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Neville secreto

Santiago Aguilar





En los últimos años el interés por la obra cinematográfica de Edgar Neville ha conocido un importante incremento. Los canales digitales y las cinematecas revisan cada tanto su obra y hemos de felicitarnos por ello, porque las películas de Neville son de lo más apto para reconciliarnos con nuestro pasado cinematográfico. Sin nostalgias; sencillamente por el disfrute que proporcionan, por su capacidad para hablarnos de tú a tú sin engolamiento ni afectación. A este revival se añade el interés crítico que ha propiciado la publicación de biografías, reediciones de sus obras, monografías, capítulos completos en estudios más amplios e, incluso, documentales. Los análisis y las reposiciones suelen centrarse en una decena de títulos, habitualmente los comprendidos entre 1944, cuando dirige La torre de los siete jorobados, y 1950, año de realización de El último caballo, con un estrambote testamental compuesto al final de esta década por El baile (1959) y Mi calle (1960). Domingo de carnaval (1945) y El crimen de la calle de Bordadores (1946) formarían una trilogía criminal del Madrid castizo con la adaptación de la novela de Emilio Carrere y, como un islote, quedaría acaso su obra más redonda, La vida en un hilo (1945). Por su parte, la rareza en el panorama folklórico español de Duende y misterio del flamenco (1952) la ha convertido en objeto de culto.

Lo que te propongo, hermano lector, es precisamente un recorrido por lo que no suele verse en las pantallas ni se aborda en las monografías generales. No se trata de que uno quiera dárselas de rarito sino de que existe una porción de la obra de Neville prácticamente invisible a causa de su precario estado de conservación o, incluso, por la desaparición de copias y negativos. La parte oculta del iceberg es lo que he bautizado como «Neville secreto».

Edgar Neville se acerca al cine con un bagaje literario y unas ganas inmensas de comerse el mundo. Escribe desde principios de los años veinte en las revistas del humor nuevo: Buen Humor y Gutiérrez. Reúne sus colaboraciones en un librito que edita la imprenta Sur, de Manuel Altolaguirre, en 1926. Ha intentado también el asalto a los escenarios con su amigo José López Rubio y ahora vive obsesionado con el cine. Igual que un día de su adolescencia decidió que debía escribir para expresar las sensaciones que le produjera una faena del torero Juan Belmonte, otro resuelve dedicarse en alma, ya que no en cuerpo, al cinematógrafo. Si las películas de Chaplin le habían excitado hasta lo indecible, la belleza de Greta Garbo en Flesh and the Devil / El demonio y la carne (Clarence Brown, 1926) le marca para siempre.

Por ello, cuando tiene la posibilidad de viajar a Estados Unidos, como secretario de la Embajada de Washington, se embarca a ciegas. Allí terminará su primera novela, Don Clorato de Potasa (historia de un hombre que se reía mucho de todo), dedicada a Ramón, a Belmonte y a Chaplin, la santísima trinidad nevilliana. En su primera misión diplomática, Neville tiene dos objetivos: ver todas las películas que pueda y escaparse durante los tres meses de vacaciones a la Costa Oeste. Nunca antes ha tenido tanto sentido como para él en ese momento la sobada metáfora de «Meca del Cine».

Para cubrir la primera de sus ambiciones envía a la revista La Pantalla sus crónicas de espectador de cine irredento. Merece la pena echarles un vistazo porque Neville llega a Estados Unidos a principios de 1928, en el momento de la eclosión del cine «hablado». El vitáfono le aburre. «Resucita géneros justamente relegados al olvido por la moderna generación: las óperas, las romanzas, los cuplés. Hay que oponerse al vitáfono», afirma con severidad. Las estupendas canciones interpretadas por el embetunado Al Jolson en The Jazz Singer / El cantante de jazz (Alan Crossland, 1927) no le compensan del ruido apabullante de otras películas en las que la posibilidad de articular palabras desvela que «no hay nada que decir, como en el teatro». Neville se morderá la lengua cuando vea los trabajos sonoros de Rene Clair y las primeras operetas de Ernst Lubitsch. Además, con escasa capacidad de anticipación, advierte que, como los actores sólo pueden hablar en su idioma, la implantación internacional del invento es más que dudosa. En breve, su incorporación profesional a los estudios cinematográficos tendrá como objetivo poner remedio a esta situación.

Entre sus ídolos, por encima de todos, Chaplin. Si el vagabundo es el rey, Buster Keaton es el príncipe de la comedia. Steamboat Bill jr. / El héroe del río (Charles F. Reisner, 1928) le deslumbra. Frente a las secuencias de gran producción -la del huracán, la fachada que se desploma sobre él o el barco a la deriva- Neville queda cegado por la sencillez y el ritmo de la escena de la sombrerería, en la que Keaton debe reemplazar su ridícula boina de estudiante urbano por un tocado más adecuado a la dura vida del río.

Para la alta comedia resulta imprescindible la elegancia de Adolphe Menjou, pero le interesan, sobre todo, ellas. La primera, sin duda, Greta Garbo, en cuyas películas busca revivir la epifanía de El demonio y la carne. Y luego, las piernas de Billie Dove, la belleza de Bebe Daniels y la simpatía de Thelma Todd o Louis Brooks. Dos compatriotas que intentan abrirse paso en la norteamericana industria del cine -Andrés de Segurola y María Casajuana- reciben tratamiento especial.

Contundentes las dos líneas dedicadas a The Big City / Los antros del crimen (Tod Browning, 1928): «Una banda de ladrones, una ingenua, el buen ladrón, Charles Murray... Termina mal: se casan». El Charles Murray de la reseña es, en realidad, James, al igual que un tal D. Wark que figura como director de «Tambores de amor», Drums of Love / Su mayor victoria (1928) no es otro que el articulador del lenguaje cinematográfico, David Wark Griffith. La descripción que Neville hace de esta última película prefigura su Correo de Indias (1942): «Interesante argumento desarrollado en un fantástico virreinato sudamericano en la época colonial, que roza la españolada, pero graciosamente, sin herir. Magnífica interpretación y dirección, buenísima fotografía. Detalle interesante: en esta cinta se dan los besos más largos de la temporada. La censura española puede afilar sus tijeras».

A la Carmen de Dolores del Río -The Loves of Carmen / Los amores de Carmen (Raoul Walsh, 1927)- no duda en pronosticarle, si se estrena en España, un gran éxito... cómico. «Carmen se echa las cartas con una baraja inglesa (no hubo tiempo de enviar por otra, dicen ellos), las mujeres de Sevilla visten como las napolitanas de opereta, el torero Escamillo, el atlético y americanísimo MacLaglen -al que Neville ensalza como actor en otras ocasiones- viaja en carroza, se ducha en su palacio magnífico, tiene que besar a los niños que las mujeres del pueblo le presentan con devoción religiosa y es amigo de un gobernador tan deliciosamente absurdo y estrafalario que parece de verdad».

Frente a la preocupación teórica de sus coetáneos Tony Román o Rafael Gil cuando escriben de cine, Neville parece lanzarse al cinematógrafo como a las piscinas de Los Ángeles, sin más preocupación que la de disfrutar del chapuzón. No obstante, puntualmente, dejará traslucir sus intereses: «En las adaptaciones de obras de teatro y de novelas o se destruye por completo la obra básica, y salen bien, o son un desastre cinematográfico. El cine es precisamente lo contrario de la literatura».

