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Naturaleza y ciudad en la novelística de Eduarda Mansilla

María Rosa Lojo

(CONICET, Argentina)

1. Eduarda Mansilla. De vida y obra.

Mientras que la figura de su hermano Lucio Victorio (1831-1913) es conocida histórica y literariamente dentro y fuera de la Argentina, la de su hermana menor Eduarda (1834-1892) permanece aún, y pese a reivindicaciones parciales, bajo una sombra demasiado discreta1. Las razones son varias: por un lado, la historia literaria argentina ha sido (y aún es) mucho más proclive a reconocer filiaciones paternas que maternas. Por otra parte, Eduarda vivió la mayor parte de su vida adulta fuera del Río de la Plata, acompañando a su marido Manuel José García en calidad de diplomática consorte.

En 1860 aparecen dos de sus novelas: El médico de San Luis y Lucía Miranda, reeditada en 1882. Su libro Cuentos (1880) contó con el respaldo entusiasta de Sarmiento y convirtió a Eduarda en la primera autora en lengua española de relatos para niños; los Recuerdos de viaje (1882) narran, con ironía y fascinación, su paso por la sociedad yankee. Pablo, ou la vie dans les Pampas (1869), es quizá su novela más madura y equilibrada y también, si se quiere, la de mayor gravitación ensayística y política. Fue escrita en francés, durante la estadía de Eduarda en ese país, y recibió los elogios de Victor Hugo2. Otro libro de cuentos, Creaciones (1883) enriquecerá el relato psicológico y fantástico. Buena parte de su obra parece haberse extraviado. Uno de sus hijos, Daniel García Mansilla, consigna en sus memorias (1950, 300) la pérdida de un gran baúl inglés, donde se guardaba correspondencia así como originales literarios de Eduarda. Su última producción narrativa conocida es la nouvelle Un amor, de 1885. Escribió también obras de teatro. Para la época en que se publica El médico de San Luis (1860), primera novela de Eduarda Mansilla, la contraposición de «naturaleza» y «ciudad» tiene ya en la Argentina una lectura fundamental, entramada sobre la dicotomía sarmientina de «civilización» y «barbarie»3. Eduarda trabaja -a menudo para subvertirlo en sus valores- sobre este registro, que no es el único. En su obra se trata de una oposición complejamente facetada y a menudo, paradójica, donde la «naturaleza», como dato físico y enigma metafísico, adquiere una relevancia inquietante.

2. Naturaleza y ciudad: una contraposición facetada.

2.1. ¿Imágenes de un «paraíso natural»?

2.1.1. El médico de San Luis o La esforzada construcción de Arcadia.

En El médico de San Luis buena parte de la acción narrativa transcurre fuera de la ciudad, en un entorno bucólico: la casa modesta, rodeada de huerta, del Doctor Wilson, inglés casado con una lugareña que ha formado allí una familia aparentemente feliz. De las novelas de Mansilla es quizá la que ofrece un mundo más similar a la perdida Edad de Oro: los habitantes de la casa, sus criados y amigos, practican una vida sencilla y virtuosa. No existe la circulación de dinero: el gran elemento de corrupción que domina en las ciudades y que establece en ellas injustas relaciones de poder (pp. 68-69). En la casa del médico, estas relaciones de subordinación y explotación parecen suspenderse. Todos trabajan, pero la carga de Adán se naturaliza al extremo; aparece como actividad espontánea y gozosa, despojada de valor comercial, constructora de la propia identidad (cada uno cuida celosamente su función y se identifica con lo que hace). Si los criados se rehúsan a cobrar por sus servicios («viven en santa paz y son para nosotros como amigos»)4, es bueno aclarar que el Dr. Wilson tampoco percibe honorarios: su clientela es pobre y por lo tanto ejerce la medicina como un deber caritativo. La familia parece vivir -con austeridad y alegría- de los frutos de la tierra. Por otro lado, se reiteran las descripciones que exaltan la inmutable belleza y benignidad del mundo natural en sus cambiantes estaciones: las verdes enredaderas que protegen las ventanas de la casa en cualquier época del año, los árboles y la parra que proporcionan fresco y sombra (pp. 18-19), los frutales, las higueras, los sauces, las flores fragantes; Dios habla a los mortales a través de las maravillas del Libro de la Naturaleza: «Mira ese cielo azul y transparente, ¿dime si hay corazón que se resista a tan sublime espectáculo?» (p. 64), le dice el Dr. Wilson al atormentado Amancio, que no encuentra su lugar en ese orden. El esplendor suntuoso del verano conforta a los enfermos y repara las tristezas (139). Ese es el único lujo que se permite el médico: un lujo que no se compra y que llega como un don en cualquier momento. Después de una lluvia, «Hasta la más humilde matita verde ostenta sus gotas de agua, que brillan como diamantes» (151). En el mundo idílico de San Luis la felicidad humana es parte del ciclo natural, y se derrama sobre los hombres después de los días de angustia como el rocío sobre los campos abrasados por el sol (156). Por cierto que la dicha resulta «muy barata» en una sociedad primitiva que aún no conoce la pasión del consumo: «aquí hay pocas necesidades y nadie se preocupa de lo que gasta porque no tiene con quien hacer comparaciones» (153)5

Por momentos pareciera que nos hallamos en ese locus amoenus de tan larga fortuna literaria y utópica, que nos llega desde los Campos Elíseos de la Eneida6, pero que ya existía en los mitos orientales, en el Antiguo Testamento y en Homero como paisaje ideal asociado a la representación del Paraíso7 (o de la Tierra Prometida)8 y, según Mircea Eliade9, en el imaginario de todos los mitos del paraíso terrestre. Sin embargo, el paisaje idílico no está simplemente dado sino, antes bien, construido. El agua que irriga la huerta no fluye en forma natural, sino que es «artificialmente traída del Chorrillo» y los propietarios solo pueden aprovecharla una vez a la semana (p. 21) Todo se ha sembrado con un orden preciso, de acuerdo a un plan que permita satisfacer las modestas necesidades familiares. Hasta los árboles -unos álamos «frescos y frondosos»- están «alineados como soldados prusianos». Las riquezas de la tierra nacen de un cultivo y un cuidado selectivos y perseverantes, y lo mismo sucede con las del espíritu. La felicidad doméstica no solo depende de la gracia divina, sino también del trabajo humano. En las horas de adversidad -reflexiona el médico-, «recogí con usura el fruto de una buena educación que había dado a mi familia» (126). Sara y Lía, las hijas mellizas del doctor Wilson, son «tan buenas como bellas», de modo que los símiles naturales que las describen, se cargan de valores éticos y afectivos: «ambas eran tan tiernas y sensibles que podía comparárselas a la mansa y pura corriente que se conmueve al más leve soplo de la brisa» (p. 25) No obstante, ni aun la mayor precaución y preocupación humana puede impedir -ya lo veremos- las fisuras originales en el orden.

2.1.2. Lucía Miranda: naturalezas y vírgenes; naturaleza virgen.

La novela Lucía Miranda no parece tener en un principio demasiados vínculos con la heroína que da título a la obra, y con el célebre episodio narrado en La Argentina manuscrita de Ruy Díaz de Guzmán. La narración se demora casi inexplicablemente en antecedentes del núcleo de la historia que se dirían superfluos10. Sin embargo esta aparente extravagancia permite un procedimiento sofisticado, y casi de «narración en abismo»: la anticipación de situaciones cuya estructura se repetirá y espejará en los próximos episodios. Un fuerte hilo semántico justifica, además, en otro sentido, la proliferación narrativa hacia el pasado. Esa «pasión de los orígenes»11 (más allá de un manierismo propio de los «autores decadentes de epopeya» como dice Meléndez), vehicula lo que quizá es la mayor obsesión de la novela, concebida como gran saga melodramática: el sentido del fatum inescrutable que vuelve frágil y enigmático todo destino humano, y los mecanismos, no menos misteriosos, de la reparación que asegura la continuidad de la vida.

