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Neruda: el tiempo español de la solidaridad y el compromiso


José Carlos Rovira Soler





Me he planteado si hay un recurso de antigüedad insalvable en el enunciado de mi texto. Si al escribir de nuevo sobre este argumento voy a sentar plaza de antiguo, es decir, de reconstructor aquí de un mito histórico que determinó una parte de la cultura española y universal que el tiempo ha ido debilitando o incluso, con los protagonistas de todo aquello, haciendo desaparecer. Escribo sobre una historia de hace sesenta años, sesenta y cuatro en sus comienzos, y de las determinaciones y las huellas que esa historia imprimió en los poetas. Escribo también del Neruda que vivió la guerra civil, la nuestra, la española, con la intensidad que provocó uno de sus libros transformadores, España en el corazón1, obra que en 1940 anunció un cambio poético en su producción que, como luego veremos, generó otro ciclo de grandes libros.

Voy a escribir sobre todo eso, con la dispersión aventurada de quien sabe que el tono puede delatar todavía resabios épicos en los que me formé, o mejor retazos de dolor de quien, no habiendo vivido todo aquello, tuvo tiempo de padecer sus consecuencias.

Sitúo mi intervención por tanto sobre Pablo Neruda en el contexto de la España que va de 1936 a 1939, en una guerra civil, quizá algo parecida a las de Yugoslavia, o la de Kosovo recientes, en medio de una producción poética que quiero resumir en dos apartados: primero, el contexto poético de aquella guerra; segundo, un poeta chileno, Neruda, recibiendo aquella abrumadora historia. En medio, las palabras que dan sentido al título, sobre todo una de ellas, solidaridad, como imagen específica de lo que los poetas escribieron.

La noción de solidaridad en la obra poética de Neruda asume de todas formas una perspectiva globalizadora que comienza en la primera producción y que, matizada por un amplio y complejo acontecer histórico, acaba en las obras finales del poeta. La noción de solidaridad, el tiempo de solidaridad, se abre en el primer Neruda, el que a los dieciséis años ha comenzado la escritura de Crepusculario, obra que se publica en Santiago de Chile en 1923, cuando el poeta tiene diecinueve años. En esa obra juvenil, pero formante ya de los lenguajes del escritor, asistimos a un primer juego sobre el autorretrato nerudiano2, es decir, sobre la sucesiva plasmación de imágenes de sí mismo en la poesía, un sistema que el poeta convierte en centro de su elaboración. Pues bien, en el lenguaje modernista y decadentista que animan los primeros crepúsculos de Neruda, en medio de la presentación desvalida y débil del sujeto poético, asistimos a una entrada al tiempo de la solidaridad que se abre en dos poemas de esta obra: «Maestranzas de noche», donde el poeta, al plasmar el universo adolescente de las maestranzas de la estación de ferrocarril de Temuco donde ha pasado su infancia, nos va narrando un mundo nocturno en el que las cenizas y los hierros de los talleres duermen, junto al bronce dormido, creando una situación de extrañeza que la hace entablar un diálogo con las grandes máquinas de ferrocarril que le observan, un diálogo repleto de interrogaciones:


Cada máquina tiene una pupila abierta
para mirarme a mí.
En las paredes cuelgan las interrogaciones,
florece en las bigornias el alma de los bronces
y hay un temblor de pasos en los cuartos desiertos,



mientras en esta situación de extrañeza objetual, de silencios, hay un esbozo de comprensión del hombre sufriente, un esbozo solidario y social entre las extrañezas:


Y entre la noche negra -desesperadas- corren
y sollozan las almas de los obreros muertos.



Otro extraño poema se convierte en esta primera obra en el núcleo de la solidaridad. Se titula «El estribillo del turco» y es un poema que consiste en negar mediante un estribillo que reitera la palabra «Mentira, mentira, mentira», las imágenes positivas que basadas en un sentido de entrega a los demás el poeta ha ido construyendo. Por ejemplo:


Dulce hay que ser y darse a todos,
para vivir no hay otro modo
de ser dulces. Darse a las gentes
como a la tierra las vertientes.
Y no temer. Y no pensar.
Dar para volver a dar.
Que quien se da no se termina.
Cómo se dan sin terminarse, hermano mío
al mar las aguas de los ríos,



pero el estribillo dice:


-(Mentira, mentira, mentira!