Su segundo objetivo es Hollywood. Algunas de sus luminarias -Dolores del Río, Lya de Putti- ya han estado a su alcance como entrevistador de lujo, pero ahora es la aristocracia de la Costa Oeste al completo -Douglas Fairbanks y Mary Pickford, el magnate de la prensa Hearst y su novia Marion Davis, las hermanas Talmadge y, por supuesto, Chaplin- la que le abre de par en par las puertas de sus mansiones con piscina y criados japoneses. Casi todos ellos han aparecido en sus crónicas como mitos inalcanzables. ¿Qué siente Neville al comer con ellos y besarlas a ellas? Al cabo de los años confesará que son los momentos más intensos de su vida y probablemente los más felices. Pero la felicidad se acaba. Debe regresar a España. No obstante, los contactos que hace allí trabajan por él y, en cuanto se abre la veda de talentos para realizar películas sonoras en múltiples versiones idiomáticas, vuelve a Los Ángeles, pero ahora con un contrato en el bolsillo.

No tengo conocimiento directo de las películas de las que fue directamente responsable en los platós de la Metro Goldwyn Mayer. El presidio (Ward Wing, supervisión de Edgar Neville, 1930) pasa por ser la mejor de ellas. Siguiendo el patrón marcado por The Big House (George Hill, 1930), Neville supervisa -palabra ambigua donde las haya- la realización en versión española. Se hace cargo tanto de la traslación de los diálogos como de la dirección de actores. Al mismo tiempo, el reputado Paul Fejos se hace cargo de las versiones en francés y alemán. Charles Boyer protagoniza la francesa, titulada Révolte dans la prison (Paul Fejos, 1930). En el documentado y pionero estudio de Heinink y Dickson, Cita en Hollywood, se hace constar que las tres interpretaciones del mismo argumento se proyectaron consecutivamente en el estreno, en el cine Royalty de Madrid, el 5 de octubre de 1931.

José Crespo y Luana Alcañiz -relatará veinte años después Neville en ABC- formaban parte del elenco desde el principio. Sin embargo, para el papel de Butch el departamento de selección de repartos de la Metro enviaba a toda clase de tipos capaces de realizar una mudanza, pero que habían conseguido la cualificación como actores hispanos contestando simplemente «Sí, señor» a cuanto se les preguntaba en el estudio. El resultado es que para las pruebas pasaron griegos, alemanes y hasta «un admirable indio sioux de las llanuras de Nuevo México». Por fin apareció un cantante de ópera, grueso, fornido y lleno de simpatía: Juan de Landa, que desde luego interpretó admirablemente el papel de Wallace Beery.

Parecido cometido tendría Neville en la confección de la versión de Way For a Sailor (Sam Wood, 1930), titulada En cada puerto un amor (Marcel Silver, 1931), aunque en esta ocasión la dirección de diálogos recayera en el chileno Carlos F. Borcosque. En ambos casos se trata de melodramas cuyos escenarios están perfectamente retratados en el propio título y por los que Neville no siente especial predilección. Aparte de la traducción de los diálogos y la dirección de actores, poco más puede hacer el frustrado creador. Describe a sus amigos en España el deslumbramiento; les cuenta un argumento que quiere realizar: un foco de un plató se enamora de una estrella cinematográfica y su luz la persigue a todos lados. Chaplin le alienta, pero la realización de la película en aquel contexto resulta tan inverosímil como que Jardiel Poncela consiguiera plasmar, en castellano ripiado, unos años después Angelina o el honor de un brigadier (Louis King, 1935).

Eso sí, Neville sigue siendo uno de los miembros más simpáticos de la colonia española y pronto está rodeado de amigos: Conchita Montenegro, Antonio de Lara, Tono, José López Rubio, Eduardo Ugarte...

En el plató donde Chaplin rueda City Lights / Luces de la ciudad (Charles Chaplin, 1931) se calza un uniforme de policía y hace un pequeño papel que queda en la sala de montaje, perdido entre los miles de metros que el cómico londinense descarta. Mientras tanto, la Metro Goldwyn Mayer está intentado resolver las consecuencias de la depresión económica de 1929. Según el relato de Neville, Louis B. Mayer reúne en el plató más grande a los tres mil empleados del estudio y les dice que hay que apretarse el cinturón. «Al día siguiente comenzaron los despidos: salieron una mecanógrafa y dos botones; luego ya no despidieron a nadie más porque, por lo visto, con esos tres sueldos de economía, la casa se había puesto en pie de nuevo». Lo que sí que desaparece son los departamentos internacionales.

José Luis Borau ha estudiado en profundidad los vaivenes de su relación con Harry d'Abbadie d'Arrast, quien fuera ayudante de dirección en The Gold Rush / La quimera del oro (Charles Chaplin, 1925) y desde entonces ha desarrollado una interesante carrera como director de comedias sofisticadas. Durante un viaje en tren a Nueva York, ambos intentan escribir una película que debía protagonizar Maurice Chevalier. Cuando Neville regresa a Hollywood, abandonado el proyecto, «allí sólo quedaba Tono. A todos los demás les habían comprado el contrato y se habían vuelto a España, pero a Tono se lo habían renovado, porque nadie sabía en calidad de qué estaba allí, si de guionista o de actor o de director... Tono estaba allí de amigo de Conchita Montenegro y mío. Una vez que Tono se hubo gastado el dinero en un perro que se trajo y en un golf miniatura que se le olvidó allí, nos volvimos juntos a Europa jugando al backgammon y peleándonos. Y con veintitantas maletas cada uno».

Más adelante detallaremos los primeros escarceos de Neville con los productores españoles. Vamos a quedarnos por ahora, al hilo de los personajes que nos salen al encuentro, en su colaboración con d'Arrast, que, tras varios proyectos inconclusos, culmina con la realización en España de La pícara molinera (1934) en triple versión idiomática.

Una vez más nos encontramos con una película perdida -al menos hasta hoy-, pero en este caso existe un volumen razonable de documentación. José Luis Borau reproduce en su libro el guión de rodaje y otros documentos de producción, gracias a los cuales sabemos que la película, basada en la leyenda de la molinera de Arcos, era un proyecto sugerido por Neville a Ricardo Soriano, Marqués de Ivanrey. La historia, muy popular en la versión de Pedro Antonio de Alarcón, narra la doble burla amorosa entre la pareja de molineros y la de corregidores. La responsabilidad de la dirección recae en d'Arrast.

Casualidades de la vida: uno de los pocos actores profesionales con que cuentan es Victor Varconi, al que Neville había puesto a caer de un burro como corresponsal de La Pantalla en Broadway. El resto son amigos. Santiago Ontañón -proveniente de París- se encarga de diseñar los decorados e interpreta el molinero. Su figura oronda será familiar en los platós republicanos y, después de su exilio argentino, regresará a España como escenógrafo de la mano de Alberto Closas. Su cara lunar continuará haciéndose presente en las pantallas hasta la década de los setenta en papeles de prohombre, de tipo bonachón o de glotón insaciable. Pedro Lazaga y Fernando Fernán-Gómez recurrirán a él como actor de reparto, aunque a nuestros intereses sirve mejor su intervención en la última película de Neville. En Mi calle encarna al lechero que un día de Carnestolendas sale vestido de destrozona solanesca y, con la desazón de que todo el mundo le reconozca bajo el disfraz, termina renunciando al Carnaval.

