Neruda: de la Isla Eros a la Isla Mito. Pasando por la Isla de la Memoria
José Carlos Rovira
Universidad de Alicante
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Los versos que abren el poema «La noche en la isla» de Los versos del capitán1 se corresponden en 1952 con un tiempo de expresión amorosa en el que Pablo Neruda vuelve a andar los caminos abiertos en 1924 con Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Han pasado veintiocho años y un recorrido complejo de escritura fundamental y fundacional para la poética del autor, sucesivamente marcada por la prehistoria modernista de Crepusculario, por la fijación del núcleo amoroso posromántico en los Veinte poemas, por el momento crucial del tiempo y el espacio inaprensible que provoca todos los derrumbes en la naturaleza hasta la angustia del sujeto poético en las Residencias, por la determinación de un encuentro histórico salvífico y abierto al futuro en la España de la guerra civil, la de Tercera residencia, o en la profecía americana establecida —540→ en 1950 en el Canto general2. Neruda tiene 48 años cuando en las prensas de Paolo Ricci aparecen en Nápoles Los versos del capitán. El libro se publica anónimo y en una bellísima edición que no tuvo más de cincuenta ejemplares. Las razones de aquella anonimia han sido interpretadas a través de dos niveles personales: uno, correspondiente a la biografía privada, habla de lo mal que le habría sabido a la excompañera del poeta, Delia del Carril, sus andanzas amorosas con Matilde Urrutia en la Isla de Capri; otro, correspondiente a la biografía pública, tiene que ver con una restricción que el senador comunista Neruda se habría impuesto, exiliado de su país por persecución de González Videla, después de publicar en México su Canto general con llamadas a la construcción de la historia, para no incurrir en la frivolidad imperdonable de un nuevo libro de amor, cargado de un apasionado erotismo, de recorridos corporales, en una isla que es viento, es risa y es cuerpo.
La explicación última de la anonimia nos da lo mismo: el prólogo de 1952 era una carta firmada por Rosario, la destinataria de aquellos versos, en las que decía haber transcrito los originales de quien fuera su gran amor, un capitán de la guerra de España al que había encontrado tras la derrota, en la frontera franco-española:
Él venía de la guerra de España. No venía vencido. Era del partido de Pasionaria, estaba lleno de ilusiones y de esperanzas... |
Las claves de aquel episodio de amor son narradas como proyección de la historia vivida, como afirmación de un tiempo pasado que transformó sus vidas, mientras la historia reciente confluye de manera rotunda en el héroe épico y lírico que ha llenado de amor a la protagonista y autora del prólogo:
Sólo en 1963, once años después de su aparición, el anónimo autor rescatará el libro y aparecerá en sucesivas ediciones ya con el nombre del poeta chileno, aunque prácticamente desde 1952 todos los interesados en el escritor sabían que era suyo.
Los versos del capitán son en cualquier caso una primera restricción hacia un ámbito privado al que Neruda volverá otras veces. El amor se resuelve como salvación y algunas claves del libro recogen explícitamente esto: el poeta que se ahogaba en su tentativa —541→ imposible de hombre infinito, aquel al que acosaba una naturaleza destruida y destructora que confluía en una angustia de tiempo y espacio imposible de abarcar, en la «tentativa de hombre infinito y su fracaso» que Alain Sicard3 consideró síntesis de la primera poética, observa ahora que la amada es precisa y efectivamente «La infinita», como dice el título de uno de los poemas, cuerpo inabarcable pero posible:
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«En ti la tierra», el poema que abre el libro, es parte de esa infinitud descubierta, entre sensaciones, recorridos corporales, naturalezas que se van acumulando a una descripción del cuerpo de la amada, recuerdos literarios como la inevitable presencia, ya duradera, de San Juan de la Cruz y su Cántico espiritual:
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dice Neruda en «la carta en el camino», como recuerdo explícito de San Juan. Pero lo más importante me parece ahora, por lo que estamos tratando aquí, el entorno insular que descubre este libro de amor. La imagen insular y marina que lo recorre. Una vez es «El viento en la isla»:
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para llegar Neruda a refugiarse del viento, que quiere llevarlo lejos, en todos los espacios de protección que le ofrece la amada: los brazos inevitables, la boca, hasta los ojos omnipresentes:
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«Epitalamio», casi al final del libro, redescubre un espacio de memoria reciente y compartida:
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El encuentro
amoroso ha transformado al poeta, y a la mujer que ahora recupera
sus identidades terrestres y marinas: la mujer es agua de las olas,
agua marina, algas, luna nueva, germinaciones que trae el agua a la
tierra seca. Todo ello como inversión rotunda del mar que
era tiempo destructor en las Residencias, y allí
concretamente en poemas como «El sur del
océano». Ahora el sujeto poético se
desacraliza, pierde la solemnidad del autor épico que
había modulado el Canto general, para convertirse
sucesivamente en un tigre, un cóndor o un insecto, que
recorre el cuerpo de la amada, o para crear un autorretrato
imprevisible para quien desde hacía años estaba
jugando al retrato poético y profético de la
solemnidad épica reciente o de la solemnidad
metafísica del tiempo anterior residencial. Neruda, en la
isla, se diseña de nuevo como el adolescente enamorado,
«este torpe muchacho que te
quiere
», en versos que recuerdan la ingenuidad
posromántica, tierna y al tiempo grandiosa de los Veinte
poemas:
Inevitablemente, el mar y la isla, los escenarios habituales de un tiempo lejano de poesía amorosa, han hecho surgir con fuerza al poeta ingenuo que nos quiere contar otra vez, estremecidamente, sólo que está enamorado. En la isla.
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La isla como mito es el segundo recorrido que les propongo. Es fácil encontrarnos con él. En 1973, recién muerto el poeta, aparecieron ocho libros póstumos en la editorial —543→ Losada. Entre ellos La rosa separada, dedicado a un viaje a la isla de Pascua, la Rapa Nui milenaria, con sus cien estatuas, cien enigmas de piedra. Un Neruda tardío, viajero, iniciador de una nueva vida según nos dice, se refugia en una naturaleza insular, en unas esculturas míticas y primitivas, y en grupos de acompañantes que hacen alternarse una nueva óptica que recorre el poemario: los epígrafes «La isla» se intercalan con los epígrafes «Los hombres» hasta veinticuatro presencias. Un escenario y un teatrillo humano reconstruyen la sensación de espacio mítico y vivencial. En la fusión de los dos emerge la isla como poderosa presencia, como pretexto para una nueva presencia. Cualquier lector de La rosa separada hará bien en leer al tiempo cualquier encuentro mítico anterior. Por ejemplo «Alturas de Macchu Picchu». Hay una sensación similar de descubrimiento originario, aunque no hay lugar aquí para el espacio épico que nutrió el encuentro con Macchu Picchu. Porque el encuentro es ahora vivencial. Aunque el poeta anuncia al comienzo, con su solemnidad habitual, que
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El Neruda de
tantos renacimientos, de tantas invitaciones a renaceres
colectivos, emerge de nuevo en la contemplación de las
estatuas de Rapa Nui, quizá sin la solemnidad
metafórica de otras veces, pues éstas, las estatuas,
son reducidas también a «cien
narices de piedra
». Luego están los turistas que
le acompañan, «...pesados
peregrinos / que en inglés amamantan y levantan las ruinas:
/ egregios comensales del turismo [...] / [...] sin más
descubrimiento que la cuenta del bar
».