Este Neruda juvenil y bastante ingenuo, estaba abriendo a partir de aquí otros espacios poéticos que se convierten en esenciales. Estaba abriéndose al tiempo del amor que confluirá a sus 20 años en Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924) y se abrirá inmediatamente al tiempo residencial, el de las residencias en la tierra sobre el que luego hablaré. Pero quiero incidir sobre todo en el tiempo histórico que antes trazaba. Volvamos por tanto al contexto de la guerra civil, que, como veremos, abre el contexto histórico de la solidaridad. Una determinación semántica sobre el significado de aquella guerra se hace necesaria: por encima de cualquier tipificación, matiz, variaciones que queramos introducir al denominarla, fue una guerra civil en la que una parte del pueblo español combatió contra el fascismo, el español y el europeo, encarnado en un ejército que mayoritariamente se había levantado en armas contra un gobierno democrático. Esta determinación de guerra contra el fascismo, de primera guerra en Europa contra el fascismo, creo que sigue siendo una definición histórica imprescindible para lo que voy a decir.


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Una abrumadora producción poética

Evaluar la producción poética sobre la guerra civil española es una tarea ardua y difícil. Se escribió mucho. Se escribió excesivamente por los dos bandos en contienda. No soy especialista en aquella poesía en su globalidad, pero tuve que dedicar un amplio tiempo crítico a algunos de los poetas, como Miguel Hernández y Juan Gil Albert, que representaron una parte de aquella producción en algunas de sus obras.

Cualquier visión no simplificadora me lleva a pensar que hubo poetas importantes en los dos bandos, pero que abrumadoramente fue la España republicana la que contó con un exponente mayor de voces. Creo que en líneas generales los intelectuales y los poetas permanecieron fieles a la España republicana. Y esta se abrió además a un canto europeo y americano que significa grandes voces de una época. He repasado estos días aquellos volúmenes antiguos que Dario Puccini recopiló hace bastantes años: Romancero de la resistencia española3. Allí aparece el canto de esas grandes voces que mencionaba: Antonio Machado, Vicente Aleixandre, Rafael Alberti, Miguel Hernández, José Bergamín, León Felipe, José Moreno Villa, Emilio Prados, José Herrera Petere, Manuel Altolaguirre, Pedro Garfias, Rafael Dieste, etc., son algunos de los nombres antologados por la parte española; también los que, desde el exilio, cantaron la tragedia española son relevantes: Jorge Guillén, Luis Cernuda; como son relevantes los del exilio interior: Gabriel Celaya, Blas de Otero, José Hierro, Eugenio de Nora, José Agustín Goytisolo, José Ángel Valente.

A esta nómina, hay que añadir un grupo de extranjeros que conocemos bien: latinoamericanos como César Vallejo, Pablo Neruda o Nicolás Guillén, o nombres europeos como Louis Aragon, Tristan Tzara, Paul Eluard, Bertolt Brecht, etc., en fin una nómina imparable de nombres esenciales de la tradición que volcaron en el tiempo de la guerra española una poesía de tonalidad dolorida y solidaria. La España de 1936 al 39, y la que siguió a través de los «años de penitencia» a los que nos obligó aquel que aparecía en los sellos de correos y cuyo nombre ya no consigo recordar, provocó una concentración intensa de poesía. La palabra clave de todo este proceso histórico y poético es desde luego la palabra solidaridad. Y la palabra compromiso, compromiso del intelectual, aquel que se reflejó en 1937 en el Congreso de la Alianza de Intelectuales Antifascistas reunido en Valencia y que obtuvo una nómina de presencias que significaba que los grandes nombres de la cultura europea, americana, española, estaban allí.

El tiempo de la solidaridad y el compromiso no se detuvo tras la derrota popular de 1939. Se intensificó el tono dolorido en relación a aquellos acontecimientos. Una tonalidad compasiva rodeaba al dolor, con el tono preciso que había anunciado el peruano César Vallejo:


Niños del mundo
si cae España -digo, es un decir-
[...] si cae
España, de la tierra para abajo,
niños, ¡cómo vais a dejar de crecer!
¡cómo va a castigar el año al mes!
¡cómo van a quedarse en diez los dientes,
en palote el diptongo, la medalla en llanto!
¡Cómo va el corderillo a continuar
atado por la pata al gran tintero!
¡Cómo vais a bajar las gradas del alfabeto
hasta la letra en que nació la pena!



El dolor, por tanto, la solidaridad hacia los que sufrían, la compasión ante el sufrimiento, marcaron un tiempo que es parte también de nuestra historia contemporánea.