El escritor Benjamín Jarnés argumenta que con La pícara molinera es la primera vez que España -no la monumental ni tampoco la pintoresca, sino la España de los que reclaman justicia a los poderosos-, se abre paso hasta la pantalla. Identifica esta polarización con las coordenadas topográficas del palacio y el molino y, precisamente, atribuye a la figura interpretada por José Martín esa cualidad dinámica de enlazar los dos mundos en una especie de tema musical recurrente. Martín es un condiscípulo de Neville, socio de aventuras literarias primerizas, su secretario en los primeros tiempos y jefe de producción para Edgar Neville Producciones Cinematográficas.

Una vez finalizada la fase de producción de La pícara molinera y con un cometido demasiado rutinario en la mecánica diaria del rodaje, Neville hace dejación de sus funciones y se dedica a pasear por Madrid a cuanto amigo norteamericano recala en España. La crítica es unánime en su aplauso y Neville capitaliza personalmente buena parte del éxito. Hasta ese momento sus intentos de realizar cine en España han tenido desigual fortuna.

Yo quiero que me lleven a Hollywood (1931) es un mediometraje con ínfulas de largo rodado a empellones por la iniciativa intermitente de la empresaria y pionera de la dirección cinematográfica femenina en España, Rosario Pi. Neville evita en ocasiones incluirla en su filmografía. Poca gloria podía aportarle esta película hecha de retazos que se sonorizó en París con un sistema de discos sincronizados y a la que el crítico Juan Piqueras no dudó en calificar de «pornografía» levemente encubierta. De la película se conserva la partitura -la canción se hizo, al parecer, bastante popular- y unas curiosas imágenes de su rodaje en el Palacio de la Prensa, en las que aparece el charlista Federico García Sanchiz rodeado por un grupo de bellas aspirantes a estrellas. Película de debuts -la productora Star Films, Neville como director en España-, en ella hacen sus primeras apariciones en la pantalla el barman Perico Chicote y el dibujante Enrique Herreros, compañero de La Codorniz en la siguiente década, que realiza entonces la publicidad de Filmófono y tiene su estudio en el local utilizado como improvisado plató.

No menos fragmentario es lo que nos queda del Falso Noticiario (1933) -o en plural, porque podría haber tenido continuación seriada-. ¿Fueron varias noticias en una única edición o varias ediciones de única noticia? Las reseñas y comentarios son contradictorios. Queda el testimonio de una foto estupenda en la que vemos a Ontañón y, a su vera, al escuchimizado Enrique Jardiel Poncela, rodeados de otra serie de personajes, todos muy serios, vestidos de luto, ante el cementerio en el que dirán su último adiós al finado a golpe de romanza de zarzuela. Otros reportajes tratarían de la solemne inauguración de unos urinarios públicos, del reparto de premios en un colegio de sordomudos y de la jornada del Día de la Flor, en la que las postulantas hacen huir hasta a las estatuas de sus pedestales. De nuevo Piqueras tira con bala. Le parece poco más que un astracán. Augusto Ysérn no es mucho más magnánimo con la broma en las páginas de Popular Film. La conciencia de clase del crítico le impide valorar el juego cómico -el propio Neville reconoce que se trata de una película de este género y no humorística- y exige a los cineastas españoles que realicen primero el noticiario verdadero que lleve a la pantalla la realidad contemporánea. Más indulgente se muestra el comentarista de ABC, que salva el episodio de la Fiesta de la Flor, «abundante en rasgos de fina comicidad».

Juicios críticos aparte, nos quedan los testimonios de los colaboradores en el rodaje y, entre ellos, el menos conocido del humorista Antoniorrobles, quien asegura haber participado en un pase de modelos masculinos donde habría figurado «pasando» el traje de obispo -¡ay, Roma felliniana!- y el pintor falangista Ponce de León, ropa interior de caballero. Ponce de León intervendrá también en Do, re, mi, fa, sol, la, si o la vida privada de un tenor (Parodia de zarzuelas) (1934), de la que sólo he encontrado un puñado de fotografías. Este cortometraje fue producido por la CEA y rodado en sus recién creados estudios. El argumento gira en torno a la atribulada vida del hijo del tenor y la tenora, obligado a dar clase de canto a todas horas. Neville reciclaría el asunto en La Codorniz, en agosto de 1941, con el título de «El hijo del tenor», aunque con elementos más disparatados. Cuando leí el relato por primera vez se me quedó grabada esta descripción del coro de labradores por su fuerza tragicómica: «La mitad son mujeres y todos tienen ese aspecto melancólico y cansado que tenían los coros de las zarzuelas del antiguo Apolo». Aunque también es posible que fuera un refrito de algo publicado con anterioridad. No sería la primera vez.

Estas dos películas componen en realidad un díptico y son -como harían poco más adelante Eduardo García Maroto y Miguel Mihura con la trilogía Una de... (1934-1935), los hermanos Mihura con Don viudo de Rodríguez (1936) y Jardiel con su serie Celuloides cómicos (1936-1938)-, la trasposición de lo que están haciendo desde las páginas de Gutiérrez. La analogía no está traída por los pelos ni mucho menos. Los dos cortometrajes de Neville utilizan formatos ya probados en las revistas de humor y no es difícil encontrar equivalencias entre los falsos reportajes periodísticos sobre los tópicos más abracadabrantes con los episodios del Falso noticiario, ni entre las parodias de todo género -hasta bíblicas- que sirvan de caldo de cultivo a Do, Re, Mi...

El primer trabajo de Neville en formato largo lo realiza para Saturnino Ulargui, el arquitecto riojano tan activo en estos años. Se trata de una adaptación de la novela más popular de Wenceslao Fernández Flórez: El malvado Carabel (1935). El argumento lo doy por conocido: un pobre hombre, a fuer de bueno próximo a la estulticia, intenta una vida de delincuencia para la que tampoco está dotado. El final constata el fracaso de la carrera criminal de Amaro Carabel. La última vuelta de tuerca es una poesía escrita por el huérfano reclutado para asistirle en sus actividades delictivas cuyo primer verso reza: «Las estrellas encienden sus cigarrillos». Amaro se lleva las manos a la cabeza; han acogido a un poeta surrealista, tendrán que alimentarlo durante toda la vida.

A falta de copias de la película durante muchos años hubimos de conformarnos con aquella sentencia lapidaria de Neville en la que aseguraba que el productor le había obligado a meter, en el último rollo, una fiesta de alta sociedad que le sentaba a la película «como a un Cristo una pistola». Por suerte, en una de esas vueltas que se le dan a las películas en soporte inflamable en el voltio de Filmoteca Española, aparecieron siete minutos que comprenden cuatro escenas más o menos completas y de las cuales sólo dos proceden parcialmente de la novela. Además del magisterio reconocido de Fernández Flórez y Julio Camba como humoristas sobre todo el grupo generacional de Neville, aparece aquí claro uno de los puntos que, sin duda, le sedujeron a realizar esta adaptación. La relación entre Carabel (Antonio Vico) y el niño (Pepito Ripoll) nos remite, incluso visualmente, a la de Charlot con Jackie Coogan en The Kid / El chico (Charles Chaplin, 1921). De esta subtrama sólo se conserva el encuentro con el arrapiezo ante la churrería, pero la filiación es indudable.

