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ArribaAbajo- XII -

Prole del pampero


Salía Luis María de su «ranchejo» todo mojado y entumecido, con dolores recios en piernas y brazos, cuando Esteban presentósele delante trayendo los caballos del diestro.

Listo estaba ya el suyo, con su carguío correspondiente, y venía a aderezar el de su amo.

A pocos pasos ardía un buen fogón, en el que se calentaba el agua para el «mate», y se doraba un trozo de carne en asador de madera. El vivac incitaba de veras a aproximarse con su llama viva, bajo la atmósfera helada y nebulosa de una mañana cruel.

-Almuerce, señor, que ya van a tocar marcha -dijo el liberto.

-Verdad que me he dormido un poco más de lo necesario. ¡Ensilla pronto!...

El negro se sonrió, echando con rapidez las prendas del recado sobre el lomo del caballo, a medida que las iba extrayendo de la covacha o madriguera; por manera que, antes que el joven hubiese llevado el primer bocado a sus labios, ya su operación estaba al terminar.

-¿Durmió bien el señor? -preguntó a mitad de su diligencia. El suelo está como laguna, y el aire corta...

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-Bien!... ¿Y a ti, te ha ido lo mismo?

-Sí, señor. Dormí, y vigilé.

-Dormirías con un ojo.

-Con haber cerrado sólo uno, hallé al levantarme que me faltaba un «bozal» con «maneador».

-No verías por la niebla -repuso Luis María, tentado de la risa. ¡Ya me figuro cómo será tu sueño con un ojo en blanco, negro!... Traeme las espuelas que he dejado ahí, en ese pantano. ¡Todo el cuerpo me humea!

Trajo Esteban las espuelas, y se las puso.

En tanto lo hacía, dijo:

-Esa gente del Iguá, señor, es más despierta que lince... También me han soliviado una libra de azúcar, por lo que su merced tiene que tomar el «mate» cimarrón...

-No te preocupes de eso, y deja que disfruten esos buenos patriotas. Podemos pasarlo sin azúcar uno o dos días. De mi rancho, ¿falta alguna cosa?

-Nada, señor: ¡ni la cantimplora!

Sonrióse el joven, pensando en sus adentros: -Cuaró parece honesto.

Siguió almorzando en silencio, sin poner atención a las murmuraciones del negro que se desfogaba a solas contra los «zorros nocturnos que robaban guascas y azúcar»; y, cuando se incorporaba con la intención de lavarse rostro y manos en algún charquito de agua clara, el clarín tocó a caballo.

Luis María montó en el acto, marchando a incorporarse a su jefe.

Cuaró le salió al encuentro, y reuniéndose con él, a la cabeza de la columna ya en formación, díjole:

-No aclara, teniente.

Miró el indígena hacia arriba, y contestó con indiferencia:

-Iguá23. ¡Ahora vamos a los «yatays», amigo, a buscar pólvora; allá, cerca no más!...

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Y tendió el brazo hacia una gran loma que se percibía, formando línea con el horizonte del frente.

-Se acabó el «butyhá» -prosiguió muy bajo, y sonriendo-; pero hay lanzas y balas. ¿No sabés, hermano?...

-No sabía.

-Sí, que están en los «yatays»... Después venimos donde los intrusos, y déle...

Cuaró hizo una mueca, produciendo con los labios como un zumbido lúgubre. Luego se rió, mirando al joven con cierta expresión de cariño.

Álvarez de Olivera jinete en un lobuno de alzada, solo, algunas varas delante, con el rostro oculto por el cuello del poncho, movióse en ese momento; y la columna rompió la marcha al trote, en la dirección indicada por Cuaró.

Esta marcha que debía ser firme y sostenida, inicióse entre ruidosas manifestaciones de alegría, propias del miliciano, cuando la lluvia ha cesado de formar cascadas en las haldas de su poncho, y aunque la atmósfera se presente siempre de un tinte amenazador; pero, dado lo duro del trote, a las dos horas de jornada, las voces y las risas habían disminuido -dominando ya casi en absoluto ese ruido monótono que produce en el terreno húmedo el golpear incesante y piafar de la caballería rendida a su vez en parte por la fatiga y la carga.

Algunas leguas se habían recorrido, dejándose unas veces a un flanco sierras escabrosas, a otro valles y bañados, y pasándose a nado fuertes arroyos. La loma que había señalado Cuaró a su compañero, seguía extendiéndose al frente sin mostrar su límite; por lo que díjole él:

-¿No era que los «yatays» estaban cerca, Cuaró?

-Así es. En el bajo están, amigo.

No insistió más Luis María; acomodóse del mejor modo en su «recado», retemplóse con un sorbo del «chifle» que le alcanzó Esteban -que iba muy de camarada con el alférez del primer escalón-, invitó a Cuaró con otro, y se propuso imponerse al cansancio hasta divisar el llano apetecido.

Poco después del medio día, un viento recio y frío empezó a soplar silbando en las quebradas lejanas; la lluvia   —174→   se renovó formando hilos oblicuos de finas mallas en el espacio; y un rumor sordo, cada vez más creciente que parecía surgir de hondas cavernas, venía con las ráfagas envuelto, percibiéndose al repechar las lomas, como un bramido formidable.

Berón vio pasar algunas aves blancas sobre su cabeza, que hendían aire y agua en enormes columpios, firmes las alas y apéndices para resistir mejor la tempestad de las alturas, lo mismo que pequeñas naves corriendo de bolina un vendaval.

De pronto, Cuaró levantó su brazo al coronar una «cuchilla», y señaló al frente, en silencio.

Encima estaban ya del litoral del Cabo, y batía la columna un sudeste de gran violencia acompañado de lluvia continua. El espectáculo que se ofrecía por delante era de un aspecto soberbio. A lo largo de la costa escarpada y sinuosa extendíanse algunos montes de «yatays» elevados, como legiones de gigantes, cuyas copas sacudía el viento en recio balanceo arrancando los gajos débiles, en medio de roncos mugidos. Detrás de esa vegetación arbórea exuberante percibíase la inmensa masa de aguas del océano; las que, removidas con furia por la tormenta se avanzaban sobre peñas y cantiles en revueltas olas color de tierra, rebasaban los islotes y escollos en deformes montañas y unas tras otras en sucesión imponente venían por fin a estrellarse en la enriscada orilla con espantoso estruendo, elevándose a grande altura en el choque densas columnas de espuma bullidora. Sobre ese olaje enconado desfilaban en nutridos regimientos, uniendo al ruido de las aguas sus graznidos, cormoranes, gaviotas y enormes patos salvajes que se abatían audaces y rozaban sus alas en las temibles crestas, para buscar sus presas en lo revuelto del abismo.

La columna contramarchando de flanco, después de un momento de vacilación, dirigióse al monte.

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Veíase a la orilla de éste, a la parte del mar, un «rancho» casi en ruinas, habitado por un hombre solo -de edad avanzada.

En la costa, no muy apartada de esa vivienda miserable, extendíanse algunas dunas que el batir violento del olaje había deprimido hasta reducir a dispersos montones los montecillos de arena, ceñidos en sus bases por una orla de broza y de espuma gruesa cuyas ampollas turbias resistían el choque por largos segundos sin deshacerse, cual si fuesen barbas de medusas. La arena arrastrada por el viento y el agua cubría el campo intermedio co-lindante con el monte, y algunos objetos que aparecían acumulados cerca de los «yatays».

Eran estos diversos pertrechos de guerra allí desembarcados hacía días, remitidos por el General Álvaro da Costa a Leonardo de Olivera, y de cuyo arribo le instruían las comunicaciones de que Berón habían sido portador.

El hombre viejo del «rancho», al habla con el caudillo, díjole que esos bultos contenían según sus datos, sables, moharras de lanzas, pólvora y balas, a más de otros artículos bélicos, y que estaban listos los rejones necesarios a las chuzas.

Inmediatamente, con una actividad febril, los cajones fueron deshechos, distribuidos los cartuchos a los que iban armados de tercerolas o carabinas, los sables a los que sólo llevaban trabucos; y, encajadas las moharras de hierro fundido en sus astiles improvisados, púsose a todos los hombres en condiciones de lucha. Los sables eran muy curvos, casi alfanjes; y los astiles, verdaderos lanzones de caballería indígena.

Gran contento reinaba en las filas. El caudillo parecía alegre. Trajéronse reses, y se comió al reparo de los «yatays», junto a vivacs de grandes troncos, que ardieron vorazmente ayudados con la grasa y el sebo frescos, a pesar del viento y de la lluvia.

En tanto mugía el sudeste y bramaba el mar, aquellos jinetes duros saboreaban su carne asada puesta en sazón con ceniza; consolaban sus estómagos con «mate» amargo,   —176→   y deleitábanse luego con el humo del cigarro -compañero inseparable de los que hacen de su vida, milicia, y andan en pos de la aventura y del peligro.

Algunas horas de descanso iban ya transcurridas; y, como no cediera el viento en su intensidad ni la menuda lluvia, que las ráfagas convertían en rápidos torbellinos, sólo comparables a los que formaba la espuma de las ondas bravías a lo largo de la costa del levante, -aprestábanse los hombres a construir sus ranchos de ramas, escogiendo sitios de abrigo, cuando el clarín dio el toque de atención, y trasmitióse en el acto de puesto en puesto la orden de enfrenar.

Púsose toda la lírica en movimiento, y en pocos segundos cada cual arregló el bocado a su caballo y compuso sus prendas.

Cuaró se acercó a Luis María, trayendo del cabestro un hermoso overo de remos nerviosos y «un capullo blanco en el copete», según su descripción pintoresca; y, en tanto fumaba callado, volteó el «recado» de los lomos del caballo de Berón, y lo trasladó pieza por pieza a los del overo, apretándole él mismo la cincha con sus fuertes dedos hasta hacerlo gemir. Animal nuevo, parecía algo inquieto. Él lo acarició palmeándolo en el cuello y en las ancas. Ya listo -lo que se realizó con increíble rapidez- dijo al joven que le oprimía la mano con agradecimiento:

-Es manso, y le ha de bajar el calor de la sangre, a poco de andar... Es el overito que te dije. Lo vas a precisar porque vamos lejos, con agua y sin luna.

-¡Amenaza ser espantosa la noche, compeñero!... ¿Pensará andar mucho el comandante?

-¡No dice!... Nunca habla. Verás que se pega al caballo y endereza sin mucha gana de dormir... al rumbo... hasta la mañanita. El caballo duerme y él va fumando.

Eso es ser de fierro, Cuaró.

Miróle impasible el teniente; y volviéndose a Esteban, que estaba detrás achuchado, díjole muy suave:

-Dame licor.

El liberto hizo asomar por la abertura del poncho el   —177→   cuello de la cantimplora; apoderándose en el acto de ella Cuaró, para tomar un poco. Sacudióse luego al devolverla, de modo que su poncho esparció en redor un verdadero rocío -tan cubierto estaba de gotas de lluvia-, y sus músculos faciales se contrajeron con una expresión de entera complacencia.

Luis María montó; y, al imitarlo su compañero, notó recién que éste tenía las piernas desnudas hasta el muslo.

Igual detalle pudo observar en casi todos los hombres de la hueste, quienes llevaban como Cuaró las botas colgando debajo de los cojinillos -aun aquellos que las usaban de piel de potro.

Manaban agua las suyas y sentía grandes calambres y dolores. Prefirió con todo conservarlas puestas, hasta que concluyese la nueva jornada; pues el frío era tan agudo, que llegó a imponerle de veras.

-Hay que nadar, señor -díjole Esteban, que a su vez se había despojado de sus botas de vaqueta. Los arroyos tienen mucha agua a esta hora...

-Bueno es sacar, hermano, -agregó Cuaró con gravedad;- aunque pique el «saguaypé»... Boyás sin botas, mejor.

Luis María sentía ya a plomo la fatiga, y empezaba a resentirse de tales agitaciones; a pesar de ello, acogió sin alarma estas advertencias.

Tampoco podía disponer de tiempo para imitar a sus compañeros; pues, cuando menos lo esperaba, el baqueano rompió la marcha, y el jefe -echando una mirada atrás, sin pronunciar palabra- picó espuelas, arrancando al trote.

-Vamos, -dijo Cuaró, sencillamente.

Moviéronse, y la columna en pos -sin voz de mando, ni toque de corneta.

Soplaba detrás el sudeste irascible, con sus alas poderosas cargadas de agua batiendo las espaldas de los jinetes, al mismo tiempo que impelía al conjunto, lo mismo que a una nave de velas negras fija en su derrotero a pesar de la tempestad y del escollo. La columna desfilaba en un terreno quebrado, culebreando, bajo un cielo oscuro, cuya espesa   —178→   capa de vapores entreabría a cada instante el relámpago, recorría el trueno o rasgaba a veces el rayo o la centella en instantáneo zig-zag sobre algún morro que hacía estremecer en sus bases con fragoroso estrépito y caída de peñascos, o en mitad del llano, en cuyo suelo abría un hoyo profundo acumulando en sus bordes enormes masas de barro y yerbas.

Acercábase el crepúsculo. A uno de los flancos, un poco atrás de Álvarez de Olivera, un asistente de largas greñas llevaba la lanza del caudillo, de moharra de acero bruñido en forma de hoja de palma con una media luna afilada al costado y dos virolas de plata en su juntura con el ástil, -de madera fuerte y flexible. El caudillo iba en un caballo pangaré de anchos cuartos y cola atada a los garrones, cerca de los cuales caían en ruedo las haldas de su poncho de paño azul marino. Al otro flanco, muy erguido en un zaino de sobre-paso, marchaba el clarín, con el sombrero en la nuca y su instrumento de bronce a la espalda, lleno de verdín y de abollones. Los ayudantes detrás del jefe, a pocas varas. Luego los escalones, con sus oficiales al frente y a los costados, enseñando apenas doscientos rostros pálidos, entre un grande haz de chuzas llevadas al descuido. Las tropillas de caballos chapoteaban los charcos a retaguardia, arreadas por algunos hombres y mujeres bravías; produciendo el tropel un ruido semejante al de la tronada lejana, en el descenso de los barrancos o en las subidas de las lomas. En la columna se hablaba y reía. Fumábase también con fruición, por la cartera o abertura del poncho, aumentado extraordinariamente su peso por el agua de la lluvia.

Cuando caía ya la noche, algunos se pusieron a cantar. El amor y la patria resaltaban como sentimientos dominantes en el fondo de esas trovas, moduladas con acento alegre o melancólico según el estado de ánimo de cada uno, entre la niebla de la atmósfera, el humo del tabaco y   —179→   el vapor de los alientos. Reemplazaba a las guitarras la música marcial de las espuelas, el chis chas de los sables en sus vainas y el sonar discortante de ese conjunto de hierros que consigo lleva como un lastre necesario la milicia de caballería. Era una noche lírica, como nunca se la había soñado Berón. Esa gente criolla que parecía vivir a gusto en el seno de la tormenta y solazarse en medio de las tinieblas, pues que reía y cantaba cuando debiera aparecer triste en su marcha a oscuras y al influjo de las crudezas del tiempo, le hizo pensar en aquellos caballeros o jinetes -fantasmas que jamás se desprendían la espada ni abandonaban la rodela y de sol a sol en ruda lid no sentían dolor en los huesos ni escozor en las carnes, ni más ni menos que si fuesen de granito. No bastaba a sus compañeros con el redoble del trueno, el zumbar de la racha y el rugir de las olas cuyos tumbos tremendos en la costas percibíanse todavía sordos e imponentes, sino que era preciso añadir al descomunal concierto la voz de falsete de los trovadores de pago disputando su derecho al «ñacurutú» y la coruja. Y así que la noche sobrevino tenebrosa, ya sin lluvia y con menos viento, pero helada, esas canturrias daban mayor singularidad a lo extraño del conjunto -que seguía moviéndose hacia adelante como una masa negra, deforme y siniestra dejando detrás arroyos, sierras y valles, y como un rumor sordo de monstruo resoplante. Bien luego fueron extinguiéndose todas las voces y las risas, a medida que la fatiga iba trabajando los cuerpos y adormeciendo los espíritus. El sueño apoderábase poco a poco de hombres y cuadrúpedos sin admitir demora ni excepción: los primeros se bamboleaban en sus monturas sin perder los estribos; los segundos bajaban las cabezas y tropezaban a intervalos, resoplando, azorados. Cerca de media noche, el grupo se detuvo para tomar resuello. Acabábase de pasar a nado un arroyo y de salvarse una barranca empinada. Contábanse las filas en la oscuridad y arreglábanse las ropas, que habían sido suspendidas en alto durante el pasaje. El agua de curso rápido, tibia y agradable, no ponía miedo a los jinetes doquiera la encontrasen honda, y cruzaban sobre los lomos o cogidos a las   —180→   crines cortando la corriente, pero, una vez fuera del caliente raudo, la impresión del aire frío era intensa y dolorosa. Aumentábanla las ropas mojadas por fuera y dentro, y el mismo recado hecho charco. Luis María, en condiciones idénticas a las de sus compañeros, no podía menos de pensar en su interior que esos sufrimientos, eran un medio como cualquier otro «de elaborar la patria» y de adobar la fibra de la nacionalidad naciente. Tinieblas, hielo, inclemencia, detalles conmovedores de miseria y sacrificio, aislamiento pavoroso, lucha desigual, esperanza remota de triunfo, fatigas increíbles -tales eran las perspectivas y los contornos visibles del cuadro, así como los efectos morales de aquella iniciativa impaciente y heroica. ¿Ese grupo de harapientos altivos perseguía como él, un ideal luminoso? Creía que sí...

