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ArribaAbajoCuarta parte


ArribaAbajo- I -

Guiados por la señá Polonia, dejaron en varias casas muy pobres de Sevilla la Nueva parte de los víveres de la Coreja, y sin detenerse más que lo preciso para este piadoso objeto, continuaron andando, pues a Nazarín no se le cocía el pan hasta no meterse en el foco de la peste.

«No comprendo vuestra repugnancia, hijas mías -les dijo-, pues ya debisteis calcular que no veníamos acá a darnos vida de regalo y ociosidad, sin peligro. Es todo lo contrario: vamos tras el dolor para aplicarle consuelo, y cuando se anda entre dolores, algo se ha de pegar. No corremos en busca de placeres y regocijos, sino en busca de miserias y lástimas. El Señor nos ha deparado una epidemia, en cuyo seno pestífero hemos de zambullirnos, como nadadores intrépidos que se lanzan a las olas para salvar a infelices náufragos. Si perecemos, Dios nos dará nuestro merecido.   —192→   Si no, algún desdichado sacaremos a la orilla. Hasta la hora presente, Dios ha querido que en nuestra peregrinación no nos salgan más que bienandanzas. No hemos tenido hambre, hemos comido y dormido como príncipes, y nadie nos ha castigado ni nos ha puesto mala cara. Todo por la buena, todo como si nos acompañara una escolta de ángeles, encargados de depararnos cuantos bienes hay en la tierra. Ya comprenderéis que esto no puede continuar así. O el mundo deja de ser lo que es, o hemos de encontrar pronto males gravísimos, contratiempos, calamidades, abstinencias, y crueldades de hombres, secuaces de Satanás».

Esta exhortación bastó para convencer a las dos mujeres, sobre todo a Beatriz, que más fácilmente que la otra se dejaba inflamar del entusiasmo del novel asceta. Como habían tomado una andadura harto presurosa, al caer de la tarde, el cansancio les obligó a sentarse en lo alto de un cerro, desde donde se veían dos aldeas, una por Levante, otra por Poniente, y entre una y otra, campiñas bien labradas, y manchas de verde arboleda. La vista era hermosa, y más aún a tal hora, por el encanto melancólico que presta el crepúsculo vespertino a toda la tierra. De los humildes techos salían los humos de los hogares donde   —193→   se preparaba la cena; oíase son de esquilas de ganados que a los apriscos se recogían, y las campanas de ambos pueblos tocaban a oraciones. Los humos, las esquilas, la amenidad del valle, las campanadas, la puesta del sol, todo era voces de un lenguaje misterioso que hablaba al alma, sin que esta pudiera saber fijamente lo que le decía. Los tres peregrinos permanecieron un rato mudos ante aquella belleza difundida en términos tan vastos, y Beatriz, que fatigada yacía a los pies de Nazarín, se incorporó para decirle:

«Señor, explíqueme: ¿ese son de las campanas, a esta hora en que no se sabe si es día o noche, ese son... explíquemelo..., es alegre o es triste?

-Si he de decirte la verdad, no lo sé. Me pasa lo que a ti: ignoro si es alegre o triste. Y creo que los dos sentimientos, alegría y tristeza, produce en nuestra alma, juntándolos de tal modo que no hay manera de separarlos.

-Yo creo que es triste -afirmó Beatriz.

-Y yo que es alegre... -dijo Ándara-, porque se alegra uno cuando descansa, y a esta hora el día se tumba en la cama de la noche.

-Yo sostengo que triste y alegre -repitió Nazarín-, porque esos sones y esa placidez   —194→   no hacen más que reflejar el estado de nuestra alma, triste porque ve acabarse un día, y un día menos, es un paso más hacia la muerte; alegre, porque vuelve al hogar con la conciencia satisfecha de haber cumplido los deberes del día, y en el hogar, el alma encuentra otras almas que le son caras; triste, porque la noche lleva en sí una dulce tristeza, la desilusión del día pasado; alegre, porque toda la noche es esperanza y seguridad de otro día, del mañana, que ya está tras el Oriente acechando para venir.

Las dos mujeres suspiraron y se callaron.

«En esto -prosiguió el árabe manchego-, debéis ver una imagen de lo que será el crepúsculo de la muerte. Tras él viene el mañana eterno. La muerte es también alegre y triste: alegre, porque nos libra de las cadenas de la esclavitud vital; triste, porque amamos nuestra carne, como a un compañero fiel, y nos duele separarnos de ella».

Siguieron andando, y más adelante volvieron a descansar, ya cerrada la noche, el cielo sereno, inmensamente limpio y cuajado de innúmeras estrellas.

«Pienso -dijo Beatriz, después de una larga pausa de arrobamiento-, que hasta ahora no he visto el cielo, o que ahora lo veo por primera vez, según lo que me gusta mirarlo,   —195→   y lo que me asombra ver tantísima luz.

-Sí -replicó Nazarín-, es tan bello que siempre parece nuevo, y como acabadito de salir de las manos del Criador.

-¡Qué grande es todo eso! -observó Ándara-. Yo tampoco lo había mirado como ahora... Y diga, padre, ¿todo eso lo hemos de ver de cerca cuando nos muramos y subamos a la Gloria?

-¿Ya estás tú segura de ir a la Gloria? Mucho decir es eso. Allá no hay cerca ni lejos...

-Todo es infinito -dijo Beatriz con suficiencia-. Infinito quiere decir lo que no se acaba por ninguna parte.

-Esto de que sea una infinita -añadió Ándara-, es lo que yo no puedo entender.

-Sed buenas, y lo entenderéis. Dos cosas hay en este bajo mundo por donde nos pueda ser comprensible lo infinito: el amor y la muerte. Amad a Dios y al prójimo, acariciad en vuestras almas el sentimiento del tránsito a la otra vida, y lo infinito no os parecerá tan obscuro. Pero estas son enseñanzas muy hondas para vuestros pobres entendimientos, y antes habéis de aprender cosas más comprensibles. Admirad la obra de Dios y decidme si ante el que ha hecho esa maravilla no es bien que nos humillemos para ofrecerle todos nuestros actos, todas nuestras ideas. Después de   —196→   mirar un rato para arriba, ved cuán indigna es esta pobre tierra de que deseemos morar en ella. Considerad que antes de que nacierais, todo lo que veis arriba existió por miles de siglos, y que por miles de siglos existirá después que os muráis. Vivimos sólo un instante. ¿No es lógico despreciar ese instante y querer subir a los siglos que no se acaban?

Volvieron a suspirar ellas, y a pensar en todo aquello que el clérigo les refería. La conversación hízose luego más positiva, porque Ándara, reconociendo que el contenido del morral debía ser para otros pobres, no se avenía con dejar de probarlo.

«Para ser buenos, para llegar a lo que vulgarmente llamamos perfección, siendo en realidad un estado relativo -afirmó Nazarín-, debe empezarse por lo más fácil. Antes de atacar los vicios gordos, combatamos los menudos. Dígolo, porque esto de ser tú tan golosa paréceme inclinación no muy difícil de vencer, a poca voluntad que pongas en ello.

-Sí que soy golosa: yo conozco mis flacos. Y la verdad, quisiera saber a qué sabe este comestible, que trasciende a gloria.

-Pues pruébalo, y tú nos contarás a qué sabe, pues esta y yo nos pasaremos muy bien sin catarlo.

La de Móstoles se conformaba con todo lo   —197→   que fuera abstinencia y edificación, porque su espíritu se iba encendiendo en el místico fuego, con las chispas que el otro lanzaba del rescoldo de su santidad. Habría ella querido llegar al caso absurdo de no comer absolutamente nada; pero como esto era imposible, se resignaba a transigir con la vil materia.

Pidieron hospitalidad en una venta, y cuando allí les oyeron decir que iban a Villamantilla, tuviéronles por locos, pues en el pueblo había muy poca gente a más de los enfermos; el socorro pedido a Madrid no había llegado, y todo era allí desolación, hambre y muerte. En un corral armaron su alcoba, entre gallinas y carneros, que se despertaban oyéndoles rezar, y con unas migas que les dieron de limosna cenaron a lo pastoril. Ándara probó de lo de Belmonte sin excederse, y toda la noche, aun después de dormida, estuvo relamiéndose. En cambio, Beatriz no pegó los ojos: sentíase amagada de su mal constitutivo; pero en una forma nueva y para ella desconocida. Consistía la novedad en que sus angustias y el azoramiento precursor del arrechucho eran buenas, quiere decir, que eran angustias en cierto modo placenteras, y un azoramiento gozoso. Ello es que sentía... como una satisfacción de sentirse mal, y el presentimiento de que iba a ocurrirle algo muy   —198→   lisonjero. La presión toráxica 2 la molestaba un poco; pero compensaba esta molestia los efluvios que corrían por toda su epidermis, vibraciones erráticas que iban a parar al cerebro, donde se convertían en imágenes hermosas, antes soñadas que percibidas. «Es lo de siempre -se decía-; pero no patadas de demonios, sino revuelos de ángeles. ¡Bendito mal si es como un bien, y viene siempre así!». De madrugada tuvo frío, y bien envuelta en su manta se tendió de largo, para descansar más que dormir, y con la conciencia de hallarse despierta, ¡vio cosas! Pero si antes veía cosas malas, ahora las veía buenas, aunque no pudo explicarse lo que era ni asegurarse de ver lo que veía. ¡Inaudita rareza! Y tenía que reprimirse para vencer el ciego impulso de abalanzarse hacia aquello que viendo estaba. ¿Era Dios, eran los ángeles, el alma de algún santo, o un purísimo espíritu que quería tornar forma sin poder conseguirlo?

Guardose bien de contar a D. Nazario, cuando este despertó, lo que pasaba, porque el día anterior, en una de sus pláticas, le oyó decir que desconfiaba de las visiones, y que había que mirarse mucho antes de dar por efectivas cosas (él había dicho fenómenos) sólo existentes en la imaginación y en los nervios de personas de dudosa salud. Y restablecida,   —199→   después de lavarse cara y manos, de aquel plácido soponcio, se desayunaron los tres con pan y unas pocas nueces, y en marcha tan contentos para el lugar infestado. No eran aún las nueve cuando llegaron, y una soledad lúgubre, una huraña tristeza les salieron al encuentro al poner el pie en la única calle del pueblo, tortuosa y llena de zanjas, charcos inmundos y guijarros cortantes. Las dos o tres personas que hallaron en el trayecto hasta la plaza, les miraban recelosas, y frente a la iglesia, en el portal de un caserón cuarteado que parecía el Ayuntamiento, vieron a un tío muy flaco, que se adelantó a ellos, con esta arenga de bienvenida:

«Eh, buena gente, si vienen al merodeo o a limosnear, vuélvanse por el mismo camino, que aquí no hay más que miseria, muerte, y desamparo hasta de la Misericordia Divina. Soy el alcalde, y lo que digo digo. Aquí estamos solos yo y el cura y un médico que nos han mandado, porque el nuestro se murió, y unos veinte vecinos en junto, sin contar los enfermos y cadáveres de hoy, que todavía no se han podido enterrar. Ya lo saben, y tomen el olivo pronto, que aquí no hay lugar para la vagancia».

Contestó Nazarín que ellos no iban a pedir socorro, sino a llevarlo, y que les designara   —200→   el señor alcalde los enfermos más desamparados, para asistirlos con todo el esmero y la paciencia que ordena Cristo Nuestro Señor.

«Más urgente que nada -dijo el alcalde- es enterrar siete muertos de ambos sexos que tenemos.

-Ya son nueve -dijo el cura, que de una casa próxima salía-. La tía Casiana ya expiró, y una de las chicas del esquilador está acabando. -Yo me voy de prisa y corriendo a tomar un bocado, y vuelvo.

No se hizo rogar el alcalde para satisfacer los cristianos deseos de Nazarín y comparsa, y pronto entraron los tres en funciones. Pero las dos mujeres ¡ay! en presencia de aquellos cuadros de horror, podredumbre y miseria, más espantables de lo que en su pueril entusiasmo ascético imaginaban, flaquearon como niños llevados a un feroz combate, y que ven correr la sangre por primera vez. La caridad, cosa nueva en ellas, no les daba energías para tanto, y hubieron de pedirlas al amor propio. Las primeras horas fueron de indecisión, de pánico, y rebeldía absoluta del estómago y los nervios. Nazarín tuvo que exhortarlas con elocuente ira de guerrero desesperado, que ve perdida la batalla. Al fin, ¡vive Dios! fueron entrando en fuego, y a la tarde, ya eran otras,   —201→   ya pudo la fe triunfar del asco, y la caridad del terror.




ArribaAbajo- II -

Mientras que Nazarín parecía connaturalizado con la fétida atmósfera de las lóbregas estancias, con la espantable catadura de los enfermos, y con la suciedad y miseria que les rodeaba, Ándara y Beatriz no podían hacerse, no, no podían, infelices mujeres, a una ocupación que instantáneamente las elevaba de la vulgaridad al heroísmo. Habían visto, del ideal religioso, tan sólo lo bonito y halagüeño; veían ya la parte impregnada de verdad dolorosa. Beatriz lo expresaba en su tosco lenguaje: «Eso de irse al Cielo, muy pronto se dice; ¿pero por dónde y por qué caminos se va?». Ándara llegó a adquirir una actividad estúpida. Se movía como una maquina, y desempeñaba todos aquellos horribles menesteres casi de un modo inconsciente. Sus manos y pies se movían de por sí. Si la hubieran en otro tiempo condenado a tal vida, poniéndola en el dilema de adoptarla o morir, habría preferido mil veces que le retorcieran el pescuezo. Procedía bajo la sugestión del beato Nazarín, como un muñeco dotado de fácil   —202→   movimiento. Sus sentidos estaban atrofiados. Creía imposible volver a comer.

Beatriz obraba conscientemente, ahogando su natural repugnancia por medio de un trabajo mental de argumentación, sacado de las ideas y frases del maestro. Era por naturaleza más delicada que la otra, de epidermis más fina, de más selecta complexión física y moral, y de gustos relativamente refinados. Pero en cambio de esa desventaja, poseía energías espirituales con que vencer su flaqueza e imponerse aquel durísimo deber. Evocando su fe naciente, la avivaba, como se aviva y agranda un débil fuego a fuerza de soplar sobre él; sabía remontarse a una esfera psicológica vedada para la otra, y en sí misma, en su aprobación interior y en el gozo del bien obrar, encontraba consuelos, que la otra pedía a su amor propio, sin recibirlos en proporción de tan gran sacrificio. Por esta diferencia, al llegar la noche, la de Polvoranca se rindió displicente, aunque sin dar su brazo a torcer; la de Móstoles se rindió gozosa, como soldado herido que no se cura más que del honor.

El árabe manchego sí que no se rendía. Infatigable hasta lo sublime, después de haber estado todo el día revolviendo enfermos, limpiándoles, dándoles medicinas, viendo morir   —203→   a unos en sus brazos, oyendo los conceptos delirantes de otros, al llegar la noche no apetecía más descanso que enterrar los doce muertos que esperaban sepultura. Así lo propuso al alcalde, diciéndole que con dos hombres que le ayudaran bastaría, y que si no había más que uno, y ya se arreglaría con él y con las dos mujeres. Autorizole el representante del pueblo para que se despachase a su gusto, admirado de tanta diligencia y religiosidad, y puso a su disposición el cementerio, como se ofrece a un invitado la sala de billar para que juegue, o el salón de música para que toque.

Ayudado de un viejo taciturno y al parecer idiota, que, según se supo después, era pastor de guarros; ayudado también de Beatriz, que quiso apurar el sacrificio, y adestrarse en tan horrenda como eficaz escuela, Nazarín empezó a sacar muertos de las casas, y los llevaba a cuestas, por no tener angarillas, y los iba dejando sobre la tierra, hasta que estuvieron todos reunidos. La penitente y el pastor cavaban, y el alcalde iba y venía, echando una mano a cualquier dificultad, y encargando que no se hiciera de mogollón, como en las obras municipales, sino todo a conciencia, los cuerpos al fondo, y la tierra bien puesta encima. Ándara se había ido   —204→   a dormir tres horas, pasadas las cuales, se levantaría para que su compañera se acostase otro tanto tiempo. Esto disponía el jefe, para no agotar las fuerzas de su aguerrida meznada.

Y concluidos los entierros, el heroico Nazarín, sin tomar más alimento que un poco de pan y agua de lo que le brindó el alcalde, volvió a las pestilentes casas de los enfermos, a cuidarles, a decirles palabras de consuelo si podían oírlas, y a limpiarles y a darles de beber. Asistió Ándara desde media noche a tres niñas hermanas, que habían perdido a su madre de la misma enfermedad; D. Nazario, a una mujerona, que deliraba horriblemente, y a un mozalbete, del cual decían que era muy guapo, mas ya no se le conocía la hermosura debajo de la máscara horrible que ocultaba su rostro.

Amaneció sobre tanta tristeza, y el nuevo día llevó al ánimo de las dos mujeres un mayor dominio de la situación, y más confianza en sus propias fuerzas. Una y otra creían haber pasado largo tiempo en aquella meritoria campaña; y es que los días crecen en proporción de la cantidad y extensión de vida que en ellos se desarrolla. Ya no les causaban tanto horror las caras monstruosas, ya no temían el contagio, ni sentían tan viva en sus nervios   —205→   y estómago la protesta contra la podredumbre. El médico hizo justicia al celo piadoso de los tres penitentes, diciendo al alcalde que aquel hombre de facha morisca, y sus dos compañeras, habían sido para el vecindario de Villamantilla como ángeles bajados del Cielo. Antes de medio día, sonaron las campanas de la iglesia en señal de regocijo público; y fue que se supo llegaría pronto el socorro enviado desde Madrid por la Dirección de Beneficencia y Sanidad. ¡A buenas horas! Pero en fin, siempre era de agradecer. Consistía la misericordia oficial en un médico, dos practicantes, un comisionado del ramo, y sin fin de drogas para desinfectar personas y cosas. Al propio tiempo que se enteró Nazarín de la feliz llegada de la Comisión sanitaria, supo también que en Villamanta reinaba con igual fuerza la epidemia, y que no se tenía noticia de que el Gobierno mandara allá ningún socorro. Adoptando al instante una resolución práctica, como gran estratégico que sabe dirigir sus fuerzas con la celeridad del rayo al terreno conveniente, tocó a llamada en su reducido ejército; acudieron el ala derecha y el ala izquierda, y el general les dio esta orden del día:

«Al momento en marcha.

-¿A dónde vamos?

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-A Villamanta. Aquí no hacemos falta ya. El otro pueblo está desamparado.

-En marcha. Adelante.

Y antes de las dos, iban a campo traviesa por un sendero que les indicó el pastor de guarros. De los víveres de la Coreja, nada tenían ya, y Ándara no quiso llevar otros de Villamantilla. Las dos mujeres se lavaron en un arroyo, y D. Nazario hizo lo mismo a distancia de ellas. Frescos los cuerpos, contentas las almas, prosiguieron andando, sin más contratiempo que el haber tropezado con unos chicos de las familias fugitivas de Villamantilla, alojadas en miserables chozas en lo alto de un cerro. Los angelitos solían matar el aburrimiento de la emigración, apedreando a todo el que pasaba, y aquella tarde fueron víctimas de este inocente sport, o deporte, Nazarín y los suyos. Al general le dieron en la cabeza y al ala derecha en un brazo. El ala izquierda quiso tomar la ofensiva, disparando también contra ellos. Pero el maestro la contuvo diciendo: «No tires, no tires. No debemos herir ni matar, ni aun en defensa propia. Avivemos el paso, y pongámonos lejos de los disparos de estos inocentes diablillos».