En el atraco a mano armada a un vecino de Cuatro Caminos, «el amigo de Rebollo», se dan la mano la adaptación directa y la querencia de Neville por el gag visual. El jocundo atracado (Juan de Landa) no puede contener la risa ante la inoperancia de Carabel, sobre todo cuando éste cae en una zanja y prosigue con sus amenazas como si tal cosa. Sin embargo, donde Neville echa el resto es en la escena que tiene lugar en la tienda de cajas registradoras «Automátic, a prueba de ladrones». El propietario le deja al cargo del comercio para acudir a la maternidad donde su señora está dando a luz. Ocasión de oro para Carabel, que debe encontrar entre aquella exposición de registradoras cuál es la caja buena, la que guarda la recaudación. La cámara sale al exterior, desde donde escuchamos las campanillas de las cajas que el aprendiz de ladrón abre una tras otra con creciente desespero. Elemento de suspense: el propietario regresa. Desde el interior contemplamos cómo Amaro lo ha escuchado desde la puerta y tiene que cerrar todas las registradoras antes de que lo descubra. Lo logra in extremis. El comerciante se congratula por la buena nueva -acaba de ser padre de unos gemelos- y le ofrece un purito para celebrarlo. Ahí, en la tabaquera, está la recaudación. Perplejidad de Carabel, pero es que el vendedor no se fía del producto que comercializa.

El otro título prebélico es La señorita de Trevélez (1936), que se conserva muy incompleta, con numerosos saltos que hacen difícil su visionado. De los ochenta minutos declarados, quedan sólo cuarenta y cuatro. La adaptación de la obra de Carlos Arniches es más fiel al espíritu del autor que a la obra en sí. Con no ser considerada por el sainetero una de sus «tragedias grotescas», Neville acentúa estos rasgos, conjugándolos una vez más con elementos de comedia slapstick -léase, tartazo y batacazo-. Las situaciones cómicas de porrazo y desencuentros se suceden. Cuando Numeriano Galán (Nicolás Rodríguez) sigue a Araceli (Antoñita Colomé) por la calle y le envía un beso, resulta que ella ha doblado la esquina y el que lo recibe es un vendedor de globos. La escena de amor se sitúa en un desván con muebles viejos; un sofá cojitranco que les envía al suelo cada vez que intentan una aproximación -Don Juan hubiera perdido la apuesta con Luis Mejía si hubiera tenido que cortejar a doña Inés en uno igual-.

Otras actrices de la época son capaces de interpretar en registro de alta comedia, aquéllas son más adaptables al modo popular. Ninguna como la vivaracha Antoñita Colomé, una de las presencias más castizamente cosmopolitas del cine republicano, para dar el tono exacto que Neville había encontrado en las heroínas de Lubitsch. Los recuerdos de la Colomé sobre sus rodajes con Neville no podían ser más placenteros. Aunque advierte que era menos metódico que Benito Perojo, lo define como un hombre de intuiciones certerísimas, capaz de focalizar una escena a partir de un detalle nimio.

Alberto Romea sobrepasa con mucho el cliché en su interpretación del atribulado don Gonzalo y da abundantes pruebas de bravura interpretativa. La escena muda en la que se dedica a seleccionar el objeto más contundente de la sala con el que descalabrar a Picabea, habla bien a las claras de la confianza de Neville en sus actores y en su propia pericia como realizador. En parecidos términos está concebido el número de magia fallido, que le sirve a Neville para colar de rondón una greguería: «la tortilla de relojes, tortilla que da la hora, señores».

Como siempre, Neville mima a los intérpretes de reparto, tanto o más que a los protagonistas. Del lado de los miembros del Guasa Club destacan, por encima del urdidor de la broma, Picabea y Torrija, pero es que están interpretados por Luis Heredia y Freyre de Andrade, comediantes de raza, que ya habían destacado en el cinematógrafo como secundarios de lujo. A ellos se deben muchas de las carcajadas provocadas por la adaptación de otra obra de Arniches -Don Quintín, el amargao (Luis Marquina, 1935)-, supervisada por Luis Buñuel en el seno de Filmófono.

La señorita de Trevélez se estrena el 27 de abril de 1936. El golpe militar del 18 de julio da al traste con los planes cinematográficos de Neville. Durante la Guerra Civil, tiene sus más y sus menos con los estamentos oficiales -lo aclara Ríos Carratalá en su apunte biográfico-, pero se pone a las órdenes de Dionisio Ridruejo en la oficina de Propaganda. Además de sus colaboraciones en Vértice -que dan lugar a una colección de relatos bélicos- y La Ametralladora -con participaciones diversas entre las que merece la pena destacar la serie sobre «Las mentiras del sargento Botella» más por su continuidad que por su calidad- realiza tres cortometrajes de propaganda para el recién creado Departamento Nacional de Cinematografía. El primero de ellos, rodado en la Ciudad Universitaria de Madrid, todavía tiene el interés de la actualidad y algún atisbo de la vida cotidiana en las trincheras. Juventudes de España (1938) ni eso. Es un reportaje anodino sobre el hermanamiento de balillas y flechas. Incluso la resolución de la demostración gimnástica que tan buen resultado plástico habría dado a Leni Riefenstahl está resuelto sin pulso. No obstante, La Ciudad Universitaria (1938) se puede leer como la película de la nostalgia madrileña. Sé que es difícil compartirlo cuando estamos hablando de un frente de batalla tan castigado como éste, pero siempre me ha parecido que tras el temblor del teleobjetivo de la cámara de Enrique Guerner en su afán por alcanzar el edificio de la Telefónica está la voz de Neville: «Más cerca, más. Acércate. Casi parece que podamos tocarla, ¿verdad?». Lo confirmaría un artículo publicado en el Diario Vasco con motivo de la Navidad de 1938. «Podemos pasear nuestro espíritu por la ciudad: nuestra memoria nos traerá imágenes de escaparates que concretan una época: desde el barco de hojalata, varado en la vitrina del fontanero de la calle de Serrano, hasta las caretas carnavalescas de Casa Thomas». Prueba del interés de Neville en el asunto es que el frente de la Ciudad Universitaria será inmediatamente recreado en la novela corta Frente de Madrid -a cuyo protagonista la contienda le proporciona, por momentos, la «excitación de una prueba deportiva»- y, poco después, en la película homónima de producción italiana.

Pero no adelantemos acontecimientos. Como vehículo de propaganda el reportaje más eficaz es ¡Vivan los hombres libres!. Ridruejo ha contado en sus memorias la llegada a Barcelona con la vanguardia del ejército de Franco, cargados de selectísimo pan blanco, «el mismo que, por sugerencia de Neville, habían arrojado a veces los aviones sobre Madrid y Barcelona, porque Neville, con segura reflexión materialista, pensaba que un buen panecillo era más convincente que un centenar de panfletos». Neville forma parte de la vanguardia -esta vez en sentido estricto- y rueda este reportaje con someras dramatizaciones. Hay aquí una labor de puesta en escena y montaje que está ausente de otros trabajos de urgencia. Sobre el mismo asunto publica un artículo en Vértice. «La cheka de Vallmajor» es un alegato en contra de los visitantes internacionales que bailan y meriendan en el Ritz mientras en las cárceles del bando republicano se tortura. El suelto de Neville es un memorial de los horrores de la guerra. Dos frases parecen resumir la impresión que en Neville causa el descubrimiento de la checa. Un prisionero francés ha grabado con el mango de la cuchara en el muro de su celda una carta de amor: «Mon cher petit chou: Si tu avais comme je suis triste sans toi...». La otra, escrita por los carceleros en lo que le parece una ironía insoportable, da título al documental: ¡Vivan los hombres libres!.