Halagando iba su espíritu con esos ensueños, en tanto seguía la columna su marcha a través de pantanos y malezas; y, ensueños decimos, porque a cierta hora su cerebro debilitado carecía ya de poder suficiente para profundizar y combinar ideas. Empezaban a sucederse los fenómenos nerviosos peculiares a un estado de excitación extraordinaria, de esa que sobreviene comúnmente de un ejercicio violento y constante sobre el caballo, robando horas al sueño y satisfacciones al apetito. Aterido, en medio de sacudimientos maquinales, buscando por instinto adaptar al trote monótono y abrumador los movimientos de su cuerpo a fin de hacerlos menos bruscos y recios, llegó a notar que su cabeza enfriada en el cráneo sufría a intervalos una especie de vértigo y que sus ojos semi-abiertos veían cosas raras en lo hondo de las tinieblas, como si las penetrase una sutil claridad misteriosa, sin que sus esfuerzos de voluntad consiguieran sobreponerse a esas visiones extravagantes. Unas veces, creía hallarse despierto, en otras, figurábase que dormía y soñaba despropósitos. Escapábansele las ideas; a una muy sensata, seguíase otra propia del delirio; y llegó momento en que no se le ocurrió ninguna discreta, asombrándose de que los flancos de la columna se hubiesen convertido en largas hileras de edificios alumbrados por una fosforescencia singular, en   —181→   que los caballos que algunos soldados llevaban «enrabados» o sea, atados a la cola de los que montaban, se hubieran transfigurado en elefantes o camellos, y en que el cuerpo mismo del caudillo -bien a plomo en los lomos de su bridón, que se agitaba al frente- permaneciese siempre en el mismo sitio, sin cambiar de actitud, como enclavado por decirlo así en el vacío. De este asombro, difícilmente le era posible salir; pues, a medida que avanzaban las horas, más turbias aparecían las perspectivas. Los compañeros que se movían un poco a retaguardia parecíanle altos fantasmas silenciosos y sombríos, cuando no centauros en grupo, de torsos ciclópeos, que iban cubiertos con cascos y túnicas de hierro, sin rozarse unos con otros, y de cuyas bocas brotaba un vapor tan caliente que diluía el hielo en el aire formando una atmósfera tibia en derredor. Antojábasele también en ciertos instantes, que los pies de las bestias llevaban envolturas de corchos o saquillos de arena; y, en otros, que sus tornátiles corpulencias se transformaban en anchos vientres de bisulcos que no podían estrechar las piernas. El menor resoplido hacíale el efecto de una trompa rumorosa; la voz aislada de algún jinete, un eco entre sueños; el ruido de los hierros, el de cadenas arrastradas sobre lecho de hierbas por un gran monstruo que se suelta y huye olfateando en las sombras, rumbo a las soledades. Perdido un estribo, imaginábase estar suspendido al borde de un antro. Instintivamente cogíase entonces de las crines; despertaba a medias; sorprendíase el overo a su vez levantando con la cabeza los brazos, como si le hubiesen hincado las espuelas en el pecho; y había que recuperar el equilibrio tras una sacudida violenta. Abiertos los ojos, todo trémulo bajo una atmósfera helada, percibía cerca de sí un bulto negro echado sobre el cuello de su cabalgadura, que mantenía el trote inalterable, sin columpios, tieso y firme, sin que se le ocurriese pensar que ese bulto era el de Cuaró. Creíase entre una legión de duendes; volvía a dormitar y a entrever endriagos y dragones, sintiendo de vez en cuando dolores agudos en las extremidades y corrientes gélidas a lo largo de la médula, a contar de las vértebras del cuello, que le sobrecogían y   —182→   llenaban de estremecimiento. Pero, el sueño primaba como enemigo implacable, y se hacía eterna la noche. A ocasiones, el joven levantaba heroicamente los párpados y se encontraba solo en el campo, sin atinar con la causa de hallarse en tales lugares, lejos de la columna fantástica. Luego veía que el bulto negro que había ido siempre junto a él, y que ahora se le aparecía gigantesco, se le acercaba y cogía el overo del «fiador», y le arrastraba dócil hasta reunirlo al grupo de centauros; y allá en sus adentros, ebrio de sueño, se decía: ¡Cuaró!... Sentía como un hormigueo en los omóplatos y fuertes punzadas en las entrañas nobles, sin que ellas bastasen a despejar su cerebro. La lluvia había cesado y también el viento de tempestad, reemplazando a éste, otro viento, fresco y seco que hacía flotar como banderas en sus astiles ponchos y jergas. La lobreguez disipábase por instantes, y apuntaba bajo una cúpula azul por el oriente una curva de escarlata que servía de diadema al horizonte. Recién entonces la columna se detuvo.

¡Alto!... dijo una voz somnolienta. ¡Alto!... ¡alto!... fueron repitiendo otras -hasta el último escalón. El overo de Luis María, a la par de los otros caballos semi-dormidos y habituados a esas faenas, sentó de golpe sus remos delanteros sin permiso del jinete; y, éste, agradecido quizás a esa maña generosa que le evitaba un esfuerzo, viéndole dar vueltas, como invitando a su amo a aliviarle el peso de los lomos, dejóse llevar por él a un sitio de allí un poco retirado y arrojóse al suelo con su poncho, cayendo de costado lo mismo que un cuerpo muerto. En tanto Esteban, bamboleante en su caballería, se apoderaba del overo, él se quedó inmóvil, en la posición de la caída, durmiendo con la pesadez del plomo.

No pudo saber cuanto tiempo permaneció en ese estado. Cuando despertó, más repuesto, aunque dolorido en todos sus miembros, -pues sin apercibirse de ello se había   —183→   acostado y dormido sobre una gran piedra plana, -brillaba un sol espléndido en un cielo puro, y el «pampero» potente y mugidor pasaba por llanos y sierras oreando la tierra con un soplo vivificante. Allí cerca, veíase un monte, y en su orilla muchos vivacs aún no hechos ceniza. La tropa, con sus caballos enjaezados, parecía pronta para la marcha. También vio, junto a sí, listo a su overo; y al liberto arrimado a un fogón, en fraternal compañía con Cuaró y el alférez. Levantóse presto e incorporóse a ellos. El «mate» caliente, y el asado chorreando gotas color de oro, con unas galletas frescas todavía, que Esteban extrajo del fondo de su bolsa, constituyeron el almuerzo y le volvieron a la plenitud de sus fuerzas y entusiasmo. Grato le fue conversar con el teniente que había sido -y lo recordaba ahora bien- su espíritu tutelar en la dura marcha nocturna. Reconocía que, en medio del sufrimiento y del peligro, solían nacer amistades en un día más duraderas que las de la infancia; y explicábase así como Cuaró, desde la primera entrevista, lo había tratado con una familiaridad sólo propia de los caracteres acostumbrados a propiciarse simpatías en la lucha, aun cuando en ésta predomine siempre un sentimiento egoísta, especialmente en las milicias no sujetas a rígida regla disciplinaria. De ahí que él considerase a este compañero como una excepción, y sintiese que su afecto crecía por grados, llegando hasta atribuirle calidades superiores. Enorgullecíase de que contase con ejemplares semejantes la raza de aborígenes; y, como le agradeciese sus pruebas de leal compañerismo, Cuaró, que en esa mañana aparecía más callado que otras veces, limitóse a estrechar la mano que le tendía el joven, haciendo un visaje y encogiendo ligeramente los hombros.

Mientras ellos hablaban, y el alférez se despedía para reunirse a su gente -muy satisfecho de ser co-partícipe de aquel fogón- el liberto acomodaba sus utensilios sin olvidar ni una pieza, revisaba su tercerola y apretaba las cinchas a los caballos.

De pronto, Cuaró mirando hacia el vivac del jefe, dijo suave:

-Va a llamar. Vamos, cerquita no más...

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Montaron; y, apenas habíanse aproximado, el clarín tocó «a caballo».

Esteban, en vez de incorporarse a su amo, púsose a recorrer el campamento como si buscase alguna cosa de importancia.

La columna se movió al paso; pero, ahora bajo un sol esplendoroso y entre ráfagas que levantaban de la tierra cendales de vapores lo mismo que alientos de fuego, para desvanecerlos a corta altura en medio de rápidos torbellinos.

A dos leguas apenas de jornada, traspuesto el Maldonado, la fuerza se detuvo. Un «chasque» se había acercado a media rienda, por la parte de las lomas del sur, y hablaba con Álvarez de Olivera.

Pensóse al principio que el Coronel Felisberto salía al encuentro, abandonando su actitud inactiva en la vieja ciudad de San Fernando; mas, pronto disipóse esta creencia.

Cuaró trasmitió algunas órdenes del jefe.

Luis María, que estaba próximo, vio que la hueste se agitó al paso de Cuaró, y que todos los que tenían ponchos se lo quitaron para atarlos a los «tientos» en forma de rollos. Mudáronse los caballos de marcha por los de reserva, con una prisa vertiginosa. Algunos voltearon los «recados» asegurando sus prendas con el «cinchón», y subieron en pelos; otros se ataron una «vincha» en la frente para sujetarse la cabellera; los más quedáronse con la sola ropa interior, buscando alivianarse, alegres, lanza en mano; y los menos, se ciñeron en forma de faja sus ponchos a la cintura, de modo que dejasen libre el juego de los brazos y a la vez cubrieran en parte vientre y pecho. El clarín que se contaba en este número, con la diferencia de que él se puso el suyo a modo de banda, sacó la boquilla o embudo a su instrumento, lo sopló dos o tres veces, separólo del cuello en que lo había llevado colgante y echólo al brazo izquierdo. Después, advirtió si su sable salía o no bien de la vaina.

Cuaró regresó pronto montado en un caballo tordillo, en pelos. No traía botas, y solo una espuela de hierro en el rancajo desnudo. Acercándose al liberto, que estaba inmóvil   —185→   apoyado en la tercerola junto a Berón, díjole con su acento bajo:

-Emprestame el chifle.

Dióselo el negro.

Cogiólo el teniente; y vertió en la palma de la diestra, encogida hasta formar un hoyo y en donde había reducido a polvo algunos granos de pólvora gruesa, un poco del líquido alcohólico. Revolviólo con el dedo, y luego lo sorbió hasta la última gota sin hacer una mueca.

Paladéolo un instante, y dirigiéndose al joven, agregó -sin mirarle:

-¡Mirá amigo de no cortarte ahora!...

Dicho esto, se fue hacia su jefe.

Olivera se había despojado de su abrigo, remangádose el brazo derecho hasta más arriba del codo y tomado su lanza de manos del asistente.

Luis María sintió un poco de espanto. Con todo, examinó su pistola y desnudó su espada, colocándose cerca del caudillo.

La fuerza formó en escalones, simétricamente alineados, en alto las lanzas. Un grupo de tiradores se desprendió al galope, tendido en guerrilla, para reforzar el destacamento de vanguardia, perdiéndose detrás de la «cuchilla» del frente, de donde venía el ruido de detonaciones aisladas.

El caudillo picó espuelas y recorrió la línea, pronunciando una arenga concisa, -apenas oída por los vítores y clamoreos;- y en pos de él, como movidos por el mismo resorte, galoparon Luis María y Cuaró. Apenas volvió riendas, el clarín tocó «paso de trote», y la milicia maniobrando correctamente cambió su frente, corriéndose los escalones a la derecha, en marcha hacia la loma. Observó recién Luis María que la fuerza sólo presentaba un tercio de su efectivo; e indagando, supo que el resto había sido destacado en la noche con rumbo al Río Negro. Contó él apenas setenta hombres, incluidas dos o tres mujerachas diestrísimas en el caballo, armadas con lanzas de clavo.

No había concluido de hacer esta cuenta, cuando las guerrillas asomaron en la cuesta, replegándose en orden, y algunas balas de carabina pasaron silbando sobre las cabezas   —186→   de los que escalaban aquella, bien formados, y sobre la brida.

En pocos segundos, coronóse la loma; y a la vista del enemigo tendido en ala en el valle, Olivera blandió la lanza, dando una gran voz, y el clarín tocó «carga».

Al principio, todo fue una nube para Luis María. Sintió como una avalancha detrás que rodaba al llano con sin igual estrépito entre relinchos, golpear atronador de cascos, ludimientos de hierros y terribles alaridos; una gran descarga al frente; luego un tropel furioso de jinetes que traspasaban a escape la humareda y veníanse impávidos al choque, bajas las lanzas con banderolas y en alto los sables-corvos. Sin mirar para atrás, al grito de los que habían caído bajo las balas, vio al caudillo con el gesto ceñudo y los labios apretados cruzarse veloz por el flanco y enderezar al núcleo enemigo firme, la rienda en su mano izquierda y en la derecha tieso el rejón con ademán iracundo; después, como, al ir a estrellarse pechos con pechos, las filas se abrieron y se diseminaron los hombres, buscando los claros para hacerse camino -el sable en cuarta o el trabuco en alto- tan hábiles para el manejo de los caballos de pelea cuanto lo eran para vencer con el arranque impetuoso; por último, vio producirse el entrevero, y pasar junto a él, en lucha con su overo alborotado, al clarín rápido como una flecha que arrancaba a medias de su instrumento sones roncos y lúgubres, y a Cuaró echado sobre el cuello de su potro, transfigurado y terrible, que iba gritando: «¡Corumbé!... ¡Catalán!... ¡mata!... ¡mata!.. «La confusión era tan espantosa, que el joven se revolvía por doquiera con la espada de punta, recibiendo de aquí y de allá golpes con los cuentos de las lanzas, estrujones formidables y amagos de muerte, y también gotas de sangre caliente y humeante que le salpicaban rostro y manos -hasta ese momento puras como las de una virgen. En vano pugnaba por arrancarse al círculo de hierros. Apenas se desvanecía un grupo de combatientes, formábase otro con increíble rapidez, y cerrábale la salida, sin que bastase la espuela a domeñar la rebeldía de su caballo que se agitaba a saltos, despavorido en la refriega.

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Cuando él menos lo esperaba desprendióse un oficial del núcleo, quien empujado a su vez por los que retrocedían, púsose a su alcance. Este oficial de valor tranquilo, a juzgar por la impasibilidad de su rostro, agitaba en la mano una pistola de arzón; y, viéndose de manos a boca con aquel barbi-lampiño de guedejas doradas, no lo consideró sin embargo enemigo pequeño, por lo que volcando el cañón de su arma le hizo el disparo a quema-ropa. Merced a los saltos violentos del overo, fue éste el que recibió la bala de refilón en el cuello, donde quedó un surco rojo: el noble animal dio una especie de grito rabioso y mordiendo el freno saltó de nuevo azorado, hasta ponerse encima casualmente de su heridor. Luis María, que empezaba a sentir le bullía la sangre, y en cuyos oídos resonaban tremendas las voces de Cuaró, que seguía gritando en el combate en fatídico dúo con el toque de degüello: «¡Arapey!... ¡Aguapey, viejo Artigas!... ¡mata!... ¡mata!...» -viendo tan próximo a su adversario, tendió el brazo, y atravesóle el cuerpo de una estocada. Quizás la vista y el olor de la sangre encendieron en la suya una fiebre de pelea; porque, tras de la caída del oficial, lanzó un grito de cólera y castigando con la misma hoja que tal bautismo recibiera los hijares de su cabalgadura, clavó espuelas y se arrojó intrépido al entrevero.

Cuaró, que se revolvía por todos lados frenético, acertó a pasar por el sitio. Allí sujetó, dando un alarido; y deslizándose veloz de los lomos daga en mano, cogió de la barba al oficial que se agitaba retorciéndose en el suelo -alzando primero por encima de su cabeza el siniestro acero, con cierto lujo de ferocidad.

-¡No mates! -le gritó de súbito una voz vibrante y enérgica, por él muy conocida.

El teniente volvióse en el acto; y a la vista de su compañero boqui-rubio que se le apareció magnífico en su overo ensangrentado, ya sin enemigos en redor, experimentó una sensación de enfriamiento, limitóse a sacudir con un gesto raro, la cabeza del herido, y puso la daga en su vaina. Después rascóse en el hombro y miró callado al joven, con un aire huraño y fiero.

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-Ya acabó la pelea, -dijo Berón con acento suave y amistoso.

Y echó pie a tierra, colocándose entre su compañero y el herido, -que era un teniente de la caballería lusitana al servicio del General Lecor.

La refriega había concluido, en realidad. El clarín acababa de tocar a «reunión», y la milicia había formado como una tabla en el llano, con excepción de algunos hombres que se agitaban a pie por diversos sitios y que fueron desmontados en el choque. De los enemigos, los que no habían sido muertos o heridos se encontraban prisioneros. Un gran grupo de éstos, y entre ellos dos oficiales, inmóviles junto a un montón de cadáveres, tenían al flanco la tropa de custodia; algo a vanguardia, solo, erguido en su caballo y, con la lanza tinta en sangre la grimpola, clavada en el suelo, Álvarez de Olivera pasábase un pañuelo por el rostro para secarse el sudor de la jornada; y, en diversos puntos del área dominada por la refriega, algunos heridos se incorporaban vacilantes ayudados por las mujeres de la hueste, y no pocos caballos mutilados por el trabuco o el hierro de media-luna, dábanse vueltas en las yerbas sacudiendo los cascos en el aire. En la ladera veíanse tendidos boca abajo, como habían caído de sus cabalgaduras, cinco o seis lanceros de los que sufrieron la descarga precursora del entrevero. Cerca de estos cuerpos bañados en sangre, se había apeado Esteban, y apoderádose de un tordillo negro herido en el pecho de una lanzada.

Cuando Cuaró, saltando en el suyo, se fue silencioso, Luis María se puso en un galope en la ladera, y gritó, al liberto, colérico:

-¿Qué estás haciendo, negro?

-Nada de malo, señor -respondió Esteban, cuadrándose respetuoso; - sino que, teniendo este «lunanco» puestos, el «bozal» y el «maneador» que me robaron la noche de la tormenta, y habiendo muerto su dueño -que es ese cambujo que está ahí con la cabeza rota-, me parecía justo echarle mano, antes que otro les haga «repeluz» a las prendas...

-Si es así, nada tengo que reprenderte.

  —189→  

¡Concluye pronto!...

Y algo tentado de la risa, a pesar de la solemnidad de la escena, Luis María batió de repelón su overo, y fue a presentarse a su jefe.

Gran parte de la gente se había desmontado, y rodeaba a éste, en medio de vivas demostraciones y comentarios.

El clarín echaba diana.

Esos hombres, que, momentos antes aparecían con los rostros en extremo pálidos, los ojos casi fuera de órbitas y los labios cárdenos con un poco de espuma, -como si por ellos hubiera pasado el aura epiléptica-, mostrábanse ahora alegres y decidores, listos para restañarse por sí solos las heridas, prestar auxilio a los que no podían moverse, y lanzarse a nuevas aventuras peligrosas.

No dejó Berón de asombrarse al observar que, mientras los más honraban en su jefe un triunfo de la patria, el resto se entretenía en despojar hombres caídos y caballos sueltos, y aún se permitía «despenar» a los moribundos como obra piadosa.

Con este motivo, dirigió una mirada alarmado, hacia el lugar en que se encontraba el teniente portugués; pero, hubo de tranquilizarse, pues vio que Esteban apoyado en su tercerola, de pie cerca de él, departía con gran mímica en sabrosa plática sin duda, sirviendo de custodia al herido.

Había sucedido que, cuando el liberto húbose apoderado de las prendas que reconociera por suyas -después de tanto hurgar por ellas-, el lusitano, en conocimiento de que era asistente de su generoso adversario, después del cambio de palabras entre los dos, en el deseo de salvarse de los merodeadores implacables, -gritóle con todas sus fuerzas en buen castellano:

-¡Cabo Pedriño!...

El liberto volvió el rostro, y tirando su caballo del cabestro en tanto que con la otra mano arrastraba del extremo del cañón la tercerola, llegóse en el acto, diciendo todo acalorado todavía, como si viese fogonazos y estuviera oliendo pólvora:

-¡Qué, fregar de latas, portugo rancio!... Por fin se   —190→   acabó el refriego y la marimba de golpes y chuzazos por arriba y por abajo y por atrás, y la lluvia de rebenques, que parecían cohetes entre yeguada alzada... ¡Yo no me llamo Pedriño, seor funfurriña, sino Esteban Berón de buena casa!

-Ya sé, sargento Esteban... Lo llamaba para regalarle estas espuelas que me incomodan. ¡Coitado de mí! Face el favor de tirarlas sin medo, sargento!

-No acostumbro -dijo el negro. ¡Mañas quiere el vivir!

-Pedro de Souza me llamo, y soy teniente. Procura no me degolhem teus camaradas, y te ficaré agradicido...

-¡Rece el credo, no más! -exclamó el liberto con una explosión de risa que se asemejó a un relincho, al punto que su caballo rezongó tascando el freno. -Ahí viene una china «carchadora», más brava que una chinche... con un cuchillo mangorrero...

No pudo el herido menos de estremecerse. La broma era sangrienta. En realidad una mujer color de cobre, desgreñada, obesa, con chiripá en vez de vestido y un sombrero de pajilla sucio y agujereado con barboquejo echado a la nuca, se aproximaba sigilosa, husmeando la presa desde lejos, con el instinto peculiar de la raza felina.

Al observar de más cerca el traje del herido, sin preocuparse de la presencia de Esteban, abalanzóse a saltos con los ojos de coatí febriles y lucientes.

El negro, que muy pronto reconoció en ella a una de las que arreaban las tropillas, al mismo tiempo que una de las que lo habían agraviado de palabra al incorporarse a la gente, -echóse la tercerola a la cara, si bien no tenía carga alguna, y gritó simulando una furiosa ronquera:

-¡Alto ahí! ¿Quién vive?... ¡Si es carpincho-hembra hago fuego, y si es comadreja con barriga, también la afusilo!