Así se hizo, mas no pudieron llegar de día a Villamanta. Como no llevaban provisiones ni dinero para adquirirlas, Ándara,   —207→   que iba delante, como a cien pasos, pedía limosna a cuantos encontraba. Pero tales eran la pobreza y la desolación del país que nada caía. Tuvieron hambre, verdadera necesidad de echar a sus cuerpos algún alimento. La de Polvoranca se condolía, la de Móstoles disimulaba su inanición, y el de Miguelturra las animaba, asegurándoles que antes de la noche encontrarían sustento en alguna parte. Por fin, en un campo donde trabajaban hombres y mujeres, dando una vuelta a la tierra con el arado, hallaron su remedio, consistente en algunos pedazos de pan, puñados de garbanzos, almortas y algarroba, y además dos piezas de a dos céntimos, con lo cual se creyeron poseedores de una gran riqueza. Acamparon al aire libre, porque Beatriz decía que necesitaban ventilarse bien antes de entrar en otro pueblo infestado. Reuniendo carrasca seca, hicieron candela, cocieron las legumbres, con la añadidura de cardillos, achicorias y verdolagas que Ándara supo escoger en el campo; cenaron con tanta frugalidad como alegría, rezaron, el maestro les dio una explicación de la vida y muerte de San Francisco de Asís y de la fundación de la Orden Seráfica, y a dormir se ha dicho. Al romper el día entraron en Villamanta.

¿Qué podrá decirse de aquel inmenso trabajo   —208→   de seis días, en los cuales, Beatriz llegó a sentir en sí una segunda naturaleza, nutrida de la indiferencia de todo peligro, y de un valor sereno y sin jactancia, Ándara una actividad y diligencia que dieron al traste con sus hábitos de pereza? La primera luchaba con el mal, segura de su superioridad, y sin alabarse de ello, por rutina de la fe desinteresada, y un convencimiento que sostenían las altas temperaturas del alma en ebullición; la segunda por rutina de su amor propio satisfecho y de su pericia bien probada, gustando de alabarse y echar incienso a su egoísmo, como soldado que entra en combate movido de las ambiciones del ascenso. ¿Y de Nazarín qué puede decirse, sino que en aquellos seis días fue un héroe cristiano, y que su resistencia física igualó por arte milagroso a sus increíbles bríos espirituales? Salieron de Villamanta, por la misma razón que habían salido de Villamantilla, o sea la llegada del socorro del Gobierno. Satisfechos de su conducta, inundada la conciencia de una claridad hermosa, la certeza del bien obrar, hicieron verbal reseña de su doble campaña, permitiéndose la inocente vanagloria de recontar los enfermos que cada cual asistiera, los que habían salvado, los cadáveres a que dieron sepultura, con mil y mil episodios patéticos   —209→   que serían maravilla del mundo si alguien los escribiera. Pero nadie los escribiría ciertamente, y sólo en los archivos del Cielo constaban aquellas memorables hazañas. Y en cuanto a la jactancia con que las enumeraron y repitieron, Dios perdonaría de fijo el inocente alarde de soberbia, pues es justo que todo héroe tenga su historia, aunque sea contada familiarmente por sí mismo.

Se encaminaron a un pueblo, que no sabemos si era Méntrida o Aldea del Fresno, pues las referencias nazarinistas son algo obscuras en la designación de esta localidad. Sólo consta que era un lugar ameno, y relativamente rico, rodeado de una fértil campiña. Próximo a él, vieron sobre una eminencia las ruinas de un castillo; las reconocieron, y hallaron en ellas lugar propicio para instalarse por unos días, y hacer vida de recogimiento y descanso, pues Nazarín fue el primero que encareció la necesidad de reposo. No, no quería Dios que trabajasen de continuo, pues urgía conservar las fuerzas corporales para nuevas y más terribles campañas. Dispuso, pues, el jefe que se acomodara la partida en las ruinas de la feudal morada, y que allí atenderían a la reparación conveniente de sus agotadas naturalezas. El sitio era en verdad hermosísimo, y desde él se descubría en gran extensión la   —210→   feraz vega por donde serpea el río Perales, huertas bien cultivadas, y preciosos viñedos. Para llegar arriba, había que franquear empinadísima cuesta; pero una vez en lo alto, ¡qué deliciosa soledad, qué puro ambiente! Creíanse en mayor familiaridad con la Naturaleza, en libertad absoluta, y como águilas lo dominaban todo, sin que nadie les dominase. Elegido el lugar de las ruinas donde aposentarse debían, bajaron al pueblo a mendigar, y les fue muy bien el primer día: Beatriz recogió algunos cuartos, Nazarín lechugas, berzas y patatas, y Ándara se procuró dos pucheros y un cántaro para traer agua.

«Esto sí que me gusta -decía-. Señor, ¿por qué no nos quedamos siempre aquí?

-Nuestra misión no es de sosiego y comodidad -replicó el jefe-, sino de inquietud errabunda y de privaciones. Ahora descansamos; mas luego volveremos a quebrantar nuestros cuerpos.

-Y sabe Dios si nos dejarían estar aquí -indicó Beatriz-. El pobre no tiene casa fija en ninguna parte, y como el caracol, siempre la lleva consigo.

-Pues yo, si me dejaran, labraría un pedacito de esta ladera -dijo Ándara-, y plantaría algo de patata, cebolla y coles para el gasto de casa.

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-Nosotros -declaró Nazarín-, no necesitamos propiedad de tierra, ni de cosa alguna que arraigue en ella, ni de animales domésticos, porque nada debe ser nuestro; y de esta absoluta negación resulta la afirmación de que todo puede venir a nuestras manos por la limosna.

Al tercer día, la de Polvoranca fue al río a lavar unas piezas de ropa, y cuando regresó al castillo, bajó Beatriz por agua, hecho vulgarísimo que no puede pasar sin mención en esta verídica historia, porque de él se derivan otros hechos de indudable importancia y gravedad.




ArribaAbajo- III -

Al anochecer, subía la moza por la enriscada pendiente con tal agitación en su alma, y en sus piernas tan grande flojedad, que hubo de quitarse el cántaro de la cabeza, y sentarse en el suelo, para cobrar aliento. ¿Qué le había pasado en la fuente del pueblo, situada entre la espesura de una chopera próxima al río? Pues ocurrió un hecho inesperado, de absoluta insignificancia en la vida total, mas para Beatriz de una gravedad extrema, uno de esos hechos que en la vida individual equivalen a un cataclismo, diluvio,   —212→   terremoto o fuego del cielo. ¿Qué era?... Nada, ¡que había visto al Pinto!

El Pinto fue su amor y su tormento, el burlador de su honra, el estímulo de sus esperanzas, el que había despertado en su alma ensueños de ventura, y despechos ardientes. Y cuando ella había conseguido, si no olvidarle, ponerle en segundo término en su pensamiento, cuando con aquel ascetismo y las saludables guerras de la caridad había conseguido curar el mal profundo de su alma, se le presentaba el indino, para quitarle toda su cristiandad, y precipitarla otra vez en los abismos. ¡Maldito Pinto, y maldita la hora en que a ella se le ocurrió bajar a la fuente!

Esto lo pensaba en aquel descanso que se tomó a la mitad de la cuesta. Aún creía estarle viendo, en su aparición súbita a dos pasos de la fuente, cuando ya ella volvía con el cántaro lleno en la cabeza. Él la llamó por su nombre, y ella echó mano al cántaro, que tambaleándose, estuvo a punto de caerse. La impresión fue tal que se quedó como muerta en pie, y no podía moverse ni articular palabra.

«Ya sabía que andabas por aquí, mala cría -le había dicho él, las manos metidas en los bolsillos de la chaquetilla o blusa, el aire jaquetón, la voz dura, mezcla extraña de enojo   —213→   y desprecio-. Ya te vi ayer, ya te vi bajar al pueblo con un prójimo harapiento que parece el moro de los dátiles, y una mujer más fea que Tito... ¿Qué vida haces, loca? ¿Con qué zarrupas andas? Bien te dije que te habías de ver perdida, pidiendo limosna, como una callejera vergonzante o sin vergüenza... y así ha salido. Ya sé, ya sé, grandísima puerca, que te escapaste de Móstoles, con ese que diz que es apóstol y que echa los mesmos demonios con la santiguación del misal, y viceversa los vuelve a meter.

-¡Pinto, Pinto, por Dios -había respondido ella recobrando al fin el uso de la palabra- déjame en paz! Yo concluí contigo y con el mundo. No me hables, sigo mi camino.

-Espérate un poco... siquiera por la educación, mujer. ¿Semos o no semos personas cabales? Oye: yo siempre te quiero. Descalza y hecha un ánima del Purgatorio, como estás, te quiero, Beatriz. La ley es la misma. ¿Sabes lo que te digo? Que no te perdono el alternar con ese fantasma... ¿Quieres volverte conmigo a Móstoles?

-No, de ninguna manera.

-Piénsalo, Beatriz; yo te mando que lo calcules, mujer. Mira que me darías que sentir. Yo, verbigracia, te quiero; pero ya sabes que gasto un genio muy bravo. Es mi ley. He   —214→   venido a este pueblo con Gregorio Portela y los dos Ortiz a comprar ganado para el matadero de Madrid, y viceversa tenemos que volvernos allá mañana a la noche. En el mesón del tío Lucas, ¿sabes? te espero mañana en todo el día para estar contigo en particular, y que hablemos de nuestra comenencia... Que vayas, Beatriz.

-No iré; no me esperes.

-Que vayas te digo. Ya sabes que yo cuando digo lo que digo, lo digo... diciéndolo, quiere decirse, como el que sabe hacer lo que dice.

-No me esperes, Manuel.

-Que vayas... Por la cuenta que te tiene, Beatriz, no seas terca, y arrepara en tu honor, que está tirado como una alpargata vieja por los caminos. Vas y hablamos. ¿No vas? Pues a la noche subo con mis amigos al castillo, donde sé que paráis, y pasamos a cuchillo al apóstol y a la apóstola, y a toda la corte infernal de los abismos celestiales... Ea, con Dios. Sigue tu camino.

Esto fue lo que hablaron, y nada más. Muerta de miedo se dirigió la infeliz moza a su salvaje morada, y su temor se aumentaba creyendo sentir tras sí las pisadas de Pinto. No era, no; pero en la obscuridad de la noche creía verle amenazador, bien plantado, eso   —215→   sí, fiero y despótico, dominándola por el terror como por el deleite la dominara antes. Un poco se serenó en el breve descanso que hizo a mitad de la cuesta; pero apartar no podía de su pensamiento el bárbaro mandato de aquel hombre, ni su imagen imborrable, el cuerpo muy derecho, la ropa ceñida, a estilo de torero, la cara muy hermosa, cetrina y bien afeitada, los ojos que despedían lumbre, junto a la boca un lunar de pelo muy rizado, que parecía un borlón.

Al llegar arriba, la primera idea de Beatriz fue contar al beato Nazarín lo ocurrido. Pero un secreto inexplicable impulso, cuyo origen desconocía, la hizo enmudecer. Comprendiendo que no referir el suceso era una falta, la cohonestó con el aplazamiento, y se dijo: «Cuando cenemos se lo contaré». Pero cenaron, y en el momento de romper a decirlo, sentía como si le echaran un candado a su lengua. Era una discreción, una cautela que de las profundidades de su instinto salía, y la infeliz mujer no hallaba en su sinceridad fuerza igual que oponerle.

Y ¡qué casualidad! aunque hablar quisiera con el padre Nazarín no podría. Ved aquí por qué. Uno de los ángulos de la torre principal del castillo permanecía en pie, desafiando siglo tras siglo el furor de las tempestades y   —216→   la injuria del tiempo. Desde lejos parecía un hueso, la mandíbula de un inmenso animal. Componíase de gruesos sillares descarnados, pero bien sujetos uno contra otro, y por un lado formaban lo que de lejos tenía apariencias de encía, al modo de peldaños, por donde no era difícil subir hasta las piedras más altas. En estas había un hueco bastante capaz para acomodarse una persona, y era la mejor atalaya para dominar cielo y tierra. Pues allá trepó Nazarín, y se acostó en las piedras últimas, echando la cabeza para atrás, los pies colgando sobre el abismo. Iluminada por la luna, que ya era llena, su escueta figura, la cabeza, manos y pies aparecían como de una cerámica recocha, recortándose sobre el cielo. Nunca se vio más patente el tipo arábigo que en aquella ocasión y postura. Se le tomaría por un santo profeta, que, buscando el aislamiento en los altos espacios, a donde no llegaran el ruido y las vanidades del mundo, no se creyera seguro hasta no usurpar sus nidos a las cigüeñas, su espigón a las veletas de las torres. Las dos mozas miraron, y le vieron en aquella eminencia, coronado de las estrellas, orando quizás, o dejando volar sus ideas por las inmensidades del cielo para recoger con ellas la verdad.

Beatriz, en tanto, a la tierra miraba con   —217→   los ojos del alma más que con los del cuerpo, y mientras su señor se recreaba en la contemplación del firmamento, y en tender sus ideas por él, ocupando no menos espacio que el de las muchedumbres siderales, ella sostenía en su espíritu una lucha horrenda. Diéranle a curar a todos los leprosos de la tierra, y a los enfermos más inmundos, y lo preferiría a la turbación de aquella interna batalla, y a las probables consecuencias de ella. Desde el pueblo la llamaba una tentación de poderosa virtud magnética, y algo sentía dentro de sí que la mandaba obedecer el reclamo del Pinto. Contarle todo a D. Nazario era lo prudente, lo recto, lo cristiano; pero si se lo contaba no podría ir, y si no se lo contaba y a la cita acudía, ¡adiós gracia, adiós méritos ganados por su alma en aquella vida de penitencia! Pues otra: si no iba, el Pinto cumpliría su terrible amenaza. De modo que el gusto de ir se le acibaraba con la reprobación de su conciencia, y el triunfo de esta, si no iba, sería causa de la muerte de todos. ¿Qué era lo mejor? ¿Ir o no ir? ¡Espantoso dilema! Ni la virtud le valía, pues si sofocaba la pícara tentación que como un rabillo de diablo trazaba ondas de venenoso fuego por todo su ser, si se conservaba buena y honrada, el otro subía, y no dejaba títere con cabeza. Y si bajaba, y   —218→   se perdía para siempre, ¿con qué cara se volvía a presentar al buen Nazarín, y a pedirle que la perdonara? No, no, ¡qué vergüenza! No, no podría volver a verle. Y luego, la infeliz quedaría para siempre sometida al capricho y a las volubilidades de aquel demonio... No, no... Esta idea, este miedo de un porvenir tan vergonzoso como había sido el pasado, la decidió. ¡Gracias a Dios! Sin duda Cristo y la Virgen, a quienes invocó, la oyeron y le inspiraron la buena solución: contar todo a su maestro, y arrostrar las consecuencias de la venganza del Pinto.

Bajó el árabe de su atalaya, fue Beatriz derecha a él con ánimo de revelarle su conflicto, y otra vez sintió el candado en su boca. No dijo nada. Durante la cena, haciendo esfuerzos por vencer su repugnancia de la comida y aparentar serenidad, teníase por la más mala y depravada mujer del mundo. Y mientras rezaban, sentía dificultad para pronunciar las palabras más dulces de la oración dominical. Su mal constitutivo empezó a hacerle guiños en diferentes partes de su cuerpo, y a remover el sedimento dejado en él por los demonios fugitivos... Sintió recónditos instintos de destrozar algo, y luego pánico indecible. Tuvo que actuar sobre sí con toda su voluntad, o la parte de ella disponible,   —219→   para no saltar, para no salir de estampía, aullando como las fieras, o precipitarse por aquellos despeñaderos hasta caer deshecha en el fondo del valle. Felizmente, no llegó a estos extremos, y consiguió encadenar sus nervios, y contener el rebelado mal, invocando para que la auxiliasen, a la Virgen María y a todos los santos de su devoción. Al acostarse, se sintió más tranquila y con ganitas de llorar.

Como en aquel local anchuroso tenían habitaciones de sobra, o sea multitud de huecos muy abrigados y con independencia, las dos hembras se acostaron en una alcoba, y en otra, separada de la primera por gruesos muros, el benditísimo Nazarín, que no tardó en coger un sueño sosegado. La de Móstoles, en cambio, no podía dormir, y tantas vueltas dio en la cama, y tan angustiosos eran sus ayes, suspiros y exclamaciones de pena, como si a solas hablara, que Ándara hubo de desvelarse también, y la interrogó. Picotearon, y palabra tras palabra, la curiosidad hurgando la confianza, al fin Beatriz contó el caso a su compañera, sin omitir sus horribles dudas y tentaciones.

«Nada, cantas claro, y que D. Nazarín lo sepa todo -dijo Ándara-. ¡Pues mira que si el bruto de Pinto sube aquí y nos mata! Capaz   —220→   es. ¿Y quién habrá de defendernos, si somos unos pobretes que no valemos nada en el mundo? Nuestro santo lo dirá... Con este, no hay cuidado. Verás cómo saca de su cabeza alguna cencia para que, sin hacer tú maldades, los tres salvemos la pelleja».

Charlando estuvieron hasta la madrugada, en que rendidas del cansancio, quedáronse dormidas. Cuando despertaron, ya hacía más de una hora que Nazarín se había encaramado en su atalaya para ver salir el sol.

Ándara dijo a su compañera: «Llámale, y cuando baje se lo cuentas».

Entonces Beatriz, inundada de un gozo inefable, reconoció que había caído de su boca el candado que la impidiera revelar al maestro su desdicha; sintió libres las palabras, antes esclavas de un mal pensamiento, y no queriendo esperar a que Nazarín bajara, le llamó con grandes voces: «Señor, señor, baje, que tengo que hablarle.

-Allá voy -respondió el clérigo, saltando por los sillares-; pero no tengas prisa, mujer, que tiempo hay. Ya sé para qué me quieres.

-¿Cómo lo sabe si aún no lo he dicho?

-No importa. Ea, ya me tienes aquí. Con que ¿decías que...? Hija, gracias a Dios que hablas. A ti te pasó algo ayer.

  —221→  

-Pero, señor, ¿cómo lo sabe? -preguntó Beatriz asombrada.

-Yo me entiendo.

-¿Acaso lo adivinó? ¿Usted sabe lo que no ha visto, lo que no han dicho?

-A veces sí... Según quien sea la persona a quien le pasa lo que no veo.

-¿Pero de veras, adivina?...

-Esto no es adivinar... es... saber...




ArribaAbajo- IV -

-¿Oyó usted anoche, desde su dormitorio, lo que hablamos Ándara y yo?

-No, mujer. Desde mis aposentos no puede oírse nada. Además, dormí profundamente. Es que... Anoche, cuando rezábamos, noté que te equivocabas, que te distraías, tú que jamás te distraes ni te equivocas. Luego observé en tus miradas un cierto temor... Comprendí que en el pueblo, al bajar por agua, habías tenido un mal encuentro. Hablaba tu cara casi tan claramente como lo habría hecho tu boca. Y después... bien lo dice tu rostro... hubo temporal fuerte en tu alma, rayos y truenos. Estas borrascas o luchas de las pasiones no se pueden disimular: sus estragos son patentes, como en la Naturaleza los destrozos causados por el huracán. Has luchado...   —222→   Satanás te tocó en el corazón con su dedo tiznado del hollín de los infiernos, y después te lo pasó por toda tu pobre humanidad. Los ángeles quisieron defenderte. Tú no les dabas todo el terreno que necesitaban para la batalla. Dudaste, dudaste mucho antes de decidir a quién darías el terreno, y por fin...

Beatriz rompió a llorar amargamente.

«Llora, llora hasta que te vuelvas toda agua, que esa es la señal de que los ángeles ganaron la batalla. Por hoy estás triunfante. Dispón bien de tu alma para que otra vez no vuelvas a verte en tales apreturas. El mal te tenderá nuevas redes. Fortalécete para no caer en ellas».

