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ArribaAbajoTercera parte


ArribaAbajo- I -

Avivó el paso, ya fuera de la Puerta, ansioso de alejarse lo más pronto posible de la populosa villa, y de llegar adonde no viera su apretado caserío, ni oyese el tumulto de su inquieto vecindario, que ya en aquella temprana hora empezaba a bullir, como enjambre de abejas saliendo de la colmena. Hermosa era la mañana. La imaginación del fugitivo centuplicaba los encantos de cielo y tierra, y en ellos veía, como en un espejo, la imagen de su dicha, por la libertad que al fin gozaba, sin más dueño que su Dios. No sin trabajo había hecho efectiva aquella rebelión, pues rebelión era, y en ningún caso hubiérala realizado, él tan sumiso y obediente, si no sintiera que en su conciencia la voz de su Maestro y Señor con imperioso acento se lo ordenaba. De esto no podía tener duda. Pero su rebelión, admitiendo que tan feo nombre en realidad mereciese, era puramente   —106→   formal; consistía tan sólo en evadir la reprimenda del superior, y en esquivar los dimes y diretes y vejámenes de una justicia que ni es justicia ni cosa que lo valga... ¿Qué tenía él que ver con un juez que prestaba atención a delaciones infames de gentezuela sin conciencia? A Dios, que veía en su interior, le constaba que ni del provisor, ni del juez huía por miedo, pues jamás conoció la cobardía su alma valerosa, ni los sufrimientos y dolores, de cualquier clase que fueran, torcían su recta voluntad, como hombre que de antiguo saboreaba el misterioso placer de ser víctima de la injusticia y maldad de los hombres.

No huía de las penalidades, sino que iba en busca de ellas; no huía del malestar y la pobreza, sino que tras de la miseria y de los trabajos más rudos caminaba. Huía sí de un mundo y de una vida que no cuadraban a su espíritu, embriagado, si así puede decirse, con la ilusión de la vida ascética y penitente. Y para confirmarse en la venialidad y casi inocencia de su rebeldía, pensaba que en el orden dogmático sus ideas no se apartaban ni el grueso de un cabello de la eterna doctrina, ni de las enseñanzas de la Iglesia, que tenía bien estudiadas y sabidas al dedillo. No era, pues, hereje, ni de la más leve heterodoxia   —107→   podían acusarle, aunque a él las acusaciones le tenían sin cuidados, y todo el Santo Oficio del mundo lo llevaba en su propia conciencia. Satisfecho de esta, no vacilaba en su resolución, y entraba con paso decidido en el yermo; que tal le parecieron aquellos solitarios campos.

Al pasar el puente, unos mendigos que allí ejercían su libérrima industria le miraron sorprendidos y recelosos, como diciendo: «¿qué pájaro es este que viene por nuestros dominios sin que le hayamos dado la patente? Habrá que ver...». Saludoles Nazarín con un afable movimiento de cabeza, y sin entrar en conversación con ellos siguió su camino, deseoso de alejarse antes de que picara el sol. Andando, andando, no cesaba de analizar en su mente la nueva existencia que emprendía, y su dialéctica la cogía y la soltaba por diferentes lados, apreciándola en todas las fases y perspectivas imaginables, ya favorables, ya adversas, para llegar, como en un juicio contradictorio, a la verdad bien depurada. Concluía por absolverse de toda culpa de insubordinación, y sólo quedaba en pie un argumento de sus imaginarios acusadores, al cual no daba satisfactoria respuesta. «¿Por qué no solicita usted entrar en la Orden Tercera?». Y conociendo la fuerza de esta observación,   —108→   se decía: «Dios sabe que si encontrara yo en este caminito una casa de la Orden Tercera, pediría que me admitiesen en ella, y entraría con júbilo, aunque me impusieran el noviciado más penoso. Porque la libertad que yo apetezco, lo mismo la tendría vagando solo por laderas y barrancos, que sujeto a la disciplina severa de un santo instituto. Quedamos en que escojo esta vida, porque es la más propia para mí, y la que me señala el Señor en mi conciencia, con la claridad imperativa que no puedo desconocer».

Sintiéndose un poco fatigado, a la mitad del camino de Carabanchel Bajo se sentó a comer un mendrugo de pan, del bueno y abundante que en el morral le puso la Peluda, y en esto se le acercó un perro flaco, humilde y melancólico, que participó del festín, y que por sólo aquellas migajas se hizo amigo suyo, y le acompañó todo el tiempo que estuvo allí reposando el frugal almuerzo. Puesto de nuevo en marcha, seguido del can, antes de llegar al pueblo sintió sed, y en el primer ventorrillo pidió agua. Mientras bebía, tres hombres que de la casa salieron hablando jovialmente, le observaron con importuna curiosidad. Sin duda había en su persona algo que denunciaba el mendigo supuesto o improvisado, y esto le produjo alguna inquietud. Al decir «Dios   —109→   se lo pague» a la mujer que le había dado el agua, acercósele uno de los tres hombres, y le dijo:

«Señor Nazarín, le he conocido por el metal de voz. Vaya que está bien disfrazado... ¿Se puede saber..., con respeto, a dónde va vestidito de pobre?

-Amigo, voy en busca de lo que me falta.

-Que sea con salud... ¿Y usted a mí no me conoce? Yo soy aquel...

-Sí, aquel... Pero no caigo...

-Que le habló no hace muchos días más abajo... y le brindó... con respeto, un sombrero de teja.

-¡Ah! sí... teja que yo rehusé.

-Pues aquí estamos para servirle. ¿Quiere su reverencia ver a la Ándara?

-No señor... Dile de mi parte que sea buena, o que haga todo lo posible por serlo.

-Mírela... ¿Ve usted aquellas tres mujeres que están allí, al otro lado de la carretera propiamente, cogiendo cardillo y verdolaga? Pues la de la enagua colorada es Ándara.

-Por muchos años. Ea, quédate con Dios... ¡Ah! un momento: ¿tendrías la bondad de indicarme algún atajo por donde yo pudiera pasar de este camino al de más allá, al que parte del puente de Segovia, y va a tierra de Trujillo?...

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-Pues por aquí, siguiendo por estas tapias, va usted derechito... Tira por junto al Campamento, y adelante, adelante..., la vereda no le engaña... hasta que llega propiamente a las casas de Brugadas. Allí cruza la carretera de Extremadura.

-Muchas gracias, y adiós.

Echó a andar, seguido del perro, que por lo visto se ajustaba con él para toda la jornada, y no había recorrido cien metros cuando sintió tras de sí voces de mujer que con apremio le llamaban: «¡Sr. Nazarín, D. Nazario!...». Parose y vio que hacia él corría desalada una falda roja, un cuerpo endeble, del cual salían dos brazos que se agitaban como aspas de molino.

«¿Apostamos a que esta que corre es la dichosa Ándara?-, se dijo, deteniéndose».

En efecto, ella era, y trabajillo le costara al caminante reconocerla, si no supiese que andaba por aquellos campos. Al pronto, se habría podido creer que un espantajo de los que se arman con palitroques y ropas viejas para guardar de los gorriones un sembrado, había tomado vida milagrosamente y corría y hablaba, pues la semejanza de la moza con uno de estos aparatos campestres era completa. El tiempo, que las cosas más sólidas destruye, había ido descostrando y arrancando   —111→   de su rostro la capa calcárea de colorete, dejando al descubierto la piel erisipelatosa, arrugada en unas partes, en otras tumefacta. Uno de los ojos había llegado a ser mayor que el otro, y entrambos feos, aunque no tanto como la boca, de labios hemorroidales, mostrando gran parte de las rojas encías, y una dentadura desigual, descabalada, y con muchas piezas carcomidas. No tenía el cuerpo ninguna redondez, ni trazas de cosa magra, todo ángulos, atadijo de osamenta... ¡y qué manos negras, qué pies mal calzados de sucias alpargatas! Pero lo que más asombro causó a Nazarín fue que la mujercilla, al llegarse a él, parecía vergonzosa, con cierta cortedad infantil, que era lo más extraordinario y nuevo de su transformación. Si el descubrimiento de la vergüenza en aquella cara sorprendió al clérigo andante, no le causó menos asombro el notar que la Ándara no mostraba ninguna extrañeza de verle en facha de mendigo. La transformación de él no la sorprendía, como si ya la hubiese previsto, o por natural la tuviera.

«Señor -le dijo la criminal-, no quería que usted pasara sin hablar conmigo..., sin hablar yo con él. Sepa que estoy allí desde el día del fuego, y que nadie me ha visto, ni tengo miedo a la justicia.

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-Bueno, Dios sea contigo. ¿Qué quieres de mí ahora?

-Nada más que decirle que la Canóniga es mi prima, y por eso me vine a esconder ahí, donde me han tratado como a una princesa. Les ayudo en todo, y no quiero volver a ese apestoso Madrid, que es la perdición de la gente honrada. Con que...

-Buenos días... Adiós.

-Espérese un poquito. ¿Qué prisa lleva? Y dígame: ¿se han metido con usted los caifases del Juzgado? ¡Valientes ladrones! Me da el corazón que algo le han hecho, y que la Camella, que es muy pendanga, habrá llevado la mar de cuentos a las Salesas.

-Nada me importan a mí ya Camellas, ni caifases, ni nada. Déjalo... Y que lo pases bien.

-Aguarde...

-No puedo detenerme, tengo prisa. Lo único que te digo, Ándara corrompida, es que no olvides las advertencias que te hice en mi casa; que te enmiendes...

-¡Más enmendada que estoy...! Yo le juro que aunque volviera a ser guapa, o tan siquiera pasable, que no me caerá esa breva, no me cogía otra vez el demonio. Ahora, como me tiene miedo, de puro asquerosa que estoy, no se llega a mí el indino. Lo cual que si no se enfada, le diré una cosa.

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-¿Qué?

-Que yo quiero irme con usted... a donde quiera que vaya.

-No puede ser, hija mía. Pasarías muchos trabajos, sufrirías hambre, sed...

-No me importa. Déjeme que le acompañe.

-Tú no eres buena. Tu enmienda es engañosa; es un reflejo no más del despecho que te causa tu falta de atractivos personales; pero en tu corazón sigues dañada, y en una u otra forma llevas el mal dentro de ti.

-¿A que no?

-Yo te conozco... Tú pegaste fuego a la casa en que te di asilo.

-Es verdad, y no me pesa. ¿No querían descubrirme, y perderle a usted por el olor? Pues el aire malo con fuego se limpia.

-Eso te digo yo a ti, que te limpies con fuego.

-¿Qué fuego?

-El amor de Dios.

-Pues diéndome con usted... se me pegarán esas llamas.

-No me fío... Eres mala, mala. Quédate sola. La soledad es una gran maestra para el alma. Yo la voy buscando. Piensa en Dios, y ofrécele tu corazón, acuérdate de tus pecados, y pásales revista para abominar de ellos, y tomarlos en horror.

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-Pues déjeme ir...

-Que no. Si eres buena algún día, me encontrarás.

-¿Dónde?

-Te digo que me encontrarás. Adiós.

Y sin esperar a más razones se alejó a buen paso. Quedose Ándara sentada en un ribazo, cogiendo piedrecitas del suelo, y arrojándolas a corta distancia, sin apartar sus ojos de la vereda por donde el clérigo se alejaba. Este miró para atrás dos o tres veces, y la última, muy de lejos ya, la veía tan sólo como un punto rojo en medio del verde campo.




ArribaAbajo- II -

Tuvo el fugitivo en aquel primer día de su peregrinación encuentros que no merecen verdaderamente ser relatados, y tan sólo se indican por ser los primeros, o sea el estreno de sus cristianas aventuras. A poco de separarse de Ándara, oyó cañonazos, que a cada instante sonaban más cerca, con estruendo formidable que rasgaba los aires y ponía espanto en el corazón. Hacia la parte de donde venía todo aquel ruido vio pelotones de tropa que iban y venían, cual si estuvieran librando una batalla. Comprendió que se hallaba cerca del campo de maniobras donde nuestro   —115→   ejército se adiestra en la práctica de los combates. El perro le miró gravemente, como diciéndole: «No se asuste, señor amo mío, que esto es todo de mentirijillas, y así se están todo el año los de tropa, tirando tiros y corriendo unos en pos de otros. Por lo demás, si nos acercamos a la hora en que meriendan, crea que algo nos ha de tocar, que esta es gente muy liberal y amiga de los pobres».

Un ratito estuvo Nazarín contemplando aquel lindo juego, y viendo cómo se deshacían en el aire los humos de los fogonazos, y a poco de seguir su camino, encontró un pastor que conducía unas cincuenta cabras. Era viejo, al parecer muy ladino, y miró al aventurero con desconfianza. No por esto dejó el peregrino de saludarle cortésmente, y de preguntarle si estaba lejos de la senda que buscaba.

«Paíce que seis nuevo en el oficio -le dijo el pastor-, y que nunca anduviéis por acá. ¿De qué parte viene el hombre? ¿De la tierra de Arganda? Pues pongo en su conocimiento que los ceviles tienen orden de coger a toda la mendicidad, y de llevarla a los recogimientos que hay en Madrid. Verdad que luego la sueltan otra vez, porque no hay allá mantención para tanto vago... Quede con Dios, hermano. Yo no tengo qué darle.

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-Tengo pan -dijo Nazarín, metiendo la mano en su morral-, y si usted quiere...