Parcialmente, la actitud del enunciador poético recuerda la mirada de Martín Adán en su ascenso a Macchu Picchu narrado en su libro La mano desasida. Allí donde el poeta peruano quiso notar en un paraje mítico, más que una llamada de la historia, el sonido de las cámaras kodak de los turistas que le acompañaban. Pero Neruda en cualquier caso es incorregible, y aunque parece que va a deambular por la isla sin la trascendencia que confirió en el pasado a otros encuentros míticos, de nuevo va a interpretarnos el silencio (como hiciera ante Macchu Picchu por ejemplo):
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Para ello le
pedirá perdón a la isla avasallada por
«la profesora de Colombia, el rotario de
Filadelfia, el comerciante de Paysandú
», que
juntaron plata para llegar hasta aquí, y por ello,
precisamente, ante el silencio de la isla, ante el cráter de
Ramu Raraku, ante el légamo inevitable de nuevo, se
convierte en «aprendiz de
volcanes
», distanciándose de los que le
acompañan conforme va escribiendo las páginas del
libro. Emerge otra vez un Neruda mítico, aunque el mito no
genere una épica histórica, aunque lo que esté
narrando todo el libro es la distancia personal con los hombres
epigrafeados, y la asunción vivencial de la isla,
«rosa del océano
»,
«ombligo de oro
»,
«última pureza
»,
«indiferencia —544→
inmóvil en el centro del mar
». A veces el
sujeto poético inicia su tentativa tenaz «de cavar con mis propias manos sangrientas el
destino
», pero la retórica habitual no pasa de
pocos versos.
El Neruda final que los escribe es el que está agotando el propio ciclo poético y vivencial. La isla, que es naturaleza y mito, se contrapone a la actitud turística de los que la recorren con él. Mientras tanto, textualmente, él queda aislado de éstos, se distancia, se intenta trascendentalizar para convertirse en interpretador del mito. Pero quizá no tenga fuerzas para convertir el mito en historia. Y desde luego no intenta convertirlo en un recurso épico otra vez. Afortunadamente, porque se hubiera reiterado del todo, porque sólo tiene fuerzas para contar que ha vuelto a Rapa Nui, que está rodeado de gente extraña, y que añorarán todos, cuando partan, aquella pureza. La de la isla.
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Un texto importante aparece necesariamente en medio de los dos que he señalado. Se trata de Memorial de isla negra. La obra se publica en 1964. No hace falta que explique que el memorial no procede ni de una isla ni mucho menos de una isla negra. Una zona costera, y turística ahora, que intenta hacer su oferta basándose en Neruda y en la casa y la memoria del poeta son la última actualidad que conozco de la falsa isla de la memoria.
El memorial: Neruda ha cumplido sesenta años cuando lo publica. Es una forma de regalarse en su aniversario: reconstruir el pasado y la juventud ya distante a base de amores, historia, Rangoom, España, Chile, amigos, recuerdos precisos, en una poesía impetuosa, coloquializada, llena de referencias explícitas y de guiños hacia la obra anterior. Cualquier taxónomo de intertextualidades nerudianas hará bien en no perder de vista el Memorial de Isla negra cuando quiera repasar los momentos precedentes. Comprobará así que el hábitat memorial nerudiano es un recuento pormenorizado de los motivos centrales de la poética anterior, como autobiografismo aquí, como memoria personal, como contraseña que en prosa sustentó la escritura de Confieso que he vivido. Si en la obra identificamos más a las mujeres y la experiencia de los Veinte poemas, llamadas ahora Terusa y Rosaura, a Josie Bliss, la birmana con la que convivió en Rangoom, a Delia del Carril, en la experiencia española, es porque identificamos múltiples situaciones, naturalezas, historias, tiempos, que estos nombres contribuyen a densificar. Núcleos históricos de su poética se construyen alrededor de series llamadas «Amores» que identifican otro clima emocional que el de la historia.
La memoria de
Neruda es aquí una construcción que se basa en todos
los casos en centros de amor, en experiencias que
acompañaron, por ejemplo, a la historia. Recuerdo, por
ejemplo, la evocación de Delia del Carril en la guerra civil
española, llamada una paloma en el viento iracundo,
simbolizado por la entrada de Franco «en
su carro de esqueletos
».
La falsa isla de la memoria nos conduce por eso al final a una isla real. La última serie enunciada de «Amores» nos lleva al nombre de Matilde, y a Los versos del capitán, en un poema que se titula así, o a «Los amantes de Capri», o a la «Descripción de Capri», o finalmente al regreso a Chile de los dos. La falsa isla de la memoria ha reconstruido otra vez un espacio vivencial que es un espacio de amor. Creo que es el del mejor Neruda. Quizá porque en ese espacio confluyen casi siempre todos los demás: naturalezas, historias, metafísicas y aniquilaciones del tiempo obtienen una última medida por el amor, construido aquí como memoria. De nuevo como memoria en la isla.