Poco tienen que ver estas checas con las descritas por Agustín de Foxá o las que retrata Arévalo en Rojo y Negro (Carlos Arévalo, 1942), película que junto con Frente de Madrid (1939) tendrá la virtud de levantar ampollas en los gerifaltes del nuevo estado. Neville se hace más o menos responsable de tres títulos durante su estadía italiana, de los que Frente de Madrid es el más representativo de sus intereses por estar basado en un relato propio. No voy a hablar por extenso de esta producción italiana porque está en trance de ser recuperada y será más fácil hacerlo con la obra a la vista. Antonio Román asegura desde las páginas de Radiocinema que la película tiene las virtudes y defectos «del celuloide americano. A la poca consistencia ideológica se oponen un magnífico ritmo y un sentido del cinema que nunca habíamos podido acusar en una producción española».

El ritmo productivo de Neville está marcado en este momento por los conflictos bélicos. Si salió de España a causa de la Guerra Civil, regresa a ella al implicarse Italia en la Segunda Guerra Mundial. Allí ha realizado también la versión cinematográfica de la novela de Armando Palacio Valdés, Santa Rogelia, una santa laica atormentada por su amor adúltero en el escenario de la minería asturiana. Neville se atribuyó siempre la realización de la versión española, Santa Rogelia (Roberto de Ribon, 1939), aunque en las fichas sólo consta como supervisor. Los diálogos en castellano están escritos al alimón con César González Ruano, pero no hemos podido escucharlos. Si podemos hacerlo con la versión italiana, Il peccato di Rogelia Sánchez (Carlo Borghesio, 1939), en la que Neville aparece de nuevo acreditado como supervisor. El reparto es el mismo, con el viejo conocido Juan de Landa en el papel del minero alcohólico y celoso. Neville le proporciona varias ocasiones de lucir sus dotes líricas, aunque no deja de resultar chocante escucharle entonar, entre diálogos doblados al italiano, el «eres alta y delgada como tu madre, pero tienes bigote como tu padre». Melodramática sin concesiones, hay que alabar el buen gusto de su puesta en escena en la sobria resolución de los dos hechos violentos que jalonan el primer acto. También el reencuentro final, se produce fuera de campo, por lo que resultan más que creíbles las quejas de Neville a propósito del estilo interpretativo alambicado y poco natural que el productor pretendía obtener de los actores de La muchacha de Moscú, versión española de Sancta María (Pier Luigi Faraldo, 1941), publicitada como «la primera película antibolchevique italiana». Frente de Madrid y La muchacha de Moscú tienen para Neville el valor indudable de lanzar a Conchita Montes, su compañera de por vida, como actriz cinematográfica. Además, el rodaje de la última le pone de nuevo en contacto con un viejo conocido, el productor Saturnino Ulargui, uno de los más activos promotores de las películas españolas rodadas en Italia y Alemania.

Ulargui estrena en España La muchacha de Moscú en la primavera de 1942, pero el emprendedor riojano ha llegado a un acuerdo con los estudios Orphea de Barcelona y, además de poner en marcha la adaptación de José López Rubio de La malquerida benaventina, abortada por el golpe del 18 de julio de 1936, encarga a directores afines -el mismo López Rubio, Neville, Claudio de la Torre- una serie de cortometrajes musicales a partir de temas de Rafael de León y el maestro Quiroga. En el seno de esta producción, genéricamente conocida como «Canciones», hay una perla escondida.

Verbena (1941) es una de las películas más interesantes de Neville. A pesar de sus treinta minutos, de lo exiguo del decorado y del pie forzado de las canciones que debía interpretar Maruja Tomás, en Verbena nos reencontramos, después de casi seis años, con el Madrid -bien que reconstruido en el estudio de Montjuic- de los cuadros de Maruja Mallo, de la destilada Esencia de verbena (1930) de querencia vanguardista y estirpe ramoniana, firmada por Ernesto Giménez Caballero, del paisaje popular recreado por Benito Perojo para La verbena de la Paloma (1935). Aquí se dan la mano la parada de los monstruos con el ambiente castizo de barracas anotado por José Gutiérrez Solana en su España negra y sus apuntes de Madrid, escenas y costumbres. La Verbena de Neville toma su argumento de un cuento propio publicado en la Revista de Occidente en febrero de 1928. Es sólo una excusa que, a partir de una trama policiaca, recrea una serie de viñetas caras al humorista prebélico. En otro lugar de este libro se menciona la humorada surreal de colocarle a una cupletista francesa una barba de santo apóstol. A su lado, La parrala (1941), el otro cortometraje firmado por Neville para la serie, se queda como desvaído. La invocación al cantaor «el gran Silverio» -que volverá a aparecer en El crimen de la calle de Bordadores y tan presente en Duende y misterio del flamenco- no termina de cuajar y todo tiene un aire desangelado. Neville no se encuentra a gusto en estas calles encaladas con rejas, claveles y luz de luna de las que tanta burla ha hecho en sus artículos. Y eso que, al fin y al cabo, se trata de un corto. Cuando más adelante se enfrente a la temida adaptación de una obra taurina de El Caballero Audaz cuajadita de tópicos -El traje de luces (1946)-, Neville argumentará en su descargo que en la película no se escuchan más de treinta «olés».

Café de París (1943) está mutilada. Sólo se conserva la segunda mitad, procedente de una copia que guardaba un coleccionista particular. Para tener un conocimiento aproximado de lo que ocurre en la primera hay que recurrir a la novelización que publicó al calor del estreno Hispano Americana de Ediciones, en Barcelona. Comienza con la subasta de los bienes de la familia de Carmen (Conchita Montes), codiciado tanto por unos labriegos enriquecidos de Ciudad Real como por un enigmático hombre de negocios. Éste puja por un medallón que luego le regala. Los parientes manchegos caen en el colmo de la ordinariez, que para Neville consiste en comer huevos fritos con cuchillo, así que Carmen marcha en tren a París, donde espera encontrar trabajo gracias a unos conocidos de su padre. La dirección resulta ser la de un garito y, en busca de un alojamiento, Carmen viene a caer en una buhardilla «bajo los techos de París». Aquí es donde Neville se encuentra más a gusto. Para el grupo de excéntricos reúne a sus actores favoritos: Julia Lajos, Joaquín Roa, Mariana Larrabeiti, Manuel Requena... Su amigo Miguel Mihura está introduciendo pinceladas de humor codornicesco en sus trabajos como guionista para Antonio Román o Benito Perojo. Neville, más atento al dibujo general de la película y al matiz en la interpretación, tampoco renuncia a ellos. Roa es un pintor que sólo pinta bodegones de comestibles que ofrece a los comercios del ramo con tal de poderse comer el modelo. El orondo Requena es su admirador, una especie de agente a la caza de alimentos visualmente sugestivos. El pintor se apellida Landusky, pero es que «había que llamarle de algún modo y en Polonia gastan estas bromas». Colette (Julia Lajos) se autojustifica: «Llevo cuarenta años sin decidirme por una ocupación definida. Soy una espectadora de las ocupaciones de los demás». Ella es la guía de Carmen en esta bohemia que Neville tilda de «tan soñada como vivida», una mixtura del exilio golpista en la guerra civil y la retratada por Santiago Rusiñol e ilustrada por Ramón Casas en las «Cartas desde el Molino», que envían al diario La Vanguardia.