-¿A ver, buen hombre? -replicó el otro examinando el medio pan que se le mostraba-. Pues este es de Madrid, del de picos, y de lo bueno.

-Partamos este pedazo, pues aún tengo otro, que me puso la Peluda al salir.

-Estimando, buen amigo. Venga mi parte. Con que siguiendo palante, siempre palante, llegará en veinte minutos al camino de Móstoles. Y dígame, ¿vino bueno trae?

-No señor, ni malo ni bueno.

-Milagro... Abur, paisano.

Encontró luego dos mujeres y un chico que venían cargados de acelgas, lechugas, y hojas de berza, de las que se arrancan al pie de la planta para echar a los cerdos. Ensayó allí Nazarín su flamante oficio de pordiosero, y fueron las campesinas tan generosas, que apenas oídas las primeras palabras, diéronle dos lechugas respingadas y media docena de patatas nuevas, que una de ellas sacó de un saco. Guardó el peregrino la limosna en su morral, pensando que si por la noche encontraba algún rescoldo en que le permitieran asar las patatas, asegurada tenía ya, con las lechugas de añadidura, una cena riquísima. En la carretera de Trujillo vio un carromato   —117→   atascado, y tres hombres que forcejeaban por sacar del bache la rueda. Sin que se lo mandaran les ayudó, poniendo en ello toda su energía muscular, que no era mucha, y cuando quedó terminada felizmente la operación, tiráronle al suelo una perra chica. Era el primer dinero que recogía su mano de mendicante. Todo iba bien hasta entonces, y la humanidad que por aquellos andurriales encontraba, pareciole de naturaleza muy distinta de la que dejara en Madrid. Pensando en ello, concluía por reconocer que los sucesos del primer día no eran ley, y que forzosamente habrían de sobrevenir extrañas emergencias, y producirse más adelante las penalidades, dolores, tribulaciones y horribles padecimientos que su ardiente fantasía buscaba.

Avanzó por el polvoroso camino hasta el anochecer, en que vio casas que no sabía si eran de Móstoles, ni le importaba saberlo. Bastábale con ver viviendas humanas, y a ellas se encaminó para solicitar que le permitieran dormir, aunque fuese en una leñera, corraliza o tejavana. La primera casa era grande, como de labor, con un ventorrillo muy pobre, o aguaducho, arrimado a la medianería. Ante el portalón, media docena de cerdos se revolcaban en el fango. Más allá vio el caminante un herradero de mulas, un carromato   —118→   con las limoneras hacia arriba, gallinas que iban entrando una tras otra, una mujer lavando loza en una charca, una sarmentera y un árbol medio seco. Acercose humildemente a un vejete barrigudo, de cara vinosa y regular vestimenta, que del portalón salía, y con formas humildes le pidió que le consintiera pasar la noche en un rincón del patio. Lo mismo fue oírlo, ¡María Santísima! que empezar el hombre a echar venablos por aquella boca. El concepto más suave fue que ya estaba harto de albergar ladrones en su propiedad. No necesitó oír más D. Nazario, y saludándole gorra en mano se alejó.

La mujer que lavaba en la charca le señaló un solar, en parte cercado de ruinosa tapia, en parte por un bardal de zarzas y ortigas. Se entraba por un boquete, y dentro había un principio de construcción, machones de ladrillo como de un metro, formando traza arquitectónica, y festoneados de amarillas hierbas. En el suelo crecía cebadilla como de un palmo, y entre dos muros, apoyado en la pared alta del fondo, veíase un tejadillo mal dispuesto con palitroques, escajos, paja y barro, obra sumamente frágil, mas no completamente inútil, porque bajo ella se guarecían tres mendigos, una pareja o matrimonio, y otro más joven y con una pierna de palo. Cómodamente   —119→   instalados en tan primitivo aposento, habían hecho lumbre y en ella tenían un puchero, que la mujer destapaba para revolver el contenido, mientras el hombre avivaba con furibundos resoplidos la lumbre. El cojitranco cortaba palitos con su navaja para cebar cuidadosamente el fuego.

Pidioles Nazarín permiso para cobijarse bajo aquel techo, y ellos respondieron que el tal nicho era de libre propiedad, y que en él podía entrar o salir sin papeleta todo el que quisiere. No se oponían, pues, a que el recién venido ocupase un lugar; pero que no esperara participación en la cena caliente, pues ellos eran más pobres que el que inventó la pobreza, y estaban a recoger y no a dar. Apresurose el penitente a tranquilizarles, diciéndoles que no pedía más que el permiso de arrimar unas patatitas a la lumbre, y luego les ofreció pan, que ellos tomaron sin hacerse los melindrosos.

«¿Y qué tal por Madrid? -le dijo el mendigo viejo-. Nosotros, después que hagamos todos estos poblachos, pensamos caer por allá en los días de San Isidro. ¿Cómo se presenta el año? ¿Hay miseria, y siguen tan mal las cosas del comercio?... Me han dicho que cae Sagasta. ¿A quién tenemos ahora de Alcalde?».

Contestó D. Nazario con buen modo que   —120→   él no sabía nada del comercio, ni de negocios, ni le importaba que mandase Sagasta o no, y que conocía al señor Alcalde casi tanto como al Emperador de Trapisonda. Con esto acabó la tertulia; cenaron los otros en un cazolón, sin convidar al nuevo huésped, asó este sus patatas, y ya no se pensó más que en tumbarse los cuatro, buscando el rincón más abrigado. Al novato le dejaron el peor sitio, casi fuera del amparo de la tejavana; pero nada de esto hacía mella en su espíritu fuerte. Buscó una piedra que le sirviera de almohada, y envolviéndose en su manta lo mejor que pudo, se acostó tan ricamente, contando con la tranquilidad de su conciencia y el cansancio de su cuerpo para dormir bien. A sus pies se hizo un ovillo el perro.

A las altas horas de la noche despertáronle gruñidos del animal, que pronto fue un ladrar estrepitoso, y alzando su cabeza de la durísima almohada, vio Nazarín una figura, hombre o mujer, que esto no pudo determinarlo en el primer momento, y oyó una voz que le decía:

«No se asuste, padre, soy yo; soy Ándara, que, aunque usted no quiera, viene siguiéndole esta tarde.

-¿Qué buscas aquí, loca? Repara que estás molestando a estos... señores.

-No, déjeme acabar. El maldito perro se puso a ladrar... pero yo, tan calladita. Pues vine siguiéndole y le vi entrar aquí... No se enfade... Yo quería obedecerle y no venir; pero las piernas solas me han traído. Es cosa de sin pensarlo... Yo no sé lo que me pasa. Tengo que ir con su reverencia hasta el fin del mundo, o si no, que me entierren... Ea, duérmase otra vez, que yo me echo aquí entre esta hierba, para descansar, no para dormir, pues no tengo maldito sueño, ¡mal ajo!

-Vete de aquí, o cállate la boca -le dijo el buen clérigo, volviendo a poner su cabeza dolorida sobre la piedra-. ¡Qué dirán estos señores! ¿Oyes? ya se quejan del ruido que haces.

En efecto, el de la pierna de palo, que era el más próximo, remuzgaba, y el perro volvió a llamar al orden a la importuna moza. Por fin reinó de nuevo un silencio que habría sido profundo si no lo turbaran los formidables ronquidos de la pareja mayor. Al alba se despertaron todos, incluso D. Nazario, que se sorprendió de no ver a Ándara, por lo cual hubo de sospechar que había sido sueño su aparición en mitad de la noche. Charlaron un poco los tres mendigos de plantilla y el aspirante, y pintura tan lastimosa hicieron los ancianos de lo mal que aquel año les iba, que   —122→   Nazarín tuvo gran lástima, y les cedió todo su capital, o sea la perra chica que le habían dado los arrieros. A poco de esto entró Ándara en el solar, dándole explicaciones de su ausencia repentina poco antes de que él despertara. Y fue que como ella no podía dormir en cama tan dura, se despabiló antes de ser de día, y saliéndose a la carretera para reconocer el sitio en que se encontraba vio que este no era otro que la gran villa de Móstoles, que conocía muy bien por haber ido a ella varias veces desde su pueblo. Añadió que si D. Nazario le daba licencia, averiguaría si aún moraban allí dos hermanas, amigas suyas, llamadas la Beatriz y la Fabiana, una de las cuales tuvo trato en Madrid con un matarife, y luego casaron, y él puso taberna en aquel pueblo. No llevó a mal el sacerdote que buscara y reconociera sus amistades, aunque para ello tuviese que ir al fin del mundo y no volver, pues no quería llevar tal mujer consigo. Y una hora después, hallándose el peregrino de palique con un cabrero que le obsequió rumbosamente con sopas de leche, vio venir a su satélite muy afligida, y velis nolis, tuvo que escuchar historias que al pronto no despertaban ningún interés. El matarife tabernero se había muerto de resultas de la cogida de un novillo en las fiestas de Móstoles,   —123→   dejando a su esposa en la miseria, con una niña de tres años. Vivían las dos hermanas en un bodegón ruinoso, próximo a una cuadra, tan faltas de recursos las pobres que ya se habrían ido a Madrid a buscarse la vida (cosa no difícil aún para Beatriz, joven y de buena estampa), si no tuvieran a la niña muy malita, con un tabardillo perjuicioso, que seguramente, antes de veinticuatro horas, la mandaría para el Cielo.

-¡Ángel de Dios! -exclamó el asceta cruzando las manos-. ¡Desdichada madre!

-Y yo -prosiguió la correntona-, en cuanto vi aquella miseria que traspasa, y a la madre llorando, y a Beatriz moqueando, y a la niña con la defunción pintada en la cara... pues me entró una pena... y luego me dio la corazonada gorda, aquella que es como si la entraña me pegara cuatro gritos, ¿sabe?... ¡Ah! esta no me falla... Pues me alegré al sentirla, y dije para entre mí: «Voy a contárselo al padre Nazarín, a ver si quiere ir, y ve a la niña y la cura».

-¡Mujer! ¿Qué dices? ¿Soy yo médico?

-Médico no... pero es otra cosa que vale más que toda la mediquería. Si usted quiere, D. Nazario, la niña sanará.



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ArribaAbajo- III -

-Iré -dijo el árabe manchego, después de oír por tercera vez la súplica de Ándara-, iré, pero solamente por dar a esas pobres mujeres un consuelo de palabras piadosas... Mis facultades no alcanzan a más. La compasión, hija mía, el amor de Cristo y del prójimo no son medicina para el cuerpo. Vamos, sí, enséñame el camino; pero no a curar a la niña, que eso la ciencia puede hacerlo, y si el caso es desesperado, Dios Omnipotente.

-¿A mí me viene usted con esas incumbencias? -replicó la moza con el desgarro que usar solía en su prisión de la calle de las Amazonas-. No se haga su reverencia el chiquito conmigo; que a mí me consta que es santo. Vaya, vaya, ¡A mí con esas...! ¿Y qué trabajo le ha de costar hacer un milagro, si quiere?

-No blasfemes, ignorante, mala cristiana. ¡Milagros yo!

-Pues si usted no los hace, ¿quién?

-¡Yo... insensata, yo milagros, el último de los siervos de Dios! ¿De dónde sacas que a mí, que nada soy, que nada valgo, pudo concederme Su Divina Majestad el don maravilloso que sólo gozaron en la tierra algunos, muy pocos elegidos, ángeles más que hombres?   —125→   Desdichada, quítate de mi presencia, que tus simplezas, no hijas de la fe, sino de una credulidad supersticiosa, me enfadan más de lo que yo quisiera.

Y en efecto, tan enojado parecía, que hasta llegó a levantar el palo con ademán de pegarle, hecho muy raro en él y que sólo ocurría en extraordinarios casos.

«¿Por quién me tomas, alma llena de errores, mente viciada, naturaleza insana en cuerpo y espíritu? ¿Soy acaso un impostor? ¿Trato de embaucar a la gente?... Entra en razón, y no me hables más de milagros, porque creeré, o que te burlas de mí, o que tu ignorancia y desconocimiento de las leyes de Dios son hoy tan grandes como lo fue tu perversidad».

No se dio Ándara por convencida, atribuyendo a modestia las palabras de su protector; pero, sin volver a mentar el milagro, insistió en llevarle a ver a sus amigas y a la niña moribunda.

«Eso sí... visitar a esa pobre gente, consolarla, y pedir al Señor que las conforte en su tribulación, lo haré... ya lo creo. Es mi mayor gusto. Vamos allá».

Ni cinco minutos tardaron en llegar; con tanta prisa le llevó la tarasca por callejuelas fangosas, y llenas de ortigas y guijarros. En   —126→   un bodegón mísero, con suelo de tierra, paredes agrietadas, que más bien parecían celosías por donde se filtraba el aire y la luz, el techo casi invisible de tanta telaraña, y por todas partes barricas vacías, tinajas rotas, objetos informes, vio Nazarín a la triste familia, dos mujeres arrebujadas en sus mantones, con los ojos enrojecidos por el llanto y el insomnio, escalofriadas, trémulas. La Fabiana ceñía su frente con un pañuelo muy apretado, al nivel de las cejas: era morena, avejentada, de carnes enjutas, y vestía miserablemente. La Beatriz, bastante más joven, si bien había cumplido los veintisiete, llevaba el pañuelo a lo chulesco, puesto con gracia, y su ropa, aunque pobre, revelaba hábitos de presunción. Su rostro, sin ser bello, agradaba; era bien proporcionada de formas, alta, esbelta, casi arrogante, de cabello negro, blanca tez y ojos garzos, rodeados de una intensa obscuridad rojiza. En las orejas lucía pendientes de filigrana, y en las manos, más de ciudad que de pueblo, bien cuidadas, sortijas de poco o ningún valor.