Poco más necesitó decir la dolorida para poner en conocimiento de Nazarín la historia de su encuentro con el Pinto, y el conflicto moral que fue su consecuencia. Entre lágrimas y suspiros lo fue contando todo, y agregó que su conciencia le daba ya las seguridades de no volver a pecar ni aun con el pensamiento; que las horribles dudas no volverían a trastornarla, ni el Demonio a ponerle encima mano ni dedo. Ándara no podía dejar de meter su cuchara en aquello, como en todo, y oficiosamente dijo: «Pues ya que esta escapó de tan feas tentaciones, escapemos nosotros del cuchillo de ese maldito, que tan cierto   —223→   como me llamo Ana, lo es que el Pinto viene acá esta noche con sus matarifes, y a los tres nos degüella.

-Sí, sí -añadió Beatriz- La fuga nos salva. Podemos bajarnos muy quedito por esta otra parte del cerro, que está cubierta de carrascas, y nadie nos ve. Luego nos escabullimos por aquel monte, y cuando llegue la noche ya estaremos a tres o cuatro leguas de distancia, y que venga a buscarnos ese pillo.

-Y que lo hará como lo dice- ¡Buen punto está ese y los que vienen con él! Vámonos, señor.

-Señor, vámonos sin tardanza.

-¡Huir..., huir! ¿Pero sois tontas, o habéis perdido el juicio? -dijo Nazarín sereno y sonriente, después que las dejo desahogar su miedo-. ¡Huir nosotros, huir yo! ¿y de quién? Huyen los criminales, no los inocentes. Huyen los ladrones, no los que carecen de toda propiedad, y entregan cuanto poseen a quien lo necesite. ¿Y por qué esa fuga? ¡Porque un hombre soberbio y despechado ha dicho que viene a matarnos! Que venga en buena hora. Bien sé que por nuestra humildísima condición, la justicia humana no se cuidaría mucho de ampararnos. Pero la divina, la eterna Justicia que así se manifiesta arriba como abajo, lo mismo en los hechos culminantes   —224→   que en los hechos menudos, ¿había de dejarnos indefensos? Poca fe tenéis en la Justicia, poca fe en la protección tutelar de Dios Omnipotente, cuando así tembláis, porque un villano nos amenace. ¿No sabéis que los débiles son los fuertes, como los pobres de solemnidad son los verdaderos ricos? No, hijas mías, no está bien en nosotros la fuga, ni hemos de entregar las fortalezas de nuestras conciencias, que siempre han de ser invencibles, y para esto forzoso es que no temamos ni las persecuciones, ni los ultrajes, ni los martirios, ni la muerte misma. Venga, pues, el tiranuelo que pretende degollarnos, ¿No hay más que inmolar a gente indefensa y que no hace mal a nadie? De veras os digo, hijas mías, que si conforme viene ese desdichado por instigación de Satanás, viniera el propio Satanás en persona seguido de toda la patulea de los diablos más malos y feroces, yo no le tendría miedo ni me movería de este sitio. No tembléis, y aquí esperaremos esta noche a esos señores sicarios, que vienen de parte de Herodes a reproducir en nuestro siglo la degollación de los inocentes.

-Pero no sería malo -manifestó Ándara, cuyo amor propio y guerreros instintos se enardecían con las palabras del maestro-, que nos preparáramos y nos surtiéramos de   —225→   armas. ¡Peregrinos, a defenderse! Yo, aunque sea con el cuchillo de pelar las patatas, algo he de hacer, para que vean esos granujas que no se deja una descabezar tan fácilmente.

-Yo no tengo más que mis tijeras, que ni cortan ni pinchan -dijo Beatriz.

Y Nazarín, sonriendo, agregó: «Ni tijeras ni puñales, ni escopetas certeras ni cañones terroríficos necesitamos, pues tenemos mejores y más eficaces armas para todos cuantos enemigos pueda desatar el Infierno contra nosotros. Estad, pues, tranquilas, y no dejéis vuestros quehaceres habituales en todo el día. Si hay que bajar por agua, que vaya Ándara, y tú, Beatriz, te quedas aquí. Haced como si nada ocurriera, ni nada temierais, y que vuestros corazones estén alegres como vuestras conciencias sosegadas.

Ambas se tranquilizaron con estas palabras, y a Beatriz se le disipó el neurosismo que desde la tarde anterior le amargara. Después del desayuno ocupáronse en diversos menesteres: la una remendaba la ropa, la otra preparaba pucheros para la comida, o recogía leña en el monte cercano. Por la tarde bajó Ándara, estuvo en la iglesia, recorrió todo el pueblo pidiendo limosna, y no le fue mal. En una casa le dieron pan duro en abundancia,   —226→   y en otra un huevo, y en diversas partes cuartos y hortalizas. Después fue a llenar su cántaro a la fuente, y se volvió a su castillo cuando empezaba a cerrar la noche. Ningún mal encuentro tuvo, y una sola de las personas que hablaron con ella le dijo algo que la inquietó. ¿Qué persona era esta? Ahora lo sabremos.

Las dos veces que ella y Beatriz habían estado en la iglesia con Nazarín, vieron en ella al más feo, deforme y ridículo enano que es posible imaginar. Era también mendigo, y en la calle le encontraban, siempre que ejercían la mendicidad. Entraba y salía el tal en las casas ricas y pobres, como Pedro por la suya, y en todas era objeto de chacota y befa. Le arrojaban los mendrugos de pan para verlos rebotar en su cabeza enorme; le daban los andrajos más grotescos para que en el acto se los pusiera; le hacían comer mil cosas inmundas, a cambio de dinero o cigarros, y los chicos del pueblo tenían con él un Carnaval continuo. Iba el pobre a la iglesia para descansar de aquel ajetreo fatigoso de su popularidad, y allí se estaba a las horas de misa o de rosario, arrimado a un banco, o al pie de la pila de agua bendita. La primera impresión que producía al verle era la de una cabeza que andaba por sí, moviendo dos piececillos   —227→   debajo de la barba. Por los costados de un capisayo verde que gastaba, semejante a las fundas que cubren las jaulas de machos de perdiz, salían dos bracitos de una pequeñez increíble. En cambio, la cabeza era más voluminosa de lo regular, feísima, con una trompa por nariz, dos alpargatas por orejas, unos pelos lacios en bigote y barba, y ojuelos de ratón que miraban el uno para el otro, porque bizcaban horriblemente. Su voz era como la de un niño, el habla bárbara y maliciosa. Le llamaban Ujo, palabra que no se sabe si era nombre o apellido, o las dos cosas juntas.

Los que entraban en la iglesia, sin tener noticia de aquella lastimosa equivocación de la Naturaleza, quedábanse aterrados, viendo avanzar a tres cuartas del suelo una cabeza de gigante, y creían que era algún demonio escapado del retablo de las Ánimas benditas. Tal creyó Beatriz al verle por primera vez, y sus gritos alarmaron a la media docena de beatas que en el templo había. Ándara se echó a reír, enzarzándose con él en chicoleos. Desde entonces quedaron amigos, y siempre que se veían se saludaban: «¿Cómo va?...». «No tan bien como tú... ¿Y la familia, buena?».

Parecía que no; pero era un buen hombre, mejor dicho, un buen enano o un buen monstruo,   —228→   el pobre Ujo. Como que una tarde dio a Beatriz dos naranjas, fruta rara en aquel país, y a la otra tres fresas, y un puñado de guisantes de lo mucho que él sacaba dejándose embromar de todo el mundo. Y les dijo que si estuvieran por allí en tiempo de la uva, él les daría cuantos racimos quisieran. Inútil es decir que Ujo conocía uno por uno a todos los habitantes del pueblo, y a cuantos lo frecuentaban en días de mercado, pues era como parte integrante del pueblo mismo, como la veleta de la torre, o el escudo del Ayuntamiento, o el mascarón del caño de la fuente. No hay función sin tarasca, ni aldea sin Ujo. Pues aquella tarde, después de saludar a Ándara en la iglesia, sostuvo con ella el siguiente diálogo:

«¿Y tu compañera?

-Allá quedó.

-¡Qué guapa es, caraifa!... Y diz que favorece... Oye, caraifa, que miréis lo que hacéis, vos los del castillo, y lo mejor que haríais era dirvos de aquí, que en el pueblo hay unos matarifes, caraifa, que vos conocen, y diz que tú, la fea, como diz, fuiste allá mesmamente pública, y quillotra, la guapa, tuvo lo que tuvo con Manolito, el sobrino de la Vinagre, que es de acá, y a él le apellidan el Pinto. Y diz que tú y ella, y quillotro, ese que   —229→   paice un público moro, vos ajuntáis para la ratería... No, si ya sé que es mentira; pero lo diz, y el cuento es que de esta que traéis no saldrá cosa buena, caraifa... Yo que tú, me quedaba; y que se jueran ellos, quillotros... Hazlo, Ándara; yo te estimo... Aquí que no nos oyen, te diré que te estimo, Ándara... El otro día, cuando te di el huevo, ¿te acuerdas? iba a decirte: «Ándara, te estimo»; pero no me atreví, caraifa. ¿Quiés otro huevo? ¿Quiés unos pocos de chicharrones?...

La moza no le dejó concluir, y escapó a la calle. ¡Vaya que decirle aquellas cosas en la iglesia! ¡Maldito nano! Pero si las noticias de la malquerencia del Pinto y de la opinión de ladrones que en el pueblo tenían, la llenaba de inquietud y zozobra, la declaración que le espetó Ujo en lugar sagrado, delante del Señor Santísimo y de las imágenes benditas, la movió a risa. ¡Vaya con el renacuajo indecente, hombre empezado, y persona sin concluir! ¡Ni que fuera ella una monstrua como él! ¡Que la estimaba! ja, ja... ¡Vaya con el feo, jediondo!

Cuesta arriba, hacia el castillo, se olvidó de la grotesca declaración para no pensar más que en el peligro; pero en aquellas frescas y despejadas alturas, la vista grata de sus compañeros despejó su ánimo del miedo, y acordándose de la cara que ponía Ujo cuando se   —230→   declaraba, no podía tener la risa. Contó que le había salido un novio en la santísima iglesia, y al decir que era el nano, D. Nazario y Beatriz rieron también, y con estas cosas pasaron agradablemente el tiempo 3 hasta la hora del rezo y la cena, que fue divertida porque nadie se quería comer el huevo, y en vista de las tres negativas, acordaron rifarlo. Así se hizo, y le tocó a Beatriz, que tampoco por designación de la suerte admitía la preferencia, y al final el maestro resolvió el problema, partiéndolo en tres pedazos, o porciones iguales.

Avanzaba la noche, y la luna iluminaba espléndidamente los altos cielos. Subió el moro a su atalaya, desde donde miraba más que al firmamento a la tierra, y lo mismo hacían las dos mozas, asomadas a un resto de saetera, temerosas y vigilantes. Desde lo alto del descarnado paredón que semejaba una mandíbula, Nazarín trataba de quitarles el miedo con palabras alegres y hasta jocosas. Ave mística, recorría los espacios de lo ideal, sin olvidar la realidad, ni el cuidado de sus polluelos. En los flancos del monte, silencio profundísimo reinaba, turbado a ratos por gemidos del viento acariciando los carcomidos muros, o por el revuelo de alimañas nocturnas que en la maleza, o entre las rocas del cimiento vivían.

  —231→  

Aunque el jefe de la comunidad penitente conservaba su animo sereno, resolvió que velaran los tres toda la noche, para que no tuvieran que despertarles los carniceros. Nada ocurrió hasta las doce, hora en que creyeron sentir ruido de gente en la base del monte, ladrar de perros... Sí, alguien subía. Pero los que fuesen estaban aún muy lejos. Después cesó el ruido como si se retiraran, y a la media hora sonaba más fuerte, bien determinado ya, como conversación de tres o cuatro personas que empezaban a franquear la cuesta.

Don Nazario bajó de su torreón para observar de más cerca, y a poco de estar los tres en acecho, notaron que no se veía bien el valle. Se levantaba una nieblecilla que poco a poco se iba espesando, y nada de lo de abajo pudo distinguirse, porque la claridad de la luna formaba, al difundirse en la niebla, una opacidad lechosa. Las voces se oían más de cerca.

En menos de un cuarto de hora, la neblina creció en intensidad y extensión, subiendo hasta envolver en su vago cendal como un tercio del cerro. Las voces se alejaban. Media hora más, y la evaporación cubría la mitad de la eminencia. La cúspide quedaba libre, y los que estaban en ella, creíanse en un inmenso bajel flotando en un mar de algodón. Las voces se perdieron.



  —232→  

ArribaAbajo- V -

Ordenándoles que se acostaran, Nazarín se quedó en vela, y estuvo en oración hasta el amanecer, de cuya belleza no pudo disfrutar por causa de la neblina. A las ocho, aún parecía el valle cubierto del manto vaporoso, y cuando Ándara y Beatriz salieron de sus gazaperas, alabaron a Dios por aquel bendito socorro enviado tan a tiempo para salvarles, porque indudablemente los infames asesinos quisieron subir, y la obscuridad blanca les cerró el camino. Recomendoles Nazarín que no empleasen contra nadie, ni aun contra sus mayores enemigos, calificativos de odio; lo primero que les enseñaba era el perdón de las ofensas, el amor de los que nos hacen mal, y la extinción de todo sentimiento rencoroso en los corazones. El Pinto y compinches serían malos o no. Esto, ¿quién lo sabía? Allá se entendieran con el Juez Supremo. Ellas no debían juzgarles, no debían pronunciar contra ellos palabra injuriosa, ni aun en el caso de verles blandiendo el cuchillo para matarlas. «Y por último, hijas mías, paréceme que prolongamos demasiado esta holganza que la fatiga nos impuso. Mañana hemos de seguir nuestra peregrinación, y hoy, último día que   —233→   pasaremos en esta feudal vivienda, saldremos a recorrer toda la orilla izquierda del río hasta aquellas aldeas que desde aquí se divisan».

A poco de decir esto, oyeron una voz que subía, entonando un alegre cantar. Miraron y no veían a nadie; pero las dos mozas conocieron aquella voz, aunque no recordaban a quién pertenecía. Por fin, entre unos matojos distinguieron una cabeza carnavalesca, que ascendía por la montaña. «¡Si es Ujo, mi novio! -exclamó Ándara riendo-. Aquí viene el chiquitín del mundo... Ujo, prenda, nano mío, caraifa. ¿Dónde te has dejado el cuerpecico? No vemos más que tu cabeza».

Cuando llegó arriba no podía respirar el pobre monstruo. Doblando las piernas, asentó sobre ellas su casi invisible cuerpo, y sobre este irguió la cabezota. Como no tenía cuello, su barba casi tocaba las tetillas. Traía gorra de soldado, y la funda verde de jaula de perdiz. Sentado abultaba poco menos que un pie.

«¿Quieres comer algo, Ujito gracioso? -le dijo la moza-. ¿Qué traes por acá?

-Na más que el aquel de decirte que te estimo, caraifa.

-Y yo a ti más, coquico, caracol de la casa. ¿Te has cansado? ¿Quieres pan?

-No; traigo. Y pa ti este, que es de flor y huevo... Toma. Hola, señá Beatriz; tío Zarín,   —234→   Dios les guarde... Pues vengo a decirvos que vos vaigáis... Anoche salieron pa subir acá el Pinto y quillotros; pero por mor de la neblija se golvieron. No vedían, caraifa. Hoy se han dido con el vacuno... mucha res, caraifa. Al toque de la primera misa, se jueron... Pero no penséis que estéis seguros, caraifa. Anda el run de que hay latrocinio... ¡Mentira! Yo te estimo, Ándara... Pero desapartaos de la Guardia civila, pues diz que diz que si vos coge, vos lleva como relincuentes públicos y criminales, caraifa.

Nazarín le respondió que ellos no eran delincuentes, y que si la Guardia por tales los tomaba, pronto se desengañaría, por lo cual ni escapaban, ni dejarían de permanecer donde no estorbasen a nadie. El nano, sin prestar gran atención a esta negativa, tiró a Ándara de la falda para llevarla aparte, y le dijo: «Se vaiga el moro con la mora, y quédate tú, fea, que a ti por fea no te cogen, y yo te estimo... ¿No sabes que te estimo, Ándara? ¿Qué diz? ¿Que más feo yo? Caraifa, por eso. Tú fea, tú pública, yo te estimo... Es la primera vez que estimo... y eso dende que te vi, caraifa».

Las risotadas de la moza atrajeron a los otros, y el pobre Ujo, corrido, no hacía más que decir: «Dirvos, dirvos de aquí, y si no, veráislo... Latrocinio, Guardia civila...

  —235→  

-El nanito me estima. Dejarlo que lo diga... Es mi novio, ¿verdad? Pues claro que me quedaré contigo, con mi galápago de mi alma, con mi coquito. Di otra vez que me estimas. A una le gusta...

-Sí, te estimo -repitió Ujo rechinando los dientes al notar que Beatriz le miraba burlona-. Manque rabien, te estimo, caraifa.

Y echó a correr. Ándara le despedía con fuertes voces, y él enfurruñado y dándose golpes en el cráneo bajó, mas bien parecía que rodaba, sin mirar a los tres habitantes del castillo. Los cuales una hora después descendían por la parte opuesta al pueblo, y se encaminaban por la margen izquierda del Perales, aguas abajo. Pasaron por donde este se junta con el Alberche, y a poca distancia de la confluencia vieron a unos labradores que estaban cavando viñas. Nazarín les propuso ayudarles, por una limosnica, y si nada les daban, trabajarían lo mismo, siempre que lo consintiesen. Los labradores, que parecían gente acomodada y buena, entregaron a Nazarín una azada, a Beatriz otra, y a la de Polvoranca un mazo para desterronar. Uno de ellos cogió del suelo su escopeta, y a los pocos tiros que disparó en un matorro cercano, cobró tres conejos, de los cuales ofreció uno a los penitentes.

  —236→  

«Señor -le dijo Nazarín-, esta viña le dará a usted un buen Agosto».

Una de las mujeres trabó conversación con Beatriz, en un rato de descanso, y le preguntó si Nazarín era su marido, y como respondiese que no, y que ninguna de las dos era casada, se hizo muchas cruces en la cara y pechos. Luego quiso averiguar si eran gitanos, o de esos que andan por los pueblos componiendo sartenes... ¿Eran ellos los que el año anterior estuvieron allí con un oso encadenado por la ternilla, y un mico que disparaba la pistola? Tampoco; pues entonces, ¿qué demonches eran? ¿Pertenecían a la cristiandad, o a alguna seta idólatra? Respondió Beatriz que por cristianos a macha-martillo se tenían, y que no podía decir más. Otra de las mujeres, muy adusta, receló que los desconocidos vagabundos hicieran mal de ojo a una niña encanijada y dormilona que en brazos llevaba. Hubo entre todos ellos secreteo, y al fin, el de la escopeta llamó a Nazarín para decirle: «Buen hombre, tenga esta perra y el gazapo, y lárguense de aquí, que la Ufrasia se malicia que le embrujan la niña».

Sin oponer observación alguna a esta cruel despedida, se retiraron callados y humildes. «Soportemos la humillación en silencio, hijas mías, y consolémonos mirando a nuestras conciencias».   —237→   Más allá encontraron a otros hombres limpiando una charca o poceta, que servía de abrevadero, y que el último temporal había llenado de fango, raíces y materias arrastradas de próximos albañales. Brindose Nazarín a trabajar, y su oferta fue aceptada. Mandáronle meterse hasta la rodilla en la charca negra, y Ándara hizo lo mismo, recogiéndose las enaguas hasta media pierna. Con cubos que el uno daba al otro y este a un tercero, fueron vaciando aquel fétido betún mezclado de sustancias en putrefacción, y los otros ayudaban con palas. Beatriz saltó dando chillidos, al sentir que una culebra de a vara se le liaba en un pie. Felizmente no era venenosa. Hubo risas, jarana, cazaron al ofidio, y por fin el abrevadero quedó agotado en hora y media, y los penitentes recibieron perra grande y chica por su penoso trabajo.