La naturaleza, la Virgen y las vírgenes, la virginidad, recurren y se cruzan múltiplemente desde el comienzo del relato. Tanto Lucía Miranda como Nina Barberini, la amada de don Nuño, padre adoptivo de Lucía, han sido concebidas -como hijas «naturales»- fuera del matrimonio, por una doncella seducida o violada. En ambos casos, y quizá a manera de expiación -tal se insinúa en el caso de la madre de Lucía Miranda- las madres mueren tan jóvenes que sus hijas no llegan a conocerlas. A su vez, las hijas tendrán también un destino trágico.

María Rosa, madre de Nina, es la hija hipersensible de Marta, una mujer madura que ha sido estéril durante largo tiempo. Marta atribuye el nacimiento a la milagrosa (y por lo tanto «antinatural») intercesión de la Madonna de las Rosas, de quien se ha hecho devota, y a la que ofrenda ramilletes de rosas blancas. A la niña, que ha sido consagrada a la Virgen ya en el vientre materno, se la llama en consecuencia María de las Rosas (p. 61). La noche anterior al parto se desencadena un temporal. Marta pide a su marido, el pescador Matteo, la última rosa que se ha abierto en la huerta antes de que el viento y la lluvia la deshagan. Matteo desiste, dada la magnitud de la tormenta. Al día siguiente, Marta no alumbra el hijo varón que Matteo aguarda, sino una niña cuyo futuro parece ser el deshojarse bruscamente, como la flor: «...es una niña, en lugar del niño que pedimos; bien lo sentía yo anoche, al ver la pobre rosa deshojada» (p. 61)

La violencia implacable de la naturaleza se manifiesta nuevamente en la vida de María de las Rosas cuando su padre muere en una tormenta. Las plegarias que ella y su madre han dirigido a la «Madonnina de bulto» de la choza no evitan la desgracia. A pesar de que la niña ha vivido siempre en un entorno campestre (su padre es el pescador de la Villa Aldobrandini, en la Isla de Capri) una extremada inocencia la ha resguardado del enfrentamiento con un hecho «natural» por excelencia de la vida: su fin. María cree que su padre está solo dormido, y espera que despierte, pero una visita al cementerio, donde ve huesos y cráneos desenterrados, la coloca brutalmente ante «el misterio de la muerte que tan de improviso se revelaba a su temprana razón» (p. 71)12 Esa razón aún no madura se quiebra ante el choque. María enloquece y se destruye su «naturaleza robusta» (72). De allí en más, siempre vestida de blanco, solo vivirá para el culto de la Madonna de las Rosas, dedicada a cantar himnos y cortar para ella rosas también blancas; a ella misma la llaman «la verginella». Si la primera quebradura llega con el hecho natural de la muerte, la segunda adviene con otro hecho no menos natural: el sexo, aunque pervertido aquí por el abuso de poder. María Rosa es violada por el joven heredero de la Villa Aldobrandini y se cumple así el presagio de la rosa blanca de la cual ella es «imagen fiel» (p. 75). Así como no ha podido comprender ni aceptar la muerte ni el sexo, que, lejos de la «naturalidad» o la «espontaneidad» se le imponen como intolerable violencia, María Rosa tampoco entiende el más rico y fecundo de los «hechos naturales»: la maternidad. Cría maquinalmente a su hija Nina hasta que cumple un año y luego fallece. Después del nacimiento, solo hablará para reiterar las estrofas de un himno a la Virgen, que conjura la furia de los elementos: «Olas agitadas, / Que dormís al son / Del rápido viento, / Callad vuestra voz.» (77)

Nina, legitimada por la familia Aldobrandini tras la muerte de su padre y criada en la riqueza por su abuela paterna, también suele vestirse de blanco y ama las rosas del mismo color. Su casa en Nápoles conjuga armónicamente las bellezas naturales con las más exquisitas obras de arte. Otra virgen -aunque no cristiana- preside esta mansión: Diana Cazadora, para cuya estatua Nina ha servido de modelo (p. 39). La remozada Villa Aldobrandini, en Capri, parece, por su parte «un templo de Flora» (p. 56). Su mayor encanto es la cantidad y variedad de plantas y flores, aunque no se trata de especies que crezcan allí naturaliter, sino de ejemplares de todas las zonas, cultivados con deliberación. Don Nuño y Nina se prometen amor en ese escenario idílico, donde Nina cuenta a don Nuño la historia de sus padres. Visitan la capilla de la Madonna de las Rosas, y salen silenciosos y melancólicos (p. 81), quizá porque la naturaleza, en su faz siniestra, no dejará de cobrar su deuda. Antes del casamiento Nina contrae la peste. Los primeros síntomas de la enfermedad la atacan en el belvedere de mármol blanco donde reina la imagen de Nina/Diana Cazadora, y allí también es entregada y leída allí la carta en la cual Nina le anuncia a don Nuño que ha quedado desfigurada, y que por ello renuncia a su matrimonio y al mundo. Su «muerte» consistirá en sepultarse en vida, en un convento. Su antigua belleza solo permanecerá, como memoria inanimada, ya fuera de la esfera «natural», en el helado molde del arte («Mira ese frío mármol, contempla la inmóvil rigidez de esa figura sin vida; he ahí tan solo lo que resta en el mundo de la que fue...», p. 95). La identificación con la rosa deshojada por la tormenta, y con su madre, se cierra perfectamente: «Nina y María Rosa son ya una misma, la fatalidad confundió nuestras almas» (p. 95).

Lucía, la hija adoptiva de don Nuño de Lara ha crecido, por su parte, en la ciudad de Murcia, al cuidado de Mariana, «una buena mujer» de clase humilde que la ha criado con afecto maternal. Hay un solo episodio rural dentro de la vida de Lucía en España y es muy significativo, a tal punto que se le dedica un capítulo entero (el XX). Se trata de la fiesta de bautismo de una niña a la que Lucía amadrina, como hará luego en las Indias, con la joven aborigen Anté. La relación de intercambio de dones y atenciones entre Lucía y la familia de su ahijada, hasta cierto punto anticipa la que se dará después con otros «hijos de la naturaleza»: los timbúes. Por otro lado, el padrino de bautismo será su futuro marido, Sebastián Hurtado, que acaba de incorporarse al grupo familiar como protegido de don Nuño y discípulo de Fray Pablo. La fiesta, los atavíos, la comida, se describen con pormenores, y Sebastián y Lucía, juntos ante el altar, ya «parecen dos desposados» (153)

El viaje a las Indias pondrá a Lucía en contacto con otro paisaje. Ante todo, el mar: «Lucía, que por primera vez veía el mar en toda su magnificencia y grandeza, se pasaba largas horas en muda contemplación y recogimiento» (pp. 262-263) Pero el placer tranquilo de la contemplación cederá ante el espectáculo aterrador de la tormenta, más feroz que en el Viejo Mundo. Uno de los buques se pierde en la tempestad. Gaboto intenta luego aplacar el descontento de las tripulaciones con promesas que no se cumplirán («...la magnificencia de aquellos países a donde los llevaba y aquellas islas del mar Índico, cargadas de oro y piedras preciosas...», p. 271). Pero luego del huracán, las primeras imágenes de la naturaleza conjugan la belleza exuberante y la benignidad («...espectáculo encantador de aquella naturaleza en su más lujosa manifestación», p. 274). Comienzan a diseñarse los rasgos típicos del locus amoenus. No es casual que se reiteren los semas de «amenidad», «perfume» y «blandura»: la «amenidad y fragancia», de las florestas y arboledas del Nuevo Mundo, o las «perfumadas y blandísimas auras», o la «amenidad y blandura» del conjunto, que atempera la acritud y aspereza salobre de las aguas oceánicas. De aquí en más, y hasta la llegada al sitio donde ha de fundarse el Fuerte Sancti Spiritu, estas notas se acentúan, y parecen configurar el escenario preferido por la literatura pastoril (Gerhardt, 1950, 294), y por las representaciones del paraíso terrestre: fragancia de las flores y las brisas, canto de los pájaros, aspecto «risueño» (274, 276), «blando», «amigable» de la naturaleza toda. La gratuidad y la increíble abundancia de colores vegetales y animales, de flores y de frutos, completan una imagen que parece propia de la Edad de Oro, o de un Edén exento de las fatigas del trabajo: «hermosísimas naranjas, que por lo relucientes y amarillas parecían de oro macizo» (p. 283) caen espontáneamente sobre la cubierta de los bajeles que avanzan por «el río de Solís».