En el fondo de la estancia habían tendido una cuerda, de la cual pendía una cortina, como telón de teatro. Detrás estaba la alcoba, y en ella la cama o más bien cuna, de la niña enferma. Las dos mujeres recibieron al   —127→   ermitaño andante con muestras de grandísimo respeto, sin duda por lo que de él les había contado Ándara; hiciéronle sentar en un banquillo, y le sirvieron una taza de leche de cabras con pan, que él tomó por no desairarlas, partiendo la ración con la mujerona de Madrid, que gozaba de un mediano apetito. Dos vecinas ancianas se colaron, por refistolear, y acurrucadas en el suelo, contemplaban con más curiosidad que asombro al buen Nazarín.

Hablaron todos de la enfermedad de la pequeñuela, que desde el principio se presentó con mucha gravedad. El día en que cayó mala, su madre tuvo el barrunto desde el amanecer, porque al abrir la puerta vio dos cuervos volando, y tres urracas posadas en un palo frente a la casa. Ya le hizo aquello malas tripas. Después salió al campo, y vio al chotocabras dando brinquitos delante de ella. Todo esto era de muy mala sombra. Al volver a casa, la niña con un calenturón que se abrasaba.

Habiéndoles preguntado D. Nazario si la visitaba el médico, contestaron que sí. Don Sandalio, el titular del pueblo, había venido tres veces, y la última dijo que sólo Dios, con un milagro, podía salvar a la nena. Trajeron también a una saludadora, que hacía grandes   —128→   curas. Púsole un emplasto de rabos de salamanquesas, cogidas a las doce en punto de la noche... Con esto parecía que la criaturita entraba en reacción; pero la esperanza que cobraron duró bien poco. La saludadora, muy desconsolada, les había dicho que el no hacer efecto los rabos de salamanquesa, consistía en que era el menguante de la luna. Siendo creciente, cosa segura, segurísima.

Con severidad y casi con enojo, las reprendió Nazarín por su estúpida confianza en tales paparruchas, exhortándolas a no creer más que en la ciencia, y en Dios por encima de la ciencia y de todas las cosas. Hicieron ellas ardorosas demostraciones de acatamiento al buen sacerdote, y llorando y poniéndose de hinojos, le suplicaron que viese a la niña, y la curara.

-¿Pero, hijas mías, cómo pretendéis que yo la cure? No seáis locas. El cariño maternal os ciega. Yo no sé curar. Si Dios quiere quitaros a la niña, Él sabrá lo que hace. Resignaos. Y si decide conservárosla, ya lo hará con sólo que se lo pidáis vosotras, aunque no está de más que yo también se lo pida.

Tanto le instaron a que la viera, que Nazarín pasó tras la cortinilla. Sentose junto al lecho de la criatura, y largo rato la observó en silencio. Tenía Carmencita el rostro cadavérico,   —129→   los labios casi negros, los ojos hundidos, ardiente la piel, y todo su cuerpo desmayado, inerte, presagiando ya la inmovilidad del sepulcro. Las dos mujeres, madre y tía, se echaron a llorar otra vez como Magdalenas, y las vecinas que allí entraron hicieron lo propio, y en medio de aquel coro de femenil angustia, Fabiana dijo al sacerdote:

«Pues si Dios quiere hacer un milagro, ¿qué mejor ocasión? Sabemos que usted, padre, es de pasta de ángeles divinos, y que se ha puesto ese traje y anda descalzo y pide limosna por parecerse más a Nuestro Señor Jesucristo, que también iba descalzo, y no comía más que lo que le daban. Pues yo digo que estos tiempos son como los otros, y lo que el Señor hacía entonces, ¿por qué no lo hace ahora? Total, que si usted quiere salvarnos a la niña, nos la salvará, como este es día. Yo así lo creo, y en sus manos pongo mi suerte, bendito señor».

Apartando sus manos para que no se las besaran, Nazarín con reposado y firme acento les dijo:

«Señoras mías, yo soy un triste pecador como vosotras, yo no soy perfecto, ni a cien mil leguas de la perfección estoy, y si me ven en este humilde traje, es por gusto de la pobreza, porque creo servir a Dios de este modo,   —130→   y todo ello sin jactancia, sin creer que por andar descalzo valgo más que los que llevan medias y botas, ni figurarme que por ser pobre, pobrísimo, soy mejor que los que atesoran riqueza. Yo no sé curar; yo no sé hacer milagros, ni jamás me ha pasado por la cabeza la idea de que, por mediación mía, los haga el Señor, único que sabe alterar, cuando le plazca, las leyes que ha dado a la Naturaleza.

-¡Sí puede, sí puede, sí puede! -clamaron a una todas las mujeres, viejas y jóvenes, que presentes estaban.

-¡Que no puedo digo... y conseguiréis que me enfade, vamos! No esperéis nunca que yo me presente ante el mundo revestido de atribuciones que no tengo, ni que usurpe un papel superior al obscuro y humilde que me corresponde. Yo no soy nadie, yo no soy santo, ni siquiera bueno...

-Que sí lo es, que sí lo es.

-Ea, no me contradigáis, porque me marcharé de vuestra casa... Ofendéis gravemente a nuestro Señor Jesucristo suponiendo que este pobre siervo suyo es capaz de igualarse, no digo a Él, que esto sería delirio, pero ni tan siquiera a los varones escogidos a quienes dio facultades de hacer maravillas para edificación de gentiles. No, no, hijas mías. Yo estimo vuestra simplicidad; pero no quiero   —131→   fomentar en vuestras almas esperanzas que la realidad desvanecería. Si Dios tiene dispuesto que muera la niña, es porque la muerte le conviene, como os conviene a vosotras el consiguiente dolor. Aceptad con ánimo sereno la voluntad celestial, lo cual no quita que roguéis con fe y amor, que oréis, que pidáis fervorosamente al Señor y a su Santísima Madre la salud de esta criatura. Y por mi parte, ¿sabéis lo único que puedo hacer?

-¿Qué, señor, qué?... pues hágalo pronto.

-Eso mismo; pedir a Dios que devuelva su ser sano y hermoso a esta inocente niña, y ofrecerle mi salud, mi vida en la forma que quiera tomarlas; que a cambio del favor que de Él impetramos, me dé a mí todas las calamidades, todos los reveses, todos los achaques y dolores que pueden afligir a la humanidad sobre la tierra... que descargue sobre mí la miseria en su más horrible forma, la ceguera tristísima, la asquerosa lepra... todo, todo sea para mí, a cambio de que devuelva la vida a este tierno y cándido ser, y os conceda a vosotras el premio de vuestros afanes.

Dijo esto con tan ardoroso entusiasmo y convicción tan honda y firme, fielmente traducidos por la palabra, que las mujeres prorrumpieron en gritos, acometidas súbitamente de una exaltación insana. El entusiasmo   —132→   del sacerdote se les comunicó como chispa que cae en montón de pólvora, y allí fue el llorar sin tasa, y el cruzar de manos convulsivamente, confundiendo los alaridos de súplica con los espasmos del dolor. El peregrino, en tanto, silencioso y grave, puso su mano sobre la frente de la niña, como para apreciar el grado de calor que la consumía, y dejó transcurrir en esta postura buen espacio de tiempo, sin parar mientes en las exclamaciones de las desconsoladas mujeres. Despidiose de ellas poco después, con promesa de volver, y preguntando hacia dónde caía la iglesia del pueblo, Ándara se ofreció a enseñarle, y fueron, y allá se estuvo todo el santo día. La tarasca no entró en la iglesia.




ArribaAbajo- IV -

Al anochecer, cuando salió del templo, las primeras personas con que tropezó D. Nazario fueron Ándara y Beatriz, que iban a encontrarle. «La niña no está peor -le dijeron-. Aun parece que está algo despejadita... Abrió los ojos un rato, y nos miraba... Veremos qué tal pasa la noche».

Añadieron que le habían preparado una modesta cena, la cual aceptó por no parecer huraño y desagradecido. Reunidos todos en   —133→   el bodegón, la Fabiana parecía un poquito más animada, por haber notado en la niña, hacia el mediodía, algún despejo; pero a la tarde había vuelto el recargo. Ordenole Nazarín que siguiese dándole la medicina prescrita por el médico.

Alumbrados por un candilejo fúnebre pendiente del techo, cenaron, extremando el convidado su sobriedad hasta el punto de no tomar más que medio huevo cocido y un platito de menestra con ración exigua de pan. Vino, ni verlo. Aunque le habían preparado una cama bien mullida con paja y unas mantas, se resistió a pernoctar allí, y defendiéndose como pudo de las afables instancias de aquella gente, determinó dormir con su perro en el espacioso solar donde pasado había la anterior noche. Antes de retirarse al descanso, estuvieron un ratito de tertulia, sin poder hablar de otra cosa que de la niña enferma, y de cuán vanas son, en todo caso de enfermedad, las esperanzas de alivio.

«Pues esta -dijo Fabiana señalando a Beatriz-, también está malucha.

-Pues no lo parece -observó Nazarín, mirándola con más atención que lo había hecho hasta entonces.

-Son cosas -dijo Ándara-, de los condenados nervios. Está así desde que vino de   —134→   Madrid; pero no se le conoce en la cara, ¿verdad? Cada día más guapa... Todo es por un susto, por muchísimos sustos que le hizo pasar aquel chavó...

-Cállate, tonta.

-Pues no lo digo...

-Lo que tiene -agregó Fabiana-, es pasmo de corazón, vamos al decir, maleficio, porque crea usted, padre Nazarín, que en los pueblos hay malos quereres, y gente que hace daño con sólo mirar por el rabo del ojo.

-No seáis supersticiosas os he dicho; y vuelvo a repetíroslo.

-Pues lo que tengo -afirmó Beatriz no sin cierta cortedad-, es que hace tres meses perdí las ganas de comer, pero tan en punto, que no entraba por mi boca ni el peso de un grano de trigo. Si me embrujaron o no me embrujaron yo no lo sé. Y tras el no comer, vino el no dormir; y me pasaba las noches dando vueltas por la casa, con un bulto aquí, en la boca del estómago, como si tuviera atravesado un sillar de berroqueña de los más grandones.

-Después -añadió Fabiana-, le daban unos ataques tan fuertes, pero tan fuertes, Sr. de Nazarín, que entre todos no la podíamos sujetar. Bramaba y espumarajeaba, y luego salía pegando gritos, y pronunciando cosas que la avergonzaban a una.

  —135→  

-No seáis simples -dijo Ándara con sincera convicción-; eso es tener los demonios metidos en el cuerpo. Yo también lo tuve cuando pasé la edad del pavo, y me curé con unos polvos que los llaman... cosa de broma dura... o no sé qué.

-Fueran o no demonios -manifestó Beatriz-, yo padecía lo que no hay idea, señor cura, y cuando me daba, yo era capaz de matar a mi madre si la tuviera, y habría cogido un niño crudo o una pierna de persona para comérmela, o destrozarla con los dientes... Y después, ¡qué angustias mortales, qué ganitas de morirme! A veces no pensaba más que en la muerte, y en las muchas maneras que hay de matarse una. Y lo peor era cuando me entraban los horrores de las cosas. No podía pasar por junto a la iglesia sin sentir que se me ponían los pelos de punta. ¿Entrar en ella? Antes morir... Ver a un cura con hábitos, ver un mirlo en su jaula, un jorobado, o una cerda con crías, eran las cosas que más me horrorizaban. ¿Y oír campanas? Esto me volvía loca.

-Pues eso -dijo Nazarín-, no es brujería ni nada de demonios; es una enfermedad muy común y muy bien estudiada, que se llama histerismo.

-Esterismo, cabal; eso decía el médico. Me   —136→   entraba el ataque sin saber por qué, y se me pasaba sin saber cómo. ¿Tomar? ¡Dios mío, las cosas que he tomado! Los palitos de saúco puestos de remojo un viernes, el suero de la vaca negra, las hormigas machacadas con cebolla... ¡Pues y las cruces, y medallas, y muelas de muerto que me he colgado del pescuezo!

-¿Y está usted curada ya? -le preguntó Nazarín mirándola otra vez.

-Curada no. Hace tres días que me dio la malquerencia, esto de aborrecer una; pero ya menos fuerte que antes. Voy mejorando.

-Pues la compadezco a usted. Esa dolencia debe de ser muy mala. ¿Cómo se cura? Mucha parte tiene en ella la imaginación, y con la imaginación debe intentarse el remedio.

-¿Cómo, señor?

-Procurando penetrarse bien de la idea de que tales trastornos son imaginarios. ¿No dice usted que le causaba horror la santa iglesia? Pues vencer ese horror y entrar en ella, y pedir fervorosamente al Señor el alivio. Yo le aseguro a usted que no tiene ya dentro del cuerpo ningún demonio, llamemos así a esas extrañas aberraciones de la sensibilidad que produce nuestro sistema nervioso. Persuádase usted de que esos fenómenos no   —137→   significan lesión ni avería de ninguna entraña, y no volverá a padecerlos. Rechace usted la tristeza, pasee, distráigase, coma todo lo que pueda, aleje de su cerebro las cavilaciones, procure dormir, y ya está usted buena. Ea, señoras, que es tarde, y yo voy a recogerme.