En ese tiempo quisiera situar ahora al poeta chileno Pablo Neruda, también porque un recorrido sobre el tiempo de la solidaridad en aquella guerra nos puede abrir como reflexión una marca nueva en su poesía que determinó una transformación poética de la misma. Comenzaré citando unos versos del poeta:




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Venid a ver la sangre por las calles


Preguntaréis ¿por qué su poesía
no nos habla del suelo, de las hojas,
de los grandes volcanes de su país natal?
Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
venid a ver la sangre
por las calles!



El final del poema «Explico algunas cosas» me sirve para introducir a Neruda en aquel contexto bélico. Forma parte de un libro memorable, uno de las más memorables de aquella tragedia, que se titula España en el corazón, que a su vez es parte de la Tercera residencia, obra con la que Neruda está cerrando un ciclo poético.

El poeta Pablo Neruda vive con intensidad la tragedia española. Entre 1934 y 1936 ha vivido una etapa de redescubrimientos en Madrid donde él mismo ha sido descubierto además por algunos de los poetas que llamamos de la generación del 27: Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Rafael Alberti, Miguel Hernández, entre otros, le han dedicado, en 1935, en Ediciones Plutarco de Madrid, el Homenaje a Pablo Neruda de los poetas españoles. Ese mismo año, en setiembre, Bergamín ha publicado en Cruz y Raya las dos partes de Residencia en la tierra -la primera residencia había aparecido en 1933 en Santiago de Chile-. El poeta ha deambulado todo el año 1935 entre el surrealismo y el corazón de Quevedo. Residencia en la tierra, lo sabemos, es una plasmación profundamente nueva de la imagen surreal: el poeta recorre un mundo de destrucciones en las que contraseñas oníricas construyen las imágenes de la misma destrucción. Un mundo que se derrumba y que tiene referencias metafísicas, en sus derrumbes, que el poeta reencuentra en Quevedo. En Viaje al corazón de Quevedo, ya a comienzos de 1936, Neruda nos explica su redescubrimiento:

A mí me hizo la vida recorrer los más lejanos sitios del mundo antes de llegar al que debió ser mi punto de partida: España. Y en la vida de mi poesía, en mi pequeña historia de poeta, me tocó conocerlo casi todo antes de llegar a Quevedo. Así también, cuando pisé España, cuando puse los pies en las piedras polvorientas de sus pueblos dispersos, cuando me cayó en la frente y en el alma la sangre de sus heridas, me di cuenta de una base roquera donde está temblando aún la cuna de la sangre. [...] Me fue dado a conocer a través de galerías subterráneas de muertos las nuevas germinaciones, lo espontáneo de la avena, lo soterrado de sus nuevas viñas, y las nuevas cristalinas campanas. Cristalinas campanas de España, que me llamaban desde ultramar, para dominar en mí lo insaciable, para descarnar los límites territoriales del espíritu, para mostrarme la base secreta y dura del conocimiento. Campanas de Quevedo levemente tañidas por funerales y carnavales de antiguo tiempo, interrogación esencial, caminos populares con vaqueros y mendigos, con príncipes absolutistas y con la verdad harapienta cerca del mercado. Campanas de España vieja y Quevedo inmortal, donde pude reunir mi escuela de sollozos, mis adioses a través de los ríos a unas cuantas páginas de piedra en donde estaba ya determinado mi pensamiento4.



Estamos con un Neruda joven que se encuentra con un Madrid brillante culturalmente y esperanzado. Sus amigos principales son, junto con Federico García Lorca, cuya amistad venía de un encuentro argentino anterior, Vicente Aleixandre Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre, José Bergamín, o el grupo de sus correrías intensas por Madrid: Maruja Mallo, el escultor Alberto Sánchez, o el joven Miguel Hernández. Hace años que señalé que, de aquella conjunción de amigos y tabernas, surgió años después la estética de lo material que Neruda empezó a construir aquí y acabó en el ciclo de los años 50 de las Odas elementales.