Esta naturaleza-jardín, ribereña, costeña, hasta aquí descripta, se amplía por fin en «vasta llanura», cuya «inmensa extensión de tierra» es evaluada de acuerdo con criterios totalmente europeos: se la considera «desconocida», aunque lo es solo para los cristianos, y «naturaleza virgen», pesar de que está obviamente explorada y habitada, por los indígenas al parecer mansos, que los reciben13. Con la llanura se desvanecen dos rasgos del «paraíso terrestre». Por un lado, la belleza idílica: el terreno donde se fundará el fuerte Sancti-Spiritu es árido, cubierto por una yerba alta y dura (285), por otra parte, desaparece la ilusión de gratuidad. No hay riquezas ni tesoros a la mano y a la vista. La única riqueza es la tierra misma, que solamente entregará bienes «después de muchos años de duro trabajo» (p. 292). Para estas desazones hay una compensación no menos inquietante: la libertad que se multiplica y se potencia en el espacio desaforado. En la «grandeza y desnudez» de la Pampa abierta «el pecho respira con mayor fuerza, la vista salva mayor distancia» (p. 316). Sus riesgos son el vértigo de la aparente infinitud, el exceso del deseo que emana de esta falta de límites. Un deseo que los hijos de la Naturaleza, como el cacique Marangoré, no sabrán cómo educar, o -sin eufemismos- reprimir (pp. 345 y 364). El enfrentamiento de Lucía Miranda con el deseo del «hijo de la Naturaleza» (y acaso con el suyo propio) en ese contexto de despojada libertad, resulta fatal y confirma y continúa la cadena de fatalidades de los orígenes. Por otro lado, la Pampa puede ser también el amparo del fugitivo. Hacia ella, una vez ejecutada la venganza de Siripó, huye la pareja sobreviviente -Alejo y Anté- en la que se reconcilian lo español y lo aborigen: «la Pampa entera les brinda su inmensidad». Otra versión de lo natural es el bosque: un espacio tradicionalmente peligroso, asociado a lo sobrehumano14. En la novela de Mansilla es el lugar de las emboscadas, y también el laboratorio donde se traman las brujerías de Gachemañé (385). Desde el bosque Alejo y Anté contemplan con horror, antes de escapar, la inmolación final de Sebastián y Lucía. El fuego en donde han ardido sus cuerpos se propaga a los árboles y todo el bosque (como cerrando un rito de purificación) se convierte en cenizas.

2.1.3. Pablo ou la vie dans les Pampas, o al amparo de la intemperie.

En Pablo... no quedan vestigios del locus amoenus -jardín risueño, lujo vegetal-. Solo está la Pampa, cuyo escenario, antes que los seres humanos, abre esta novela donde el personaje -desde el título- se concibe como equivalente al medio del que forma parte, e inseparable de él: Pablo = vida en las Pampas. En este orden desmesurado (en tanto fuera de toda medida), el cielo y el suelo aparecen como planos intercambiables, y reciben a menudo la misma adjetivación. Lo vacío (de formas, de colores, de sonidos) y lo enorme definen el paisaje. Tanto la llanura como el horizonte son inmensos, desiertos, ilimitados, silenciosos. Una naturaleza gigantesca y severa, sin árboles, atormentada por un sol implacable (p. 7) donde hasta los cardos son colosales y que remite a un tiempo arcaico, anterior a la historia. En esa desnudez que hace temblar (p. 206), el viajero está expuesto a todos los peligros, desde el tornado casi tan terrible en la tierra como el mar (otra metáfora constante de la pampa en E. Mansilla) hasta la perspectiva de morir de hambre y de sed.

Sin embargo, lo que parece devastación y sequedad bajo el calor agobiante de la luz diurna, cambia esencialmente al caer la noche, que inicia en la llanura un ciclo femenino de «amor y fecundidad», regido por la luz dulce de la luna. De noche, la pampa se vuelve animada y riente. La tierra húmeda comienza a parir: «le sol fourmille d’animaux qui paraissent surgir du même coup des entrailles de la terre» (101). El vacío devastado se llena de gritos y murmullos. Bajo la uniformidad oscura del color, prolifera una variedad de vidas animales, perfumes vegetales, brillos estelares en un cielo profundo y limpio, que compensan los días monótonos. Dolores, la enamorada de Pablo, se identifica con la luna, compañera celeste, y odia al sol que la desplaza del cielo. Bajo esa luna se encuentran los amantes y es posible el lenguaje de la música. En las noches pampeanas no hay peligro, ni asechanzas humanas ni animales monstruosos como los que perturban el paisaje del trópico. Los perseguidos por una justicia perversa (Pablo, el gaucho Anacleto) están a salvo, envueltos en la fresca oscuridad15. El cielo se comunica con la tierra: luego de la tormenta, cada charco es un cielo en miniatura donde se reparten las estrellas (p. 176) y la naturaleza entona un canto de alabanza.

Dos tópicos de la literatura pastoril resurgen en el paisaje de la llanura. Uno de ellos es el espejo de agua, donde Pablo, como tantos amantes bucólicos, ve reflejado primero su estado de miseria (aunque esta no se deba tanto a sus penas de amor, cuanto a su vida azarosa de prófugo), pero luego experimenta un sacudimiento que cambia su destino. Con su imagen reaparece la de Dolores y revive toda la fuerza de su pasión. Verdadero anti-Narciso, y mucho más activo que los dolientes, pasivos y quejosos pastores de las églogas, Pablo dejará a un lado toda conveniencia personal para ir a buscar a su amada (pp. 255-256). Pero no solo no recuperará a Dolores, que ha muerto al entrar el malón; se convertirá a su vez en víctima de la violencia al caer en manos del Ejército.

Otro tópico es la imagen del jardín, que aquí subvierte su función pastoril usual. La «mudita» Paula construye todos los días un efímero jardín con ramas de árboles frutales plantadas a flor de tierra. Por supuesto, al caer la tarde, las ramas ya están marchitas, salvo las «damas de noche» (belles de nuit) que rebosan vida, frescura y color (p. 182). La construcción de ese jardín se reitera absurdamente día tras día con el mismo resultado. El episodio tiene un fuerte valor simbólico en lo que hace a la situación (ver infra) de las mujeres de la campaña -como Dolores- que sobrellevan una existencia estéril y monótona, tan llana y privada de movimiento como la pampa que habitan (p. 122). Dolores es también una «dama de noche» cuyo verdadero esplendor y capacidad expresiva comienza con el ciclo femenino y nocturno, a salvo del sol y de la guerra.

Por otro lado, la pampa despiadada ofrece -al menos a los varones que tienen otro destino posible (épico) y que circulan por el espacio abierto- la posibilidad de ejercer la libertad y hacerse dueños de sí («La personnalité y trouve son libre essor, et chacun apprend à se sentir vivre par soi-même, maître absolu de ses actes comme de sa pensée», p. 186), así como de escuchar la voz de Dios, que únicamente habla al hombre solo (249). La pampa despojada e inculta puede volverse así una verdadera «escuela» -estoica- de las virtudes y aptitudes humanas (o al menos -porque la situación de género introduce diferencias fundamentales- varoniles).