Ándara y Beatriz le acompañaron hasta su domicilio, en el solar, y dejáronle allí después de arreglarle con hierba y piedras el mejor lecho posible. «No crea usted, padre -le dijo Beatriz al despedirse-; me ha consolado mucho con lo que me ha dicho de este mal que padezco. Si son demonios, porque son demonios, si no, porque son nervios... ello es que más fe tengo en usted que en todo el medicato facultativo del mundo entero... Con que... buenas noches».

Rezó largo rato Nazarín, y después se durmió como un bendito hasta el amanecer. El canto gracioso de los pajarillos que en aquellos ásperos bardales tenían sus aposentos, le despertó, y a poco entraron Ándara y su amiga a darle las albricias. ¡La niña mejor! Había pasado la noche más tranquilita, y desde el alba tenía un despejo y un brillar de ojos que eran señales de mejoría. «¡Si no es esto milagro, que venga Dios y lo vea!».

«Milagro no es -les dijo con gravedad-.   —138→   Dios se apiada de esa infeliz madre. Habríalo hecho quizá sin nuestras oraciones.

Fueron todos allá, y encontraron a Fabiana loca de contento. Echó al curita los brazos, y aun quiso besarle, a lo que él resueltamente se opuso. Había esperanzas; pero no motivo aún para confiar en la curación de la niña. Podía venir un retroceso, y entonces, ¡cuánto mayor sería la pena de la pobre madre! En fin, cualquiera que fuese el resultado, ya lo verían ellas, que él, si no mandaban otra cosa, se marchaba en aquel mismo momento, después de tomar un frugalísimo desayuno. Inútiles fueron las instancias y afabilidades de las tres hembras para detenerle. Nada tenía que hacer allí; estaba perdiendo el tiempo muy sin substancia, y érale forzoso partir para dar cumplimiento a su peregrina y santa idea.

Tierna fue la despedida, y aunque reiteradamente exhortó a la feróstica de Madrid a que no le acompañara, ella dijo, en su tosco estilo, que hasta el fin del mundo le seguiría gozosa, pues se lo pedía el corazón de una manera tal, que su voluntad era impotente para resistir aquel mandato. Salieron, pues, juntos, y tras ellos multitud de chiquillos y algunas vejanconas del lugar; tanto, que por librarse de una escolta que le desagradaba,   —139→   Nazarín se apartó de la carretera, y metiéndose por el campo a la izquierda del camino real, siguió en derechura de una arboleda que a lo lejos se veía.

«¿No sabe? -le dijo Ándara, cuando se retiraron los últimos del séquito-. Me ha dicho anoche Beatriz que si la niña cura hará lo mismo que yo.

-¿Qué hará, pues?

-Pues seguirle a usted adondequiera que vaya.

-Que no piense en tal cosa. Yo no quiero que nadie me siga. Voy mejor solito.

-Pues ella lo desea. Dice que por penitencia.

-Si la llama la penitencia, adóptela en buena hora; pero para eso no necesita ir conmigo. Que abandone toda su hacienda, en lo cual paréceme que no hace un gran sacrificio, y que salga a pedir limosna... pero solita. Cada cual con su conciencia, cada cual con su soledad.

-Pues yo le contesté que sí, que la llevaríamos...

-¿Y quién te mete a ti...?

-Me meto, sí señor, porque quiero a la Beatriz, y sé que le probará esta vida. Como que le viene bien el ejercicio penitente para quitarse de lo que le está matando el alma,   —140→   que es un mal hombre llamado el Pinto, o el Pintón, no estoy bien segura. Pero le conozco, buen mozo, viudo, con un lunar de pelo aquí. Pues ese es el que le sorbe el sentido, y el que le metió los demonios en el cuerpo. La tiene engañada; hoy la desprecia, mañana le hace mil figuras, y vele aquí por qué se ha puesto tan estericada. Le conviene, sí señor, le conviene el echarse a peregrina, para limpiarse la cabeza de maldades, que si no lleva los demonios en el vientre y pecho, y en los vacíos, en la cabeza cerebral si que tiene sin fin de ellos. Y todo desde un mal parto; y por la cuenta fueron dos...

-¿Para qué me traes a mí esas vanas historias, habladora, entrometida? -le dijo Nazarín con enfado-. ¿Qué tengo yo que ver con Beatriz, ni con el Pinto, ni con...?

-Porque usted debe ampararla, que si no se mete pronto a penitente con nosotros, mirando un poco para lo del alma, se meterá a otra cosa mala, tocante a lo del cuerpo, ¡mal ajo! ¡Si estuvo en un tris! Cuando la niña cayó mala, ya tenía ella su ropa en el baúl para marcharse a Madrid. Me enseñó la carta de la Seve llamándola y...

-Que no me cuentes historias, ea.

-Acabo ya... La Seve le decía que se fuera pronto, y que allá... pues...

  —141→  

-¡Que te calles! Vaya la Beatriz adonde quiera... No, eso no; que no acuda al llamamiento de esa embaucadora... que no muerda el anzuelo que el demonio le tiende, cebado con vanidades ilusorias... Dile que no vaya, que allí la esperan el pecado, la corrupción, el vicio y una muerte ignominiosa, cuando ya no tenga tiempo de arrepentirse.

-¿Pero cómo le digo todas esas cosas, padrito, si no volvemos a Móstoles?




ArribaAbajo- V -

-Puedes ir tú, yo te espero aquí.

-No se convencerá por lo que yo le hable. Yendo usted en persona y parlándoselo bien, es seguro que no se pierde. En usted tiene fe, pues con lo poquito que le oyó explicar de su enfermedad, ya se tiene por curada, y no le entra más el arrechucho. Con que volvamos, sí le parece bien.

-Déjame, déjame que lo piense.

-Y con eso sabremos si al fin se ha muerto la nena, o vive.

-Me da el corazón que vive.

-Pues volvamos, señor... para verlo.

-No; vas tú, y le dices a tu amiga... En fin, mañana lo determinaré.

En una corraliza hallaron albergue, después   —142→   de procurarse cena con los pocos cuartos que les produjo la postulación de aquel día, y como al amanecer del día siguiente emprendiera Nazarín la marcha por el mismo derrotero que desde Móstoles traía, le dijo Ándara:

«¿Pero usted sabe a dónde vamos?

-¿A dónde?

-A mi pueblo, ¡mal ajo!

-Te he dicho que no pronuncies más delante de mí ninguna fea palabra. Si una sola vez reincides, no te permito acompañarme. Bueno: ¿hacia dónde dices que caminamos?

-Hacia Polvoranca, que es mi pueblo, señor; y yo, la verdad, no quisiera ir a mi tierra, donde tengo parientes, algunos en buena posición, y mi hermana está casada con el del Fielato. No se crea usted que Polvoranca es cualesquiera cosa, que allá tenemos gente muy rica, y los hay con seis pares... de mulas, quiere decirse.

-Comprendo que te sonrojes de entrar en tu patria -replicó el peregrino- ¡Ahí tienes! Si fueras buena, a todas partes podrías ir sin sonrojarte. No iremos, pues, y encaminémonos por este otro lado, que para nuestro objeto es lo mismo.

Anduvieron todo aquel día, sin más ocurrencia digna de mencionarse que la deserción   —143→   del perro que acompañaba a Nazarín desde Carabanchel. Bien porque el animal tuviese también parentela honrada en Polvoranca, bien porque no gustase de salir de su terreno, que era la zona de Madrid en un corto radio, ello es que al caer de la tarde, se despidió como un criado descontento, tomando soleta para la Villa y Corte, en busca del mejor acomodo. Después de hacer noche en campo raso, al pie de un fresno, los caminantes avistaron nuevamente a Móstoles, adonde Ándara guiaba, sin que D. Nazario se enterase del rumbo.

«¡Calle! ¿ya estamos otra vez en el poblachón de tus amigas? Pues mira, hija, yo no entro. Ve tú y entérate de cómo está la niña, y de paso le dices de mi parte a esa pobre Beatriz lo que ya sabes, que no haga caso de las solicitudes del vicio, y que si quiere peregrinar y hacer vida humilde, no necesita de mí para nada... Anda, hija, anda. En aquella noria vieja, que allí se ve entre dos árboles raquíticos, y que estará como a un cuarto de legua del pueblo, te espero. No tardes.

Fuese a la noria despacito, bebió un poco de agua, descansó; y no habían pasado dos horas desde que se alejó la andariega, cuando Nazarín la vio volver, y no sola, sino acompañada de otra que tal, en quien, cuando se   —144→   aproximaron, reconoció a la Beatriz. Seguíanlas algunos chicos del pueblo. Antes de llegar a donde el mendigo las esperaba, las dos mozas y los rapaces prorrumpieron en gritos de alborozo. «¿No sabe?... ¡la niña buena! ¡Viva el santo Nazarín! ¡Vivaaa!... La niña buena... buena del todo. Habla, come, y parece resucitada.

-Hijas, no seáis locas. Para darme la buena noticia no es preciso alborotar tanto.

-¡Sí que alborotamos! -gritaba Ándara dando brincos.

-Queremos que lo sepan los pájaros del aire, los peces del río, y hasta los lagartos que corren entre las piedras -dijo la Beatriz radiante de júbilo, con los ojos echando lumbre.

-Que es milagro, ¡contro!

-¡Silencio!

-No será milagro, padre Nazarín; pero usted es muy bueno, y el Señor le concede todo lo que le pide.

-No me habléis de milagros ni me llaméis santo, porque me meteré avergonzado y corrido donde jamás volváis a verme.

Los muchachos alborotaban no menos que las mujeres, llenando el aire de graciosos chillidos.

«Si entra el señor en el pueblo, le llevan   —145→   en volandas. Creen que la niña estaba muerta y que él, con sólo ponerle la mano en la frente, la volvió a la vida.

-Jesús, ¡qué disparate! Cuánto me alegro de no haber ido allá. En fin, alabemos la infinita misericordia del Señor... Y la Fabiana, ¡qué contenta estará!

-Loca, señor, loca de alegría. Dice que si usted no entra en su casa, la niña se muere. Y yo también lo creo. ¿Y sabe usted lo que hacen las viejas del pueblo? Entran en nuestra casucha, y nos piden, por favor, que las dejemos sentar en la misma banqueta en que el bendito de Dios se sentó.

-¡Vaya un desatino! ¡Qué simplicidad! ¡Qué inocencia!

Reparó entonces D. Nazario que Beatriz iba descalza, con falda negra, pañuelo corto cruzado en el busto, un morral a la espalda, en la cabeza otro pañuelo liado en redondo.

«¿Vas de viaje, mujer? -le preguntó; y no es de extrañar que la tutease, pues esta era en él añeja costumbre, hablando con gente del pueblo.

-Viene con nosotros -afirmó Ándara con desenfado-. Ya ve, señor. No tiene más que dos caminos: el que usted ya sabe, allá, con la Seve, y este.

-Pues que emprenda solita su campaña   —146→   piadosa. Idos las dos juntas y dejadme a mí.

-Eso nunca -respondió la de Móstoles-, pues no es bien que usted vaya solo. Hay mucha gente mala en este mundo. Llevándonos a nosotras, no tenga ningún cuidado, que ya sabremos defenderle.

-No, si yo no tengo cuidado, ni temo nada.

-¿Pero en qué le estorbamos? ¡Vaya con el señor!... -dijo la de Polvoranca con cierto mimo-. Y si se nos llena el cuerpo de demonios, ¿quién nos los echa? ¿Y quién nos enseña las cosas buenas, lo del alma, de la gloria divina, de la misericordia, y de la pobreza? ¡Esta y yo solas! Apañadas estábamos. ¡Mire que...! ¡Vaya, que quererle un tanto, sin malicia, todo por bien, y darle a una este pago!... Malas semos, pero si nos deja atrás, ¿que va a ser de nosotras?

Beatriz nada decía, y se limpiaba las lágrimas con su pañuelo. Quedose un rato meditabundo el buen Nazarín, haciendo rayas en el suelo con su palo, y por fin les dijo:

«Si me prometéis ser buenas, y obedecerme en todo lo que os mande, venid».

Despedidos los chicuelos mostolenses, para lo cual fue preciso darles los poquísimos ochavos de la colecta de aquel día, emprendieron los tres penitentes su marcha, tomando   —147→   un senderillo que hay a la derecha del camino real, conforme vamos a Navalcarnero. La tarde fue bochornosa; levantose a la noche un fuerte viento que les daba de cara, pues iban hacia el Oeste, brillaron relámpagos espantosos, seguidos de formidables truenos, y descargó una violentísima lluvia que les puso perdidos. Felizmente, les deparó la suerte unas ruinas de antigua cabaña, y allí se guarecieron del furioso temporal. Ándara reunió leña y hojarasca. Beatriz que, como mujer precavida, llevaba mixtos, prendió una hermosa hoguera, a la cual se arrimaron los tres para secar sus ropas. Resueltos a pasar allí la noche, pues no era probable encontraran sitio más cómodo y seguro, Nazarín les dio la primera conferencia sobre la Doctrina, que las pobres ignoraban o habían olvidado. Más de media hora las tuvo pendientes de su palabra persuasiva, sin retóricas ociosas, hablándoles de los principios del mundo, del pecado original, con todas sus consecuencias lamentables, hasta que la infinita misericordia de Dios dispuso sacar al Hombre del cautiverio del mal por medio de la redención. Estas nociones elementales las explicaba el ermitaño andante con lenguaje sencillo, dándoles más claridad a veces con la forma de ejemplos, y ellas le oían embobadas, sobre   —148→   todo Beatriz, que no perdía sílaba, y todo se lo asimilaba fácilmente, grabándolo en su memoria. Después rezaron el Rosario y Letanías, y repitieron varias oraciones que el buen maestro quería que aprendiesen de corrido.