La china se volvió por un flanco, con una mueca feroz, y huyó, llamando a otras compañeras que por los contornos vagaban.

Por fortuna, algunos vecinos del pago provistos de herramientas toscas y de un carro, y que habían sido requeridos   —191→   por Olivera para enterrar los muertos, aparecieron en el sitio; y empezaron por recoger los heridos, atendiéndolos en la medida de sus recursos. Souza bajo la vigilancia siempre del honrado liberto, fue uno de los primeros en merecer esos cuidados. Ante esa misión de caridad, los odios se calmaron, y ya nadie pensó en seguir la obra de exterminio. Los hombres mismos de la hueste trajeron el contingente de sus brazos, hasta que el toque de clarín llamólos a formar.

Cuando se movió la pequeña columna engrosada con los prisioneros, caía la noche, que amenazaba ser muy oscura.

Soplaba un viento que parecía venir de una región de hielo.

¿Adonde se dirigían? Se ignoraba. Tampoco se interesaba en ello la hueste. Indagar respecto a sus marchas una cosa semejante, ya se tratase de la actividad empleada en el día, ya de aquella que se desarrollaba en la noche, era lo mismo que preguntar a dónde iría o cuál sería el rumbo cierto de una ráfaga de «pampero»; de esas que pasan silbando con los silbos de cien reptiles o bramando con los bramidos de cien toros, sacudiendo ramas y cimientos, a la vez que orea las tierras feraces, arrastra lo inútil y estéril en torbellinos y lleva semillas y gérmenes fecundantes en sus alas poderosas, -sin que nadie pueda decir en qué sitio se aligerará de la carga, ni en qué límite ha de dar por concluida su formidable carrera.



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ArribaAbajo- XIII -

De la cuchilla al monte


Momentos antes de emprender marcha la milicia revolucionaria, Cuaró preguntó a Luis María con su acento suave y tranquilo:

-¿Porqué gritaste «no matar»?

Referíase al episodio de Souza.

-Ahí verá, teniente: porque fui yo quien lo hirió, y tenía gusto de que nadie tocase a mi vencido... Antes de marchar quisiera averiguar que ha sido de él, y no veo aquí a Esteban.

Sonrióse Cuaró, y dijo:

-Vamos, que yo te llevo donde está el portugués. ¡Pronto venimos!

-Cuando usted quiera.

Picaron los dos espuelas.

Al llegar al bajo, vieron que el herido no se encontraba ya en el sitio de la pelea. Traspusieron entonces la loma, y pusiéronse a recorrer la ladera opuesta, en busca del grupo de vecinos, suponiendo que algunos de éstos lo hubiesen recogido y trasladado al carro. Largo trecho anduvieron sin descubrir el convoy, hasta que tropezaron con el liberto que venía al galope por la orilla de un bañado. Una   —194→   sombra densa cubría todos los objetos. Cuaró sin embargo conoció al liberto, y lanzó un silbido fino y melancólico, como el del ñandú.

Esteban se vino al rumbo, experto y veloz.

-¿Qué fue del herido? -preguntóle Berón.

-¿Cuál, señor? ¿El teniente Souza que su merced volteó en el bajo de una estocada?

-Ese mismo.

-En el carro va, señor, y muy agradecido. Lo seguí hasta cerca del bañadito que está ahí encima... A causa de eso, venía yo perdido.

-Me alegro por todo ello, de haberme acercado... Ahora podemos volver, teniente.

-¡Es bueno! -dijo Cuaró. La noche viene fiera, y la gente se va...

Volvieron riendas al galope; repasaron la zona recorrida, la cuesta, el declive, el llano de la refriega y allí sujetaron, para guiarse con alguna certeza en las tinieblas. No se percibía un solo rumor.

La hueste había seguido marcha.

-¿Cómo encontrar la huella?

Cuaró anduvo al paso, de aquí para allá, deteniéndose, a veces, para renovar sus pesquisas.

Creyó al fin hallar el rastro, porque dijo:

-Vamos.

Tomó el trote; y tras él, Luis María y Esteban.

Así marcharon durante media hora, siempre en medio de una densa oscuridad.

De pronto, Cuaró se detuvo. Retrocedió; avanzó de nuevo y volvió a pararse, como indeciso. Había perdido el rastro.

Estaban delante de los estribaderos de una sierra, y entre dos valles estrechos, cuyas entradas se probaron con éxito. Uno de esos conducía a la carretera de Minas, y el otro bifurcaba hacia las asperezas del nordeste. El indígena, que cruzaba una zona cien veces recorrida por su tribu, optó por el segundo, sin decir palabra.

Prosiguieron la marcha, desviándose y caracoleando a cada paso, cual si fuesen en lucha con las tinieblas.

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Pero, no habían andado mucho, cuando Cuaró se detuvo otra vez, diciendo a Esteban:

-Mirá el lomo de ese mancarrón, que está comiendo allí...

El liberto vio delante, a pocos pasos, un bulto negro casi inmóvil; caballo, sin duda, y transido, que triscaba con desesperación las hierbas. Dirigióse en el acto a él, y por más que se le puso encima, el bulto no se movió, continuando famélico su tarea.

Lo que es éste, ha de tener cuasi las costillas al aire, -se dijo el negro.

Y echóle como una zarpa su mano en el lomo, oprimiéndoselo en el centro, cerca del crucero, de modo que el enero hiciese un pliegue sobre el espinazo.

Recién entonces, al sentir la presión de aquellos dedos hábiles, el matalote se encogió y se hizo un arco, con un resoplido de dolor, y avanzóse tres o cuatro pasos con esfuerzo supremo.

Esteban volvió riendas, exclamando:

-¡Tiene «rosa», esta harpa!...

Cuaró, al oír esto, dijo en voz baja y pausada a Luis María:

-La rastrillada va aquí, hermano.

Y arrancó de nuevo al trote.

Iban encontrando al frente y a los lados, dispersos, quietos, sin alientos para bajar la cabeza al nivel de los pastos, otros animales cansados y heridos, que se paraban a reconocer, para tomar el dato importante de si se les había o no bajado recientemente la montura; y, aun por sus pintas o pelajes, deducir a qué escalón de la hueste pertenecían. Acertando Cuaró las más de las veces, respecto a la verdadera procedencia de estos caballos reducidos a esqueletos, y que él afirmaba no podían ser otros que los que iba dejando sin quilo la guardia a retaguardia, -el pequeño grupo continuaba su marcha entre asperezas, sometido en absoluto a las órdenes del indígena. ¿Era posible hacer otra cosa? Él era el guía inteligente, el compañero bravo, el baqueano que veía en las sombras como el gato montés, señalando el «tembladeral» temible, las piedras encajadas   —196→   en el valle o los antros abiertos al paso por la fuerza de las vertientes.

Así anduvieron errantes, hasta cerca de media noche.

A esa24 hora, empezó a difundirse una niebla espesa, aumentando la oscuridad reinante y de por sí profunda.

Encima estaban de un monte. Ni una luz lejana y triste se divisaba en los contornos, que pudiese servirles de auxiliar en su derrotero.

Cuaró se declaró perdido.

Hizo esa manifestación con ánimo sosegado, pidiendo lumbre de su avío al liberto, para encender un cigarro. En su estilo pintoresco, dijo, bostezando:

-El ñandú va a las gambetas más largas que un tiro de bolas, amigo...

Mirá: mejor es dormir.

-Donde quiera, teniente, -contestó Luis María, cuyos ojos se cerraban a pesar suyo.

Recostáronse entonces bien a la orilla del monte; y, luego de caminar al tanteo y dar con la entrada a un potril estrecho, refugiáronse en uno de sus escondrijos, sin mucha voluntad de deliberar acerca de la elección del sitio.

Apuntaba apenas el alba del siguiente día, llena aún de brumas la atmósfera, cuando el blanco, el cobrizo y el negro en noble fraternidad abandonaron el potril, siguiendo el rumbo de la noche anterior.

Ya habían avanzado buen trecho. El sol muy arriba de horizonte, disipando los celajes de las alturas, empezaba a levantar lentamente del valle los vapores en grandes espirales; los que, cogidos bien luego por una brisa fresca que se permitía anunciarse al correr por las abras de la sierra con una música de flautas, ascendían en veloces torbellino para desvanecerse con idéntica rapidez a pocos metros del suelo.

Lucía radiante la mañana, cuando Berón se apercibía que su overo, herido en el cuello, flaqueaba de veras, amenazando   —197→   dejarlo a pie. La inflamación de la herida, en contacto con un aire helado, las prolongadas marchas nocturnas y la alimentación deficiente, eran causas más que sobradas para rendir al generoso bruto.

En la zona que recorrían sólo se hallaban caballos maltrechos, desensillados el día anterior al parecer, y los que azuzados por el rebenque, apenas salían del paso. Algunos de ellos presentaban los ijares hechos cribas, y una serie de ligeras mataduras en los lomos producidas por la carona y los «bastos». Diversos tordos y pajarillos voraces, saltaban piando del crucero al nacimiento de la cola y se limpiaban los picos a intervalos, muy tranquilos, en el mismo pelaje de sus víctimas.

Hubo que apresurar la marcha, en busca de sitios más poblados, y de un relevo cualquiera.

Los tropiezos del overo iban en aumento. Dábale treguas de resuello su jinete, desmontándose y disminuyendo en algo el peso del «recado», que pasaba a Esteban. Luego, continuaban su camino.

Al pasar por un terreno muy quebrado, hacia el fondo del cual por la parte del oeste veíanse dos grandes prominencias o cerrillos de piedra, Cuaró que iba al frente, echó de súbito mano a las «boleadoras», en el momento mismo en que diez o quince yeguas y redomones arrancaban a escape rumbo al valle sacudiendo cabezas y crines, y con sus apéndices rabones muy parados en forma de abanicos. Al calcular sin duda la distancia, y observar la naturaleza pedregosa y enriscada del terreno, el teniente bajó la mano, sujetó su caballo casi encima de la cuesta, y quedóse allí mirando en dirección a los cerrillos, puesta la diestra en arco sobre las cejas.

Al cabo de un rato, hizo una seña a sus compañeros, dirigiéndose al punto que había sido objeto de su atento examen.

Los cerrillos estaban próximos. Un poco de verdegay en las faldas abruptas, conos truncados, rocas esparcidas desde la base a la cima, como verrugones deformes en parte ennegrecidos o cubiertos de musgo, y breñas espesas revueltas con zarzas y espinas de la cruz: tal era el aspecto   —198→   de aquellas eminencias, a cuyo pie corría en angosta cuenca un hilo de agua cristalina.

En un trecho reducido de altramuz y cebadilla, junto al cerrillo más empinado, revolcábase fresco y alegre un caballo «lobuno» de regular alzada; el cual, así que se apercibió de la aproximación de los jinetes púsose en el acto de pie, esparciendo al rededor al sacudirse, tierra y briznas de pastos; alzó el hocico con las orejas tiesas, dio un pequeño relincho y movió despacio la cola.

Viose entonces que estaba atado a una estaca, con una guasca peluda ceñida a su cuello por un nudo «potreador».

Al lado opuesto, aparecía una lanza de astil duro y moharra de hierro sin media-luna ni virolas, clavada en el suelo. Dos o tres plumas cortas de ñandú, dispuestas hacia abajo, constituían el adorno de aquella arma tosca de una madera oscura, llena de nudos y lustrosa, como si hubiese resbalado muchas veces en la encallecida mano de su dueño.

En el centro, la tierra removida y un gran montón de piedras sobre la que podía llamarse fosa, indicaban que allí había sido sepultado un cadáver no hacía muchas horas.

Cuaró se echó con indolencia sobre el cuello de su caballo, y dijo:

-Indio muerto... ¡Pasaron los caciques por acá y también «Gualiche»!

Luis María púsose a observar con sumo interés, pie a tierra, aquel cuadro lúgubre...

Indudablemente los charrúas habían cruzado el día antes por aquellas asperezas, y dado sepultura -según la costumbre tradicional- a un miembro de la tribu. Escogían siempre las faldas de los cerros, si no era muy larga la distancia que los separaba del campamento, -para estas ceremonias. La excavación era reducida. Cubrían el cuerpo con piedras, y no habiéndolas, con tierra y ramas: lo bastante para evitar que las alimañas hicieran festín de los restos. Celebrados los funerales con pompa salvaje, los varones parientes del difunto atravesábanse los brazos unos, y los muslos otros, con una vara de guayabo y a falta de   —199→   esta madera, con otra no menos sólida, larga de una tercia, rasgándose la piel con fuerza y clavando aquella lo más cerca del húmero o del fémur -según el miembro encogido. Hundíanse una, muy aguzada. Las mujeres se clavaban cuatro, y hasta seis -quedándose en una postración profunda. Fuera de eso, la viuda se cortaba la falange de un dedo; y, de aquí que le faltasen tantas como dedos, a algunas que habían perdido cinco maridos. Era el duelo. Buscaban el luto en carne viva, formándolo al fin visible con sangre negra, sin queja y resignadas.

El caballo de guerra del muerto, atado junto a la fosa, debía servirle para el «gran viaje». La lanza, para la defensa en el camino eterno.

Luis María, delante de la sepultura indígena de que hablamos, notó también que encima de las piedras habían sido puestas unas «boleadoras» forradas con piel de iguana, y que sin duda fueron las de uso del finado. Como observase su sorpresa, Cuaró dijo, muy grave:

-Para bolear «baguales», si se cansa el lobuno...

Tras estas palabras se bajó, e hizo un esto, mirando a Esteban.

Comprendió el signo el liberto, y echó al suelo de dos tirones el recado del overo.

-No vas a largar, -murmuró el teniente. ¡Traímelo!

Puso Esteban el caballo herido a su alcance. Echóle entonces la guasca peluda al pescuezo, al propio tiempo que enfrenaba el lobuno, pasándoselo enseguida al liberto para que lo ensillase.

Luego cambió la estaca de sitio, clavándola con una piedra cerca del ribazo del arroyuelo, donde abundaba la gramilla. Allí ató el overo, no lejos de la sepultura. Después volvióse paso a paso murmurando con la vista fija en ella:

-Ese no tiene apuro...

El liberto aprovechóse de aquel alto, una vez aderezado el «lobuno», para hacer un recuento de sus provisiones. Halló las maletas casi exhaustas; la yerba-mate estaba al concluirse. En vano sacudió la cantimplora, pues ni una gota quedaba de anís. Precisamente faltaban las dos cosas que retemplan al soldado de milicia revolucionaria en los   —200→   días fríos; el brebaje de yerba y el de alcohol. No podía Esteban conformarse con esto, menos cuando su señor, y él mismo, tenían dinero de sobra en sus bolsillos. Traía en cambio, varias costillas fiambres y media docena de galletas, que fue él colocando una a una sobre una roca algo elevada y plana. Las costillas eran enormes y de carne gorda.

Como si los hubiese incitado de veras aquella escena muda del negro y las maletas, Luis María y Cuaró se acercaron, reconociendo recién que tenían necesidad de merendar. Emprendieron en el acto pues, la tarea de satisfacerse, nunca más grata para ellos que en medio de los peligros. Almorzaron con gran apetito.

Mientras lo hacían, lamentábase Esteban en voz alta de que ya carecían de lo más necesario, sin que por la comarca que atravesaban se columbrase una sola casa de negocio.

-No tengás miedo -observó Cuaró, haciendo servir de mondadientes la punta de su cuchillo. «Pulpería» ha de haber, del lado de la sierra...

-¿Muy lejos?

-Un galopito no más...

Envainó el cuchillo, arqueando un poco el dorso escapular y tanteando en los riñones, en busca de la abertura de cuero.

-Después, paramos en Casupá y prendemos fuego para calentar agua:... y dele mate.

Dio el teniente un chasquido con la lengua, y enderezó a su caballo.

Montaron los tres. El «lobuno» resultó manso y diligente, y un tanto piafador. Colocado en el medio, arrancáronse todos al galope corto, -no sin arrojar como una mirada furtiva a la tumba solitaria del charrúa.

Buena distancia llevaban recorrida, cuando llegaron a divisar dos ranchos en la pendiente de una empinada loma; ante cuya aparición repentina al volver un recodo del camino, Cuaró, extendió el brazo, señalando a sus compañeros   —201→   el rumbo que debían seguir, y él se apartó callado a toda rienda hacia las poblaciones.

Luis María y Esteban moderaron el paso de sus cabalgaduras, a fin de ir dando tiempo al regreso del teniente, en quien supusieron al alejarse una intención útil y provechosa.

Al llegar a los ranchos, en medio de un círculo de perros que enseñaban el colmillo y tiraban mordiscos a las cerdas de la cola o al pecho del caballo, Cuaró no encontró más que una mujer ya entrada en años, ancha, ventruda, de color de café, en chanclos, con un pañuelo de algodón descolorido atado en la cabeza y un cigarro en la boca. Estaba sentada en un cráneo de buey; y al propio tiempo que sorbía en una «bombilla» el líquido verde de la yerba en una calabaza de pico retorcido, arrojaba por las ventanas de su nariz chata dos columnas de humo de tabaco negro.

El teniente se apeó, apartando los mastines con la vaina del sable. Echóse hacia atrás el ala del sombrero, y saludó entre dientes, risueño.

-¡Güenas se las dea Dios y la virgen santísima! -gritó la criolla vieja, como si lo hubiese oído. ¿Cómo le va yendo? Dentre a descansar... y a tomar un mate si es de su gusto...

Cuaró se detuvo a pocos pasos, y después de excusarse, preguntó:

-¿No pasó por el bajo la gente del Iguá, ayer de tardecita, mama?

-Nenguna vide. A la cuenta, si cruzó, jue de noche.

Movió el teniente la cabeza con aire de duda, y miró a todos lados caviloso.

Luego, dijo bajito, rascándose una oreja:

-Mama, si tenés yerba dame un puñado... ¿querés?

-¡Bien haiga el hombre de Dios!... ¡Sinforiana! Traile dos «cebaduras» a este bendito...

Presta y lista anduvo una moza de mucha pulpa, que en el interior se agitaba; y la que, entrándose en la cocina trajo una guampa de vaca que llenó de yerba-mate «misionera» hasta la boca, cubriendo ésta con un pedazo de trapo bien atado.

  —202→  

Luego se la alcanzó al teniente, diciendo con su sequedad criolla:

-¡Que le aproveche!

No pudo menos Cuaró de sonreírse otra vez; acordándose sin duda que, cuando muchacho, tomaba «mate» en la tribu en comunidad, sirviendo de depósito una guampa de regulares proporciones que íbase pasando de mano en mano, hasta que habíase absorbido la última gota del brebaje.

Miróla pues, con cierto aire cariñoso; y a la moza con gratitud. Fuese enseguida al barril del agua, hundió un botijo de barro en el fondo y bebió sin un gorgorito. Limpiése los labios con el reverso de la manga, y dando las gracias saltó en su caballo sin tocar el estribo de palo, y marchóse.

Poco hubo de galopar para reunirse a sus compañeros. Estos, después de un ligero trote habían echado pie a tierra, y esperábanlo fumando junto a unas piedras, al resguardo del viento.

Inmediatamente continuaron la travesía; entrándose en un monte, algunas horas después, en busca del reposo necesario.

