el caso oyó la Cámara de los Comunes, de la propia boca de Lord Palmerston y de D'Israeli y del afamado Sir Roberto Peel (pronunciado también como se escribe). También me daba cuenta del inaudito chorreo de firmas que diariamente se agregaban a la exposición dirigida a Su Majestad, pidiéndole que siguiera Narváez atizando palos a roso y velloso, único medio de atajar la revolución que de las naciones europeas quería metérsenos aquí; luego me hacía un resumen de las críticas literarias de Cañete y de Navarrete, sobre esta y la otra función dramática, y por fin, concediendo un modesto lugar a la Parte Indiferente, me refería que habían llegado Mister Price y su hijo al Circo de Paúl, y que Macallister y su esposa maravillaban con sus artes diabólicas al público de San Sebastián. Esta parte del periódico solía ser más que ninguna otra del agrado de Ignacia, y yo mismo encontraba en ella noticias que, referidas como cosa baladí resultaban a mis ojos como sucesos de inaudita gravedad; por ejemplo: leyó mi padre que en un pueblo de Soria se había descubierto el estupendo caso de que todos los mozos útiles y robustos, de ocho años acá, daban en la flor de cortarse la primera falange del dedo índice de la mano derecha con el santo fin de eludir el servicio   —28→   militar. ¡Qué cosa más tremenda! ¡Brutal crimen contra la patria! ¿Qué país era este? ¿Quam rempublicam habemus? ¿In qua urbe vivimus? Sin quererlo imitaba yo a Cicerón en la iracundia de mis anatemas contra un pueblo que de tal modo delata su desquiciamiento moral y político. Donde así se debilita el sentimiento patrio, ¿qué puede resultar más que un engaño de nación, un artificial organismo sin eficacia más que para la intriga y los intereses bastardos? Esto de los intereses bastardos fue dicho por mi padre, que usaba para todo este modo de señalar el egoísmo de nuestros políticos. Yo iba más allá, y con frase más enérgica marcaba la ineptitud de la raza para las ideas modernas.

Lo que no nos decía El Heraldo (que los papeles sólo nos dan la corteza y rara vez la miga del pan público) lo sabíamos por cartas que mi hermano Ramón recibía de Agustín. Las discordias entre los moderados de más viso no dejaban a Narváez entregarse con desahogo al ejercicio de su dictadura paternal, y por otra parte siempre estaba el hombre con la pulga en el oído, temiendo que en Palacio le armaran la zancadilla. El Rey no le quiere, la Reina Madre tampoco, y alrededor de Sus Majestades bullen enemigos encubiertos del Espadón de Loja. Las últimas noticias de desavenencias entre los políticos eran que los acusadores de Salamanca extremaban la guerra contra el simpático capitalista, y que Pidal y Escosura se   —29→   tiraban los trastos a la cabeza. Decíase que Pidal trabajaba con O'Donnell para que viniese a ser la espada moderada, quitando de en medio a D. Ramón por atrabiliario y un poquito populachero. Y como la inquietud de los demagogos y anárquicos era cada día mayor, Narváez no cesaba en los envíos de deportados a Filipinas, sistema expurgatorio que mi padre juzgaba de segura eficacia. «No hay otro medio -nos decía con dogmático acento-. Si el cuerpo humano no se limpia de malos humores y de los elementos de toda indigestión más que con las tomas de buenas purgas que acarreen para fuera lo que sobra y perjudica, el cuerpo social no entra en caja de otra manera, hijos míos. Y el buen resultado de estos limpiones tan bien administrados por Sartorius y Narváez es doble, porque purgamos a España, y a las islas Filipinas las beneficiamos... pues».




ArribaAbajo- III -

Llamados por las obligaciones de su oficina regresaron padre y hermano a Sigüenza. La compañía de mi madre colmaba todos los anhelos de nuestro corazón, y como sociedad, bastante teníamos con los amigos que nos visitaban, descollando en nuestro afecto el Sr. D. Buenaventura Miedes, erudito investigador de las antigüedades atenzanas. Por su extremada bondad, por la pureza de su   —30→   alma candorosa, le perdonábamos la pesadez e inoportunidad de sus históricas lecciones, y llevábamos con paciencia las prolijas noticias que nos daba de la antigua Tutia, capital de los afamados Thicios. Todo esto, así como las guerras de Sertorio, la traición de Perpenna, la muerte alevosa que este dio al arrogante tribuno militar, nos tenía sin cuidado. Una tarde entera de las de la huerta, nos tuvo con las ansias del fastidio contándonos la batalla que riñeron el dicho Sertorio y un tal Metelo en las inmediaciones de Sigüenza. Luego nos habló del monte llamado Alto Rey, y del hondo valle que al pie de esta eminencia y frente a nuestro Castillo se abre, desde la cuenca del Henares a la del Duero. «Esta angostura -nos dijo-, es el pasadizo habitual de la Historia de España. Iberos y romanos, castellanos y agarenos han entrado y salido por él en sus invasiones y continuas guerras. Por allí pasó Almanzor cuando vino a encontrar la muerte en Medinaceli; por allí pasó el Cid cuando despedido del Rey emprendió la gloriosa campaña que nos cuenta y canta el Romancero; por allí todos los Alfonsos; por allí en nuestro siglo el General Hugo; por allí el Empecinado; por allí Cabrera...».

Sólo mi madre ponía en aquellas rancias historias una deferente atención, que no por manifestarse con la fijeza de los ojos y la benévola sonrisa era menos inconsciente. Oyéndole otra tarde repetir el nombre de Sertorio, preguntó mi madre si el caballero   —31→   romano de este nombre era o pudo ser antecesor de nuestro contemporáneo D. Luis Sartorius, Conde de San Luis, pues la semejanza de ambos términos hacía creer que fueran un solo apellido alterado por el tiempo. Acudí yo pronto a desvanecer lo que juzgaba disparate; pero el eruditísimo Miedes, que como buen caballero no quería que el corto saber histórico de mi madre quedase desairado, tomó la palabra y salió por este hábil registro: «No diré yo que los Sartorius de Sevilla vengan del romano Quinto Sertorio; pero tampoco lo negaré, pues sabido es que la larga permanencia de este en España dejó sin duda semilla en toda la región Tarraconense y aun en la Lusitana y Bética... No obstante, con permiso de mi señora Doña Librada, me atreveré a poner en cuarentena toda etimología romana de apellidos españoles, pues aun a la del mismo Diego Porcellos, poblador de Burgos, que según el Cronicón Emilianense era el apellido señorial más antiguo, le ha negado la moderna crítica el abolengo romano, y demostrado está que no viene de procella, como quien dice, tempestad; ni de porcelli, reunión o ayuntamiento de animalitos de la vista baja, con perdón; ni tampoco se debe buscar su origen en el Monasterio de Porcellis, en territorio de Oca, como asientan Sandoval y Berganza; ni en el señorío de Porciles, perteneciente a la mitra de Burgos, según el libro Becerro, resultando que ni por una parte ni por otra se puede probar   —32→   que fuera romano el tal Porcellos, cuyo verdadero nombre castellano fue Didacus Roderici, que es como decir Diego Rodríguez... Búsquese el origen de nuestros apellidos en los troncos góticos o germánicos y sarracenos, por donde se ve que los Bustos de Lara vienen de los Gustioz, Gudestios o Gudesteos; los González de Gundisalvos; los Suárez de Suero, y estos del arábigo Azur...». Aprovechamos mi mujer y yo la llegada del correo para huir graciosamente de la desencadenada sabiduría del buen Miedes; pero mi pobre madre, que en paciencia y bondad se deja tamañitos a todos los santos del Cielo, aguantó sin pestañear el chubasco, que aún duró media hora, más bien más que menos.

En la dulce uniformidad de aquella existencia, sucediéndose placenteras las horas, sólo un hecho me sorprendía y maravillaba, y era el despertar de Ignacia, el paso de su timidez a las solturas de un nuevo carácter, y la resplandeciente aurora de su inteligencia, como un fiat lux pronunciado por el dios Himeneo. Mientras se trató de que nos casáramos, en lo que, según dije, no hubo poca violencia de mi parte, ni la más leve muestra vi del fruto que después había de admirar en ella. ¡Y yo, en aquellos días tristes, ufano de conocer el mundo y la humanidad, me equivocaba como un tonto, suponiendo en mi prometida las cualidades negativas de una bestia que a su fealdad unía la supina estolidez! ¿Cómo no percibí, cómo no   —33→   adiviné las facultades de Ignacia, escondidas bajo tan desairadas apariencias? Era que la educación encogida, con tanto mimo y tanto arrumaco doméstico y religioso, había guardado en envoltura de sobrepuestas vitelas aquellos tesoros, poniéndole sellos tan firmes que no pudiera romperlos más que el matrimonio, cariño y confianza de marido. Arrancado el sello por un amor que a los demás amores se sobreponía, descubriéronse las escondidas joyas, y una tras otra iban saliendo del forrado y pegoteado estuche.

La mujer que antes me había parecido despojada de todo encanto era la misma bondad; los chispazos de razón fueron bien pronto un luminoso rayo que todo lo encendía y alumbraba. Discurría sobre lo divino y lo humano con un sentido que era mi mayor gozo; y descubriendo cada día nuevas aptitudes, expresaba las ideas con donaire, que el uso iba trocando en gracia exquisita. Pero lo más admirable en ella, lo que mayormente me cautivaba era su templada voluntad, procurando en todo caso acordarse con la mía y con la de mi madre, la ausencia completa de gazmoñerías, impertinencias y salidas de tono, y el sentido de corrección unido siempre a la ternura conyugal y filial. Desgraciadamente, a la transformación espiritual no podía corresponder la física, y María Ignacia en rostro y talle no podía desmentirse a sí propia. Un poco había enflaquecido y el desaire de   —34→   su cuerpo era menos notorio; en su rostro, los ojos habían ganado en viveza, o al menos a mí me lo parecía; la boca no tenía enmienda, por más que yo, influido de la buena voluntad en contados momentos, la creyese menos desapacible. Diré también, completando el elogio de mi cara mitad, que Ignacia tenía conciencia de su falta de encantos naturales, y que resignada y tranquila sobre este punto, no pretendía con afeites o violentos artificios disimular sus defectos. Era una fea que no presumía de guapa ni reclamaba los honores de tal; la sencillez y la naturalidad sin pretensiones dábanle un cierto encanto que por momentos podía sustituir a los que el Cielo no quiso concederle.

Adivino la pregunta que me hacen los que esto lean, y acudo a contestarla. Sí: yo amaba a Ignacia, y mejor será que hable en presente asegurando que le tengo amor, sin meterme en un profundo análisis de este sentimiento, que podría resultarme estimación cariñosa. Sea lo que quiera, mi consorte me inspira un entrañable afecto, que ha de crecer y arraigarse con el trato. La obra de Sor Catalina de los Desposorios ha resultado más dichosa de lo que yo creía. ¿Sabéis en qué conozco que amo a mi mujer? Pues en que ahora me sabe muy mal la suposición de que se hubiera casado con otro. Este otro, que no existe, pero que bien pudo existir a poco que yo persistiera en mis escrúpulos, es un ente de comparación, o una   —35→   equis que me sirve para demostrar la realidad del bien que disfruto. Y no entiendo por bienes exclusivamente las materiales riquezas, sino ella, mi esposa, en quien veo un apoyo moral, inapreciable refugio del espíritu si el Destino me depara, como presumo y temo, grandes tribulaciones y naufragios.