Al día siguiente, después de orar los tres de rodillas, emprendieron la marcha con buena fortuna: las dos mujeres, que se adelantaban a pedir en las aldeas o caseríos por donde pasaban, recogieron bastantes ochavos, hortalizas, zoquetes de pan y otras especies. Pensaba Nazarín que iban demasiado bien aquellas penitencias para ser tales penitencias, pues desde que salió de Madrid llovían sobre él las bienandanzas. Nadie le había tratado mal; no había tenido ningún tropiezo; le daban limosna casi siempre que la pedía, y éranle desconocidos el hambre y la sed. Y a mayor abundamiento, gozaba de preciosa libertad, la alegría se desbordaba en su corazón, y su salud se robustecía. Ni un triste dolor de muelas le había molestado desde que se echó a los caminos, y además, ¡qué ventura no cuidarse del calzado ni de la ropa, ni inquietarse por si el sombrero era flamante o viejo, o por si iba bien o mal pergeñado! Como no se afeitaba, ni lo había hecho desde mucho antes de salir de Madrid, tenía ya la barba   —149→   bastante crecida: era negra y canosa, terminada airosamente en punta. Y con el sol y el aire campesino, su tez iba tomando un color bronceado, caliente, hermoso. La fisonomía clerical habíase desvanecido por completo, y el tipo arábigo, libre ya de aquella máscara, resaltaba en toda su gallarda pureza.

Cortoles el paso el río Guadarrama, que con el reciente temporal venía bastante lleno; pero no les fue difícil encontrar más arriba sitio por donde vadearlo, y siguieron por una campiña menos solitaria y estéril que la de la orilla izquierda, pues de trecho en trecho veían casas, aldehuelas, tierras bien labradas, sin que faltaran árboles y bosquecillos muy amenos. A media tarde divisaron unas casonas grandes y blancas, rodeadas de verde floresta, destacándose entre ellas una gallarda torre, de ladrillo rojo, que parecía campanario de un monasterio. Acercándose más, vieron a la izquierda un caserío rastrero y pobre, del color de la tierra, con otra torrecilla, como de iglesia parroquial de aldea. Beatriz, que estaba fuerte en la geografía de la región que iba recorriendo, les dijo: «Ese lugar es Sevilla la Nueva, de corto vecindario, y aquellas casas grandonas y blancas con arboleda y una torre, son la finca o estados que llaman la Coreja. Allí vive ahora su dueño, un   —150→   tal D. Pedro de Belmonte, rico, noble, no muy viejo, buen cazador, gran jinete, y el hombre de peor genio que hay en toda Castilla la Nueva. Quién dice que es persona muy mala, dada a todos los demonios, quién que se emborracha para olvidar penas, y hallándose en estado peneque, pega a todo el mundo, y hace mil tropelías... Tiene tanta fuerza, que un día, yendo de caza, porque un hombre que pasaba en su burra no quiso desapartarse, cogió burra y hombre, y levantándolos en vilo los tiró por un despeñadero... Y a un chico que le espantó unas liebres, le dio tantos palos que le sacaron de la Coreja entre cuatro, medio muerto. En Sevilla la Nueva le tienen tanto miedo, que cuando le ven venir aprietan todos a correr, santiguándose, porque una vez, no es broma, por no sé qué pendencia de unas aguas, entró mi D. Pedro en el pueblo a la hora que salían de misa, y a bofetada limpia, a este quiero, a este no quiero, tumbó en el suelo a más de la mitad... En fin, señor, que me parece prudente que no nos acerquemos, porque suele andar el tal de caza por estos contornos, y fácil es que nos vea y nos dé el quién vive.

-¿Sabes que me pones en curiosidad -indicó Nazarín-, y que la pintura que has hecho de esa fiera más me mueve a seguir hacia allá que a retroceder?



  —151→  

ArribaAbajo- VI -

-Señor, no busquemos tres pies al gato -dijo Ándara-, que si ese hombre tan bruto nos arrima una paliza, con ella hemos de quedarnos.

En esto llegaban a un caminito estrecho, con dos filas de chopos, el cual parecía la entrada de la finca, y lo mismo fue poner su planta en él los tres peregrinos, que se abalanzaron dos perrazos como leones, ladrando desaforadamente, y antes de que pudieran huir, les embistieron furiosos. ¡Qué bocas, qué feroces dientes! A Nazarín le mordieron una pierna, a Beatriz una mano, y a la otra le hicieron trizas la falda, y aunque los tres se defendían con sus palos bravamente, los terribles canes habrían dado cuenta de ellos, si no los contuviera un guarda que salió de entre unos matojos.

Ándara se puso en jarras, y no fueron injurias las que echó de su boca contra la casa y sus endiablados perros. Nazarín y Beatriz no se quejaban. Y el maldito guarda, en vez de mostrarse condolido del daño causado por los fieros animales, endilgó a los peregrinos esta grosera intimación: «Váyanse de aquí, granujas, holgazanes, taifa de ladrones. Y   —152→   den gracias a Dios de que no los ha visto el amo; que si les ve, ¡Cristo!, no les quedan ganas de asomar las narices a la Coreja.

Apartáronse medrosas las dos mujeres, llevándose casi a la fuerza a Nazarín, que, al parecer, no se asustaba de cosa alguna. En una frondosa olmeda, por donde pasaba un arroyuelo, se sentaron a descansar del sofoco, y a lavarle las heridas al bendito clérigo, vendándoselas con trapos, que la previsora Beatriz llevaba. En todo el resto de la tarde y prima noche, hasta la hora del rezo, no se habló más que del peligro que habían corrido, y la de Móstoles contó nuevos desmanes del Sr. de Belmonte. Decía la fama que era viudo y que había matado a su mujer. La familia, de la nobleza de Madrid, no se trataba con él, y le recluía en aquella campestre residencia como en un presidio, con muchos y buenos criados, unos para cuidarle y asistirle en sus cacerías, otros para tenerle bien vigilado, y prevenir a sus parientes si se escapaba. Con estas noticias se avivó más el deseo que Nazarín sentía de encararse con semejante fiera. Acordando pasar la noche en la espesura de aquellos olmos, allí rezaron y cenaron, y de sobremesa dijo que por nada de este mundo dejaría de hacer una visita a la Coreja, donde le daba el corazón que encontraría   —153→   algún padecimiento grande, o cuando menos castigos, desprecios, y contrariedades, ambición única de su alma.

«¡Y qué, hijas mías, todo no ha de ser bienandanza! Si no nos salieran al encuentro ocasiones de padecer, y grandes desventuras, terribles hambres, maldades de hombres y ferocidades de bestias, esta vida sería deliciosa, y buenos tontos serían todos los hombres y mujeres del mundo si no la adoptaran. ¿Pues qué os habíais figurado vosotras? ¿que íbamos a entrar en un mundo de amenidades y abundancias? ¡Tanto empeño por seguirme, y en cuanto se presenta coyuntura de sufrir, ya queréis esquivarla! Pues para eso, no hacía ninguna falta que vinierais conmigo; y de veras os digo que si no tenéis aliento para las cuestas enmarañadas de abrojos, y sólo os gusta el caminito llano y florido, debéis volveros y dejarme solo».

Trataron de disuadirle con cuantas razones se les ocurrieron, entre ellas algunas que no carecían de sentido práctico, verbigracia, que cuando el mal les acometiese, debían apechugar con él y resistirlo; pero que en ningún caso era prudente buscarlo con temeridad. Esto arguyeron ellas en su tosco estilo, sin lograr convencerle ni aquella noche, ni a la siguiente mañana.

  —154→  

«Por lo mismo que el señor de la Coreja goza de fama de corazón duro -les dijo-, por lo mismo que es cruel con los inferiores, sañudo con los débiles, yo quiero llamar a su puerta y hablar con él. De este modo veré por mí mismo si es justa o no la opinión, la cual a veces, señoras mías, yerra grandemente. Y si en efecto es malo el señor... ¿cómo dices que se llama?

-Don Pedro de Belmonte.

-Pues si es un dragón ese D. Pedro, yo quiero pedirle una limosna por amor de Dios, a ver si el dragón ablanda y me la da. Y si no, peor para él y para su alma.

No quiso oír más razones, y viendo que las dos mujeres palidecían de miedo y daban diente con diente, les ordenó que le aguardasen allí, que él iría solo, impávido, y decidido a cuanto pudiera sucederle, desde la muerte, que era lo más, a las mordidas de los canes, que eran lo menos. Púsose en marcha, y ellas le gritaban: «No vaya, no vaya, que ese bruto le va a matar... ¡Ay, señor Nazarín de mi alma, que no le volvemos a ver!... Vuélvase, vuélvase para atrás, que ya salen los perros, y muchos hombres, y uno que parece el amo, con escopeta... ¡Dios mío, Virgen Santísima, socorrednos!».

Fue D. Nazario en derechura de la entrada   —155→   del predio, y avanzó resuelto por la calle de árboles sin encontrar a nadie. Ya cerca del edificio, vio que hacia él iban dos hombres, y oyó ladrar de perros; mas eran de caza, no los furiosos mastines del día anterior. Avanzó con paso firme, y ya próximo a los hombres, observó que ambos se plantaron como esperándole. Él les miró también, y encomendose a Dios, conservando su paso reposado y tranquilo. Al llegar junto a ellos, y antes de que pudiera hacerse cargo de cómo eran los tales, una voz imperativa y furibunda le dijo: «¡A dónde va usted por aquí, demonio de hombre! Esto no es camino, ¡rayos! no es camino más que para mi casa».

Parose en firme Nazarín ante D. Pedro de Belmonte, pues no era otro el que así le hablaba, y con voz segura y humilde, sin que en ella la humildad delatara cobardía, le dijo: «Señor, vengo a pedirle una caridad, por amor de Dios. Bien sé que esto no es camino más que para su casa, y como doy por cierto que en toda la casa de esta cristiana tierra viven buenas almas, por eso he entrado sin licencia. Si en ello le ofendí, perdóneme».

Dicho esto, Nazarín pudo contemplar a sus anchas la arrogantísima figura del anciano señor de la Coreja, D. Pedro de Belmonte. Era hombre de tan alta estatura que bien se   —156→   le podía llamar gigante, bien plantado, airoso, como de sesenta y dos años; pero vejez más hermosa difícilmente se encontraría. Su rostro, del sol curtido, su nariz un poco gruesa y de pronunciada curva, sus ojos vivos bajo espesas cejas, su barba blanca, puntiaguda y rizosa, su ancha y despejada frente revelaba un tipo noble, altanero, más amigo de mandar que de obedecer. A las primeras palabras que le oyó, pudo observar Nazarín la fiereza de su genio, y la gallardía despótica de sus ademanes. Lo más particular fue que después de echarle a cajas destempladas, y cuando ya el penitente con humilde acento, gorra en mano, se despedía, D. Pedro se puso a mirarle fijamente, poseído de una intensísima curiosidad.

«Ven acá -le dijo-. No acostumbro dar a los holgazanes y vagabundos más que una buena mano de palos, cuando se acercan a mi casa. Ven acá, te digo».

Turbose Nazarín un instante, pues con todo el valor del mundo era imposible no desmayar ante la fiereza de aquellos ojos, y la voz terrorífica del orgulloso caballero. Vestía traje ligero y elegante, con el descuido gracioso de las personas hechas al refinado trato social, botas de campo, y en la cabeza un livianillo obscuro, ladeado sobre la oreja   —157→   izquierda. A la espalda llevaba la escopeta de caza, y en un cinto muy majo las municiones.

«Ahora -pensó Nazarín-, este buen señor coge la escopeta, y me destripa de un culatazo, o me da con el cañón en la cabeza y me la parte. Dios sea conmigo».

Pero el Sr. de Belmonte seguía mirándole, mirándole, sin decir nada, y el hombre que iba en su compañía, también armado de escopeta, les miraba a los dos.

«Pascual -dijo el caballero a su criado-. ¿Qué te parece este tipo?».

Como Pascual no respondiese, sin duda, por respeto, D. Pedro soltó una risotada estrepitosa, y encarándose con Nazarín añadió:

«Tú eres moro... Pascual, ¿verdad que es moro?

-Señor, soy cristiano -replicó el peregrino.

-Cristiano de religión... ¡Y a saber...! Pero eso no quita que seas de pura raza arábiga. ¡Ah! conozco yo bien a mi gente. Eres árabe, y de Oriente, del poético, del sublime Oriente. ¡Si tengo yo un ojo...! ¡En seguida que te vi...! Ven conmigo.

Y echó a andar hacia la casa, llevando a su lado al pordiosero, y detrás al sirviente.