2.1.4. Un amor, o la reclusión suntuosa.

En esta nouvelle la naturaleza como paisaje ha desaparecido. Nos hallamos en el ámbito más «civilizado» del planeta: París, la clase alta parisina, aunque los protagonistas son americanos. El título resulta engañoso. Un amor es el amor doble que la bella Silvia, hija de un banquero cubano, experimenta por dos acaudalados mellizos yankees, perfectamente iguales, a los que no logra distinguir, ni físicamente, ni con su afecto. Hay dos escenas al aire libre: paseos en carruaje, donde los Sanford se cruzan con Silvia camino al Bois de Boulogne. Solo en el segundo encuentro Silvia y su madre advierten, perplejas, que el joven Eduardo Sanford tiene al lado un hermano gemelo. El juego de luces a la entrada y salida del bosque tiene algo mágico y perturbador, como la igualdad de los gemelos, que parece alucinatoria, y que admira y maravilla a la misma emperatriz Eugenia. Pero la belleza de los hermanos pronto adquiere para Silvia el carácter de una pesadilla: no puede elegir a ninguno de los dos, y por supuesto, tampoco a los dos. La perfección duplicada de los Sanford le parece una «monstruosidad» formada por una «naturaleza irónica». Naturaleza que, para la supersticiosa y sensitiva Silvia (víctima casi de un «delirio de interpretación»), funciona como un tejido de ecos y reverberaciones, de símbolos e indicios, en la que cada uno puede leer su propio destino. Después de su ruptura con los Sanford, solo por cariño a sus padres Silvia no se recluye en un convento, como Nina, pero es también una «viuda virgen». De aquí en adelante se viste de luto y se niega a la posibilidad de otro amor. Le aguarda la paradoja de la reclusión perpetua en una vida suntuosa, donde las flores exóticas -como ella, una americana transplantada- subsisten en el aire inadecuado de los salones.

3. Los hijos de la Naturaleza.

En las selvas, en la Pampa, en el mundo rural, viven los llamados «hijos de la Naturaleza»: indios, gauchos, mujeres. Los «subalternos» que la clase dirigente aspira a controlar, y que el mito romántico de la «barbarie» (Pierre Michel) identifica, para bien y para mal, en un mismo bloque.

   La composición del «salvaje» en Lucía Miranda nos remite ante todo a otras escrituras, comenzando por el episodio que incluye Ruy Díaz de Guzmán (Capítulo VII, Libro I) en su temprana obra historiográfica, ampliamente conocida como la Argentina manuscrita16. Los historiadores jesuitas posteriores -Guevara, Charlevoix, del Techo, Lozano- le darán los toques adecuados para transformar en leyenda de virtud ejemplar (Iglesia, 1993) los amores de dos caciques timbúes por una dama andaluza. Ya se ha dejado de discutir la verdad histórica de un relato que carece de pruebas documentales; las lecturas se centran, antes bien en su poderosa irradiación como «mito de origen» que define el cruce de «civilización» y «barbarie», aborígenes y españoles, y la ambigua situación de la mujer como mediadora o del cuerpo femenino como lugar de la contaminación racial y cultural. Esta ficción fundadora, que invierte la secuencia del mestizaje y legitima la violencia de la conquista tuvo una larga saga literaria17.

Sobre la representación de los timbúes en Eduarda Mansilla pesan también seguramente los relatos españoles y portugueses del descubrimiento, las crónicas de viajeros, las discusiones jurídicas y teológicas en el seno del Imperio, las especulaciones de los filósofos y literatos (de Montaigne a Voltaire, de Rousseau a Diderot, de Moore a Chateaubriand), que proyectaron sobre el aún ignoto mapa de América los terrores y esperanzas de Europa y produjeron, al decir de Juan Ortega y Medina (1987), una erudita «imagología del bueno y del mal salvaje». El «salvaje» de Eduarda participa de ambas condiciones, en parte por una estrategia de desdoblamiento que no existe en el texto de La Argentina. Los hermanos en Ruy Díaz son ambos jóvenes, robustos y valientes. La idea de traicionar la alianza, invadir el Fuerte y apoderarse de Lucía parte solo de Mangoré18 y recibe algunas objeciones de Siripó; este se enamora de Lucía solamente una vez que Mangoré ha muerto. En la Lucía Miranda que nos ocupa, los hermanos difieren tanto como la bondad de la maldad, la lealtad de la perfidia. La distancia marca también los cuerpos; aunque se trata de mellizos; mientras Marangoré es hermoso, bien proporcionado, caballeresco, sensible, sincero (pp. 317-318). Siripo, no menos valiente y diestro con las armas, es, en cambio, muy feo, «contrahecho y desairado» -un monstruo quizá heredero del Calibán shakespeariano19- que responde, moralmente, al estereotipo negativo del aborigen: reservado, silencioso, esquivo, taimado, fingidor. Eso sí, a diferencia del «indio bestial» que diseñaron muchos relatos, y del mismo Calibán, Siripo posee una inteligencia privilegiada, aunque la usa para el mal: es un «hábil diplomático» (p. 356) que sabe cómo lograr sus fines. Por otro lado, la psicología de Marangoré lo hermana en parte con cualquier héroe (¡o heroína...!) del romanticismo. Tanto Werther como la María de Jorge Isaacs podrían envidiar la hipersensibilidad del cacique20. La escena en que contempla a Lucía, escondido detrás de un árbol, es en este sentido verdaderamente antológica: «Le vencen tanta gracia y mansedumbre; apenas si se atreve a mirarla, parécele que tiene miedo; brotan lágrimas de sus ojos, que no lloraron jamás desde la infancia, desalentado, abatido, se esconde cauteloso entre las ramas; caería sin vida si el vestido de la joven rozase a la pasada el árbol que le oculta a sus miradas.» (p. 364; ver también 346). Su único delito, su falla trágica, es la misma del héroe griego: la hybris, pero no tanto por soberbia prometeica cuanto por desmesura del deseo amoroso que invade toda su existencia. Precisamente por ser un «salvaje» Marangoré ha quedado a merced de sus pasiones: es el «hijo del desierto» que abraza desde sus primeros días imágenes de «libertad y amor» en la bóveda celeste, «sin más ley que su deseo, sin más guía que el altivo pensamiento», y que no sabe, como el «hombre educado», «templado de continuo en la tibia atmósfera de las conveniencias sociales», reprimir con dureza sus más caros afectos y sus más ardientes aspiraciones (364). Adelantándose a Sigmund Freud, Eduarda Mansilla parece adivinar los vínculos inexorables entre cultura y represión. Infeliz, más que culpable, el salvaje y emotivo Marangoré se contrapone al «racional» Don Nuño de Lara, quien, después de perder a Nina, parece haberse vuelto completamente insensible en materia de amor. El «corazón helado del Español» es el reverso del «fogoso corazón del indio», su «fría razón», del «torrente de desencadenadas pasiones» del timbú (p. 355; cfr. 347). Esta «toma de distancia», empero, lejos de ser sabia, convierte a don Nuño -por torpeza, por falta de «inteligencia emocional»- en un responsable21 involuntario y encubierto de la tragedia posterior. No menos responsabilidad tiene, en este aspecto Sebastián, ausente del Fuerte cuando se desencadena la invasión22. No se trata solo de Sebastián, como individuo, sino de los valores culturales -masculinos y españoles- que lo impulsan a buscar incesantemente la acción heroica, y a colocar el deseo de hazañas y conquistas por encima del amor. Estos valores son los que lo han llevado, en España, a postergar su matrimonio con Lucía, y los que lo empujan a dejar el Fuerte, por odio a esa «vida monótona y poco variada» (366) La asimetría entre los dones que se prodigan los esposos es constante: a Lucía le toca tolerar, esperar, acompañar, seguir, sacrificarse, animar y amparar a Sebastián en su empresa épica, aunque le disgusta la crueldad de los héroes conocidos de cerca, la «dura ley» de la guerra que «convierte en terrible y despiadado al mejor de los hombres» (265). Marangoré, en cambio, no puede pensar en otro objeto que Lucía. Por ella abandona la guerra, la gloria, el cuidado de su persona, sus responsabilidades de jefe y su deber de esposo para con la bella Lirupé. Para este «bárbaro», el amor es -como para las mujeres- una instancia incondicional y absoluta.

