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«Neorrealismo y teatro»

Antonio Buero Vallejo





En esa cosa esencialmente familiar e indefinible -¡no definamos!- que es hoy para nosotros el neorrealismo, yo veo, sobre todo, un sentido de reacción contra el teatro convencional, entendiendo por éste el construido con abundantes escenas de té, criados y doncellas sagaces, enredos inverosímiles, aunque ingeniosos, frías paradojas dialogadas y tranquilizadoras cuentas corrientes de las que no se habla, pero que proyectan sobre la acción su benéfica y suave felicidad. El neorrealismo teatral realismo simplemente, al presentarnos personajes cuya mayoría no posee cuentas corrientes saneadas; al sustituir en ellos la equitativa distribución de la ingeniosidad por diferencias reales de ingenio, torpeza o educación; al cambiar los salones cuajados de enredos por los tugurios, salitas, oficinas o tenduchos cuyo argumento es la vida misma sin afeites, consigue por lo menos la recuperación del contacto con los hombres. Mas tan peregrino resultado no nos contentaría si no fuese acompañado por valores teatrales y estéticos muy positivos. Al fin y al cabo, este contacto se mantenía con éxito, a través del sainete, por todos los teatros del mundo. Pero el neorrelismo es algo en el teatro porque ha sabido presentarse con superiores fórmulas, dramáticas o trágicas. Utilizándolas, ha incorporado al teatro grande muchas cosas, en cuya eficacia para tal objeto no se creía hasta ayer: el diálogo sin «frases», los lugares humildes para la acción, la ausencia de «divos» en el reparto, la sencillez de los conflictos anecdóticos o psicológicos.

Pero la posición «neorrealista» es, como la de todo «ismo», inestable. Vivencias más permanentes luchan con él y se le incorporan. Así, la preocupación por el tiempo como factor dramático o la introducción en el argumento de la intriga, por medio de la metafísica o del crimen. Cuando Robert Sherwood o Maxwell Anderson ponen sobre las tablas «gángsters» que hacen funcionar sus fusiles ametralladores, no sólo intentan revalidar escénicamente trozos de vida de difícil adobo teatral; están, a la manera más moderna, tratando de recobrar los valores fatalistas y terroríficos de la tragedia clásica. Cuando Wilder lleva en «Nuestra ciudad» la trayectoria de sus personajes hacia la culminación final del cementerio, enlaza con las estrellas los matices realistas que en «La calle», de Rice, no pasaban de los tejados. Cuando Sartre se atreve a presentarnos las torturas de una Comisaría francesa, es con el mito prometeico con lo que en realidad nos impresiona. El teatro vuelve siempre a sus constantes, y las definiciones neorrealistas o existenciales acaban a la postre por venirle estrechas.

Acaso el neorrealismo sólo nos haya dado los medios adecuados para una posterior expresión teatral más profunda; pero ya es mucho. Por lo sencillo, comprensible y veraz de esos medios, el neorrealismo sirve hoy de vehículo de unión entre los hombres y posibilita la incorporación del teatro a éstos. Cuando los hombres queden nuevamente prendidos al teatro culminará el proceso contrario: las gentes que el neorrealismo aglutinó y descubrió se aglutinan y descubren a su vez el teatro de siempre. Este proceso empezó ya; el teatro gana siempre la partida.

Podría decírseme que lo expuesto sería igualmente aplicable al cine. Un efecto, el neorrealismo cinematográfico ejerce hoy, en su terreno, la misma función depuradora. Que las fórmulas neorrealistas sean plenamente cinematográficas, no puede extrañar a nadie; lo lamentable es que no se empleasen más rotundamente hasta que el teatro no animó al cine con su ejemplo. Porque el neorrealismo es todo menos una influencia del cine en el teatro. Algún día las gentes lo comprenderán con claridad, y el teatro ganará también como siempre esta otra partida.





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