Fueron al río a lavarse las piernas de aquella inmundicia, y cuando regresaban ya limpios a coger el camino, viéronse sorprendidos por dos hombres de muy mala traza, caras famélicas y amarillas, las ropas hechas jirones, que salieron de un espeso matorral, y con voces descompuestas les dieron el alto. Sin más explicaciones, uno de ellos, mostrando descomunal navaja, les intimó a que dejasen allí cuando llevaban, ya fuese moneda, alhaja,   —238→   o cosa de comer. El otro, que debía ser un terrible humorista, les dijo que ellos eran una pareja de la Guardia civil disfrazada, y que tenían encargo del Gobierno de detener a cuantos ladrones encontrasen, quitándoles los objetos robados. La valerosa Ándara quiso protestar; pero Nazarín dispuso entregar todo, pan, perras, gazapo, y los malditos les hicieron además un registro minucioso, por virtud del cual, Beatriz se quedó sin tijeras y la otra sin peine. Y no paró aquí la broma. Después de retirarse, a una orden imperiosa de los bandidos, estos se permitieron la estúpida diversión de apedrearles, infiriéndole a Nazarín una ligera herida en el cráneo, de la cual echó no poca sangre. Hubieron de volver al río, donde las dos mozas le lavaron la cabeza, vendándosela después con dos pañuelos, uno blanco, y encima el grande de cuadros que Beatriz solía llevar a la cabeza. Con aquel turbante nada le faltaba al fervoroso asceta para completar su arábiga figura. Beatriz se puso la gorra de él, y ¡hala para el castillo!

«Me parece -dijo Ándara-, que ha entrado la mala. Hasta ahora todo iba por la buena. Nos daban de comer, nos querían, nos obsequiaban, hacíamos nuestras miajas de milagros en Móstoles, y en Villamanta nos   —239→   portábamos como los santos de Dios. La gente contenta, y bailándonos el agua. Pero ya empiezan a salir los malos números; que esto de lo que a una le pasa un día y otro viene a ser como la lotería pública.

-Cállate, habladora, casquivana -le dijo Nazarín, que fatigado del largo camino y del picor del sol, se sentó a la sombra de unas encinas-. No confundas las divinas disposiciones con la lotería, que es el acaso ciego. Si el Señor nos manda calamidades, Él sabrá por qué. No salga de nuestros labios la más leve queja, ni dudemos un solo instante de la misericordia de Nuestro Padre que está en los Cielos.

Sentose Beatriz junto a él, y la de Polvoranca se puso a buscar por el suelo bellotas. Callaban los tres sombríos y tristes. No se oía más que el zumbido de las moscas del campo entre las encinas. Ándara se alejaba y volvía. La de Móstoles rompió el silencio diciendo a su maestro:

«Señor, me asalta una idea, una idea...

-¿Presentimiento?

-Eso... Pienso que lo vamos a pasar muy mal, que padeceremos.

-También lo pienso yo.

-Si Dios lo quiere, sea.

-Padeceremos, sí, yo más que vosotras.

  —240→  

-¿Nosotras no? Pues no estaría bien. No, nosotras lo mismo, y si a mano viene, más.

-No, dejadme a mí que padezca lo más.

-¿Y es de veras que lo piensa? ¿Lo adivina?

-Adivinar no. El Señor me lo dice en mi interior. Conozco su voz. Tan cierto es, Beatriz, que padeceremos mucho, como que ahora es de día.

Nuevo silencio. Ándara se alejaba inclinándose, y recogía bellotas en su falda.




ArribaAbajo- VI -

Observando al buen Nazarín taciturno y caviloso, él, que siempre las animaba con el ejemplo de su serena actitud, y aun con joviales palabras, Beatriz sintió que en su alma se encendía súbitamente como una hoguera de cariño hacia el santo que las dirigía y las guiaba. Otras veces sintiera el mismo fuego, mas nunca tan intenso como en aquella ocasión. Después, observándose hasta lo más profundo, creyó que no debía comparar aquel estado del alma al voraz incendio que abrasa y destruye, sino a un raudal de agua que milagrosamente brota de una peña y todo lo inunda. Era un río lo que por su alma corría, y   —241→   saliéndosele a la boca, se derramaba fuera en estas palabras:

«Señor, cuando venga ese padecer tan grande, sepa usted que quiero quererle con todo el amor que cabe en el alma, y con toda la pureza con que se quiere a los ángeles. Y si tomando yo para mí el padecer, a usted se lo quitara, lo tomaría, aunque fuera lo más horrible que se pudiera imaginar.

-Hija mía, me quieres como a un maestro que sabe un poquito más que tú, y que te enseña lo que no sabes. Yo te quiero a ti, os quiero a las dos, como el pastor a las ovejas, y si os perdéis os buscaré.

-Prométame, señor -añadió Beatriz en el colmo de su exaltación-, querernos siempre lo mismo, y júreme que, pase lo que pase, no habremos de separarnos nunca.

-Yo no juro, y aunque jurara, ¿cómo había de hacerlo asegurándote lo que pretendes? Por mi voluntad juntos estaremos; pero, ¿y si los hombres nos separan?

-¿Y qué tienen que ver los hombres con nosotros?

-¡Ah! Ellos mandan, ellos gobiernan en todo este reino que está por bajo de las almas. Hace poco vinieron dos pecadores y nos robaron. Otros pueden venir que por la violencia nos separen.

  —242→  

-Eso no será. Ándara y yo no lo consentiríamos.

-No contáis con vuestra debilidad, con vuestro miedo.

-¡Miedo nosotras! Señor, no diga tal.

-Además, vuestro deber es la obediencia, el respeto a todo el mundo, y la conformidad con los designios de Dios.

Acercose Ándara para enseñar las bellotas, y volvió a retirarse. Pasado un breve rato, determinose bruscamente en Beatriz una laxitud intensa. Era como la sedación de aquel espasmo de piadoso amor. Se le cerraban los párpados.

-Señor -dijo a Nazarín-, como anoche no dormimos, tengo sueño.

-Pues duérmete ahora, que es muy fácil que esta noche tampoco duermas.

Con una sencillez y una inocencia propiamente idílicas, Beatriz dejó gravitar su cabeza sobre el hombro de Nazarín, y se quedó dormidita, como un niño en el seno de su madre. El ermitaño andante seguía cabizbajo. Pensando al fin que era hora de regresar al castillo, buscó con los ojos a la otra moza, y la vio sentada, como a treinta pasos, de espaldas a él, caída la cabeza sobre el pecho. «Ándara, ¿qué te pasa?».

La moza no contestó.

  —243→  

-¿Pero qué te pasa, hija? Ven acá. ¿Qué haces? ¿Llorar?

Levantose Ándara y despacio acudió a él, llevándose a los ojos el borde de la falda en que guardaba las bellotas recogidas del suelo.

-Ven acá... ¿qué tienes?

-Nada, señor.

-No; algo tienes tú. ¿Se te ha ocurrido algún mal pensamiento? ¿O es que tu corazón te anuncia desventuras? Dímelo a mí.

-No es eso... -respondió al fin la moza, que no hallaba las palabras propias para expresar su pensamiento-. Es que... Una tiene su amor propio... vamos... su aquel de vanidá... y no le gusta a una... Vamos, lo diré redondo y claro: que usted quiere a Beatriz más que a mí.

-¡Jesús!... ¿Y es eso lo que...?

-Pues no es justo, porque las dos le queremos lo mismo.

-Y yo también a vosotras por igual. ¿Pero de dónde sacas tú que yo...?

-Que a Beatriz le dice usted siempre las cosas más bonitas, y a mí nada... Es que soy muy burra, y ella sabe... tiene gramática... Por eso, es para ella todito el mimo, y a mí: «Ándara, ¿tú qué sabes? No blasfemes...». Ya, ya sé que a mí no me estima nadie más que Ujo...

  —244→  

-Pues ahora no has dicho blasfemia, sino un gran desatino. ¡Querer yo a la una más que a la otra! Si hay diferencia en el modo de tratarlas, diferencia fundada en el natural de cada una, no la hay en el cariño que les tengo. Tonta, ven acá, y si tienes sueño, porque anoche no dormiste, arrímate a mí por este otro lado, y echa también un sueñecico.

-No, que es tarde -dijo Ándara, disipada ya de su displicencia-. Si nos descuidamos, no llegaremos de día.

-De día es ya imposible. Gracias que lleguemos a las nueve... Y esta noche, buena cena: bellotas al natural.

-Aquellos sinvergüenzas nos limpiaron de veras. ¡Ah, si yo les cojo...!

-No injuries, no amenaces... Ea, ya esta se despierta. Vámonos. En marcha.

Antes de las nueve, subían fatigados hacia el castillo, y arriba se tendieron a la fresca. Ninguna molestia les había de ocasionar aquella noche el hacer la cena, porque no tenían más provisiones que las bellotas, las cuales fueron servidas inmediatamente, y devoradas con la salsa de la necesidad más que del apetito. Y cuando empezaban a dar gracias a Dios por la frugal colación que les había deparado, oyeron ruido de voces hacia la base del monte, en la vecindad del pueblo. ¿Qué   —245→   sería? Y no eran dos ni tres los que hablaban, sino mucha, mucha gente. Asomose Ándara a la saetera, y, ¡Virgen Santísima! no sólo oyó el ruido más tumultuoso, sino que vio un resplandor como de hoguera, que subía, subía también con las voces.

«Viene gente -dijo a sus compañeros, poseída de pánico-. Y traen hachos, o teas encendidas... Oigan el murmullo...

-Vienen a prendernos -balbució Beatriz, a quien se comunicaba el terror de su compañera.

-¿A prendernos? ¿Por qué? En fin, pronto lo sabremos -dijo D. Nazario-. Sigamos rezando, que lo que fuere sonará.

Él rezaba, porque su enérgica voluntad a todo sentimiento se sobreponía; pero ellas, azoradas, inquietas, temblorosas, no hacían más que correr de aquí para allá, y tan pronto pensaban huir como gritar pidiendo socorro... ¿pero a quién, a quién? El cielo no tenía trazas aquella noche de querer defenderlos, ocultándolos con una gasa de niebla.

Y el tumulto subía con el siniestro resplandor de los hachos. Ya se oían las voces más claras, y risas y chacota; ya se entendían algunas palabras. Venían hombres, mujeres y chiquillos, y estos eran los que alumbraban con manojos de escajo seco, dándose   —246→   y quitándose la lumbre, con algazara de noche de San Juan.

«¿Pero qué? -murmuró Nazarín sin levantarse del suelo-. ¿Contra estas tres pobres criaturas, manda la autoridad un ejército?».

Al llegar arriba la alborotada muchedumbre, las dos mujeres vieron la pareja de Guardia civil. Ya no quedaba duda.

«Vienen por nosotros.

-Pues aquí estamos.

-Señores Guardias -dijo Ándara-, ¿vienen en busca nuestra?

-A ti, y al moro Muza -replicó uno que debía ser el alcalde, riendo, como si la libertad o prisión de gente tan humilde fuera cosa de broma.

-¿En dónde está ese morito, que quiero verlo? -vociferó un tío muy zafio, y muy gordo, destacándose del primer grupo.

-Si el que buscan soy yo -dijo Nazarín todavía en el suelo-, aquí me tienen.

-Eh, buen amigo -dijo otro muy flaco-; mal aposentado está Su Reverencia morisca en este castillo. Véngase a la cárcel.

Y diciéndolo le dio un fuerte puntapié.

«¡So cobarde! -gritó Ándara, inflamada en súbita cólera y saltando hacia él como un tigre-, so canalla, ¿no ve que es humilde y se deja coger?».

  —247→  

Y con el cuchillo de pelar patatas le asestó tan tremendo golpe, que si el arma tuviera filo y punta, lo pasara mal aquel gaznápiro. Así y todo, le rasgó la manga de la blusa, y del brazo le sacó una tira de pellejo. Abalanzose la multitud rugiente sobre la brava moza, que fue defendida por la Guardia civil. Pero con tan nerviosa furia forcejeaba, que tuvieron que atarla. En esto sintió que le tiraban de la falda, y vio la cabeza andante de Ujo, que se escabullía por entre las piernas de los civiles.

«Esto vos pasa por no hacer lo que diz, caraifa. Pero te estimo, verás que te estimo.

-Quítate allá, jediondo -replicó Ándara, y le escupió en la cara.

Nazarín se había levantado, y con la mayor serenidad les dijo: «¿A qué tanto ruido por prender a tres personas indefensas? Llévenos adonde gusten. ¡Ay, mujer, qué mal has hecho! Para que Dios te perdone, pídele perdón a este señor a quien has herido.

-¡Perdón de caraifa!

Ciega de ira, ardiendo en sanguinario frenesí, no sabía lo que hacía.

En marcha todo el mundo. Delante iba Ándara atada, rugiendo y llevándose las manos a la boca para morder la cuerda; detrás el maestro y Beatriz sueltos, rodeados de gente   —248→   curiosa, impertinente y cruel. Los civiles apartaban a la multitud. El hombre gordo, que iba junto a Nazarín, se permitió decirle: «¿Con que príncipe moro... príncipe moro desterrado...? ¡Y se trae todo su serrallo, concho!».

El alcalde, que iba por el otro lado, junto a Beatriz, echose a reír groseramente, corrigiendo la frase de su amigo: «Tan moro es este como mi abuelo. Y a esta sultana la conozco yo de Móstoles».

Beatriz y D. Nazario no contestaban... ni mirar siquiera. Por la cuesta abajo, siguió la chacota y el escándalo. Más parecía aquello bullanga de Carnaval, que prendimiento de malhechores. Como se apagaron los hachos, tropezaban mujeres y chiquillos, caían y se levantaban, y la cabeza de Ujo fue rodando en una de las vueltas. Risotadas, cantos, dicharachos, todo era señal de fiesta para un pueblo en que las ocasiones de divertimento eran muy raras. Conceptuaban algunos el caso como una broma, y habrían deseado que llegaran todos los días moros descarriados que prender o cazar. La entrada en el pueblo fue lo mejor de la función, porque todo el vecindario salió a las puertas de las casas a ver a los misteriosos delincuentes reclamados por el juez de Madrid. Volvieron los chicos a encender   —249→   los escajos o aliagas secas, y el humazo asfixiaba. Ándara, extenuada de fatiga, cesó al fin, en su vana protesta. Los otros dos presos aceptaban con silenciosa resignación su desgracia.

Llamaban cárcel a una cuadra con rejas, en la parte baja del Ayuntamiento. Se entraba por un patio. Despejó la Guardia civil la puerta, y los presos fueron llevados a una sala, donde desataron a Ándara. El alcalde, a quien la desmedida importuna afición a las bromas no privaba de sentimientos humanitarios, les dijo que les prepararía de cenar, y llevando a Nazarín a una estancia próxima, no menos destartalada y mísera que el aposento destinado a la custodia de presos, sostuvo con él el diálogo que a continuación puntualmente se transcribe.




ArribaAbajo- VII -

«Siéntese usted. Tengo que hacerle algunas preguntas.

-Me siento. Usted dirá.

-Pues delante de todo ese gentío, no he querido avergonzarle. Le tienen a usted por moro. ¡Cosas del pueblo sin ilustración! Y ello es que lo parece, con esa cara propiamente africana, esa barba en pico, y ese turbante.   —250→   Pero yo sé que no es usted moro, sino cristiano, al menos de nombre. Y hay más: no lo pensara, sino lo dijera el oficio mandándome detenerle: es usted sacerdote.

-Sí señor, y me llamo Nazario Zaharín, para servir a Dios, y a usted.

-Por consiguiente, declara usted ser el D. Nazario Zaharín que reclama el juez de la Inclusa. ¿Y aquella feona es la que llaman Ándara?

-La que ha venido atada. La otra se llama Beatriz, y es natural de Móstoles.

-¡A quién se lo cuenta! Si la conozco. El Pinto es primo mío.

-¿Qué más?

-¿Le parece poco? Pero venga acá, y hablemos ahora como amigos -dijo el alcalde, quitándose el ancho pavero y poniéndolo sobre la mesa, en la cual un farol alumbraba por igual la cara regocijada y reluciente del uno, y la mustia y ascética del otro-. ¿Le parece a usted que está bien que un señor eclesiástico ande en estos trotes... descalzo por los caminos, acompañado de dos mujeronas..., vamos, de Beatriz no digo... ¿pero la otra?... ¡Por Dios, señor cura de mi alma! Allá, supongo que su abogado le defenderá por loco, porque por cuerdo no hay cristiano que le defienda, ni ley que no le condene.

  —251→  

-Creo estar en mi sano juicio -contestó serenamente Nazarín.

-Eso se verá. Yo creo que no. ¡Claro; usted cómo ha de conocer que está loco! ¡Pero, por Dios, padre Zaharín, echarse a una vida de vagabundo, con ese par de pencos...! Y no lo digo por la religión mismamente; que todos, el que más y el que menos, si decimos que creemos, es por el buen parecer, y por el respeto a lo establecido... Dígolo por su propia conveniencia, y por el miramiento de la sociedad, en estos tiempos de ilustración. ¡Un sacerdote andar así!... ¡Pues no le acusan de nada en gracia de Dios! Que ocultó en su casa a esa zarandaina, cuando dio de puñaladas a otra pública como ella, que después entre los dos pegaron fuego a un edificio, o finca urbana particular... Y por fin de fiesta, se echan a los caminos, usted de apóstol, y ella de apóstola, y se dedican a embaucar a la gente, curando enfermos con salutaciones de agua potable, resucitando difuntos fingidos, y echando sermones contra los que tenemos algunos posibles... ¡Ay, ay, señor sacerdote, y sostiene que no está loco! Dígame: ¿cuántos milagros ha hecho por esta jurisdicción? Oí que usted amansó al león de los leones, el señor de la Coreja... Tenga confianza conmigo, que yo no he de hacerle ningún mal, ni he de vender   —252→   sus secretos. Cuénteme, y no repare en que soy alcalde, y usted un mero procesado. De esa puerta para adentro no hay más que dos sujetos de buena sombra: un alcalde muy campechano y muy francote, y un curita corretón que va a contar ahora mismo sus aventuras apostólicas y mahometanas... pero con franqueza... Espérese: mandaré que nos traigan unas copas.

-No, no se moleste -dijo Nazarín, deteniendo el movimiento del alcalde-. Oiga mi respuesta, que será breve. Lo primero, señor mío, yo no bebo vino.

-¡Caramba! ¿Ni siquiera una gaseosa? Vea por qué le toman por moro.

-Lo segundo, soy inocente de los delitos que me imputan. Así lo diré al señor juez, y si no me cree, Dios sabe mi inocencia, y eso me basta. Tercero: yo no soy apóstol, ni predico a nadie; tan sólo enseño la doctrina cristiana, la más elemental y sencilla, a quien quiere aprenderla. La enseño con la palabra y con el ejemplo. Todo lo que digo, lo hago, y no veo en ello mérito alguno. Si por esto me han confundido con los criminales, no me importa. Mi conciencia no me acusa de ningún delito. Yo no he resucitado muertos, ni curado enfermos: ni soy médico, ni hago milagros, porque el Señor, a quien adoro y sirvo,   —253→   no me ha dado poder para ello. Con esto concluyo, señor mío, y no teniendo más que decir, haga usted de mí lo que quiera, y cuantas tribulaciones y vergüenzas caigan sobre mí, las acepto resignado y tranquilo, sin miedo y también sin jactancia, que nadie verá en mí ni la soberbia del pecador, ni la vanagloria del que se cree perfecto.

Un si es no es confuso y cortado se quedó el buen alcalde con estas razones, sin duda porque esperaba ver salir al clérigo por el registro de una cínica franqueza, o en otros términos, que bailase al son que él le tocaba. Pero no bailaba, no. Y una de dos: o era don Nazario el pillo más ingenioso y solapado que había echado Dios al mundo, como prueba de su fecundidad creadora, o era... ¿pero quién demonios sabía lo que era, ni cómo se había de discernir la certeza o falsedad de aquellas graves palabras, dichas con tanta sencillez y dignidad?