En cuanto a la sociedad indígena, no responde al molde del feliz «estado de naturaleza», presente en muchas relaciones de viaje, o en crónicas de algunos misioneros (Lafitau); los timbúes de Eduarda se alejan de los parámetros (en el fondo autocríticos y utopistas) con que evalúan a las primitivas comunidades americanas un Lahontan, o un Diderot (Todorov, 1991, 312-318). No es cierto -como lo ha apuntado Susana Rotker (1999, 161)- que las descripciones de la cultura aborigen caigan aquí en un «delirio de exotismo». Mansilla se basa obviamente23, incluso para el episodio del brujo Gachemañé, en la Historia del Paraguay, del padre José Guevara que se nutre del conocimiento directo de estas culturas24. La sociedad que describe no es igualitaria, sino jerárquica; no está desprovista de convenciones, sino que es fuertemente reglamentada y ritualista, la actividad sexual no es espontánea: se halla pautada con severidad -como se ve en los ritos de preparación matrimonial que las matronas de la tribu le hacen cumplir a Anté-; existe la propiedad aunque en pequeña escala, por falta de bienes, pero los aborígenes quedan deslumbrados ante las armas, utensilios y vestuario que traen los españoles. De todas maneras, se trata de un pueblo demasiado joven, pueril en su asombro y gozo ante lo desconocido, y en su credulidad, que aún no ha domesticado ni conjurado lo terrible de la pasión, que carece de cultura letrada (aunque se expresa en lenguaje figurado y es naturalmente poeta), y que no conoce a Cristo. En este mundo los seres humanos tienen menos elementos para protegerse de la Naturaleza (la propia y la cósmica), y para dominarla. La cultura española los ofrece, y no deja de mostrar continuamente la superioridad de estas posesiones. Claro está que el costo disimulado será una subordinación enmascarada como «alianza»25.

En la novela El médico de San Luis, aparecen otros indios mucho más cercanos: los ranqueles, cíclicos enemigos en la guerra de fronteras, y también intermitentes aliados de los bandos en pugna en las luchas civiles. Ni la cristianización masiva, ni la sumisión (aunque sí el intercambio comercial y étnico) se habían logrado con estos nómades cuyos vínculos con los blancos en el momento de la escritura de la novela eran muy complejos. Se los evalúa aquí a través de la mirada de Pascual Benítez, el gaucho perseguido por la justicia que, como Martín Fierro, ha ido a refugiarse entre ellos. La evaluación es por cierto mucho más benigna que la de José Hernández: «Señor, los indios no son tan malos, no roban sino por hambre y nunca matan sin necesidad. Los que los hacen malos son los cristianos que se van entre ellos.» (p. 103) Pronto Benítez entra en lazos más estrechos con los ranqueles porque su hija, que ha caído cautiva, se casa felizmente con un jefe indio.

La mirada de Mansilla oscila, porque estos mismos aborígenes son vistos en Pablo... como los depredadores feroces que asaltan La Blanqueada, y que intentan llevarse a Dolores, nueva Lucía Miranda, a quien su propia nodriza prefiere asesinar a golpes de hacha, antes que dejarla convertirse en concubina del cacique (Cap. XIV, «Les Indiens»)26. No obstante, en la misma obra hay también una anti-Lucía: Mercedes, la esposa del jefe de carretas Melchor Peralta, que después de haber sido tomada cautiva ha decidido quedarse con su nuevo esposo ranquel, y rechaza a Peralta cuando este llega con el dinero para rescatarla (pp. 218-222).

La defensa es constante, decidida y unívoca, en cambio, en el caso de los gauchos. Tanto El médico de San Luis como Pablo contienen verdaderos alegatos a favor del subalterno y aún no mitificado «hijo de la tierra», que destacan la relación inversamente proporcional entre las carencias del gaucho (no intrínsecas, sino fruto de la negligencia y el despojo ejercidos por los poderosos) y sus capacidades naturales. La cultura letrada dominante no le ha dado nada: no tiene educación, ni religión, ni leyes que lo amparen. Ni la escuela, ni los sacerdotes llegan a la campaña. Nadie le ha hablado de caridad ni de justicia. Sin embargo, practica a su manera estas virtudes con tanta mayor generosidad que el hombre de ciudad, y ha comprendido, como Anacleto (el «gaucho malo» y verdadero «maestro de sabiduría» de Pablo) que el dolor es la verdadera escuela de la vida, y que Dios habla únicamente al hombre solo. No tiene bienes, pero el gaucho antiguo (previo a los alambrados de los campos) se conforma con tomar de la llanura lo que necesita para vivir y privilegia el valor de su libertad. El poder político busca arrebatarle aun esa relativa libertad sometiéndolo al servicio forzado en el Ejército. De más está decir que Mansilla está sopesando en esta novela el resultado del mestizaje incipiente en Lucía Miranda y cuyo producto fue el gaucho. El balance es desolador y arroja el peso de la culpa sobre una autoridad pervertida o indiferente.

Por fin, en la ciudad o en el campo, del lado de la «naturaleza» siempre están las mujeres. Lo están en un sentido positivo, por su conexión más profunda con lo afectivo y lo vital (son «el corazón del género humano», LM, 114), por su función materna, por su finura sensitiva superior a la del varón aún en las inteligencias más escasas y menos cultivadas (LM, p. 115, 174))27. Pero también lo están en un sentido negativo: como el gaucho, y más aún que el gaucho, las mujeres de la campaña viven en el desamparo. Confinadas al duro trabajo en el espacio hogareño, si son pobres, y al ocio estéril, si disponen de medios, el cuidado de los hijos y la espera indefinida de un varón siempre ausente en la guerra o en el trabajo rural, se convierten en el único sentido de sus vidas. Las metáforas disvalorativas se encadenan: ostras, sonámbulas, prisioneras, desheredadas, «parias del pensamiento» (124), su encierro las convierte en las cautivas de un sistema social que, por «naturalizado» les quita, imperceptiblemente, su libertad, su derecho al conocimiento y al dominio de sí mismas. Les roba la conciencia lúcida para transformarlas en sonámbulas, las deja libradas a su rica, desbordante afectividad, sin proporcionarles las herramientas para el auto-control de la pasión, las priva del común patrimonio humano: el cultivo y la disciplina de la inteligencia. Lejos de acomodarse a una supuesta «naturaleza» femenina, tal estado de cosas la pervierte y la mutila profundamente, y le impide cumplir su misión más importante, en tanto las mujeres -dentro de la concepción mansilliana- son las educadoras de la humanidad, favorecidas para esta misión hasta por una mayor capacidad intelectual28, al menos en la Argentina, como se dice en El médico de San Luis, donde cierto aparente conservadurismo29 oculta una fuerte utopía de poder doméstico, que enfatiza la necesidad de reforzar la influencia femenina -si no civil, al menos moral-, sobre todo en su condición materna