Era aquél un Madrid cotidiano, de tertulias y cafés, de encuentros nocturnos en la bohemia de alguien que ejercía de diplomático, de cónsul de su país. Risueñamente evocó este Madrid, o un tiempo barcelonés anterior, en sus memorias Confieso que he vivido. La casa de las flores -como llamó a su propio domicilio- en Argüelles era centro de reuniones, como la cervecería de Correos, o lugares con recorridos precisos, como el mercado de Argüelles:

De la Castellana o de la cervecería de Correos viajábamos hasta mi casa, la casa de las flores, en el barrio de Argüelles. Desde el segundo piso de uno de los grandes autobuses que mi compatriota, el gran Cotapos, llamaba «bombardones», descendíamos en grupos bulliciosos a comer, beber y cantar. Recuerdo entre los jóvenes compañeros de poesía y alegría a Arturo Serrano Plaja, poeta; a José Caballero, pintor de deslumbrante talento y gracia; a Antonio Aparicio, que llegó de Andalucía directamente a mi casa; y a tantos otros que ya no están o que ya no son, pero cuya fraternidad me falta vivamente como parte de mi cuerpo o substancia de mi alma.

¡Aquel Madrid! Nos íbamos con Maruja Mallo, la pintora gallega, por los barrios bajos buscando las casas donde venden esparto y esteras, buscando las calles de los toneleros, de los cordeleros, de todas las materias secas de España, materias que trenzan y agarrotan su corazón. España es seca y pedregosa, y le pega el sol vertical sacando chispas de la llanura, construyendo castillos de luz con la polvareda. Los únicos verdaderos ríos de España son sus poetas...5

.


Un Madrid representado feliz, repleto de encuentros y de vida. Nos dice en el poema que comenté antes, «Explico algunas cosas»:


Os voy a contar todo lo que me pasa.
Yo vivía en un barrio
de Madrid, con campanas,
con relojes, con árboles.
Desde allí se veía
el rostro seco de Castilla
como un océano de cuero.
Mi casa era llamada
la casa de las flores, porque por todas partes
estallaban geranios: era
una bella casa
con perros y chiquillos.
[...]
Todo eran grandes voces, sal de mercaderías,
aglomeraciones de pan palpitante,
mercados de mi barrio de Argüelles con su estatua
como un tintero pálido entre las merluzas:
el aceite llegaba a las cucharas,
un profundo latido
de pies y manos llenaba las calles
metros, litros, esencia
aguda de la vida...



Y, sin embargo, la descripción de vida se interrumpe en el poema que estoy citando...




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Y una mañana todo estaba ardiendo

Y una mañana, efectivamente, todo estaba ardiendo, destrozando las llamas de la guerra aquel tiempo risueño. Leamos la continuidad del poema:


...y una mañana las hogueras
salían de la tierra
devorando seres,
y desde entonces fuego,
pólvora desde entonces,
y desde entonces sangre.
Bandidos con aviones y con moros,
bandidos con sortijas y duquesas,
bandidos con frailes negros bendiciendo
venían por el cielo a matar niños
y por las calles la sangre de los niños
corría simplemente, como sangre de niños...



Y Neruda se transforma en aquel marco. Transforma su poesía hacia lo que Amado Alonso llamó hace años «la conversión poética de Pablo Neruda»6, la conversión a la historia, la conversión diremos a la solidaridad como principio generador de una nueva poética que se sitúa en el terreno de un acontecer concreto.

La Tercera residencia, escrita entre 1934 y 1945 tiene dos tiempos claramente marcados: la primera y segunda parte tienen la tonalidad de escritura de las residencias anteriores. En el poema de quevediano título «Las furias y las penas» todavía oímos:


En el fondo del pecho estamos juntos,
en el cañaveral del pecho recorremos
un verano de tigres,
el acecho de un metro de piel fría,
el acecho de un ramo de inaccesible cutis
con la boca olfateando sudor y venas verdes
nos encontramos en la húmeda sombra que deja caer besos.
Tú mi enemiga de tanto sueño roto de la misma manera
que erizadas plantas de vidrio, lo mismo que campanas
deshechas de manera amenazante...



La imagen hermética, plagada de una desazón continua por la experiencia amorosa, se va a transformar inmediatamente: cuando publica el libro en 1946 hay como una nota justificatoria introduciendo este poema. Dice así:

El 1934 fue escrito este poema. Cuántas cosas han sobrevenido desde entonces! España, donde lo escribí, es una cintura de ruinas. Ay! Si con sólo una gota de poesía o de amor pudiéramos aplacar la ira del mundo, pero eso sólo lo pueden la lucha y el corazón resuelto. El mundo ha cambiado y mi poesía ha cambiado. Una gota de sangre caída en estas líneas quedará viviendo sobre ellas, indeleble como el amor.