Más abajo nos reencontraremos con Rusiñol, regresemos ahora al Café de París. Carmen tiene que elegir entre el amor sincero y la vida insegura que representa el músico (Tony D'Algy) y la opulencia que le ofrece el admirador misterioso (José Nieto), que resulta ser el marido de su mejor amiga. No pasará demasiado tiempo antes de que Neville llegue a la conclusión de que lo que no le interesa es la misma elección. Uno debería de poder tenerlo todo, como Adela en El baile. Ahí están sus dos galanes y cada uno es una parte del hombre ideal. ¿Por qué desperdiciar lo que la vida nos ofrece? La idea está desarrollada con elegancia y no le falta brillantez, pero con los mismos mimbres realizará poco después su obra más perfecta, La vida en un hilo.

Aunque a partir de este momento Neville gustará de volver la vista al pasado para ambientar sus películas, pocas veces entra de cabeza en el cine histórico -de Historia con mayúscula-. Correo de Indias (1942) y El marqués de Salamanca (1948) serán sus intentos más señalados en este campo y las dos han estado fuera de circulación hasta fechas relativamente recientes. En ambas luce Conchita Montes toda su magnificencia y señorío. En la segunda encarna a María, la mujer del banquero Buschental y amante de Salamanca, que le proporciona el dinero que él pierde en jugadas catastróficas en la Bolsa y le reclaman los usureros.

Correo de Indias fue producida por Cepicsa a continuación de la malograda Rojo y negro. La idea surge durante el rodaje romano de La muchacha de Moscú, cuando Neville lee las Siluetas románticas, de Pío Baroja. Hay en ellas una imagen de un velero encallado en los hielos que excita poderosamente su imaginación. El argumento urdido por Neville para dar vida a esta estampa, es un viaje de ida y vuelta al virreinato del Perú. En ausencia de la película fueron muchos quienes la metieron en el saco de las crónicas del imperio español que llegaban a las pantallas con oportunismo facilón. Pero la operación imperial de Correo de Indias es una mera excusa. Apenas hay un par de apuntes que Neville rueda con escasa convicción. Están ahí, no vamos a negarlo, pero es difícil encontrar en ellos la exaltación patriótica de otros títulos contemporáneos. En la larga travesía desde el puerto de Cádiz a El Callao, el relato se aproxima una vez más al registro sainetesco. A bordo no faltan los aventureros, los ventajistas ni las pupilas de Paca, la portuguesa; una comunidad de personajes populares, ajenos todos al ideal de la cruz y la espada, reunidos en un recinto que quiere ser microcosmos de la presencia española en América. La deriva final del Correo de Indias es también una deriva genérica. En su último tramo Neville convierte el relato en una historia de amour fou, que podría haber firmado sin rubor su admirado Jean Cocteau.

El marqués de Salamanca es otra cosa. La película nace de un guión literario de Tomás Borrás. Neville se incorpora al proyecto en marcha como profesional solvente... y hombre de buen gusto, claro. Gómez Tello, crítico de la revista oficial Primer Plano, tentado una vez más a mirarse en el espejo transatlántico, compara la película con Union Pacific / Unión Pacífico (Cecil B. DeMille, 1939) y encuentra mucho más matizados los valores ambientales que en la epopeya estadounidense. Salvo el incidente del pionerismo ferroviario, uno se ve obligado a señalar que pocos elementos puede haber de comparación entre el tendido del ferrocarril Madrid-Aranjuez para recreo de la reina y su corte y la unión ferroviaria de las dos costas norteamericanas. Se centra luego el crítico en la figura de Salamanca -«audaz, brillante, afortunado con las mujeres, generoso: un español superior en el chato panorama de aquella España»- a quien juzga más por el argumento literario de Borrás que por el retrato que de él trazan en comandita Neville y el actor Alfredo Mayo.

Desde su regreso de Italia, estaba Neville buscando una figura histórica que pudiera acercarse a sus intereses. No encontró financiación para su duquesa de Alba, transfigurada en maja con los rasgos de Conchita Montes. Anduvo rondando luego la figura del último Duque de Osuna, según la efigie barrocamente trazada por su amigo Antonio Marichalar. Espléndido despilfarrador, embajador de España en la corte de los zares en San Petersburgo, el de Osuna organiza una cena y, al finalizar, arroja toda la vajilla de oro al fondo del Neva, para que nadie vuelva a usar aquellos platos en los que ha comido el emperador de todas las Rusias. El derroche de José de Salamanca no le va a la zaga y en ello incide la publicidad de la película al anunciar en grandes titulares: «¡El hombre que gastó lo que no tenía! ¡El hombre que gastó lo que era imposible gastar! ¡Una película fastuosa de un personaje derrochador!». Con la diferencia de que, en tanto el Duque de Osuna era quince veces Grande de España, Salamanca llega a Madrid con lo puesto y una modesta acta de diputado que, en connivencia con Narváez, produce sus buenos dividendos. Cuando le preguntan si es liberal o conservador, contesta que está deseando ser lo segundo... «en cuanto tenga algo que conservar». La honestidad de los procedimientos empleados para lograr este fin es más que dudosa. Hoy se llama información privilegiada, prevaricación... Entonces no sé. Lo que admira a Neville -y probablemente a Borrás- es la capacidad del personaje para crear a capricho: una fortuna, un teatro digno de tal cantante, el ferrocarril... No olvidemos que el padre de Neville era un ingeniero inglés que vino a España para construirlo; el título condal provenía de la rama materna. El semanario Dígame organiza el viaje. Entre los figurantes de lujo se encuentran la crítica cinematográfica de la revista, Graciella, el crítico teatral Alfredo Marqueríe, Adriano del Valle, la actriz Mary Delgado, el historiador cinematográfico Gómez Mesa, el humorista Ricardo García «K-Hito», el cantante Pedro Terol y el ineludible Perico Chicote. Para el rodaje de esta escena se tiende un tramo de vía férrea que llega desde la estación de Aranjuez hasta el mismo palacio.

Neville hace suya la secuencia que cierra la película de un modo sutil, sin traicionar el esquema biográfico de Borrás, pero suavizándolo con ambigüedad romántica. Llega la mujer del banquero Buschental (Conchita Montes) a la quinta y le entrega al mayordomo el recibo de la hipoteca de la casa. Luego se desarrolla la escena tal como la concibiera el argumentista, la dramatización de la famosa frase del malagueño, casi un epitafio: «Mi peor negocio.... mi vida». Una onza de oro trajo de Málaga en su juventud y eso es lo que le queda. El resto es su obra. No tiene nada, pero su nombre no se olvidará. Neville, sin embargo, no se conforma sólo con esto e introduce un estrambote irónico. La pareja de ancianos habla de su relación, cuando el mayordomo anuncia la llegada de los ingenieros. Salamanca confiesa a María sus nuevos proyectos. Ella suspira: «¿Cada vez que vas a hablarme de amor, llegan los ingenieros?».

A finales de los cuarenta Neville compone un díptico barcelonés. Al contrario que los hermanos Mihura, que se trasladan a orillas del Mediterráneo para hacer sus historias más universales -véase Mi adorado Juan (Jerónimo Mihura, 1949)-, las películas de Neville son barcelonesas por los cuatro costados y si Nada (1947) lo es de la calle Aribau, El señor Esteve (1948) lo es del barrio de Ribera.