La templanza del estío en aquel clima convidábanos a pasear por el campo, y este era el mayor deleite de María Ignacia, que sabía satisfacer su gusto sin contravenir las prescripciones de mi madre en lo tocante a brincos y carreras. Largas caminatas hacíamos por los contornos del pueblo, por las vegas estrechas o las lomas de sembradura y pastos, por las sierras calvas o arbolados montes. Mi madre nos acompañaba hasta donde le parecía, aguardándonos con Úrsula, su criada predilecta, en cualquier paraje visible donde pudiéramos reunirnos fácilmente. Solían ir con nosotros los chicos del confitero (D. Casimiro Gutiérrez del Amo), alguna vez Tomasita la del Fiel de Fechos, casi siempre Calixta, la criada que trajimos de Madrid, y Rosarito Salado, la hija mayor del Alcalde, gran peatona, de extremada agilidad para escalar peñas y trepar a los árboles. Admirábamos la hermosura del campo y montañas; platicábamos con toda persona que al encuentro nos salía, mendigos inclusive; visitábamos casas, casitas y chozas; hacíamos paradas en medio de los rebaños, vadeábamos arroyos,   —36→   saltábamos cercas; tomábamos el tiento a la vida campesina, que es la vida madre de todas las demás que componen la nacional existencia. ¡Mundo harto diferente del de las ciudades, pero no menos instructivo! En él recibimos enseñanzas más profundas que las que nos ofrece la sociedad formada; en él nos preparamos para el conocimiento sintético de la humana vida. ¡El campo, el monte, el río, la cabaña! No es sólo la égloga lo que en tan amplios términos se encuentra, sino también el poema inmenso de la lucha por el vivir con mayores esfuerzos aquí que en las ciudades, y el cuadro integral de nuestra raza, más enlazada con la Historia que con la Civilización, enorme cantera de virtudes y de rutinas que componen el ser inmenso de esta nacionalidad.

Divagando en fáciles charlas, nos acomodábamos a las cortas luces de los que iban en nuestra compañía, y si algo aprendían ellos de nosotros, yo no extraía poca substancia de sus pintorescos relatos y de sus ingenuas observaciones. Monte arriba, o por tortuosos senderos faldeando las colinas, hablábamos de animales, de cosechas, de brujas, de milagros, de pobres y ricos, de personas, anécdotas y chismajos del pueblo, o de astronomía popular, sacándole a relucir a la luna y a las estrellas toda su historia secular y romántica. Una tarde que volviendo del camino de Naharros, entrábamos por junto al Salvador y la Corredera, nos paramos a contemplar la mole del Castillo y su   —37→   ingente pedestal de roca, inmensa hipérbole del esfuerzo humano trabajando en audaz porfía con la Naturaleza. Rosarito Salado, que siempre iba delantera, nos dijo que por la cuesta empedrada, más arriba de la Trinidad, iba D. Ventura Miedes. Propuso la Rosarito que subiéramos en su seguimiento; pero María Ignacia se negó a ello recordando que mi madre nos tenía muy encomendado que no fuéramos nunca al Castillo, porque entre sus ruinas andan demonios maléficos, o genios burlones, amén de alimañas terrestres de lo más dañino... Vimos al sabio; con la mirada le seguimos en su marcha fatigosa, y por el Arco de Guerra tomamos la dirección de nuestra casa.

Era D. Ventura Miedes de alta estatura que rara vez se veía derecha, sin ningún aire ni garbo; vestía en invierno y verano un cumplido levitón que le hacía más enjuto, y en sus andares iba siempre tan desaplomado como si fuera movido del viento más que de su propia voluntad. Sus pies grandísimos calzaba con zapatos de paño, en que se marcaban tales protuberancias que parecían dos sacos negros llenos de avellanas y nueces.

A la siguiente tarde, visitando las ruinas de San Antón, también le vimos subir al Castillo. Como el viento fresco que venía de Monte Rey agitaba sus faldones, y las desigualdades del piso le obligaban a hacer balancín de sus brazos, se me representó cual un árbol escueto, de la familia de los chopos,   —38→   que descalzando del suelo sus raíces se lanzase a correr, perseguido de Céfiro y Abrego burlones. ¡Pobre Miedes! Según mi madre, no había hombre más completo, de corazón más puro, de procederes más intachables. Poseedor, en mejores tiempos, de unas tierras de labor y prados, tuvo y gozó el bienestar que da una medianía decorosa; pero la pasión de los libros, en que empleaba lo más de su hacienda, llegando a vender una finca para comprar papel impreso, su despego del trabajo agrícola, y sobre tantos yerros la mala cabeza y devaneos de su mujer, ya difunta, y de su hijo único, profesor de todos los vicios, le habían traído a la miseria mal tapada con sutilezas de la dignidad y disimulos ingeniosos. Vivía solo con su biblioteca y una criada viejísima, a quien llamaban la Ranera, que guisaba para los dos y barría toda la casa menos la librería, donde es fama que jamás entraron escobas. La edad del erudito señor andaba ya al ras de los setenta. Según oí, se había conservado con ágiles disposiciones hasta bien pasados los sesenta; pero ya iba de capa caída y daba tumbos con los pies y la cabeza, la cual, de tanto cavilar en romanos y celtíberos, perdía notoriamente su aplomo y gravedad.

Otra tarde que también le vimos (y era la tercera vez) camino del Castillo, mi madre no le quitó los ojos hasta que le vio perderse entre los muros, como el aguilucho que penetra en su nido, y a poco nos dijo suspirando: «A mí, que le conozco bien, no me   —39→   hará creer D. Buenaventura que todas esas visitas al Castillo, mañana y tarde, son para deletrear los garabatos, en lengua romana o arábiga, de aquellas piedras más viejas que el pecar. Todo lo que allí escribieron los antiguos, lo tiene el buen señor bien sabido de memoria. Va sin duda por la querencia de alguna familia de menesterosos que se ha refugiado entre las ruinas, porque habéis de saber, hijos míos, que no ha nacido hombre más cristiano ni más caritativo que este señor de Miedes. En pobreza y falta de medios pocos le ganan. Pues ahí le tenéis buscando miserables con quienes partir el pedazo de pan que Dios le concede.

-Así es sin duda -dijo María Ignacia-. Ayer me contó la Prisca que le vio subir muy de mañana con un manojo de cebollas y la mitad de un pan de cuatro libras. Pobres habrá en el Castillo, y si usted nos da licencia, allá iremos Pepe y yo a conocerles y a llevarles algo para que coman y vivan. Mala cosa es la necesidad, y no tiene perdón de Dios el que conociéndola no acude a remediarla.




ArribaAbajo- IV -

-Andaos con pulso en esto, queridos hijos -díjonos mi madre-, que si os inflama el espíritu de caridad, bien podéis satisfaceros mandando vuestra limosna con persona   —40→   de casa. Pero no subáis: yo no he subido nunca, que desde niña me infundieron miedo al Castillo, y jamás, en mi larga vida, lo he podido desechar. ¿Llamáis a esto superstición? Dadle el nombre que gustéis: yo lo llamo respeto a la costumbre, y persistencia en los sentimientos que en mi niñez me inculcaron. Harto sé que es pecado creer en brujas y en apariciones de duendes o trasgos; pero no me negaréis que el Espíritu Maligno existe, y que hay Infierno, y por consiguiente diablo y diablillos que andan siempre en el ministerio de tentarnos y hacernos todo el mal que pueden... Y no me digáis que lo que hace D. Buenaventura podéis hacerlo vosotros, pues con eso no estoy conforme. Es el amigo Miedes muy descuidado, no sólo en las ideas, sino en su persona y vestimenta, como habéis visto, y con tal de socorrer a una cuadrilla de vagabundos, no repara en que sean gitanos piojosos o ladrones disfrazados de mendigos. ¿Qué le importan a él las porquerías y el mal olor? Me ha contado la Ranera que una vez, volviendo de pasar la tarde entre unos húngaros caldereros, trajo el buen señor tal carga de miseria, que para limpiarle y mondarle el cuerpo fue menester ponerle en cueros vivos y sahumar toda la ropa. ¿Pues quién os asegura que los tales inquilinos del Castillo no son una partida de bandoleros, que se hacen los pobrecicos para merodear durante la noche y quizás para asesinar al que cojan descuidado? No, no; no subáis allá, que yo,   —41→   por de pronto, trataré de sonsacar al sabio para que me cuente el motivo de tantas subidas y bajadas, llevando provisiones de boca y trayendo... sabe Dios lo que traerá».

Interrogado al día siguiente, Miedes nos contestó con evasivas que aumentaron nuestra curiosidad. Lo que mi madre principalmente daba por averiguado era que el erudito de Atienza padecía miseria horrorosa, que ya no cabía dentro de los decorosos engaños. Para remediarle sin ofensa y proveerle de víveres, mi madre se valía de mil artificios. Con pretextos más o menos ingeniosos, allá iba el criado casi todas las mañanas llevando al anticuario, para que lo probase y diera su opinión, bien la cesta de patatas nuevas, bien la ristra de cebollas, el montón de judías o la media docena de frescas lechugas, todo de nuestra feraz huerta. Con estos regalitos y otros que en forma no menos delicada le hacía el Cura, se apañaba el pobre y reparaba las faltas de su menguada despensa.

Invitado a cenar con nosotros el Cura Don Juan Taracena, nos dio explicación de las antiguas y de las nuevas candideces caritativas del Sr. de Miedes, refiriéndolo con risas y comentarios humorísticos que revelaban así la compasión por el anticuario, como la estima en que tenía sus buenos sentimientos. «Es un sabio tonto -nos dijo-, y un alma de Dios, en la cual se juntan la erudición pasmosa y una simplicidad digna del Limbo. Desde que le conozco, y de ello hará treinta   —42→   años largos, le he visto dominar todas las ciencias históricas y proteger a todos los perdidos. Su mujer le salió rana, y pez el hijo único que tuvo, el cual desde temprana edad despuntó por su vagancia y malos instintos. El dinero de Miedes, antes que suyo era del primero que lo había menester, y con tanto descuido lo daba, que era como si se dejase robar o si se estafara a sí mismo. Regalaba hoy un puñado de duros al primer farsante que pasaba por el pueblo, y mañana le veíamos remendando sus propios zapatos. Delante de mí cambió una excelente mula por dos tomos del Cronicón del Obispo de Tuy. En cierta ocasión hipotecó el prado de Huérmeces para socorrer a unos parientes pobres, que a los dos meses le pusieron pleito; y cuando su mujer, que se había fugado con Boceguillas, fue a parar abandonada y enferma al hospital de Cogolludo, ¿qué hizo el hombre? Pues ir en su busca y socorrerla y traerla a casa.

-Eso es caridad -dijo prontamente mi madre-, y con perdón, no hay que vituperarlo.

-Caridad es, sí señora, y soy el primero en alabar el rasgo; pero fíjense en una cosa: para todos los gastos del viaje a Cogolludo y retorno, y el costerío de médicos y medicinas, vendió el sabio por poco más de un pedazo de pan sus tierras de Cincovillas. ¿Y todo para qué? Para que la Bibiana se pusiese buena. Buena que estuvo la condenada, le faltó tiempo para fugarse con el barbero   —43→   de Zorita de los Canes... ¿Y Miedes? Pues emborronando una resma de papel para demostrar... allá lo mandó a la Academia de la Historia... para demostrar que el llamado García Eneco, yerno de Isur o Suero, y muerto en la batalla de Albelda, no es Íñigo Arista, primer caudillo de los navarros, sino... qué sé yo, el demonio coronado. Para no cansar a ustedes, ¿saben de qué gentuza se nos apiada hoy D. Ventura? ¡Ay! estos son otros Sueros, otros celtíberos o de la familia del propio Túbal, el primer vecino de España. ¿Se acuerda usted, Doña Librada, de aquel Jerónimo Ansúrez, que llegó acá de la parte de Sacedón hará diez o más años, tomó en renta las tierras de los Garcías del Amo en Alpedroches, y unas veces por poca suerte y asolación de sequías y pedriscos, otras por mal arreglo, vino a la ruina, y anduvo en justicia, los hijos se le desmandaron, y uno de ellos dio muerte al molinero de Palmaces?