«Señor -replicó Nazarín-, soy cristiano.

  —158→  

-Eso lo veremos... ¡A mí con esas! Para que te enteres, yo he sido diplomático, y cónsul, primero en Beyrouth, después en Jerusalén. En Oriente pasé quince años, los mejores de mi vida. Aquello es país.

Creyó Nazarín prudente no contradecirle, y se dejó llevar, hasta ver en qué paraba todo aquello. Entraron en un largo patio, donde oyó ladrar a los perros del día anterior... Les conocía por el metal de su voz. Luego atravesaron una segunda portalada, para pasar a otro corralón más grande que el primero, donde algunos carneros y dos vacas holandesas pastaban la abundante hierba que allí crecía. Tras aquel patio, otro más chico, con una noria en el centro. Tan extraña serie de recintos murados pareciéronle a Nazarín fortaleza o ciudadela. Vio también la torre que desde tan lejos se divisaba, y que era un inmenso palomar, en torno del cual revoloteaban miles de parejas de aquellas lindas aves.

Desembarazose el caballero de su escopeta, que entregó al criado, mandándole que se alejara, y se sentó en un poyo de piedra.

Las primeras frases de la conversación entre el mendigo y Belmonte, fueron de lo más extraño que puede imaginarse.

«Dime: si ahora te arrojara yo a ese pozo, ¿qué harías?

  —159→  

-¿Qué había de hacer, señor? Pues ahogarme, si tiene agua; y si no la tiene, estrellarme.

-¿Y tú qué crees? ¿que soy capaz de arrojarte?... ¿Qué opinión tienes de mí? Habrás oído en el pueblo que soy muy malo.

-Como siempre hablo con verdad, señor, en efecto, le diré que la opinión que traigo de usted, no es muy buena. Pero yo me permito creer que la aspereza de su genio no quita que posea un corazón noble, un espíritu recto y cristiano, amante y temeroso de Dios.

Volvió a mirarle el caballero con atención y curiosidad tan intensas, que Nazarín no sabía qué pensar, y estaba un si es no es aturdido.




ArribaAbajo- VII -

De pronto, Belmonte empezó a reñir con los criados, por si habían o no habían dejado escapar una cabra que se comió un rosal. Llamábales gandules, renegados, beduinos, zulús, y les amenazaba con desollarles vivos, cortarles las orejas o abrirlos en canal. Nazarín estaba indignado; pero se reprimía. «Si de este modo trata a sus servidores, que son como de la familia -pensaba-, ¿qué hará conmigo,   —160→   pobrecito de las calles? Lo que me maravilla es que todos mis huesos estén enteros a la hora presente». Volvió el caballero a su lado, pasada la borrasca, y aún estuvo bufando un ratito, como volcán que arroja escorias y gases después de la erupción.

«Esta canalla le acaba a uno la paciencia. A propósito hacen las cosas mal para fastidiarme y aburrirme. ¡Lástima que no viviéramos en los tiempos del feudalismo, para tener el gusto de colgar de un árbol a todo el que no anduviese derecho!

-Señor -dijo Nazarín, resuelto a dar una lección de cristianismo al noble caballero, sin temor a las consecuencias funestísimas de su cólera-, usted pensará de mí lo que guste, y me tendrá por impertinente; pero yo reviento si no le digo que esa manera de tratar a sus servidores, es anticristiana, y antisocial, y bárbara y soez. Tómelo usted por donde quiera, que yo, tan pobre y tan desnudo como entré en su casa saldré de ella. Los sirvientes son personas, no animales, y tan hijos de Dios como usted, y tienen su dignidad y su pundonor, como cualquiera señor feudal, o que pretende serlo, de los tiempos pasados y futuros. Y dicho esto, que es en mí un deber de conciencia, deme permiso para marcharme.

  —161→  

Volvió el señor a examinarle detenidamente, cara, traje, manos, los pies desnudos, el cráneo de admirable estructura, y lo que veía, así como el lenguaje urbano del mendigo, tan desconforme con su aparente condición, debió de asombrarle y confundirle.

«Y tú, moro auténtico, o pordiosero falsificado -le dijo-, ¿cómo sabes esas cosas, y cuándo y dónde aprendiste a expresarlas tan bien?».

Y, antes de oír la respuesta, se levantó y ordenó al peregrino imperiosamente que le siguiera.

«Ven acá... Quiero examinarte antes de responderte».

Llevole a una estancia espaciosa, amueblada con antiguos sillones de nogal, mesas de lo mismo, arcones y estantes, y señalándole un asiento, se sentó él también; mas pronto se puso en pie, y fue de un lado para otro mostrando una inquietud nerviosa, que habría desconcertado a hombres de peor temple que el gran Nazarín.

«Tengo una idea... ¡oh, qué idea!... ¡Si fuera...! Pero no, no puede ser. Sí que es... El demonio me lleve si no puede ser. Cosas más extraordinarias se han visto... ¡Rayos! Desde el primer momento lo sospeché... No soy hombre que se deja engañar... ¡Oh, el Oriente!   —162→   ¡Qué grandeza!... ¡Sólo allí existe la vida espiritual!...».

Y no decía más que esto, paseo arriba, paseo abajo, sin mirar al clérigo, o parándose para mirarle de hito en hito con asombro y cierta turbación. D. Nazario no sabía qué pensar, y ya creía ver en el señor de la Coreja el mayor extravagante que Dios había echado al mundo, ya un tirano de refinada crueldad, que preparaba a su huésped algún atroz suplicio, y jugaba con él, como el gato con el ratón antes de comérselo.

«Si me achico -pensó-, seré sacrificado de una manera desairada y estúpida. Saquemos partido de la situación, y si este gigante furioso ha de hacer en mí una barbaridad, que no sea sin oír antes las verdades evangélicas».

«Señor mío, hermano mío -le dijo levantándose, y tomando el tono sereno y cortés que usar solía para reprender a los malos-, perdone a mi pequeñez que se atreva a medirse con su grandeza. Cristo me lo manda; debo hablar y hablaré. Veo al Goliat ante mí, y sin reparar en su poder, me voy derecho a él con mi honda. Es propio de mi ministerio amonestar a los que yerran; no me acobarda la arrogancia del que me escucha; mis apariencias humildes no significan ignorancia de la fe que profeso, ni de la doctrina que puedo   —163→   enseñar a quien lo necesite. No tengo nada, y si alguien me impusiera el martirio en pago de las verdades cristianas, al martirio iría gozoso. Pero antes he de decirle que está usted en pecado mortal, que ofende a Dios gravemente con su soberbia, y que si no se corrige, no le servirán de nada su estirpe, ni sus honores y riquezas, vanidad de vanidades, inútil peso que le hundirá más cuanto más quiera remontarse. La ira es daño gravísimo, que sirve de cebo a los demás pecados, y priva al alma de la serenidad que necesita para vencer el mal en otras esferas. El colérico está vendido a Satanás, quien ya sabe cuán poco tiene que luchar con las almas que fácilmente se inflaman en rabia. Modere usted sus arrebatos, sea cortés y humano con los inferiores. Ignoro si siente usted el amor de Dios; pero sin el del prójimo, aquel grande amor es imposible, pues la planta amorosa tiene sus raíces en nuestro suelo, raíces que son el cariño a nuestros semejantes, y si estas raíces están secas, ¿cómo hemos de esperar flores ni frutos allá arriba? La sorpresa con que usted me escucha, me prueba que no está acostumbrado a oír verdades como estas, y menos de un infeliz haraposo y descalzo. Por eso la voz de Cristo en mi corazón me dijo una y otra vez que entrase,   —164→   sin temor a nada ni a nadie, y por eso entré, y heme puesto delante del dragón. Abra usted sus fauces, alargue sus uñas, devóreme si gusta; pero expirando le diré que se enmiende, que Cristo me manda aquí para llamarle a la verdad, y anunciarle su condenación si no acude pronto al llamamiento».

Grande fue la sorpresa de Nazarín al ver que el señor de la Coreja no sólo no se enfurecía oyéndole, sino que le oía con atención y hasta con respeto, no ciertamente humillándose ante el sacerdote, sino vencido del asombro que tales conceptos en boca de persona tan humilde le causaban.

«Ya hablaremos de eso -le dijo con calma-. Tengo una idea... una idea que me atormenta... porque has de saber que de algún tiempo acá, la pérdida de la memoria es el mayor suplicio de mi vida, y la causa de todas mis rabietas...».

De repente se dio una palmada en la frente, y diciendo: «Ya la cogí. ¡Eureka, eureka!» se fue casi de un salto al cuarto próximo, dejando solo y cada vez más desconcertado al buen peregrino. El cual, como Belmonte dejara abierta la puerta, pudo verle en la estancia inmediata, que era al modo de biblioteca o despacho, revolviendo papeles de los muchos que sobre una gran mesa había. Ya   —165→   pasaba la vista rápidamente por periódicos grandísimos, al parecer extranjeros, ya hojeaba revistas, y por fin sacó de un estante legajos que examinaba con febril presteza. Duró esto cerca de una hora. Vio Nazarín que entraban criados en el despacho, que el señor les daba órdenes, por cierto con mejor modo que antes, y por último, criados y señor desaparecieron por otra puerta que daba a las interioridades de aquel vasto edificio. Al quedarse solo, el buen padrito examinó con más calma la habitación en que se encontraba; vio en las paredes cuadros antiguos, religiosos, bastante buenos: San Juan reprendiendo a Herodes delante de Herodías; Salomé bailando; Salomé con la cabeza del Bautista; por otro lado, santos de la orden de Predicadores, y en el testero principal un buen retrato de Pío IX. Pues señor, seguía sin entender la casa, ni al dueño de ella, ni nada de lo que veía. Ya empezaba a temer que le abandonaran en aquel solitario aposento, cuando entró un criado a llamarle y le dijo que le siguiera.

«¿Para qué me querrán? -se decía, atravesando tras el fámulo salas y corredores-. Dios sea conmigo, y si me llevan por aquí para meterme en una mazmorra, o arrojarme a una cisterna, o segarme el pescuezo, que   —166→   me coja la muerte en la disposición que he deseado toda mi vida».

Pero la mazmorra o cisterna a que le llevaron, era un comedor espacioso, alegre y muy limpio, en el cual vio la mesa puesta, con todo el lujo de fina loza y cristalería que se estila en Madrid, y en ella dos cubiertos no más, uno frente a otro. El Sr. de Belmonte, que allí estaba, vestido de negro, el cabello y la barba muy bien atusados, camisa con pechera y cuello lustroso, señaló a Nazarín uno de los asientos.

«Señor -balbució el penitente turbado y confuso-, ¿con esta facha mísera he de sentarme a mesa tan elegante?

-Que se siente digo, y no me obligue a repetirlo -añadió con más aspereza en la palabra que en el tono.

Comprendiendo que la gazmoñería no cuadraba a su humildad sincera, D. Nazario se sentó. Una negativa insistente habría resultado más bien afectado orgullo que amor de la pobreza.

«Me siento, señor, y acepto el desmedido honor que usted hace, sentándole a su mesa, a un pobre de los caminos, que ayer fue mordido cruelmente por los perros de esta casa. Parte de lo que dije hace poco a usted por mandato de mi Señor, queda sin efecto por   —167→   este acto suyo de caridad. Quien tal hace, no es, no puede ser enemigo de Cristo.

-¡Enemigo de Cristo! ¿Pero qué está usted diciendo, hombre? -exclamó el gigante del modo más campechano-. ¡Si Él y yo somos muy amigos!

-Bien... Pues si acepto su noble invitación, señor mío, le suplico me dé licencia para no alterar mi costumbre de comer tan sólo lo preciso para alimentarme. No, no me eche vino: no lo pruebo jamás, ni ninguna clase de licores.

-Usted come lo que quiere. No acostumbro molestar a mis invitados, haciéndoles rebasar la medida de su apetito. Se le servirá de todo, y usted come o no come, o ayuna, o se harta, o se queda con hambre, según le cuadre... Y en premio de esta concesión, señor mío, yo a mi vez le pido me dé licencia...

-¿Para qué? No la necesita usted para mandarme cuanto se le ocurra.

-Licencia para interrogarle...

-¿Sobre qué?

-Sobre los problemas pendientes, del orden social y religioso.

-No sé si mi escasísimo saber me permitirá contestarle con el acierto que usted sin duda espera de mí...

-¡Oh! Si empieza usted por disimular su   —168→   ciencia, como disimula su condición, hemos concluido.

-Yo no disimulo nada; soy tal como usted me ve; y en cuanto a mi ciencia, si desde luego declaro que es mayor de lo que corresponde a la vida que llevo y a los trapos que visto, no la tengo por tan superior que merezca manifestarse ante persona tan ilustrada.

-Eso lo veremos. Yo sé poco; pero algo aprendí en mis viajes por Oriente y Occidente, algo también en el trato social, que es la biblioteca más nutrida y la mejor cátedra del mundo, y con lo que he podido observar, y un poquito de lectura, prestando atención excepcional a los asuntos religiosos, atesoro unas cuantas ideas que son para mí la propiedad más estimable. Pero ante todo... ya rabio por preguntárselo... ¿qué piensa usted del estado actual de la conciencia humana?




ArribaAbajo- VIII -

-¡Ahí es nada la preguntita! -dijo Nazarín para su sayo-. Tan compleja es la cuestión que no sé por dónde tomarla.