Empezaba para Luis María una verdadera odisea, -la vida de aventuras y peligros cuya crudeza no se había imaginado: de las «cuchillas» al bosque, de los bosques a la «cuchilla», marchas forzadas, ejercicio permanente de centauro, acechos y vigilancia continua en el estero, en el bañado, en la loma, en los árboles más altos del monte, en la «picada» siniestra, en el vado secreto, en el potril ignorado, -siempre en movimiento, robándose horas al sueño y satisfacciones al apetito en una lucha constante con los hombres y las fuerzas ciegas de la naturaleza. ¡A todo esto obligaban los tiempos a los patriotas, y preciso era resignarse!



  —203→  

ArribaAbajo- XIV -

Vida cimarrona


En esos años ingratos, los conquistadores se complacían en justificar ese título pesando sobre el país de una manera despiadada, a pesar de las declaraciones honestas y liberales en la forma, del Barón de la Laguna. Decirse puede con rigorosa verdad, que muy pocas invasiones llevaron tan adelante las consecuencias de la lógica de la fuerza, como esta invasión brutal, nefasta y corruptora que se desbordó desde las fronteras hasta Montevideo arrasándolo todo con una masa de cerca de diez mil hombres aguerridos, para suplantar luego las matanzas de la guerra con el despojo, la confiscación inicua, la violación, la persecución a muerte y las prácticas del vasallaje; confiados ya también los que así procedían de que, eliminado el caudillo prepotente, habían desaparecido con los males de actualidad todos los temores de futuro. Ante esa conciencia del estado mísero de la sociabilidad uruguaya -sin alientos para sacudir el enorme peso de extranjeros tan rapaces por instintos como crueles por hábitos licenciosos-, los nuevos tercios dominadores implantaron el sistema de apoderarse de las haciendas de los departamentos limítrofes, arreándolas en grandes cantidades al territorio de Río Grande; de imponer tributos de todo género al pueblo sumiso; y aun de   —204→   atentar frecuentemente a la paz de los hogares sellando su paso con actos de triste deshonor. Los co-partícipes de este género de vida «sobre el país», que habían recibido títulos y honores, parecían hallar mejor que el de Artigas un gobierno así; los débiles recogidos en la oscuridad y el silencio echaban por el contrario de menos al vencido de Catalán, terrible aun en la derrota, defensor indomable de su tierra; y los valientes buscaban en los bosques o en la ribera opuesta un refugio para agitarse febriles, a la espera de la hora en que se reiniciara la pelea.

Más que los idos, eran sin embargo los que habitaban en los montes desahogando en aventuras y encuentros parciales sus grandes odios patrióticos. Oficiales, soldados, a veces pequeñas partidas de continentales, solían desaparecer en las encrucijadas de las sierras o al vadear de un arroyo, ya a manos de los «matreros», ya tras de un ataque imprevisto de la hueste charrúa; la que como el yaguareté astuto y furtivo enseñaba silenciosa el colmillo entre las matas y masiegas gigantescas a la orilla de los ríos -recordando ser siempre la dueña de las selvas así como eran sus caciques los más astutos baqueanos del terreno. Estos hechos aislados no inquietaban a los dominadores: muy ajenos de pensar que a la lanza ya rota de Artigas debía suceder lógica y fatalmente el sable de Sarandí.

Imperaban así sin desconfianzas ni recelos, aumentando de día en día sus violencias y exacciones; desde la imposición monetaria del «vinten», del «reis» y de la «pataca», hasta la del «diezmo» en las «cuatropeas»; sustituyendo una esclavitud por otras peores en la clase baja, cuya vía crucis comenzaba en los lúgubres patios del «caserío de los negros» para concluir en el fondo de los cuarteles o en los saladeros de Río Grande; e implantando en las campañas por medios inicuos un sistema de tiranía, propio a devastar zona por zona, como si hubiese sido el intento evitar que en esa tierra desolada25 volviese a crecer más la hierba.

Alejábanse con este motivo de su ciudad natal los hombres de conciencia, quienes desde el sexto año del siglo venían sintiendo cada vez más creciente el ruido de los   —205→   sables y el tronar de los cañones, aun en los cortos días de paz, como en toda plaza fuerte; y visto también tremolar y alternarse en sus almenas, entre el humo de la pólvora, en medio de músicas marciales y de himnos cantados en idiomas diferentes, banderas españolas, británicas, argentinas, orientales, portuguesas y brasileras como si el viejo real de San Felipe escondiera detrás de su coraza de granito la llave de un Eldorado prodigioso, tesoro de los indomables nativos y codicia de los ejércitos aventureros.

Los que buscaban refugio en los montes no quedaban exentos de peligro.

En cambio de dominadores implacables, de espías y de infidentes, a trueque de persecuciones tenaces, de impuestos excesivos, de vasallaje servil y de contingente de sangre en las milicias auxiliares, otro género de azares y de violentas vicisitudes aguardaban a los hombres de acción en el seno de los bosques.

Las simples perspectivas de la vida errante con su cortejo de miserias, privaciones y tristezas infinitas lejos de todo centro y de todo goce, constituían ya de por sí un grande horizonte negro, tan sólo comparable con el cortinaje de la selva a media noche. Lo incierto de su destino tenía algo de armónico con los dramas ignorados y el misterio del bosque. Entraban en sus recónditos y escondrijos, a través de profundas malezas; sabiendo que al perturbar su soledad salvaje había de bramar celoso el tigre, roncar el puma, gruñir el «carpincho» y acumularse en círculo siniestro los perros montaraces como olfateando buena presa. Sabían también que con esas alimañas hacía vida común otra bestia temible acosada por la insania de los hombres y puesta al nivel de la fiera, como efecto lógico del rigor te la pena y del trabajo esclavo; menos libre que el mono y el coatí, con la piel sajada por el hierro de la afrenta, descalzo y desnudo, sin un rayo   —206→   de luz bajo su cráneo hendido ni un afecto dulce en su pecho lacerado, el ojo ardiendo al calor de los instintos brutales, las narices como hornallas trémulas y olfateantes lo mismo que las del venado perseguido por los tiros de «laques», y el ánimo avieso, capaz sin embargo del hecho digno y heroico por la existencia libre. Y después del negro cimarrón y de las luchas con la alimaña, el aislamiento dentro, la acechanza fuera, el rastreo a toda llora, la escaramuza permanente; plena actividad malgastada en la plenitud fisiológica y en el vigor de juventud, consecuentes consigo mismos, leales; al instinto, firmes en la acción, bravos en la pelea, duros en la venganza, estoicos en la muerte.

Cuando ese refugio de que hablamos era buscado tras una persecución tenaz de ocho o diez contra uno, y llegaba a cansársele el caballo al perseguido, antes que él hubiese concluido el trayecto a recorrer y puéstose encima del bosque que debía servirle de asilo, el gaucho altive moría en desigual pelea, o continuaba su marcha a pie hasta donde alcanzaban sus fuerzas. El ojo, el brazo y la astucia desempeñaban una función importante. El gaucho que veía languidecer por grados y caérsele las orejas a su cabalgadura, que no salía ya del trote a pesar del rebenque y de la «nazarena», sentía el frío del desaliento si en los contornos que su vista dominaba no distinguía siquiera algún follaje espeso -generoso protector del ave, de la fiera y del hombre desvalido. Habituado desde niño a los lomos equinos, al punto de formar como una parte integrante del corcel que con él voló siempre de una a otra zona en alas del «pampero», érale humillante y penoso encontrarse de improviso a pie. Y, entonces, mucho más que ahora -porque no existían la cerca de alambre, ni el centro agrícola, ni la cabaña de cruzas, ni los transportes perfeccionados, -sino el campo libre sin trabas ni obstáculos, el pastoreo primitivo a la inclemencia, con las procreaciones al acaso, y la «carreta» como único vehículo de transporte. En medio de tales circunstancias, el «pajonal», la sierra o el monte constituían el refugio, -la lucernita del cuento perdida en la noche, -para el que se quedaba sin caballo en las soledades. Aunque reacio para   —207→   peón, por sus mismos excepcionales hábitos, el gaucho, que había fortalecido sus miembros domando potros, y que al apearse ponía sus piernas en arco para no hincarse con las espuelas, reconocía en su conflicto que ellas no servían solamente para oprimir vigorosas los flancos de un «redomón», sino que eran también bastantes robustas para conducirlo al escondrijo seguro aunque estuviese lejano, lleno de abrojos y de pinchos, y nutrido de alimañas. Caminaba al principio como entumecido, a pesar de haberse quitado las rodajas, colocando aquí y acullá la planta lo mismo que sienta un bisulco enfermo la pezuña; y creíase «boleado» según su expresión pintoresca, al trepar los barrancos y hundirse en las malezas hasta el cuello. Pero, al fin aquellas piernas adquirían flexibilidad y ponían en juego el vigor extraordinario que les había dado la costumbre del caballo; al extremo de que, el gaucho en estas condiciones, derribaba a pie firme a un toro de las astas, o aguardaba sereno «vichará» al brazo y puñal en mano el salto terrible del yaguareté.

Ya en el monte, examinaba día a día atentamente las entradas y salidas, las «picadas» si existían algunas, o los «potreros» en caso de haberlos, las sendas diminutas en su anchura, cuanto serpentales y prolongadas en su largo que bifurcaban y trifurcaban en todas direcciones; sendas no menos trabajadas que las de la hormiga por el capibara, el «aguará», la nutria, el coatí, el «tucutucu» o por diversas aves de monte. De este estudio sagaz y minucioso, no excluía los senderos abiertos por el ganado bravío, que figuraban en el mapa intrincado del bosque como grandes arterias de comunicación, entre la orilla de éste y la ribera o escarpa del río. Tampoco los boscajes infinitos, cubiertos de enormes gusaneras, ni las cuevas hondas de la barranca ocultas por los árboles que pudiesen servir de moradas al tigre o al perro cimarrón. Receloso y previsor, levantaba obstáculos en esos caminos secretos, haciendo uso de los troncos y de las ramas, de manera que llegara a formarse una barrera insuperable por el vicio de la vegetación arbórea ayudada de las plantas parásitas, enredaderas de campánulas azules y claveles del aire. Si era preciso,   —208→   abría nuevas vías a fuerza de daga o de «facón» o de sable, para desviar o torcer las antiguas según sus planes; ya para proporcionarse él mismo las ventajas que el terreno ofrecía, y acostumbrar su caballo a un rumbo fijo. Herbolario por instinto, observaba pastos y «yuyos», medicinales y alimenticios. Escribía signos especiales en los troncos de árboles determinados, para guiarse; sin hacha ni sierra, derribaba algunos para cruzarlos de ante-mural donde lo creía útil, y con la misma arma que desempeñaba el oficio de aquellas herramientas y el del pico y la azada, cavaba el suelo para encender su fogón.

El «matrero» ingeniábase siempre, en todas las circunstancias difíciles de su existencia azarosa, los medios de proveer a sus necesidades y de resolver sus crisis y conflictos entregado a sus solas fuerzas. Si sufría males internos, suplían bien a ciertos medicamentos la «marcela», la zarzaparrilla, la salvia, la malva, el tártago, el cardo-santo; -si padecía de la vista, curábase con yenda de lagarto. Hacíase el corte del cabello, cuando lo creía conveniente, a filo de cuchillo; en la forma misma empleada para retarcar colas y crines de «fletes» estimados. Aplicaba a las, úlceras la «yerba de la piedra». Los baños en aguas cristalinas, y de cierta virtud medicinal, mantenían su cuerpo en condiciones higiénicas; siendo de admirar frecuentemente en el organismo de estos hombres la fortaleza primero; y, luego, la blancura admirable, casi transparente de su piel. En muchos de ellos, como prueba inconcusa de origen puro, señalabánseles en el tronco las venillas azuladas como vetas de delicado pincel en un jarrón de porcelana. En sus pies pequeños y perfectamente modelados, a pesar del uso de la bota de potro y de las grandes «lloronas», las dolencias pasajeras eran pocos comunes. A su modo, el «matrero» cuidaba bien de su persona, así como de su noble compañero, el caballo. Atendíalo con cariño, ya se tratase de la cojera, de la manquera, del haba, del casco, de las lesiones hechas por el lomillo, de las heridas o de sus males peculiares. Era flebotomiano, cirujano, pedicuro, rapador, saca-muelas, veterinario, todo por instinto, por necesidad o por experiencia; buscando con mano segura en la   —209→   naturaleza agreste los recursos reclamados en cada caso, sin equivocarse fácilmente en la elección. Aun para las enfermedades que revisten formas y caracteres de cronicidad -procurábase medios eficaces de atenuación empleando el buche de «ñandú», la zarza, la cepa, el «guaycurú» y el «cambará».

En sus ignorados escondrijos, la astucia presidía la vida, imitando en sus menores inventos a veces, la misma aparente ceguedad del topo o del «tucutucu», cuando no la viveza del zorro, la previsión de la nutria o la sagacidad del teru para ocultar el lugar de su nido. Algunos boscajes, dentro de la gran vegetación nutrida y al parecer sin otros senderos que los del «carpincho», el «aguará» y el coatí, servían comúnmente de misteriosas cortinas a la madriguera. Allí construía su pequeño rancho o su tienda compuesta de varas en triángulo revestidas de pieles, próximo al ribazo, de modo que él pudiera escurrirse hasta las aguas y azotarse a nado en caso de peligro con idéntica facilidad a la del «carpincho»; o treparse a los árboles altos y quedarse inmóvil cerca de su copa en la silenciosa posición del «ñacurutú» -todo ojos fosfóricos, y todo orejas.

Conocía así las maderas por su clasificación indígena, y desde luego todos los árboles que le prestaban sombra y amparo; las cortezas, las raíces, las hierbas útiles o nocivas, los pastos convenientes a sus caballos, las «aguadas» buenas, los «tembladerales» de los terrenos bajos adyacentes al río y los frutos silvestres que podrían entretener sus hambres en las horas de angustia.

Encuadrado en la naturaleza virgen del suelo, sin rey ni ley, sin dominar con la mirada más que perspectivas agrestes, este tipo especial de nuestra sociabilidad embrionaria endurecía su fibra bajo el sol del desierto, -que tal era entonces el despoblado-, adquiriendo ante las fuerzas ciegas del médium en que se agitaba esa conciencia de independencia individual y poder propio que desenvolvía en   —210→   la lucha, tenaz y bravo, sin abdicar jamás en absoluto de lo que él creía su derecho. El clima que nutría el germen del guayabo, del «yatay» y del ombú para alzarlos muy altos de modo que sus copas recibiesen y soportasen el empuje del «pampero», era natural que diera vida también y la misma indómita energía, al hombre que debía ocupar la escena y reemplazar gradualmente con sus soberbias heroicas las proezas salvajes de la tribu. En esa evolución, el chiripá marcaba un punto de progreso sobre el «quiapí». La lanza sustituía la bola charrúa. Los profundos amores del pago más egoístas y conscientes, y una concepción de la patria menos oscura que la pasión sensual por la tierra -fanatismo ciego del bárbaro- establecían una línea divisoria entre las tendencias del aduar o la toldería, y los impulsos definidos de los criollos. Por eso, mientras la tribu salvaje continuaba en el mismo ser a pesar de los siglos transcurridos, limitándose a mudar de campo cuando le convenía, sin preocuparse de la sociabilidad nueva que iba desenvolviéndose a su alrededor, -siempre indómita y cerril-, los criollos, los zambos, los cambujos y aun los negros obluctaban dentro de la misma esfera de actividad hacia el cambio, contaminados por la fiebre revolucionaria y obedeciendo espontáneamente a las corrientes de la nueva vida.

Un ejército aventurero seguía a otro en la posesión del territorio; y, en tanto el cacique charrúa continuaba moviéndose de aquí para allá reacio a toda obediencia pasiva, irritándose únicamente cuando lo amenazaban de cerca, lo mismo que se irrita el toro a quien se pretende castigar fuera del rodeo, -los mestizos o «tupamaros» con una conciencia formada de su poder y de su derecho, refugiábanse en los montes buscando la cohesión por afinidades reales, a la espera de la lucha. Sin embargo de todo esto, la tribu salvaje y la hueste semi-bárbara concurrían por medios diversos a arraigar en el conjunto el mismo sentimiento de independencia individual y local. El del cacique era hijo de la soberanía del desierto; el del caudillo, del prestigio del pago, en consorcio con la soberbia. Y fue del seno de los bosques en los tiempos aciagos, que surgieron   —211→   los caudillos más valientes, de la propia hechura del «matrero», como exceso de savia de una naturaleza pródiga que daba el valor a los hombres en la misma medida que la audacia, por motivo igual que daba dureza y gigantesca talla al ombú, al guayabo y al «yatay». ¡Eran todos frutos del clima, y prole del «pampero»!

Decíamos que el tipo errante se identificaba en cierto modo con la naturaleza virgen y que era el suyo, propiamente, el aliento de las soledades. Debemos agregar ahora, que, estaba lejos de ser en la mayoría de los casos un «cuatrero», un contrabandista o un delincuente común sujeto a serias responsabilidades penales: hombres honestos y laboriosos veíanse obligados a sobrellevar esa vida, ya porque los odios de pago no les permitían mantenerse en sus hogares, ya porque la persecución oficial colocábalos en el mismo extremo de abandonar por tiempo indefinido familias e intereses, no quedando al fin de sus bienes en la ausencia, casi siempre, sino «taperas» y campos desolados. Estos hombres constituían centros o núcleos en sus asilos agrestes, recibían auxilios y recursos de los vecindarios y proporcionábanse aquellos cortos goces que el principio de asociación podía ofrecerles en su aislamiento. Organizaban hábilmente, como conocedores del terreno, sus empresas y expediciones; todos para uno, agrupábalos valientes el peligro, combatían con espíritu de cuerpo y vencían muchas veces, exponiéndose en luchas desventajosas cuyo éxito dependía de la intrepidez y de la audacia. Las partidas exploradoras sabían no obstante a qué atenerse, aun cuando consiguieran el triunfo en este género de combates oscuros. De ahí que se pasaran largos días tranquilos, en una como existencia contemplativa, endulzándose las horas con el juego, la guitarra, el canto y el baile cuando la oportunidad se ofrecía y no había de apagar los candiles de éste, en alguna población solitaria, el asalto imprevisto de la tropa. A la música ora alegre o melancólica de aquel instrumento hecho nacional, servía de letra en décimas o quintillas la inspiración nativa. El numen poético se excitaba fácilmente ante los cuadros y espectáculos de cada día; la materia prima, la fuente originaria de la trova   —212→   sentimental o de los asonantes de gracia, estaba en la imaginación ardorosa y vivaz de los que asimilaban, asociaban, comparaban y diluían pensamientos, y aun sentencias verdaderas, en presencia de las fuerzas ciegas y de las pasiones palpitantes del desierto. Por eso, en las cántigas criollas entonadas entre flores de ceibo y de chirimoyo, agrestes y viriles, o nacidas a la sombra del coronilla o del «quebracho rojo» -tales cuales nacen y se elevan las guías del clavel del aire-, nótase algo del concierto de la selva, ecos de cardenal y de calandria confundidos con rumor de hojas. Las cuerdas de la guitarra al gemir, bien simulaban el estridular de élitros. El sentimiento estético del «matrero» bajo esa faz, estaba en relación con las impresiones del medio ambiente; y el vuelo de sus ideales no iba más allá de las parásitas que, después de acariciar las copas de los grandes vegetales, asomaban tímidamente uno que otro extremo de sus guías por encima de aquellas -como una muestra de la feracidad del suelo y de la bondad del clima. Estas estrofas de trovador de pago o de bardo errante, repetidas de monte en monte y de sierra en serrezuela, debían sin embargo dar el tono y el aire original a la poesía patriótica. Cantábase al amor y a la patria por arranque espontáneo, como si esos dos sentimientos elevados se resumiesen en un solo ideal y constituyeran a falta de ideas maduras, la base de la iniciativa y la causa ocasional del esfuerzo en todo sacrificio. Verdad era que los hombres de que hablamos vivían de instintos y de pasiones, llevadas casi siempre al fanatismo; pero, en los tiempos de lucha, son las pasiones y los instintos generosos los que abren el camino a las ideas. Eran también esas propensiones originarias y esos impulsos irreductibles hacia el cambio, los que debían acentuar la índole y el espíritu de una sociabilidad nueva. Poeta y cantor a su manera, el «matrero» con el oído a todos los sones dulces de la floresta, atento al ritmo de las ramas y de las aguas, en constante diálogo con la naturaleza que lo rodeaba por doquiera con sus halagos silvestres, al alzar sus cántigas de regocijo o de tristeza levantaba la nota de sus ensueños, -la expresión de sus anhelos íntimos -en   —213→   contraste aparente con sus actos de violencia, su vida de aventuras y la crueldad de su valor vencedor en medio de románticos denuedos. Esos desahogos poéticos con la flor en los labios y la mirada errabunda, denunciaban con la pasión por la tierra lo incierto de su destino. Amaban una existencia libre que tuviese alguna semejanza con aquella de los bosques; de ahí sus fierezas, más que desobediencias calculadas.