-¡Ah! sí, ya me acuerdo... ¡Ansúrez! Llamábanle el alforjero, que este es el mote que aquí damos a los de Alpedroches... Ya recuerdo... Y el hombre tenía lo que llaman ilustración, o un atisbo de ella. Se expresaba con donaire y daba gusto oírle.

-Como que le criaron los benedictinos de Lupiana, y hasta su poco de latín burdo sabía. ¿Recuerda la señora que tuvimos que echar un guante los pudientes para reunirle con qué salir de aquí? Pues esta calamidad de familia fue a caer en el Burgo de   —44→   Osma, donde no tuvo más suerte o mejor conducta que en Atienza. Uno de los hijos mató a un sanguijuelero, y otro descalabró al alcalde de Quintanas Rubias. Echados del Burgo, se perdieron de vista por algún tiempo. Dispersáronse los hijos como para asolar toda la tierra: uno de ellos dicen que se mutiló el dedo índice para esquivar el servicio del Rey; volvieron algunos junto al padre... Por fin, según entiendo, después de vagar en tierras de Soria y de Teruel, o pidiendo limosna, o quizás tomándola antes que se la den, han recalado por aquí.

-¿Y esos son -dijo mi madre tan sorprendida como alarmada-, los nuevos amigos del bendito Miedes?... ¿Y esa es la pandilla que visita y la miseria que socorre?... ¿Ansúrez...?

-El mismo que viste y calza... Miento, que según me ha dicho el sabio, van todos ellos un poco ligeros de ropa.

-Pues debemos vestirles y calzarles -dijo Ignacia-, para que cuando entre el frío no les coja en tal desamparo. ¡Pobrecitos!

-Ya sabrá nuestro Alcalde -indiqué yo-, qué clase de huéspedes tenemos, y procurará darles pasaporte. Sean como quiera, vagos de oficio, apóstoles de la religión del dolce farniente o ladrones en cuadrilla, no se van de aquí sin que yo los vea».

Sobre esto se discutió largamente, opinando mi madre por que no subiera yo al Castillo, a menos que me acompañase con la Guardia civil el señor Cura, para que su   —45→   presencia ahuyentase y confundiese cualquier invisible maleficio que por allí anduviera. Defendió María Ignacia con calor la visita, y resumió graciosamente el Cura las diferentes manifestaciones proponiendo ir todos, menos mi madre, a quien contaríamos lo que viésemos, en la seguridad de que ni rastro de demonios o duendes habíamos de encontrar en aquellas alturas. Sin negar que existiesen demonios, aseguró el buen Taracena que él no los había visto nunca, como no fueran tales los que en forma humana vemos por el mundo, con cara y hábitos de perversos egoístas, embusteros, crueles, hipócritas, matones y aficionados a lo ajeno. Para estos no había más exorcismo que la ley, y a falta de esta la sanción religiosa, que a cada cual en la otra vida designa su merecido según sus obras. Es el Cura de San Juan de Atienza un excelente hombre, puntual y correctísimo en las funciones de su ministerio, buen maestro en cosas del mundo y en el conocimiento de toda flaqueza, sin que se le pueda poner tacha más que por los pecadillos de hablar sin freno, de comer con demasiado gusto y abundancia, y de beber intrépidamente en solemnes casos. Siendo yo niño y él grandullón, me quería, y con amenos cuentos, a veces sucios, nunca deshonestos, me divertía; ahora me considera, y gran devoción tiene por mí. Aunque nada me dice, yo le descubro la ambición de una canonjía de dignidad en la catedral de Sigüenza. Ya veremos...

  —46→  

Y a la mañana siguiente muy temprano, cuando yo no había salido aún de mi cuarto, sentí discretos golpes de nudillos en la puerta, y a poco una voz comedida y grave que decía: «Sr. D. José, si la señora Marquesa está con usted en este camarín, no pretendo entrar, ¡Dios me libre!; pero si está usted solo en sus lavatorios de caballero, le suplico que, aunque se halle en paños menores me franquee el paso, que es muy urgente, pero mucho, lo que tengo que decirle».

No conocí la voz de Miedes hasta la mitad de la oración suplicante, y antes de que sonaran los últimos vocablos abrí la puerta, y doblándose penetró en mi cuarto la estirada figura del sabio de Atienza. Con menos pureza de frase que la que comúnmente usaba, turbado y presuroso, me pidió que interpusiese mi valimiento con el Alcalde D. Manuel Salado para que este no arrojara del Castillo al infeliz padre y más infelices hijos que entre aquellos muros se albergaban, y que le quitase de la cabeza la cruel idea de mandarles a Guadalajara por etapas entre estos cuadrilleros a la moderna que llamamos guardias civiles... Como yo me mostrase muy dispuesto a secundar sus humanitarios propósitos, díjome con cierto temblor del habla que los tales no podían ser calificados de malhechores ni tampoco de personas recomendables, y que su exacta calificación no será fácil mientras no se admita con carta de naturaleza regular la clase y matrícula de delincuentes   —47→   honrados, o sea de los que por designio de la Fatalidad, o por impulso de las hondas necesidades no satisfechas, hambre y sed, o por diversos móviles nacidos de las mismas leyes que nos protegen, así como de las que nos oprimen, se ven lanzados a una o más acciones... maléficas, o con apariencias de maldad, conservando en sus almas la buena intención y el principio fundamental de la virtud...

No copio más que lo esencial de la retahíla que me endilgó el cuitado Miedes, acariciando los botones del levitín que yo acababa de ceñirme, y añado que la cabeza de mi amigo ilustre me pareció enteramente trastornada. Con todo ello se redobló mi curiosidad. Mi mujer, no menos interesada que yo en el asunto, vistiose prontamente en el cuarto próximo y salió a saludar al sabio; invitámosle a desayuno; recogimos a Taracena, que en el comedor nos esperaba ya charlando con mi madre; echonos esta su bendición, y subimos a la Trinidad para emprender de allí la marcha hacia el Castillo. Por el empinado sendero, explicaba D. Juan a mi mujer la importancia de aquella feudal fortaleza y atalaya, las ventajas de su emplazamiento frente a la angostura o pasadizo que comunica las dos Castillas; y D. Ventura, que a cada paso que dábamos me parecía más dislocado del cerebro, me anticipó la presentación de las ilustres personas que íbamos a visitar: «... Este Ansúrez, Jerónimo en lenguaje cristiano, por distintos   —48→   motes conocido: el alforjero en Alpedroches, hidalgo en Bustares, bragado en Atienza, respeño en Hiendelaencina, hombre aquí y acullá digno de estudio, no tiene, como verá usted, nada de vulgar. Por algún tiempo le diputé sucesor de aquel famoso Abo l'Assur, o Al Ebn Asshaver, que de ambos modos lo designan las historias, señor de las ciudades de Nájera y Viguera, en los confines de Castilla y Navarra... pariente próximo de Abo l'Alondar (hijo del Victorioso), a quien se atribuye la destrucción de la antigua Centóbriga, que algunos llaman Contrebia...».

Por piadosa cortesía, que siempre debemos a los dañados del juicio, le manifesté mi sorpresa de que se hallaran tan dejadas de la mano de Dios personas de altísimo abolengo; y él me contestó: «No presume este buen hombre de linajudo. La investigación de su progenie es cosa mía... cosa enteramente mía, Sr. D. José...». Y parándome luego en lo peor de la cuesta, cuando ya María Ignacia y el cura se aproximaban a las ingentes ruinas, el trastornado investigador de la Historia bajó la voz para decirme con misterioso acento: «Dando vueltas en el magín a esta pícara idea, he venido a rectificar mi primera opinión, y cayendo del burro de mis preocupaciones arábigas, opino y sustento que estos Ansúrez no tienen nada que ver con el caballero Abo Assur, ni con ningún otro de casta agarena, y que su abolengo es celtíbero, pura y castizamente   —49→   celtíbero, como lo acredita el nombre, que derivo del Zuria o Zuri, digamos Jaun Zuri (el señor blanco), tronco y fundamento de los afamados vascones». Di algunos pasos hacia arriba; pero Miedes me detuvo, clavó en mis botones la crispada garra, y mirándome con ojos centelleantes, acabó su lección en esta extraña forma: «Es indudablemente el Zuria celtíbero, conservado al través de los siglos en su prístino vigor de raza. Demuestro, como dos y tres son cinco... sí, D. José querido, lo demuestro, y veamos si hay un guapo que me desmienta... demuestro, digo, y ello es tan claro como la luz del día, que este Zuria viene de aquella rama o familia céltica que del Monte Taurus o de la Paphlagonia nos mandó el Oriente y se estableció en esta región, que andando los siglos vino a llamarse Algaria, en labios del moderno vulgo Alcarria. La tal rama céltica, que Strabón y Appiano llaman Kimris, y Diodoro de Sicilia Cimmerianos, era sin duda la más hermosa, la más inteligente; y no falta quien sostenga que estas tribus, a su paso por el Ática, engendraron a los Titanes y a los dioses Saturno, Rea y Júpiter, de quienes salió todo el paganismo; como también se dice, y yo no he de negarlo, que de los mismos proceden los hebreos y caldeos... Que en el curso de tantos siglos y con tantas alteraciones y mudanzas se mantiene pura esta soberana raza, la más bella, Sr. D. José; la mejor construida en estéticas proporciones,   —50→   Sr. D. José, la que mejor personifica la dignidad humana, la indómita raza que no consiente yugo de tiranos, Sr. D. José, bien a la vista está; y usted podrá, ¡carambo! apreciar por sí mismo estas verdades, que no desmentirá... verdades que no consiento sean contradichas, porque aquí está Ventura Miedes para sostenerlas en todo terreno, Sr. D. José... para imponerlas y hacerlas tragar a los incrédulos y testarudos... Lo dice Ventura Miedes, y basta, basta...».

Pensé que me arrancaba los botones. Ya comenzaba a serme molesto el tal sabio, y hube de apartarle para seguir mi camino. En esto, mi mujer y el Cura, que habían traspasado ya el arco de entrada al Castillo, salieron, Ignacia de prisa y ceñuda, Taracena con calma y jovial. Advertí en mi esposa una palidez y expresión de susto que me alarmaron, y no dudé que había visto algo muy desagradable. Antes que yo pudiera interrogarla, me dijo: «No entres, Pepe... Mamá tenía razón... Hay demonios».




ArribaAbajo- V -

La franca risa con que el buen párroco acogió estas turbadas expresiones, me tranquilizó. «No hagas caso, Pepito: la señora Marquesa se asusta de la majestad del lugar, de la imponente elevación de los muros. En   —51→   cuanto a los habitantes, nada tienen de terroríficos. Entra y verás.

-Fue la primera impresión -dijo Ignacia agarrándome el brazo-. Entraré contigo si quieres; pero mejor fuera no haber venido.

-¡Qué tontería! Sean lo que quieran, ¿nos van a comer? Entremos, y vaya por delante de cicerone el Sr. de Miedes».