Como Nada tiene más predicamento crítico y hasta se ha visto revisada en tesis doctorales no perderé mucho tiempo con ella. Baste decir que es un regalo que Edgar hace a Conchita. Neville presumirá toda su vida de haberla formado, mimado y creado en ella su mejor obra. Cuando la novela de Carmen Laforet recibe el primer Premio Nadal, Conchita Nadal se pone con la adaptación y se reserva el papel protagonista. En el reportaje sobre el rodaje que Alfredo Tocildo firma en Cámara se deja traslucir el interés de Neville en el proyecto. Manuel Berenguer trastea con la iluminación. Esta es una de las películas en las que la fotografía «se nota» más y eso que Neville siempre ha trabajado con los pesos pesados de la imagen venidos de fuera: los Barreyre, Goldberger, Pahle. Debe agradarle el resultado porque las siguientes películas las realizará con él. Conchita Montes retoca sobre la marcha los textos que la italiana María Denis es incapaz de memorizar por su falta de dominio del castellano. Y Neville fuma y espera.

En su primer guión cree Conchita Montes haber definido perfectamente el ambiente de la novela que tanto le ha gustado, pero se siente obligada a justificar la ausencia de algunos pasajes por la necesidad de condensar la acción cinematográfica. No está de acuerdo una vez más Gómez Tello, que reprocha a la guionista que el meollo de la novela se le haya escapado entre los dedos. Pero lo que se admite en la novela, cuyo alcance se supone reducido, no se perdona en una película. El crítico de Primer Plano califica el guión de «monótono y sombrío» y la dirección de «gris», concluyendo que «desgraciadamente, para el cine español, se ha frustrado un buen argumento». Siempre preocupaban en estos comentarios las pinceladas sombrías sobre la realidad española y sin duda la película las tiene. Y todo ello a pesar de que Cifesa corta para su distribución treinta minutos completos, supuestamente los más deprimentes. Con semejante destrozo, uno de los cuatros segundos premios del Sindicato Nacional del Espectáculo, por mucho que Producciones Edgar Neville no soliera recibir parabienes oficiales, tampoco sabe a mucho.

Mucho más interés de cara al desvelamiento del Neville secreto guarda en su interior la adaptación de la obra más conocida de Santiago Rusiñol, El señor Esteve. Educado a la sombra de su abuelo tras el prematuro fallecimiento de sus padres, Rusiñol vivió en carne propia la disyuntiva que luego vertiera en tantas de sus obras: la tensión entre su vocación artística y el destino que el entorno le depara. Sentado en el pupitre de contable de la industria textil familiar, el joven Tiago dibuja y sueña. Sin embargo, el dilema se resuelve relativamente pronto cuando la muerte del abuelo le deja en posesión de una discreta cantidad de dinero que le permite no pasar grandes necesidades y dedicarse plenamente a la pintura y la literatura. Años después, en un homenaje, como pidiendo perdón porque alguien le considerase mejor de lo que era, Rusiñol acertó a definirse como «un hombre sin calvario». A que parece que estuviéramos describiendo a Neville...

Rusiñol posee un anecdotario abultadísimo. Que si de visita en la Argentina improvisó, antes de que llegaran los responsables de la inauguración de un monumento, un discurso cargado de tópicos sobre las virtudes patrióticas y guerreras del homenajeado que todos aplaudieron a rabiar, para descubrir, al dejar caer el lienzo que tapaba la estatua, que el esculpido tenía una batuta en la mano... Que si estando en el hospital se hizo sacar la cama a la calle, al calorcito del sol, pidió que le trajeran una guitarra e improvisó ante los atónitos transeúntes un cante aflamencado lleno de «ay-ay-ays» que era lo que le parecía que mejor cuadraba a su situación hospitalaria... Son famosas sus reuniones mallorquinas para contemplar el espectáculo del ocaso. Si el sol se ponía a su gusto las palmas echaban humo, si lo hacía sin gracia como el último acto de la obra que se queda sin fuelle, pateo apocalíptico. Carles Soldevila, prologuista de sus Obres completes, sugiere que Rusiñol «concebía sus novelas y comedias de una manera rápida, fresca, sin premeditación. Diría, incluso, que muchas de ellas parecen nacidas de un encuentro casual con una anécdota, del mismo modo que a menudo le surgen los artículos periodísticos. Nos parece verle con las piernas cruzadas, en una tertulia de camerino o de café, después de escuchar determinado episodio culinario, y exclamando: «Mira, voy a escribir un sainete contra el vegetarianismo» [el titulado «El triunfo de la carne, cuadrito de costumbres vegetarianas en un acto»]. [...] Nos cuesta mucho imaginar al autor preocupado, obsesionado durante meses y meses por un tema, por una sensación. Mucho menos, figurárselo meses y años -a lo Flaubert- puliendo el estilo de cualquiera de sus novelas. Sobre este último punto, sin pecar de temerarios, podemos afirmar categóricamente que Rusiñol no padecía el suplicio del estilo». A lo mejor me estoy poniendo un poco pelma con este asunto, pero, ¿no estamos ante Neville redivivo?

Construida en torno a las largas tiradas del fundador de La Puntual -interpretado, una vez más, deliciosamente por Alberto Romea- la saga de la familia de merceros es un retrato irónico de las gentes que crearon la Barcelona próspera del siglo XX. En su lecho de muerte, el señor Esteve afirma: «Tantos años dando consejos cansan al que los da y al que los recibe». Consejos que han empujado a su hijo al matrimonio. El cortejo de Estevet y Tomaseta tiene lugar bajo la atenta vigilancia de las tres Marías una tarde de domingo... que el comercio está cerrado. Él se atreve a afirmar: «la aprecio», a lo que ella replica con un discretísimo «le correspondo». El resto son ya cláusulas del contrato matrimonial que resolverá el patriarca. El único fruto de tal avenencia está hecho de otra pasta. «Este niño no es natural -refunfuña el escribiente-. Llora, lee, tiene nervios y se desmaya. ¡Esto se tambalea!».

Camino del bautizo hay una trifulca entre carros. Al igual que los toques de corneta del frontero cuartel de Artillería anunciaron la venida al mundo del niño, ahora la presencia de un trombón sirve para ensordecer las palabras malsonantes de los carreteros. Todavía los hay que dicen que Neville era poco más que un buen dialoguista con ideas afortunadas.

«El humor de Rusiñol -escribe en La Codorniz del 1 de febrero de 1948- no es el del hombre inquieto que va rebuscando en los rincones dónde está la nota discordante de los hombres o de las cosas, sino el humor de un señor cómodamente sentado que ve pasar delante de él todo lo que ocurre en su radio de visión, sin molestarse, y que sobre todo no deforma jamás lo que ve». En El señor Esteve está todo el humor de Rusiñol. Humor ácido que, a pesar de eso, no hiere porque la claridad de su dibujo no admite borrones. Humor bronco tamizado en el aire gallego con el que Wenceslao Fernández Flórez identificaba, en su discurso de ingreso en la Academia, el humor español. No cuenta tanto la soltura en la realización -el rodaje de la película se vio interrumpido durante algunos meses por la urgencia con que había que realizar El marqués de Salamanca-... pero salta a la vista que, con todas sus imperfecciones, El señor Esteve es una de las películas más próximas al corazón de Neville.