Reunidos cinco o seis donde la suerte los acercaba, el vínculo de la fraternidad en la desgracia hacía el resto. Establecían un centro común. Daban al albergue el ensanche necesario, subdividiéndolo a veces; dividían con equidad el trabajo, asignándose cada uno por sí mismo las funciones propias a su peculiar destreza; su mesa redonda era un solo vivac, a cuya llama retemplaban sus cuerpos en los días fríos -si vivac pudiera llamarse un hogar encendido debajo de tierra, con espacio suficiente el agujero para contener un buen número de troncos en fragmentos, de modo que sirviese de cocina de estufa. Esa abertura se cubría con ramas gruesas, que a su vez hacían el oficio de trébedes y sustentaban la olla o la caldera, precaviéndose así que el resplandor denunciase desde lejos el lugar del asilo. Estas tertulias se amenizaban con relatos de amoríos y de guerras, alternados con conciertos de guitarra y canto. Allí entre los ceibos de acorchada madera y encendidas flores, espinosos «talas», sombríos «mataojos» y «blanquillos», en cuyas ramas se mantenían inmóviles el lechuzón y la coruja, como atraídos por los acordes y las voces, reproducíanse en toda su originalidad muy diversas escenas de la vida criolla. El mate-cimarrón cerca del fuego, a cualquier hora, en círculo, hasta que la yerba perdía el gusto y el color -pasándose de mano en mano la calabaza como un objeto precioso que encerrase el secreto de la alegría; el asado con cuero, el matambre o el sabroso costillar desnudo ensartado en una baqueta de tercerola   —214→   o en un tronco aguzado, a un lado del fuego, de modo que goteando se dorase al calor lento sin perder la esencia de su pringue y de su jugo; el «pericón» improvisado, simulándose con los pañuelos la asistencia de las compañeras, a pocos pasos del fogón, adunándose al tañer de las guitarras el chis-chás de las espuelas; el juego, de la «taba» en animado y ruidoso grupo, interesándose con fragmentos de tabaco en rollo o cigarros la partida; el recitado, los cantos de los «payadores», en disputa sobre la mayor o menor habilidad de cada uno para improvisar, fuese por «cifra» o de otra manera; la matanza de la res brava dentro del potril o en la orilla del monte, en su caso, cogida a «lazo» por la cornamenta o a «pial», o con un tiro de «boleadoras»; la domadura de potros en la zona despejada, cuando era amplia, y el adiestramiento de los mismos ya domesticados, para la vida del monte -en cuyos ejercicios sufrían duras lecciones la cabeza, las narices y los lomos de los nobles animales: estos y otros cuadros originales y pintorescos desenvolvíanse y pasaban como en un diorama a través del follaje en el misterio de la selva.

No obstante, no todos los matreros se asociaban en comunidad y construían sus toscas habitaciones, poniendo en juego los recursos de su ingenio. Los había también solitarios, chúcaros y sin hábitos de trabajo, aun para proporcionarse algunas comodidades pasajeras. En esto mismo, el «matrero» de tales aptitudes copiaba a la naturaleza, buscando buenos modelos.

En las selvas de otras regiones más cercanas al trópico, vive un pájaro de un plumaje azul sombrío, de un canto hermoso de diversos tonos, llamado «Morajú»; el cual nunca fabrica nido, ni se preocupa de dar de comer a sus hijuelos. La hembra aova generalmente en los nidos de las «cachilas», si los hay próximos, y si no, en otros de los que se denominan «rastreros». Las piadosas «cachilas» alimentan a los pichones grandes y voraces, aun cuando no han salido de sus huevos, adoptándolos así amantes, como miembros de sus pequeñas familias.

Bajo nuestro clima, críase otra ave de color negro tornasolado,   —215→   cuyo canto dulce cautiva, y que como el «Morajú» no construye vivienda. Su compañera busca siempre aovar en el nido de las «horneras», sin duda más abrigado y sólido que el de otras avecillas, aunque no tenga su puerta o entrada hacia donde nace el sol. Ese pájaro es el tordo -el «Morajú» de los bosques paraguayos y correntinos. Cuando le es forzoso violar el domicilio y sustentarse en él, no encontrando en las «horneras» la amistosa tolerancia que la viscacha, el zorro y el hurón dispensan a las lechuzas en sus cuevas, hace uso de sus garras y agudo pico hasta usurpar al propietario la pacífica posesión de su domicilio.

Algo parecido hacía el «matrero» de la clase a que nos referimos. No construía. Buscaba en cambio su albergue en sitios a cubierto, preparados por las bestias a fuerza de instinto, de garra y de tesón. Acechaba y perseguía al puma y al tigre, cuyas cuevas o cavernas le interesaban por la situación topográfica y el secreto del escondite. En lucha con una u otra alimaña, y merced al «lazo» o al trabuco, concluía por vencerlas; ocupaba entonces la guarida, mejorándola en parte; y en ella veía transcurrir sus horas solitarias. Este sub-género o variedad del tipo, arisco, indómito, con propensiones naturales al delito por herencia y cuya crueldad de instintos no se diferenciaba mucho de la índole feroz de otros habitantes inferiores del monte, era como el fantasma negro de los vecindarios pacíficos por su perversidad y osadía. Reacio al avenimiento con los «matreros» de buen origen, buscaba sus iguales, o vivía solo en madrigueras desconocidas, en lucha constante con los elementos y los hombres. Verdad que estos montaraces replegábanse como las fieras a lugares muy apartados, convencidos de que los que «por necesidad» llevaban su existencia, eran también sus enemigos y no les toleraban cerca, acosándoles con el mismo rigor que a aquellas. Los «matreros» de esa índole, eran los menos: criminales comunes y desertores de la tropa de línea extranjera, sobre los cuales pesaba una condenación a muerte. Empedernidos e inabordables, la bestialidad de sus actos los hacía odiosos, al punto de que todos se armaban contra ellos   —216→   -colocándolos al nivel de los perros cimarrones. Dábanles albergue los montes al norte del Negro, inexplorados y siniestros. El «sombra del toro» y el «guabiyú» servían de techo a sus guaridas; hacían sus salidas sigilosas para avanzar las poblaciones por la noche; mataban a veces «por lujo», como una proeza indispensable a su renombre sin fijarse en edad, ni sexo; volteaban las reses al solo objeto en ocasiones de arrancarles las lenguas o de cortar la parte del costillar de arriba, según estilo del salvaje, dejando el resto de las carnes para festín de los pumas; derribaban las palmeras más enhiestas por el solo placer de comerse los cogollos tiernos, y cruzaban luego los troncos por delante de los senderos del interior del monte, a fin de que en ellos se aglomerasen las parásitas en enormes trenzas de guías y cubriesen los claros importunos. No pocos de estos hombres enseñaban en sus cuerpos multitud de cicatrices, huellas indelebles de bala, de lanza, de «facón» y aun de garras de yaguareté -signos inequívocos de su valor y tabla irrecusable de sus anales sombríos. Ya uno, dejado como muerto con seis u ocho heridas, después de un combate desesperado, habíase arrastrado hasta el monte envuelto en un sudario de sangre; ora aquel, había burlado a su enemigo merced al nudo del pañuelo que llevaba ceñido al pescuezo, cuando en la noche oscura y dentro de un pajonal silbando todavía las balas, pasóle rápido el cuchillo por la garganta; ya el otro, que había sido fusilado sin proceso ni sentencia en una tarde de invierno por un destacamento que sólo a eso se detuvo en su marcha precipitada, a la orilla de un barranco, recibiendo en pos de la descarga un culatazo que dio con su cuerpo en el fondo, tuvo en noche cruda por ángel y amparo una mujer que con ayuda de otras lo arrastró hasta su rancho, casi moribundo... ¡Lúgubres historias las de estos seres deformes, que más tarde solían sucumbir como héroes en lucha santa confundidos en la hueste batalladora, sin haber perdido uno solo de sus instintos indomables!

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Inicióse para Luis María, ya que no para Cuaró, un nuevo género de aventuras y una existencia -de cuyo fondo y detalles hemos dado una síntesis, poniendo de relieve sus formas más interesantes- en un monte escondido por las asperezas del terreno, flanqueado a intervalos por valles húmedos con su manto de cortaderas y «caraguataes» y sus legiones de pastos salvajes. Una serie de cerrillos coronaba el lado opuesto sirviendo de ante-mural al monte, de cuyas cumbres en medio de sepulcral silencio bajaban rodando a ciertas lloras con estrépito enormes pedruscos basta reunirse con las que en el bajo formaban como una barrera. Las aguas de las vertientes desviándose en parte, corrían a lo largo de aquella cadena de rocas y por hondas sajaduras bordeadas de arbustos espinosos, iban a engrosar el cauce del fuerte arroyo -oculto por grandes festones de vegetación indígena. Hacia el centro, al comienzo de un valle, el monte espeso y nutrido se dilataba en el terreno firme, alejándose un centenar de metros de la cuenca. Dos «picadas» estrechas, obras exclusivas del ganado vacuno, conducían a la orilla, en culebreo entre los «talas», «blanquillos» y «mataojos»; un sitio descubierto encima casi del ribazo, del que apenas lo separaba una línea de árboles juntos y enredados por sus ramas en gruesas redes, constituía como un potril de pastos de engorde, por lo que sin duda los novillos habían abierto un sendero corto, ligándolo con la primera «picada». Allí fue donde creyó Cuaró debían instalarse por algunos días, hasta adquirir noticias. Al efecto, improvisaron con grandes gajos y pieles su alojamiento, poniendo en ello Esteban toda su práctica e ingenio. Los lugares escogidos no podían ser más apropiados para evitar toda sorpresa; y siéndoles muy agradable darse alguna semana de reposo, tomaron posesión del sitio o escondrijo con la mayor tranquilidad de espíritu. En la noche de ese día se durmieron tan profundamente, que sus cuerpos presentaban la inmovilidad de   —218→   los troncos. Cuando Luis María abrió los ojos, el sol bañaba el «potrero» con intenso resplandor.

Ese y otros días fueron de faena y de excursiones, dándose recién entonces Berón exacta cuenta, de lo que era en todo su colorido la agitada vida del «matrero». Poco sin embargo, habría sido pasar semanas y aun meses, -como llegaron a transcurrir-, sin otra morada que el bosque; si el peligro no hubiese venido a comprometer seriamente más de una vez la situación de sus huéspedes. La vigilancia, desde el principio, llegó a ser para ellos una segunda actividad fatigosa. Durante el día recorrían determinada zona, en los contornos, recogiendo datos en los ranchos, -casi siempre vagos y oscuros. De cuando en cuando los vecinos pacíficos, comúnmente hombres y mujeres viejos, deciánles que habían visto cruzar partidas armadas; y que se precaviesen... Por la noche, alternábanse en el acecho hasta cierta hora, ya en lo alto de un «molle», ya en la intersección de los senderos; y cuidaban de apagar temprano el fogón encendido bajo el nivel del suelo, a media vara de profundidad por lo menos, de modo que su claridad no fuese percibida a la distancia.

A algunas cuadras del monte, y en sitios donde el terreno presentaba menos escabrosidades, y sólo una sucesión de «cuchillas» poco rugosas, existía el rancho de Ladislao, -un «matrero» que lo habitaba por horas, y por días a veces, retirándose luego al bosque con su mujer Mercedes. En oportunidades de encontrarse los dos en aquella choza mísera, -sin otros accesorios que una huerta raquítica, un árbol descuidado y una enramada pequeña en esqueleto-, Luis María y Cuaró se habían acercado y conversado con ellos. Ladislao era un mocetón del pago, y por lo mismo baqueano y experto. De sus reducidos bienes, quedábanle únicamente algunas yeguas ariscas, pocas docenas de ovejas y una piara de cerdos, sueltos y casi cimarrones, por falta de cuidado. Lo demás, había sido consumido o arrebatado por portugueses y brasileros en menos de un año. Contóles Ladislao sus trabajos, y las causas que tenía para buscar con tanta frecuencia refugio en el monte. Había sido de los últimos en dejar a Artigas, y de los primeros   —219→   en no plegarse a Frutos, cuando éste se adhirió a la causa de los vencedores. Purgaba esta falta hacía tiempo, viviendo a salto de mata; pues, aunque durante meses habían como olvidado aquel pago las partidas, recomenzaban ahora a cruzar sin miedo, echando mano de lo que veían, a su antojo. Según decían, traían también orden de «arrear» con todos los «vagos y matreros» hasta el campamento de Frutos; y, con particularidad, a aquellos que no lo habían seguido.

Como estas entrevistas con Ladislao solían renovarse con bastante frecuencia, supo por él otra tarde Luis María, que don Leonardo de Olivera había disuelto su gente en el río Negro, y sometídose a la autoridad de Lecor; y que esta noticia la tenía por conducto de un portugués Pontecorbo, quien en busca de cueros y cerdas, llegábase muchas veces a su rancho, en camino para la villa de San Pedro. Afirmaba el sujeto ese, que, en marchas forzadas Álvarez de Olivera, rumbos al Negro en busca del revolucionario don Manuel Durán que por esos pagos merodeaba con un grupo de hombres mal armados, había realizado al fin la junción con éste en el Durazno; y, que, después de mantenerse firmes largos días, sin permitir que se apartasen mucho de su campo los destacamentos de Lecor, habían concluido por «largar la gente», dando así lugar a que las partidas pudieran atravesar con seguridad por todos los distritos.

Aunque de origen sospechoso, no dejó de impresionar al joven patriota la noticia. ¿Era posible que hubiera cesado ya toda resistencia, cuando empezaba recién él a pelear y a ungirse en el sacrificio, a probar su amor por la redención de su tierra, y a sufrir los rigores que todo ideal impone a quien le rinde ferviente culto y anhela convertirle en una realidad luminosa? ¡No debía aquello ser cierto!... Salvo que algunos, que no alcanzaban a la talla de los que con él se habían batido, hubiesen entregado la patria al extranjero en cambio de un título de conde o de marqués, ya que no de una orden cualquiera pensionada. En sus puros ensueños de juventud, figurábase todo esto como una monstruosidad. ¡Mientras que él había abandonado con   —220→   el cariño de los suyos las comodidades del hogar y las esperanzas de un porvenir risueño, para exponer la vida en los combates o arrastrarla luego en tristes peregrinaciones, -sin el pobre consuelo de ser comprendido y estimado-, otros que sólo se agitaban para la adulación cortesana y la intriga, vendían al «vil precio de la necesidad» o de sus febriles ambiciones, con su honra y su prestigio, la gloriosa herencia de una generación valiente! Eso hería sus elevados sentimientos, y no tenía cabida en su criterio lúcido. No sabía cómo pensarían sus compañeros; pero, probablemente sería lo mismo. Por un fenómeno natural en los temperamentos fuertes, nacidos para la lucha, sintióse con más ánimo -aun en medio de la duda- para perseverar en la empresa; solo, sin ayuda de poderosos, con esa fe profunda que no desmaya aun cuando cien hostilidades reunidas se opongan al intento. ¿Qué importaban los triunfos efímeros de las malas causas ante esa fibra que resiste a todos los halagos y seducciones, como una protesta viril contra la cobardía y la traición? Al vibrar en su propio ser, bien sabía él que su dureza era natural en los que habían visto la luz bajo el mismo clima. Entonces su ideal era robusto como un ombú, porque era el ensueño del pago y la aspiración común de su tierra: -la libertad, en hombros de la soberbia nativa. ¡El porvenir pertenecía a los fuertes!

Así pensando, sentado en un tronco caído, la tarde misma en que tales noticias recibiera; mientras Cuaró ensartaba en el asador un trozo de vaquillona, y el liberto reanimaba el fuego arrimándole ramas gruesas, sorprendióle a Berón la aparición de Ladislao en la encrucijada, en donde se apeó.

Después de asegurar su tordillo negro por el cabestro de un árbol, vínose a prisa, llevóse para saludar la mano al sombrero por la nuca dando las «buenas tardes dé Dios»; y, deteniéndose a algunas varas, púsose en cuclillas sobre los talones mirando a otro lado como distraído, y dijo con calma:

-Andan a tiro de bolas los portugos, y muy entonaos... ¡No se descuide!

  —221→  

-¿Tan cerca?

-Parece asina...

Cuaró aproximándose, preguntóle muy grave:

-¿Qué bombeó, aparcero?

-Rabudos- dijo Ladislao, escupiendo con los labios fruncidos. Quieren venirse al humo. Cuenta Cresencio, el mozo de la estancia del Arrayán, que es baquianazo en el pago, que a cosa de la siesta estando él arrocinando un redomón, vido cruzar rumbo a las puntas una partida de lanza... De aquí a las puntas haberá dos leguas cortitas. Cresencio los bicheó de goloso; y como acampasen, se volvió de un tirón a avisarme que cuidase de la osamenta...

Por eso he venido de un galopito.

-Gracias, Ladislao. ¡Trataremos de recibirlos bien!

-Mire, amigo: -añadió el matrero, interrumpiendo a Luis María- dejé sola a la mujer en el rancho; y como quiera que las piedras rodando se juntan, me voy ya a buscarla, y de aquí a un ratito estoy de güelta con el carguero.

-Venite, y los peleamos lindo -repuso Cuaró.

-Ya mesmo. Soy baqueano en toda la costa del arroyo, dende las puntas al río... ¡Cuando enderecemos, ni el rastro! Si se ofrece, con poner cara fiera está todo listo.

Esto diciendo, Ladislao se fue.

Ladislao era un criollo de tez morena, pálido, casi lívido y ojos verdes, bien adornados de cejas y pestañas muy negras. Alto, membrudo, desenvuelto y ágil, tan gran jinete como «matrero», completaba su plenitud fisiológica una astucia de zorro y una osadía que solo da la costumbre del peligro. Mercedes, su compañera, constituía todo su consuelo; era ella quien retemplaba su fibra en la lucha cruda y hacíale amar la existencia. En las horas amargas ¿qué luz más hermosa que su cariño?

Lo duro de su destino reservábale sin embargo, esa misma tarde una prueba dolorosa...

Cuando salió de la picada, avanzaba ya el sol a su ocaso. El valle, las lomas, el monte en todas las lejanas perspectivas que la vista dominaba, aparecían desiertos. Arrimó entonces espuelas, y galopó a lo largo de la costa hacia su rancho solitario.