Salvamos el boquete abierto en el adarve, pasamos junto al cubo, que enhiesto y amenazador se mantiene, desafiando el cielo, subimos la escalera que conduce al interior de la torre del Homenaje, de la cual sólo queda un cascarón informe, y bajo una bóveda festoneada de hierbatos, encaramos con la familia errante, que allí tenía su aposento. Adelantose a recibirnos el padre o cabeza de la pequeña tribu, Jerónimo Ansúrez, el cual, con cortesía solemne, muy de caballero, nos dio los buenos días. Era un viejo hermosísimo, de barba corta como de quien abandona por muchos días el cuidado de afeitarse, expresivo de ojos, aguileño de nariz, la cabeza gallardamente alzada sobre los hombros, el cuerpo airoso y gentil, fácil en los movimientos, noble en las actitudes, vestido de paño pardo con no pocos remiendos, que parecían heráldicos dibujos. Quedeme absorto mirándole, y por estar tan fija en él mi atención, tardé en hacerme cargo de las otras figuras. Eran sus hijos, tres en pie, dos tumbados. Al extender la vista por el círculo que formaban no lejos de su padre, vi entre   —52→   ellos a una mujer, que subyugó mis ojos. Era la mujer más hermosa que yo había visto en mi vida. Ni en Italia ni en España se me apareció jamás hermosura que con aquella pudiera compararse... Perfección tal de rostro y formas no se hallara más que en la Grecia de Fidias. Diría que me pareció cariátide; pero su temprana juventud no acusaba la necesaria robustez para sostener arquitrabes con su linda cabeza... La vi arrimada a un trozo de muro, a la izquierda; era la figura más distante de la de su padre. Apoyaba el codo derecho en una piedra, en la mano la barbilla. Cruzados los pies desnudos, cargaba sobre el izquierdo el peso del cuerpo esbeltísimo, incomparable en todas sus partes y líneas, de absoluta proporción en todos sus bultos.

«Es mi hija Lucila -dijo el padre señalándola, y ella mirándonos con curiosidad un tanto desdeñosa, no hizo ni un movimiento de cabeza ni pronunció palabra alguna.

-Este es el hijo segundo -dijo Miedes designando a un muchachón fornido, guapo, de tez tostada, que altanero nos contemplaba-. Su nombre es Didaco o Yago, aunque vulgarmente lo llaman Diego. Y este otro es Egidio, Gil que decimos ahora».

El tal Egidio, jovenzuelo muy parecido a su hermana, se adelantó a besarnos la mano. Junto a él vimos al que Miedes llamó Ruy, un chiquillo como de diez años, lindísimo, curtido del sol, medio desnudo, con   —53→   una piel cruzada en la cintura que le asemejaba al San Juan Bautista de la iconografía corriente. Los dos restantes eran yacentes estatuas: el uno dormía, el otro acababa de despertar y con soñolientos ojos nos miraba.

«Y a estos dos gandules -preguntó Taracena riendo-, ¿qué nombre les da el amigo Miedes? ¡Ah! ya me acuerdo: el tagarote grande es Gundisalvo, y el otro Leguntio. Dígame, Ansúrez: ¿ese Leoncio ha cumplido los catorce años?

-Los cumplirá dos días después de la Virgen de Septiembre. Es el que sigue a Gil, y Gil sigue a Lucila, que ya cumplió los diez y nueve.

-¿Y cuál es el que se cortó el dedo para escaparse del servicio del Rey?

-Es ése que duerme, mi tercer hijo, Gonzalo: al mayor, que se llama como yo, lo tenemos en Ceuta, por un achaque...

-¿Llama usted achaques a los crímenes?

-Por una mala querencia, señor. Acciones hay malas que son nacidas del mucho querer.

-Como el querer de aquel galeote que se enamoró de la cesta de ropa. Y dígame: este Gundisalvo, o Gonzalo, ¿es el que domestica cuervos y les enseña el habla, igualándolos a los loros?

-No lo tome a risa. Dos cuervos educó en el Burgo, que hablaban griego y latín...

-Vamos, que ayudarían a misa.

-Mejor que muchos cristianos. Uno se   —54→   vendió y a Francia lo llevaron: el otro me lo robó un sanguijuelero».

Nos sentarnos, y sacando cigarrillos, a todos les di, y fumaron el padre y los hijos mayores. Mi mujer, que de mi brazo se colgó pesándome en algunos momentos, no desplegaba los labios, y Miedes hablaba en voz queda con la moza Lucila, cuyo timbre de voz hasta mí llegaba como dulce y lejana música. Interrogado Ansúrez por el Cura y por mí acerca de las desdichas que le habían traído a tal pobreza y desamparo, se sentó en una piedra, y con gran sencillez de lenguaje, ni jactancioso ni servil, sino en un punto de sinceridad grave, nos dijo: «Yo, señores míos, soy un hombre de buen natural, ni de los que van para santos, ni de los que merecen condenarse; bueno cuando me ponen en condición de serlo, malo cuando me obligan a volver por mi interés; mas no tanto que puedan los más tirarme la piedra. El mundo es malo de por sí, y esta nuestra tierra de España tan sembrada y rodeada está de males, que no puede vivir en ella quien no se deje poner trabas en manos y pies, dogales en el pescuezo, que al modo de cordeles son las tantísimas leyes con que nos aprieta el maldito Gobierno, y lazos los arbitrios en que nos cogen para comernos tantos sayones que llamamos jefe político, alcalde, obispo, escribano, procurador síndico, repartidor de derramas, cura párroco, fiel de fechos, guardia civil, ejecutor y toda la taifa que mangonea por arriba y por abajo, sin   —55→   que uno se pueda zafar... Yo, aquí donde me ven, no soy de los más legos, que los benitos de Lupiana me enseñaron lectura y escritura, y me apacentaron el entendimiento con libros que en mí dejaron alguna ciencia, aunque corta... Pero sin saber cómo pasé de aquel vivir a otro, y me metí a labrador, lo cual fue, pueden creérmelo, como meterme en el laberinto de la perdición y en el infierno de la miseria. Quien dice labranza dice palos, hambre, contribución, apremios, multas, papel sellado, embargo, pobreza y deshonra... Pues aunque labrador, digo que no soy lerdo, y que si no me falta paciencia, condición primera del que se pone a dar azadonazos en la tierra mirando siempre para el cielo, me sobra lo que llamamos orgullo, o como se dice, apersonamiento, que es el hipo de no dejarse atropellar, ni permitir que a uno le popen y atosiguen. Labrar la tierra es cosa dura, ¡ay!... ¡con doscientos y el portero!... y por labrarla de la peor suerte, con trabajo propio en tierras ajenas, salta en cada momento la cuestión de las cuestiones, aquella que ya trae revueltos a los hombres desde que los hijos de Adán, o sus nietos y biznietos, dieron en sembrar la primera semilla: la cuestión del tuyo y mío, o del averiguar si siendo mío el sudor, mía, verbigracia, la idea, y míos los miedos del ábrego y del pedrisco, han de ser tuyos los terrones abiertos y la planta y el fruto... Pues yo, que sé trabajar como el primero, que en el libro de la tierra y del cielo   —56→   estrellado leo sin equivocarme, no he podido trabajar nunca sin que a cada vuelta me salieran la Partida tal, el Fuero cual, el fisco por este lado, la escribanía por otro, las ordenanzas, los reglamentos, las premáticas, el amo de la tierra, el amo del agua, el amo del aire, el amo de la respiración, y tantos amos del Infierno, que no puede uno moverse, pues de añadidura viene el sacerdote con sus condenaciones, y delante de todos el guardia civil, que se echa el fusil a la cara... y si uno chista, cátate muerto. ¿Quién vive así? Yo he sido honrado, luego tentado a no serlo. Me han perseguido, me han atropellado, me han quitado lo mío y lo que tomaba para que los tomadores de lo mío me pagaran con lo suyo... me han metido en cárceles, me han puesto en escritura con papeles, y aquí estoy valiendo menos que la tinta que gastaron en contar mis desavíos; he perdido en una semana lo que en seis años gané; he recibido palos y los he dado con más gana de romper cabezas que de guardar la mía, y, por fin, llego a la vejez cansado de la lucha y sin otro provecho que las amarguras, rabietas y achuchones...

»Yo he mirado siempre por mis hijos, y ellos, si bien me quieren, mal me asisten, porque han heredado mi orgullosa condición, y son tales que no sufren dueño, de lo que resulta que descalabraron a mucha gente, y a más de cuatro hicieron sangre, pues cada cual tiene su honor, que no de otra manera que con sangría debe lavarse   —57→   si es manchado. Mis hijos son bravos, sufridos, y de mucho ingenio para todo; sólo que no ha nacido quien los meta en cintura, porque yo, que hacerlo podría, he olvidado el modo de ordenar a los demás, no sabiendo ya cómo a mí propio me ordene. Somos todos indómitos, y aborrecemos leyes, y renegamos del arreglo que han traído al mundo los reyes por un lado, los patriotas por otro, con malditas constituciones que de nada sirven, y libertad que a nadie liberta, religión que a nadie redime, castigos que no enmiendan a nadie, civilización que no instruye, y libros que no se sabe lo que son, porque este los alaba y el otro los vitupera. Por encima, un Dios que mira y calla y no suelta mosca, y por debajo un Diablo que si uno quiere venderse a él, no da ni para zapatos: tacaño el de arriba, tacaño el de abajo, y los hombres que están en medio, más tacaños todavía... Y si con lo dicho les basta para conocerme, no se hable más, y socórranme, librándome de que la Guardia civil nos fusile, o de que un juez de manga estrecha nos meta en el pudridero de una cárcel... El señor Marqués, que es poderoso, hable con el Alcalde para que nos dé un salvoconducto con que podamos llegar a Madrid, pueblo grande y revuelto, donde hallaremos algún modo de vivir ni mas honrado ni más deshonrado que los muchos que por allí hay. Oíganlo, señores, y sean compasivos, y no nos tengan por peores que los tantísimos que andan por campos y ciudades amparados de   —58→   leyes, vestidos de doctrinas, y con todos esos atalajes de honradez que han inventado los muchos para comer a costa de los pocos, o los pocos que supieron hacer su granjería de la necedad de los muchos».

La primera impresión de este discursillo fue que teníamos que habérnoslas con un pillete de finísimo sentido y trastienda. María Ignacia le oyó absorta, yo con el agrado que comúnmente producen las bellezas del arte popular, Taracena con burlonas risas. Miedes, sentado a distancia, la cabeza entre las manos, parecía hondamente abstraído. Preguntado si era viudo, Ansúrez nos dijo: «Viudo tres veces. Mi primera mujer era manchega, aragonesa la segunda, las dos de muy buen ver...

-¿Y la tercera?

-Hermosa si las hubo... valenciana... Con esta no estuve casado por bendiciones, sino por nuestro arrimo y conveniencia natural. De Dios están gozando las tres... Mucha ley me tenían, ¡con doscientos y el portero!

-¿Y qué nos cuenta el amigo Ansúrez de esta hija tan guapa, de esta Lucila -preguntó el Cura-, a quien el Sr. Miedes llamará Lucinda, Lucania o Lucinelda?

-Esta hija mía -replicó Ansúrez mirándola cariñoso-, ha venido a estas miserias por lo mucho que quiere a su padre: ¿verdad, Lucihuela?».

Con miradas no más contestó la hermosa, conservando su gravedad de estatua. Los   —59→   chistes, no de muy buen gusto, con que Taracena ponderó el contraste entre tan admirable belleza y la ruindad de su vestimenta (que sólo consistía en una vieja falda y en una envoltura de trapo para el cuerpo), no merecieron de ella ni fugaz sonrisa. Pensé que a todos nos despreciaba profundamente.