Ya en esta primera novela se destaca: 1. La visión del hogar como espacio de una práctica productiva femenina, recinto ético y estético que puede irradiar hacia la sociedad en conflicto (un medio desgarrado aún por la discordia civil y la injusticia social) modelos de belleza sencilla y de pacífica convivencia. Esta idea, como lo ha señalado Masiello (1992, Cap. 2) es la que domina en el periodismo femenino de la época, que resignifica positivamente el espacio doméstico, en tanto área principal de influencia de las mujeres, que ejercen desde allí un papel educativo fundamental. 2. La voz narradora, si bien es la un varón, no reviste los atributos tradicionales de un patriarca o un héroe criollo del siglo XIX. Es la de un extranjero (inglés) capaz de disidencias críticas hacia la «cultura cimarrona» que condena a los varones a la matanza recíproca, y que asigna a las mujeres un rol pasivo y secundario no prestigioso, oscurecido ante la violencia protagónica del heroísmo viril (Assunçao, 1999, 212). John Wilson es un hombre de paz, que cura, no mata. Predica y practica la tolerancia. Su misma fe en la ciencia es cautelosa: reconoce los límites del saber humano. Está en las antípodas tanto del guerrero como del científico fáustico. El home es el centro de su propia vida. Francine Masiello lee -no sin razón- en este personaje, a la propia Eduarda travestida, quien todavía firma con el seudónimo «Daniel», y que habría encontrado en la figura del médico un recurso de autoridad. La voz «feminizada» de Wilson, muy distante de los estereotipos masculinos al uso, compensaría la ausencia, en el libro, de «mujeres fuertes». 3. Por fin, aunque la novela sin duda deriva en muchos aspectos de El Vicario de Wakefield30, se sitúa de manera por completo verosímil y pertinente en el contexto hispanoamericano. A partir del conocimiento de este contexto deben entenderse dos cosas: (a). La revisión de la dicotomía civilización/barbarie, a través de la denuncia de la corrupción judicial y el abuso de poder, y la exaltación del hogar como posibilidad de renovación moral y conciliación nacional. (b) La crítica a la «educación de moda», que expone Wilson, tanto en el caso de las mujeres como en el de los varones, y que él rechaza por considerarla fruto de «teorías inaplicables al país en que viven» (EMS, 28). Ambos aspectos: la condena del maltrato a la población autóctona supuestamente «bárbara», y el repudio del tipo de educación que se intenta implantar en las clases medias, responden a una toma de posición política: evitar la «barbarie de la civilización»: comprender y no imponer, transformar paulatinamente, y no arrasar.

Lucía Miranda no hace sino confirmar y expandir este papel educativo femenino, que por cierto la versión original del episodio no le adjudica. Lucía lee desde niña, y transmite a su propio marido el amor por la lectura. Ya en las Indias, es la primera que aprende la lengua del otro, y se desempeña como intérprete. Es mediadora, consejera y educadora, y asume, a la muerte de su maestro, Fray Pablo, la tarea evangelizadora pacífica de este. Casi como un «filósofo ilustrado» desenmascara -astuta y desenvuelta- las supercherías del brujo Gachemañé, y las coloca del lado de la superstición. Por otra parte, como vimos supra, no deja de poner en tela de juicio los valores heroicos que dirigen las acciones guerreras de los varones españoles. Es, incluso durante el tormento en la hoguera, amparo, consuelo, ejemplo de superioridad ética.

Cabe notar, por fin, que las heroínas de Mansilla poseen una facilidad particular para vincularse con «el otro», que puede ser también el enemigo: Dolores, hija de un federal, con Pablo, que es unitario. Lucía, con los aborígenes, aunque no pueda corresponder al amor de Marangoré. Ni Dolores ni Lucía tienen «sangre pura», ambas participan, por el lado materno, de una etnia dominada o perseguida. Lucía es hija de una unión mixta entre un cristiano viejo y una morisca; Dolores recibe de su madre el legado indígena, y a esa mezcla debe su singular belleza.

4. Fábulas de caída y reparación.

En el mundo mansilliano, la gravitación de una naturaleza nunca del todo idílica se acompaña siempre de una «historia de la caída», y a veces, de una reparación. Ya desde El médico de San Luis el paraíso doméstico se construye asediado por el mal. No es mera casualidad que el héroe de la novela sea un médico. En tal función, trata con todas las fallas de una naturaleza herida -la humana-, está atento a las irrupciones del caos (el desequilibrio, la desmesura) dentro de un cosmos cuya armonía se debe conservar. Pero ciertas rupturas existen ab initio y en el mismo seno de la familia Wilson. Por un lado en la persona de Jane, hermana del médico, educada por una tía que la maltrata luego de la muerte de su madre, «desgraciada desde sus primeros años». La llegada a América no logra cambiar este destino desdichado. Prometida a Carlos Gifford, amigo y compañero de viaje, parece próxima a la felicidad. Sin embargo la felicidad -sostiene Wilson- no es, para los humanos «un derecho», ni «un patrimonio natural» (15); depende de la misericordia divina, y del trabajo propio; es la lenta conquista de un alma educada en una resignación estoica, cuyo éxito no puede depositarse en los otros. Las esperanzas de Jane terminan con un accidente: la caída de un caballo, que la deja semiinválida. La metáfora bíblica se sobreimprime con fuerza al hecho narrativo. El accidente, hay que destacarlo, sucede durante un paseo a las «tierras de promisión» que el ambicioso Gifford ha comprado por creer que hay en ellas oro. Ese exceso de los «civilizados», la ambición, es lo que lo lleva a faltar a sus promesas matrimoniales, y también, finalmente, a perder su fortuna en negocios dudosos, antes de morir.

A partir de esta caída que la degrada y la desfigura, Jane se sentirá expulsada del paraíso posible, y se refugiará en una religiosidad sombría y rencorosa. No es esta la única «falla» en la casa Wilson. El hijo mayor, Juan, ha nacido débil y enfermizo. Ha sobrevivido gracias a la dedicación de su madre. Pero esa misma madre -para no herir su sensibilidad y su delicadeza extremas- lo ha consentido hasta convertirlo en el «tirano» de la casa. Fragilidad y exceso marcan así al primogénito del médico, desde el seno de la naturaleza (su propio temperamento anómalo, la exagerada protección materna, la sobreabundancia de amor). El hijo varón se niega a abandonar simbólicamente la pura naturaleza para incorporarse a la cultura. Rehúsa aprender las artes del cultivo a pesar de los consejos del padre («pintándole la agricultura como la más noble de todas las ocupaciones, como la más independiente, sujeta solo a las mudanzas del tiempo», p. 31) y su único interés es andar a caballo sin destino fijo ni provecho. Por fin, se convierte en «hijo pródigo». Huye de la casa para incorporarse a una actividad tradicionalmente destructora del orden: la guerra. Se une a las fuerzas del «Ñato», un transgresor, un «jinete rebelde»31, cacique de indios y gauchos, que no obstante, se presenta como agente de la Ley (36) en una sociedad donde los funcionarios oficiales no hacen sino corromperla. Hay «fallas de naturaleza» en no pocos personajes del libro. Ño Miguel es ciego. Amancio, el joven puro pero exaltado, tiene un «alma enferma», encerrada en un cuerpo débil con la cabeza «demasiado grande» (41); poco hábil para desenvolverse en la «cruel realidad», solo vive para sus lecturas. El malvado juez Robledo es tuerto (y por ese apelativo se lo conoce). «Descontentadizo», «huraño», vanidoso, no ha tenido suerte en sus emprendimientos, y así, «de desgracia en desgracia y de caída en caída», ha llegado a San Luis (p. 44).

Al final de la novela el equilibrio roto se restablece completamente, una vez liberado de la cárcel el doctor Wilson, a quien el Juez encarcelara por defender a Amancio. Los bienes surgen de los males. El apuesto y bondadoso Jorge Gifford, el hijo que Carlos ha tenido en su matrimonio por interés, cumple -lo dice la misma Jane Wilson- lo que no ha cumplido el padre y se casa con Sara, una de las mellizas. Está dispuesto a explotar, pero con trabajo honrado, aquellos terrenos promisorios que ha heredado de su padre, y no repite la equivocación de anteponer las ganancias monetarias al amor. Amancio, que debía su posición como secretario del Juez injusto, al defecto de este (fatigado de escribir con un solo ojo, p. 44) ocupa su lugar luego de su asesinato, y es aceptado como pretendiente de Lía. Juan, el «hijo pródigo», sale de la prisión, deja la montonera y parece encarrilarse como agricultor. Lo más inquietante es que la recuperada dicha de la familia se debe a un crimen. El gaucho Pascual Benítez (que actúa en cierto modo como el Cordero Pascual, inmolado en sacrificio para bien de los otros) ocupa el lugar de un Dios que no parece intervenir demasiado en los asuntos humanos, y mata al Juez indigno, aun sabiendo que el precio será su propia ejecución. Absolutamente desinteresado, no actúa por venganza. Para mayor paradoja, el «resplandor del Bien» lo impulsa al asesinato. La belleza, virtud y buena educación de la que llama «familia de santos» lo llevan a hacer justicia por su mano.