  —223→  

ArribaAbajo- XV -

La mujer del matrero


Ese día, más que otras veces, se encontró mayor tiempo sola en el rancho Mercedes. Por aquellos lugares solitarios raro era el transeúnte que al galope de su caballo interrumpía la monotonía salvaje hiriendo los aires con el ruido de los cascos o con los ecos de una canción criolla. Caía el sol tras una empinada loma, al mismo tiempo que la sombra en el bajo de las manzanillas en flor, y comenzaba a elevarse de los pantanos un frío vaho de tierra que trasuda con olor de ciénaga revuelta que parecía estimular a las ranas en su concierto de voces tan semejantes a las de un teclado sonoro bajo dedos de vigorosa pulsación. Un «carancho» trazaba sus anchos círculos sobre la huerta miserable lanzando secos graznidos; algunos gavilanes permanecían inmóviles en los picachos de lodo seco de una «tapera» -como haciendo la guardia a un cordero moribundo que había concluido por caer sobre sus brazuelos junto a un cardizal marchito; y un poco más lejos -hozando vivaces el suelo blando del declive- dos o tres cerdos silvestres de cuerpo enjuto, largas crines, rabo desnudo y olor de fiera, disputábanse con ronco gruñir los deshechos de un «carpincho» y las raíces jugosas de unas matas. Del bosque cercano -casi escondido al pie de la cuchilla- surgía confuso rumor de insectos entre silbos de chingolo   —224→   y comadrera charla de gallaretas, sin que nada se moviese en el misterio del follaje, ni de sus millones de átomos se descubriera un solo enjambre a lo largo de la orilla.

A esa hora, estando aún sola Mercedes, acertó a pasar por el rancho, o en derechura a él quizás vino, el portugués rubio de otros tiempos, de tránsito para la villa en donde tenía su comercio. Había realizado bastantes compras de cueros ovinos con señal o sin ella, con perjuicio de la propiedad privada y del fisco, en aquella zona de la campaña; y se volvía satisfecho a la población al paso de su cabalgadura, que se asemejaba entre las medias tintas de la tarde, con su gran carga a ambos costados en lento balanceo a un fornido dromedario.

Viendo caída la piel de toro que cubría la entrada al rancho, y a Mercedes al parecer sin compañía, experimentó una sensación fuerte; y dando con su cuerpo en tierra, condujo cerca de la enramada su caballo manco y reyuno, entrándose luego con la mayor confianza en la vivienda de la criolla.

No se sorprendió Mercedes al verle; por el contrario contestó con buenas maneras su saludo.

Ya lista para irse al monte, habíase ceñido un pañuelo de algodón en la cabeza, y unido sus extremos por debajo de la barba.

Su tez morena ligeramente encendida en las mejillas, su boca de labios oscuros pero pequeña, con dientes muy blancos, sus ojos negrillos y lucientes -un tanto provocativos- ornados por pestañas nutridas y cejas arremolinadas negras también, sus formas redondas y pie desnudo delgado y estrecho dentro de una especie de zueco de suela fina-, eran detalles que, reunidos a las circunstancias favorables del momento debían incitar los instintos torpes de Pontecorbo.

-¿No hay «mate» amargo para el forastero? -preguntó en buen castellano el portugués.

-Ya es tarde, -dijo la criolla- y el tiempo me falta. Ladislao está aguardando. De esta vez tiene que disculpar, mozo; que no hay desaire...

  —225→  

-Disculpada siempre está... Pero, alléguese un poco, Mercedes.

-¿Y por qué he de allegarme?... ¡No faltaba otra cosa!

La criolla, esto diciendo, púsose a reunir algunas piezas de ropa blanca y otros objetos en un poncho de «vichará», cuyos extremos ató cuidadosamente.

El mercachifle un tanto pálido e inquieto, abandonó de pronto su asiento de cabeza de buey; y después de arrojar una mirada al campo, dijo con acento meloso:

-No tengas miedo que él nada sabrá...

Mercedes volvióse rápida sin contestar, y se dirigió a la puerta; pero, Pontecorbo la cogió con fuerza de las manos, añadiendo:

-¡No te vas!

La criolla se desprendió enérgicamente, para buscar otra salida. El mercachifle levantó entonces en alto el rebenque, en son de amenaza, y la hizo permanecer inmóvil como rendida.

-¡Por favor! -murmuró Mercedes.

Él pareció ablandarse, y dijo:

Nom seyas mala. Toudo ficará entre nos!...

-Procúrese eso en el pueblito. Si mi hombre lo encuentra aquí, ya habrá fandango...

-Contigo quiero bailarlo. Mira este prendedor ¿no te gusta?

Y sacándola del bolsillo, le enseñó una caja abierta.

-Guárdesela, no la preciso -repuso la criolla con desprecio.

-Has de avenirte...

-¡Que no!

Pontecorbo, perdida la paciencia, se avanzó de súbito alargando el brazo, y apretó los dedos como pinzas en el cuerpo de la mujer del «matrero», que estaba toda temblorosa.

Al sentirse asida, Mercedes se sacudió con fuerza y dio con las dos manos abiertas en el rostro de su agresor, lanzando una voz parecida a un ronquido de leona lastimada; y al retroceder, tropezó con una banqueta de madera, cayendo de espaldas en el suelo.

  —226→  

El golpe la dejó aturdida, casi inerte; y cesó de luchar...

Minutos después, Pontecorbo salió del rancho, mirando con temor a todas partes.

No había cerrado aún la noche, y percibíanse claros los objetos a la distancia. Tranquilo de su inspección, montó a caballo, y se marchó, guiñando el ojo hacia la puerta, con ese aire satisfecho del que habla consigo a solas después de realizar un deseo largo tiempo comprimido.

Pasados algunos momentos, Mercedes salió fuera del rancho a pasos tardos, arreglándose el pañuelo en la cabeza un poco desgreñada, con la cara muy encendida, el pecho agitado y el mirar avieso.

Paróse a algunas varas del rancho, cruzándose con violencia los brazos; y púsose a mirar al bosque. Había en su gesto una expresión profunda de humillación y pena.

Salían paso a paso varias bestias de su abrevadero, húmedos y resollantes los hocicos, para detenerse pronto en la falda a triscar las yerbas, levantar las cabezas con aire somnoliento de vez en cuando o echarse las más de lomos con fruición para atenuar las picaduras de tábanos y otros escozores de la jornada. Un perro -cruza de mastín hembra y de puma- tendido junto al cerco de «cina-cina», las observaba atento moviendo a uno y otro lado la cola.

Ladislao impaciente entre tanto, venía apresurando su llegada al rancho. La soledad de Mercedes lo tenía inquieto.

La distancia a recorrer no era larga, y le fue fácil trasponerla en un galope.

Cuando sujetaba su caballo vivo y fogoso, Mercedes que habíase entrado nuevamente en el rancho, salía con su atado de ropas, diciendo en voz muy alta:

-¡No te apees, Ladislao!

-¿Que se ofrece, china? -preguntó éste con acento cariñoso, apoyando sus manos en la encabezada.

-Algo de afligido -contestó Mercedes llorando.

Pontecorbo pasó por aquí...

-¿Y que hay con eso? -interrogó el «matrero» con sobresalto.

  —227→  

-¿Qué hay? Que me hizo caer para atrás sin yo quererlo y me lastimó la cabeza. ¿No ves la sangre, aquí en la mano? Pero eso sería nada... ¡Como yo estaba como muerta!...

Mercedes calló, sofocando un sollozo.

Ladislao se puso muy pálido, y escupió con fuerza.

Después preguntó con acento ronco y breve:

-¿A que lado rumbeó?

-Derecho a aquellos saúcos.

Mercedes extendió el brazo en la dirección indicada, agregando:

-Reciencito se fue en un pampa reyuno. Se me hace que está todavía encima...

El «matrero» sin replicar palabra, volviendo riendas, arrancó a gran galope rumbo a la loma.

Desde la altura con sus ojos de ave de garra, vio al portugués que subía la alda de otra «cuchilla» lejana, al trote más largo de su jamelgo.

Procuró entonces no ser visto a su vez, enderezando el caballo por los sitios más cubiertos o escabrosos.

Así marchó algún tiempo.

Su perseguido ocultábase a intervalos en la sombra de los bajos y demoraba su reaparición en las crestas de las «cuchillas», destacándose entonces sobre el fondo rojizo del horizonte como un bulto de enorme vientre balanceándose al paso del buey.

Una que otra población se avistaba en las lomas apartadas. El terreno por delante aparecía sin pastores ni haciendas. El «matrero» seguía los pasos de Pontecorbo lenta y pacientemente, ocultándose en lo posible, así como el felino que rastrea la presa hasta aplastarse sobre el vientre -el aliento comprimido, las narices dilatadas, el ojo fijo y siniestro. Persecución en despoblado callada y lúgubre, entre las sombras del crepúsculo, con sus pausas breves y sus rodeos sigilosos, debía terminar muy pronto; y así sucedió.

En cierto instante en que Pontecorbo acababa de apearse en lo hondo de un declive, para apretar la cincha, Ladislao arrancó a toda rienda hasta coronar la loma que   —228→   descendió rápido un largo trecho, antes que el portugués ya a caballo comenzase a subir la empinada falda vecina, desde cuya cumbre divisábase muy lejos el campanario de la villa.

Pontecorbo volvió al ruido la cabeza con recelo, mirando por encima del hombro.

El «matrero» moderando el paso de su caballo, lo puso al trote corto; y mordiendo el barboquejo gritó al fugitivo con el acento más natural del mundo:

-¡Refrene amigo, el «pampa» sucio!... ¿Adónde agarró esos cuerambres?

Pontecorbo que había reconocido en el acto a Ladislao, no pudo menos de estremecerse; con todo, deteniéndose en el bajo, se apresuró a contestar en tono alegre y camandulero:

-En la costa del Yi, y con minha prata compadre.

-¿Compadre? -arguyó Ladislao apretando más fuerte el borboquejo26. -¡Ya verás!...

Y se acercó hasta ponerse encima de él, con gesto fiero.

Pontecorbo apercibióse recién del peligro inmediato, echando en el instante mano al mango de un machete que llevaba debajo del cojinillo.

-¿Qué vas a hacer, ladrón? -rugió el «matrero» iracundo.

Y sin darle tiempo para nada, de un golpe con la argolla del rebenque en la cabeza lo derribó al suelo atontado, rodando en el bajo como una mole.

Inmediatamente Ladislao se desmontó de un salto, y echándose sobre él, sujetóle las dos manos bajo sus rodillas, sentado a horcajadas sobre el pecho; y dio principio cuchillo en mano, con pulso firme, serenidad suma y acción veloz a una operación cruenta. La de cortarle las dos... orejas.

Si bien aturdido por el golpe, en cierto momento el mercachifle lanzó un quejido y se encogió tembloroso. En medio de aquellos sitios, sólo los graznidos del carancho o los gritos de los «chajaes» de los esteros cercanos podían responder a su lamento. -Ladislao no se inquietó por la protesta, y apretando más con las rodillas, continuó su faena.

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Terminada ésta, reincorporóse envainando el cuchillo después de limpiarlo en la blusa de la víctima; oprimió bien la mano izquierda como si en ella algo encerrase, deslizándose por entre sus dedos al pasto uno o dos hilos de sangre venosa, la sacudió para hacer saltar las últimas gotas -con un gesto de repugnancia-, y dirigiéndose a su caballo saltó tranquilamente en los lomos sin poner el pie en el estribo.

Cuando volvía ya bridas hacia el rancho, Pontecorbo se levantaba tambaleante, desencajado, con parte de sus ropas sueltas y enrojecidas, sin conciencia tal vez de lo que le había ocurrido; y corría derecho al «pampa» como un hombre que ha recibido una pedrada en mitad del cráneo, y vacila como un trompo sobre sus pies, presa del vértigo.

Ladislao siguió impasible su camino, y con las primeras sombras llegó a su morada, a galope firme, sentando los remos su caballo, con gran ruido en el bazo semejante a un hipo violento, junto al cerco de «cina-cina» que resguardaba el frente del rancho.

Mercedes estaba sentada en el umbral, con las dos manos en el rostro, y el atado delante.

A poca distancia de ella, el mastín cruza de puma con color tendido a lo largo parecía entregado al sueño, con el hocico en tierra.

El «matrero» al desmontarse, arrojó algo al perro, sin pronunciar palabra.

Mercedes alzó el semblante y miró con fijeza lo que había rodado por el suelo, y que el mastín saliendo de su sopor, púsose al fin a olfatear. Pareció presa de una gran emoción. Ladislao la observaba, mudo y sombrío, levantada el ala del sombrero y el brazo colgante del cuello de su tordillo.

El perro, que había apartado las narices, las acercó nuevamente, estuvo un instante oliendo, sacó la lengua dos o tres veces sin tocar aquellos objetos, y dando por último un fuerte resoplido, retrocedió arrastrándose sobre sus cuartos -para volver a su interrumpido suelo.

-¡No le gustan! -exclamó Mercedes con una risa casi feroz.

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-De adonde, si el perro es delicao -dijo el «matrero» mirándola de soslayo.

Transcurrido un corto silencio, hizo una seña a la criolla.

Ésta cargó con el atado, y aguardó a que Ladislao montase.

Cerraba la noche sin luna todavía, pero con miríadas de estrellas. El «matrero» estúvose un instante con los ojos fijos en el horizonte; luego saltó muy ágil en el recado y fuese de un pequeño brinco hasta el crucero, haciendo a su compañera un lugar a grupas, al mismo tiempo que le alzaba el fardo. El tordillo dio una vuelta sobre sí mismo. Sujetólo él y alargó el brazo: Mercedes puso el pie en el estribo y con toda destreza se sentó detrás. El jinete acomodóse, muy junto con ella, pasóle el atado, y echó a andar.

En tanto caminaban a campo y cielo abiertos sin más compañía que los luceros brillantes arriba y abajo las alimañas y el ganado arisco, mudos, casi desolados, -Mercedes pasó los brazos al cuello de Ladislao, atrajo dulcemente hacia si su rostro, y le dio un beso.

Él pareció estremecerse y detuvo el caballo. Su cabeza había conservado la posición que le diera con su abrazo la criolla, a quien miraba de lado, velados sus ojos grandes de pupila verdosa y fosforescente, por una expresión hondamente triste. Luego la inclinó sobre el pecho, y picó espuelas, hasta arrancar al tordillo un resuello de dolor.

Cuando ya entraban por una «picada» estrecha al monte lleno de rumores, volvióse preguntando:

-¿Trujiste el caldero?

-Aquí viene, -contestó Mercedes con un suspiro.

Volvieron a besarse, siempre de lado, y callados se perdieron en las tinieblas.



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ArribaAbajo- XVI -

De monte en monte


Al final de aquella «picada», que no era otra que la del «potrero» en que acampaban Luis María y sus camaradas de fogón, Cuaró vigilante, recibió a Ladislao y Mercedes. Apeáronse éstos para encaminarse por las tortuosidades del sendero oblicuo, llevando el caballo del cabestro, después de cambiar pocas palabras con el teniente.

Esteban, sentado en un gran raigón viejo junto a las brasas, aprestábase a cebar el «mate» con una bolsita llena de yerba, abierta, a la vista. Concienzudamente, sacaba palito por palito de ese saquillo, que iba echando en el fondo de la calabaza como para formar «estiva o camada» que a su vez sirviera de reparo a la «bombilla» previniendo se tupiese de polvo fino al tomarse la infusión. Como sirviente de buena casa, con mucho agasajo acogió a los nuevos huéspedes.

Berón se encontraba en el ribazo entre dos árboles de corta talla, echado sobre las matas silvestres y entretenido al parecer en ver chapuzar y zabullirse entre anchos círculos salpicados de gotas que solían despedir luces brillantes al suave cabrilleo de las aguas, a una media docena de «mbiguáes» hambrientos que hacía poco se habían abatido en el remanso sin graznidos ni aleteos. Apenas el ruido   —232→   ligero del chapuz, al que se unía el no menos leve del salto de uno que otro pescadillo perseguido, denunciaba la presencia de aquellas aves en el arroyo. Algunos bultos pequeños cruzaban a ratos la superficie; de estos bultos, que al nadar rápidos iban dejando como un surco en la canal, sólo asomaban las cabezas peludas. Parecían haber hecho pacto de fraternidad con los «zaramagullones», pues no se hostilizaban entre sí. Eran «ratas de agua» buenas comadres de barrio que andaban de una a otra escarpa poniendo a prueba sus pies membranosos y sus aptitudes natatorias, en concurrencia con los palmípedos. De vez en cuando aparecía en medio del cauce, nadando «al largo» y gruñendo sordo, un «carpincho»; y entonces, «mbiguáes» y ratas se zabullían, hasta dar tiempo al pasaje del cuadrúpedo anfibio, si es que éste no se sumergía también de pronto hasta el fondo mismo de las aguas. En tal caso, aquellos sempiternos nadadores se replegaban silenciosos a la escarpa, debajo de los árboles, abandonando el teatro de acción al cerdo acuático de afilados dientes y bravas uñas, de modo que, así que reaparecía su estúpida cabeza al rato, dando un ronquido, las aves se escurrían en sentido opuesto como gallardos esquiles, sin preocuparse más de aquel monstruo de hocico porcino, pelaje de león y uñas de topo. A la nocturna escena no faltaba tampoco su acompañamiento musical, como para hacer más sabroso el festín. A intervalos cantaba alguna calandria soñadora desde el fondo de un «tala»; y a sus ecos melodiosos, el «chingolo» melancólico lanzaba sus silbos cual si ya viniese el alba. Estremecíase entonces la coruja en su rama, respondiendo con un chillido lúgubre, propio a advertir que la noche recién daba comienzo.

Aunque con los ojos fijos en el remanso, lejos estaba Luis María de poner mucha atención en esos detalles. Parecía caviloso. Tal vez el recuerdo de sus padres y de su hogar habíase como enclavado en su memoria, después de varios meses de ausencia, de continuas fatigas y sinsabores; quizás trabajaba su espíritu un principio de desaliento por las nuevas recibidas, y pensara que era necesario arrancarse a aquella situación excepcional para él, moverse, buscar   —233→   la reunión con el mayor número, obtener datos positivos y resolver por último en vista de los sucesos lo que fuere digno y patriótico. Mientras las vicisitudes y emociones de una vida agitada, propias del peligro y de la lucha colectiva dominaron su organismo, adunadas al quebranto físico, a los insomnios y a las privaciones de cada día, su cerebro no se encontró en estado de meditar; y, propiamente, él iba cediendo a una idea tenaz, noble, grande que debía eclipsar en cierto modo ante las deficiencias y exigüidades del medio, el instinto imperioso de la propia conservación. Pero, ahora no eran las mismas las circunstancias: tantos días de reposo habían devuelto sus fuerzas al cuerpo sintiéndose él más robusto y apto para las vertiginosas marchas militares; los dolores y fenómenos nerviosos habían desaparecido con los rigores del invierno; una sangre nueva y ardiente hinchaba sus venas pasando como una ola bajo su cráneo; y al observar la naturaleza toda que lo rodeaba vestirse de hojas y de flores y llenarse de perfumes y armonías, bien pudo él creer que su briosa juventud valía tanto como aquella primavera. ¡Sin embargo, permanecía inactivo! Verdad que el peligro amenazaba por todas partes, y que era forzoso exponer diez veces la vida para trasponer distancias y comarcas en alas de una esperanza por entonces ilusoria. ¿No se hallaba acampado el enemigo en la costa, a poco trecho, y en vísperas acaso de venir a sorprenderlos y exterminarlos en su escondrijo mismo, sin cuartel, con lujo de rigor, tomándolos en cuenta de animales cimarrones? Si eso ocurría, -que bien podía suceder-, el bosque guardaría por largo tiempo o por siempre el secreto, como guardaría ya tantos después de dos lustros de guerras: y si algo se supiese, sería que allí habían sido muertos tras rabiosa pelea cuatro «matreros» temibles, espanto de vecindarios y baldón de su raza. Pero, ni esto había de decirse. Los hombres caían a cada instante y se abrían sepulturas sin tosca cruz que las denunciase; menos favorecidas que las del charrúa, cuyos despojos se arrojaban en sitios que un montón de piedras señalaba al viajero, en prueba de tristes funerales. El monte, amparo y refugio del perseguido, era también como una   —234→   losa sepulcral: de sus dramas ignorados, pocos hubieran levantado entonces una punta del velo impenetrable.