«Aquí donde la ven los señores, sabe expresarse como las personas finas; sólo que es muy vergonzosa, y su mal pelaje le aumenta la cortedad. En una de las peores borrascas que me ha traído mi mala suerte, la puse a servir. Hallándose en Molina de Aragón, la vio una señora de Zaragoza, y tanto gustó de ella y de su buen modo, que se la llevó consigo, y en su casa la tuvo, tratada y vestida como una damisela, no sin que también le dieran la enseñanza de leer, escribir y algo de cuentas, coser, bordar y otras filigranas... Pero como para mi generación no hay manera de torcer el maldito sino con que todos venimos al mundo, la dama protectora de Lucila cerró la pestaña, y los herederos, que no gustaban de intrusos, plantaron a mi niña en la calle sin más que lo puesto y un cestito con vituallas para dos días. Anduvo la pobre de puerta en puerta en busca de acomodo, y ya porque lo hallara muy malo, ya porque el que halló pecaba de bueno en demasía, ello fue que mi honrada niña corrió por montes y laderas en busca de padre y hermanos, y después de andar todos tomando lenguas, ella por nosotros, nosotros por ella, nos juntamos en la   —60→   gran ciudad de Tarazona, y de ella hemos venido en luengos meses partiendo nuestra miseria, como los señores nos ven...».

Al llegar a este punto de su historia, hizo Ansúrez como que se secaba una lágrima, y Lucila miró para la otra parte de las ruinas; mas no advertí que llorase. Pensé que no gustaba de vernos, sintiéndose quizás ofendida de nuestra curiosidad reparona, y deseando la soledad como el más preciado ambiente de su salvaje belleza. De improviso levantose mi mujer, y cogiéndome el brazo, con notoria inquietud y turbación me dijo: «Vámonos, Pepe; no quiero estar más aquí».

No la insté a consentir que permaneciéramos un ratito más interrogando a los Ansúrez, porque la vi con ardiente anhelo de retirarse. Tiraba de mi brazo con fuerza, y sin darme tiempo más que para prometer a los desgraciados que intercederíamos en favor suyo, me sacó de las ruinas repitiendo: «Vámonos... salgamos de aquí, si no quieres que me ponga mala».




ArribaAbajo- VI -

De mediano talante estuve toda la mañana, pues el grato efecto de la visita al Castillo se me convirtió en amargura viendo a María Ignacia muda y cavilosa, metida en sí, cual si una idea pesimista esclavizara su pensamiento. Sagaz observadora mi madre,   —61→   al pasar junto a nosotros, murmuraba: «¡Cuando digo yo que hay demonios!». Con su sombría tristeza efectuaba María Ignacia una violenta reversión a los días pasados; se parecía más a mi novia que a mi mujer; creyérase que se le disipaba la recién adquirida gracia, y que se extinguían los chispazos de inteligencia, volviendo a imperar el mohín de niña vergonzosa y la desapacible estolidez de los días en que se me propuso el casorio. De sobremesa, se me antojó romper el silencio que mi mujer y yo guardábamos, convencido de que callando no íbamos a ninguna parte, y de que las explicaciones razonables disiparían aquella nube. Y antes de que yo dijese lo que decir quería, me interrumpió Ignacia con esta observación: «Guapísima es la hija de Ansúrez, ¿verdad? No creo que exista en el mundo mujer más hermosa. ¿Qué dices tú, Pepe?

-Digo que es linda, sí; pero que con aquella suciedad y aquel vestir harapiento... Quita allá, mujer.

-O eres tonto verdadero, o tonto fingido, Pepe, y a mí no me haces creer lo que has dicho. ¡Suciedad! Todo eso es música. No había de tardar mucho en lavarse y ponerse como una patena cuando lo necesitara... Y a mí me parece que como la hemos visto luce más su hermosura. Parece una estatua, un cuadro no sé si de la Virgen o de alguna diosa muy al fresco y a la pata la llana... Es la belleza en estado natural, lo mismo que Dios la crió. ¿No eran así las mujeres de la   —62→   antigüedad, cuando nosotras no usábamos corsé, y ustedes los hombres no conocían los pantalones, y andábamos todos con trajes largos, túnicas o qué sé yo qué...?».

Al quedarnos solos, prosiguió María Ignacia de este modo: «Te aseguro que esa mujer me ha trastornado. ¡Qué quieres! empiezo a creer en el mal de ojo. De veras te digo que me cambiaría por ella, comprometiéndome a estar descalza toda la vida, mal cubierta de guiñapos indecentes, vagabunda, sin casa ni hogar... siempre que adoptaras tú la misma vida, dejándote crecer las guedejas y cambiando tu condición de señorío por el oficio de vender burros o de componer calderos. Con tal de tener la cara de esa mujer y su cuerpo precioso, yo diría la buenaventura, y tú y yo nos ejercitaríamos en robar lo que pudiéramos. Puedes creerme que es verdad lo que digo. Dios, que ve los corazones sabe que no miento, que no me hago la romántica... Mujer y esposa, estimo la hermosura como el mayor de los bienes: todo lo demás no vale nada».

El tema era gracioso; pero aunque intenté glosarlo con todo el ingenio de que yo podía disponer, no conseguí hacer reír a María Ignacia, ni sacarla de su tenebrosa melancolía. Como había comido poco y estaba necesitada de alimento y distracción, le propuse que fuésemos a dar un paseo por el camino de Riofrío, llevándonos una buena merienda. Aprobó mi madre este plan, y antes de las cuatro ya teníamos preparada una cesta   —63→   con diversidad de fiambres y golosinas, la cual fue por delante, alternando en cargarla los chicos del confitero y Calixta; luego salimos mi mujer y yo con Tomasa y Rosarito Salado. La tarde se presentó calurosa, por lo que no andábamos muy aprisa, y requeríamos la sombra que las encinas y castaños proyectaban sobre el sendero a la falda del Padrón de Atienza. Media hora llevábamos de paseo, cuando advertí que de la parte de los altos de Barahona venía una nube parda con visos amarillos en sus rebordes desgreñados; avanzaba como fúnebre cortina que sólo cubría parte del cielo, pues hacia el Oeste brillaba el sol. La nube pareciome de las que traen mala intención, y esta sospecha fue confirmada por el sonar lejano de truenos hacia el Este. Felizmente llevábamos a prevención paraguas y sombrillas, y no faltaban por allí casitas en que guarecernos en caso de aguacero. «Me alegraré de que llueva», dijo María Ignacia, que de su mal humor se consolaba con las displicencias de la atmósfera, o en estas vio perfecta imagen del estado de su espíritu. Que la nube nos estropearía la tarde quitándonos el regocijo de la merienda, ya no podíamos dudarlo viendo los goterones que nos mandaba el cielo, y que caían estampando en el camino redondeles como piezas de dos cuartos. No tardó en deslumbrarnos un relámpago que de lo más próximo de la nube venía, y con el trueno que a poco retumbó, echonos el cielo una rociada de agua y viento   —64→   que no nos dio tiempo a buscar abrigo. Ruidos en lo alto anunciaban estragos mayores; la lluvia era como un sin fin de látigos que nos azotaban. Rosarito se amparó tras una peña; guarecidos mi mujer y yo bajo una encina, vimos que empezaban a caer con las gotas confites de hielo, que tal parecía el granizo, primero del tamaño de cañamones, luego como garbanzos. Las exhalaciones, difundiendo en todo lo que alcanzaba la vista repentina claridad lívida, nos deslumbraban. «¿Tienes miedo?» pregunté a mi mujer; y ella me respondió: «Ninguno; que caigan las piedras como castañas es lo que deseo».

Sobrevino una clara, y quise aprovecharla para llegar hasta un caserío que veíamos a tiro de fusil. Emprendida la marcha, ¡María Santísima!, y cuando no habíamos andado un tercio del camino, estalló sobre nuestras cabezas formidable estruendo, y fuimos azotados de lluvia y piedra, que ya superaba el grandor de las avellanas. Apretamos el paso, defendiendo nuestras cabezas de los coscorrones del cielo, y pudimos alcanzar la casa más próxima en un momento verdaderamente angustioso, pues al llegar al amparo del edificio, ya eran nueces lo que con estruendo y vibración del aire caía... Ante nosotros corrían los cerdos, las cabras, ávidas de refugio; corría también Rosarito con las faldas por la cabeza; y cuando llegamos jadeantes, apedreados y hechos una sopa, vimos que bajo el ancho balcón de la casa unas veinte   —65→   o treinta mujeres, algunas con sus críos en brazos, puestas de rodillas en actitud luctuosa, invocaban al cielo con lamentos desgarradores, mezclados de oraciones, y con súplicas que en algunas bocas se trocaban en blasfemias. Nunca vi espectáculo más lastimoso, ni oí voces que más hondamente me sorprendieran y aterraran... Como si el cielo, benigno en su fiereza, hubiera esperado a que estuviésemos en salvo para descargar sobre la tierra toda su ira, la terrible lapidación tomó fuerza aterradora: las piedras, cayendo en espesa lluvia, eran ya como huevos, y el suelo se vio pronto cubierto de aquel blanquísimo material. Algunas, como proyectiles lanzados por furibunda mano, rebotaban al caer y salpicaban en pedazos angulosos, estallando como rotos vidrios, y a la caída sonaban como un chasquido de huesos o de bolas de billar. Al compás de la furiosa pedrea crecía el gran vocerío de las mujeres, roncas ya de tanto pedir misericordia. A la Virgen invocaban unas creyéndola más compasiva, otras a San Roque, a San Antonio, o a la Santísima Trinidad, que era lo más seguro, y alguna voz que empezó rezando el Padrenuestro, lo acababa diciendo: «¡Señor, Señor, que esté una trabajando todo el año para que venga una cochina nube de ese cochino cielo a quitarle a una lo ganado!»... Y por otra parte oíamos: «Santos, ¿qué jacedes que esto consentides? Mala peste con vos y con el cura que no echa las aconjuraciones»... «Virgen del Pilar, acude   —66→   pronto acá y libranos»... «San Roque, ¿a dónde vos metéis, santico, que estos cielos dejáis a los demonios?»... «Padre nuestro... todo perdido, todo arrasado... venga a nos el tu reino... mi patatal que estaba como un verjel de Dios, y ahora... el pan nuestro... Perdición, Señor, perdición y vengan rayos»... «Jesús, Jesús, ¿aónde estás metío, señor Jesús de la cruz a cuestas?»... «Tiran coces los ángeles, y aquí nos mandan los cascos del pavimento celestial»... «Virgen, para, para; ya no más... que nos morimos»... «¿Quién da patás en el cielo, y quién descuaja los afirmamentos y nos echa encima too este vridio?»... «¡Malhaya quien trabaja, malhaya quien trae criaturas al mundo! Santo Jesús, ¿no diz que sodes Pastor? ¿Por qué matas tu ganado? ¡Trocarte has en labrador para que no mandes truenos, ni esta encandilación de tufo de azufre, ni estos cantos de dos libras!»... «¿Qué pecado hicisteis, patatas mías; en qué habedes faltado, judías, tomates y lechugas?»... «Apóstoles y mártires, ¿qué enfado tenéis? Semos pobres, trabajamos para vivir, y nos dejáis en los huesos. Pelados huesos, ya no tenéis sino hebras de carne, y estas hebras los perros de la contribución vendrán a quitárnoslas. El niño no saca de nuestros pechos más que amargura, y el marido, si no le dan vino, quiere que seamos burras para el trabajo»... «¡Malhaya el mundo, malhaya el trabajo, ábranse las sepulturas!»...«¡Justicia caiga sobre los malos, no sobre los pobres, que meten su alma en la tierra!»...   —67→   «Virgen pura, Madre nuestra, líbranos de todo mal perverso, quítanos el rayo y la piedra, amén, y guarece nuestros campos, amén, amén, amén».