Pero estábamos ya en un tiempo implacable y el poeta sale de él con una ruptura estilística -la poesía tiende a hacerse coloquial e imaginativa, se afinca en una realidad histórica y construye las imágenes como imágenes realistas- e ideológica -el poeta asume su militancia en el Partido comunista y crea una parte de su poesía a partir de estos presupuestos-.

Los indicios progresivos de la transformación están en la continuidad de la obra. La tercera parte se llama «Reunión bajo las nuevas banderas». No estamos todavía ante el Neruda de insistencias y reiteraciones ideológicas, sino ante el poeta que está realizando un nuevo descubrimiento, la solidaridad como decisión personal y poética:


Yo de los hombres tengo la misma mano herida,
yo sostengo la misma copa roja
e igual asombro enfurecido:
       Un día
palpitante de sueños
humanos, un salvaje
cereal ha llegado
a mi devoradora noche
para que junte mis pasos de lobo
a los pasos del hombre.



El sentimiento solidario ha surgido y se acrecentará a partir de aquí, reestructurando la poesía, que sin embargo prevalecerá en expresiones de ira por lo ocurrido, en imprecaciones violentas hacia las figuras principales del drama. El poema tipo de esta forma de imprecación es «El general franco en los infiernos». Hay un Neruda que se resuelve aquí incontenible, con un lenguaje cargado de dolor y maldiciones al recorrer en España en el corazón los escenarios, las situaciones y las figuras principales de la guerra. La parte V del libro se carga además de ideología. Son cantos a escenarios y ciudades en la II guerra mundial. Hay todavía un poema importante que resuelve otra dimensión en la producción poética inmediata. Es otro canto español que se llama, sin embargo, «Un canto para Bolívar». Realmente es un «Padre nuestro» a Bolívar, el líder principal de la independencia americana:


Padre nuestro que estás en la tierra, en el agua, en el aire
de toda nuestra extensa latitud silenciosa,
todo lleva tu nombre, padre, en nuestra morada.



La figura de Bolívar adquiere inmediatamente una resonancia solidaria en la que se funde la imagen de América y la imagen de la España en guerra:


Por eso es hoy la ronda de manos junto a ti.
Junto a mi mano hay otra y hay otra junto a ella,
y otra más, hasta el fondo del continente oscuro.
Y otra mano que tú no conociste entonces
viene también, Bolívar, a estrechar a la tuya
de Teruel, de Madrid, del Jarama, del Ebro,
de la cárcel, del aire, de los muertos de España...



Y lleva a la identificación última en la que la imagen trazada de la solidaridad, de las manos americanas y españolas estrechándose, nos conduce a un descubrimiento acrónico en que Neruda funde la que a partir de aquí será su dimensión americana con una imagen surgida de la guerra española:


Yo conocí a Bolívar una mañana larga,
en Madrid en la boca del Quinto Regimiento,
Padre, le dije, eres o no eres o quién eres?
Y mirando al Cuartel de la Montaña, dijo:
«Despierto cada cien años cuando despierta el pueblo».






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La imagen americana

La imagen americana entretejida a la historia española lleva a Pablo Neruda a un tiempo diferente de escritura. Escribe ahora el Canto general que es su construcción principal sobre la historia, el presente y el futuro de América.

Quiero decir que es el tiempo de la solidaridad y el compromiso español el que ha determinado una nueva dimensión poética para Pablo Neruda que, a partir de su regreso a América, escribe el gran texto de la solidaridad americana que es, sobre todo, la parte segunda del Canto general, es decir, el poema en doce cantos Alturas de Macchu Picchu, uno de los poemas emblemáticos y de más aliento que escribiera.

En síntesis recordaré que Alturas... es un canto, desde las ruinas de la antigua ciudad incaica, en el que Neruda quiere reinterpretar el silencio de aquella geografía, un silencio marcado por la historia, por el pasado desaparecido, que es el pasado originario de América. En ese canto Neruda nos narra un pasado de extravíos para el que nos dice, por ejemplo:


Del aire al aire, como una red vacía,
iba yo entre las calles y la atmósfera, llegando y despidiendo,
en el advenimiento del otoño la moneda extendida
de las hojas, y entre la primavera y las espigas,
lo que el más grande amor, como dentro de un guante
que cae, nos entrega como una larga luna.