«Bueno, señor, bueno -dijo el alcalde chancero, comprendiendo que con tal hombre de nada valían las chirigotas-. Pues con tanta conciencia y tanto rigorismo, lo va usted a pasar mal. Véngase a razones, y haga caso de mí, que soy hombre muy práctico, y aunque me esté mal en decirlo, con sus miajas de ilustración; hombre algo corto de latines, pero   —254→   muy largo de entendederas. Aquí donde usted me ve, yo empecé a estudiar para cura; pero no me petaba la Iglesia, por ser yo más inclinado a lo que se ve con los ojos y se toca con las manos, quiero decir, que lo positivo, o sea la ilustración, es mi fuerte. ¿Y cómo he de creer yo que un hombre de sentido, en nuestros tiempos prácticos, esencialmente prácticos, o si se quiere, de tanta ilustración, puede tomar en serio eso de enseñar con el ejemplo todo lo que dice la doctrina? ¡Si no puede ser, hombre; si no puede ser, y el que lo intente, o es loco, o acabará por ser víctima... sí señor; víctima de...!

No sabía concluir la frase. Nazarín no quería discusiones, y le contestó con seca urbanidad:

«Yo creo lo contrario. Tan puede ser, que es.

-Pero venga usted acá -prosiguió el alcalde, que comprendía o adivinaba el poder dialéctico de su contrario, y quiso batirse en regla, apelando a los argumentos que recordaba de sus vanas y superficiales lecturas-. ¿Cómo me va usted a convencer de que eso es posible?... ¡a mí, que vivo en este siglo XIX, el siglo del vapor, del teléfono eléctrico, y de la imprenta! ¡esa palanca...! de las libertades públicas y particulares, en este siglo del progreso,   —255→   ¡esa corriente...! ¡en este siglo en que la ilustración nos ha emancipado de todo el fanatismo de la antigüedad! Pues eso que usted dice y hace, ¿qué es más que fanatismo? Yo no critico la religión en sí, ni me opongo a que admitamos la Santísima Trinidad, aunque ni los primeros matemáticos la comprenden; yo respeto las creencias de nuestros mayores, la misa, las procesiones, los bautizos y entierros con honras, etcétera... Voy más allá, le concedo a usted que haiga... quiero decir, que haya almas del Purgatorio, y que tengamos clero episcopal y cardenalicio, por de contado parroquial también... Y si usted me apura, paso por las bulas... vaya... paso también porque tiene que haber un más allá, y porque todo lo que sea hablar de eso se diga en latín... Pero no me saque usted de ahí, de la consideración que debemos a lo que fue. Yo respeto a la religión, respeto mayormente a la Virgen, y aun le rezo cuando se me ponen malos los niños... Pero déjeme usted con mi tira y afloja, y no me pida que yo crea cosas que están bien para mujeres; pero que no debemos creerlas los hombres... No, eso no. No me toque usted esa tecla. Yo no creo que se pueda llevar a la práctica todo lo que dijo y predicó el gran reformador de la sociedad, ¡ese genio...! yo no le rebajo, no, ¡ese extraordinario   —256→   ser...! Y para sostener que no se puede, razono así: «El fin del hombre es vivir. No se vive sin comer. No se come sin trabajar». Y en este siglo ilustrado, ¿a qué tiene que mirar el hombre? A la industria, a la agricultura, a la administración, al comercio. He aquí el problema. Dar salida a nuestros caldos, nivelar los presupuestos públicos y particulares... que haya la mar de fábricas... vías de comunicación... casinos para obreros... barrios obreros... ilustración, escuelas, beneficencia pública y particular... ¿Y dónde me deja usted la higiene, la urbanización y otras grandes conquistas? Pues nada de eso tendrá usted con el misticismo, que es lo que usted practica; no tendrá más que hambre, miseria pública y particular... ¡Lo mismo que los conventos de frailes y monjas! El siglo XIX ha dicho: «No quiero conventos ni seminarios, sino tratados de comercio. No quiero ermitaños, sino grandes economistas. No quiero sermones, sino ferrocarriles de vía estrecha. No quiero santos padres, sino abonos químicos». ¡Ah, señor mío, el día que tengamos una Universidad en cada población ilustrada, un banco agrícola en cada calle, y una máquina eléctrica para hacer de comer en la cocina de cada casa, ah, ese día no podrá existir el misticismo! Y yo me permito creer... es idea mía...   —257→   que si Nuestro Señor Jesucristo viviera, había de pensar lo mismo que pienso yo, y sería el primero en echar su bendición a los adelantos, y diría: «Este es mi siglo, no aquel... mi siglo este, aquel no».

Dijo, y con su pañuelo de hierbas se limpió el sudor de la frente; que no le había costado poco trabajo echar de sí, con dolores partúricos, aquella larga y erudita oración, con la cual pensaba dejar tamañito al desdichado asceta. Este le miró con lástima; pero como la cortesía y sus hábitos de humildad le vedaban contestarle con el desprecio que a su juicio merecía, se limitó a decirle: «Señor mío, usted habla un lenguaje que no entiendo. El que hablo yo, tampoco es para usted comprensible, al menos ahora. Callémonos».

No era de este discreto parecer el alcalde, a quien supo muy mal que sus bien pensados y medidos argumentos no hicieran ningún efecto en aquel testarudo, socarrón o lo que fuese, y creyó que atacándole con otras armas le sacaría de sus casillas. Era un galápago, a quien había que poner fuego en la concha para obligarle a sacar la cabeza. Pues fuego en él, es decir, la broma insolente, la befa y el escarnio.

«No se incomode, padre, que si lo lleva por lo serio no he dicho nada. Soy un ignorante,   —258→   que no he leído más que las cosas de mi siglo, y no estoy fuerte en teologías. ¿Que es usted santo? Pues yo soy el primero que me quito el sombrero, y le llevo en procesión, si es preciso, arrimando un hombro a las andas. Verá cómo le adora el pueblo; y usted, a buena cuenta, háganos un par de milagros, de los gordos, ¿eh?; multiplíquenos las tinajas, y tráiganos el puente nuevo que está proyectado, y el ferrocarril del Oeste, que es nuestro desiderátum... Y a más de esto, aquí tiene sin fin de jorobados que enderezar, ciegos a quienes dar vista, y cojos que están deseando que usted les mande correr, amén de los difuntos del cementerio, que en cuantico que usted les llame, saldrán todos a dar un paseo por el pueblo y a ver los adelantos que a mí se deben... ¡Vaya con el Jesucristo nuevo... género arreglado! ¡Arderá el siglo cuando se entere de que andamos predicando la segunda salvación del mundo! 'Redenciones públicas y particulares. Precios económicos'. Verdad que ahora le metemos en la cárcel. Camarada, hay que padecer. Pero no le crucificarán: de eso está libre. No se componga, padre, que ahora no se estila ese género de patíbulo, propio del obscurantismo; ni entrará en Madrid montado en burra, sino con la parejita de la Guardia civil; ni le recibirán con palmos, como   —259→   no sea de narices. ¿Y qué religión de pateta es la que nos trae? Calculo que es la mahometana... por eso se ha traído un par de moras... claro, para predicar con el ejemplo...».

Como Nazarín no le hacía ningún caso, ni se irritaba, ni dio a entender que tales bromas le afectasen poco ni mucho, volvió a desconcertarse el bueno del alcaldillo, y adoptando nueva actitud y tonos de familiaridad socarrona, le dio palmadas en el hombro diciéndole:

«Vaya, hombre, no se amilane. Hay que llevar estas cosas con paciencia. Amiguito, esto de echarse a predicar, sobre todo cuando no se da trigo, tiene sus quiebras. Pero no apurarse; que con meterle en una casa de locos, cumple la justicia, y ni azotes le darán, que esto ya no se estila. 'Sacrificios higiénicos, es decir, sin azotes... Pasión y muerte, con chocolate de Astorga...' ja, ja... En fin, mientras esté en esta culta localidad, le trataremos bien, porque una cosa es la ley, y otra la ilustración. Y si por lo que le dijese picó, échelo a broma, que a mí me gusta darlas... Soy, como ha visto, de muy buena sombra... Lo que no quita que me compadezca de su desgracia. Dejo a un lado la vara, y aquí no somos el alcalde y el preso, sino dos amigos muy guasones, un par de peines de muchas   —260→   púas, ¿eh?... Y entre paréntesis, podía el hombre haber escogido moritas de mejor pelo. La Beatriz, pase. ¡Pero la otra...! ¿De dónde sacó esa merluza?... En fin, usted querrá que le demos de cenar».

Sólo a esta última frase contestó Nazarín:

«Yo no tengo gana, señor alcalde. Pero esas pobres mujeres creo que tomarán algún alimento».




ArribaAbajo- VIII -

En tanto, en la cárcel propiamente dicha, las dos mujeres, los dos guardias civiles, y algunas otras personas que se habían colado, entre ellas el gran Ujo, hablaban familiarmente. Beatriz, desde que entraron, llegose a uno de los guardias, alto, buen mozo, de agradable fisonomía militar, y tocándole el brazo le dijo:

«Oye tú, ¿eres el preferente Mondéjar?

-Para servirte, Beatriz.

-¿Me has conocido?

-¡Pues no!

-Yo dudaba, y decía para entre mí: Juraría que este es el preferente Cirilo Mondéjar, que estuvo en Móstoles.

-Yo te conocí; pero no quise decirte nada. Me dio pena verte entre esa gente. Y para   —261→   que lo sepas, contigo no va nada, y tú estás en la cárcel porque quieres. La orden de prisión es para él y la otra. A ti te hemos traído por estar allá. En fin, el alcalde te dirá si te vas o te quedas.

-Diga el alcalde lo que quiera, yo sigo con mis compañeros.

-¿Por tránsitos?

-Por lo que sea, y si ellos entran en la cárcel, yo también. Y si van a la Audiencia, yo con ellos. Y si hay patíbulo, que nos ahorquen a los tres.

-Beatriz, tú estás loca. Te dejaremos en Móstoles con tu hermana.

-He dicho que voy a donde D. Nazario vaya, y que por nada del mundo le abandono en su desgracia. Si yo pudiera, ¿sabes tú lo que haría? Pues tomar para mí todas las penalidades que le esperan, las injurias que han de decirle, y los malos tratos y castigos que ha de recibir... ¡Pero qué distraída estoy, Cirilo! No te había preguntado por Demetria, tu mujer.

-Está buena.

-¡Mucho quiero yo a Demetria! Y dime, ¿cuántos niños tienes ya?

-Uno... y otro que pronto ha de venir...

-Dios te los conserve... Serás feliz, ¿verdad?

  —262→  

-No hay queja.

-Pues mira, no ofendas a Dios, que podría castigarte.

-¿A mí? ¿Por qué?

-Por perseguir a los buenos, y esto de los buenos no lo digo por mí.

-Lo dices por el preso. Nosotros, los guardias, nada tenemos que ver. Eso el juez.

-El juez, y el alcalde, y los guardias, todos sois unos. No tienen conciencia, ni saben lo que es virtud... Y no lo digo por ti, Cirilo, que eres buen cristiano. No perseguirás al escogido de Dios, ni consentirás que los infames le martiricen.

-Beatriz, ¿estás loca, o qué te pasa?

-Cirilo, el loco eres tú, si consientes que tu alma se pierda por ponerte del lado de los malos contra los buenos. Piensa en tu mujer, en tus hijitos, y hazte cuenta de que para que el Señor te los conserve, es preciso que tú defiendas la causa del Señor.

-¿Cómo?

Beatriz bajó la voz, pues aunque los demás presentes rodeaban a Ándara, charlando y riendo al otro extremo de la prisión, temía que la oyesen.

«Pues muy sencillo. Cuando nos lleves presos, te harás el tonto, y nos escaparemos.

-Sí, y a lo tonto os dejaré secos de un tiro.   —263→   Beatriz, no digas disparates. ¿Sabes tú lo que es la Ordenanza? ¿Conoces el Reglamento de la Benemérita? ¡Y a buena parte vienes con esas bromas! Yo no falto a mi deber por nada de este mundo, y antes de deshonrar mi uniforme, consentiría en perderlo todo, la mujer y los hijos. Pone uno su honra en esto, y no es uno, Beatriz, es el Cuerpo... ¡Qué más quisiera uno que tener lástima! Pues no busques en toda la Fuerza un sólo número que la tenga, digo lástima, para cosas del servicio, porque no lo hallarás. El Cuerpo no sabe lo que es compasión, y cuando el alma, que es la Ley, le manda prender, prende, y si le manda fusilar, fusila.

Dijo esto con tan gallarda convicción y sinceridad el buen preferente, y tan claro revelaban sus ojos, su ademán, su acento, el culto fervoroso de la orden de caballería que profesaba, que la moza inclinó su cabeza suspirando, y le dijo: «Tienes razón, no sé lo que digo. Cirilo, no me hagas caso. Cada uno a su religión».

Los curiosos abandonaron el rincón donde estaba Ándara, y se corrieron al lado de Beatriz y el preferente. Junto a la otra no quedó más que Ujo, que en pie alzaba poco más que la cintura de su amiga sentada.

«A lo que diba -le dijo cuando se vio solo   —264→   con ella-. Mal te portéis conmigo, caraifa... Yo pensé que eras más fina, caraifa... Pero manque de fino no ties un pelo, y me has escupitado mismamente en la cara, yo diz que te estimo... Manque me escupites otra vez, te lo diz.

-¿Que yo te escupí? -replicó Ándara jovial, repuesta ya del espasmo de furia-. Sería sin pensar, chiquitín del pueblo, mi coquito, mi nanito gracioso. Es que yo soy así: cuando quiero decir que estimo, escupo.

-¿Quiés más? Pues cuando le pegaites la cuchillada a Lucas, el del mesón... te volvites guapa. Yo miraite, y no te conocéi, caraifa. Porque tú seis fea, Ándara, y por fea y horrorosa te estimo yo, caraifa, y me peleo con la Verba divina por defendeite, recaraifa.

-¡Viva mi renacuajo, mi caracol cabezudito! ¿Has dicho que el tío ese a quien le tiré con el cuchillo es el mesonero?

-El tío Lucas.

-Me dijiste el otro día que vivías en el mesón.

-Pero mudeime ayer, porque una mula me arrimó una coz. Ahora vivo en cas del tío Juan el herrero.

-¡Oh, y qué bien estará mi caracolito en casa del herrero! Pues mira, caraifa: ¿tú dices que me estimas?

  —265→  

-Con alma.

-Pues para que yo te lo crea, vas a traerme de tu casa, de la casa del herrero... lo que yo te diga.

-¿Qué?

-Mucho jierro. Yo quiero jierro... Tú arréglatelas como puedas. Allí habrá de todo. Me traerás clavos... No, clavos no... Sí, sí; un par de clavos grandes, y también un cuchillo bueno; pero que corte, ¿sabes? Y una lima... pero que coma... Te lo traes todo bien guardadito, aquí debajo de tu sayal, y...

Callaron, porque entró Nazarín acompañado del alcalde, y este, echándoselas de hombre benévolo y humanitario, cualidades que no excluían la dominante de la buena sombra, les dijo: «Ahora, estas madamas van a cenar alguna cosita. Conste que la cena es de mi bolsillo, porque en el presupuesto no la hay. Y usted, reverendo Sr. Nazarín, ya que no come, dé un poco de descanso a sus huesos... Señores guardias, el preso nos da su palabra de no intentar escaparse. ¿Verdad, señor profeta? Y ustedes, señoras discípulas, mucho ojo. A bien que tenemos aquí una cárcel que no nos la merecemos, con unas rejas que ya las quisiera el Abanico de Madrid. Total, que como no haya una chispa de milagro, de aquí no salen. Con que... los que han   —266→   venido a curiosear están de más. Despéjenme la cárcel. Ujo, largo de aquí».

Despejaron, y sólo permanecieron allí, además de los desgraciados penitentes, el alcalde y el juez municipal, tratando de la conducta de presos, que era forzoso aplazar un día, para esperar a otros vagabundos y criminales recogidos en la Villa del Prado y en Cadalso. Trajo después el alguacil la cena, que Ándara y Beatriz apenas probaron; el alcalde les dio las buenas noches, los guardias y el alguacil cerraron con ruidoso voltear de llaves y corrimiento de cerrojos, y los tres infelices presos pasaron la primera mitad de la noche rezando, y la otra mitad durmiendo sobre las baldosas. El día siguiente les trajo el consuelo de que muchas personas del pueblo se interesaron por su triste situación, ofreciéndoles comida y ropas que no fueron aceptadas. Ujo se ingeniaba para trepar la reja del patio como una araña, y departía con las dos mozas. Por la noche, llegaron los otros presos que debían ir también a Madrid, a saber: un mendigo viejo, acompañado de una niña, cuya procedencia era objeto de las investigaciones de la justicia, y dos hombres de muy mala facha, en quienes Nazarín reconoció al punto a los vagabundos que les robaron la tarde aquella que precedió a la noche   —267→   de la captura. Ambos se habían escapado de la cárcel de Madrid, en cuya Audiencia les seguían causa, al uno por parricidio, al otro por robo sacrílego. A los cuatro les enchiqueraron en el mismo estrecho local, donde apenas podían revolverse, por lo cual todos deseaban que les sacaran al aire, y diera principio la conducta. Por penosa que esta fuera, nunca lo sería tanto como la aglomeración de cuerpos nada limpios en un obscuro, reducido y malsano aposento.

A la siguiente mañana, tempranito, despachada la documentación, se dispuso la marcha. Presentose el alcalde a despedir a Nazarín, diciéndole con su habitual sorna: «Lo cortés no quita lo valiente, señor profeta; no vea en mí más que el amigo, un ciudadano de buen humor, a quien le hace mucha gracia usted y su cuadrilla, y la sombra con que ha convertido la vagancia en una religión muy cómoda y desahogada... ja, ja... Esto no es ofensa, porque hay que reconocerle el talento, la trastienda... En fin, que el tío es muy largo, pero muy largo, y yo siento que no haya querido clarearse conmigo... Repito que no hay ofensa. ¡Si me ha sido usted muy simpático!... No quiero que se vaya sin que quedemos amigos. Aquí le traigo algunos víveres para que se los lleve en su morral.

  —268→  

-Gracias mil, señor alcalde.

-Y dígame: ¿no quiere algo de ropa, unos calzones míos, zapatos, alpargatas...?

-Infinitas gracias. No necesito ropa ni calzado.

-¡Vaya con el orgullo! Pues crea que es de corazón. Usted se lo pierde.

-Muy agradecido a sus bondades.

-Pues adiós. Sabe que aquí quedamos. Me alegraré que salga en bien, y que siga su campaña. No crea, ya sacará discípulos, sobre todo si el Gobierno sigue recargando las contribuciones... Adiós... Buen viaje... Niñas, divertirse.

Salieron, y como era tan de mañana, poca gente salió a despedirles. Al frente de los curiosos se veía la cabeza oscilante de Ujo, el cual fue dando convoy a la estimada de su corazón hasta donde la debilidad de sus cortas piernas se lo permitía. Cuando tuvo que quedarse atrás, se le vio arrimado a un árbol, con la mano en los ojos.

Los guardias echaron de delanteros a Nazarín y al anciano mendigo. Seguían: la niña de este dando la mano a Beatriz, luego Ándara, y detrás los dos criminales, atados codo con codo; a retaguardia los civiles, fusil al hombro. La triste caravana emprendió su camino por la polvorienta carretera. Iban silenciosos,   —269→   pensando cada cual en sus cosas, que eran ¡ay, tan distintas...! Cada cual llevaba su mundo entre ceja y ceja, y los caminantes o campesinos que al paso les veían formaban de todas aquellas existencias una sola opinión: «Vagancia, desvergüenza, pillería».