No podemos contrastar lo que en su día dijo la crítica de Cuento de hadas (1951) y del episodio que Neville firma en El cerco del diablo (1952) con las películas, porque hoy por hoy ambas siguen desaparecidas. En su pionero estudio sobre la obra cinematográfica de Neville, Julio Pérez Perucha emplazaba a los historiadores del cine a profundizar en la accidentada producción de la película de episodios El cerco del diablo. Fue una producción dilatada en el tiempo que se saldó con «escasa atención crítica, aún menor apoyo oficial-administrativo y nulo éxito de público». En el elenco directorial parece que Neville fuera de los pocos ajenos al «grupo de los renovadores», pero, según Perucha, su participación estaría justificada por la «escasa ortodoxia cultural» de Neville y, todo hay que decirlo, por sus vínculos familiares con el promotor del proyecto, José María Elorrieta.

Cuento de hadas parte de un guión propio. Probablemente de uno que anunciaba desde tiempo atrás como «en la línea de» La vida en un hilo, con la que comparte su universo fantástico. Dos hadas entrometidas median en el romance de una pareja de novios y la injerencia de un tercero. Los galanes son Ismael Merlo y Manolo Gómez Bur y la tornadiza enamorada una, para mí desconocida, Nina Polán. Cuando ella está a punto de cometer adulterio, el hada Cristal toma forma humana y, como el candidato a amante cae rendido ante su encarnadura mortal, la cosa se resuelve, no sin guasa, a gusto de los guardianes de la moral. Tenemos pruebas fehacientes de la química existente entre Conchita Montes y Julia Lajos -La vida en un hilo y Domingo de carnaval bastan- que encarnan -es un decir- a las hadas Cristal y Oberón. Sin embargo, Gómez Tello, a pesar de que reconoce en Primer Plano que en Neville hay siempre una idea «que encierra la sorpresa de la originalidad y la paradoja», cree que no ha acertado en el desarrollo y ha alumbrado una «obra de tono menor y que mejor podría ser un sainete en un barrio de nubes». El aserto no habría desagradado a Neville como eslogan publicitario, aunque venga envuelto en una crítica negativa.

La afición de Neville por el cante jondo queda plasmada en Duende y misterio del flamenco, en la que se invoca a los espíritus de Falla, Lorca y el concurso celebrado en Granada en 1922. Neville rueda la película en escenarios naturales de Andalucía por un procedimiento de color ideado y comercializado por Daniel Aragonés, del laboratorio Cinefoto de Barcelona. La película es bien conocida y fue presentada con todos los honores en el festival de Cannes de 1953, donde obtuvo una Mención Especial del jurado. Entre los materiales depositados en Filmoteca Española apareció un buen día un cortometraje titulado Cante hondo (1952). El buen ojo de los investigadores les llevó a relacionarlo con Duende y misterio... Se trataría, en efecto, de un montaje realizado a partir de los descartes de ésta. Lleva la cabecera de Cesáreo González-Suevia Films y, dado que sólo existe una copia con títulos en francés, parece razonable que se utilizara para la promoción de la película grande en Cannes. Los cantes que aquí se ilustran -interpretados por Antonio Mairena y Niño de Almadén, acompañado a la guitarra por Badajoz- son el martinete, la debla y la toná; el polo y la rondeña, con ilustraciones rodadas en exteriores de Arcos de la Frontera, Puerto de Santamaría y la Serranía de Ronda. La otra cara de la España más exportable se concita en los episodios de La ironía del dinero (1955). Un torero de quinta fila que hace honor a su sobrenombre, «Hambrientito de Cuenca», un chupatintas salmantino que se encuentra una cartera y debe enfrentarse a la gorgona de su señora y un limpiabotas sevillano, ejemplo vivo de la pereza más descarada, componen el variopinto censo amable pero agrio de esta pionera coproducción hispano-francesa.

Uno no sabe si tendría Neville en mente la pervivencia de su mundo cuando emprendió la redacción del guión de Mi calle, porque ahí volvió a ponerlo todo. Todo y más: los años de la infancia, los recuerdos de la Guerra Civil, el carnaval solanesco, las vecinas criticonas, el joven petulante que seguramente él mismo corrió el riesgo de ser en algún momento de su vida y, por supuesto, Conchita Montes... aunque fuera demasiado mayor ya para el papel.

De las películas en cuyos créditos aparece Neville pero no dirige él personalmente, hay que destacar Novio a la vista (Luis G. Berlanga, 1954), y no porque sea de Berlanga sino por su definitiva filiación nevilliana. El director valenciano ha contado en repetidas ocasiones cómo, a raíz del éxito en Cannes de Bienvenido, míster Marshall (Luis G. Berlanga, 1953), Benito Perojo les encargó a Juan Antonio Bardem y a él la adaptación de una zarzuela. La versión de Bohemios horroriza al productor que les ofrece una serie de argumentos que ha adquirido para su realización. Uno de ellos, obra de Neville, se titula «Quince años». Berlanga frecuenta en esa época a Tono y al Conde de Berlanga ,con quienes suele reunirse a cenar en una casa de comidas del barrio de Chamberí. Con esta legitimación dirige una película en la que aparece el ambiente de la Gran Guerra, ese año mágico de 1917 al que Neville vuelve una y otra vez como cifra y símbolo de la entrada de la vanguardia en España, el mundo retratado en la novela La niña de la calle del Arenal. En el reparto no faltan ni la sempiterna Julia Lajos ni su tocaya, la Caba Alba -que debutara cinematográficamente hablando en El crimen de la calle de Bordadores en un breve pero graciosísimo papel de asesina, «tan asesina como la que más»-, Antonio Riquelme -el arqueólogo de La torre de los siete jorobados- y Fernando Aguirre, otro habitual, cuya mejor interpretación por extensión y calidad sea, probablemente, la del cochero de El último caballo. No acaba aquí la cosa. Nunca expuso tan limpiamente Neville en ninguna de sus propias películas su idea -¿debería decir imagen?- de la infancia, presente en su obra literaria pero raramente en la cinematográfica. Eso sí, no podemos ver a los protagonistas de El último caballo sino como a niños crecidos que juegan a bomberos y horticultores y, mejor aún, a los de La vida en un hilo jugando al amor.

¡Infancia revisitada, juventud fugitiva! Aquella juventud feliz e irrepetible está ligada a la bella Chelito y a las excursiones serranas con Ortega, pero también a la América joven que «se ríe, como la Europa joven se reía de la Europa vieja. Se reía de la novela para señoritas, de la poesía métricodecimal, de la sensiblería lloricona y blanda. Se reía de todo lo falso y convencional. ¡La risa, que ha sido el arma con lo que lo joven ha vencido a lo viejo en este siglo!». Es la América que Clorato ama y en la que Neville cifra una edad feliz a la que pudo regresar una y otra vez en su obra cinematográfica.

Buena parte del secreto de Neville se desvela en el Neville secreto. Restos de un naufragio, copias incompletas, fragmentos trompicados que dificultan la comprensión o ni siquiera eso... Atisbos de lo que fueron las películas que acaso nunca podamos contemplar. Razón de más para ver las que se conservan y que nos hacen más conscientes del valor de nuestro patrimonio cinematográfico y de las personas e instituciones que velan por su salvaguarda.





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