De ese extravío inicial el poeta nos cuenta el recorrido hasta la «gastada primavera humana» y desde él inicia su ascenso a la cumbre de la ciudadela incaica, convertida ahora en un Monte Carmelo de la materia en el que el poeta va a encontrar su revelación, que es precisamente su encuentro con el hombre histórico que, desde el pasado llega hasta el presente de América. Desde la cumbre-revelación, el ascenso de Neruda nos presenta su catálogo de héroes populares, héroes del trabajo y del sufrimiento:


Juan Cortapiedras, hijo de Wiracocha,
Juan Comefrío, hijo de estrella verde,
Juan Piesdelcalzos, nieto de la turquesa...



Y es a ellos a los que les propone el canto regenerativo y solidario:


Sube a nacer conmigo, hermano.
Dame la mano desde la profunda
zona de tu dolor diseminado.
No volverás del fondo de las rocas.
No volverás del tiempo subterráneo.
No volverá tu voz endurecida.
No volverán tus ojos taladrados,



pero si el regreso desde la muerte es imposible, si la llamada a entrelazar las manos desde el profundo dolor no puede obtener respuesta, el poeta propone su voz como testigo y como voz para que hablen los que no pueden hacerlo:


Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta.
A través de la tierra juntad todos
los silenciosos labios derramados
y desde el fondo habladme toda esta larga noche
[...]
Dadme el silencio, el agua, la esperanza.
Dadme la lucha, el hierro, los volcanes.
Apegadme los cuerpos como imanes.
Acudid a mis venas y a mi boca.
Hablad por mis palabras y mi sangre.



El canto regenerativo y solidario es el emblema de una nueva época americana que Neruda desarrolló en muchos otros libros. Estamos ante el Neruda que, en los años cincuenta, continúa su escritura desbordada, irregular y, en cualquier caso, siempre testimonio solidario de un siglo en el que las cosas parece que anduvieron de forma diferente a la que el poeta calculó y profetizó. En secuencias posteriores construyó un espacio poético para la solidaridad hacia causas, gentes, grupos sociales, de los que quiso ser testigo y a los que quiso prestar la voz. El poeta se situó en profecías solidarias que reconstruyen una parte de la historia del siglo XX.

Un testigo de su vida y su obra, situado a mucha distancia ideológica del poeta, reconocía así esta facultad. Se trata del profesor Giuseppe Bellini quien nos dice:

Sus versos tienen ya puesto permanente en la casa de la poesía y en nuestro espíritu; han marcado profundamente una época, la historia interna y externa de un siglo, con su sello dramático, pero también con una obstinada esperanza, una inquebrantable fe en un futuro de signo feliz. En otra ocasión he definido a Neruda como inventor incansable de utopías: felices utopías que permiten resistir el embate de la desesperanza, frente a la maldad y la injusticia. Neruda ha sido efectivamente el intérprete de su siglo. Ninguno como él lo ha vivido con tanta intensidad y pasión. Podemos decir todo lo que parezca en torno a su «humanidad», criticarlos por sus equivocaciones políticas, de las que a veces, con bastante torpeza, intentó justificarse o rescatarse, pero nadie puede negarle su función de intérprete de toda una época. A través de su verso el mundo de los vejados, las razas vencidas, los pueblos oprimidos, han encontrado su voz7.



Sin embargo, sobre el final de todo, sin querer ser pesimista, hay un texto de Neruda que nos modifica el espacio de la solidaridad y el compromiso que había descubierto en España y que extendió a América hacia un espacio terrible de compasión. Es el Neruda final, enfermo, el que nos dejó un libro que se llama 2000, como este año, en el que comienza diciéndonos:


Piedad para estos siglos y sus
       sobrevivientes
alegres o maltrechos, lo que no hicimos
fue por culpa de nadie, faltó acero:
lo gastamos en tanta inútil destrucción,
no importa en el balance nada de esto:
los años padecieron de pústulas y guerras,
años desfallecientes cuando tembló la
       esperanza
en el fondo de las botellas enemigas.
Muy bien, hablaremos alguna vez, algunas
       veces,
con una golondrina para que nadie
       escuche:
tengo vergüenza, tenemos el pudor de los
       viudos:
se murió la verdad y se pudrió en tantas
       fosas:
es mejor recordar lo que va a suceder:
en este año nupcial no hay derrotados:
pongámonos cada uno máscaras
      victoriosas.



La síntesis establecida en este texto final es el resumen de un tiempo que es el que el poeta vivió y del que fue testigo. Comentar este fragmento exigiría una exégesis compleja del mundo contemporáneo del que el poeta, desde la creación de su mundo de solidaridad y compromiso inicial, había participado hasta la desilusión o hasta el dramático anuncio final de las propias máscaras.







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