  —270→     —271→  

ArribaAbajoQuinta parte


ArribaAbajo- I -

A la media hora de camino, el anciano mendigo, cansado de su taciturnidad, pegó la hebra con D. Nazario.

«Compañero, usted estará hecho a estos viajecitos, ¿eh?

-No señor: es la primera vez...

-Pues yo... me parece que con este llevo catorce. ¡Si las leguas que tengo en el cuerpo fueran monedas de cinco duros...! Y le diré a usted, en confianza: ¿a que no sabe quién tiene la culpa de lo que a mí me pasa? Pues Cánovas... no exagero.

-¡Hombre!

-Lo que usted oye. Porque si D. Antonio Cánovas no hubiera dejado el Poder el día que lo dejó, a estas horas me tenía usted a mí repuesto en la plaza que me quitaron el 42, por intrigas de los moderados, sí señor, mi placita de escribiente con seis mil. Mi ramo era Directas, negociado de Ocultaciones. Pues   —272→   me fastidió D. Antonio con no quedarse un día más: ya estaba extendida la orden para que la firmase Su Majestad... ¡Pero hay tanta intriga...! Como que derribaron al Gobierno para evitar mi reposición.

-¡Qué maldad!

-Aquí donde usted me ve, tengo dos hijas, la una casada en Sevilla con uno que está más rico que quiere; la otra casó con mi yerno, naturalmente, mala persona, y el causante de que todo lo mío esté en pleito... Porque la herencia de mi hermano Juan, que murió en América, y que asciende a unos treinta y seis millones, no exagero, no puedo cobrarla hasta el año que viene, y gracias... Como que entre la curia, el consulado de allá, y mi yerno, lo enredaron por fastidiarme... ¡Ay, qué punto! En el primer cafetín que le puse me gastó seis mil duros, más bien más que menos. Y él fue quien lo convirtió en casa de juego, de donde vino el que yo estuviera seis meses en la cárcel, hasta que se vio mi inocencia, y... Mire usted si es desgracia: el mismo día que iba a salir de la cárcel, tuve una cuestión con un compañero que quiso estafarme treinta y dos mil reales y pico, y allí me tuvieron otros seis meses, no exagero.

Viendo que Nazarín no se interesaba en su historia, lo tomó por otro lado.

  —273→  

«Oí que es usted sacerdote... ¿Es verdad?

-Sí señor.

-Hombre... He visto en mis viajes personas muy diversas. Nunca he visto un señor eclesiástico en la conducta.

-Pues ahora lo ve usted. Ya tiene cosas nuevas y raras que añadir a su historia.

-¿Y por qué ha sido ello, padre? ¿Se puede saber? Algún descuidillo. Le veo en compañía de mujeres, y esto me da mala espina. Sepa que todo el que anda mucho entre faldas, es hombre perdido. Dígamelo usted a mí, que tuve relaciones con una dama principal, de la más alta aristocracia. ¡Ay, qué líos me armó! Entre ella y una marquesa amiga suya me robaron sobre setenta mil duros, no exagero. Y lo peor fue que me procesaron. ¡Mujeres! no me las nombre si no quiere que pierda los estribos. Por una prima de mi yerno, que es horchatera, y tiene amores con un teniente general, me veo yo ahora en este mal paso, porque me dieron esa niña para que la llevara a unos tíos que tiene en Navalcarnero, y los tíos no la quisieron tomar, si no les aseguraba yo que se les condonarían seis años de contribución, no exagero... Todo proviene de las mujeres, alias el bello sexo, por lo cual, compañero, yo le aconsejo que se quite de ellas, y pida perdón al obispo, y no se meta   —274→   más en sectas protestantes y heréticas... ¿Qué dice usted?

-No he dicho nada, buen hombre. Hable usted todo lo que quiera, y déjeme a mí, que nada puedo decirle, porque de fijo no me entendería.

En tanto, Beatriz preguntaba a la niña su nombre y el de sus padres. Pero la infeliz estaba como idiota y no sabía contestar a nada. Ándara se adelantó, con permiso de los guardias, para distraer un poco a Nazarín con su conversación, y el mendigo anciano se arrimó a Beatriz. En el primer descanso, los criminales que iban atados echaban requiebros a las dos mozas con frase descarada y obscena. Almorzaron todos en el suelo, y Nazarín repartió entre sus compañeros lo que el alcalde le había puesto en el morral. Los guardias, a quienes sorprendía la constante dulzura y sumisión del desdichado sacerdote, le convidaron a echar un trago; mas no quiso aceptar, rogándoles que no lo tomasen a desprecio. Debe decirse que si, al principio, la opinión de los dos militares era poco favorable al misterioso preso que conducían, y le tuvieron por un redomado hipócrita, en el curso del viaje, esta creencia se trocaba en dudas acerca de la verdadera condición moral del personaje, pues la humildad de sus respuestas,   —275→   la paciencia callada con que sufría toda molestia, su bondad, su dulzura les encantaban, y acabaron por pensar que si don Nazario no era santo lo parecía.

Dura fue la primera jornada, pues por no hacer noche en Villamanta, que infestada seguía, lleváronles de un tirón a Navalcarnero. Los dos criminales iban dados a los demonios, y llegó el caso de que, tumbados en mitad del camino, se negaron a seguir, viéndose obligados los civiles a emplear el acicate de sus amenazas. El anciano se arrastraba difícilmente, echando pestes de su desdentada boca. Nazarín y sus dos compañeras disimulaban su cansancio, y no proferían queja alguna, a pesar de que las dos mujeres alternaban en llevar en brazos a la niña. Llegaron por fin medio muertos, ya muy entrada la noche. La excelente estructura de la cárcel de Navalcarnero permitió a los guardias descansar en la vigilancia, y los presos, después de recibir su rancho, fueron encerrados, los hombres en una parte, las mujeres en otra, pues allí había buen acomodo para esta separación tan conveniente en la generalidad de los casos. Era la primera vez que el peregrino y sus dos compañeras, que ya la partida llamaba burlonamente las discípulas, y también las nazarinas, se separaban, y si penoso fue para ellas   —276→   el no verle junto a sí, y oírle y platicar de las mutuas adversidades, no fue menor el desconsuelo de él, viéndose obligado a rezar solo. ¡Pero qué remedio había más que conformarse!

Detestable fue la noche para Nazarín, en la obscuridad de aquel encierro, entre desalmados malhechores: pues, a más de sus dos compañeros de viaje, había tres que dieron en cantorrear y decir desvergüenzas, como poseídos de un frenesí de grosería. Enteráronse los que allí estaban, por los otros dos (a quienes llamaremos, a falta de filiación, el parricida y el ladrón sacrílego), del carácter sacerdotal de D. Nazario, y no tardaron entre unos y otros en construirle a su modo una historia de impostor o aventurero religioso. En alta voz hacían comentarios soeces acerca de las ideas diabólicas que, a juicio de ellos, constituían su doctrina, y en cuanto a las mujeres que llevaba consigo, el uno sostenía que eran monjas escapadas de los conventos, el otro que eran tomadoras de las que en las iglesias alivian los bolsillos de las beatas. Los horrores que en su cara dijeron al buen D. Nazarín no son para repetidos. Este le llamaba el Papa de los gitanos, aquel le preguntó si era cierto que llevaba en una botellita polvos venenosos, para echarlos en las fuentes de los pueblos   —277→   y producir la viruela. Entre bromas y veras, acusábale otro de robar niños para crucificarlos en los ritos del culto idolátrico que profesaban, y todos, en fin, le colmaban de indecentes y bestiales injurias. Pero el delirio de aquella estúpida y repugnante bufonada fue que le pidieron que hiciese delante de ellos el simulacro de una misa a estilo infernal, amenazándole con pegarle si al momento no decía el satánico oficio, con arrumacos y latines contrarios y semejantes a los de la misa de Dios verdadero; y mientras el uno se ponía de rodillas con burlescos fingimientos de oración, otro se daba en semejante parte golpes como los que los buenos cristianos se dan en el pecho en señal de contrición, y todos gritaban mea culpa, mea culpa, con feroces aullidos.

Ante tan bestiales irreverencias, que ya no afectaban a su persona, sino a la sagrada Fe, perdió su bendita serenidad el padre Nazarín, y ardiendo en santa cólera se puso en pie, y con arrogante dignidad increpó a la vil canalla en esta forma:

«¡Desdichados, perdidos, ciegos, insultadme a mí cuanto queráis; pero guardad acatamiento a la Majestad de Dios que os ha creado, que os da esa vida, no para que la empleéis en maldecirle y escarnecerle, sino para que   —278→   realicéis con ella actos de piedad, actos de amor a vuestros semejantes! La putrefacción de vuestras almas encenagadas en cuantos vicios y maldades desdoran al linaje humano, sale a vuestras bocas en toda esa inmundicia que habláis, y corrompe hasta el ambiente que os rodea. Pero aún tenéis tiempo de enmendaros, que ni aun para los inicuos empedernidos como vosotros están cerrados los caminos del arrepentimiento, ni secas las fuentes del perdón. No os descuidéis, no, que el daño de vuestras almas es grande y profundo. Volved a la verdad, al bien, a la inocencia. Amad a Dios Vuestro Padre, y al hombre que es vuestro hermano; no matéis, no blasfeméis, no levantéis falso testimonio, ni seáis impuros de obra ni de palabra. Las injurias que no os atreveríais a decir al prójimo fuerte, no las digáis al prójimo desvalido. Sed humanos, compasivos; aborreced la iniquidad, y evitando la palabra mala, evitaréis la acción vil, y como os libréis de la acción vil, podréis libraros del crimen. Sabed que el que expiró en la cruz, soportó afrentas y dolores, dio su sangre y su vida por redimiros del mal... ¡Y vosotros, ciegos, le arrastrasteis al Pretorio y al Calvario; vosotros coronasteis de espinas su divina frente; vosotros le azotasteis; vosotros le escupisteis; vosotros le clavasteis   —279→   en el madero afrentoso! Pues ahora, si no reconocéis que le matasteis y que continuamente matándole estáis, y azotándole y escupiéndole; si no os declaráis culpables, y lloráis amargamente vuestras inmensas culpas; si no os acogéis pronto, pronto, a la misericordia infinita, sabed que no hay remisión para vosotros; sabed, malditos, que os aguardan por toda una eternidad las llamas del Infierno».

Grandioso y terrible estuvo el bendito Nazarín en su corta oración, dicha con todo el fuego y la severa solemnidad de la elocuencia sagrada. En la cárcel no había más claridad que la de la luna que por altas rejas entraba, iluminándole la cabeza y el busto, los cuales, en medio de aquellos pálidos resplandores, adquirían mayor belleza. La primera impresión que el tremendo anatema y el tono y la figura mística del orador produjeron en los criminales, fue de un estupor terrorífico. Quedáronse mudos, atónitos. Pero la intensidad de la impresión no evitó que fuera de las más fugaces, y como el mal tenía tan profunda raíz en su dañadas almas, pronto se rehicieron y recobraron su perversidad. Oyéronse otra vez los soeces insultos, y uno de los bribones, el que hemos convenido en llamar el Parricida, que era el más bravucón o   —280→   insolente de todos, se levantó del suelo, y como si orgulloso quisiera sobrepujar con su barbarie la barbarie de los otros bandidos, se llegó a Nazarín, que continuaba en pie, y le dijo: «Yo soy mesmamente el obispo de pateta, y te voy a confirmar. Toma».

Diciendo «toma» le dio tan fuerte bofetón, que el débil cuerpo de Nazarín rodó por el suelo. Oyose un gemido, articulaciones guturales del infeliz caído y ultrajado, que quizás fueron roncos anhelos de venganza. Era hombre, y el hombre en alguna ocasión había de resurgir en su ser, pues la caridad y la paciencia, aunque profundamente arraigadas en él, no habían absorbido todo el jugo vital de la pasión humana. Tan terrible como breve debió ser la lucha sostenida en su voluntad entre el hombre y el ángel. Oyose otra vez el gemido, un suspiro arrancado de lo más hondo de las entrañas. La canalla reía. ¿Qué esperaban de Nazarín? ¿Que airado se revolviera contra ellos, y les devolviese, si no golpes, porque no podía contra tantos, injurias y denuestos iguales a los suyos? Por un momento pudo creerse así, al ver que el penitente se incorporaba, alzándose primero sobre las rodillas, bajando la barba hasta el suelo, con el pecho en tierra, como un gato que acecha. Por fin levantó el busto, y volvió a salir   —281→   el suspiro arrancado, como de un tirón, de las profundidades toráxicas 4.

La respuesta al ultraje fue, y no podía menos de serlo, entre divina y humana.

«Brutos, al oírme decir que os perdono, me tendréis por tan cobarde como vosotros... ¡y tengo que decíroslo! ¡amargo cáliz que debo apurar! Por primera vez en mi vida, me cuesta trabajo decir a mis enemigos que les perdono: pero os lo digo, os lo digo sin efusión del alma, porque es mi deber de cristiano decíroslo... Sabed que os perdono, menguados, sabed también que os desprecio, y me creo culpable por no saber separar en mi alma el desprecio del perdón.




ArribaAbajo- II -

«Pues por el perdón, toma -le dijo otra vez el Parricida, pegándole, aunque menos fuerte.

-Y por el desprecio, toma.

Y todos, menos uno, cayeron sobre él, y le golpearon, entre risas burlescas, en la cara, en el cráneo, en el pecho y hombros. Más que crueldad y saña, revelaba aquella acometida en conjunto una burla pesada y brutal, de gente zafia, porque los golpes no eran fuertes, aunque sí lo bastante para poblar de cardenales   —282→   el cuerpo del infeliz sacerdote. Este, luchando en su interior con más bravura que la primera vez, invocando a Dios fervientemente, llamando a sí todo el vigor de sus ideas, y atizando el fuego de piedad que ardía en su alma, se dejó pegar, y no articuló protesta ni lamento. Cansáronse los otros de su infame juego, y le dejaron tendido, exánime sobre las losas. Nazarín no profería palabra alguna: oíase tan sólo su fatigosa respiración. Los criminales callaban también, como si en sus almas se determinara una reacción de seriedad contra las bárbaras y descomedidas burlas. Esa mezcla siniestra de risa y cólera que caracteriza las chanzas brutales, a veces sangrientas, de los criminales empedernidos, suelen tener un rechazo de melancolía negra. En la pausa que se produjo, no se oía más que el ardiente respirar de Nazarín, y los formidables ronquidos del mendigo anciano, que dormía con angélico y profundísimo sueño, ajeno a todas aquellas trifulcas. Soñaba quizás que ponían en sus manos los treinta y seis millones de su hermano de América.

El primero que rompió con palabras la pausa silenciosa fue Nazarín, que se incorporó con todos los huesos doloridos, y les dijo: «Ahora, sí; ahora... con vuestros nuevos ultrajes, ha querido el Señor que yo recobre   —283→   mi ser, y aquí me tenéis en toda la plenitud de mi mansedumbre cristiana, sin cólera, sin instintos de odio y venganza. Conmigo habéis sido cobardes; pero en otras ocasiones habréis sido valientes, y hasta héroes, que también hay héroes en el crimen. Ser león no es cosa fácil; pero es más difícil ser cordero, y yo lo soy. Sabed que os perdono de todo corazón, porque así me lo manda Nuestro Padre que está en los Cielos; sabed también que ya no os desprecio, porque Nuestro Padre me manda que no os desprecie, sino que os ame. Por hermanos queridos os tengo, y el dolor que siento por vuestras maldades, por el peligro en que os veo de perderos eternamente, es un dolor tan vivo, y de tal modo dolor y amor me encienden el alma, que si yo pudiera, a costa de mi vida, conseguir ahora vuestro arrepentimiento, sufriría gozoso los más horribles martirios, el oprobio y la muerte».

Nuevo silencio, más lúgubre que el anterior, porque los ronquidos del anciano ya no se oían. Pasado un breve rato, de aquella expectación solemne, que era como el fermentar de las conciencias removidas, agitándose y revolviéndose sobre sí mismas, salió una voz. Era la del criminal que llamamos el Sacrílego, el único que en los insultos y acometidas al pobre clérigo andante había permanecido mudo   —284→   y quieto. Habló así, sin moverse del rincón en que yacía tumbado:

«Pues yo digo que esto de afrentar y dar de morradas a un hombre indefenso, no es de caballeros, ¡vaya! y digo más, digo que no es de personas decentes, y si me pinchan, os declaro que es propio de canallas y granujas. Ea, si a alguno le pica, que se rasque, pues a poner los ajos en su lugar nadie me gana. Lo justo, justo es, y lo que se ve con las razones naturales debe decirse. Con que... ya lo saben, y saben también que mantengo lo que digo, aquí o en donde quiera.

-Cállate, poca lacha -dijo uno del grupo levantisco-, que ya te conocemos. ¡Vaya con la defensa que le sale al Papa-moscas!

-Sale porque le da la gana, y a mucha honra -manifestó el otro con sombría calma, levantándose-. Porque, aunque malo, siempre defendí al pobre, y nunca le pegué al caído, y cuando he visto a uno con hambre, me he quitado el pan de la boca. La necesidad lleva a un hombre a ser lo que somos; pero el quitar algo de lo ajeno no estorba para la compasión.

-Cállate, fulastre, que no tienes alma más que para ofender a tus amigos -le dijo el Parricida-, y siempre tiras a lo santurrón. Por algo no haces tú más que raterías de iglesia,   —285→   en lo que no se expone la pelleja, porque las imágenes no dicen nada cuando ven que les quitan la plata, y el Santísimo Copón y la Custodia se dejan coger sin decir Jesús. Mala pata, desagradecido, ¿qué sería de ti sin nosotros?¡Y viene aquí a pintarla de guapo y temerón!... ¡Cállate pronto, si no quieres que...!

-Echa, echa bravatas, ahora que no tenemos armas. Así eres tú siempre. Pero yo quiero verte fuera, en terreno libre, y con manos y cuerpos libres, para decirte que ofender y castigar a un pobre sin defensa, que es bueno y pacífico de su natural y con nadie se mete, no lo hacen más que los cobardes como tú, ¡mal hijo, mal hermano, animal, que no naciste de hombre y mujer!

Fuéronse uno sobre otro con igual furia, y los demás corrieron a separarles.

«Déjenmele -gritaba el Parricida-, y le arranco de un bocado el corazón».

Y el otro: «Chillas porque sabes que no te dejan... Siempre que quieras, te saco a paseo todas las entrañas, que ni los cuervos las quieren».

Y plantándose en medio del calabozo con aire arrogante y provocativo, prosiguió así:

«Ea, caballeros, a callar, y oigan lo que les digo. Sepan y entiendan todos que a este   —286→   buen hombre que está aquí, yo le defiendo, lo mismo que si fuera mi padre; sepan que entre tantos pillos, desalmados y ladrones, hay un ladrón decente, que como tiene alma de hombre cristiano, se pone de parte de este que calla cuando le insultáis, que aguanta cuando le maltratáis, y que en vez de ofenderos os perdona. Y para que se enteren y rabien, les digo también que este hombre es bueno, y yo por santo le declaro, y aquí estoy yo para responder a todo el que lo ponga en duda. A ver, pillería, ¿hay alguien que me niegue lo que digo? Que salga el que lo niegue, y si salen todos a la vez, aquí estoy».

Con tan enfática entereza hablaba el Sacrílego, que los otros no chistaron, y espantados, miraban su rostro, que a la claridad de la luna confusamente se distinguía. Algunos, los menos fieros, empezaron a evadir la cuestión con chirigotas. El Parricida, mordiéndose los labios, masticaba palabras soeces y amenazadoras. Echándose en el suelo como un perro indolente, tan sólo dijo: «Alborota, niño, alborota, para que entren los guardias, y me echen a mí la culpa, como siempre, y paguemos justos por pecadores.