En Lucía Miranda abundan las caídas y las reparaciones, como ya lo hemos señalado. Seducciones y violaciones, «castigadas» primero con la muerte de las madres (luego con la de los padres), son reparadas por padres y madres sustitutos y por maestros de sabiduría (Fray Pablo). El mal emana de la misma naturaleza, como catástrofe (la tempestad), como enfermedad (la peste) o como deseo sin límites desencadenado en el corazón de los hombres, que provoca fascinación y terror. Hasta cierto punto, catástrofe y deseo se neutralizan: Nina (Virgen de las Rosas o Diana Cazadora)32 se enferma significativamente antes de su casamiento con don Nuño. Acaso porque prefiere la pérdida de la belleza a la consumación del deseo y a la pérdida de la virginidad que termina «matando» a las mujeres convertidas en madres.

En el escenario de las Indias, la relación de afable concordia que se entabla entre timbúes y españoles se rompe por el deseo de Marangoré, pero sobre todo por la intervención de Siripó -que no solo desea a Lucía, sino también al cacicazgo que su hermano detenta-. Se lo describe bajo la figura del Tentador: el demonio o la serpiente en el paraíso, el insidioso que pervierte a Marangoré con el arte de la palabra (LM, 355-357). Para agravar la ruptura, también sobre Siripó, nuevo Caín, celoso de un hermano tanto más favorecido por los dones naturales, cae la responsabilidad de la muerte de Marangoré33, y luego por supuesto las de Lucía y Sebastián. No obstante, existe en el libro una reparación final, que puede leerse también como reparación histórica. Una pareja sobrevive: Anté (timbú cristianizada) y Alejo (español) escapan del incendio. Están unidos por un amor legítimo; ni la seducción ni la violación tienen lugar aquí. A esta unión -consentida y de aparente igualdad (aunque es Anté la que adopta la cultura española y no a la inversa)- quedaría encomendado simbólicamente el futuro del mestizaje hispanoamericano.

En Pablo... los males son atribuibles a una sola causa fundamental: la violencia: un estado crónico en el cual está sumergida la nación. Violencia de las guerras civiles, de los ataques indígenas, del sometimiento y persecución de los gauchos. La entrega al mutuo deseo erótico no se interpreta, en cambio, como caída, porque ocurre en el marco de la inocencia natural. Pablo y Dolores, los «enfants de la nature», ignoran el pecado y el pudor. Pero la violencia -esta vez humana, no natural- impedirá un final feliz de su historia de amor. La madre de Pablo, Micaela, que es la única sobreviviente de la tragedia colectiva, pierde la razón. De ahí en más leerá sin cesar a quien quiera escucharla, la carta del Gobernador -parábola de la escritura inútil- que no ha podido salvar la vida de su hijo.

En Un amor, Silvia ha caído en la trampa de la Naturaleza potenciada por los artificios de la cultura. Los Sanford no solo son iguales sino que lo parecen, a fuerza de cultivar apasionadamente su identidad mediante todos los refinamientos de atavíos y de modales. No hay reparación a esta caída. Los hermanos se refugian en su amor fraternal (tal vez el único que realmente les importa) y vuelven a los Estados Unidos. Silvia, «un cuerpo enfermo y un alma muerta» (71) paga indefinidamente la culpa de un deseo tan monstruoso como los objetos que lo inspiran34.

5. La ciudad.

Tanto en El médico..., como en Lucía Miranda, la ciudad es el ámbito que voluntariamente se ha dejado. El lugar de lo ilusorio (para James Wilson), y de la pérdida del amor (para don Nuño de Lara). El teatro de los fastos, las envidias y las rivalidades cortesanas (la Valladolid de Sebastián), o apenas el espacio de tránsito en el que se aguarda la verdadera destinación de la vida (como Murcia, para Lucía Miranda).

El Fuerte del Espíritu Santo, en las Indias, que podría funcionar como un embrión de ciudad, no llega nunca a serlo35. Lucía establece su propio hogar en la precaria guarnición construida con maderas de la zona y con barro americano; coloca en un lugar privilegiado el símbolo por excelencia de la cultura: sus libros, pero para los demás conquistadores el Fuerte no deja de ser un apeadero en la selva; no quieren permanecer y trabajar (cultivar) sino salir en busca de riquezas; la «teoría del campamento» de Martínez Estrada, parece anticiparse aquí. La fortaleza no es más fuerte ni más duradera que el asentamiento de los timbúes nómades. Por lo demás, no es una construcción cerrada y rígida, sino un espacio de intercambio y de tensiones entre timbúes y cristianos, la sede de un difícil y móvil equilibrio, como una frontera. Se deteriora con el correr de los meses; la cabaña de Lucía está perforada por grietas a través de las cuales la contemplan, mientras se desviste, los ojos de Marangoré, Permeable, invadible, vulnerable, el Fuerte del Espíritu Santo volverá sin embargo a la tierra de la que está hecho por la venganza de Siripo-Calibán. Y en esa tierra, los cuerpos de timbúes y españoles desaparecerán, mezclados.

Una acentuada contraposición ciudad/campaña -que desacredita en gran parte el espectro valorativo asociado a ellas desde Sarmiento- se hace explícita, en cambio, tanto en El médico... como en Pablo. Dos exponentes de la «civilización»: los ingleses James Wilson y Jorge Gifford (uno anciano, el otro joven) se ocupan de desengañar al idealista Amancio (como Lucía desengaña a los timbúes acerca de las brujerías de Gachemañé) con respecto a la presunta superioridad de la ciudad (emblemáticamente, Buenos Aires, polo del progreso y la ilustración). No se trata de un ámbito humanamente habitable, sino de un «laberinto de intrigas y amaños» (56) donde cierto brillo intelectual es desmentido por las «miserias morales» y la falta de solidaridad. Wilson apoya a Gifford para plantear el debate civilización/barbarie, puerto/interior (ajeno al otro inglés recién llegado) y mostrar la violencia del poder político porteño, dispuesto a imponer a las provincias, a sangre y fuego, ideas inaplicables (57-58) con tal de favorecer el brutal interés económico.

En Pablo... la ciudad es la meca hacia donde se parte, el polo de las esperanzas, donde el hijo de Benita cree poder encontrar una vida mejor, y donde Micaela va a buscar justicia para su hijo. Pero este viaje (ida y vuelta) se repetirá indefinidamente cuando Micaela enloquezca después de la muerte de Pablo, como símbolo de un sistema sin sentido y de una justicia que no llega nunca. La ciudad, sede del progreso, de la sofisticación, de la cultura (P, 190), resulta empero, para la madre, sin dinero y sin amigos o protectores, un desierto mucho peor que el de la Pampa (P, 233): desde la dureza del pavimento (tan distinto de la tierra «dulce y móvil» -P, 232- de la llanura) hasta la dureza del mundo humano, indiferente a su sufrimiento, mientras que entre los paisanos de su pago, federales o unitarios, ha encontrado una fraternidad «desconocida para los ricos» (P, 146). Incluso el joven guardia que se interesa en su caso, y publica un artículo sobre él, lo hace porque conviene a sus intereses políticos, y luego olvida el problema, como ha olvidado el nombre y las señas particulares de la viuda, que aparece mencionada en calidad de ejemplo anónimo. Lo lleno, lo atestado, lo superfluo, caracterizan el mundo urbano (tan fatuo como el personaje del mismo nombre -atildado y ridículo-en El médico de San Luis) donde la sobreabundancia de objetos y de voces no deja escuchar la voz de Dios. Sobre la oposición ciudad/campaña se dibuja la de Europa/América, no solamente para recordar que los europeos también han sido «bárbaros» en su larga historia (P, 116), sino para denunciar que todavía lo son (P, 192), que no se combaten entre sí con menor virulencia que los criollos, y que los inmigrantes del Viejo Mundo, antes que traer a América graciosamente los beneficios de la civilización, en realidad vienen huyendo de otros males que aquí son desconocidos (P, 33). También la oposición federales/unitarios desarticula los valores (positivo/negativo, ilustrado/inculto) asociados a esta díada. La ferocidad de los bandos en la guerra civil se considera como simétrica y recíproca (P, 31), aunque se acota que los federales han comprendido mejor al elemento rural popular36. No todos los unitarios son cultos intelectuales; pueden ser sencillos gauchos, como Pascual Benítez, que ha servido a las órdenes del general Paz, cuyos buenos consejos recuerda, u oficiales instruidos y bien intencionados, como el comandante Vidal (elemento infrecuente, se aclara, en el ejército argentino). Pero hay otros no menos analfabetos y crueles que los mazorqueros de la literatura anti-rosista, como el Duro Moreyra, responsable directo de la muerte de Pablo.