En su consternación, no faltaron a la cortesía las espantadas mujeres, y nos abrieron paso. El amo de la casa nos dio un buen acogimiento en el lugar de más respeto, que era la cocina. Mi mujer contemplaba, por un estrecho ventanucho, el tremendo caer de piedra, y se divertía viendo a Rosarito y a los chicos correr en busca de los mayores guijarros de hielo y traerlos para que les tomáramos el peso. Algunas mujeres se recogieron junto a nosotros, enumerando con febril palabra los estragos causados por el temporal en sus huertos y plantíos. «¿Pero será verdad que lo habéis perdido todo?» -les decíamos. «Sí, señor Marqués y Marquesa, todo perdido, todo arrasado. Trabajamos para la nube, que se come nuestro sudor en tan intanto que se reza un credo. Lo mismo fue hace tres años... La contribución, que nos la pidan a tiros, como el cielo nos afeita el campo a pedradas». Por disposición de Ignacia, Tomasa y Rosarito repartieron entre aquellos infelices el contenido de la cesta, y fue muy interesante ver cómo en breve tiempo las bocas de algunas mujeres y de los chicos dieron cuenta del copioso repuesto. El generoso aldeano que nos albergaba mandó recado a casa, a fin de que viniesen con socorro de vestidos para mudarnos. Despejose el cielo a las seis, y salieron   —68→   las labradoras a buscar a sus hombres y a medir el aterrador destrozo de sus campos.

Vino a poco el Alcalde con el secretario Zafrilla y gente de mi casa para conducirnos al pueblo, como si fuésemos náufragos o aeronautas caídos de las nubes, y aunque en ello había más oficiosidad y adulación que justificado servicio, lo agradecimos. Mudados de ropa y puestos en camino, díjome Salado que, sabedor de nuestros caritativos sentimientos en pro de los refugiados en el Castillo, había dispuesto que se les dejase salir libremente, dispensados de los honores de la Guardia civil, y socorridos por cuenta del Ayuntamiento hasta Guadalajara. A esto dijo María Ignacia, reiterando su gratitud al Alcalde, que no bastaba permitirles la salida, sino obligarles a que salieran, antes hoy que mañana, pues tal gente vaga y sin oficio conocido no era el mejor ejemplo para un pueblo tan honrado como Atienza. En ello convinimos todos, y a este punto encontramos a Taracena presuroso, que también quería coadyuvar a nuestro salvamento. Mi mujer se adelantó con el cura, y Zafrilla con Rosarito, llevando de batidores a los expedicionarios de menor cuantía, y Salado y yo, a retaguardia de la caravana, charlamos un poco sobre la calidad y circunstancias que creíamos ver en los Ansúrez. Según D. Manuel, el padre es inteligentísimo en toda labor agrícola, y conocedor de cuanto hay en la   —69→   Naturaleza, hombre de bien, en el fondo, pero echado a perder por las desgracias, por su descuido y falta de orden, y mayormente por la índole perversa de sus hijos, que si eran malos de suyo, la miseria los hacía peores. De Lucila no dijo más sino lo que ya sabíamos, que era una magnífica hembra. ¡Lástima que el padre no la vendiera! Venderíanla quizás sus hermanos si pudiesen, o esperarían unos y otro a llegar a Madrid, lugar de ricos compradores, que saben apreciar el ganado de calidad superior y no regatean su precio. «¡Vaya una res, compadre! -decía un poquito encandilado de ojos, parándose ante mí en mitad del camino-. Y puedo dar fe de que si mucho le falta de ropa, otro tanto le sobra de orgullo. No he visto mayor recato, ni menos tela en lo que debe taparse.

-Es que ahora viaja en calidad de estatua, y como tal estatua no repugna el desnudo, ni se deja querer.

-Pues no es de mármol ni de talla, Don José mío, que ayer le pude echar un pellizco y... Por poco me pega... Cuando llegue a Madrid, si antes no la roban, tendrá que ver esa ninfa después de un buen lavatorio.

-Yo me la figuro lavada y bien vestida, y... me parece que pierde, quiero decir que estará menos bella.

-¡No, por Dios, D. José...! Yo me la imagino con ropa, y francamente...

-Vamos, le gustaría a usted ponerle ropa.

-Naturalmente, para quitársela».

  —70→  

No pudimos seguir porque mi mujer retrocedía con Rosarito, llamándome. Inquieto corrí hacia ella, entendiendo que se sentía mal. «¿De qué hablabais? -me dijo colgándose de mi brazo-. ¿Por qué se iban quedando atrás y a cada ratito se paraban? Alcalde, ¿podrá decirme qué cosas de tantísimo interés le contaba usted al marido mío?

-Señora -replicó Salado prontamente-, le hablaba de establecer en Atienza una fábrica de jabón.

-¡Jabón! ¿Y a quién quieren lavar? ¡Valientes pillos están ustedes! Vayan por delante y no se aparten mucho. Que yo los vea... Y cuidado con secretearse. Ya saben que por lejos que se pongan, yo todito lo oigo... y nada se me escapa, ¡cuidadito!».




ArribaAbajo- VII -

Es Salado un trucha de primera, si falto de autoridad y luces para el gobierno de la ínsula concejil, sobrado de marrulleras habilidades para los enredos de campanario y los empeños de su egoísmo. Servicial y deferente con los poderosos y con todo el que ayudarle pueda en su privanza política, guarda sus rigores de ley y sus asperezas de carácter para los humildes sometidos a su vara, por una punta más dura que roble, blanda por otra como junco. Nada teme de los de abajo, infeliz rebaño de hombres   —71→   sencillos, más embrutecidos por la miseria que por la ignorancia, los cuales bajo el falso colorín de una Constitución que proclama y ordena franquicias mentirosas, gimen en efectiva esclavitud. Nada teme tampoco de los de arriba, con tal que en la votada saque el candidato que se le designó, y se constituya después en agente o truchimán del diputado, del jefe político y del ministro, cualesquiera que sean los caprichos contra la ley o antojos contra la justicia que inspiren los mandatos de estas insolentes voluntades. Fuera de las infamias propias del oficio, que pocos ven, porque los que trabajan y sufren están ciegos, insensibles, y los que tienen luces y algún dinero huyen de los pueblos para refugiarse en Madrid, donde lo espacioso de la jaula garantiza relativamente la libertad y la dignidad cívica; fuera de esto, digo, Salado puede figurar entre los hombres corrientes, simpáticos, agradables, tan dispuestos para un fregado como para un barrido. Casado y con hijos, es mejor padre que esposo, y mejor Alcalde para sí que padre para el pueblo que administra.

Sigo contando. Cerca ya de la Puerta de Antequera, salió el sacristán de San Gil, apodado el , a contarnos la más lastimosa ocurrencia entre las innumerables, cómicas y trágicas, que produjo el pedrisco. Pasando por alto las gallinas y pollos ahogados, el cerdo que perdió el uso de la palabra, quiere decirse del gruñido, la burra que en los momentos de pánico se metió en   —72→   la iglesia y no paró hasta la sacristía, la desaparición de cabras, cabrones y carneros; omitiendo asimismo la rotura del brazo de la Tía Mortifica, las descalabraduras de otras viejas, las caídas de ancianos y tullidos que por su calidad de pordioseros representaban menos valor que los animales, puso el narrador toda su labia en referirnos el grave estropicio de D. Ventura Miedes. Bajaba el benéfico sabio de socorrer a los Ansúrez (y consta que les llevó tres libras de peras y una botella de tostadillo), cuando fue sorprendido del temporal, y si él apresuraba el paso para evitar la lluvia y los coscorrones, más prisa se dieron las piedras en caer furiosas, creciendo de volumen a cada segundo. Arrebatado de su cabeza el sombrero por una racha, fue a parar a la veleta de la torre de la Trinidad. Hallábase el pobre D. Ventura en lo más desamparado del cerro, sin ver en derredor suyo árbol ni cueva, ni pedazo de muro en que guarecerse, y en esto las piedras como huevos de gallina, de los de dos yemas, le caían sobre el cráneo y las sienes, aporreándole sin ninguna compasión. Una, mayor que las demás, como huevo de pava, le dio con fuerza y se rompió en cascos de hielo; vino luego un canto que más bien parecía ladrillo, y al tremendo golpe perdió el sentido D. Ventura, y cayó rodando por el suelo hasta dar en un hoyo, donde aún el cielo despiadado siguió apedreándole como los gentiles a San Esteban.

  —73→  

Presenciaron esto desde el pórtico de Santa María unos mendigos; mas no pudiendo socorrerle, dieron voces, que con el estrépito de la granizada oír no pudo ningún cristiano. Pasado había la tormenta y ya lucía el arco iris, cuando fue descubierto el infeliz Miedes hecho un ovillo entre montones de granizo, y le recogieron medio helado y casi difunto, llevándole a su casa en una burra, a la manera de los sacos que van al molino, la cabeza cayendo por un lado, los pies por otro. Visto y examinado del médico D. Pascual Pareja, dijo este, según nos refirió el , que las abolladuras hechas en el casco por las piedras eran de cuidado; pero que la mayor gravedad estaba en los propios sesos, de la conmoción y el derramen. Grande fue nuestra pena por el accidente del anciano sin ventura. Ignacia me dijo: «Día que empezó tan mal no había de concluir sino con esta sarta de calamidades horrorosas».

Habríamos corrido a casa de Miedes si no estuviese muy cerrada ya la noche y no sintiéramos tanta prisa de vernos junto a mi madre. En casa, el fenómeno meteorológico no había causado ningún desperfecto grave. Describiendo con pintoresco estilo la lluvia de piedra, mi madre nos dijo que creyó ver la espadaña de San Juan volando por los aires y estrellándose sobre nuestro techo. Cenamos, y María Ignacia, rendida del cansancio, se durmió con sueño tranquilo, Por la mañana despertó gozosa, poseída de un cierto   —74→   ardor de beneficencia, y me propuso socorrer a las víctimas del temporal. «¿Y de los del Castillo qué se sabe? -me dijo risueña-. A esos no los parte un rayo. Si se van hoy, debemos favorecerles, y fuera de aquí arréglense para vivir con las mañas que usan; que llevando algún dinero serán mañas menos malas». Pareciome esta observación la propia sensatez, y sobre lo mismo hablábamos después del desayuno, cuando nos avisaron que el Sr. Ansúrez, a punto de partir, quería despedirse de nosotros y darnos las gracias. No quisimos hacerle esperar, y encontramos al celtibero, secundum Miedes, con uno de sus hijos en la cocina, donde ya mi madre nos había tomado la delantera, llevando dos hogazas, un manojo de cebollas y un cesto de ciruelas, para obsequiar a la trashumante familia. Por cierto que en aquella segunda entrevista, hubo de parecerme aún más gallarda que en la primera la figura del viejo Ansúrez, y su rostro más impregnado de exquisita nobleza. Sus elegantes actitudes no desmerecían con la pobre vestimenta del coleto burdo, el remendado calzón y las abarcas de cuero. Su afable sonrisa, su despejada frente, sus cabellos blancos, todo el conjunto de su vejez vigorosa me hacían el efecto de ver reproducidos en él los caballeros de remotas edades, que seguramente no irían mejor vestidos, ni hablarían con más entonada y cortés gravedad. Su hijo Gonzalo, que en realidad veíamos por primera vez, pues en nuestra visita de la mañana   —75→   anterior dormía, era una hermosa figura juvenil, el rostro ennegrecido, los ojos con llamas, la mano poderosa, el desplante galán y altanero.

«Queremos -dijo el padre sin extremar la inclinación del cuerpo-, despedirnos de Sus Excelencias y ofrecernos para cuanto hayan menester de nosotros en estas o quellotras tierras... Manden lo que gusten, que si por nuestra pobreza no podemos servirles en acordancia con lo que son Sus Mercedes, válganos por lo chico del servicio lo grande de la voluntad».