-Tú eres el que alborota, mala sangre -dijo el Sacrílego paseándose a lo largo, dueño ya del terreno-. Escandalizas porque sabes   —287→   que los guardias siempre me echan la culpa a mí de todas las camorras... Lo dicho, dicho: este buen hombre es un santo de Dios, y yo lo sostengo delante de toda la canalla del mundo, un santo de Dios, abran las orejas y oigan, un santo de Dios, y el que le toque el pelo de la ropa, se verá conmigo aquí y en donde quiera.

Oyeron al fin los civiles el escándalo, y desde la estancia próxima, abrieron para imponer silencio.

«Es una broma, guardias -dijo el Parricida-. De ello tiene la culpa el clérigo maldito, que se mete a predicarnos, y no nos deja dormir.

-No es verdad -afirmó con resolución el Sacrílego- El clérigo no es culpado, ni ha hecho lo que este dice. El que predicaba soy yo.

Con cuatro ternos, y la amenaza de predicar con las culatas de los fusiles, calló toda la pillería, y un silencio disciplinario reinó en la prisión. Mucho después de esto, cuando ya el Parricida y consortes dormían con estúpido sueño, pesada sedación de su barbarie, Nazarín se echó donde antes había estado el Sacrílego. Este se le puso al lado, sin hablar con él, como si un respeto supersticioso le atara la lengua. Adivinó esta confusión el sacerdote, y le dijo:

  —288→  

«Dios sabe cuánto te agradezco tu defensa. Pero no quiero que te comprometas por mí.

-Señor, lo hice porque me salió de dentro -replicó el ladrón de iglesias-. No me lo agradezca, que esto no vale nada.

-Has sentido compasión de mí; te has indignado por la crueldad con que me trataban. Esto significa que tu alma no está toda viciada, y si quieres aún puedes salvarte.

-Señor -afirmó el otro con aflicción sincera-. Yo soy muy malo, y no merezco ni tan siquiera que usted hable conmigo.

-¿Tan malo, tan malo eres?

-Mucho, muchísimo.

-A ver, a ver: ¿cuántos robos has hecho? ¿Habrán sido... cuatrocientos mil?

-No tantos... En sagrado nada más que tres, y uno de ellos de cosa poca, nada... una vara de San José.

-¿Y muertes? ¿Habrán sido ochenta mil muertes?

-Dos nada más, una por venganza, pues me ofendieron: otra porque me acosaba el hambre. Éramos tres los que...

-Las malas compañías no han traído al mundo cosa buena. Y qué, ¿al mirar para atrás y representarte tus delitos, sientes satisfacción de haberlos cometido?

-No señor.

  —289→  

-¿Los miras con indiferencia?

-Tampoco.

-¿Sientes pena?

-Sí señor... A veces un poquito de pena nada más... Vienen los otros, y pensando todos en cosas malas, la penita se me borra... Pero otras veces la pena es grande... y esta noche, grandísima.

-Bien. ¿Tienes madre?

-Como si no la tuviera. Mi madre es muy mala. Por robo y muerte de una criatura, hace diez años que está en el presidio de Alcalá.

-¡Anda con Dios! ¿Qué familia tienes?

-Ninguna.

-¿Y te gustaría variar de vida... no ser criminal, no tener ningún peso sobre tu conciencia?

-Me gustaría... pero uno no puede... Le arrastran... Luego la necesidad...

-No pienses en la necesidad, ni hagas caso de ella. Si quieres ser bueno, basta con que digas: quiero serlo. Si abominas de tus pecados, por tremendos que estos sean, Dios te los perdonará.

-¿Está seguro de eso, señor?...

-Segurísimo.

-¿Es de verdad? ¿Y qué tengo que hacer?

-Nada.

  —290→  

-¿Y con nada se salva uno?

-Nada más que con arrepentirse y no volver a pecar.

-No puede ser tan fácil, no puede ser. Y penitencia... tendré que hacer mucha.

-Nada más que soportar la desgracia, y si la justicia humana te condena, resignarte, y sufrir tu castigo.

-Pero me mandarán a presidio, y en presidio aprende uno cosas peores que las que sabe. Que me dejen libre, y seré bueno.

-En la libertad, lo mismo que en la condena, podrás ser lo que quieras. Ya ves: en la libertad has sido malísimo. ¿Por qué temes serlo en la prisión? Padeciendo se regenera el hombre. Aprende a padecer, y todo te será fácil.

-¿Me enseñará usted?

-Yo no sé que harán de mí. Si estuvieras conmigo te enseñaría.

-Yo quiero estar con usted, señor.

-Es muy fácil. Piensa en lo que te digo, y estarás conmigo.

-¿Nada más que pensarlo?

-Nada más. Ya verás qué fácil.

-Pues pensaré.

Cuando esto decían, penetraba por las altas rejas la luz del alba.



  —291→  

ArribaAbajo- III -

Y mientras en el departamento de hombres se desarrollaba la tumultuosa escena descrita, en el de mujeres todo era paz y silencio. Estaban solas Ándara y Beatriz con la niña, y las primeras horas las pasaron hablando del mal sesgo que iban tomando las cosas en aquella campaña mendicante; pero ambas se conformaban con la adversidad, y por ningún caso se separarían del hombre bendito que las había tomado por compañeras de su vida meritoria. Hicieron mil conjeturas de lo que pasaría. Lo que a Beatriz mayormente apenaba era tener que pasar por Móstoles, y el bochorno de que la vieran allí entre guardias civiles, como una criminal. Grande era su desprecio de toda vanidad; pero la prueba a que el Señor la sometía resultaba enormísima, y necesitaba de todo su cristiano valor y de toda su fe para salir airosa de ella. Dicho esto rompió a llorar, derramando un río de lágrimas, y la otra procuraba consolarla sin poder conseguirlo.

«Tú estás libre. Y puedes decir a los guardias que no vas a Móstoles, y quedarte, para juntarnos luego.

-No, que esto es cobardía, y contravenir   —292→   lo que él tantas veces nos ha dicho. ¡Huir de las tribulaciones, nunca! Grande amargura es entrar en mi pueblo; pero mayor sería para mí que D. Nazario me dijera: «Beatriz, pronto te cansas de llevar la cruz»; y es seguro que me lo diría. Y más quiero todo lo malo que me pueda pasar en Móstoles, que oírle que me diga eso. Yo acepto la vergüenza que me espera, y que Dios me la tome en cuenta y descargo de mis pecados.

-¡Tus pecados! -dijo Ándara- Vamos, no desageres. Los míos son más, muchos más. Si yo me pusiera a llorarlos como tú, mis lágrimas serían tantas que podría echarme a nadar en ellas. Tiempo tiene una de llorar. ¡Yo he sido mala, pero qué mala! Mentiras y enredos no se diga, levantar falsos testimonios, insultar, dar bofetadas y mordiscos..., luego, quitarle a otra el pañuelo, la peseta o algo de más valor... y por fin, los pecados de querer a tanto hombre, y del vicio maldito.

-No, Ándara -replicó Beatriz sin tratar de contetener su llanto-, por más que tú quieras consolarme así, no puedes. Mis pecados son peores que los tuyos. Yo he sido mala.

-No tanto como yo. Vaya, que no consiento que te quieras hacer peor que yo, Beatriz. Mira que más malas y más perras que yo ha habido pocas, estoy por decir ninguna.

  —293→  

-No, no, he pecado yo más.

-¡Quia! ¡Que te limpies...! Dime: ¿tú has pegado fuego a una casa?

-No; pero eso no es nada.

-¿Pues qué has hecho tú? Bah. Querer al Pinto... ¡Valiente cosa!

-Y más, más... ¡Si una pudiera volver a nacer...!

-Haría lo mismo que ha hecho.

-¡Ah! lo que es yo no; yo no lo haría.

-Yo pondría más cuidado, caraifa; pero no respondo... La verdad, ahora me pesa de todas las maldades y truhanerías que hice; pero como hemos de padecer tanto, porque así nos lo dice él, como no tenemos más remedio que aguantar y sufrir las crujías que vengan, yo no lloro, que tiempo habrá de llorar.

-Pues yo sí, yo sí -dijo Beatriz inconsolable-; yo lloro por mis culpas, ¡ay! la mar de ofensas a Dios y al prójimo. Y pienso que, por mucho que llore no es bastante, no es bastante para que tantísima culpa me sea perdonada.

-¿Pues qué ha de hacer Dios más que perdonarte, si de mala que eras te has vuelto buena como los ángeles?... Yo sí tengo que juntar a Roma con Santiago para que me perdone Dios. Mira, Beatriz, en mí la maldad está metida muy adentro: cuando estábamos   —294→   en el castillo, yo tenía envidia de ti, porque a mi parecer, él te quería más que a mí. Gran pecado es ser envidiosa, ¿verdad? Pero después que nos prendieron, y cuando vi que tú, libre, venías con nosotros, y querías ser tan prisionera y tan criminal como nosotros, se me quitó aquella mala idea; cree, Beatriz, que ya se me quitó, que te quiero de corazón, y que tus penas las tomaría yo para mí.

-Como yo para mí las tuyas.

-Pero no quiero que llores tanto; que las culpas feas que cometimos, yo más que tú, con estos trabajos y estas afrentas las estamos purgando. Yo no lloro..., porque mi natural es otro que el tuyo. Tú eres blanda, yo soy dura; tú no haces más que querer, querer y querer, y yo digo que bueno será el afligirse y el tragar hieles, cuando él lo dice; pero yo pienso que también debe uno defenderse de tanto pillo.

-No digas tal... El defensor es Dios. Dejar a Dios que defienda.

-Sí, que defienda. Pero Dios le ha dado a una manos, le ha dado a una boca. ¿Y para qué sirve la boca sino para decirle cuatro frescas al que no confiese que nuestro Nazarín es un santo? ¿Para qué tenemos las manos si con ellas no metemos en cintura a los que le maltratan? ¡Ah! Beatriz, yo soy muy guerrera;   —295→   es mi natural de nacimiento. Créelo porque yo te lo digo: la verdad con sangre entra, y para que todos crean en la bondad de él y le confiesen por santo bendito, hay que dar algunos palos. Vengan trabajos y miserias; bueno. Pero la injusticia, y oír que dicen lo que es falso, a mí me pone como una leona. Y no es que una no sepa ser mártira, como la más pintada, cuando llegue el caso; pero ¿no es un dolor ver que llevan preso, entre asesinos, al que no ha hecho más delincuencia que consolar al pobre, curar al enfermo, y ser en todo un ángel de Dios y un serafín de la Virgen? Pues yo te juro, que si él me dejara, había de hacer alguna muy gorda, y con poquita ayuda que yo tuviera, le pondría en libertad, y metería debajo de un zapato a guardias, jueces y carceleros, y a él le sacaría en volandas, diciendo: «Aquí está, el que sabe la verdad de esta vida y la otra el que no pecó nunca, y tiene cuerpo y alma limpios como la patena, el santo nuestro y de todo el mundo cristiano y por cristianar».

-¡Oh! adorarle, sí; pero eso que dices de meternos en guerra, Ándara, eso no puede ser. ¿Qué valemos nosotras? Y aunque valiéramos. Ya sabes lo que reza el mandamiento: «no matar». Y no se debe matar ni a los enemigos,   —296→   ni hacer daño a ninguna criatura de Dios, ni aun a los más criminales.

-Por mí, por mi defensa, yo no levanto el gallo. Ya me pueden matar a pedradas y degollarme viva: no chisto. ¡Pero por él, que es tan bueno...! Créelo, porque yo te lo digo. La gente no entiende la verdad, si no hay alguien que sacuda de firme a los que tienen romas las entendederas.

-Matar, no.

-Pues que no maten ellos...

-Ándara, no seas loca.

-Beatriz, ser tú muy santa; déjame a mí, que maneras de salvarse muchas tiene que haber. Dime tú: ¿hay demonios, o no hay demonios?... quiere decirse, ¿gente mala, que persigue a los buenos, y hace todas las cosas injustas y feas que se ven en este jorobado mundo? Pues cierra contra los demonios... Hay quien les ataca con bendiciones... No me opongo a que las echen los que pueden echarlas; pero para acabar con la maldad y limpiar el mundo de ella, si bendiciones por un lado, la espada y el fuego por otro. Créeme a mí: si no hubiese gente guerrera, muy guerrera, los demonios se cogerían todo el mundo. Dime: ¿San Miguel no es ángel? Pues allá le tienes con espada. ¿Y San Pablo no es santo? Pues con espada lo pintan en las esculturas.   —297→   ¿Y San Fernando y otros que andan por los retablos? A lo militar van... Pues déjame a mí; yo me entiendo.

-Ándara, me asustas.

-Beatriz, tú tienes culpas, yo también. Cada una las lava como sabe y como puede, según su natural... tú con lágrimas; yo... ¡qué sé yo!

Cuando esto decían, se asomó a las altas rejas la claridad del alba.




ArribaAbajo- IV -

En cuanto se juntaron mujeres y hombres, ya de día claro, para proseguir el triste viaje, Beatriz y su compañera corrieron a ver a Nazarín, y a informarse de cómo había pasado la noche. No hay que decir la amargura hondísima que les causó ver en su venerable faz señales de golpes, magulladuras horrorosas en brazos y piernas, y en todo él un triste decaimiento. La de Móstoles se puso lívida, y en su turbación, no acertó a preguntarle quién había sido el autor de tan monstruosa barbarie. La de Polvoranca se retorcía los brazos cual si tuviera ligaduras y quisiese romperlas; apretaba los puños y rechinaba los dientes. La caravana se puso en marcha en el mismo orden que el día anterior, sólo que   —298→   Nazarín llevaba de la mano a la niña, y a Beatriz a su lado, y Ándara iba delante con el viejo. Este la informó de lo ocurrido la noche anterior en el departamento de hombres. «Del principio de la cuestión no pude enterarme, porque estaba durmiendo. Cuando desperté a los gritos de aquellos brutos, vi que caían sobre el pobre sacerdote y le daban muchísimos golpes... no exagero. Todos le pegaron, menos uno, el cual salió después a la defensa de Nazarín, y se impuso a la canalla. De los dos criminales que van a retaguardia atados codo con codo, el de la derecha, el procesado por parricidio, fue quien maltrató a tu maestro, y quien le llenó de ultrajes; el de la izquierda, procesado por robar candeleros y vinajeras de las parroquias, tomó el partido del débil contra los fuertes. Se hizo después amigo del sacerdote, y este le dijo muchas cosas de religión para que se arrepintiera». Con estas noticias, Ándara les examinó y diferenció perfectamente, fijándose en uno y en otro, mala traza los dos; el malo, de cara lívida, barbas erizadas, recia musculatura, gordura enfermiza y paso perezoso; el bueno, enjuto de carnes, fisonomía melancólica, ceja corrida y barbas ralas, la mirada en el suelo, el paso decidido.

Andando, contó Nazarín el caso a Beatriz,   —299→   sin darle importancia. No sentía más si no que, al recibir el primer golpe, en poco estuvo que se revolviera colérico y agresivo contra la canalla; mas tanto forcejeó sobre sí, que la bestia de la ira quedó pronto sofocada, y triunfante el espíritu cristiano. Pero entre las ocurrencias de aquella noche, ninguna tan lisonjera y grata como la bravura con que uno de los facinerosos había salido a su defensa. «No fue el guapo que por fatuidad de su valentía provoca a sus compañeros; fue más bien el pecador a quien Dios toca en el corazón. Y después hablamos, y vi con gozo que se le clareaba el alma, y que en ella lucían los resplandores del arrepentimiento. ¡Benditos golpes que recibí, benditos ultrajes, si por ellos consigo que ese hombre sea nuestro!».

Hablaron luego de la vergüenza que ella sentía de entrar en Móstoles, y de la conformidad con que la aceptaba como expiación de sus culpas. Nazarín la exhortó al desprecio de la opinión, sin lo cual nada adelantarían en aquella vida, y añadió que no había por qué ponerse a imaginar los sucesos futuros, fingiéndolos en nuestra mente favorables o adversos, porque nunca sabemos, ni aun aplicando las reglas de la lógica, lo que pasará en las horas venideras. Caminamos por la vida, palpando en las tinieblas, como ciegos,   —300→   y sólo Dios sabe lo que nos sucederá mañana. De lo que resulta que, comúnmente, cuando pensamos ir hacia lo malo, nos sorprende el encuentro de lo bueno, y al revés. Adelante, y cúmplase mañana, como hoy, la voluntad del que todo lo gobierna.

Con estas palabras, se sintió Beatriz muy fortalecida, y ya no temió tanto la entrada de su pueblo natal. Ándara se les unió, para separarse de ellos después de charlar un poco de las fatigas del camino, y tan pronto se aproximaba a los delanteros, como a los de retaguardia. Observó que los dos criminales atados uno con otro no se hablaban, como el día anterior, ni distraían el aburrimiento del viaje con chirigotas o cantares. Caminando un ratito junto al de la izquierda, le habló, pues los guardias toleraban la conversación entre sueltos y atados, acto de caridad que en muchos casos no perjudica al buen servicio.

«Tú -le dijo-, ¿vas cansadito? Si los guardias me amarran a mí en tu lugar, yo iría con gusto, porque tú fueras libre. Todo te lo mereces, valiente, por haberle cortado el resuello a ese trasto que va contigo. Dios te lo premiará. Arrepiéntete de corazón, y tu arrepentimiento lo mirará el Señor como si toda la plata que le robaste se la restituyeras con oro encima».

  —301→  

Nada le contestó el ladrón, que agobiado iba, cual si llevara sobre sí un invisible peso. Después, la traviesa mujer se pasó al otro lado, junto al criminal parricida, y con mucho secreto le iba diciendo estas palabras: «Quisiera ser culebra, una culebrona muy grande y con mucho veneno, para enroscarme en ti y ahogarte, y mandarte a los infiernos, grandísimo traidor, cobarde.

-Guardias -gritó el bandido sin fiereza, más bien con plañidera entonación-, que esta señora me está fartando.

-Yo no soy señora.

-Pues esta pública... Yo no farto a nadie... y ella me dice que es culebra y que quié abrazarse conmigo... No estamos para fiestas ni abrazos, compañera. Desapártese, y deje a un hombre que no pue ver mujeres a su lado, ni escritas.

Los guardias la mandaron ir hacia adelante, y a poco descansó la partida en una venta. Puestos de nuevo en marcha, antes de anochecido vieron las torres y chapiteles del gran pueblo de Móstoles, y ya cerca de él, salieron a recibirles algunos vecinos y gran enjambre de chicuelos, porque se había corrido la voz de que iba preso con la Beatriz el moro manchego de los milagros. Faltaban como unos doscientos metros para llegar a las primeras   —302→   casas, cuando se aparecieron tres hombres que hablaron a los guardias, rogándoles que se detuvieran un instante para hablar dos palabritas. Desde que les vio venir, les conoció Beatriz: uno de ellos era el Pinto, el otro su hermano Blas, y el tercero un tío de ella. Necesitó la pobre mujer de todas las energías de su espíritu para no caerse muerta de vergüenza. No traían los tales otro objeto que enterarse de si la llevaban presa, y al saber que iba en tal compañía por su gusto, se asombraron, y a todo trance querían apartarla de la conducta y llevársela con ellos, para evitarle el bochorno de entrar en el pueblo en cuerda de asesinos, ladrones y apóstoles. Y su asombro subió de punto cuando oyeron decir a Beatriz con animoso acento que por nada del mundo se separaría de sus compañeros en la desgracia, y que con ellos iría hasta el fin de la jornada, sin temor a los sufrimientos, ni a la cárcel, ni al patíbulo. La cólera de los tres mostolenses no puede describirse, y es de creer que la hubieran desahogado en golpes y bofetadas sobre la moza, si la presencia de los guardias no les contuviera.

«¡Infame, ruin pécora! -le dijo el Pinto lívido de coraje-. Ya me maliciaba yo que acabarías en pública, salteadora, por los caminos.   —303→   Pero no pensé que llegarías a deshonrarte tanto... ¡Quítate allá, putrefacción del mundo! Ni sé cómo te miro. ¡Lo veo y no lo creo...! ¡Tú, hecha un pingo indecente, corriendo detrás de ese estafermo, de ese charlatán asqueroso, sacamantecas, que va engañando a la gente de pueblo en pueblo con embustes, brujerías y mil gatuperios majometanos!