Más de una vez desde el potril oscuro, Luis María había visto pelear furiosos, chocándose contra los troncos, hundidos hasta los vientres en las breñas, a dos toros del ganado disperso en los claros del bosque. Apenas bramaban, resonando las astas en el encuentro lo mismo que gruesas cañas que estallan en un incendio. Y después de este tremendo combate a solas, apartarse el uno con el cuerno destilando sangre; e ir el otro a tropezones al ribazo, echarse allí en el lecho de arena que enrojecía poco a poco, y morir sin un resuello entre temblores.

¿No revestía acaso una forma análoga la suerte del «matrero»? El grito de su denuedo heroico no pasaba de la bóveda flotante; vencedor, su triunfo por glorioso que fuera sería siempre para los demás un crimen; vencido, su cuerpo mutilado y desnudo, pasto de las fieras y de las aves voraces. La soledad del desierto y el completo olvido: ¡tumba verdadera, entre esos dos grandes silencios!

Luis María oprimió nervioso la culata de la pistola que llevaba al costado, y se puso de pie.

Enseguida, se dirigió a su fogón.

No dejó de ser para él un consuelo la presencia de los nuevos huéspedes. Aumentada la sociedad, hacíase más llevadera aquella vida y menos fatigosa la faena diaria de vigilancia y de adquisición de víveres. Dada la baquía de Ladislao27, su actividad y fortaleza de ánimo, presentábase también la ocasión de probar fortuna volviendo a las «cuchillas».

Muy cerca de una hora se la pasó con él en amena plática sobre diversos temas campestres. El «matrero» en toda su conversación, no dio a conocer ni en el gesto lo que sentía en el interior de su alma. Al oírsele, nadie se imaginaría que aquel hombre hubiese pasado pocas horas antes   —235→   por un trance tan amargo y rudo, como el del episodio dramático de Pontecorbo.

Mercedes, con un aire natural pasivo y resignado, ayudaba eficazmente al liberto en sus tareas de fogón. A veces pasábase la punta del pañuelo que cubría su cabeza por los labios, y miraba al soslayo hacia donde se hallaba Ladislao con una expresión triste.

Luego vino Cuaró a reunírseles. El «mate» siguió todavía circulando por algunos momentos.

Ya era tarde, y como viese Ladislao que el fuego estaba demasiado vivo, advirtió que «sería bueno apagar.» Por única respuesta, Cuaró echó en aquella especie de hornalla, así que separó los tizones gruesos que despedían fuertes gases, varios puñados de tierra arenosa, traída expresamente del ribazo y acumulada allí. El resplandor cesó de súbito.

Tampoco lo necesitaban, pues empezaba a esparcir sus rayos la luna plateando de lado las copas más altas; y era ya hora del descanso.

Buscó cada uno su lugar, a la espera del sueño, que para todos era un consuelo a la par que una necesidad imperiosa. Cuaró fuese a dormir debajo de los «molles» que festonaban la picada, cauteloso y previsor.

Teníanle algo inquieto ciertos «signos» sospechosos, que le había hecho notar Ladislao, como si alguna novedad ocurriese en el campo.

Esos fenómenos nada frecuentes, continuaban de rato en rato.

Primeramente, fijóse que los patos se azotaban de un modo precipitado y violento en el arroyo con mucho ruido de alas y notas roncas, como si hubiesen sido ahuyentados de alguna charca o laguna de los contornos. Luego, confirmóse en que los perros montaraces solían ladrar a lo lejos, con ese ladrido peculiar que denuncia la presencia de gente en el despoblado, -entre amenazante y alborotador, figurándoselos avanzando con los colmillos a la vista y retrocediendo enseguida para irse a esconder en los matorrales. Después, ya en calma perros y gatos salvajes, ajeno al concertante de la serrezuela y del monte, el «chajá» gritaba   —236→   desde la laguna como un despavorido, al punto de hacer oír a gran distancia sus ecos estridentes.

A pesar de todo lo que eso podía augurar, el indio ladino empezó por el cabeceo -tendióse boca arriba, luchó algo con el sueño, y al fin se quedó dormido.

¿Porqué no hacerlo? Así como el ojo, tenía él muy sutil el oído. Durmióse sin temor, ni importársele que, en la copa de uno de aquellos árboles, un «ñacurutú» estuviese llamando impaciente a la compañera de sus amores.

No disfrutó sin embargo, mucho tiempo de este reposo; porque, a una hora que él no pudo apreciar, una especie de tropel que estremeció el suelo le hizo abrir los ojos.

Parecían jinetes. Por la avalancha sorda, debían venir arreando un gran número de caballos. Percibíanse también choques de armas en vainas de metal.

Aquel piafar y resoplar, propio de caballos que se regocijan al aliviárseles los lomos del peso, y aquel ruido de voces y de sables inusitado, hizo levantar la cabeza a Cuaró; quien, a poco de estarse atento fuese a despertar a Luis María y a Esteban con gran sigilo.

Ladislao estaba ya de pie, escuchando, recostado a un molle en la encrucijada.

Cuaró dijo, con su aire tranquilo:

-Prendete las armas, amigo, y estate quieto... En la orilla hay gente. Miralo a Ladislao bombeando...

Berón y el negro apresuráronse, sin pronunciar palabra, ciñéndose los sables, y preparando bien las de fuego, en tanto el teniente sin turbación alguna ni tropiezo, con ojo seguro y mano firme, aderezaba uno por uno los caballos que un instante hacía pacían en el rincón del «potrerillo.»

A cada momento los mecía de las orejas y pasábales la diestra por las narices. Después proseguía su tarea, sin ajustar mucho las cinchas; metíales los dedos por un lado de la boca, acariciábales las crines, y cuando alguno de ellos barruntaba un resuello fuerte o estornudo intempestivo, ceñíale las fosas nasales con presión de tenazas, -que tal oficio hacían el pulgar y el índice, con ayuda del cordial en caso de refuerzo-, tirándole al mismo tiempo con la izquierda del copete.

  —237→  

En esas diligencias vino Esteban a ayudarle, sin olvidar sus maletas; en las cuales puso y ajustó cuanto él pudo y creyó conveniente, de modo que no produjesen al andar del caballo mayor ruido.

Ladislao había desaparecido a la vista de sus compañeros.

Luis María fue el primero que lo echó de menos, y no dejó de inquietarse.

-Dejalo no más -murmuró Cuaró. ¡Verás que ahora viene!

Efectivamente, apenas transcurridos algunos minutos, sintióse a espaldas del liberto ruido de amas secas y hojarascas, como estrujadas por las enguantadas zarpas de un tigre; viéndose luego brillar fosfóricos dos ojos verdosos y entreabrirse los gajos gruesos, hasta dar paso a un bulto que andaba lento, hecho un arco.

Era Ladislao.

Habíase ido agazapándose por la «picada» hasta la orilla del monte; una vez allí, tendido a lo largo entre la cebadilla que crecía al pie de los troncos, estúvose observando muy atento; después, se había venido arrastrando en cuatro manos y aun sobre el vientre, paralelamente a la «picada», sin perder el rumbo hasta enfrentarse con el «potrero».

Disueltas algunas nubes y brillando clara la luna en mitad del cielo, parecióle así prudente bifurcar su marcha de reptil a fin de no ser descubierto.

A su llegada interrogóle Berón en el acto, -agrupándose los cuatro hasta juntar cabeza con cabeza. Mercedes púsose a oír también, con sus manos puestas en los hombros del «matrero.»

-Hasta diez conté, -decía bajito Ladislao-. Vienen de chuza y sólo dos con tercerolas Han campado arrimadito al monte y juntan leña. No hay sino que piensan dormir aquí...

-¿Son criollos?

-¡De donde! Conversan en portugués... No va a faltar mucho que bajen algunos al arroyo por la «picada» grande en busca de agua.

  —238→  

-Entonces los acometemos sobre la costa misma, -dijo Luis María.

-Dejá... tú no sabés, hermano, -observó juiciosamente Cuaró. No hay que correr «guazubirá».

-Asina que el sueño los aplome, -repuso Ladislao, los agarramos ciegos, lo mesmo que pájaros de laguna. Los hombres llegan aplastados y con ganas de quedarse con la barriga abajo... ¡Vean como meten algazara!

Quedáronse todos silenciosos.

Venían, apagadas por la distancia y la interposición del bosque, voces y risas, a la vez que crujidos secos de chapodar de ramas o varas, y golpeteos de masetas en las estacas de atar caballos.

También percibíase el rumor de gente a pie, del lado de la picada.

Quieren «matear» los hombres, y van por agua.

-¿No nos verán?

-Hay mucho monte por delante, señor -dijo Esteban. Sólo que se entrasen otros por la «picada» de este lado y se topasen con la que viene al «potrero»...

-No han de ser lerdos los maturrangos -interrumpióle Ladislao-, y antes de asomarse por esa puerta que da a lo escuro se dejan cortar las orejas...

Mercedes se estremeció ante esta ocurrencia, que envolvía el recuerdo del reciente drama sangriento.

-Podemos aguardar sin recelo a que se duerman -prosiguió el «matrero»- y entonces los sorprendemos lindo, a paso de zorro... Porque, miren: el arroyo aquí sólo se puede cruzar a nado, y de la otra orilla es guadaloso. Allí se nos empantanaban los mancarrones conforme quisieran arrancar por derecho, el monte es ralito, y aunque fuese tirando por la costa cáibamos en los tembladerales hasta el pescuezo y nos rociaban de puro gusto los mesmos zorrinos...

-Cerrá esa boca, -dijo Cuaró sin perder su tono impasible.

Sentíanse pasos en el sendero próximo.

Volvieron todos a callar.

Pero, como lo había asegurado Ladislao, aquellos pasos   —239→   cesaron bien pronto a mitad de camino, volviéndose al parecer los que venían.

Esa « picada» era muy oscura, y más estrecha que la otra. Las ramas se reunían por encima casi a la altura de la cabeza, y extendíanse algunas a los costados erizadas de espinas de manera que azotaban como látigos al transeúnte poco baqueano para aventurarse de noche en semejantes callejuelas.

Extinguido el rumor confuso de voces y el ruido de pasos, Ladislao continuó diciendo:

-No hay que hacer, sino aguaitarlos a que se duerman, y dende que el sueño los agarre de firme, los acabamos juntos...

-Mejor sería pelearlos de frente, -observó Luis María.

-Son diez, señor, -apresuróse a decir el liberto, sin que, como antes, nadie le facultara para abrir opinión-: casi tres para uno.

-¿Y a ti qué te importa? ¡Mejor es que calles! -contestóle el joven severamente.

-Importa, -dijo Ladislao con aire de gravedad-. Al «matrero» no le conviene pelear al rayo del sol, sino a lo escurito, sin apartarse mucho de los árboles, cuando los contrarios son más y están bien montados. El murciégalo enseña que se chupa mejor la sangre al dormido que al que no le atormenta la gana... y por ahí andan algunos, que no me dejarán mentir.

Soy del mesmo parecer, -añadió Cuaró.

Luis María se encogió de hombros, murmurando:

-¡No hay que decir más!... Estoy pronto.

Después de este breve diálogo, designóse de común acuerdo a Ladislao para la dirección de la empresa, teniéndose en cuenta sus perfectos conocimientos del terreno. Cuaró fue a colocarse en su «bichadero» de la encrucijada, y Esteban trepóse en lo alto de un «mataojo» para observar los movimientos del campo.

  —240→  

A solas Luis María con Ladislao, llegó a convencerse de que, si bien el instinto de propia conservación aconsejaba no provocar una lucha desigual, en cambio nadie podría darles seguridades de que el peligro inminente desaparecería en breves horas, con el alejamiento de los que estaban acampados en la orilla del monte. Era preciso combatir, y desde luego despejar el campo.

Así fue que, cuando Esteban descendió del árbol, diciendo que todo estaba en silencio, y momentos después vino Cuaró a confirmar este dato-, decidióse acometer, tomándose las precauciones del caso.

Los cuatro debían marchar en fila hasta la orilla del monte en medio de árboles y breñas, cuidando de no producir ruido y de no alejarse mucho unos de otros. Mercedes quedaría en el «potrero» con los caballos del cabestro. Una vez sobre los enemigos se haría uso de las armas de fuego, y luego de las blancas si fuere preciso. Al efecto, Ladislao había puesto una buena carga a su trabuco de cañón de bronce y el liberto a su tercerola. Las pistolas de Luis María y de Cuaró estaban listas. Este último y el «matrero» levaban las dagas cruzadas por delante, en los cintos; Berón y Esteban, los sables desnudos en la mano izquierda.

Pasada media-noche, los cuatro se entraron sigilosos en la espesura, guardando una distancia de cinco o seis varas uno de otro. Mercedes se quedó en el campamento.

Favorecía el avance la naturaleza del terreno. El ruido mismo ocasionado por los rozamientos con las ramas, podía bien confundirse con el que producen los animales montaraces a toda hora, y aun las aves somnolientas al aletear entre el follaje. Por otra parte, los «chajaes» seguían gritando en las lagunas, y los patos y gallaretas graznaban en el arroyo en gran pendencia y alboroto. Los «matreros» adelantaron pues, camino, sin dificultad seria, hasta ponerse en la orilla del monte, siempre obedeciendo a las instrucciones28 de Ladislao.

  —241→  

Los hombres del destacamento de caballería reposaban confiados en sus lechos de caronas y «cojinillos», a pocos metros del bosque, sobre un suelo pastoso y blando. Varios fogones aún no apagados esparcían apenas en rededor una claridad rojiza llena de humo: los troncos abrasados y cubiertos en un extremo de cenizas, despedían por los anchos poros del otro un hilo gaseoso, que ascendía lento por la serenidad del aire, formando volutas al nivel de los pastos -así como las que producen los tacos ardiendo. Cerca de sus dueños atados a la estaca, pacían a trechos los caballos de marcha con sonoro ruido de molares; y algo más lejos, en una explanada húmeda y verde, otros muchos sueltos de los que venían arreando para relevos. Ningún hombre se veía en pie; todos parecían entregados al suelo, a juzgar por los ronquidos que se oían a lo largo del pequeño campamento. Algunos, sin duda soñadores o sonámbulos, solían hablar en voz alta cosas incoherentes, revolviéndose debajo de los ponchos, para quedarse nuevamente en una inmovilidad completa. La luz de la luna inundaba el valle. Los soldados se encontraban en la sombra que proyectaba el monte, percibiéndose bien con todo sus bultos negros tendidos en fila, con las cabeceras hacia la espesura. Junto a éstas estaban clavadas varias lanzas de moharras en forma de hoja de naranjo, con banderolas triangulares, quietas y en ondas sobre los astiles. El aura era tan mansa, que no agitaba uno solo de sus pliegues. Las respiraciones roncas y el triscar de las hierbas, en original concierto, eran los únicos ruidos que resonaban en el trecho de sombra, alternados a veces por algún resoplido o estornudo difícil de clasificar dada la proximidad y compañía de hombres y de bestias.

Los huéspedes del monte pudieron desde luego llegar sin ser sentidos al lugar designado por Ladislao para realizar la sorpresa, en despliegue de guerrilla, guardando las distancias convenientes y con las armas preparadas. Aun cuando cuatro o cinco animales vacunos ariscos, encontrados al paso entre los árboles cercanos a la orilla, se mostraron inquietos sacudiendo las astas y dando brincos en la maleza, el rumor no trascendió al llano. Todo se resumía   —242→   en los ecos misteriosos del bosque y no podían estos ecos inspirar recelos a los que lo habían escogido para acampar. En esa confianza, Cuaró no tuvo inconveniente en el tránsito de dar con la culata de su pistola un golpe en el lomo a un «tamandúa» que se le interpuso, al arrastrarse por los pastos, y Esteban un sablazo de plano a un carpincho que le gruñó en las narices al correr hacia el arroyo.

Una vez en el linde del monte, nuestros hombres que se habían quitado desde el primer momento las espuelas, se adelantaron paso a paso en el mayor silencio hasta ponerse encima de otros tantos enemigos.

¡No había ya que titubear!

El trance era duro y decisivo.

Sonaron varias descargas...

Después, algunas voces semejantes a alaridos.

Aquellos bultos se sacudieron e incorporaron como movidos por un solo resorte, arrojando lejos sus ponchos y corriendo hacia sus caballos alborotados. Pero, no fueron todos. Tres habían quedado inmóviles bajo el plomo de los asaltantes; y otros echaron mano a sus armas, a pesar de estar dominados por el sueño. El instinto de la propia conservación, aunque tropezando, casi ciegos, los impelía a la defensa contra un peligro para ellos invisible cuanto era de inesperado. Al ruido de las detonaciones la «caballada» dispersa en el valle arrancó a escape pisoteando entre bufidos de pavor súbito, a un soldado que encargado de cuidarla allí cerca dormía; y a este retemblar del suelo uniéronse los gritos de Cuaró, que acometía daga en mano a los que saltaban en pelos, castigando a golpes de puño sus caballos en el cuello hasta hacer zafar las estacas o reventar los «maneadores». En medio del tumulto, sin recostarse a los árboles, Luis María, que había tenido tiempo de herir o de matar por segunda vez, manteníase quieto con su sable en alto, no poco asombrado de aquel género de tragedia nuevo para él. Como todo lo violento, poco duró. La mitad del destacamento logró escapar dejando sus lanzas en el campo; cinco hombres quedaron tendidos, y bien muertos, pues de que así sucediera se encargó el   —243→   teniente, que no gustaba ver «penar» a sus enemigos. Cubierto todo de sangre, y ya tranquilo después de su exaltación terrible, con dos heridas ligeras en el tronco a causa de dos botes de lanza blandida a ciegas por uno de los aterrados adversarios, llamó a Esteban para que le ayudase a recoger el botín. El negro que no había dado muerte a ninguno, a pesar de haber descargado su tercerola a quema ropa, apresuróse a ayudarlo en el «carcheo» aun cuando nada de valioso había quedado en el lugar de la sorpresa, a no ser las monturas viejas, ponchos descoloridos, armas de poco precio, ropas casi inservibles, utensilios29 de vivac, un poco de yerba-mate, algunas libras de «fariña» para hacer «pirón», tabaco negro y tres o cuatro «patacas» en los bolsillos de los muertos.

Ladislao conversaba en tanto con Luis María, con la mayor suma de tranquilidad. Parecía el «matrero» acostumbrado a esos lances y dábase aire con el chambergo, con el mismo gesto natural de un hombre que acaba de correr en tarde calurosa detrás de una manada de redomones.

Convinieron con Berón en que no era prudente la permanencia en aquellos lugares, tanto más cuanto el monte no ofrecía seguridades mayores que las de la «isleta» en que se hallaban. El enemigo podía volver reforzado y hacer la batida hasta con perros cimarrones, -dolido de la sorpresa y de las pérdidas sufridas- pues ni el alférez había escapado de ellas.

Para refugio, quedaban los montes del Río Negro, o los del Santa Lucía en las primeras sinuosidades del cauce.