A mi pregunta de si pensaba la tribu trasladarse a Madrid, contestó que él trataba de mantener a toda la familia en un haz y llevarla por un solo rumbo; pero que esto no sería fácil, y tendrían que dispersarse tomando cada cual por los caminos a que le llevasen sus diferentes querencias. «A todos mis hijos -prosiguió-, ha puesto el Señor mucha sal en la mollera, tanto que del rebosamiento de tanta sal han venido sus desafueros y las maldades de algunos. Y con la sal abundante les puso el Señor inclinaciones fuertes, a cada cual para lo suyo. A Gonzalo, que está presente, le tira la milicia, pero la milicia libre, que no hallará mientras no salten otras guerras como las pasadas; a Diego le tira la mar, de quien se enamoró en cuanto la vido en la salida del Ebro por los Alfaques, y tanto es su amor de las aguas, que en ellas se metería dentro de un zapato para ver toda tierra descubierta o por   —76→   descubrir; a Gil le llama el mando, la guapeza, y no es capitán de bandoleros, porque eso no trae cuenta con tanta Guardia cívica que tenemos ahora; a Leoncio le tira la cerrajería fina, o sea el amañar armas de fuego, y llaves tan sutiles que con ellas no pueda cerrar y abrir quien no tenga el secreto; y si de Rodriguillo no diré, por razón de su corta edad, que está ya bien clara la inclinación, pienso que le tira la música, o el arte de sacar coplas y de componer lo prosaico con buena concordancia. Si unos irán con gusto a Madrid, otros quieren más campo, más aire y espacios grandes. De mí digo que me tira Madrid, porque habiendo padecido trabajos y agonías debajo del trillo, que con esto comparo al Gobierno y Fisco que nos aplastan, antes que ser la espiga que está debajo, quiero ponerme donde va el trillador, y ayudarle a llevar la máquina, si me dejan. Créanme los señores excelentísimos: mejor que ser la liebre guisada, es ser el cocinero que la guisa, ya que no sea uno el rico que se la come. Feo y mal mirado es el oficio de verdugo; pero vale más ser ejecutor de la justicia que ajusticiado. Labrador fuí, y los mejores años de mi vida me los entretuvo y gastó el amor de la tierra; mas desengañado ya y harto de fatigas sin fruto, digo: «¡Adiós, tierra, con doscientos y el portero!»... A mí me han molido, me han zarandeado, y me han quitado una y mil veces lo que gané con mi sudor. Déjenme ahora maldecir y renegar del diezmo, de la primicia,   —77→   del voto de Santiago, del apremio, del montonero, del embargo, de la mano muerta, de la mano viva. ¡Arre allá por cepas! Más vale saber que haber. Váyanse al demonio el alcalde, el jefe político, el regidor decano, el síndico personero, el agente de apremios, el recaudador, el fiel de fechos, el escribano, el alguacil, el del fielato, el pontonero, y cuantos tienen autoridad del Ministro para abajo. Pues ahora quiero yo vengarme, o como se dice, ponerme encima, y ya que mis espaldas saben a lo que saben los golpes, sepa también mi mano a qué sabe tener el palo, y con el palo licencia para pegar de firme.

-Comprendido, Sr. Ansúrez -dijo mi madre risueña-: lo que usted quiere ahora es un destinito. Vaya, vaya: es tonto y pide para las ánimas.

-Destino tendrá -afirmó María Ignacia, que encontraba graciosas las cuitas y las ambiciones del buen Ansúrez-. Y si, como dicen, es usted leído y escribido, bien podrá entrar en una oficina.

-Más que oficinante, me gustaría ser guarda de Sitios Reales, administrador de un pósito... verbigracia, o almacenero de los tabacos de Su Majestad.

-Vaya, vaya -dijo mi madre-; aquí viene bien lo de aún no ensillades y ya cabalgades. Pepe, ya puedes recomendarle...».

Preguntado si tenía relaciones en la Corte, o si en su larga vida había hecho conocimiento con alguna persona de viso, que   —78→   ahora le pudiera favorecer, contestó que su estrechez y desgracia no le han traído más que conocimiento de gente miserable, pues por algo se dice: en cama angosta y en luengo camino no hallarás amigos.

En este punto de la sabrosa conversación, precipitose mi mujer con esta pregunta: «Ya sabemos que a uno de sus hijos le tira el mar, a este la milicia, al otro la música, a usted le tira Madrid; ¿y a su hija Lucila, qué le tira?

-Mi hija tira al monte, quiero decir, a las grandezas -replicó el viejo-, como si de padre y madre coronados hubiera nacido esa criatura; y aunque Sus Mercedes la ven tan extremada en el trajín pobre, vistiéndose por la moda de las imágenes, es que gusta de pintar la grandeza con la rematada pobreza, por aquello de parezco nada para serlo todo... Tiene buen natural, eso sí, y a compasiva no le gana ni Santa Leocadia... Pero yo quisiera que si vamos a Madrid, encontráramos para Lucila un buen recogimiento al lado de señoras maduras y sentadas que la enseñaran la gobernación de casa humilde, y le quitaran de la cabeza la idea de que vuelven al mundo las hembras guapas de la idolatría... no sé explicarme...

-Lo entendemos muy bien -observó mi madre-. Esa niña de usted, según me dicen, es como si viniera de gentiles, o nos quisiera traer la moda del tiempo en que eran vivas las estatuas... ¡Buena pécora será la muchacha si no la curan de esa manía!... Pero mis   —79→   hijos le darán a usted cartas de recomendación para que en Madrid halle donde colocarla honestamente».

Esta idea sugirió a mi mujer el propósito de formular las recomendaciones inmediatamente, ansiosa de mirar por la errante familia. Sus nervios disparados no admitían espera, y que quieras que no, tiró de mí y arriba me llevó para que escribiera las cartas. «¿Pero a quién he de escribir, mujer?...

-A tu familia, a tus amigos, a Eufrasia, a tu hermana Catalina...

-Creo -le respondí-, que recomendándola a mi hermana no será preciso molestar a nadie. Lo que no haga Catalina no lo hará ni el propio Narváez».

Obediente al caprichoso estímulo de María Ignacia, forma de un recelo que locamente la inquietaba, cogí la pluma y empecé la carta. Mi mujer miraba por encima de mi hombro lo que yo escribía; y viéndome indeciso en los términos de recomendación, me apuntó resoluciones y fines concretos: «Diles claramente, y encárgales con gran interés, que la metan monja.

-Pero, mujer, falta que tenga vocación.

-La vocación se hace... ¡Qué tonto eres! Monja, monja, que no hay como la disciplina del claustro para domar a estas que dan en la flor de vestirse por los figurines del Paraíso Terrenal. Así evitará su perdición y la de muchos hombres. Ponlo, ponlo bien claro... Que nos interesamos por esa joven;   —80→   que deseamos su ingreso en un convento de regla muy estrecha...

-¡Pero si no tiene dote, y ya sabes que sin dote es difícil...!

-Yo la dotaré. Ponlo clarito: eso hace mucha fuerza».




ArribaAbajo- VIII -

Pues Señor, escribí la carta conforme al deseo de mi mujer, y cuando bajamos y la dimos al interesado, Taracena, que a la sazón llegaba, vaticinó al viejo Ansúrez y a su hijo dichas y grandes medros por nuestra protección. «No han tenido poca suerte en caer acá -les dijo-, y en la coyuntura de hallar en Atienza a los señores Marqueses. Digan que les ha venido Dios a ver, porque de estas gangas caen pocas.

-Ya lo sabemos, y yo doy gracias a Dios por esta bienandanza -replicó Ansúrez-; que después de tantas perrerías de la suerte, alguna vez habíamos de pelechar. Y la dicha será completa si Su Excelencia pone en la carta, a más de lo tocante a la hija, alguna buena exhortación para los señores que podrían colocarme.

-Pepe, hijo mío -dijo mi madre-, puesto ya en eso del recomendar, escríbele a Sartorius, o al propio D. Ramón Narváez».

A esto observó María Ignacia que si mi hermana tomaba bajo su santa protección al   —81→   buen Ansúrez, no necesitaba este de nadie, pues los mismos San Luis y Narváez con todo su poder de relumbrón, quedan hoy muy por bajo de Sor Catalina y de las otras monjas sus compañeras, las cuales, a la calladita, llevan su influjo a todos los ramos, y a la mismísima Superintendencia de Palacio y Sitios Reales.

Oyó esto con viva satisfacción el padre de la tribu, y D. Juan Taracena, dándole una palmadita en la rodilla, le dijo: «Alforjero te llaman, no porque las haces, sino porque las llevas; bragado, porque no hay quien te tosa; hidalgo, porque lo pareces. Tú te abrirás camino, y como las monjas interesen por ti a Narváez, cuéntate colocado». Y volviéndose a nosotros, agregó: «¡Quién sabe si el Espadón, con ese ojo certero que tiene para descubrir aptitudes, encontrará en este viejo ladino y fuerte el auxiliar de sus grandes ideas!

-Señor clérigo, no se burle de estos pobres -murmuró Ansúrez con humildad que no debía de ser muy sincera.

-¿Qué idea tiene usted de Narváez? -le pregunté yo-. ¿Cree que si se presenta al General con carta o recadito de mi hermana, pidiéndole un destino, le recibirá bien, o te dará un sofión, que bien podría ser un par de palos?

-Señor -replicó Jerónimo prontamente-, creo que me dará los palos... y después de los palos el destino que se le pida.

-Vamos, que no le falta penetración. ¿Ha visto a Narváez alguna vez?

  —82→  

-No, señor; pero por lo que oí contar de ese sujeto, tocante a sus guerras y a la política, he venido a conocer que el hombre es fuerte y bueno, que pega y favorece.

-¡Sopla, sopla, que vivo te lo doy! -dijo el Cura sacudiéndose los dedos como quien se ha quemado-. Pues no afila poco el tío. Basta de examen y démosle la borla de doctor in utroque. Váyase pronto a Madrid, alforjero, que si no le falta alguna cualidad de las que son precisas para vivir entre gentes, pronto encontrará su acomodo... Y como los hijos salgan al papá, no es floja la plaga que va a caer sobre la Administración Pública.

-Y si conforme llega cansado y viejo -observó mi madre-, llegara en la flor de la edad, lo que es este se metía en el bolsillo a todo el Madrid pretendiente.

-No me hagan mofa, señora y caballeros. No es sino que por luengos años estudié en el mejor libro del mundo, que es la tierra. Sé cómo viene el fruto, y cómo se pierde; sé que una cosa es sembrarlo y otra comerlo, y de dónde salen las manos que cogen lo que no sembraron. Pues con estas lecciones y experiencias, y con la continua desgracia, que a los más torpes nos hace abrir el ojo, acaba uno por saber más que Merlín».

Como le echase mi madre un sermoncillo cariñoso, haciéndole ver que no hallaría la fortuna fuera de los caminos de la virtud, de la honradez y del santo temor de Dios, el patriarca celtíbero se sacudió las moscas   —83→   con esta donosa frase: «Yo quiero ser honrado; siempre lo he querido; pero ¿quién es el guapo... a ver, que salga ese guapo... que ajusta y acorda el querer con el poder? Y yo digo también a los señores: el que de Vuestras Excelencias, grande o chico, sepa y pueda vivir entre tantísimas leyes divinas y humanas sin poner el dedo en la trampa de alguna de ellas para escaparse, que me tire todas las piedras que encuentre encima de la haz de la tierra.

-Yo se las tiraría -dijo mi madre con profunda convicción-, si la doctrina cristiana que profeso, sin trampa, entiéndalo, no me prohibiera descalabrar a mis semejantes».