-Pinto -contestó Beatriz gravemente, haciendo de tripas corazón, el pañuelo de la cabeza muy echado hacia adelante, para dar sombra a la cara, la mano envuelta en una de las puntas y delante de la boca-. Pinto, apártate y déjame seguir, que yo no me meto contigo, ni quiero nada contigo... Si paso vergüenza, que la pase: no es cuenta tuya. ¿A qué sales a encontrarme, si tú eres para mí como lo que ya no existe, como lo que es muerto y sepultado? Vete, y no me hables.

-¡Tunanta!...

Los guardias cortaron la cuestión, dando orden de seguir. Pero el Pinto, furioso, insistía en sus bárbaros insultos: «¡Bribona, agradece que tu cuerpo villano va escoltado por estos caballeros, que si no, ahora mismo te dejaba en el sitio, y a ese pillo le cortaba las orejas!».

Allí se quedaron los tres hombres furiosos, tocando el cielo con las manos, y la conducta   —304→   de presos desfiló por la calle principal de Móstoles, hostigada de la curiosa muchedumbre que verlos quería, especialmente a Beatriz. Esta, con supremo tesón, sin arrogancia, sin flaqueza, como quien apura un cáliz muy amargo, pero en cuya amargura cree firmemente hallar la salud, arrostró el doloroso tránsito, y creyó entrar en la Gloria cuando entraba en la cárcel.




ArribaAbajo- V -

Malísimo alojamiento tenían los infelices presos en Móstoles (o en donde fuese, que también esta localidad no está bien determinada en las crónicas nazaristas), pues la llamada cárcel no merecía tal nombre más que por el horror inherente a todo local dedicado al encierro de criminales. Era una vetusta casa a la malicia, agregada al Ayuntamiento, y que por el frente daba a la calle, por detrás a un corral lleno de escombros, maderas viejas, y ortigas viciosas. Si la higiene y el decoro de la ley no existían allí, la seguridad de los presos era un mito, como decía la exposición de la Junta penitenciaria, pidiendo al Gobierno fondos para construir cárcel de nueva planta. La vieja, que no sabemos si existe aún, había adquirido fama por la escandalosa frecuencia   —305→   con que de ella se evadían los criminales, sin necesidad de hacer escalos difíciles y peligrosos, ni de abrir subterráneos conductos. Comúnmente se escapaban por el techo, que era de una fragilidad e inconsistencia maravillosas, pues cualquiera rompía las podridas vigas, y quitaba y ponía tejas donde le daba la gana.

Desde que le metieron en aquel infame tugurio, sintió Nazarín un frío intensísimo, como si el local fuese una nevera, o helado Purgatorio, y con el frío le acometió un horroroso quebrantamiento de huesos, como si se los partieran con un hacha para hacer astillas con que encender la lumbre. Tumbose en el suelo, arropándose en su capote, y a poco ardía en calor insoportable. En aquel Purgatorio, del hielo le brotaban llamas. «Esto es calentura -se dijo-, una calentura tremenda. Pero ya pasará». Nadie se acercó a preguntarle si estaba enfermo; trajéronle un plato de latón con rancho, que no quiso probar.

A Beatriz la hicieron salir por la sencilla razón de que no era presa, y naturalmente, no tenía derecho a ocupar un espacio en el local correspondiente a los perseguidos de la justicia. Por más que rogó y gimió la infeliz para que le permitieran estar allí, pintándose como criminal voluntaria y procesada por ministerio   —306→   de sí misma, nada pudo conseguir. A la pena de abandonar a sus compañeros se agregaba el temor de salir por las calles mostolenses, donde seguramente encontraría caras conocidas. Sólo a una persona deseaba ver, su hermana, y esta, según le dijo una vecina con quien habló a la entrada de la cárcel, se había ido a Madrid dos días antes con la niña, restablecida ya completamente. «¡Qué cosas más raras me pasan a mí! -decía-. Los criminales odian la prisión y sólo desean la libertad. Yo detesto la libertad, no quiero salir a la calle, y todo mi gusto es estar presa». Por fin, el secretario del Ayuntamiento, que allí mismo vivía, se compadeció de ella, y en su casa le dio hospitalidad, con lo que se cumplieron a medias los deseos de la exaltada penitente.

Mucha pena causó a D. Nazario el no ver a su lado a Beatriz; pero se consoló sabiendo que pernoctaba en el edificio próximo, y que continuarían juntos hasta el término de su via-crucis. Entrada la noche, se sentía muy mal el buen ermitaño andante, y de un modo tan pavoroso gravitaba sobre su alma la impresión de soledad y desamparo, que poco le faltó para echarse a llorar como un niño. Creyérase que súbitamente se le agotaba la energía, y que un desmayo femenil era el término   —307→   desairado de sus cristianas aventuras. Pidió al Señor asistencia para soportar las amarguras que aún le faltaban, y las maravillosas energías resurgieron en su alma, pero acompañadas de un terrible aumento de la fiebre. Ándara se acercó a él para darle agua, que por dos o tres veces la había pedido, y hablaron breve rato con extraña confusión y desacuerdo en lo que uno y otro decían. O él no sabía explicarse, o ella no podía, en las réplicas, ajustar su pensamiento al del infeliz asceta.

«Hija mía, échate a dormir, y descansa.

-Señor, no me llame más. No duerma. Rece en voz alta para que haiga ruido.

-Ándara, ¿qué hora será?

-Señor, si tiene frío, paséese por la cárcel. Yo quiero que se acaben pronto nuestras penas. Me alegro que no esté Beatriz, que no es guerrera, y todo lo quiere arreglar con lágrimas y suspiros.

-Oye tú, ¿duermen todos? ¿En dónde estamos? ¿Hemos llegado a Madrid?

-Estamos aquí. Soy muy guerrera. No duerma, señor...

Y se alejó de súbito, como sombra que se desvanece, o luz que se apaga. Desde que fueron pronunciadas las cláusulas incoherentes de este diálogo, sintiose molestado el clérigo   —308→   por una tremenda duda: «¿Lo que veía y oía era la realidad, o una proyección externa de los delirios de su fiebre ardentísima? Lo verdadero, ¿dónde estaba? ¿Dentro o fuera de su pensamiento? ¿Los sentidos percibían las cosas, o las creaban?». Doloroso era su esfuerzo mental por resolver esta duda, y ya pedía medios de conocimiento a la lógica vulgar, ya los buscaba por la vía de la observación. ¡Pero si ni aun la observación era posible en aquella vaga penumbra, que desleía los contornos de cosas y personas, y todo lo hacía fantástico! Vio la cárcel como una anchurosa cueva, tan baja de techo que no podía estar en pie dentro de ella sin encorvarse un hombre de regular estatura. En la bóveda, dos o tres claraboyas, que a veces eran veinte o treinta, daban paso a la débil luz, que no se sabía si era de velado sol o de luna. Enfilada con la primera cuadra, vio otra más pequeña, que a ratos se iluminaba con claridad rojiza de una linterna o candil. En el suelo yacían los presos envueltos en esteras o mantas, como fardos de tejidos, o seras de carbón. Hacia el fondo de la segunda cuadra vio a Ándara, que por momentos despedía de su cabeza un resplandor extraño, cual si su cabellera suelta y erizada se compusiese de lívidos rayos de luz eléctrica. Departía con   —309→   el Sacrílego, gesticulando con tal violencia y confusión, que con los brazos de él expresaba ella su voluntad, y con los de ella él. El ladrón de iglesias se alargaba hasta esconder en el techo la mitad de su cuerpo; reaparecía como un volatinero con la cabeza para abajo.

En la apreciación del tiempo, la mente y los sentidos de Naaarín llegaban a mayor confusión y desvarío; después de creer que pasaban largas horas sin ver nada, creyó que en breves momentos Ándara se acercaba a él, y le levantaba y le volvía a dejar en el suelo, diciéndole infinidad de conceptos, que si se escribieran ocuparían todas las páginas de un mediano libro. «¡Esto no puede ser real -se decía-; no puede ser! ¡Pero si lo estoy viendo, si lo toco, y lo oigo, y lo percibo claramente!». Por fin, la peregrina le cogió por la muñeca, y tirando de él fuertemente le llevó a la segunda cuadra. De esto sí que no podía dudar, porque le dolía la mano de los tirones que con nerviosa fuerza le daba la valerosa hija de Polvoranca. Y el Sacrílego le cogía en brazos para meterle por un boquete abierto en la techumbre, y arrojarle fuera como un fardo introducido por audaces matuteros.

No, no podía ser real la voz de Ándara que le dijo: «Padre, nos escapamos por arriba, porque por abajo no se puede». Ni tampoco   —310→   la voz del Sacrílego, que decía: «El señor, por delante... Salte del tejado al corral».

Pero si de todo tenía duda el buen jefe de los nazaristas, no la tuvo, no podía tenerla de esta resolución suya, claramente expresada: «Yo no huyo; un hombre como yo no huye. Huid vosotros, si os sentís cobardes, y dejadme solo». Tampoco podía dudar de que luchó contra fuerzas superiores para defenderse de aquel loco empeño de echarle al tejado como una pelota. El ladrón de iglesias le puso en el suelo, y allí se quedó como cuerpo exánime, perdidas todas sus facultades, menos el sentido de la vista, en una nebulosa de espanto, enojo y horror de la libertad. No quería libertad, no la quería para sí ni para los suyos. De la primera cuadra vino, andando como los borrachos, una de las seras de carbón, que pronto tomó figura humana, y todas las apariencias personales del Parricida. Con prontitud gatuna, trocándose fácilmente de pesado fardo en animal ligero, hubo de saltar de un brinco al boquete abierto en el tejado, y desapareció.

Pudo entonces Nazarín con gran esfuerzo articular algunas palabras, y apartando de su hombro a la mujerona, que pesaba sobre él como un sillar de berroqueña, murmuró: «El que quiera salir que salga... El que huya no será jamás en mi compañía».

  —311→  

Ándara, que tenía la cara contra el suelo, refregándose boca y nariz en las sucias baldosas, se incorporó para decir entre gemidos: «Pues yo me quedo».

El Sacrílego, que había subido al tejado como en persecución de su compañero, volvió muy fosco apretando los puños: «Libertad, no... -le dijo Ándara con voz sofocada, como de quien se ahoga-. No quiere... no libertad».

Nazarín oyó claramente la voz del Sacrílego, que repetía: «No libertad. Yo me quedo».

Debieron de cogerle en brazos entre los dos, porque el buen peregrino se sintió llevado por los aires como una pluma, y en la turbación que le agobiaba, quitándole sentido y palabra, la conciencia de su mal era lo único que subsistía, manifestándose en esta afirmación: «Tengo un tifus horroroso».




ArribaAbajo- VI -

Despertó con las ideas aún más embrolladas y obscuras, dudando si lo que veía era real o ficción de su mente. Le sacaban de la cárcel, llevábanle tirando de él por una soga que le ataron al cuello. El camino era áspero, todo malezas y guijarros cortantes. Los pies del peregrino sangraban, y a cada instante tropezaba y caía, levantándose con gran esfuerzo   —312→   suyo, y despiadados tirones de los que llevaban la cuerda. Delante, vio a Beatriz transfigurada. Su vulgar belleza era ya celeste hermosura, que en ninguna hermosura de la tierra hallaría su semejante, y un cerco de luz purísima rodeaba su rostro. Blancas como la leche eran sus manos, blancos sus pies, que andaban sobre las piedras como sobre nubes, y su vestidura resplandecía con suaves tintas de aurora.

A las demás personas que le acompañaban no las veía. Oía sus voces, ya compasivas, ya rugientes de odio y crueldad; pero los cuerpos se perdían en una atmósfera caliginosa, espesa y sofocante, formada de suspiros de angustia y de sudores de agonía... De súbito, un sol ardiente la disipó, y pudo ver Nazarín que hacia él venía un grupo de gente malvada, hombres a pie, hombres a caballo, blandiendo espadas y disparando armas de fuego. Tras el primer grupo, aparecieron otros, y otros, hasta formar un ejército grande y terrible. El polvo que levantaban las pisadas de hombres y brutos obscurecía el sol. Los que conducían al preso se pasaron al bando enemigo, pues enemiga era toda aquella tropa, y venía contra él, contra el santo, contra el penitente, contra el obscuro mendigo, con furor sanguinario, ávida de destruirle y aniquilarle. Le   —313→   acometieron con salvaje furor, y lo más extraño fue que habiendo descargado sobre su mísero cuerpo miles de golpes, tajos y cuchilladas, no lograban matarle. Y aunque él no se defendía ni con un arañazo infantil, la furia de tanta y tan aguerrida gente no podía prevalecer contra él. Pasaron por encima de su cuerpo miles de corceles, ruedas de carros bélicos, y aquel gran tumulto que habría bastado a destruir y a hacer polvo a una población entera de penitentes y ermitaños andantes o sedentarios, no le partió un cabello al bendito Nazarín, ni le hizo perder una gota de sangre. Furiosos le acuchillaban, aumentando a cada instante, pues del horizonte tempestuoso venían hordas y más hordas de aquella bárbara y asoladora humanidad.

Y no terminaba la feroz guerra, pues mientras mayor era la resistencia de él y su inmunidad milagrosa contra los fieros golpes, con mayor estrépito cerraba contra él la universal canalla. ¿Podría esta al fin destruir al santo, al humilde, al inocente? No, mil veces no. Cuando Nazarín empezó a temer que la muchedumbre de sus contrarios lograría, si no matarle, reducirle a prisión, vio que de la parte de Oriente venía Ándara, transfigurada en la más hermosa y brava mujer guerrera que es posible imaginar. Vestida   —314→   de armadura resplandeciente, en la cabeza un casco como el de San Miguel, ornado de rayos de sol por plumas, caballera en un corcel blanco, cuyas patadas sonaban como el trueno, cuyas crines al viento parecían un chubasco asolador, y que en su carrera se llevaba medio mundo por delante como huracán desatado, la terrible amazona cayó en medio de la caterva, y con su espada de fuego hendía y destrozaba las masas de los hombres. Hermosísima estaba la hembra varonil en aquel combate, peleando sin más ayuda que la del Sacrílego, el cual, también transfigurado en mancebo militar y divino, la seguía, machacando con su maza, y destruyendo de cada golpe millares de enemigos. En corto tiempo, dieron cuenta de las huestes antinazaristas, y la guerrera celestial, radiante de coraje, de inspiración bélica, gritaba: «Atrás, muchedumbre vil, ejército del mal, de la envidia y del egoísmo. Seréis deshechos y aniquilados, si en mi señor no reconocéis el santo, la única vía, la única verdad, la única vida. Atrás, digo, que yo puedo más, y os convierto en polvo y sangre cenagosa, y en despojos que servirán para fecundar las nuevas tierras... En ellas, el que debe reinar, reinará, caraifa».

Diciéndolo, su espada y la maza del otro campeón limpiaban la tierra de aquella plaga   —315→   inmunda, y Nazarín empezó a caminar por entre charcos de sangre y picadillo de carne y huesos que en gran extensión cubrían el suelo. La angélica Beatriz miraba desde una torre celestial el campo de muerte y castigo, y con divino acento imploraba el perdón de los malos.




Arriba- VII -

Acabose la visión, y todo volvió a los términos de nebulosa y triste realidad. El áspero camino fue nuevamente lo que antes era, y los que acompañaban al mártir Nazarín recobraron su forma y vestimenta, los guardias eran guardias, y Ándara y Beatriz mujeres vulgarísimas, la una batalladora, la otra pacífica, con sus pañuelos a la cabeza. Llegó un momento en que el venerable peregrino, ni aun acumulando toda su energía, pudo dar un paso. De su frente brotaba sudor angustioso; le dolía el cráneo como si en él le clavaran un hacha, y en su hombro derecho sentía un peso irresistible. Las piernas se le doblaban, y sus pies magullados iban dejando pedazos de piel sobre las piedras del camino. Ándara y Beatriz le alzaron en sus brazos. ¡Qué descanso, qué alivio sentirse en el aire, como pluma balanceada del viento! Pero al poco trecho las   —316→   dos mujeres se cansaron de llevarle, y el ladrón sacrílego, que era forzudo y resistente, le cogió en brazos como un niño, diciendo que no sólo le llevaría hasta Madrid, sino hasta el fin del mundo si necesario fuese. Los guardias se compadecían de él, y creyendo consolarle le decían: «No tenga cuidado, padre, que allá le absolverán por loco. Los dos tercios de los procesados que pasan por nuestras manos, por locos escapan del castigo, si es que castigo merecen. Y presuponiendo que sea usted un santo, no por santo le han de soltar, sino por loco; que ahora priva mucho la razón de la sinrazón, o sea que la locura es quien hace a los muy sabios y a los muy ignorantes, a los que sobresalen por arriba y por abajo».

Vio después Nazarín que entraban por una empinada calle, y la gente curiosa se detenía para verle pasar en brazos del Sacrílego, llevando al lado a sus dos compañeras de penitencia, y detrás a los demás infelices recogidos en los caminos por la Guardia civil. Dudaba entonces, como antes, si eran realidad o ficción de su desquiciada mente las cosas y personas que en el doloroso trayecto veía. Al extremo de la calle, vio que se alzaba una cruz grandísima, y si por un momento el gozo de ser clavado en ella inundó su alma,   —317→   pronto volvió sobre sí, diciéndose: «No merezco, Señor, no merezco la honra excelsa de ser sacrificado en vuestra cruz. No quiero ese género de suplicio, en que el cadalso es un altar, y la agonía se confunde con la apoteosis. Soy el último de los siervos de Dios, y quiero morir olvidado y obscuro, sin que me rodeen las muchedumbres, ni la fama corone mi martirio. Quiero que nadie me vea perecer, que no se hable de mí, ni me miren, ni me compadezcan. Fuera de mí toda vanidad. Fuera de mí la vanagloria del mártir. Si he de ser sacrificado, hágase en la mayor obscuridad y silencio. Que mis verdugos no sean perseguidos ni execrados, que sólo me asista Dios, y Él me reciba, sin que el mundo trompetee mi muerte, ni en papeles sea pregonada, ni la canten poetas, ni se haga de ello un ruidoso acontecimiento para escándalo de unos y regocijo de otros. Que me arrojen a un muladar y me dejen morir, o me maten sin bullicio, y me entierren como a una pobre bestia».

Dicho esto, vio desaparecer la cruz, y la calle y el gentío, y pasado un tiempo que no pudo apreciar, se sintió enteramente solo. ¿Dónde estaba? Fue como si recobrara el conocimiento después de un profundo sopor. Por más que miraba en torno suyo, no pudo   —318→   hacerse cargo de cuál era la parte del universo donde se encontraba. ¿Era una región de la vida transitoria, o de la perdurable? Pensó que había muerto; pensó también que aún vivía. Un ardiente anhelo de decir misa y de ponerse en comunicación con la Suprema Verdad le llenó todo el alma, y lo mismo fue sentirlo que verse revestido delante del altar, un altar purísimo, que no parecía tocado de manos de hombres. Celebró con inmensa piedad, y cuando tomaba en sus manos la Hostia, el divino Jesús le dijo:

«Hijo mío, aún vives. Estás en mi santo hospital, padeciendo por mí. Tus compañeros, las dos perdidas y el ladrón que siguen tu enseñanza, están en la cárcel. No puedes celebrar, no puedo estar contigo en cuerpo y sangre, y esta misa es figuración insana de tu mente. Descansa, que bien te lo mereces.

»Algo has hecho por mí. No estés descontento. Yo sé que has de hacer mucho más».






 
 
FIN DE LA NOVELA
 
 


Santander, San Quintín. -Mayo de 1895.