En esos sitios las madrigueras eran tan seguras como las del tigre, no sólo por lo intrincado de la arboleda, sino también por los boscajes de juncos, «cortaderas» y «totoras», «chilcas» y pajonales que nutrían esteros y bañados a lo largo de las riberas. Entre unos y otros, según Ladislao, los del Santa Lucía eran preferibles, porque la zona era más poblada. Los del Río Negro tenían la vecindad de los toldos de la parte del norte, en que se extendía el país de Pirú, así llamado por ser el nombre del cacique de la hueste: campiñas feraces llenas de ganado vacuno, de potros   —244→   hermosos, de «guazubiraes» y ñandúes salvajes, en cuya caza ejercitaban siempre los charrúas el tiro de bolas.

Luis María se decidió por los montes del Santa Lucía, por encontrarse más cerca de Montevideo; -pero, antes quiso oír la opinión de Cuaró.

Requerido, el teniente se sonrió encogiéndose de hombros. El sitio, siendo en la campaña, le era indiferente.

-Mandá, hermano -dijo. -¡Verás que voy lejos!

Entráronse todos al monte, y sacaron los caballos.

La luna alumbraba el lugar de la sorpresa y los cuerpos tendidos, dominando ya de lo alto las copas de los árboles, el valle todo y la orilla exterior del monte; oíanse furiosos, como si aún repercutiesen las detonaciones y el tropel de los caballos fugitivos, ladridos de perros a la distancia; aullidos confusos, y gritos de «chajaes» cada vez más frecuentes. Los gatos monteses andaban a saltos por las ramas. Algunas cabezas siniestras se asomaban y escondían de vez en cuando entre las malezas del linde, olfateando en la sombra los despojos; las de perros «tigreros» alzados contra la autoridad de sus amos, y que en la espesura llegaban a adquirir en grado máximo la propia ferocidad del «yaguareté».

Listos ya para partir, y en posesión Mercedes de un bayo regularmente enjaezado, la cabalgata rompió la marcha costeando el arroyo de a dos en fondo, y formando Esteban la retaguardia con su tercerola en la diestra.



  —245→  

ArribaAbajo- XVII -

Azucenas silvestres


Los montes de Santa Lucía, cerca de las cabeceras del río, formaban en aquellos tiempos una intrincada selva no sólo por la espesa vegetación arbórea que cubría totalmente sus bordes, sino también por la de los arroyos que iban a desaguar en su cuenca. Hacia su ensanche y libre curso los dos festones verdes adquirían mayor desenvolvimiento, invadiendo los mismos terrenos de costra arable con sinnúmero de «isletas» pintorescas y frondosas. En treinta leguas próximamente de corriente, -desde los manantiales que brotan junto a los verrugones de uno de los ramales de la Cuchilla Grande-, el río no presentaba bosques más espléndidos, ni más feraces que los que exhibía dominantes en mitad de su cauce. Allí estaban su lujo y sus encantos. Si bien poco elevados los árboles, como todos los que crecen en el país, -en relación a los troncos gigantescos de los trópicos-, eran tan numerosos en una y otra ribera que en realidad debían ser éstos considerados como florestas indígenas, cuyos ramajes ni siquiera había chapodado el hacha del leñador. Grandes praderas de ambos lados, sin asperezas sensibles a sus flancos, hacían resaltar en esa zona la bella perspectiva de boscajes y espesuras cuyas líneas iban a perderse uniformes en el litoral del Plata.

  —246→  

En ciertos lugares, junto a aquellos bosques casi vírgenes donde una que otra vez habían acampado ejércitos y aun las huestes charrúas, sin desflorarlos, el bañado o el estero formaban como manchas en los terrenos bajos. Los juncales y las pajas bravas bordaban sus perímetros, y brotaban viciosos en sus mismos centros, subdividiéndolos en cenagosos pantanos cubiertos por montes de verdura que engañaban al ojo inexperto; pero entre todas las plantas y arbustos acuáticos, las «cortaderas» primaban bajo el sol estival con sus largos, flexibles y elegantes penachos blancos de forma cónica, como otros tantos extremos de «colas de zorros» en posición vertical, sustentadas por varillas rectas. El aire ardiente al deslizarse perezoso doblegaba suave las cúspides en ondulaciones tan leves como plácidos rizos de laguna, sin descubrir un vacío; a tal punto la fecunda tierra daba vida e incremento aun a lo inservible. La manzanilla con sus florecillas color de oro, el «macachín», el trébol, la ortiga brava y el cardo de penacho azul matizaban parte del suelo en los contornos, en abigarrado conjunto de breñas y pastos fuertes. Sobre esos colores y aromas silvestres vagaban zumbones mil insectos, saltaba por todos lados la langosta y corría la lagartija, -el « tiyú» del «tape»-. Zona poco frecuentada a no ser por el peonaje a escape en las recogidas, o en la caza de venados y avestruces, era la más apropósito para dar entrada secreta al monte. La torada había abierto dos o tres boquetes en aquella parte los que conducían a pequeños «potreros» y al río mismo, tras una tortuosa travesía; y de estas obras del animal «matrero» se servían muchos de los que tenían cuentas pendientes con la justicia o eran víctimas de las persecuciones y los odios locales.

Ladislao conocía bien esos parajes, y a ellos guió a sus compañeros.

En un día de sol rajante, penetraron en el campo de Robledo, dirigiéndose sin detenerse al monte. Ganado disperso aquí y acullá en busca de frescura; algunas reses cobijadas bajo el ramaje de las «sombras de toro» con las «picanas» al sol y moviendo inquietos los borlones de las colas para espantar los tábanos y mosquitos que mortificaban   —247→   su piel; varios ñandúes errantes por el bajo a paso lento y erguido el cuello; y uno que otro ciervo, muy en alto la cornamenta, quieto y prevenido en las próximas alturas, -era todo lo que daba animación y relieve al paisaje.

Los jinetes entráronse por la «picada» del centro.

Aunque rendidos por la jornada a medias, en día tan ardiente, desmontáronse sin desaliento repetidas veces para chapodar ramas, y abrir caminos con dagas y sables haciendo oficio de ingenieros y zapadores, al mismo tiempo que iban estudiando cada uno a su manera la naturaleza del terreno, la calidad del bosque y las medidas necesarias para obstruir después la vía con arreglo al procedimiento práctico observado por los maestros en el arte del escondrijo.

En su instalación conveniente emplearon varios días; consiguiendo al fin, con ayuda de otros huéspedes que ocupaban hacía tiempo otros compartimientos de aquel inmenso falansterio selvático, levantar sus viviendas en lugares escogidos, oscuros, casi impenetrables, y por lo mismo a salvo de toda sorpresa. Los hombres muy baqueanos del pago, únicamente, podían llegar hasta allí sin tropiezo, antes de ser ocupado el sitio; después les habría sido imposible. Se hubiesen encontrado con vías cambiadas, obstáculos imprevistos; tupidas barreras de todo género de plantas agrestes donde ellos dejaron fácil pasaje; troncos acumulados hasta una altura considerable, que ocultaban detrás el peligro; descuajes y desmontes extraordinarios que, al modificar el aspecto y topografía del paraje, borraban toda noción anterior, desconcertando por completo el ánimo del más osado campero.

En tales sitios se establecieron Berón y sus amigos, los que informados por sus nuevos compañeros acerca de las cualidades que distinguían, con sello nativo, al propietario del campo, determinaron evitarle todo daño; y contribuir por el contrario desde lejos a hacerle el bien posible. Este propósito se puso en práctica muy pronto, con motivo de las invasiones de reses «alzadas» a las praderas del monte. Las vacas y novillos cimarrones dirigíanse como de costumbre a los potreros escondidos, donde hacían vida común   —248→   con las yeguas ariscas; allí hallaban hierbas blandas, sombra apacible, enormes canceles oscuros en la época del celo, y hasta retiros ignorados para rascarse recíprocamente en las paletas y cruceros sin que viniese a atormentarlos el silbido agudo y la arremetida a media rienda del pastor. Pero, en posesión ya de esos lugares, cuya feracidad sólo debían aprovechar sus caballos, los habitantes del monte no podían tolerar semejantes irrupciones sin grave peligro de sí mismos; y, como se quiera que, al arrojar del monte al ganado «orejano» en beneficio propio, -aun cuando de él echasen mano para su alimento-, se lo hacían también al señor Robledo, procedieron en las primeras semanas a la expulsión de una parte; dejando al cuidado del peonaje de la estancia la operación de «entablarlo» tratándose de caballos, o de pastorearlo y aquerenciarlo si se trataba de vacas y de toros.

En una de esas faenas fatigosas a la par que entretenidas, Esteban descubrió a través de lo más enmarañado del bosque una extensa vía o túnel a trechos contorneado, -obra también de la torada-, por el cual se podía avanzar a pie, inclinado el cuerpo o de bruces a veces hasta un boquete transversal que conducía a la ribera. Esta exploración, debida al acaso, dio buenos resultados. Los antiguos «matreros» conocían en parte esta vía; pero de ella no se habían preocupado, ni la habían recorrido desde que tomaron posesión del terreno de la costa, en el cual no fueron nunca perturbados. Cierto es que estaba interrumpida por nuevas vegetaciones, y que para dejarla en algo expedita, el liberto se había visto en el caso de desgajar árboles y destruir gran número de enredaderas. Tal vez a estos detalles, y a la circunstancia de haber sido abandonada por el ganado, -ojeador por instinto inteligente de la línea más corta-, aquéllos no la tuvieron nunca en cuenta.

Así que Ladislao y Cuaró examinaron el boquete, convinieron en que era útil para correrse a lo largo del monte sin necesidad de mostrarse en el campo. Podía suceder que de improviso fueran atacados por ahí, y entonces la salida era casi imposible; y podía ocurrir que se viesen obligados,   —249→   sin ser acometidos por ese lado, a deslizarse rápidos como culebras por la «picada» en busca de mejor terreno. De acuerdo pues, procedieron a obstruirla parcialmente por medios ingeniosos; de modo que para ellos fuese siempre una salida de escape, y para los extraños, un verdadero laberinto que inutilizara su acción por completo. Al efecto, dieron bifurcación al sendero ligándolo con otros más estrechos -obras del «aguará» y del «tamandúa»; erizáronlo de distancia en distancia de postes comunes, medios postes livianos, estacones reforzados y aun estaquillas puntiagudas -temibles defensas en tales sitios contra el avance a caballo;- y despejaron sin temor el resto, sobre el «abra» misma o hueco del monte a que nos referíamos, y que se distinguía de la «picada» por su anchura y la desnudez del suelo.

Asegurados así contra riesgos posibles, construidas sus cabañas de follaje en un «potrero» espacioso, y con todo género de elementos al alcance, agua, leña, ganado, aves, peces -alternándose en sus fogones la carne de vaca y la de perdiz-martineta, con la del «mangrullo», el «surubí» y la «tararira»- dejaron transcurrir varias semanas en la inacción.

De vez en cuando solamente, Cuaró o algunos de los «tapes» fugitivos de Soriano que con ellos se reunieron desde los primeros días, hacían excursiones para proveerse en la «pulpería» del otro lado del paso, o recoger noticias sobre la marcha de los sucesos. De sus informes vagos, resultaba que ninguna fuerza patriota se había visto por las cercanías; y sí destacamentos portugueses o brasileros, que pasaban de largo, arreando por lo común la flor del ganado en su trayecto.

En uno de esos días, Berón acompañado de Ladislao y un «tape» recorrió el monte hasta la parte en que éste, haciendo una gran curva, enfrentaba con las «casas». Cuaró y Esteban se habían detenido algo más atrás, acechando cerca del linde una familia de «peludos», cuyos miembros grandes y pequeños entrábanse o se salían de su cueva bajo las «talas» en permanente inquietud.

Luis María entreteníase en cortar una rama de «ñapindá»   —250→   con mucho cuidado, pues defendíase bien ésta con sus bravas «uñas de gato» -que tal forma revisten sus pinchos-, cuando llamó su atención y la de sus compañeros cierto rumor inusitado, en la orilla próxima del monte- figurándose al principio algo así como el aleteo de una paloma que arrulla fatigada.

Grande fue sin embargo su sorpresa al observar que era una mujer joven -la traviesa de Dorila la que, aturdida y casi ahogada por la risa, lo había distraído en la tarea, sentándose en un tronco del que ella hizo hamaca. La llegada inmediata de Natalia, después del pasaje de don Anacleto, aumentó la novedad del episodio.

A la vista de las jóvenes, todos se quedaron en suspenso mirando con gran curiosidad por los claros del follaje. La emoción experimentada por cada uno de ellos fue quizás la misma en el fondo; pero, las manifestaciones se distinguieron, según cada clase y temperamento.

Luis María se sorprendió agradablemente. A su alrededor dentro del monte, veíanse claveles y habas del aire, aromas y bayas de laurel; de aquellas que delante estaban no había otros ejemplares parecidos que las «azucenas del bosque». ¡Quizás porque hacía ya muchos meses que no veía tan cerca de sí reunidas, juventud y hermosura, bajo formas de mujer!

Quedóse mudo y atento...

No así sus compañeros.

-Doman con la vista -dijo Ladislao, asomando su rostro pálido por encima del hombro de Berón.

-« Enderezà-ponà»30 añadió el «tape», sonriéndose.

Al ruido de ramas y de voces, fue que Nata y Dora huyeron.

Se recordará que, escapando al aguijón de las abejas salvajes de la «lechiguana», habíanse reunido en aquel sitio y sentádose en el viejo tronco.

Seguíales en su fuga con la mirada todavía Berón, cuando aproximándosele Esteban, que acababa de llegar,   —251→   informóle cómo, casualmente, había presenciado de cerca el episodio de la «lechiguana», o del «camoatí» -según él decía. Después de oírlo en todos sus minuciosos detalles: de cómo acumularon leña las niñas y diole fuego una de ellas, para escaparse enseguida al sentirse el «borbollón de las avispas»; de la llegada de don Anacleto al sitio y de su corrida también, acosado por las «lancetas de los bichos», -Luis María dijo al liberto:

-Si no tienes miedo al aguijón, saca esta noche la «lechiguana» y la pones en aquella huerta. Pero, no has de dejar dentro del panal ni una sola abeja.

Diose maña el negro. Acompañado de Cuaró, hizo uso del poncho de paño: -sistema de atrapar panales que consistía en cubrir bien por uno de los lados el globo, dejando libre la puerta de salida, de manera que los insectos desalojaran el nido y fuesen ocupando el espacio descubierto en espesa nube. Tapado a su vez el liberto, debían sus manos jugar debajo del poncho como sobre un tambor, sacudiendo el esferoide de hojaldres hasta producir la fuga de los porta-aguijones; cosa que él practicó entre grandes risas, haciendo con los dedos lo que sus congéneres africanos en la marímbula, -un verdadero candombe. Resguardada la cabeza tanto como lo estaba el cuerpo todo, tendido el poncho a lo largo, los insectos al salir embotaban sus lancetas en el paño, y alejándose algunas varas, manteníanse en el espacio en espantoso hervidero o torbellino negro. Realizada la operación en esta forma, -lo que no era fácil para el que careciese de la habilidad necesaria-, arrancábase a su asidero el nido, adherido comúnmente a un débil gajo o insignificante ramita, y se le hacía rodar por las hierbas hasta despoblarlo en absoluto.

Tal fue la diligencia de Esteban.

Concluida, cogió el «rebozo» de Dora que había quedado allí cerca, y que don Anacleto no pudo levantar; envolvió primero el nido en unas hojas anchas de «camalote» que Cuaró le trajo, y luego en la manta, con el mayor cuidado; y a hora de madrugada, aproximóse con el teniente a la huerta de Robledo.

Mientras Cuaró se entendía con los mastines, llamándolos   —252→   con su acento suave y frotándose los dedos, al punto de amansarlos y transformar sus ladridos de amenaza en simples gruñidos sordos, el liberto colocó el bulto en el cerco -en el lugar donde Dorila lo halló poco después.

Pasados algunos días, ya en sus alojamientos, un «tape» que volvía de la orilla opuesta, comunicó a los huéspedes del monte que una partida de caballería se acercaba al «tranco» hacia la citada ribera, y que parecía gente de Frutos.

Venía el jinete con el caballo bañado en sudor, y por su aspecto algo demudado, inferíase a primer golpe de vista que algunas balas habían silbado en sus oídos.

Convínose entonces cambiar por el instante de sitio, como los «terus», a fin de que la fuerza pudiese el rumbo, y en caso de refriega, se efectuase ésta algo lejos del campamento. Listas las armas de fuego, marcharon todos a pie hasta el grupo de sauces que señalaba el linde o línea divisoria entre el río y una frondosa «isleta» -precisamente aquella que Nata y Dora escogían siempre, para sus paseos por la tarde, pocas cuadras distante de las «casas».

El lugar era excelente, una abra o claro espacioso entre dos espesuras que permitía descubrir los menores movimientos en la orilla vecina, tanto más cuanto en el centro casi del cauce un islote cuajado de malezas y arbustos favorecía el espionaje. Entre ese islote y la escarpa del río, las aguas formaban un31 gran remanso sobre el que los sauces tendían sus largos gajos provistos de verdes e innumerables guedejas. Por ese claro cruzaron Luis María y Cuaró, quedándose los otros en la espesura opuesta.

Ya emboscados, las voces y risas de Dorila y Natalia, que llegaban a los sauces y se sentaban tranquilas en los troncos, junto al remanso, no dejó de contrariarlos. Pudo Barón observarlas bien sin ser visto, oculto como lo estaba entre «mataojos» y «blanquillos» pareciéndole que las dos hijas de don Luciano Robledo, en todo su brillo juvenil, eran frutas demasiado tentadoras para no merecer   —253→   algunos minutos de contemplación. Felizmente -pensaba él- su padre es querido, y estos «matreros» no pertenecen al número de los peores...

Pronto el destacamento de caballería, cuya proximidad denunciara el «tape», se puso a la vista, avanzando al paso y en grupo, y deteniéndose en los juncales que bordaban la costa del frente. Todos esos hombres venían con la vista atenta, examinando los claros del «abra», los senderos del ganado, los árboles altos, las hierbas en busca de huellas, el suelo blando, el islote; y, al fin, acabaron por fijarse en las jóvenes. Luis María y sus compañeros permanecieron en silencio, tal vez evitando un conflicto que no habían previsto. Así que ellas se alejaron veloces, hasta entrar al campo libre, muy próximo en esa parte, resolviéronse a espantar «los pájaros de paso» -según la frase de Ladislao; e hiciéronles dos o tres disparos de tercerola, que dieron con uno de los jinetes en tierra. Se apresuraron a levantarlo los demás con gran vocerío, contestando algunos con otros tantas descargas a los invisibles enemigos; y, persuadidos sin duda, de que era más fácil «bolear» un ñandú o un «guazubirá» que dar caza a un «matrero», emprendieron en tumulto la retirada atropellándose en el «abra» con no poco azoramiento.

Era este suceso el que había provocado la confusión en las «casas», a la llegada de las dos hermanas, y las medidas precaucionales del bueno de Robledo.

Conoce ya los demás el lector: el incidente de Luis María pocos días después al lanzar el ganado «orejano» al campo en aquellos mismos sitios; la presentación de Esteban una noche en las «casas» en hora en que don Anacleto narraba sus cuentos campesinos, y la traslación del herido a la tapera del bajo -transformada en local habitable por la industria del liberto.

Instruido pues, a este respecto, sobre el origen de Berón y las causas que motivaban su presencia en el pago, pasamos a reanudar aquí el relato interrumpido, desde la tarde aquella en que Luis María se aproximó por vez primera a la estancia de los «Tres Ombúes».