-Quiero decir, el estado presente de las creencias religiosas en Europa y América.

-Creo, señor mío, que los progresos del catolicismo son tales, que el siglo próximo   —169→   ha de ver casi reducidas a la insignificancia las iglesias disidentes. Y no tiene poca parte en ello la sabiduría, la bondad angélica, el tacto exquisito del incomparable Pontífice que gobierna la Iglesia...

-Su Santidad León XIII -dijo gallardamente el Sr. de Belmonte-, a cuya salud beberemos esta copa.

-No. Dispénseme. Yo no bebo ni a la salud del Papa, porque ni el Papa, ni Cristo nuestro Salvador han de querer que yo altere mi régimen de vida... Decía que en la humanidad se notan la fatiga y el desengaño de las especulaciones científicas, y una feliz reversión hacia lo espiritual. No podía ser de otra manera. La ciencia no resuelve ninguna cuestión de trascendencia en los problemas de nuestro origen y destino, y sus peregrinas aplicaciones en el orden material tampoco dan el resultado que se creía. Después de los progresos de la mecánica, la humanidad es más desgraciada, el número de pobres y hambrientos mayor, los desequilibrios del bienestar más crueles. Todo clama por la vuelta a los abandonados caminos que conducen a la única fuente de la verdad, la idea religiosa, el ideal católico, cuya permanencia y perdurabilidad están bien probadas.

-Exactamente -afirmó el gigantesco prócer,   —170→   que, entre paréntesis, comía con voraz apetito, mientras su huésped apenas probaba los variados y ricos manjares-. Veo con júbilo que sus ideas concuerdan con las mías.

-La situación del mundo es tal -prosiguió Nazarín animándose-, que ciego estará quien no vea las señales precursoras de la Edad de Oro religiosa. Viene de allá un ambiente fresco que nos da de cara, anunciándonos que el desierto toca a su fin, y que la tierra prometida está próxima, con sus risueños valles y fertilísimas laderas.

-Es verdad, es verdad. Pienso lo mismo. Pero no me negará usted que la sociedad se fatiga de andar por el desierto, y como tarda en llegar a lo que anhela, se impacientará y hará mil desatinos. ¿Dónde está el Moisés que la calme, ya con rigores, ya con blanduras?

-¡Ah, el Moisés...! No sé.

-Ese Moisés, ¿lo hemos de buscar en la filosofía?

-No, seguramente: la filosofía es en suma un juego de conceptos y palabras, tras el cual está el vacío, y los filósofos son el aire seco que sofoca y desalienta a la humanidad en su áspero camino.

-¿Encontraremos ese Moisés en la política?

-No, porque la política es agua pasada. Cumplió su misión, y los que se llamaban problemas   —171→   políticos, tocantes a libertad, derechos, etc., están ya resueltos, sin que por eso la humanidad haya descubierto el nuevo paraíso terrenal. Conquistados tantísimos derechos, los pueblos tienen la misma hambre que antes tenían. Mucho progreso político, y poco pan. Mucho adelanto material, y cada día menos trabajo, y una infinidad de manos desocupadas. De la política no esperemos ya nada bueno, pues dio de sí todo lo que tenía que dar. Bastante nos ha mareado a todos, tirios y troyanos, con sus querellas públicas y domésticas. Métanse en su casa los políticos, que nada han de traer provechoso a la humanidad; basta de discursos vanos, de fórmulas ridículas, y del funestísimo encumbramiento de las nulidades a medianías, y de las medianías a notabilidades, y de las notabilidades a grandes hombres.

-Bien, muy bien. Ha expresado usted la idea con una exactitud que me maravilla. ¿Encontraremos ese Moisés en la tribu de la fuerza? ¿Será un dictador, un militar, un César...?

-No le diré a usted que no, ni que sí. Nuestra inteligencia, al menos la mía, no alcanza a tanto. No puedo afirmar más que una cosa: que nos quedan pocas leguas de desierto, y quien dice leguas, dice distancias relativamente grandes.

  —172→  

-Pues para mí, el Moisés que ha de guiarnos hasta el fin, no puede salir sino de la cepa religiosa. ¿No cree usted que aparecerá, cuando menos se piense, uno de esos hombres extraordinarios, uno de esos genios de la Fe cristiana, no menos que un Francisco de Asís, o quizás más, más grande, que conduzca a la Humanidad hasta el límite de sus sufrimientos, antes de que la desesperación le arrastre al cataclismo?

-Me parece lo más lógico pensarlo así -dijo Nazarín-, y o mucho me engaño, o ese extraordinario Salvador será un Papa.

-¿Lo cree usted?

-Sí señor... Es una corazonada, una idea de filosofía de la historia, y líbreme Dios de querer darle autoridad de cosa dogmática.

-Claro... Pues lo mismo, exactamente lo mismo pienso yo. Ha de ser un Papa. ¿Qué Papa será ese? ¡Vaya usted a saberlo!

-Nuestra inteligencia peca de orgullosa queriendo penetrar tan allá. El presente ofrece ya bastante materia para nuestras cavilaciones. El mundo está mal.

-No puede estar peor.

-La sociedad humana padece. Busca su remedio.

-Que no puede ser otro que la Fe.

-Y a los que poseen la Fe, ese don del   —173→   Cielo, toca el conducir a los que están privados de ella. En este camino, como en todos, los ciegos deben ser llevados de la mano por los que tienen vista. Se necesitan ejemplos, no fraseología gastada. No basta predicar la doctrina de Cristo, sino darle una existencia en la práctica, e imitar su vida en lo que es posible a lo humano imitar lo divino. Para que la Fe acabe de propagarse, en el estado actual de la sociedad, conviene que sus mantenedores renuncien a los artificios que vienen de la Historia, como los torrentes bajan de la montaña, y que patrocinen y practiquen la verdad elemental. ¿No cree usted lo mismo? Para patentizar los beneficios de la humildad, es indispensable ser humilde; para ensalzar la pobreza, como el estado mejor, hay que ser pobre, serlo y parecerlo. Esta es mi doctrina... no, digo mal, es mi interpretación particular de la doctrina eterna. El remedio del malestar social y de la lucha cada vez más enconada entre pobres y ricos, ¿cuál es? La pobreza, la renuncia de todo bien material. El remedio de las injusticias que envilecen el mundo, en medio de todos esos decantados progresos políticos, ¿cuál es? Pues el no luchar con la injusticia, el entregarse a la maldad humana, como Cristo se entregó indefenso a sus enemigos. De la resignación absoluta   —174→   ante el mal, no puede menos de salir el bien, como de la mansedumbre sale al cabo la fuerza, como del amor de la pobreza tienen que salir el consuelo de todos y la igualdad ante los bienes de la Naturaleza. Estas son mis ideas, mi manera de ver el mundo, y mi confianza absoluta en los efectos del principio cristiano así en el orden espiritual como en el material. No me contento con salvarme yo solo; quiero que todos se salven, y que desaparezcan del mundo el odio, la tiranía, el hambre, la injusticia; que no haya amos ni siervos, que se acaben las disputas, las guerras, la política. Tal pienso, y si esto le parece disparatado a persona de tantas luces, yo sigo en mis trece, en mi error, si lo es, en mi verdad, si, como creo, la llevo en mi mente, y en mi conciencia la luz de Dios.

Oyó D. Pedro todo el final de este sustancioso discurso con gran recogimiento, medio cerrados los párpados, la mano acariciando una copa de vino generoso, de la cual no había bebido más que la mitad. Luego murmuraba en voz queda: «Verdad, verdad, todo verdad... Poseerla, ¡qué dicha...! practicarla, ¡dicha mayor...!».

Nazarín rezó las oraciones de fin de comida, y D. Pedro siguió rezongando con los ojos cerrados: «La pobreza... ¡qué hermosura!...   —175→   pero yo no puedo, no puedo... ¡qué delicia!... Hambre, desnudez, limosna... hermosísimo... no puedo, no puedo».

Cuando se levantaron de la mesa, el gigante usaba tono y modales enteramente distintos de los de por la mañana. Callaba la fiereza, y hablaba la jovialidad de buena crianza. Era otro hombre; la sonrisa no se quitaba de sus labios, y el brillo de sus ojos parecía rejuvenecerle.

«Vamos, padre, que usted querrá descansar. Tendrá la costumbre de dormir la siesta...

-No, señor, yo no duermo más que de noche. Todo el día estoy en pie.

-Pues yo no. Madrugo mucho, y a esta hora necesito descabezar un sueño. Usted también descansará un rato. Venga, venga conmigo.

Que quieras que no, Nazarín fue llevado a una habitación no distante del comedor, amueblada con lujo.

«Sí señor... sí -le dijo Belmonte en tono muy cordial-. Descanse usted, descanse, que bien lo necesita. Esa vida de pobreza errante, esa vida de anulación voluntaria, de ascetismo, de trabajos y escaseces, bien merece algún reparo. No hay que abusar de las fuerzas corporales, amigo mío. ¡Oh, yo le admiro a usted, le acato y le reverencio, por lo mismo   —176→   que carezco de energía para poder imitarle! ¡Abandonar una gran posición, ocultar un nombre ilustre, renunciar a las comodidades, a las riquezas, a...!

-Yo no he tenido que renunciar a eso, porque nunca lo poseí.

-¿Qué? Vamos, señor, basta de ficciones conmigo, y no digo farsas por no ofenderle.

-¿Qué dice?

-Que usted, con su cristiano disfraz, verdadera túnica de discípulo de Jesús, podrá engañar a otros, no a mí que le conozco, que tengo el honor de saber con quien hablo.

-¿Y quién soy yo, Sr. de Belmonte? Dígamelo, si lo sabe.

-¡Pero si es inútil el disimulo, señor mío! Usted...

Tomó aliento el señor de la Coreja, y en tono de familiar cortesanía, poniendo la mano en el hombro de su huésped, le dijo:

«Perdóneme si le descubro. Hablo con el Reverendísimo Obispo armenio que hace dos años recorre la Europa en santa peregrinación...

-¡Yo... Obispo armenio!

-Mejor dicho... ¡si lo sé todo!... mejor dicho, Patriarca de la Iglesia armenia que se sometió a la Iglesia latina, reconociendo la autoridad de nuestro gran Pontífice León XIII.

  —177→  

-¡Señor, señor, por la Virgen Santísima!

-Su Reverencia anda por las naciones europeas en peregrinación, descalzo y en humildísimo traje, viviendo de la caridad pública, en cumplimiento del voto que hizo al Señor, si le concedía el ingreso de su grey en el gran rebaño de Cristo... ¡Sí, no vale negarlo, ni obstinarse en el disimulo, que respeto! Su Reverencia Ilustrísima recibió autorización para cumplir en esta forma su voto, renunciando temporalmente a todas sus dignidades y preeminencias. ¡Si no soy yo el primero que lo descubre! ¡Si ya le descubrieron en Hungría, donde se susurró que había hecho milagros! Y le descubrieron también en Valencia de Francia, capital del Delfinado... ¡Pero si tengo aquí los periódicos que hablan del insigne Patriarca, y describen esa fisonomía, ese traje con pasmosa exactitud!... Como que, en cuanto le vi acercarse a mi casa, caí en sospecha. Luego busqué el relato en los periódicos. ¡El mismo, el mismo! ¡Qué honor tan grande para mí!

-Señor, señor mío, yo le suplico que me escuche...

Pero el ofuscado gigante no le dejaba meter baza, sofocando la voz, y ahogando la palabra de Nazarín en el diluvio de la suya.

«¡Si nos conocemos, si he vivido mucho   —178→   tiempo en Oriente; y es inútil que Su Reverencia lleve tan adelante conmigo su piadosa comedia! Le apearé el tratamiento, si en ello se empeña... Usted es árabe de nacimiento.

-¡Por la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo!...

-Árabe legítimo. Al dedillo me sé su historia. Nació usted en un país hermosísimo, donde dicen que estuvo el Paraíso terrenal, entre el Tigris y el Eúfrates, en el territorio de Aldjezira, que también llaman la Mesopotamia.

-¡Jesús me valga!

-¡Si lo sé, si lo sé todo! Y el nombre arábigo de usted es Esrrou-Esdras.

-¡Ave María Purísima!

-Y los franciscanos de Monte Carmelo le bautizaron y le dieron educación, y le enseñaron el hermoso lenguaje español que habla. Después pasó usted a la Armenia, donde está el monte Ararat, que yo he visitado... allá donde tomó tierra el arca de Noé.

-¡Sin pecado concebida!

-Y allí se afilió usted al rito armenio, distinguiéndose por su ciencia y virtud hasta llegar al Patriarcado, en el cual intentó y realizó la gloriosa empresa de restituir su iglesia huérfana al seno de la gran familia católica. Con que no le canso más, Reverendísimo   —179→   señor. A descansar en ese lecho, que todo no ha de ser dureza, abstinencias y mortificaciones. De vez en cuando, conviene sacrificarse a la comodidad; y sobre todo, señor Eminentísimo, está usted en mi casa, y en nombre de la santa ley de hospitalidad, yo le mando a usted que se acueste y duerma.

Y sin permitirle explicaciones, ni esperar respuesta salió de la estancia riendo, y allí se quedó solo el buen Nazarín, con la cabeza como el que ha estado mucho tiempo oyendo cañonazos, dudando si dormía o velaba, si era verdad o sueño lo que había visto y oído.