Reímos todos esta sincera y valiente salida; riose también Ansúrez, y despidiéndose muy agradecido del bien que le habíamos hecho (añadidos a la carta y hortalizas algunos dineros), salió de casa con su hijo. Según mi criado Francisco, que acompañó a la tribu hasta la salida del pueblo, partieron todos antes de mediodía... Acabando nosotros de comer, vino el Alcalde con el triste cuento de que el bonísimo Miedes iba de mal en peor, por lo cual el médico había mandado que le sacramentaran. Si sobrevenía la muerte, cosa muy de temer en su edad y con aquel endiablado achaque cerebral, cogiérale prevenido y bien aligerado para el final viaje. Por deseo de ver y consolar al pobre señor, y suponiendo además que carecería de lo más necesario, resolvimos visitarle mi   —84→   mujer y yo. Mi madre, que es la misma previsión y no pierde ripio para sus actos de caridad, nos advirtió que despacharía por delante, y así lo hizo, un buen codillo de jamón y obra de dos libras de carne, porque el puchero que tendría puesto la Ranera habría de dar caldos de los que sirven para bautismo de cristianos.

Vivía el buen Miedes en el barrio más pobre, más excéntrico y solitario de Atienza, en antigua y fea casa del primer recinto, apoyada en el muro de base celtíbera, romana o agarena. La distancia no larga que la separaba de nuestra vivienda, nos pareció enorme por la desigualdad de rasantes y el empedrado inicuo, reproducción exacta de los pavimentos del Purgatorio. En la soledad lúgubre de aquella parte de la villa, las casas son como tumbas abiertas, deshabitadas de muertos, y que se arriman unas a otras para no desplomarse. Preguntando a unos niños que pasaban comiéndose el pan de la merienda, dimos con la morada del sabio. Un zaguán largo y estrecho, de empedrado piso con hoyos, conducía de la puerta a la cocina, dando ingreso por izquierda y derecha a diferentes estancias, la cuadra con pesebre vacío, el camarín de la Ranera, y algo más que no vimos: una escalera de palo sin pintar, de color sienoso, como teas que piden lumbre, y festoneada de telarañas, conducía desde el zaguán al salón alto, que era en una pieza biblioteca y alcoba, separadas hasta media pared por tabique de mal juntas   —85→   tablas que nunca vieron pintura, y sí papeles pegados, suciedades de moscas y otros bichos. Imposible describir el desorden de aquel local, émulo del Caos la víspera de la Creación. Los libros debían de ser semovientes, y en el silencio de la noche se pondrían todos en marcha, subiéndose y bajándose de estantes a mesas y del techo al suelo, como ratones sabios o cucarachas eruditas que salieran a pastar polvo. Los grandes estaban sobre los chicos, y algunos abiertos yacían hojas abajo sobre el suelo, mientras otros, hojas arriba, aleteaban subidos a increíbles alturas. No podíamos explicarnos cómo andaba el tintero con sus plumas de ave, acompañado de una pantufla, por los huecos de un estante vacío, mientras se arrastraba por el suelo el velón, entre dos tomos de las Antigüedades de Berganza con las hojas manchadas de aceite.

El otro departamento, dormitorio del sabio, era como trastienda o sacristía de la biblioteca, llena también de libros, que asomaban en montones desiguales por debajo de la cama, o servían apilados para colocar objetos pertinentes al servicio de alcoba. Allí vimos, entre las polvorientas masas de papel, un cuadro de pintada talla que me pareció pieza de mérito, un monetario, algunos trozos de cemento romano, y pedazos de mármol con inscripciones y garabatos ininteligibles. Y allí vimos también, como gusano dentro de su capullo, al gran D. Ventura, tendido en el lecho debajo de una colcha   —86→   que en su juventud fue blanca rameada de rojo, la cabeza casi invisible de los vendajes que la oprimían, los brazos fuera, vestidos de amarillenta lana, todo él con aspecto tan fúnebre, que al echarle la vista creímos que estaba ya muerto. Tras de nosotros entró la Ranera, señora de edad muy alta, con pañuelo negro liado a la cabeza, saya y jubón de estameña, los pies en abarcas, la cara como pergamino, los ojos, pitañosos de su natural, en aquella ocasión ribeteados del grandísimo duelo por la inminente defunción de su amo; y después de mirar al demacrado D. Ventura, que no remuzgaba ni se daba cuenta de nuestra visita, nos dijo sin recatarse de bajar la voz, como es usual etiqueta ante moribundos: «Muy malo está el pobrecito, y el rostril lo tiene ya como un terrón de tierra. Dende que cayó, no se le han vuelto a encajar en su sitio los sesos, que con los porretazos de la piedra se le desengonzaron, y ni come ni duerme, ni habla cosa denguna con juicio.

-¿Pero qué dice el Médico, señora Ranera; qué ha recetado? ¿Y usted qué dispone?

-¿Qué ha de recetar D. Pascual más que traerle la Majestad? Y tocante a comida, ¿para qué enciendo lumbre, si ya no le hace falta más que el pan del cielo, y este lo trae el Cura? Pues yo, que todo lo presupongo, vengo ahora de comprarle la mortaja, y no encontré más que una en casa del Pocho; pero tan corta, que no le llegará ni tan siquiera al tobillo, según es mi señor de   —87→   larguirucho... A pegarle voy un pedazo de estameña que tengo, del mesmo color franciscano, de una saya de mi difunta güela, y con ello quedará mi cadáver bien adecentado de pie y pierna».

En esto, y antes que pudiéramos expresar a la maldita vieja el horror que nos producía, despertó D. Ventura, o más bien se recobró un tanto de la somnolencia febril, y revolviendo en torno sus miradas, sin mover la cabeza, dijo con apagada voz de lo profundo: «Llevo lo menos seis días durmiendo, y ahora con tanto dormir no veo claro, ni me ayuda el discurso. Dime, Ranera: ¿quién son estas venerables personas que han entrado y me están mirando?

-Válgame Dios; ¿pero no conoce a los señores Marqueses?... Y ahora entra el señor Cura, que no podía venir en mejor coyuntura. Vea, señor, que no está ya para más visitas que la de D. Juan, ni para requilorios de comistraje y golosinas. Déjese de vanidades, y piense en lo que más le importa, que es la salvación. Apañado está si despide al Cura con cuatro bufidos, como esta mañana...».

Sin atender a lo que la Ranera decía, más bien como si no lo escuchara, volviose Miedes hacia el párroco, moviendo todo el cuerpo dentro de las sábanas como si intentara levantarse, y animándose de mirada y gesto, soltó la voz a estas peregrinas razones: «Curángano, ya te dije que no tenías para qué venir acá. Soy celtíbero: ¿no sabes   —88→   que soy celtíbero, de la familia de los Pelendones celtiberorum, que dijo el amigo Plinio, o más bien de los Turdimogos, que vivían de la parte del valle de Valdivielso?... ¿Y no es sabido que por el lado materno vengo del propio Cáucaso... y que mi abuela era de la familia de los Istolacios?... Soy Miedes, que es lo mismo que decir Cuerno... pero este cuerno no es otro que el símbolo de la inmortalidad... ¿Qué vienes tú a buscar aquí, curángano de Atienza, que es como decir Tutia? Yo nací en Numancia: digo, en Comphloenta... tampoco; digo, en Quintanilla de Tres Barrios, que es un pago de San Esteban de Gormaz... Yo no soy de tu Iglesia, pues soy celtíbero... Vete... Que te vayas... Señores Marqueses, llévenselo, si no quieren que le tire a la cabeza esta sagrada pantufla...».

Tratamos de sosegarle con cariñosas expresiones, y de traer a vías de razón su descarriado entendimiento: todo inútil. Con el Cura y con la Ranera no quería cuentas. Yo, a fuerza de perífrasis, logré de él alguna docilidad de pensamiento haciéndole comprender que no perdía nada con prepararse, sin que ello significara peligro de muerte, y cogiéndome la mano con la suya pegajosa y fría, me dijo: «D. José mío: porque usted no se enfade, me confesaré; pero que me traigan un druida, porque si no me traen un druida, ya ve usted que no puede ser... Es mucho cuento. Yo digo que cada uno vive y muere al son de sus creencias...   —89→   Yo adoro al Dios desconocido, y le tributo mis homenajes en el plenilunio... Tú, Juanillo Taracena, a quien he conocido mocoso y descalzo, con el calzón agujereado por las rodillas, trayendo leña y carbón del monte, tú no eres druida, tú no has cogido el muérdago... ¿Qué tengo yo que ver contigo ni con tu negra hopalanda?».

Opinó Taracena que no debíamos insistir. «Es un santo -nos dijo-, y si Dios le ha privado de juicio en esta hora última, será porque le tiene ya por suyo. Dejémosle, y si del descanso sale un ratito lúcido, le traeré fácilmente a la razón». Para ver si llevándole el genio se le despejaba la cabeza, le aseguró que él, sacerdote cristiano, era también druida, y que practicaba el rito celta en los plenilunios o fiestas de guardar. Después le habló de sus amigos los vagabundos Ansúrez, lo que fue gran despropósito, porque con este recuerdo y encadenamiento de ideas nuevas con otras rancias y arraigadas en el meollo del sabio, se disparó más y acabó de quitar el freno a sus furibundos disparates. «Tú, pastor Taracena -dijo con gran desvarío de miradas, trabamiento de lengua y agitación de manos-, me declaras la guerra, porque me has visto perdidamente enamorado de la hermosa Illipulicia, hija del rey Zuria o Zuri, que a mi parecer es familia que ha venido de la Troade, vulgarmente Troya, destruida por los griegos... Teucro engendró a Tros, y Tros engendró a Ilo, fundador de aquel pueblo,   —90→   al que dio el nombre de Ilium. De allí procede esta preciosa niña, quien de sus abuelos tomó el dulce nombre de Illipulicia, que es como decir Estrella del Reino. A esa divina estrella insultaste tú, clerizonte, diciéndonos que no se había lavado desde que a nado pasó el río Scamandro para venir aquí. Tú sí que no te has lavado, sucio, desde que te echaron el agua del Bautismo... Pues el bellaco de nuestro alcalde te dijo: «¡Juan, vaya una hembra! ¡Y es de la casta fina de amas de cura!». Tú te echaste a reír como un sátiro, y yo que oí estas infamias, resolví amar a Illipulicia y hacerla dueña de mi albedrío para defenderla contra vuestras artes seductoras... Atreveos, disolutos; acercaos, viciosos. Rabiad, rabiad, que vuestra no ha de ser, aunque vengáis con todas las redes y anzuelos infernales... Los cuernos del dios Ibero la protegen... y el cuerno sacro soy yo, yo, Buenaventura Miedes. Illipulicia es la virginal sacerdotisa, la diosa casta, en quien está representada el alma ibera, el alma española... Ella es mi dama, o como quien dice, mi inspiración, o llámese musa, y siendo ella el alma hispana y yo el historiador, engendraremos la verdadera Historia, que aún no ha salido a luz. Y como la Historia es la figura y trazas del pueblo, ved a Illipulicia en la forma de pueblo más gallarda... Sabed que todo pueblo es descalzo, y que la Historia es más bella cuanto más desnuda, y cuanto menos etiqueta de ropas ponemos sobre su cuerpo...   —91→   Con que, vedme aquí enamorado de ella, y rejuvenecido con este amor. Rabiad, vejetes caducos, de verme tornado a la mocedad florida... Soy un joven lozano y fresco...».

Por señas me indicó Ignacia que no podía resistir más tiempo ni aquella atmósfera nauseabunda, ni el espectáculo de tanta miseria unida a tan lastimosos extravíos de la razón. Salimos a respirar aire puro, y paseamos por las calles visitando y admirando una vez más las incomparables iglesias románicas de la villa, reliquias espléndidas y tristes que nos hablan poético lenguaje. Ya conocíamos las bellezas de Santa María y la Trinidad: empleamos la tarde en explorar los mutilados restos de San Bartolomé y de San Gil, no sin que amargara nuestros goces el melancólico recuerdo de D. Ventura, porque de él habíamos aprendido a entender y saborear el divino arte de aquellas piedras.



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