Por fin, en Un amor no existe salida hacia la Naturaleza (el paisaje natural) ni de la naturaleza (la monstruosidad plural del objeto amado, la duplicación del deseo). Silvia, la cubana transplantada, déraciné, que se ha debatido sin éxito en el laberinto de espejos, neutraliza con el negro del luto la tentación errónea de la vida.

6. Conclusiones.

Ante todo, es claramente perceptible, en la novelística de Mansilla (y en este trabajo) la desproporción entre la función nuclear -simbólica y estructural- adjudicada a la «naturaleza» en todos sus registros (el ámbito rural o salvaje, las leyes cósmicas, la inescrutable voluntad divina, lo irracional, el deseo) y la representación de lo urbano, tanto menos polisémica, definida por lo general subsidiariamente, en relación a lo natural.

La construcción literaria de «naturaleza» y «ciudad» tiene en las tres primeras novelas de Mansilla un fuerte registro político, sustentado incluso por alegatos argumentativos, tanto en El médico... como en Pablo. Se ha señalado con justicia (Masiello, Lehman) que la visión política de las escritoras, durante el largo y conflictivo proceso de las guerras civiles y la fundación del estado nacional moderno, suele situarse, implícita y explícitamente, más allá de las categorías binarias que predominan en el discurso masculino. Esta ruptura y matización de los binarismos resulta notoria aquí.

Las «Arcadias» de Eduarda Mansilla no son ni gratuitas ni inocentes, el puro «estado de naturaleza» no existe, los «salvajes» (ni bestias ni ángeles) viven en sociedades (por cierto perfectibles). La intemperie pampeana es refugio e inclemencia, naturaleza arcaica y escenario donde la historia (el gran debate del siglo XIX) se está escribiendo con sangre humana, tal como se escribió y aún se escribe, en la culta Europa. Su don es la libertad; su riesgo, el exceso; su gracia secreta, llegar a comprender y acatar una Ley cósmica que trasciende las leyes humanas y urbanas, escuchar una Voz superior a todas las voces, incluso a la del propio deseo.

Del lado de la naturaleza (como el caos que debe ser dominado), el poder coloca a sus excluidos, condenados a una posición subalterna (indios, gauchos, mujeres). Pero este poder de las ciudades (o más bien de La ciudad por antonomasia: Buenos Aires) no es legítimo, porque se asienta en la violencia, en la negación de derechos, en la destrucción de los valores éticos de una vida comunitaria. Los marginales de la campaña -delincuentes para la ley urbana- (Anacleto, Pascual Benítez), pueden ser en cambio maestros de sabiduría, o auténticos ejecutores de una justicia ausente (a pesar de los sermones de Wilson, es la acción de Benítez la que restablece providencialmente el orden amenazado).

En el centro de la escena, desplazando a menudo al tradicional sujeto heroico masculino de la narrativa nacional pampeana, están las mujeres: agentes mediadores, traductores y comunicadores, más próximas que los varones al secreto de los afectos y de la vida, y especialmente dotadas, quizá por eso mismo, para la tarea cultural y educativa que se asienta en un lenguaje fundador. Ajenas a los valores meramente épicos, construyen el orden por la persuasión de la palabra. Si alguna utopía de la organización nacional existe en E. Mansilla, esta pasa por el hogar -microcosmos y modelo social regido por las madres-. No se trata de una utopía regresiva, que suponga una nueva reclusión de las mujeres en el ámbito de lo privado. Por el contrario, son los valores domésticos los que tendrían que expandirse hacia lo público para reordenarlo, y es el espacio del hogar el que se transformaría en una genuina escuela de formación ciudadana.

Cuando Eduarda da a conocer su última novela, en 1885, un nuevo orden político y socioeconómico se ha consolidado. El gaucho de 1870 ha desaparecido para convertirse en peón rural; los aborígenes han muerto, o están sometidos a la aculturación, en el último peldaño de la sociedad cristiana. Las mujeres resignarán por largo tiempo toda influencia en el espacio político e intelectual encerradas en la «casa de muñecas» burguesa, ignorantes, más que nunca, de su «naturaleza», de sus deseos, de sus propias demandas, constreñidas a la inocencia puritana del «ángel del hogar», so pena de despeñarse en la única alternativa imaginable: la mujer caída, la prostituta. A pesar de la extendida educación pública, de la modernización y la secularización, se profundiza la dicotomía público/privado, masculino/femenino, cultura/naturaleza y se acentúa el sometimiento jurídico del «segundo sexo» (con el Código Civil de Vélez Sársfield, que rige desde 1871, y luego con la Ley de Matrimonio Civil, en vigor desde 1889, que concibe a las mujeres como niñas eternas, dependientes de un marido tutor y administrador)37.

Eduarda misma, tras una apuesta extrema e inútil por la vida literaria profesional que la lleva a dejar a marido e hijos durante casi cinco años, desiste de publicar, aunque su familia ya está irremediablemente dividida. También su última novela: Un amor, abandona el relato de la construcción nacional y su tragedia colectiva. Las historias de la exclusión y el exterminio de la población de la campaña son reemplazadas por una historia individual de autoexclusión y luto. Como Silvia, Eduarda -otra déraciné- se ha visto obligada a elegir entre dos amores iguales y dos mundos (la literatura y la familia, lo público y lo privado); el resultado es, acaso, la autocensura que la lleva a prohibir, antes de su muerte, la reedición de sus obras.

Por otra parte, además de la lectura socio-política de naturaleza y ciudad como tópoi, existe en la novelística de Mansilla una percepción también trágica, por momentos metafísica, de la naturaleza como fatum. Desmesura siniestra del poder cósmico, fuente de vida y muerte; «temible ley» que ha hecho efímeras la belleza y la gloria de lo viviente (LM, 100), paradoja inscripta en el corazón humano (LM, 173), destino -no azar (P, 268) - que determina el encadenamiento de los sucesos, y el desborde del deseo con el que resulta tan difícil negociar desde una posición de consciente lucidez. Por lo demás, toda naturaleza es -en los textos de Mansilla- naturaleza fallada, caída. La catástrofe periódica marca con el desajuste y el desequilibrio los avatares cósmicos, el mal desvía las conductas, aunque a veces, enigmáticamente, resulta ser la fuente de un Bien superior. Dios escribe derecho con renglones torcidos y su justicia es misteriosa -parece decirse en el emblemático episodio del gaucho Benítez-.

La cultura: depósito de pensamiento en la letra escrita, permitiría, a la manera de un espejo, el conocimiento de uno mismo y de las fuerzas que actúan sobre las criaturas. La experiencia acumulada de la humanidad podría aplicarse de este modo a los propios conflictos y acaso, neutralizarlos; operar un estado de armonía, social e individual. Sin embargo, tal neutralización no está asegurada en ningún ámbito. Quizá porque en el inmenso jardín de la Naturaleza, la felicidad «es una planta exótica» (LM, 223) y el fatum de la pasión incontenible y desdichada penetra aun en los más refinados salones europeos, borra los brillos, desacredita el artificio de una vida perfecta.

Bibliografía

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