ArribaAbajo- IX -

«¡Jesús, Jesús! -exclamaba el bendito clérigo-. ¿Qué hombre es este? Tarabilla igual no he visto nunca. ¡Pero si no me deja responderle ni explicarle...! ¿Y creerá eso que dice?... Que yo soy patriarca armenio, y que me llamo Esdras y... ¡Jesús, Madre Amantísima, permitidme salir pronto de esta casa, pues la cabeza de este hombre es como una gran jaula llena de jilgueros, mirlos, calandrias, cotorras y papagayos, cantando todos a la vez!... Y temo que me contagie. ¡Alabada sea la Santísima Misericordia!... ¡Y qué cosas cría el Señor, qué variedad de tipos y seres! Cuando   —180→   uno cree haberlo visto todo, aún le quedan más maravillas o rarezas que ver... ¡Y pretende que yo me acueste en esa cama tan maja, con colcha de damasco...! ¡En el nombre del Padre...! ¡Y yo que me creí hallar aquí vejaciones, desprecios, el martirio quizás... y me encuentro con un gigante socarrón, que me sienta a su mesa, y me llama obispo, y me mete en esta linda alcoba para dormir la siesta! ¿Pero este hombre es malo o es bueno...?».

La cavilación en que cayó el pobre cura semítico no llevaba trazas de concluir; tan embrollado y difícil era el punto que su majín se propuso dilucidar. Antes de que definir pudiera el ser moral de D. Pedro de Belmonte, llegose este de echar la siesta. En cuanto le vio, Nazarín llegose resueltamente a él y, sin dejarle pegar la hebra, le cogió por la solapa, y le dijo con extraordinaria viveza:

«Venga usted acá, señor mío, que como no me daba respiro, no pude decirle que yo no soy árabe, ni obispo, ni patriarca, ni me llamo Esdras, ni soy de la Mesopotamia, sino de Miguelturra, y mi nombre es Nazario Zaharín. Sepa que nada de lo que ve en mí es comedia, como no llame así al voto de pobreza que hacer he querido, sin renunciar...

-Monseñor, monseñor... comprendo que tan tenazmente disimule...

  —181→  

-Sin renunciar, digo, a honores ni emolumentos porque no los tenía, ni los quiero, ni...

-¡Si yo no he de vender su secreto, rayos! Me parece bien que sostenga su papel y que...

-Y que nada. Pues cuanto ha dicho usted es un disparate, y un sueño, y un delirio. Me he lanzado a esta vida de penitencia por un anhelo ardiente de mi corazón, que a ella me llama desde niño. Soy sacerdote, y aunque a nadie he pedido permiso para abandonar los hábitos, y salir al ejercicio de la mendicidad, me creo dentro de la más pura ortodoxia, y acato y venero todo lo que manda la Iglesia. Si he preferido la libertad a la clausura, es porque en la penitencia libre veo más trabajos, más humillación, y más patente la renuncia a todos los bienes del mundo. Desprecio la opinión, desafío las hambres y desnudeces; apetezco los ultrajes y el martirio. Y con esto, me despido del señor de la Coreja, diciéndole que estoy agradecidísimo a sus muchas bondades, y que le tendré siempre presente en mis oraciones.

-El agradecido soy yo, no sólo por el honor que me ha proporcionado Su Reverencia...

-¡Y dale!

-El honor altísimo de tenerle en mi casa, si no por su ofrecimiento de orar por mí, y   —182→   de encomendarme a Dios; que bien lo necesito, créame.

-Lo creo... Pero haga el favor de no llamarme Reverencia.

-Bueno: le daré tratamiento llano, en obsequio a su humildad -replicó el caballero, que antes se dejara desollar vivo que desdecirse de cosa por él sostenida y afirmada-. Hace bien usted en guardar el incógnito, para evitar indiscreciones...

-¡Pero, señor...! En fin, deme licencia para retirarme. Yo pido a Dios que le corrija de su terquedad, la cual es una forma de soberbia, y así como el fruto amargo de esta es la cólera, el fruto de aquella es la mentira. Ya ve cuántos males acarrea el orgullo. Mis últimas palabras, al salir de esta noble casa, son para rogarle que se enmiende de ese y otros pecados, que piense en la inmortalidad, a cuya puerta no debe usted llamar con alma cargada de tantos goces, y de tanta satisfacción de apetitos materiales. Porque la vida que usted se da, señor mío, podrá ser buena para llegar a una vejez robusta; pero no a la salud eterna.

-Lo sé, lo sé -decía el buen D. Pedro con melancólica sonrisa, acompañando a Nazarín por el primer patio-. ¿Pero qué quiere usted, eximio señor?, no todos tenemos esa poderosa   —183→   energía de usted... ¡Ah! cuando se llega a cierta edad, ya están los huesos duros para meterse uno en abstinencias, y en correcciones del carácter. Créame a mí: cuando al pobre cuerpo le queda poco más que vivir, es crueldad negarle aquello a que está acostumbradito. Soy débil, lo reconozco, y a veces pienso que debo ponerle las peras a cuarto al cuerpo. Pero luego me da lástima y digo: «¡pobrecito cuerpo, para los días que te quedan ya...!». Algo de caridad hay también en esto, ¿eh? Vamos, que al pícaro le gusta la buena mesa, los buenos vinos, ¿y qué he de hacer más que dárselos...? ¿Le agrada reñir? pues que riña... Todo ello es inocente. La vejez necesita juguetes como la infancia. ¡Ah! cuando tenía algunos años menos, se pirraba por otras cosas... las buenas chicas, por ejemplo... De eso sí que le he privado en absoluto... No, no, no faltaba más. Prohibición radical. Que se fastidie... No le dejo más que las fruslerías del pecado, el comer, la bebida, el tabaco y el pelearse con la servidumbre... En fin, señor, no quiero entretenerle. Pídale a Dios por mí. Es una suerte, para los que no somos buenos, que existan seres perfectos como usted, prontos a interceder por todos, y a conseguir, con sus estupendas virtudes, la salvación propia y la ajena.

  —184→  

-Eso no, eso no vale.

-Vale en tanto que uno también hace por sí lo que puede. Yo sé lo que digo... Que sus penitencias, padre beatísimo, le lleven a la perfección que desea, y que Dios le dé fuerzas para proseguir en obra tan santa y meritoria... Adiós, adiós.

-Adiós, señor mío: no pase usted de aquí -le dijo Nazarín en el último patio-. Y ahora que me acuerdo, he dejado mi morral allá junto a la noria.

-Ya, ya se lo traen -replicó Belmonte-. He mandado que le pongan en él algunas vituallas, que nunca están de más, créame, y aunque a usted no le guste comer más que hierbas y pan duro, no es malo que lleve algo de substancia para un caso de enfermedad...

Quiso besarle la mano, pero D. Nazario, con grandes esfuerzos, se lo impidió, y en el campo frontero a la casa se despidieron con mutuas demostraciones afectuosas. Como viese D. Pedro que los mastines andaban sueltos por el campo, dio orden de que los ataran, indicando a Nazarín que se detuviese un momento. «Ya supe -le dijo-, y me disgustó mucho, que ayer, por un descuido de esta canalla, los perros le mordieron a usted y a dos santas mujeres que le acompañan».

  —185→  

-Esas mujeres no son santas, sino todo lo contrario.

-Disimule, disimule... ¡Como si no hablara también de ellas la prensa europea! La una es dama principal, canonesa de la Turingia, la otra una sudanita descalza...

-¡Ay, cuánto desatino...!

-¡Si lo dice el periódico! En fin, respeto su santo incógnito... Adiós. Ya están sujetos los animales.

-Adiós... Y que el Señor le ilumine -dijo Nazarín, que ya no quería discutir más, y todo su afán era largarse a prisa.

El morral, atestado de paquetes de comestibles, pesaba bastante, por lo cual y por la rapidez de la marcha llegó muy sofocado a la olmeda donde Ándara y Beatriz habían quedado esperándole. Impacientes y sobresaltadas por su tardanza, en cuanto le divisaron las dos mujeres, salieron gozosas a su encuentro, pues creyeron no volver a verle, o que saldría de la Coreja con la cabeza rota. Grande fue su asombro y alegría al verle sano y alegre. Por las primeras palabras que el beato les dijo, comprendieron que tenía mucho que contar, y el volumen y peso del saco les despertó la curiosidad en demasía. En la olmeda, encontró Nazarín a una vieja desconocida, la señá Polonia, paisana de Beatriz, y   —186→   vecina de Sevilla la Nueva. Había pasado por allí de vuelta de unas tierras de su propiedad, a donde fue a sembrar nabos, y viendo a su amiga se detuvo para chismorrear con ella.

«¡Ay qué señor, qué hombre tan raro es ese D. Pedro! -dijo el padrito echándose en el suelo, después de que Ándara le quitó el morral para examinar lo que contenía-. No he visto otro caso. Cosas tiene de persona muy mala, esclava de los vicios; cosas de persona bonísima, cortés y caballeresca. Ilustración no le falta, finura le sobra, mal genio también, y no hay quien le gane en terquedad para sostener sus errores.

-Ese vejestorio grandón y bonito -dijo Polonia, que hacía punto de media-, está más loco que una cabra. Cuentan que se pasó mucho tiempo en tierras de moros y judíos, y que al volver acá, se metió en tales estudios de cosas de religión y de tiología, que se le trabucaron los sesos.

-Ya lo decía yo. El Sr. D. Pedro no rige bien. ¡Qué lástima! ¡Quiera Dios darle el juicio que le falta!

-Está reñido con toda la familia de los Belmontes, sobrinos y primos, que no le pueden aguantar, y por eso no sale de aquí. Es hombre muy pagano y muy gentil para los vicios de buena mesa, y no ve una falda   —187→   que no le entre por el ojo derecho. Pero como mal corazón, no tiene. Cuentan que cuando le hablan de las cosas de religión católica o pagana, o de las idolatrías, si a mano viene, es cuando pierde el sentido, por ser esta leyenda y el revolver papeles de Escritura Sagrada lo que le trastornó.

-¡Desventurado señor! ¿Querréis creer, hijas mías, que me sentó a su mesa, una mesa magnífica, con vajilla de cardenal? ¡Y qué platos, qué manjares riquísimos!... Y después se empeñó en que había de dormir la siesta en una cama con colcha de damasco... ¡Vaya, que a mí...!

-¡Y nosotras tan creídas de que le rompería algún hueso!

-Pues digo... Salió con la tecla de que yo soy obispo, más, más, patriarca, y de que nací en Algeciras..., o sea la Mesopotamia, y que me llamo Esdras... También se dejó decir que vosotras sois canonesas... Y nada me valía negarlo, y manifestarle la verdad. Como si no.

-Pues ya se conoce que se da buena vida el hijo de tal -dijo Ándara gozosa, sacando paquetes de fiambres-. Lengua escarlata... y otra lengua... y jamón... ¡Jesús, cuánta cosa rica! ¿Y qué es esto? Un pastelón como la rueda de un carro. ¡Qué bien huele!... También   —188→   empanadas: una, dos, tres; chorizo, embutidos.

-Guarda, guarda todo eso -le dijo Nazarín.

-Ya lo guardo, que a la hora de comer, lo cataremos.

-No, hija, eso no se cata.

-¿Que no?

-No; es para los pobres.

-¿Pero quién más pobre que nosotros, señor?

-Nosotros no somos pobres, somos ricos, porque tenemos el caudal inmenso y las inagotables provisiones de la conformidad cristiana.

-Ha dicho muy bien -indicó Beatriz ayudando a reponer los paquetes en el morral.

-Y si ahora tenemos esto, si nada nos hace falta hoy, porque nuestras necesidades están satisfechas -indicó D. Nazario-, debemos darlo a otros más necesitados.

-Pues en Sevilla la Nueva no falta pobretería -manifestó la señá Polonia-, y allí tienen ustedes donde repartir buenos caudales. Pueblo más mísero y pobre no le hay por acá.

-¿De veras? Pues a él llevaremos estas sobras de la mesa del rico avariento, ya que han venido a nuestras manos. Guíenos usted,   —189→   señá Polonia, y desígnenos las casas de los más menesterosos.

-¿Pero de veras entran en Sevilla? Estas me dijeron que no querían acercarse allá.

-¿Por qué?

-Porque hay viruela.

-¡Que me place!... Digo, no me place. Es que celebro encontrar el mal humano, para luchar con él y vencerlo.

-No es epidemia. Cuatro casos saltaron estos días. Donde hay una mortandad horrorosa es en Villamantilla, dos leguas más allá.

-¿Epidemia horrorosa... y de viruela?

-Tremenda, sí señor. Como que no hay quien asista a los enfermos, y los sanos huyen despavoridos.

-Ándara, Beatriz... -dijo Nazarín levantándose-. En marcha. No nos detengamos ni un momento.

-¿A Villamantilla?

-El Señor nos llama. Hacemos falta allí. ¿Qué? ¿Tenéis miedo? La que tenga miedo, o repugnancia, que se quede.

-Vamos allá. ¿Quién dijo miedo?

Sin pérdida de tiempo emprendieron la marcha, y por el camino iba refiriéndoles Nazarín, con graciosos pormenores, el singularísimo episodio de su visita a D. Pedro de Belmonte, señor de la Coreja.